El camino de la oración,

en René Voillaume 

 

JOSÉ MARÍA RECONDO  

 

Introducción

Siglas

Capítulo I. El marco histórico

Capítulo II. La enseñanza sobre la oración en René Voillaume,
y sus destinatarios

Capítulo III. La vida contemplativa de las Fraternidades

Capítulo IV. La dimensión contemplativa de la vida cristiana


 

Introducción

La relevancia de un espiritual se pone de manifiesto por la contribución realizada, con su testimonio y su enseñanza, a la vida espiritual de los hombres de su tiempo y del porvenir. La historia de la Iglesia es rica en santos y espirituales que iluminaron la peregrinación de los miembros del Pueblo de Dios no ya desde la penetración intelectual del misterio cristiano –lo que es propio de los teólogos–, sino por la peculiar experiencia que de él hicieron.

Éste es el caso del Padre de Foucauld y el de la numerosa familia espiritual por él inspirada, la cual, según observaba Pablo VI, al estar «particularmente de acuerdo con las necesidades y las aspiraciones del mundo de hoy, parece marcar en la historia de la Iglesia un acto de la providencia» (Carta a Mons. Mercier, 1-12-66, «Jesus-Caritas» n.145, 1967,114). La experiencia de las Fraternidades de los Hermanitos y Hermanitas de Jesús estuvo, indudablemente, en la raíz de la vasta irradiación alcanzada por el mensaje espiritual del Hno. Carlos de Jesús.

Y será el P. René Voillaume quien, participando de esa experiencia de modo singular como fundador de los Hermanitos de Jesús, habrá de expresarla y, a la vez, iluminarla, con sus escritos y conferencias, en tanto se iba desarrollando. El influjo y la gravitación de su enseñanza se ven reflejados por la traducción de sus obras a diecinueve lenguas, así como por el hecho de que tantos «hombres y mujeres de los más diversos estados y condiciones» encontraran «en este mensaje la respuesta a sus más profundas inquietudes» (C. Castro Cubells, Prólogo a la edición española de L/I, XIX-XX). Pues han sido muchos, como atestigua J. Gomis, los que al leer lo escrito por Voillaume, «han visto concretar muchas cosas que intuían confusamente» (Vida y corrientes en la espiritualidad contemporánea, en Historia de la espiritualidad, 2, Barcelona 1969, 562).

Al ser la enseñanza del Padre Voillaume reflejo y expresión de una vida contemplativa llevada a cabo en el corazón de las masas, muchos laicos, sacerdotes y religiosos encontraron en ella un eco adecuado a sus aspiraciones y posibilidades reales de oración. Porque

«en realidad, la contemplación no es algo dado solamente a cartujos, clarisas, carmelitas... Ella es con frecuencia el tesoro de personas ocultas en el mundo [...]. La gran necesidad de nuestra época, en lo que a la vida espiritual se refiere, es poner la contemplación en los caminos [...]. Nosotros creemos que la vocación de estos contemplativos arrojados en el mundo y en la miseria del mundo, que son los Hermanitos de Charles de Foucauld, tiene en este aspecto una alta significación, y que se pueden esperar de ellos luces nuevas, en el dominio de la vida espiritual...» (J. y R. Maritain, Liturgie et contemplation, Brujas 1959, 76-78).

Estas consideraciones, que pertenecen a Jacques y Raïssa Maritain, están referidas a «aquellos que, viviendo la vida del buen cristiano en el mundo» con todo lo que de ello se sigue, «están dispuestos a ir más lejos, porque su corazón arde por ir más lejos, y se encuentran impedidos por muchos temores y obstáculos más o menos ilusorios» (Le paysan de la Garonne, París 1966, 337).

Pues bien, estamos convencidos de que, en este sentido, la experiencia de las Fraternidades, compartida, iluminada y expresada por René Voillaume, tiene mucho que decir a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Uno de los temas más desarrollados por Voillaume en sus escritos y conferencias ha sido el de la oración, sin que pretendiera, sin embargo, formular una doctrina sistemática sobre la misma. Su interés estuvo más bien centrado, según veremos, sobre la búsqueda contemplativa de Dios en las condiciones concretas y complejas en las que debe recorrer este camino el hombre de hoy. Esto lo expuso, por una parte, en las enseñanzas y directrices que diera a los Hermanitos (y Hermanitas) de Jesús, en relación a la vida contemplativa de las Fraternidades. Y, por otra, en un nutrido conjunto de enseñanzas que atañen a la vida de oración de todo bautizado, cualquiera fuera su vocación y estado.

La decisión de estudiar las enseñanzas de René Voillaume sobre la oración tuvo que ver con el influjo que, según vimos, alcanzaron sus publicaciones sobre los hombres y mujeres de nuestro tiempo, como así también con lo esclarecedora y provechosa que había resultado para mi propia vida de oración la lectura de sus escritos. Por ello en 1980 abordé la investigación de este tema, de la que resultó, en 1983, mi tesina para la Licenciatura en Teología. Fue muy útil, para una mejor comprensión de su obra, el contacto epistolar que en esos momentos pude establecer con el P. Voillaume.

Pero mayor importancia tuvo aún el hecho de poder encontrarme con él en París, en julio de 1985 –con vistas al trabajo que pensaba iniciar para el doctorado en Teología–, y luego en Toulouse, en marzo del siguiente año. Fue en París donde me sugirió la lectura de El-Abiodh-Sidi-Cheikh, la obra que él mismo escribiera sobre la historia de las Fraternidades, con claras implicaciones autobiográficas. La lectura, el fichaje y la síntesis de esta obra de diez libros, contenidos en quince volúmenes, supuso varios meses durante los cuales conviví con los Hermanitos de la fraternidad de Rangueil (Toulouse) –donde, dicho sea de paso, había vivido Jacques Maritain los últimos trece años de su vida–. El carácter confidencial de esta obra –escrita para el solo uso interno de la Congregación–, y el hecho de no haber sido editados sino unos pocos ejemplares de la misma, demandaron esta prolongada y provechosa estadía entre los Hermanitos.

El conocimiento de esta obra cambió radicalmente la orientación de mi trabajo, al abrirme un panorama hasta entonces ignorado. El hecho de conocer la historia personal del padre Voillaume, así como la de los Hermanitos de Jesús, me permitió considerar el pensamiento de aquél en el marco de una mayor objetividad histórica y de su rica experiencia vital.

No menos providencial para la investigación que iniciaba fue la convivencia y el diálogo, en la fraternidad de Rangueil, con varios de los hermanitos que habían cumplido un papel singular en la historia de la Congregación: Frère André –quien formaba parte del grupo fundador–, René Page –sucesor de Voillaume en el gobierno de las Fraternidades–, y Michel Nurdin –el teólogo al que solía consultar–. Esto posibilitó un acceso distinto al autor investigado y a la historia misma de la Fraternidad, dándome otro tipo de objetivación respecto de lo ya conocido.

Si bien, como acabo de explicar, el origen del presente texto tiene que ver con la investigación realizada para la obtención del doctorado en Teología, al preparar este libro he procurado despojarlo de todo ropaje erudito, para facilitar de este modo una lectura más clara y fluída del mismo. Esto supuso, obviamente, entre otras cosas, una sustancial «poda» del aparato técnico que acompañaba la investigación en su origen.

El cuerpo del libro está formado por cuatro capítulos. He querido comenzar con una introducción histórica, que toma como punto de partida la vocación, el ideal y los proyectos de fundación del Padre de Foucauld, pues éste es el marco a partir del cual el P. Voillaume desarrollará tanto su vocación contemplativa como su reflexión en torno a la oración. Tras ello, recorriendo las diferentes etapas de la vida de René Voillaume, podremos apreciar también la progresiva constitución de la actual fisonomía de las Fraternidades. Esto habrá de favorecer una más justa comprensión de la enseñanza de Voillaume, al poder considerarla en su contexto, y conforme a una historia de la que también es fruto.

El breve capítulo segundo, titulado La enseñanza sobre la oración en René Voillaume, y sus destinatarios, continúa, en cierto sentido, al primero, aunque abordando más directamente los condicionamientos históricos por los que pasa la obra de Voillaume en relación al tema estudiado. Esto nos permitirá entender por qué los capítulos tercero y cuarto tratan, respectivamente, sobre la vida contemplativa de las Fraternidades y sobre la dimensión contemplativa de la vida cristiana. Estos dos últimos capítulos concentran, sucesivamente, la enseñanza sobre la oración dada por Voillaume, por una parte, a los Hermanitos de Jesús –en el marco específico y peculiar de su vocación contemplativa–, y por otra, a un auditorio más vasto y plural, que participa por igual del llamado a desarrollar la dimensión contemplativa de la vida cristiana.

Quisiera agradecer particularmente, antes de terminar, a D. José María Iraburu, bajo cuya afectuosa guía y consejo he llevado adelante esta investigación y a cuya generosidad debo la posibilidad de realizar esta publicación, y a mi amigo Fr. Michel Nurdin, pues a su constante asistencia e iluminación se deben, también, en gran medida, los frutos que haya podido obtener con mi trabajo.

 

Siglas

AUC – Au coeur des masses, Cerf, París 1950.

AUCM
– Au coeur des masses, 2 vol., Cerf, París 1969.

CONT
– La contemplation dans l’Église d’aujourd’hui, Cerf, París 1979.

ÉLÉ
– La contemplation, élément essentiel de toute vie chrétienne, en L’adaptation et la rénovation de la vie religieuse. Décret «Perfectæ Caritatis», Cerf, París 1967, 159-168.

ENTRET
– Entretiens sur la vie religieuse. Retraite à Béni-Abbès, Cerf, París 1972.

FRA-SEC
– Retraite de la Fraternité Séculière (Orsay, 11-18 julio de 1961), texto policopiado, s.l., s.a., paginación discontinua (por plática).

FPF
– Les Fraternités du Père de Foucauld. Mission et esprit, Cerf, París 1946.

HIST
– El-Abiodh-Sidi-Cheikh. Histoire des origines de la Fraternité des Petits Frères de Jésus, 15 vol., edición policopiada, Tre Fontane (Roma) 1982.

L/I
– Lettres aux Fraternités I, Cerf, París 1960.

L/II
– Lettres aux Fraternités II, Cerf, París 1960.

L/III
– Lettres aux Fraternités III. Sur les chemins des hommes, Cerf, París 1966.

L/IV
Voyants de Dieu dans la cité. Lettres aux Fraternités IV, Cerf, París 1974.

OVF
– Où est votre foi?, Cerf, París 1971.

PV
– La prière dans la vie (15-10-51), «Jesus-Caritas» n. 84 (1951) 1-15.

RAPP
– Des rapports entre la vie active et la vie contemplative ou entre prière et action, «Seminarium» 21 (1969) 760-774.

RI
– Relations interpersonnelles avec Dieu, Conférence Religieuse Canadienne, Ottawa 1977.

RV
– Retraite au Vatican avec sa Sain-teté Paul VI, Fayard, París 1969.

R-50
– Règle de vie des Petits Frères de Jésus, edición policopiada, s.l., 1950.

R-62
– Règle de vie des Petits Frères de Jésus, 7 fasc., edición policopiada, s.l., 1962.

 

Capítulo I. El marco histórico

La historia personal de un hombre no sólo no es ajena a su experiencia espiritual, sino que influye decisivamente en su desarrollo. Por ello, no obstante lo que permanece oculto en el misterio de la actuación de Dios sobre las almas, el conocimiento previo de ciertos hechos históricos que han marcado la vida religiosa del padre Voillaume nos permitirá una mejor comprensión de aquello que, a través de los años, fue formulando en torno a la oración.

Siendo René Voillaume Hermanito de Jesús y, más aún, fundador ante la Iglesia de esta Congregación que sigue las huellas de Charles de Foucauld, comenzaremos dando una síntesis del ideal y la misión a los cuales el Hno. Carlos de Jesús se sintió llamado durante su vida, y dejó como legado a su descendencia espiritual. Será éste el marco en referencia al cual René Voillaume habrá de desarrollar tanto su vocación contemplativa como su personal reflexión en torno a la oración.

1. Charles de Foucauld. Vocación, ideal y proyectos de fundación

El 1º de diciembre de 1916 moría en Tamanrasset el hermano Carlos de Jesús, después de haber buscado infructuosamente que alguien se le uniera para continuar «gritando el Evangelio con toda la vida» (Charles de Foucauld, Écrits spirituels, París 1947, 121). Quedaban, sin embargo, tras él, como semilla fecunda, sus ejemplos y sus escritos.

Vocación, ideal y misión

Nacido en Estrasburgo el 15 de septiembre de 1858, Charles de Foucauld, desde el momento mismo de su conversión –ocurrida en 1886–, no cesó de buscar el camino por el que realizar su vocación religiosa. Esto no habría de clarificarse, sin embargo, sino progresivamente.

«Tan pronto como creí que había un Dios, comprendí que no podía hacer otra cosa sino vivir para Él: mi vocación religiosa data de la misma hora que mi fe: ¡Dios es tan grande! ¡Es tal la diferencia entre Dios y todo aquello que no es Él! [...] Yo deseaba ser religioso, no vivir más que para Dios y hacer aquello que fuera lo más perfecto, sin importar qué... Mi confesor me hizo esperar tres años; [...] yo mismo no sabía qué orden elegir: el Evangelio me mostró que «el primer mandamiento consiste en amar a Dios con todo el corazón» y que había que encerrarlo todo en el amor; cada uno sabe que el amor tiene por efecto primero la imitación; quedaba, pues, entrar en la orden donde yo encontrase la más exacta imitación de Jesús. Yo no me sentía hecho para imitar Su vida pública en la predicación: yo debía, por tanto, imitar la vida oculta del humilde y pobre obrero de Nazaret. Me pareció que nada me presentaba mejor esta vida que la Trapa» (Id. Lettres à Henry de Castries, París 1938, 96-97).

Este texto resume admirablemente las intuiciones que habrían de acompañarlo, en tanto las profundizaba, a lo largo de toda su vida; pues a través de los años, no obstante «una marcha de etapas imprevisibles, su vocación espiritual permanece[rá] idéntica a sí misma» (R. Voillaume, Introduction a G. Gorrée, Charles de Foucauld. Album du centenaire, Lyon 1957, s.p.).

Fue efectivamente en la Trapa (1890-1897) donde hará los primeros intentos por realizar su vocación. Pasados varios años de vida cisterciense notará, sin embargo, que no encontraba allí toda la desnudez y abyección que perseguía, conforme a su vocación a la «vida de Nazaret». Es así como en 1893 le escribe al abate Huvelin, su director espiritual, diciéndole que se interroga sobre la posibilidad de formar una pequeña Congregación. No será sino pocos días antes del tiempo en que le hubiera correspondido pronunciar sus votos perpetuos, cuando recibirá –tras una larga y obediente espera– la dispensa del padre general para abocarse a la realización del ideal al que se sentía llamado.

Irá, pues, a Tierra Santa, donde permanecerá tres años al servicio de las clarisas de Nazaret (1897-1899) y de Jerusalén (1899-1900), dividiendo su tiempo entre el trabajo manual, la lectura y la oración. Consagra jornadas enteras a la oración y a la meditación del evangelio. Este período será para él como un largo retiro, y el noviciado de su vida espiritual futura.

Comienza a considerar la posibilidad de una fundación eremítica sobre el monte de las Bienaventuranzas, por lo que vuelve a Francia para prepararse a la ordenación sacerdotal, que habrá de recibir el 9 de junio de 1901.

En sus retiros preparatorios al diaconado y al sacerdocio, descubre que aquella vida de Nazaret que entendía ser su vocación, no debía llevarla a cabo en Tierra Santa sino entre las ovejas más abandonadas. En su juventud había recorrido Argelia y Marruecos; ningún pueblo le parecía más abandonado que éstos. Se instalará, pues, en Beni-Abbés, al sur de la provincia de Orán. Su vida adquiere aquí una modalidad diferente. Si bien no sale de su ermita, ésta, sin embargo, está abierta a todos. Su ideal, por entonces, no era

«ni un grande y rico monasterio ni una explotación agrícola, sino una humilde y pobre ermita donde unos pobres monjes pudieran vivir de algunas frutas y de un poco de cebada recogida con sus propias manos; en estrecha clausura, penitencia y la adoración del Smo. Sacramento, no saliendo del claustro, no predicando, pero dando la hospitalidad a todo el que venga, bueno o malo, amigo o enemigo, musulmán o cristiano... Es la evangelización no por la palabra, sino por la presencia del Smo. Sacramento, la ofrenda del divino Sacrificio, la oración, la penitencia, la práctica de las virtudes evangélicas, la caridad; una caridad fraterna y universal» (Ch. de Foucauld, Lettres à Henry de Castries, 83-84).

Beni-Abbés (1901-1905) representa, pues, una primera realización de su ideal; el Hno. Carlos está en busca de un equilibrio entre su vida monástica contemplativa y su deseo de irradiar el amor de Cristo entre los indígenas que lo rodean. Pero no será sino en Tamanrasset (1905-1916) donde encontrará el pleno desarrollo de su vocación. Hace construir su choza no lejos de la aldea, y no sólo no rehuye a los habitantes de la región, sino que va hacia ellos, busca contactos, hace visitas. Siempre está a disposición de sus vecinos y de sus visitantes. Es el amigo que se puede buscar a toda hora del día y de la noche. Hizo cuanto estaba a su alcance para insertarse verdaderamente en la región del Hoggar. Veía ya claramente que la suya era una vocación de presencia entre el pueblo, una presencia que quiere ser testimonio y transparencia del amor de Cristo.

Tenemos, pues, ante nosotros, una auténtica vocación contemplativa nutrida en la meditación evangélica y centrada en la adoración del misterio eucarístico –verdadero corazón del «pequeño Nazaret»–. Y, a la vez, una caridad apostólica al servicio de la salvación del prójimo, que no se expresa por la predicación ni por las obras organizadas, sino a partir de una amistad respetuosa, llena de hospitalidad y bondad, como irradiación del amor de Cristo hacia todos los hombres. Este segundo elemento fue el que más tiempo le llevó madurar; fue en los últimos años de su vida cuando encontró su más adecuada expresión. Así, al mismo tiempo que procuraba una vida de intimidad contemplativa con el Señor, no se separaba físicamente de los hombres y, en particular, de los pobres. Tal es la vida de Jesús en Nazaret: vida silenciosa, recogida, pobre, laboriosa, a la vez que abierta y plenamente accesible a todos los de su pueblo y de su aldea.

El Padre de Foucauld, fundador

El Hno. Carlos de Jesús pasó su vida religiosa pensando agrupar en torno suyo algunos hermanos que compartieran su vida. Pero esta idea, nacida en el tercer año de su período trapense, no la vería nunca realizada, aceptando el fracaso aparente de su deseo como una consecuencia de su indignidad.

En la carta que escribiera en 1893 al abate Huvelin, esboza por vez primera el ideal religioso que se sentía llamado a vivir. En junio de 1896 compone una pequeña Regla para los miembros de la Congregación que quería fundar, los «Hermanitos del Sagrado Corazón de Jesús».

Ya en Palestina, la abadesa de las clarisas de Jerusalén ayudará con su influencia a reavivar sus proyectos, y en 1899 redactará la Regla de los «Ermitaños del Sagrado Corazón», donde aparece un elemento nuevo: el acento sobre el sacerdocio y el apostolado, presentándose desde entonces la «vida de Nazaret», a la vez recogida y abierta, lugar de intimidad con Jesús y lugar de partida en misión. Dos años más tarde, una mejor advertencia de las exigencias de caridad universal que implica el sacerdocio, lo lleva a volver a la denominación «Hermanitos del Sagrado Corazón de Jesús».

En 1902 redacta la regla de las «Hermanitas del Sagrado Corazón».

En los últimos años de su vida, frente al fracaso de sus primeros proyectos, considera la posibilidad de una especie de misioneros laicos que pudieran instalarse entre los infieles para atraerlos a la fe por el ejemplo y la bondad, apoyando de este modo la tarea de los misioneros consagrados. Este proyecto data de 1909, y es con esta finalidad que suscitará una «Unión de Hermanos y Hermanas del Sagrado Corazón de Jesús», para quienes escribirá su Directorio, y que a su muerte contaba con 49 miembros, constituyendo la única descendencia visible que dejaba en torno a su ideal. En 1924 se convertirá en la «Asociación Charles de Foucauld», de la cual nacerá, en 1949, la «Fraternidad Charles de Foucauld».

Finalmente, el 13 de mayo de 1911 escribirá una importante carta donde va a delinear por última vez el ideal de las Fraternidades (cf. Ch. de Foucauld, Lettres à mes frères de la Trappe, París 1969, 273-276)*.

*[Es preciso observar aquí, por otra parte, que si bien el Padre de Foucauld fue el inspirador de la fundación de los Hermanitos de Jesús, no puede, sin embargo, ser considerado propiamente como fundador, en el sentido que la Iglesia ha dado habitualmente a este término (cf. FPF, 13-14). Porque «en la historia de las fundaciones religiosas, él es el único que dio origen a sus congregaciones, muriendo» (Id. Aux Petits Frères de Jésus, en Petits Fréres de Jésus, Chapitre Général 1966, Compte-rendu 6/9/66, 1)].

Esta síntesis de la vida, el ideal y los proyectos de fundación del Padre de Foucauld nos permitirá seguidamente comprender los términos en que concibieron su vocación religiosa los Hermanitos de Jesús y el camino que, a través de los años, habrían de seguir, en busca de una mayor fidelidad al carisma recibido.

2. La realización histórica del ideal del Padre de Foucauld en los hermanitos de Jesús

René Voillaume. Manifestación progresiva de su vocación

El Padre Voillaume nace en Versalles el 19 de julio de 1905, en el seno de una familia de cómoda situación económica, aunque de vida austera. Allí vivirá hasta los nueve años, para luego residir en La Bourboule durante los años de la guerra del 14; aquí hará la primera comunión y será confirmado.

Introvertido y poco comunicativo, su infancia será solitaria y con marcada vocación a la lectura. Según él mismo reconoce, sus orígenes alsacianos y loreneses influyen por igual sobre su temperamento: «Eramos (mis hermanos y yo) poco comunicativos, tímidos, más bien retraídos, como lo son frecuentemente los loreneses, mientras que interiormente éramos sensibles y afectivos, aunque sin dejarlo aparecer. Yo sufriré por ello toda mi vida» (HIST, 1, 24).

Con clara inclinación por el saber científico, y atracción particular por la física y la mecánica, sus aptitudes para la ingeniería –su «primera vocación»– eran además favorecidas por el ambiente familiar, donde tanto su padre como sus tíos tenían esta profesión. Su interés por estas ciencias caracterizará los años de su adolescencia y primera juventud, al igual que su religiosidad, alimentada desde niño por una particular devoción a la Eucaristía.

Su vocación al sacerdocio, de la que hay ya signos durante su infancia, después de haber sido acallada por su pasión por las ciencias, se verá confirmada por un hecho misterioso del que es objeto cuando tenía 16 años, y que es juzgado por el mismo Voillaume como una gracia mística. Desde entonces ampliará el tiempo de oración, y su vida de unión con Dios estará especialmente representada por su devoción al Sagrado Corazón y al Smo. Sacramento.

Junto a este llamado al sacerdocio, nacía en él una vocación misionera. África ejercía sobre él una particular atracción y en esto no parece ajeno el hecho de que su hermana mayor, Margherite, hubiera entrado en 1921 en las Hermanas Misioneras de Nuestra Señora de África («Soeurs Blanches»).

Carecía, sin embargo, de claridad, a la hora de decidirse por una Congregación en particular, lo cual hizo que le aconsejaran entrar en el Gran Seminario de San Sulpicio, de Issy-les-Moulineaux, donde podría recibir una adecuada formación teológica y espiritual, en tanto maduraba su decisión. Ingresó, pues, en 1923, e hizo allí el bienio de filosofía, tras lo cual entró como novicio de los Padres Blancos en Maison-Carrée (Argel). Estará, sin embargo, sólo un año con ellos, pues la fragilidad de su salud le impedirá permanecer en África. Volverá, pues, al Seminario de Issy, con la esperanza de poder regresar con los Padres Blancos al terminar sus estudios, si su salud lo permitía.

A fines de 1927, otro hecho misterioso habría de influir decisivamente sobre su vida. Un arrobamiento de orden místico, que se repetirá durante varios meses, lo confirmaría en el carácter contemplativo de su vocación.

Tras las huellas de Charles de Foucauld

Parece oportuno retroceder ahora hasta el otoño de 1921, cuando aparece el libro de René Bazin sobre Charles de Foucauld. Su lectura, cuando contaba 16 años, causa en René Voillaume una profunda conmoción. Encuentra en la vida del Hno. Carlos de Jesús un eco providencial a sus aspiraciones a la vez misioneras y contemplativas. Pero sabía que la fragilidad de su salud no hacía pensable la imitación de aquella vida; de allí que entrara en Issy, buscando clarificar su vocación. Al ingresar posteriormente con los Padres Blancos, era consciente de que era el único camino por el que podría desembocar, si Dios lo quería, en una vida análoga a la de Charles de Foucauld.

Estando en Maison-Carrée, recibió una carta de un seminarista de Issy, confiándole su atracción por el ideal de Charles de Foucauld. A su vuelta al Seminario, conocerá otros con las mismas inquietudes, por lo que formarán un grupo, del que surgiría, años después, la base de la fundación en El-Abiodh.

Habiendo conseguido el manuscrito del Padre de Foucauld que contenía la Regla de 1899, comenzaron su estudio con la intención de elaborar, partiendo de ella, un proyecto de fundación.

René Voillaume, que había sido elegido para encabezar el grupo, es ordenado sacerdote el 29 de junio de 1929, pasando los dos años siguientes en Roma, donde realizará el doctorado en teología bajo la dirección del padre R. Garrigou-Lagrange.

Después de la preparación lingüística que la empresa requería y de un período donde abundaron los contactos, consultas y exploraciones, tomarán el hábito en la Basílica de Montmartre (8-9-33) y se instalarán en el pequeño oasis de El-Abiodh-Sidi-Cheikh, situado en el Sahara sud-oranés. Eran cinco sacerdotes: René Voillaume, Marcel Bouchet, Marc Guerin, Guy Champenois y Georges Gorrée. Todos, ex-alumnos de Issy. A ellos se agregaría alguien que, habiendo recorrido hasta allí un camino distinto al del resto, compartirá desde entonces la misma vocación, formando parte del grupo fundador. Se trataba de un convertido, discípulo y amigo de Jacques Maritain, quien no deseando dar a conocer su nombre por razones personales vinculadas a su pasado, será conocido por todos desde entonces como «frère André» (1904-1986). Más tarde, cuando sus estudios sobre islamología y mística comparada comiencen a publicarse, aparecerán bajo el seudónimo de «Louis Gardet».

La Fraternidad de El-Abiodh-Sidi-Cheikh

Centrados en la Regla de 1899 –aunque en muchos aspectos, adaptada–, los Hermanitos del Sagrado Corazón de Jesús, como por entonces se llamaban –o los «Hermanos de la Soledad», según eran denominados por los árabes–, comenzarán su aventura religiosa en tierra islámica, en medio de un cuadro de vida claramente monástico. La influencia del Carmelo y de la Cartuja fue significativa en esta etapa.

La espiritualidad carmelitana había sido conocida por todos con anterioridad a la fundación. En el Seminario habían sido formados en la oración teniendo a San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús por maestros, así como a Santa Teresa del Niño Jesús. Y una vez en El-Abiodh, el conocimiento de los «desiertos» carmelitanos no dejaría de tener influencia sobre la decisión de equilibrar la vida comunitaria con períodos de vida eremítica.

Durante la etapa preparatoria a su instalación en el desierto, fueron frecuentes los contactos con la Cartuja de Montrieux. A esto se sumó que en los años siguientes a la fundación, la relación con los cartujos se hizo más estrecha, hasta convertirse éstos en sus consejeros, y aceptar ocuparse de la formación del que sería el primer maestro de novicios de los Hermanitos.

Esto no impedirá a la Fraternidad guardar una fisonomía original y desarrollarse en su línea propia. En este sentido, es muy elocuente lo que Frère André escribía al respecto en 1936, comentando, en nombre de todos los Hermanitos, las Constituciones que en ese año habían redactado:

«Se puede decir que el contemplativo tiene realmente a su cargo cada alma del universo. Nada es excluido de una oración que debe ser, continuada en nosotros, la oración misma que el Verbo Encarnado, por su santa Humanidad, no cesa de elevar hacia su Padre.

«Para el Hermanito del Sagrado Corazón, una misión más particular se añade a la universalidad de esta intercesión. No se contenta, en efecto, con rezar por los infieles que lo rodean; se convierte en uno de ellos. Se solidariza con ellos. En el día de su profesión, pide a Dios que acoja esta substitución, esta naturalización espiritual, a fin que, delante de El, sea realmente el hermano mayor de los infieles a los cuales es enviado, el cristiano primogénito entre ellos, su garante por derecho de consanguinidad espiritual. [...] Una tal vocación no se puede comprender sino en la perspectiva de la doctrina del Cuerpo Místico. [...] Los Hermanitos del Sagrado Corazón tienen el sentimiento profundo de que en ese papel de intercesión reside lo esencial de su vocación.

«Jesús les ofrece, como un inagotable tesoro de gracia, los sufrimientos de su Corazón crucificado, y por esto mismo les pide asumir delante de Dios, los pueblos a los cuales él los envía. [...] Es así como habrán de ser sus garantes, es decir, en la sangre de Cristo, sus hermanos de raza...» (X.Z. –así fue firmado el artículo–, Les Frères de la Solitude, «Contemplation et Apostolat», Abbaye St-André, Lophem-les-Bruges, 1, 1936, 256-258).

Entre los rasgos más característicos de la identidad propia de los Hermanitos, estaban su esfuerzo de adaptación, y el lugar relevante que el misterio eucarístico ocupaba en sus vidas:

«Esta misión silenciosa deberá desarrollarse en una adaptación tal, que sus hermanos infieles y ellos mismos, no hagan realmente sino uno. Ellos se transformarán en hermanos de raza no solamente por la lengua, la cultura, las costumbres, el arte religioso, sino más profundamente por todo aquello que estos signos exteriores contienen, en la caridad de Cristo, de verdadera adaptación de alma» (Ib., 258).

«Para el Hermanito del Sagrado Corazón, la Eucaristía es el único medio, el modelo y la razón de ser de su vida... El culto del sacrificio eucarístico se concreta por el lugar dado, en [la] vida [de los Hermanitos], a la misa y a las horas de adoración del Smo. Sacramento expuesto; y su adoración está en total dependencia del acto mismo del Sacrificio. [...] Y está allí, para él, la vida que debe llevar a sus hermanos infieles: ser redentor con Jesús Sacerdote y, con él, hostia y víctima. La Eucaristía es como el testimonio supremo de la gloria divina entre los hombres; en la comunión de los santos y en la dilatación del Cuerpo místico, los Hermanitos deberán hacerse, como Jesús, alimento de las almas, dejándose, como Jesús, devorar por ellas en el silencio de la oblación, haciéndose «todo a todos», como contemplativos y como misioneros» (Ib., 258-259).

Estos rasgos característicos de la Fraternidad habrán de explicitarse, durante más de diez años, a través de una forma de vida auténticamente monástica. Las observancias clásicas de la clausura, el silencio y la oración de día y de noche, constituían lo esencial de su testimonio exterior, tanto frente a la población musulmana, como para aquellos cristianos con quienes estaban espiritualmente vinculados o que iban a hacer retiro a la Fraternidad. Las observancias constituían, pues, para ellos, la trama cotidiana de la vida y, sin confundirlas con lo esencial, las consideraban formando el cuerpo en el que lo esencial se encarnaba.

Este carácter monástico que había asumido la Fraternidad desde su fundación está vinculado a la concepción que el Padre de Foucauld tenía para su Congregación durante su estancia en Tierra Santa: fue allí donde redactó la llamada Regla de 1899, que los Hermanitos eligieron desde un comienzo como base de su proyecto fundador.

Los años de guerra y de dispersión: la identidad de la Fraternidad se profundiza

La llegada de la Segunda Guerra Mundial habrá de modificar la vida de la Fraternidad, al ser movilizados la mayor parte de los hermanitos. Un par de ellos quedará, sin embargo, en El-Abiodh, posibilitando el regreso periódico del resto; pero aun así, la vida de la comunidad entrará en un paréntesis que habrá de prolongarse hasta el final de la guerra.

René Voillaume había sido destinado a Orán y luego a Touggourt como personal militar no combatiente. Esto lo mantendrá alejado durante varios años del gobierno físico de la comunidad de El-Abiodh.

Se abre así un período en el que distintas circunstancias y hechos providenciales llevarán a la Fraternidad a una transformación hasta entonces imprevista.

Cabe comenzar recordando que la Regla de 1899, a partir de la cual se proyectó la fundación, había sido en muchos aspectos modificada, en razón de haber sido considerada por algunos superiores de San Sulpicio como impracticable y «escrita no para hombres sino para ángeles» (cf. HIST, 1, 268).

Esto hizo que, exceptuando al grupo fundador, el resto de los hermanitos no tuviera un conocimiento directo de ella; es más, se evitó expresamente que llegara a manos de los más jóvenes, para preservarlos de engañosas ilusiones.

Así fue como, tras la lectura de dicha regla por parte de los hermanitos que habían permanecido en El-Abiodh, le plantearan éstos a Voillaume, en mayo de 1943, la exigencia de volver a una más perfecta observancia de la misma, a fin de seguir con mayor fidelidad al Hermano Carlos de Jesús. Esto suponía, fundamentalmente: una vida de mayor pobreza y austeridad (reaccionando de modo particular contra la importancia material del monasterio que habitaban), un cumplimiento más estricto de la clausura y del silencio, dar más importancia al trabajo, y alcanzar una mayor simplicidad en el trato.

La irreductibilidad con que se presentó inicialmente el planteamiento fue superada en virtud del espíritu abierto y paciente del P. Voillaume, así como por la intervención del Prefecto Apostólico del Sahara, Mons. Mercier.

De este modo, las observancias señaladas encontrarán eco y sintonía en René Voillaume y, mientras la vida en El-Abiodh iba evolucionando en tal sentido, él se retirará en junio de 1944 a la ermita de Djebel-Aïssa, comenzando un trabajo de investigación, a fin de compenetrarse mejor con el espíritu del Hno. Carlos de Jesús. Esto, que habrá de llevarle un año entero, supuso la lectura de los escritos del P. de Foucauld –incluso los inéditos, a los que tenía acceso por vía de la postulación de la causa de beatificación–, intercambio de opiniones con los hermanitos, y tiempo de reflexión en la oración.

«Experimentamos, ante todo, la necesidad de ponernos en contacto con el espíritu del padre de Foucauld y el conjunto de su vida, lo que habíamos omitido hacer desde el momento en que elegimos, como base de nuestra fundación, las constituciones y el reglamento escritos por el Hno. Carlos en 1899. Nosotros queríamos, a la luz de la espiritualidad del padre y de su concepción de la vida de Jesús en Nazaret, releer no solamente la Regla de 1899 –que conservábamos siempre, en tanto definía netamente una vocación contemplativa misionera–sino también repensar la manera concreta en que habíamos realizado este ideal. Es en esta línea, y liberados de toda tendencia a una interpretación literal, como yo me puse a trabajar» (HIST, 8, 126).

Expresa así Voillaume, en pocas líneas, la base sobre la cual evolucionará, en adelante, la Fraternidad, y el principio que posibilitará la futura dilatación de su misión: Ya no se busca definir la vocación y misión de los Hermanitos por referencia a la sola Regla de 1899 (que no representaba el pensamiento del Hno. Carlos sino parcialmente y, en más de un aspecto, de modo germinal), sino a partir del conjunto de la vida y de los escritos del padre de Foucauld, lo cual aseguraba una mayor fidelidad a la integridad de su mensaje.

Como fruto de aquel período de investigación y reflexión, Voillaume escribirá unas 200 páginas que titulará La mission providentielle du Père Charles de Foucauld et la réalisation de ses projets de fondation; subtitulado: Etude sur l’esprit et le règlement des Fraternités.

Parece oportuno destacar el decisivo papel que jugara uno de los hermanitos que permaneció en El-Abiodh durante la guerra, quien, contagiado del radicalismo evangélico del padre de Foucauld, impulsará la transformación de la Fraternidad en dirección a una mayor pureza de ideal: Frère Noël, posteriormente conocido por Milad. Nombrado poco después maestro de novicios, él será el formador de los hermanitos durante los años de mayor afluencia de vocaciones. Es preciso, pues, destacar su figura, tanto por la importancia de su participación en el período que acabamos de narrar –verdaderamente determinante para la futura orientación de la Fraternidad–, como por lo que significó como formador en la Congregación*.

*[Onésime Retailleau ingresó en la Fraternidad en 1935. Teniendo una hermana religiosa, intercambiarán sus nombres, llamándose ella en religión Soeur Onésime, en tanto él sería llamado Frère Noël. Este nombre, arabizado, se convertirá en «Milad Aïssa», que significa «el nacimiento [de] Jesús». A él corresponde el libro que firmará como Un petit frère de Jésus, Ce que croyait Charles de Foucauld, Tours 1971].

Se cierra así la crisis desencadenada en 1943, de la que la Fraternidad, profundizando su ideal, sale más firmemente enraizada en el espíritu del Padre de Foucauld. Lo que había faltado, según Voillaume, era «una presencia suficiente del alma y del espíritu del Padre de Foucauld –un cierto sentido de la pobreza y del trabajo–, una profundización mayor del misterio de la vida oculta de Nazaret» (La mission providentielle du Père Charles de Foucauld et les règlements des Fraternités, «Les Petits Frères de Jesús» 24, 1983, nn. 95-96, 21).

Del Islam al mundo obrero: la misión de la Fraternidad se dilata

Si los años de guerra resultaron una ocasión providencial para que la Fraternidad se afirmara en su espíritu propio, el tiempo inmediatamente posterior no habrá de ser menos importante en orden a revelar su futura orientación.

Poco después de acabada la guerra, el P. Voillaume emprenderá un viaje a Francia (1945), al que seguirá, entre abril y julio de 1946, otro a Roma y Francia, resultando ambos decisivos para el futuro de la Fraternidad.

Parece conveniente aclarar aquí que Fr. André había permanecido durante la guerra, por razones de salud, con los Padres Blancos, en Maison-Carrée.

Antes de ir a Francia en 1945, Voillaume encuentra, pues, a Fr. André; por él conocerá en Argel a militantes obreros cristianos con quienes éste se había relacionado en esos años. Como consecuencia de ese encuentro, comienzan a entrever la posibilidad de estar presentes en el mundo obrero. El posterior viaje a Francia y los contactos que allí tendrá, confirmarán a Voillaume en esta idea, que anuncia a los hermanitos a su vuelta a El-Abiodh, en diciembre de ese mismo año.

De este modo, las nuevas Constituciones, redactadas por entonces y aprobadas en 1947, considerarán como destinatarios de la misión de la Fraternidad no sólo el Islam sino toda tierra de misión –siendo en esto fieles al pensamiento del padre de Foucauld–, en la que incluían al mundo obrero, en razón de su descristianización. También se subraya la importancia del trabajo, aunque no se contemplara aún la posibilidad del trabajo asalariado en el exterior: también la fraternidad obrera se la concebía por entonces como monástica, aunque inserta en el medio obrero y en intercambio de relaciones y adaptación al mismo. Cambian, además, su nombre; al existir ya una Congregación con la misma denominación que utilizaban, serán desde entonces los «Hermanitos de Jesús».

Entre las personas que Voillaume encontró en Francia y que habrían de confirmarlo en el proyecto de las fraternidades obreras, es preciso destacar a Soeur Magdeleine de Jésus, fundadora de las Hermanitas de Jesús, con quien ya por entonces tenía una importante relación, y que orientaba en tal sentido la misión de su Congregación (cf. ibid., 9, 6)*.

Se habían encontrado por vez primera en El-Golea, peregrinando ambos, en 1939, a la tumba del padre de Foucauld. Hubo siempre entre ellos una profunda comunión en la manera de concebir el ideal de las Fraternidades, y no es fácil delimitar las respectivas influencias, que fueron recíprocas.

*[ Elisabeth Hutin, en religión Petite Soeur Magdeleine de Jésus, deseosa de seguir el camino trazado por el Hermano Carlos de Jesús, parte con una compañera (Anne Cadoret) para África del Norte en 1936, permaneciendo en Boghari hasta 1938; allí harán una experiencia de asistencia indígena. Marcharán posteriormente hacia el Sahara, después de hacer un año de noviciado con las Hermanas Blancas en Birmandreis (Argelia), a petición expresa del Prefecto Apostólico, Mons. Nouet. En 1939 fundan en Touggourt la primera fraternidad. En 1946, unos meses antes que lo hicieran los Hermanitos de Jesús, fundan la primera fraternidad obrera en Aix-en-Provence. Con el paso de los años alcanzarán un rápido crecimiento, a la vez que se iban esparciendo por todo el mundo. En 1980 la Congregación contaba con 230 fraternidades, 880 religiosas de votos perpetuos, 186 de votos temporales y 80 novicias (cf. G. Rocca, Piccole Sorelle di Gesù (Fraternità delle), en Dizionario degli Istituti di perfezione, 6, Roma 1973 ss., 1620-1622)].

Sostiene Voillaume, por otra parte, que «el período que se extiende de marzo a octubre de 1946 será, para las Fraternidades, extraordinariamente fecundo y rico en acontecimientos o decisiones que contribuirán a dar, tanto a los hermanitos como a las hermanitas de Jesús, su fisonomía definitiva» (HIST, 9, 21).

Lo más relevante dentro de este período fue, sin duda, el viaje que el P. Voillaume hizo con Fr. André entre abril y junio de ese año. El principal cometido del mismo era organizar una fraternidad de estudios en Roma. Frère André acompañaba al P. Voillaume para aconsejarlo en esto y para reencontrarse en Roma con su amigo Jacques Maritain –por entonces embajador de su país ante la Santa Sede–, a quien no veía desde hacía trece años. Milad quedaba, mientras tanto, como responsable en El-Abiodh.

El primer hecho destacable es el encuentro que tienen en Argel, antes de cruzar hacia Europa, con dirigentes de la J.O.C. De lo conversado con ellos surge la posibilidad de una fraternidad obrera con trabajo en el exterior, pues los jocistas objetan el proyecto de un trabajo artesanal independiente, en orden a evitar el riesgo capitalista de otras órdenes o congregaciones religiosas.

Así nace, pues, unido al deseo de una pobreza real y efectiva, la idea del trabajo asalariado en el exterior de la fraternidad. Pero es necesario tener en cuenta aquí que en ningún momento había sido puesta en duda la naturaleza contemplativa de la vocación de las Fraternidades.

Esto no será siempre comprendido por todos los que compartían con ellos en Francia la preocupación por evangelizar el mundo obrero; tal el caso de los sacerdotes de la «Misión de París». Encontraron, por el contrario, una profunda comprensión en Jacques Loew y su equipo, en el abate Guerin, y en Margherite Tarride*. Estos fueron, por otra parte, algunos de los múltiples contactos que tuvieron durante ese viaje.

*[Margherite Tarride, habiendo cedido todos sus bienes, llevaba a cabo una vida contemplativa en medio de una gran pobreza, trabajando como obrera y habitando en un barrio gitano de los suburbios de Toulouse. Era dirigida espiritualmente por el padre Marie-Joseph Nicolas, del convento de los dominicos, en donde ella había recibido, también, formación teológica y espiritual (cf. HIST, 9, 300, nota 163)].

En Roma fueron numerosos los encuentros de Fr. André con los Maritain. También Voillaume tendrá oportunidad de estar con ellos. Pero ahora quisiéramos detenernos un momento sobre el particular vínculo que existió entre Jacques y Raïssa Maritain y la Fraternidad.

El total acuerdo que hubo entre ellos respecto de la posibilidad y la importancia de una vida contemplativa en el mundo –la «contemplation sur les chemins», para tomar la conocida expresión de Raïssa–, parece indicar que los Maritain no habrían sido ajenos, aun sin proponérselo, al modo de vida que desde 1947 adoptarían las Fraternidades. Hay que tener en cuenta, por lo demás, que ellos habían reflexionado en torno a aquel tema, mucho antes de que los Hermanitos dejasen la clausura de El-Abiodh.

Creemos que Voillaume no aceptaría sino parcialmente –de acuerdo a lo conversado con él– estas afirmaciones que acabamos de realizar*.

*[Voillaume, si bien acepta que Maritain les dio «el testimonio personal de una vida de oración vivida en el mundo», afirma, sin embargo, que «eso no cambió nada», pues la influencia de Maritain se dio más bien en el plano de la expresión, y en él encontraron bien expresado «aquello que ya vivían» (cf. J.M. Recondo, La oración en René Voillaume, Burgos 1989, 303)].

Sin embargo, en el prefacio al Journal de Raïssa, al comentar un texto escrito por ella en 1919, él mismo expresa lo siguiente:

«He dicho más arriba que Raïssa tenía total consciencia de su vocación de contemplación en pleno mundo. "Es un error –escribe ella– aislarse de los hombres porque uno posea una visión más clara de la verdad. Si Dios no llama a la soledad, es preciso vivir con Dios en la multitud; hacerlo conocer allí y hacerlo amar" (10-3-1919)» (R. Voillaume, Prefacio a Journal de Raïssa, publicado por J. Maritain, París 1963, XVI).

Es de particular elocuencia, por otro lado, la carta que frère André recibe en 1928 de Jacques Maritain, cuando buscaba una forma de vida totalmente consagrada a Dios, pero dentro del mundo:

«¿Una vida contemplativa en el mundo? ¿Y que incluso no implicara el cuidado directo del apostolado, de la vida mixta dominicana? Aun eso. Sin embargo, aquélla no se justificaría en el mundo sino por el deseo de servir a las almas y de estar por tanto, de una manera o de otra, entregados a ellas, y de soportar animosamente por ellas todo el tráfago, las amarguras, y las idas y venidas inútiles que son inseparables del trato con los hombres, no siendo esto sino para dar testimonio, en medio de ellos, de la contemplación misma y del amor eucarístico de Nuestro Señor.

«Si usted debe permanecer en el mundo, yo creo que es por la voluntad de dejarse devorar por los otros, no preservando sino la parte (muy grande) de soledad necesaria para que Dios haga de usted algo útilmente devorable...

«¿Qué queda después de esto? Esa impresión, esa idea, esa esperanza de que el Espíritu Santo prepara algo en el mundo, una obra de amor y de contemplación que querrá almas totalmente entregadas e inmoladas en medio mismo del mundo...» (Del folleto editado por los Hermanitos de Jesús en memoria de Maritain, tras su muerte, bajo el único título de Jacques Maritain, s.l., s.a., pero Marsella 1973, 10).

Como se puede fácilmente apreciar, este texto, escrito veinte años antes de la fundación de la primera fraternidad obrera, expresa admirablemente la espiritualidad en la que habrían de iniciarse las Fraternidades.

Sobre el conocimiento de esta carta por parte del padre Voillaume durante el período de El-Abiodh no cabe duda, si tenemos en cuenta que en su primer libro, llevado a imprenta a fines de 1946 –es decir, cuando la Fraternidad preparaba su salida de la clausura–, aparece, entrecomillada, la expresión «útilmente devorable» que Maritain utilizara en su carta (cf. FPF, 105).

Cabe señalar, además, que en El-Abiodh, todos los hermanitos habían leído los textos espirituales de Maritain, habiendo sido Fr. André, desde 1936, el responsable de su formación doctrinal.

Aun prescindiendo de lo escrito por Maritain sobre la contemplación en varias de sus obras –De la vie d’oraison (1922), Les degrés du savoir (1932), Action et contemplation, en Questions de conscience (1938)–, es preciso destacar lo que escribió sobre «la contemplación por los caminos» en Le paysan de la Garonne (1966) y, antes, con Raïssa, en Liturgie et contemplation (1959) (cf. J. Maritain, Le paysan de la Garonne, París 1966, 283-370; J. y R. Maritain, Liturgie et contemplation, Brujas 1959, 76-78). El mismo Voillaume, tras la lectura de éste último, escribe así a los hermanitos:

«Confieso que no pude dejar de escribirle, en nombre de todos nosotros, a Jacques Maritain, para comunicarle mi alegría y darle las gracias porque supo expresar con tanta exactitud lo esencial de la vocación de los Hermanitos en el capítulo La contemplación por los caminos. Es exactamente eso» (L/III, 20-21).

Por último, es importante recordar que tras la muerte de Raïssa, en 1960, Maritain se instalará en la fraternidad de los Hermanitos de Toulouse, donde vivirá hasta 1970, año en que pide ser admitido en la Congregación, para morir, formando parte de ella, en 1973. Poco después de su instalación en Toulouse, Voillaume se referirá a

«ese parentesco espiritual que existía ya desde hace mucho tiempo con nuestra forma de vida religiosa, que lo ha conducido a venir a vivir entre nosotros, como un hermano mayor del que tenemos mucho que esperar. [...] Estoy contento de que tengáis la posibilidad, un día u otro, de encontrar a quien ha estado asociado más de lo que tal vez pensáis, a la fundación espiritual de la Fraternidad» (L/III, 74-75).*

*[Frère André, en este mismo sentido, hablará de la unidad entre la vida y la obra de J. Maritain y de la «profunda consonancia de ambas con la vocación de los religiosos que lo habían acogido» –el subrayado es nuestro– (L. Gardet, Temoignage, «Cahiers Jacques Maritain» 10, 1984,31). Ver también la carta que el P. Voillaume escribió desde Kolbsheim tras la muerte de Maritain: L/IV (En souvenir de Jacques Maritain), 162-165].

Resumiendo, consideramos que sería superficial reducir a una sola causa lo que en la acción providente de Dios –según lo que antes hemos podido ver– tuvo un curso manifiestamente más complejo. No podríamos prescindir, por ejemplo, en este análisis, del contexto histórico-pastoral de la Iglesia en Francia durante aquellos años: la preocupación misionera por evangelizar el mundo obrero como tema dominante. Eran los años de Francia, país de misión, según el título del célebre libro del abbé Godin. Todo esto no puede haber sido ajeno a la transformación que por entonces sufría la Fraternidad. Pero no queríamos dejar inadvertido el peculiar papel que tocó a los Maritain, fundamentalmente a través de Fr. André, en esta nueva dimensión que se abría para la vida contemplativa de las Fraternidades.

Finalmente, cabe señalar que a comienzos de 1947 aparecerá el primer libro del padre Voillaume: Les Fraternités du Père de Foucauld. Mission et esprit. Sintetizaba allí el estudio que realizó, entre 1944 y 1945, en torno a la misión del P. de Foucauld y sus Fraternidades. Esta obra refleja, por otra parte, la concepción que en el momento de su publicación tenía Voillaume, sobre la vocación de los Hermanitos.

La hora de la expansión

El amor y la imitación de Jesús de Nazaret inspiraron y animaron siempre el andar del padre de Foucauld en la realización de su vocación. Fue esto lo que lo condujo a la Trapa, y esto mismo lo que lo hizo salir de ella para avanzar solo, por caminos singulares, no por deseo de singularidad sino por fidelidad a un llamado que, de hecho, le obligaría a innovar. Guardando todas las proporciones, ocurrirá otro tanto con la Fraternidad cuando, después de haber hecho de un modo monástico sus primeros pasos en la vida de Nazaret, comenzará la fundación de fraternidades con un cuadro de vida diverso al que hasta entonces le había sido característico.

En mayo de 1946 se funda en Aix-en-Provence la primera fraternidad obrera. Voillaume formará parte del grupo, trabajando de pintor, y si bien las responsabilidades del priorato no le permitirán permanecer demasiado tiempo en ello, deseaba participar personalmente en la nueva experiencia que comenzaban a vivir los hermanitos.

A partir de aquí se abre un período particularmente fecundo para la Fraternidad. En tanto se iba consolidando y confirmando en su nueva orientación, la abundancia de vocaciones y la consecuente multiplicación y dispersión de las fraternidades caracterizarán los años siguientes.

El conocimiento de algunas cifras puede ser significativo en este sentido: A fines de 1946, doce hermanitos habían hecho la profesión perpetua, otros tantos entraron al noviciado, y cinco pronunciaban sus primeros votos. A comienzos de 1951, el número de profesos se había triplicado y estaban distribuidos en dieciséis fraternidades.

Es durante esos mismos años cuando el P. Voillaume escribirá las cartas y conferencias que en 1949 serán policopiadas y al año siguiente publicadas bajo el título En el corazón de las masas. En estos escritos del prior de los Hermanitos de Jesús, se hallará la base de la espiritualidad futura de las Fraternidades. El libro conocerá más de una docena de traducciones y numerosas reediciones, manifestando así que su interés superaba ampliamente los límites de las Fraternidades.

Por aquella misma época aparecen las nuevas Constituciones de los Hermanitos de Jesús (1951), donde se expresa en su nueva fisonomía la identidad de las Fraternidades:

«Los Hermanitos de Jesús imitan, ante todo, la vida laboriosa de Jesús obrero en Nazaret, llevando a cabo en la pobreza una vida de trabajo, en contacto íntimo con los hombres, mezclados con ellos como la levadura en la masa, a fin de contribuir por el testimonio de sus vidas más que por sus palabras, a hacer conocer y amar a Jesús, Hijo de Dios, y a establecer entre los hombres, por encima de todas las divisiones de clases, razas y naciones, la unidad fraternal del amor del Salvador» (art. 3).

La década del 50 confirmará el crecimiento y el afianzamiento de la Fraternidad. Merced a la afluencia de vocaciones, el número de fraternidades prácticamente se triplicará durante este período: en mayo de 1959 ya serán cincuenta. Igualmente significativo resulta el hecho de su implantación en medios muy variados, no obstante verificarse siempre elementos comunes en aquellos entre los cuales fundaban, tanto en el plano religioso –la ignorancia de Cristo o el alejamiento de la Iglesia–, como en el sociológico –«aquellos que no tienen nombre ni influencia en el mundo»–. Este rasgo de universalidad, en el que el P. Voillaume insistirá por influencia de Soeur Magdeleine, habrá de caracterizar, desde entonces, la vida misma de la Fraternidad (cf. HIST, 9, 287-292)*.

*[Algo más adelante Voillaume afirma: «Yo razonaba, era sensible a las objeciones y más previsor, mientras que ella veía a lo lejos, e iba hacia adelante» (p.293)].

Ante este hecho de la multiplicación de las fraternidades, y, sea para visitarlas o para preparar nuevas fundaciones, el padre Voillaume se verá obligado a viajar constantemente y por todos los continentes, utilizando con frecuencia la vía epistolar para seguir en contacto con los hermanitos. Como fruto de este período aparecerán sus Cartas a las Fraternidades. El primer volumen –Testigos silenciosos de la amistad divina– recogerá escritos dados a luz entre 1954 y 1959. El segundo –A causa de Jesús y del Evangelio–, abarca otros, surgidos entre 1949 y 1960. El tercero –Por los caminos del mundo–, recopila cartas escritas entre 1959 y 1964. Si bien durante estos años serán publicados numerosos artículos suyos en medios diversos, lo contenido en estas cartas viene a continuar y a completar, desde el contacto con la experiencia de las fraternidades, lo que Voillaume expusiera en En el corazón de las masas. De aquí que constituyan la expresión medular de su pensamiento en estos años.

Surgirán también, en aquel tiempo, la Fraternidad «Jesus-Caritas» (Instituto Secular Femenino) y la Fraternidad Sacerdotal «Jesus-Caritas», desarrollándose, asimismo, la Fraternidad Secular Charles de Foucauld. La palabra del P. Voillaume será requerida por unos y otros, así como por las Hermanitas de Jesús. Esto hizo que la transmisión del mensaje del Padre de Foucauld por parte de René Voillaume, fuera trascendiendo progresivamente las fronteras de su Congregación.

Por otra parte, en 1956, permaneciendo Voillaume como prior de los Hermanitos de Jesús, fundará los Hermanitos del Evangelio. Estos, en el mismo espíritu de contemplación, pobreza y humilde caridad fraterna propio de Ch. de Foucauld, tendrán por misión la evangelización de los ambientes pobres y más alejados de Dios, a través de un apostolado directo.

La inserción y presencia de los Hermanitos y Hermanitas de Jesús en lugares diversos, fue generando, con el paso del tiempo, la necesidad de ofrecer una evangelización directa y explícita. Como complemento y continuación de los Hermanitos de Jesús, surgían, pues, los del Evangelio. Razones análogas llevarán a Voillaume a fundar, en 1963, las Hermanitas del Evangelio.

En 1965 el padre Voillaume dimitirá como prior de los Hermanitos de Jesús –cargo que ejercía desde la fundación, en 1933–, para poder dedicarse con mayor libertad a las Congregaciones más jóvenes. Será elegido René Page para sucederlo (1966), quien, reelegido en 1972, será prior de la Fraternidad hasta 1978. Lo seguirán Michel Sainte-Beuve (1978-1990), Carlo Fries (1990-1996), y el actual prior, Marc Hayet.

La Fraternidad de los Hermanitos de Jesús fue elevada, en 1968, a Congregación de derecho pontificio. En 1983, cincuenta años después de su fundación en El-Abiodh, contaba con 253 profesos –de los cuales, algo más de un cuarto son sacerdotes–, distribuidos en más de 90 fraternidades establecidas en 45 países.

Los Hermanitos del Evangelio, en 1979, contaban con 90 religiosos, en tanto las Hermanitas del Evangelio eran, en 1980, 60 religiosas distribuidas en 17 fraternidades.

Conclusión

Este recorrido a través de la vida del padre Voillaume, en el que hemos podido también apreciar la progresiva constitución de la actual fisonomía de las Fraternidades, nos permitirá, en adelante, adentrarnos con mayor rigor en su pensamiento. Consideramos que sin el presente estudio histórico, hubiéramos carecido del marco existencial en referencia al cual la reflexión del padre Voillaume en torno a la oración fue dándose y formulándose. En el caso de un espiritual, en quien su enseñanza se caracteriza por partir no sólo de los datos objetivos de la fe sino también de su experiencia cristiana personal –en tanto fuente genuina de la teología espiritual–, esto parece particularmente necesario.

 

Capítulo II. La enseñanza sobre la oración en René Voillaume, y sus destinatarios

Cuando en la Navidad de 1965 el P. Voillaume escribía su dimisión como prior de los Hermanitos de Jesús, comenzaba a cristalizarse una nueva etapa dentro de su vida personal, que habría de afectar, asimismo, el curso de su reflexión y de sus escritos*.

*[Algo de esto expresaba el mismo Voillaume cuando, una vez dejado el priorato, escribía, tras una semana de retiro, desde Beni-Abbés, a las Fraternidades: «Este retiro ha sido como un alto en el camino, largo tiempo deseado, entre dos períodos de mi vida: el primero, que concluyó en agosto pasado en el capítulo general de los Hermanitos de Jesús, y durante el cual, a lo largo de treinta años, no he cesado de llevar la responsabilidad de la fundación, y el segundo, que se inicia ahora con la aceptación del gobierno de las Fraternidades del Evangelio» (L/IV, 30)].

Esto, sin embargo, no era sino la desembocadura de un proceso que había comenzado varios años antes.

La apertura a múltiples requerimientos

A partir de los años 50, una multiforme actividad comienza a tener lugar en la vida del P. Voillaume. En ello tuvo mucho que ver la resonancia que por entonces tenía, entre laicos y sacerdotes, el mensaje espiritual del Padre de Foucauld.

Voillaume es solicitado por entonces para predicar diversos retiros, de los que saldrán los gérmenes de la «Unión Sacerdotal» y de la Fraternidad Secular Charles de Foucauld. El Instituto Secular femenino «Jesus-Caritas» comenzaba, por su parte, a prepararse. Al asesoramiento espiritual que Voillaume hacía de estos grupos, hay que sumar, en 1956, la fundación de los Hermanitos del Evangelio, mientras proyectaba, a su vez, con el P. Lebret, la creación de la F.A.M.E.I. (Fraternité d’Amitié et d’Entraide Internationale) (cf. HIST, 10, 95-101).

El mismo Voillaume, recordando la multiplicación de responsabilidades y de quehaceres que caracterizó su vida en aquellos años, confiesa: «En lo que concernía a mi vida personal en este período, estoy realmente sorprendido, al releer mis diarios, del número de reuniones y retiros de los que participaba, y que se seguían, por así decirlo, sin interrupción, en el intervalo de mis viajes» (HIST, 10, 100).

Si añadimos, a todo esto, la fundación de las Hermanitas del Evangelio en 1963, podemos comprender que, inevitablemente, las tensiones aparejadas por esta situación, le harían cada vez más difícil llevar adelante el priorato de los Hermanitos de Jesús. De este modo, y considerando que la Congregación había alcanzado ya la suficiente consolidación y madurez, a fines de 1965, Voillaume presenta, de manera indeclinable, su renuncia como prior (cf. Id., Lettre aux Petits Frères de Jésus. Noël 1965, «Jesus-Caritas» n. 142, 1966, 101-108). Si bien esta decisión no lo desvinculaba de sus Hermanitos, de los que seguía siendo fundador y padre, quería, sin embargo, dedicarse, con mayor solicitud, a las más recientes fundaciones de los Hermanitos y Hermanitas del Evangelio*.

*[Recordemos, por lo demás, que Voillaume nunca dejó de ser Hermanito de Jesús. Necesitó de un indulto personal de Pablo VI para poder asumir el gobierno de las Fraternidades del Evangelio, sin dejar de ser Hermanito de Jesús].

La verificación de una nueva etapa

No obstante su deseo de seguir participando de cerca de la vida de los Hermanitos de Jesús, vemos, sin embargo, que, con el andar del tiempo, el distanciamiento de Voillaume respecto de la Fraternidad –que había comenzado a verificarse aun antes de que dejase el priorato–, no haría sino acentuarse. Varios elementos ayudan a poner en evidencia este hecho, sobre el cual Voillaume no hace, sin embargo, en sus escritos, una referencia explícita:

a) No parece casual que en El-Abiodh-Sidi-Cheikh, su estudio histórico sobre los Hermanitos de Jesús, Voillaume relate detallada y minuciosamente la vida de la Congregación hasta los años 50 –habiendo dedicado para ello nueve de los diez libros que forman esta obra–, para luego, cambiando totalmente la metodología, hacer una exposición más genérica e imprecisa del período siguiente.

Es de notar, en este sentido, que para el primer período contara con abundante documentación, que confrontaba constantemente con sus diarios, cartas y diferentes escritos de la época, mientras que a partir de los años 60, predomina ampliamente el recurso a lo expuesto y discutido en los Capítulos Generales de la Congregación. El mismo Voillaume reconoce, por lo demás, que esta última parte de la obra está menos lograda, y que generó algunas contestaciones dentro de la Fraternidad (cf. J. M. Recondo, La oración en René Voillaume, Burgos 1989, 302).

b) Es notable cómo, al referirse Voillaume, en El-Abiodh-Sidi-Cheikh, a «las grandes fechas de la historia de la Fraternidad», dedica varias páginas a la década del 50, en las que él aparece, además, constantemente como protagonista. Mientras que los hechos más relevantes que tuvieron lugar del 60 al 80, aparecen mencionados en menos de una página, no figurando casi ninguna alusión a su persona (cf. HIST, 10, 4-10).

c) Recorriendo rápidamente su bibliografía, se percibe que ha habido un desplazamiento durante los años 60 y 70: Si hasta entonces sus escritos se dirigían fundamentalmente a las Fraternidades –o a los diversos grupos de la familia espiritual del P. de Foucauld–, se advierte, en adelante, una creciente heterogeneidad en su auditorio. Se observa, asimismo, que sus escritos concernientes a la vida de los Hermanitos de Jesús son ya menos frecuentes. Y cuando –como en el caso de sus retiros anuales a las Hermanitas de Jesús en Tre Fontane (Roma)– retoma este discurso, podemos verificar que poco hay que no estuviera ya contenido, de alguna manera, en lo dicho por él en los años 50 y 60.

Los dos órdenes de destinatarios de las enseñanzas sobre la oración de René Voillaume

Si hemos puesto de relieve el distanciamiento progresivo del P. Voillaume en relación a la evolución de la vida de los Hermanitos de Jesús, es porque consideramos que este hecho no ha dejado de tener consecuencias sobre su reflexión y sus escritos:

1º) Porque lo que él delineó en los años 50 y 60 con respecto a la vida espiritual de las Fraternidades –particularmente en En el corazón de las masas y en sus Cartas a las Fraternidades–, ya no tendría, en lo sucesivo, la debida continuación, conforme a la evolución que había seguido posteriormente la vida de los Hermanitos. El no haber participado Voillaume sino indirectamente en esta etapa de la vida de la Congregación, estuvo –creemos– en el origen de esta carencia.

2º) Decíamos, más arriba, que la irradiación del mensaje del Padre de Foucauld y de la experiencia espiritual de las Fraternidades alcanzó a laicos y sacerdotes, para los cuales Voillaume también habló, ya desde la década del 50. Pero hemos de notar que a partir de los años 60, la palabra de Voillaume interesa auditorios que trascienden a menudo la familia espiritual del P. de Foucauld.

Recuerda Voillaume, por lo demás, lo que Soeur Magdeleine –fundadora de las Hermanitas de Jesús– le decía, en este sentido:

«Yo creo que [la] aportación principal [de Soeur Magdeleine] fue el obligarme a ver más allá de la Fraternidad de los Hermanitos. Ella me asegurará en repetidas ocasiones [...], y cuando las fraternidades obreras no existían aún, que mi misión se extendería a las Hermanitas, a los sacerdotes y a los laicos, a través del mundo» (HIST, 9, 296).

Todo esto nos permite distinguir, a grandes rasgos, dos tipos de auditorios a los que Voillaume habría de dirigirse, a lo largo del tiempo, para hablar de la oración:

–Por una parte, está su enseñanza en torno a la vida contemplativa de las Fraternidades, concentrada, particularmente, en sus escritos a los Hermanitos de Jesús, de los años 50 y 60.

– Por otra parte, tenemos sus escritos y conferencias relativos a la dimensión contemplativa de la vida cristiana. Aquí es necesario integrar todo lo que Voillaume formuló para los laicos, sacerdotes y religiosos diversos, en torno a la oración, con buena parte de las enseñanzas que, al respecto, fueron dichas por él a los Hermanitos o Hermanitas, y que pueden, sin embargo, extenderse a todo bautizado, al no estar sujetas necesariamente a la vocación específica de las Fraternidades.

Conclusión

Inevitablemente, los esquemas pecan siempre de cierta arbitrariedad. Frente a la desnuda claridad que los caracteriza, la realidad acostumbra a ser más rica, compleja e inasible. Con todo, no podemos sino reconocer la necesidad que de ellos tenemos, en orden a alcanzar una mejor comprensión de la realidad en su conjunto.

Por eso, en el tercero y cuarto capítulos habremos de sistematizar, respectivamente, lo enseñado por Voillaume sobre la oración a las Fraternidades, y a quienes, por el solo hecho de ser bautizados, están llamados a desarrollar la dimensión contemplativa de su vida cristiana.

 

Capítulo III. La vida contemplativa de las Fraternidades

Si bien Charles de Foucauld fue el principal inspirador de la vida religiosa de las Fraternidades, no habría de dejar una doctrina espiritual sistemáticamente formulada, ya que la mayoría de sus escritos los componían anotaciones personales que no estaban destinadas a la publicación.

Quien habrá de elaborar y exponer las principales líneas que configuran la espiritualidad de las Fraternidades será, pues, René Voillaume. Esto explica la importancia que tendrán sus escritos para la vida de los Hermanitos de Jesús y también, a su manera, para las Hermanitas de Jesús.

Según hemos visto ya, después de una primera etapa en la que los Hermanitos fueron precisando su identidad propia, Voillaume se hará vocero de esta experiencia, buscando una conceptualización más precisa para el ideal definitivo de las Fraternidades. Esto tendrá lugar durante los años 50 y 60 en los escritos contenidos en En el corazón de las masas y en sus Cartas a las Fraternidades, así como en la Regla de vida de los Hermanitos de Jesús, redactada por Voillaume en 1950, y reformulada en 1962. Será, pues, principalmente en estas fuentes, donde encontraremos expresado su pensamiento sobre la vida contemplativa de las Fraternidades.

Consideramos conveniente partir de un perfil sintético, para proceder luego de manera analítica. Para ello nos serviremos del texto por el cual la Iglesia elevaba la Fraternidad, en 1968, a Congregación de derecho pontificio. Desde este marco, veremos cómo fundamenta y explicita Voillaume, particularmente en los escritos mencionados, los elementos que conforman la vida contemplativa de las Fraternidades.

El texto del decreto de la Sagrada Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares (Roma, 13-6-68), decía así:

«El fin de este Instituto, a ejemplo de Nazaret humilde y escondido, consiste principalmente y se consuma en una peculiar vida contemplativa, en la adoración de Cristo en el sacramento de la Eucaristía, en el ejercicio de la pobreza evangélica, en el trabajo manual y en la real participación de la condición social de aquellos que se encuentran despojados de todo.»

1. «Una vida contemplativa peculiar»

«El Padre de Foucauld se consideró siempre como un monje y un contemplativo. Los Hermanitos de Jesús también son contemplativos, pero no como los otros» (AUC, 177).

Para entender esta afirmación, con la que René Voillaume comienza su carta sobre la vida contemplativa de las Fraternidades, será preciso mostrar aquello en lo cual los Hermanitos se distinguen de la vida contemplativa tradicional; pero antes, aquello en lo que conservan una fundamental continuidad respecto de ella.

La vida contemplativa

Por vida contemplativa no hemos de entender aquí la vida personal de un cristiano cuya oración es contemplativa –o tiende a ello–, sino la vida que lleva a cabo una familia religiosa que la Iglesia ha reconocido como «ordenada a la contemplación» en el seno del Pueblo de Dios (cf. «Perfectæ Caritatis», 7). Es en este sentido como Santo Tomás de Aquino afirma que «son llamados contemplativos, no aquellos que contemplan, sino aquellos que consagran toda su vida a la contemplación» (2-2. q. 81, a. 1, ad 5).

—La contemplación

La vida contemplativa no se entiende, sin embargo, sino por referencia a la contemplación, a la cual se ordena. Hay que partir entonces precisando lo que entendemos por ella. Voillaume la define como «un conocimiento experimental y sobrenatural de Dios, percibido por connaturalidad de amor, bajo el influjo de los dones del Espíritu Santo» (AUC, 178).

La contemplación sobrenatural, en sí misma, está fuera del alcance directo del alma, y responde a una gracia que sólo Dios puede otorgar. Pero existe, no obstante, todo un conjunto de actos de que somos capaces, que nos preparan y encaminan hacia ella, en cuanto que, normalmente, son necesarios para llegar a la contemplación. Y si bien la donación de esta gracia jamás estará exigida por la preparación, ella suele ser, sin embargo, su prolongación, y la continuación normal, aunque misteriosamente gratuita, de nuestro encaminamiento hacia Dios. Lo cierto es que, con frecuencia, muchas almas quedan privadas de la gracia de la contemplación, al carecer de la debida preparación para acoger este don. Afirmado lo cual, Voillaume concluye que la contemplación supondrá, por ello, habitualmente, una preparación, la cual posee sus exigencias propias (cf. ibid.).

—Contemplación y «vida contemplativa»

Al analizar estas exigencias, Voillaume considera importante distinguir entre aquellas que pertenecen a la preparación misma del alma, y aquellas que tocan a las condiciones exteriores de vida.

En el primer caso, Voillaume sitúa la disposición última del alma para recibir la gracia de la contemplación, en la muerte a todo lo que no es Dios. Lo cual supone un desasimiento profundo de todo lo creado y, particularmente, de sí mismo. No significa esto que tal muerte esté totalmente en nuestro poder, porque las mismas gracias de contemplación habrán de consumarla en nosotros, al hacer penetrar el fuego acrisolador del amor en aquellas profundidades del alma en las que nada podemos por nosotros mismos. Con todo, ese desasimiento radical, aun cuando no podamos realizarlo actualmente sino de un modo imperfecto, ha de ser, al menos, intencionalmente querido y deseado, a la espera de que sea consumado por la acción de Dios en nuestras almas (cf. AUC, 179-180).

Por otra parte, esta muerte por la que el alma va alcanzando la debida disposición, no ha de entenderse en un sentido sólo ni primariamente negativo. El movimiento de desprendimiento viene como fruto de nuestra adhesión a Dios por el amor. Es, pues, «en el orden de la caridad donde se sitúa la predisposición esencial a la gracia de la contemplación» (AUC, 180).

El hecho de que la disposición última del alma se sitúe en el plano del amor explica que la donación de esta gracia esté abierta a cristianos de toda condición y estado: Precisamente porque la preparación que el hombre puede ofrecer está más vinculada a la disposición interior del alma, que a las condiciones exteriores de vida.

No obstante lo cual, sigue siendo cierto que hay todo un conjunto de medios exteriores particularmente aptos para preparar a las almas a la contemplación. Estos, en el cristianismo, han alcanzado históricamente su más alta expresión en las Ordenes reconocidas por la Iglesia como contemplativas. Su experiencia secular en esta materia hace que estas prácticas puedan ser consideradas como privilegiadas. Entre ellas, Voillaume destaca especialmente la clausura y el silencio.

Reconoce Voillaume que las observancias monásticas de la clausura y el silencio exterior crean unas condiciones de vida particularmente favorables para la realización de esa muerte a todo lo creado que hace posible la perfecta unión con Dios. Pero no ha de pensarse, añadirá, que el solo hecho de abrazar exteriormente un tal género de vida, dispone el alma de un modo inmediato a la contemplación*.

*[Es aquí, por otra parte –agrega Voillaume–, donde se separa la concepción monástica cristiana de la mayor parte de los ensayos realizados fuera de la Iglesia en orden a alcanzar la comunión con la divinidad (cf. AUC, 183). En esto parece hacerse eco de lo que afirmara en su momento Maritain: «La contemplación cristiana responde, ante todo, a ese espíritu que sopla donde quiere, y hace oír su voz sin que nadie sepa de dónde viene ni adónde va (Jn 3, 8)... Esto implica que la contemplación cristiana es todo lo contrario de un asunto de técnica... La espiritualidad natural, como la de la India, por ejemplo, tiene técnicas bien determinadas. «Este aparato de técnicas es lo primero que impresiona a quien comienza a estudiar la mística comparada. Pues bien, una de las diferencias más obvias entre la mística cristiana y las otras místicas es su libertad en lo que respecta a la técnica y a todas las recetas y fórmulas... » (J. y R. Maritain, Liturgie et contemplation, Brujas 1959, 64-65)].

La clausura y el silencio no son para el monje cristiano sino instrumentos al servicio del amor, y conservan toda su eficacia sólo en la medida en que conducen al desarrollo de la caridad. Pues es precisamente por relación a la caridad, por lo que pueden disponer a la contemplación. Así se explica que, de hecho, estas prácticas puedan ser ineficaces: sea por falta de generosidad en el sujeto, sea porque resultan inadecuadas para un determinado tipo de temperamento*.

*[Cuando falta la generosidad, las observancias, que debían favorecer el desapego del corazón para su dilatación en el amor, pueden pasar a ser refugio de una actitud mezquina para con Dios y para con el prójimo (cf. AUC, 183-186)].

Esto nos lleva, según Voillaume, a la necesidad de distinguir las disposiciones interiores que estas prácticas están destinadas a producir en el alma, de las prácticas u observancias consideradas en sí mismas. Y a preguntarnos en qué medida las observancias de la clausura y el silencio, tal como son practicadas en las órdenes contemplativas tradicionales, tienen un valor absoluto como medio, en orden a la vida contemplativa.

Por aquí arribamos entonces a la posibilidad –y a la validez– de esa vida contemplativa peculiar que representan en la Iglesia las Fraternidades. Lo cual supuso cierta continuidad y, a la vez, cierta ruptura respecto de la experiencia monástica precedente.

Para entender mejor esto, parece oportuno recordar aquello que se considera imprescindible para la realización de la vida contemplativa, cualquiera sea su forma. El P. Voillaume dirá que ella implica, necesariamente, un doble elemento:

«La Iglesia confiere al religioso contemplativo una misión en el Cuerpo místico de Cristo, misión invisible pero que se expresa concretamente por una separación visible de las otras actividades humanas» (AUC, 188).

La vida contemplativa propia de las Fraternidades

Para mostrar el carácter contemplativo de la vida de las Fraternidades habrá, pues, que precisar cuál es la misión espiritual que los Hermanitos de Jesús reciben de la Iglesia, y cuál la forma concreta de separación por la que aquélla adquiere una expresión visible. Comenzaremos, pues, por esto último.

—Separación y presencia

Ni el Padre de Foucauld ni los Hermanitos de Jesús dudaron nunca del sentido contemplativo de su vocación. Ello implicaba, por tanto, una separación. Sólo que ésta no habría de consistir en la tradicional clausura material, sino en la renuncia a todo un conjunto de actividades, entre las que se contaban, tanto el ministerio de la predicación, como cualquier obra de apostolado explícito o de caridad organizada. La separación tendrá lugar, entonces, en el orden de las actividades, pero no en el de la presencia en medio de los hombres.

«El aspecto propio de la vocación contemplativa del Padre de Foucauld que lo distingue radicalmente de las otras órdenes contemplativas es que ella debe ser vivida en contacto con los hombres, en medio de ellos» (AUC, 190).

El deseo ardiente de imitar a Jesús de Nazaret, lleva al Padre de Foucauld a buscar configurarse a él, tanto interiormente, en la actitud de una vida vuelta hacia el seno del Padre (cf. Jn 1,18), como exteriormente, abrazando «la existencia humilde y oscura del Dios obrero de Nazaret» (Ch. de Foucauld, Oeuvres Spirituelles, 32).

Es el misterio de Nazaret el que puede entonces determinar esta forma original de vida religiosa, que dispone al servicio contemplativo de Dios, en medio de una presencia efectiva entre los hombres. Allí se resuelve esa aparente contradicción entre la separación y la presencia que, respecto de los hombres, exige esta vocación. Será, pues, en el corazón de las masas donde se realice este apartamiento. Porque es allí donde los Hermanitos están llamados a vivir esa «prioridad totalitaria» (AUC, 190), esa «preocupación primordial» por la búsqueda de Dios, que es propia de toda vocación contemplativa*.

*[La vocación a la vida contemplativa se expresa en una preocupación primordial por la búsqueda de Dios, la cual, si bien es común a toda vida religiosa, aquí adquiere una radicalidad e inmediatez tales, que determinará la orientación de todo lo demás «como un fuerte viento dominante que inclina en su sentido toda la vegetación de un paisaje» (P.-R. Regamey, L’exigence de Dieu, París 1969, 114)].

Vemos entonces que no es a pesar de, sino en esa situación, en el corazón de las masas, donde los Hermanitos habrán de llevar a cabo su vida contemplativa (cf. FPF, 124-126)*.

*[Advierte, con todo, Voillaume, que «sólo un alma que presente un mínimo de formación interior en el camino de la unión con Dios podrá encontrar, en los contactos con los hombres, no un obstáculo sino, por el contrario, un alimento para su contemplación. El noviciado y los años de formación y de estudio que le siguen están, pues, consagrados a educar en este sentido la vida interior del religioso: este tiempo estará sobre todo reservado a la formación de una sólida vida de oración eucarística» (Ib., 124)].

Esta peculiaridad de la vida de las Fraternidades no deja de desconcertar, sin embargo, a muchos que miran su vocación desde fuera. Así lo comprueba René Page, sucesor de Voillaume como prior de las Fraternidades: «Bien puede reprochársenos haber buscado la dificultad y haber querido realizar la cuadratura del círculo, hablando de vida contemplativa en medio del ruido, sin clausura ni silencio, y queriendo incluso encontrar un lugar propio, distinto de las tareas pastorales y las responsabilidades temporales» (R. Page, Petits Frères de Jésus dans le monde d’aujourd’hui, «Les Petits Frères de Jésus» 13, 1972, nn. 51-52,10).

Así, habrá para quien será oscuro el sentido de la presencia del Hermanito en medio de los hombres, y la posibilidad de una vida contemplativa en esas condiciones. Para otros, en cambio, será difícil de comprender su separación: por qué, si están en el mundo, no dicen ni hacen todo lo que apostólicamente podrían.

A esto habría que añadir que, para los mismos Hermanitos esta forma peculiar de separación se hará a veces problemática: «La tentación de realizarse a sí mismo dentro de una acción exterior inmediata o utilizando medios activamente eficaces, se hará algunos días más apremiante. Renunciar a ella es lo que constituye nuestra clausura, nuestro desposeimiento más profundo» (L/I, 293).

Será preciso, pues, entender adecuadamente el sentido de esta separación:

«Este rechazo [del Padre de Foucauld] no es timidez espiritual ni temor a las responsabilidades, ni existe tampoco únicamente en orden a conservar la vida de intimidad con Dios. No se presenta tampoco como un empobrecimiento de su personalidad espiritual ni como una disminución de la acción real y profunda sobre el mundo de las almas. Lejos de ello, la separación establece al Padre de Foucauld y, tras él, a sus Hermanitos, en un verdadero estado de vida contemplativa, del cual ella es signo, la expresión directa, al mismo tiempo que condición evidente de su realización» (AUC, 190).

—La misión de las Fraternidades

La separación, como elemento constitutivo de la vida contemplativa no es, en última instancia, sino el revés de una misión. Esta, en el caso de las Fraternidades, está compuesta por un doble elemento: Los Hermanitos de Jesús «deben dar testimonio, gritar el Evangelio con su vida, y realizar en plenitud la contemplación del misterio del Sagrado Corazón de Jesús» (AUC, 191).

–El apostolado silencioso

Cuando a fines de 1985, el Papa Juan Pablo II visitaba la Fraternidad General de las Hermanitas de Jesús en Tre Fontane, Roma, se refirió a este peculiar aspecto de la vocación de las Fraternidades, que consiste en estar presentes en medio de los hombres como «testigos silenciosos de la amistad divina» –así titula Voillaume una de sus cartas al respecto– (cf. L/I, 335-346):

«Yo he pensado muchas veces sobre este problema de vuestra identidad, de vuestro apostolado. Muchas veces me preguntaba, incluso, ¿por qué siempre callan?, ¿por qué no hablan? Pero yo comprendo cada vez más que es algo acertado, que hace falta –en esta gran riqueza, en esta gran diversidad de vocaciones que hay en la Iglesia– tener también esta vocación totalmente excepcional, esta vocación de la presencia, el apostolado de la presencia, para dar testimonio de la verdad, de la realidad de Dios, de Dios que no puede ser expresado con ninguna palabra humana. Hay una sola Palabra, el Verbo, el Hijo, que es siempre para nuestras palabras humanas una realidad absolutamente trascendente. Es entonces un buen camino el expresarlo sin palabras, el expresarlo callando, en silencio, contemplando, adorando, amando.

«Yo quiero con estas palabras confirmar, como lo ha querido vuestra superiora, confirmar vuestra vocación en la Iglesia, y deciros que es una vocación auténtica, actual, necesaria» (Juan Pablo II, Alocución a las Hermanitas de Jesús; Tre Fontane, 22-12-85; Tre Fontane, 22-12-85, «Nouvelles des Fraternités» 12, 1986,7)*.

*[ Parece legítimo preguntarse si no estarían en el pensamiento de Juan Pablo II estas reflexiones, cuando escribía, muy poco tiempo después (16-3-86), su Carta a los sacerdotes, del Jueves Santo de 1986. En ella decía: «Si bien el objetivo es ciertamente agrupar al Pueblo de Dios en torno al misterio eucarístico con la catequesis y la penitencia, son también necesarias otras actividades apostólicas, según las circunstancias: a veces, durante años, hay una simple presencia, con un testimonio silencioso de la fe en ambientes no cristianos; o bien una cercanía a las personas, a las familias y sus preocupaciones; tiene lugar un primer anuncio que trata de despertar a la fe a los incrédulos y tibios; se da un testimonio de caridad y de justicia compartida con los seglares cristianos, que hace más creíble la fe y la pone en práctica» («Ecclesia» 46 (1986) 432)].

En la línea de lo expresado por el Papa, Voillaume había afirmado en 1962 que el apostolado que los cristianos realizan mediante la predicación de la palabra y el ministerio de los sacramentos, no agota todos los medios que Jesús posee en su Iglesia para manifestarse. Porque hay verdades divinas, en particular ciertos aspectos del amor misericordioso con que Dios rodea al hombre pecador, que no pueden expresarse plenamente mediante palabras, sino sólo a través de una cierta manera de vivir. Jesús mismo, Palabra de Dios encarnada, no se contentó con instruirnos con enseñanzas orales. El juzgó necesario manifestarnos los sentimientos de su corazón y ciertas actitudes del amor misericordioso de Dios, a través de su propia manera de ser y de vivir.

«Hay en ello un aspecto fundamental de la revelación que Dios realiza por la Encarnación, y una serie de cualidades del amor de Jesús como Buen Pastor, tales como el respeto, la humildad, la paciencia y la misericordia por los pecadores, que ninguna enseñanza por medio de la palabra podría expresar ni transmitir plenamente. Ahora bien, si Jesús ha querido continuar enseñando y transmitiendo, por los sacramentos, la vida divina a través de la Iglesia, ¿cómo podría dejar de comunicarnos aquello que sólo su manera de vivir podría hacernos comprender?

«Aquí hallamos entonces la vocación del Hermanito de Jesús, quien, según la célebre expresión del Padre de Foucauld, debe "gritar con su vida el Evangelio", expresión con la que quiso definir la misión exterior de las Fraternidades y justificar así su forma de vida religiosa» (R-62, 24)*.

*[Aclara Voillaume que «siempre ha habido en la Iglesia, mediante la vida de los santos y el testimonio de los religiosos, una tal enseñanza a través de la vida. La diferencia radica en que los Hermanitos de Jesús tienen una forma de vida religiosa más completamente orientada a esta sola enseñanza de valores evangélicos a través de la vida» (Ib., nota 1)].

Subrayando la virtualidad apostólica de esta presencia silenciosa, dirá Voillaume que los Hermanitos parecen haber sido llamados a manifestar, por su manera de amar, ese respeto misterioso por la libertad de la inteligencia y del corazón que hallamos en Dios: esa paciencia incansable de la misericordia divina, que está humildemente sentada a la puerta del pecador o del incrédulo, y allí espera. Y «manifestar a alguien una amistad enteramente desinteresada, amándole por sí mismo, sin intentar convencerle o traerle a la fe, aunque, desde luego, sin ocultarle nuestra fe, puede ser a menudo la única manera de revelarle la plenitud del amor que reside en Dios» (L/I, 337).

Siguiendo al Padre de Foucauld, los Hermanitos deben dar testimonio, en medio del mundo, de una vida de intimidad con Jesús, sin que ello, sin embargo, sea procurado por sí mismo:

«Nuestra vida de unión con Jesús no es querida por esto, pues ella no es un medio sino un fin en sí misma. Nosotros debemos simplemente estar presentes» (AUC, 191).

«Y para que una tal actitud no sea un [mero] método de aproximación, es preciso que sea vivida por los Hermanitos como una imitación del Corazón de Jesús, imitación que sólo puede ser fruto de la vida contemplativa» (L/I, 339).

Asoma aquí el otro elemento que va a delinear la misión de las Fraternidades. Porque si bien la presencia del Hermanito en el mundo se hace necesaria para poder irradiar el Evangelio por medio de su vida, este aspecto de su misión es, con todo, algo derivado:

«Aquello que debemos desear, primariamente y ante todo, es la total comunión con la vida del Sagrado Corazón, que es el fin mismo de nuestra vida y que exige, igualmente, los contactos con los hombres, para ser vivida en plenitud» (AUC, 192).

–Redentores con Jesús: el Sagrado Corazón de Jesús y la vida contemplativa de las Fraternidades

Recorriendo a grandes trazos la historia de la vida religiosa contemplativa, el Padre Voillaume señala que a partir de los tiempos modernos, ella tiende a salir del claustro y a penetrar la vida cotidiana de los hombres para asumir, tanto sus necesidades y sus penas, como la expiación de sus pecados. Esto, afirma, parece corresponder a un desarrollo de la espiritualidad cristiana que busca cada vez más su fuente y su camino en la contemplación del misterio del Corazón de Jesús. Las revelaciones del Sagrado Corazón a Santa Margarita María van a abrir una nueva etapa en la oración de las almas contemplativas.

El fin de la contemplación ya no será únicamente la búsqueda sólo de Dios, sino la tendencia a identificarse y asimilarse a la vida del Corazón de Jesús, Redentor del mundo. Esto supone, además, un acento cristocéntrico sobre la vida contemplativa, en la que Jesús comunicará sus inquietudes y sufrimientos, asociándola a su trabajo redentor.

«Es en esta línea donde se insertará la espiritualidad del Padre de Foucauld y sus Fraternidades, centrada totalmente sobre el misterio del Sagrado Corazón de Jesús Redentor. Ya hemos hecho notar esta particularidad de la espiritualidad del Padre, quien desde un comienzo asoció a la vida de Nazaret la intensa actividad redentora del Sagrado Corazón [...], ese impaciente deseo de salvar, por la inmolación de sí mismo, del cual el alma del oscuro obrero de Nazaret debía desbordar, en el silencio de sus relaciones con el Padre» (AUC, 195).

También los Hermanitos deberán centrarse en el Corazón de Jesús, si buscan penetrar en el misterio de Nazaret:

«La vida de Nazaret es Jesús permaneciendo treinta años sin actividades exteriores definidas: un Hermanito no puede vivir en Nazaret si su vida entera no está en conformidad con la vida y con la actividad íntima de Jesús, con la de su Sagrado Corazón» (L/I, 289).

Si bien son muy pocos los textos en los que Charles de Foucauld se refiere a la devoción al Sagrado Corazón considerándola en sí misma, advertimos, sin embargo, con facilidad, que la vida del Corazón de Jesús se encuentra para él subyacente a todo, y emerge a cada instante como algo tan natural, que pareciera hacerle innecesaria una referencia más explícita. El culto al Sagrado Corazón es, en el Hermano Carlos, inseparable del de la persona misma de Jesús. Y la necesidad imperiosa de asemejarse al Señor que él experimenta desde un comienzo, lo lleva a querer conformarse con los sentimientos de su Corazón. Esta búsqueda de conformidad hace nacer en él un deseo de inmolación, que se expresará primeramente en el anhelo del martirio. Pero habrá luego en él una actitud de constante inmolación interior, traducida particularmente en su voluntad de participación, mediante el sufrimiento, en el trabajo redentor de Jesús:

«Deseo de sufrimientos para devolverle amor por amor, para imitarle, [...] para entrar en su trabajo, y ofrecerme con El, la nada que yo soy, en sacrificio, en víctima, por la santificación de los hombres» (Ch. de Foucauld, Écrits spirituels, París 1947, 67).

Los Hermanitos participan de esta vocación, y son llamados, junto al Hermano Carlos, a ser «redentores con Jesús»*.

*[Así el título de una importante carta del P. Voillaume, donde expone esta dimensión de la vida de las Fraternidades: AUCM (Sauveurs avec Jésus), 215-229. Traducida en la versión castellana como Redentores con Jesús]:

«Amamos a Jesús: Queremos compartir toda su labor de Redentor y todos sus sufrimientos. [...] Se trata de haber llegado a comprender bien el sentido de la Cruz en nuestra vida, y de haber aceptado alegre y generosamente que Jesús nos haga entrar en su trabajo. Es preciso que nuestra alma esté dispuesta a acoger el sufrimiento, a comprender su valor, y a amarlo poco a poco. Esto debe llegar a constituir un estado de alma permanente, que debemos trabajar por establecer en nosotros desde ahora. Se le podría llamar espíritu de inmolación, lo que indica el valor de sacrificio y de oblación que otorga esta disposición del alma a todos nuestros actos» (AUCM, 216-219)*.

*[Voillaume declara, en numerosas oportunidades, la influencia que tuvo sobre él Santa Teresa del Niño Jesús en lo que se refiere a la comprensión del sentido redentor del sufrimiento humano en la vida espiritual (cf. HIST, 1,146-147; 1,162; 4,59-60; 5,46)].

«Estableciendo vuestra alma en este estado de inmolación conseguiréis la unidad de vuestra vida, que de este modo se transforma como en un solo acto vuelto hacia Dios, en una oblación vivida a cada instante. Es por esto por lo que nuestra vida es verdaderamente contemplativa. Pero lo es en un espíritu de reparación, de redención, lo que le confiere su matiz particular» (AUCM, 229).

Esta aspiración de los Hermanitos a unirse enteramente al Corazón de Jesús no podrá llevarse a cabo sin padecer una profunda preocupación por la redención de los hombres y por sus sufrimientos. Porque todo configura una misma realidad, en la unidad del Cuerpo místico del Redentor.

«Los hombres están demasiado cerca del Corazón de Jesús como para que sus sufrimientos, sus miserias físicas y morales, no hubieran tenido en él una profunda resonancia. Nosotros también habremos de experimentar, consecuentemente, todos esos sufrimientos» (AUC, 197).

«No busquemos no ver, u olvidar, o distraernos de todos esos males que agobian a nuestros hermanos. Al contrario, nuestra alma debe llegar a ser enteramente receptiva de las preocupaciones y de todas las miserias de los otros. No encerremos nuestra vida interior en un oasis de indiferencia, bajo el pretexto de preservar nuestro recogimiento. Dejémonos invadir por todo el sufrimiento, todas las desesperanzas, todos los gritos de angustia de la humanidad. Somos totalmente solidarios en Cristo. Nuestros coloquios silenciosos con Jesús deben sensibilizarnos cada vez más para experimentar dolorosamente todo aquello que hace mal a nuestros hermanos e, inversamente, toda esta pena experimentada por nosotros a causa del sufrimiento de nuestros hermanos debe conducirnos a comprender mejor el abismo misterioso del corazón de Jesús» (AUC, 202).

Advierte, sin embargo, Voillaume, sobre un riesgo: «El escollo que ha de evitarse es el de llevar esta compasión a una sensibilidad malsana, replegándonos sobre este sufrimiento, o dejándonos aplastar por él. La alegría de la cruz ha de dominar todo. Nuestra compasión no debe ser piedad o compasión puramente sensibles. El estado de nuestra alma ha de estar en comunión con el misterio mismo de Cristo y, consecuentemente, incluir la paz y la alegría inenarrables de las que el fondo del alma del Verbo encarnado estuvo siempre inundado. El riesgo principal de estos contactos es, pues, que ellos no repercutan en nosotros sino de un modo sensible y humano. De allí la constante necesidad de una unión muy pura con Jesús, a la que debe conducirnos nuestra vida eucarística; sólo ella podrá elevar poco a poco a la realidad de una participación en el misterio de la Cruz de Jesús, aquellas preocupaciones, fatigas y sufrimientos que nos alcancen nuestros contactos con los hombres» (Ib., 202-203).

Uno de los motivos que más influyeron para que los Hermanitos abandonaran la vida claustral fue el deseo de compartir, de una manera efectiva, la suerte de los desheredados. Pero el contacto y las relaciones con los hombres no fueron sólo exigidos para la realización de una vida pobre, sino también «por la verdad misma de una vida contemplativa que tiene por término la unión a Cristo entero, el Cristo con todos sus miembros, y esta vida quiere ser una participación real en los sufrimientos de la Cabeza y de los miembros» (AUC, 199).

«El tipo de vida contemplativa que nos ha legado el padre Charles de Foucauld no sólo se distingue por el hecho de que se viva en medio del mundo y compartiendo la condición de la gente pobre (esto implicará, por lo demás, una transformación de los medios de la vida contemplativa); va más allá, puesto que esa vida contemplativa, centrada en el Corazón de Cristo, se abre al misterio de la caridad para con los hombres, contemplada en su fuente divina» (CONT, 61).

Será entonces en la contemplación del Corazón de Jesús y en la asimilación a él, donde alcance su unidad la vida contemplativa de las Fraternidades. Allí se conjugan elementos aparentemente contradictorios, que configuran la vida religiosa de los Hermanitos.

«Toda la vida del padre Charles de Foucauld está consagrada al Corazón de Cristo como único lugar donde se encuentran [...] esos dos movimientos de amor aparentemente tan diversos, en las condiciones de su realización concreta: el que nos impulsa a amar a Dios hasta la separación de lo creado, y el que nos mueve a amar a los hombres con una total presencia a sus tareas terrenas cotidianas» (CONT, 62).

Si bien más adelante desarrollaremos con mayor detenimiento la dimensión eucarística de la vida de las Fraternidades, parece necesario, sin embargo, señalar aquí la íntima relación que existe, en la vocación de los Hermanitos, entre su participación en el misterio del Corazón de Jesús, y su vida eucarística. Ya Carlos de Foucauld presentaba claramente asociadas estas dos realidades en su experiencia espiritual. Voillaume se preocupó, a su vez, de que esto no se perdiera de vista en la experiencia espiritual de las Fraternidades:

«Este estado de ofrenda al sufrimiento por amor, que tiende poco a poco a hacerse como habitual [...], no hace sino explicitar el carácter de víctima en unión con Cristo, impreso por el bautismo en nuestras almas. En la Misa es donde ejercemos litúrgicamente este carácter, ofreciéndonos realmente con Jesús. No tengo, pues, necesidad de insistir aquí sobre la importancia primordial del Sacrificio Eucarístico en nuestra vida de redentores.

«En la Santa Misa es donde realizamos al máximo esta comunión con Cristo crucificado y ofrecido, debiendo ser, nuestra vida de inmolación, su realización diaria» (AUCM, 227).

2. «A ejemplo de Nazaret»

Tan pronto como el Padre de Foucauld descubrió en el Evangelio que era preciso «encerrarlo todo en el amor», y que éste último «tiene por efecto primero la imitación», no sintiéndose llamado a imitar la vida pública de Jesús en la predicación, sintió que «debía imitarlo en la vida oculta del humilde y pobre obrero de Nazaret» (Ch. de Foucauld, Lettres à Henry de Castries, París 1938, 96-97). Considera, en este sentido, Voillaume, que «desde el día de su conversión hasta su muerte, en el transcurso de una existencia con etapas tan contrapuestas en apariencia, este ideal se presenta como el punto fijo al que se refieren todas sus aspiraciones» (AUCM, 187). Así lo vemos expresado en una de las anotaciones de su Diario:

«Toma [...] como objetivo la vida de Nazaret, en todo y para todo, en su simplicidad y en su amplitud, no sirviéndote del Reglamento sino como de un Directorio, que te ayudará, en ciertas cosas, a entrar en la vida de Nazaret [...]: nada de hábito –como Jesús en Nazaret–; nada de clausura –como Jesús en Nazaret–; nada de alojamiento alejado de todo lugar habitado, sino cerca de una aldea –como Jesús en Nazaret–; no menos de ocho horas de trabajo al día (manual o de otra clase; siempre que sea posible, manual) –como Jesús en Nazaret–; ni mucho terreno, ni gran alojamiento, ni grandes gastos, ni siquiera grandes limosnas, sino extrema pobreza en todo –como Jesús en Nazaret–. En una palabra, en todo: Jesús en Nazaret» (Ch. de Foucauld, Oeuvres Spirituelles, 369-370).

La vida de Nazaret

Dos elementos esenciales configuran, según Voillaume, el ideal de vida religiosa que, inspirado en Nazaret, concibió el Padre de Foucauld.

a) En primer lugar, Nazaret encarna para él un cuadro de vida religiosa que deberá integrar, salvaguardándolas a la vez, la pobreza real del alojamiento y del nivel de vida, así como la inseguridad y el duro trabajo que son propios de una familia obrera.

El Hno. Carlos estuvo fuertemente atraído por la dimensión de humildad social que el trabajo manual confería a la vida de Nazaret. Esto influye decisivamente en su vocación; por ello, en gran medida, deja la Trapa. Por ello, también, se resiste durante mucho tiempo a la posibilidad del sacerdocio, por temor a que la dignidad del ministerio le impusiera un comportamiento social incompatible con la imitación de la pobreza obrera.

«Es preciso no olvidar este aspecto muy importante [de la comunidad social de destino con los pobres] que ha dado origen a la Congregación de los Hermanitos de Jesús y a las Hermanitas, porque todo procede de aquí. Si esta Congregación está llamada a vivir mezclada con los pobres y a abrazar una pobreza social, y no sólo una pobreza religiosa (porque es preciso distinguir bien estos dos géneros de pobreza), es a causa de esta intuición que ha tenido el Padre de Foucauld» (FRA-SEC, IV-Nazareth, 3)*.

*[Recuerda Voillaume a «los Hermanitos y las Hermanitas del Padre de Foucauld, [que] tienen, como primera misión, convertirse en hermanos y hermanas de los pobres, no sólo amándoles, sino perteneciendo socialmente con toda su vida a la clase de los pobres. [...] La pertenencia al mundo de los pobres arrastra para las Fraternidades la obligación de vivir de su trabajo, sin poder recibir limosnas. Acarrea también consigo la elección del barrio y del alojamiento, la hospitalización en caso de enfermedad, un cierto modo de vivir y de alimentarse» (AUCM, 33 y 36)].

«El trabajo manual de los pobres debe ser para la Fraternidad, como para Jesús y su familia, el medio normal de subsistencia. Existe una estrecha vinculación entre este género de trabajo y la pobreza. [...] El hecho de compartir el trabajo cotidiano para vivir es lo que realiza, principalmente, la asimilación de la Fraternidad al mundo de los pobres: sin compartir esto, la pobreza del alojamiento y de la vida, el conocimiento del medio, inclusive la amistad, serían insuficientes. El hecho de vivir del trabajo de las manos constituye, por esta razón, un elemento esencial de la Fraternidad, sin el cual ella no podría ser fiel ni a su misión ni a su espíritu» (R-62, 324-325).

b) Hubiera sido posible mantener la imitación de la vida de Nazaret en un marco de clausura, silencio y retiro efectivo, lo que le habría conferido una fisonomía monástica tradicional; y esto es, en efecto, lo que el Padre de Foucauld se esforzó en realizar durante algún tiempo: los Reglamentos redactados por él en 1896 y 1899 prescriben una clausura estricta, y su primera fraternidad en Beni-Abbés tenía ya como un esbozo de muro. Pero con el andar del tiempo abandonaría toda idea de separación, para vivir, por el contrario, en estrecho contacto con los hombres que lo rodeaban. He aquí el segundo elemento original en el ideal de vida religiosa, concebido por el Hno. Carlos de Jesús, en imitación de Nazaret.

En numerosas ocasiones el P. Voillaume afirma que esta presencia en medio de los hombres, que caracteriza la vida de las Fraternidades, es únicamente comprensible si tiene como fin el apostolado, entendido éste en su sentido más amplio –habida cuenta de la forma singular en que se desarrolla el apostolado de los Hermanitos–.

Es éste, sin embargo, un tema respecto del cual el padre Voillaume no siempre mantuvo la misma postura: Los contactos con los hombres, que la vida de Nazaret supone, ¿están justificados únicamente en orden a ese apostolado silencioso de las Fraternidades, al que más arriba nos hemos referido?. (En favor de esta tesitura: AUCM, 28-31; 191; 200-205; R-62, 22-25; HIST, 10,557-561; 10,608-609, 28-31; 191; 200-205; R-62, 22-25; HIST, 10,557-561; 10,608-609).

¿O son parte integrante de su vida contemplativa, dándole a ésta, incluso, su configuración propia, y no siendo, en este caso, el apostolado, sino fruto, por irradiación, de esa misma vida contemplativa? En favor de esta última postura, encontramos que Voillaume declara lo que sigue:

Los contactos «con los hombres, en el espíritu de Nazaret y de la Visitación [...], son parte integrante de nuestra vida de oración. No hay que imaginarlos como momentos más o menos tolerados de dispersión y disipación, de una vida interior trabajosamente acumulada en los momentos de silencio y oración. No, esos contactos, vivificados evidentemente por nuestra unión a Cristo, deben convertirse, a su vez, en fuentes donde se alimentará nuestra vida de inmolación y de unión a Cristo Jesús» (AUC, 192).

Nuestras relaciones con los hombres son exigidas «por la verdad misma de una vida contemplativa que tiene por término de su unión al Cristo entero, al Cristo con todos sus miembros, y esta vida quiere ser una participación real en los sufrimientos de la Cabeza y de los miembros de ese gran cuerpo místico» (AUC, 199).

Los contactos con los hombres «no deben jamás proponerse la búsqueda de un fin apostólico. Representar nuestra presencia en medio de los hombres y nuestro género de vida como un método de apostolado sería falsearlo todo. No debemos buscar jamás la conversión y, menos aún, organizar nuestras actividades con vistas a ganar almas y acercarlas a nosotros. Si nuestra vida es un apostolado, es porque ella es, toda entera, la realización de una vida vivida con Jesús, con Jesús obrero, con Jesús redentor, Jesús viviente en sus hermanos los hombres» (Ib.).

Con todo, en El-Abiodh-Sidi-Cheikh, su estudio histórico sobre los Hermanitos de Jesús, Voillaume advierte sobre el riesgo de concebir el ideal de «Nazaret» acentuando la absoluta gratuidad de la contemplación, sin considerar su finalidad apostólica. Lo cual habría llevado a algunos a una cierta estrechez en la manera de entender sus relaciones con los hombres (cf. HIST, 10, 608-609).

Por último, cabe agregar que estos dos elementos constitutivos de «la vida de Nazaret» (pobreza/trabajo y contactos) no sólo han de influir sobre la configuración de la vida contemplativa de las Fraternidades sino, además, sobre la decisión de constituir pequeñas comunidades, lo cual caracterizará también la fisonomía de la Congregación. Recuerda, al respecto, Voillaume, que el Hno. Carlos de Jesús «vuelve a su primera idea de grupos pequeños, no sólo porque esto permite ser más pobres, sino también –y esto es fruto de la experiencia de sus últimos años– porque permite estar más cerca de los hombres, más mezclado entre ellos, multiplicándose a la vez los puntos de contacto» (AUCM, 28).

Nazaret y la vida contemplativa de las Fraternidades

Los religiosos de las Ordenes monásticas tradicionales se disponen a la oración contemplativa por el camino de la soledad, el aislamiento y el silencio. Voillaume considera que esta forma de oración no representa toda la oración ni la agota. En todo caso, no parece ser la que están llamados a tener, habitualmente, los Hermanitos de Jesús. Estos son llamados, por su estado de vida, a una verdadera y auténtica oración, pero que «no adoptará en su alma la misma forma que la oración del religioso de clausura» (AUCM, 97). No se desarrollará en iguales circunstancias de vida, y las condiciones de su ejercicio serán radicalmente diversas. La oración de los Hermanitos surgirá, con frecuencia, en medio del cansancio, del sufrimiento, de las dificultades de una vida de pobreza muchas veces atropellada.

«Los Hermanitos de Jesús están llamados a vivir un esfuerzo de oración y de fe que brotará, algunas veces, del sufrimiento de su propia vida y, más a menudo, tal vez, de la plena comunión con la miseria física y moral de quienes les rodean.

«Esta integración en la humanidad dolorida está ligada al brote de su oración, y no ha de existir, para ellos, un problema de dosificación en este sentido. [...] Hermanitos, no os extrañéis, por tanto, al descubrir que vuestra oración adoptará con mucha frecuencia la forma de un impulso doloroso, de una espera oscura o de una sed insatisfecha, orientada hacia Jesús Redentor. [...] El Espíritu Santo trabajará en vuestros corazones, y es oportuno que sepáis en qué dirección os llevará, para que no estorbéis su acción en vosotros, y a fin de que permanezcáis con toda calma en este modo de oración» (AUCM, 97-99).

Esta vida contemplativa peculiar que los Hermanitos llevan a cabo «arrojados en el mundo y en la miseria del mundo» (J. y R. Maritain, o.c., 78.), responde al ideal de vida religiosa que el Padre de Foucauld concibiera «a ejemplo de Nazaret».

«En esta intuición original del Padre de Foucauld, ¿se trata simplemente de una vida contemplativa llevada a cabo en medio de los hombres, especialmente entre los pobres, y compartiendo su condición trabajadora, sin que la naturaleza misma de esta vida contemplativa, y la actitud de corazón y de espíritu que ella implica en nuestras relaciones con los hombres sea fundamentalmente diferente de aquella que está implicada por una vida contemplativa llevada a cabo en el desierto? ¿O bien, más profundamente, se trata de un nuevo tipo de vida contemplativa, en la cual la misma contemplación, centrada sobre el Corazón de Cristo, se abre al misterio de la caridad hacia los hombres, contemplada en su fuente divina, y se encarna concretamente en una amistad realizada? [...] La vida de Nazaret así concebida es más que una simple forma exterior de vida: ella tiene exigencias profundas que le son propias. Esta intuición del Hno. Carlos está, pues, en la base de la vida religiosa de las Fraternidades de los Hermanitos de Jesús [y] concierne también, de una manera esencial, las Fraternidades del Evangelio» (R. Voillaume, Lettre aux Fraternités de l’Évangile; Béni-Abbès, 15-10-70, texto policopiado, s.l., s.a., 17).

«Nazaret», así presentado, parece configurar, entonces, de un modo peculiar, la vida contemplativa de las Fraternidades, no sólo en lo que respecta a su cuadro exterior de vida –ya original–, sino también en lo que se refiere a los caminos de su oración contemplativa.

El «misterio de Cristo, unido a la vida y al destino de la humanidad, así como al de cada hombre [...], está en el fondo del misterio de Nazaret, y confiere a la contemplación de los discípulos del Padre de Foucauld su naturaleza, sus caminos y sus expresiones propias. [...] Para todo discípulo del Hno. Carlos, se trate de los Hermanitos de Jesús o de los Hermanitos del Evangelio, esta identificación misteriosa entre Jesús y el hombre se convierte en objeto de contemplación en el corazón de Cristo. [...] Precisamente por esto, la vida contemplativa de un Hermanito de Jesús implica, por su misma naturaleza, el compartir la condición humana en su realidad existencial. [...] Pertenece al carácter propio de esta contemplación, expresarse a través de la realidad ordinaria de la vida humana, a la cual abraza con un amor que no cesa de ser el amor de Jesús» (Ib., 19-20).

Así lo confirma, asimismo, la experiencia de los mismos Hermanitos: «La imitación de Jesús en el misterio de Nazaret ofrece sus propios «medios» de vida contemplativa y, más aún, sus propios caminos de oración contemplativa» (Un piccolo fratello di Gesú, I Piccoli Fratelli di Gesù del Padre de Foucauld, «Vita Consacrata» 22, 1986, 508). «Muy pronto tuvimos la certeza vivida –afirma uno de ellos– de que «la vida de Nazaret» como y donde la llevábamos a cabo, estaba llena de múltiples provocaciones para la «oración de las pobres gentes» « (Ib.).

Reconocen, sin embargo, también, los Hermanitos, la ambivalencia que la «vida de Nazaret», considerada en sus condicionamientos humanos, presenta: «Nuestro enterramiento en el mundo [...] puede ser enriquecedor, estimulante, ocasión de superación o, por el contrario, ocasión de desaliento o insipidez en nuestro impulso hacia Dios. En este terreno no hay nada de automático: este enterramiento no es un medio de oración, sino materia, camino, llamado para nuestra vida de oración» (Petits Frères de Jésus, Chapitre Géneral 1966, Rapport d’Ollières, 10).

Señalan, asimismo, que su oración y su vida de unión con Dios no permanecen indiferentes frente a las realidades que, con mayor o menor profundidad, marcan su existencia cotidiana. Por un lado, el trabajo manual asalariado y la confrontación con la miseria y el desempleo; por otro lado, el encuentro con las grandes religiones no cristianas, o con un relativismo doctrinal desconcertante: «Respecto de nuestra vida teologal, todas esas realidades humanas o religiosas que repercuten en nosotros son ambivalentes. Ellas pueden estimular o disminuir nuestra vida de unión con Dios» (Ib.).

Otro tanto comprueban respecto de la «invasión» que sufre la vida de los Hermanitos por parte de las personas que los rodean: puede ser invitación al desposeimiento de sí mismo, como puede ser ocasión de dispersión, o de búsqueda de sí en una multiplicidad de «contactos».

Por eso, los mismos Hermanitos advierten sobre la necesidad de un discernimiento, para que las actividades y realidades que la «vida de Nazaret» supone, puedan alimentar realmente su vida de unión con Dios:

«Estas actividades deben ser objeto de un discernimiento realizado, a la luz de una fe viva, sobre la trama de nuestra vida cotidiana, la cual parece –o puede– hacer más o menos violencia sobre nuestro deseo de unión con Dios. Es únicamente a este precio como ellas deben y pueden ser integradas al movimiento que unifica y pacifica nuestra vida religiosa, en la donación a nuestro muy amado Hermano y Señor Jesús. Parafraseando a San Pablo, podría decirse que para unirnos a Dios, nos esperan aún, en nuestra vida misma de Nazaret, "la labor de nuestra fe, los trabajos de nuestra caridad, la constancia de nuestra esperanza en nuestro Señor Jesucristo, bajo la mirada de Dios, nuestro Padre" (1 Tes 1, 3)» (Ib. Compte-rendu 2, 5).

No obstante lo experimentado por los Hermanitos y lo afirmado por Voillaume en los textos más arriba citados, respecto del valor de la «vida de Nazaret» no sólo como cuadro exterior de su vida religiosa sino inclusive como matriz de una vida contemplativa peculiar, es preciso reconocer que en más de una ocasión encontramos al mismo Voillaume desandando los pasos que anteriormente diera en esta dirección. Sobre todo, puede sorprender que en El-Abiodh-Sidi-Cheikh, su estudio histórico sobre la vida de los Hermanitos de Jesús, al referirse en la conclusión a las características esenciales del carisma de la fundación, omita voluntariamente hablar de «Nazaret», por considerar que «este término se presta a múltiples interpretaciones, siendo, además, [...] herencia común de todos los discípulos del Hno. Carlos» (HIST, 10, 932).

Este alejamiento de Voillaume en relación a «Nazaret» refleja probablemente la preocupación que en más de una oportunidad le causaron algunos Hermanitos de Jesús o del Evangelio al interpretar de modo inexacto la imitación de la vida de Nazaret.

El tema de «Nazaret» es, así, uno de los que más fluctuaciones ha sufrido en el pensamiento de Voillaume. Es quizá aquí donde más claramente aparece el costo de su distanciamiento físico, a partir de los años 60, respecto de las Fraternidades. Pues pareciera que el paso del tiempo fue afianzando en los Hermanitos la valoración de las potencialidades que la «vida de Nazaret» posee en relación a su vida contemplativa propia, mientras que en Voillaume vemos sucederse períodos de mayor convencimiento con otros de vacilación o retractación.

—La oración de las pobres gentes

«Nuestra oración debe ser la oración de los pobres, la oración de los que penan y sufren» (AUCM, 112).

Una de las principales objeciones que solían hacerse al modo de vida de las Fraternidades era que el cansancio, el ruido y la pesadez del espíritu provocada por un esfuerzo físico penoso y prolongado, quitarían toda posibilidad de llevar adelante una auténtica vida de oración. Los mismos Hermanitos reconocían, por lo demás, que llegada la hora de la oración, se sentían incapaces, la mayor parte del tiempo, de meditar y de pensar. Sin embargo, ellos experimentaban que Dios los impulsaba a una participación cada vez más completa en el destino de los pobres y, a la vez, a una auténtica vida de oración. Toda la cuestión estaba, pues, en saber si no se les ofrecía otro camino para avanzar hacia la unión con Dios en la oración.

«Aquellos que se ven privados de meditar debido a sus condiciones de vida, ¿se verían, por el mismo motivo, privados de orar? ¿No está la oración más allá de la reflexión? Los pobres no pueden meditar. No están dispuestos para ello, no poseen la cultura requerida, no conocen el mecanismo de la meditación, o bien están demasiado cansados. Participando de la vida de los trabajadores, tendréis que participar también de su modo de oración. Tampoco vosotros estáis dispuestos para meditar cuando regresáis a vuestra morada, atontados por el ruido de las máquinas de la fábrica, deshechos por el trabajo en el fondo de las minas, embrutecidos por las largas horas de trabajo al sol en una granja, con la cabeza pesada debido a la intoxicación producida por los gases que lanza al aire la fábrica de plásticos, o llenos de sueño después de las jornadas de pesca en el mar. No podéis meditar» (AUCM, 121).

«No debemos querer tomar otro camino que el que Dios nos ofrece. Debemos orar como podamos y no tenemos que inquietarnos intentando rezar como no podemos. No quiero decir que la meditación no juegue su papel en este proceso [...] Lo único que quiero decir es que la meditación no es oración, que ni siquiera es esencial como preparación a la oración cuando circunstancias independientes de nuestra voluntad nos obligan a seguir otro camino. Porque existe otro camino» (AUCM, 120).

Propone Voillaume entonces a sus Hermanitos, el recorrido de un camino más despojado, más adecuado a las condiciones físicas y psicológicas en las que los introduce la vida pobre y laboriosa de Nazaret, con la seguridad «de que Dios aceptará este itinerario reducido para las pobres gentes» (AUCM, 124).

«Sí podréis, a fuerza de valor perseverante y por medio de actos de fe y de amor sencillos y desnudos, sí podréis poneros delante de Dios, y esperarle, abriéndole el fondo de vuestro ser tal y como es. Espera de su venida en el deseo, pero ante todo, espera en esa sensación de impotencia, de miseria, de cobardía. El resultado será, con frecuencia, una oración dolorosa, tosca, aparentemente poco espiritual» (AUCM, 121-122).

«Sólo se trata de estar realmente presentes delante de Dios, no por medio del pensamiento, de la imaginación o de los sentimientos, los cuales quizá vagabundeen por otro lado, sino por el deseo, constantemente renovado, de nuestra voluntad. Muchas veces la única manera a vuestro alcance de poder expresar esta voluntad, será permaneciendo físicamente presentes, de rodillas, a los pies del Tabernáculo. Y esto bastará. Esta aspiración silenciosa de vuestro ser hacia Dios, si es auténtica, representa infinitamente más que la meditación o la lectura. [...] No temáis aceptar el vacío de pensamiento y de sentimiento, con tal que no haya sido provocado artificialmente por medio de vuestros esfuerzos, y con tal de que hagáis pasar a ese vacío la espera silenciosa, valiente, dolorosa tal vez, en todo caso oscura, de la visita divina» (AUCM, 126-127).

Añadirá Voillaume que los Hermanitos no han de temer extraviarse por este camino, con la condición de perseverar. Esta es la única condición esencial. Y recuerda que, reuniendo todas las enseñanzas de Jesús acerca de la oración, no encuentra uno, prácticamente, sino una sola recomendación: la perseverancia. Olvidamos con frecuencia que esta recomendación demuestra, precisamente, que Dios se propone hacer el resto (cf. AUCM, 124).

«Esta convicción es la que tenéis que grabar en el fondo de vuestro corazón: creer que ese camino es bueno, que es un camino de atajo que lleva a la unión en la fe, y que Dios vendrá para hacer vuestra oración a pesar vuestro. No se cree en esto suficientemente, por eso no llega uno a acostumbrarse a la idea de una oración sin forma» (AUCM, 122. cf. R-62, 93. En relación a este tema de la oración de las pobres gentes, véase también PV, 3-15, 3-15).

—Nazaret y el desierto

Si bien Voillaume alienta a los Hermanitos a perseverar por el camino de las pobres gentes, es consciente, sin embargo, de los riesgos propios de su modo de vida. La fatiga, el embotamiento de la inteligencia, la agitación y el ruido continuo pueden, a la larga, alterar el silencio interior del corazón. Por eso juzga indispensable que los Hermanitos procuren, a intervalos regulares, un tiempo para la reflexión acerca de la fe, del Evangelio y de sí mismos, con objeto de no engañarse sobre las propias disposiciones interiores.

«Inspirados por la contemplación de Cristo en Nazaret, los discípulos del padre Charles de Foucauld eligen compartir, como marco y materia de su vida religiosa contemplativa, los trabajos y las condiciones de vida de los pobres, exponiéndose así a quedar privados, de manera casi habitual, de un mínimo de silencio, de libertad de espíritu y de tiempo dedicable a la oración prolongada, cosas todas ellas consideradas generalmente como medios privilegiados, si no indispensables, de una oración contemplativa. Sin embargo, para los hermanitos el valor de estos medios no es objeto de contestación. Experimentan incluso la necesidad urgente de volver a ellos periódicamente, acentuando en lo posible su densidad espiritual. Estos períodos de recomienzo se distinguen por un carácter de absoluto silencio, de soledad y de despojo propio del desierto» (CONT, 63-64).

A lo largo de los años 50, y respondiendo a ciertas aspiraciones que iban surgiendo en la Fraternidad, las cartas del padre Voillaume robustecerían en ella algunas observancias tradicionales de la vida contemplativa, por el espíritu y la práctica del desierto.

En un comienzo se había puesto el acento sobre la santificación del domingo y sobre los retiros mensuales y anuales. Luego se incorporan otras prácticas, tales como la cuarentena en soledad, que precede a la profesión perpetua, o la instalación de una ermita en los alrededores de cada fraternidad. A continuación del Capítulo General de 1966 se instauró el «año de desierto», que realizarían los hermanitos diez años después de su salida de la fraternidad de estudios.

La extensa carta El camino de la oración, contenida en el primer volumen de las Cartas a las Fraternidades, es, por otra parte, clara muestra de esta tendencia a la que venimos aludiendo. Redactada a fines de 1958, responde a una consulta general en la que los Hermanitos expusieron los interrogantes que por entonces se planteaban respecto de la oración, y las dificultades con que tropezaban para ser fieles a ella. Habían pasado ya varios años desde que Voillaume escribiera La oración de las pobres gentes. Esta nueva carta, sin querer de ningún modo contradecir lo expuesto anteriormente, revela, sin embargo, el esfuerzo por incorporar mejor, tras ese tiempo de experiencia, los medios tradicionales de unión con Dios, aunque adaptados a la situación propia de las Fraternidades*.

*[En El camino de la oración, y relacionando ambas cartas, advierte Voillaume a los Hermanitos sobre el riesgo de caer en estado de pasividad, sin aprender a orar y sin reaccionar contra las dificultades exteriores de la oración, apoyándose para ello en lo expuesto por él en La oración de las pobres gentes (cf. L/I, 199). Hace notar, incluso, Voillaume, en otra carta, que el hecho de llevar a cabo la vida contemplativa mezclado entre los hombres, con sus preocupaciones y sufrimientos, «supone absolutamente una formación previa del espíritu de fe, y la adquisición de un hábito de oración, fruto de un esfuerzo fecundado por la acción escondida [...] del Espíritu de Jesús en nosotros» (L/II, 263). Hay que apuntar también, que en una carta escrita por Voillaume en 1961, reflexionando sobre la formación para la oración que la Fraternidad debía proporcionar a los Hermanitos, revaloriza de modo notable el lugar de la meditación en ese proceso (cf. L/III, 51-55).

Los Capítulos Generales de 1966 y 1972 pondrían, asimismo, de manifiesto, la preocupación de los Hermanitos por ahondar en esta búsqueda.

Insistirá Voillaume, por lo demás, en numerosas ocasiones, sobre la necesidad de ir adquiriendo un ritmo de alternancia entre la vida habitual de «Nazaret» y las idas al desierto: «Debemos ir sin cesar del desierto a los hombres y de los hombres al desierto, y dentro de la alternancia de esos estilos de vida exteriormente inconciliables y opuestos, se realizará, poco a poco, dentro de nosotros, la unidad espiritual de la vida de Nazaret» (L/II, 265). Ya en La oración de las pobres gentes señalaba la importancia de esto:

«Es necesario comprender bien el sentido de esta alternancia, que os lleva a perseguir la unión con Dios en dos direcciones de vida diametralmente opuestas. Por un lado, las jornadas de trabajo cargadas de fatiga, atropelladas por la importunidad de aquellos que tienen necesidad de vosotros, os obligarán a tener una oración oscura, informe, a veces dolorosa, de la que ya conocéis ahora su valor de purificación y de unión con Dios en la fe. Por otro lado, las horas de recogimiento más prolongadas, las horas de silencio, os encontrarán, a causa del contraste, como un poco psicológicamente inadaptados, por lo menos al comienzo. Es normal. De esta manera os obligarán a un esfuerzo espiritual en el plano de la lectura meditada y de la profundización de la fe [...].

«Estos períodos alternos de vidas diferentes son para vosotros una garantía de verdad en la fe. Entregándoos generosamente a una y otra, sin intentar eludir lo que cada una de ellas os ofrece de desasimiento, de entrega generosa, evitaréis los riesgos inherentes a cada una de estas formas de vida. Vuestra oración, vuestra fe, vuestro amor de Dios y de los hombres, estarán al abrigo de las ilusiones. Por lo que concierne a la oración [...], os veréis constantemente constreñidos a abordarla en tales condiciones que os obligarán a un esfuerzo de fe, ya se trate de la hora de adoración al atardecer de un día de trabajo, o del silencio que guardaréis durante una jornada de retiro» (AUCM, 133-134).

Por último, es conveniente reparar, una vez más, en el lugar primordial que la «vida de Nazaret» ocupa, en la vida contemplativa de las Fraternidades. De lo contrario, correríamos el riesgo de pensar que ésta se constituye fundamentalmente sobre las «huidas» al desierto.

«Insisto en el valor de acercamiento hacia la unión divina que tiene en nuestro ritmo de vida el período de trabajo y el de fatiga. No es tiempo durante el cual vivimos como de algo adquirido, consumiendo energías espirituales almacenadas durante nuestros momentos de retiro; como si fuera un depósito que se llenó y se vacía en poco tiempo. Semejante concepto es totalmente falso. [...] En ese estado de expropiación de nosotros mismos en el que nos sumerge el esfuerzo valeroso para orar al atardecer de una jornada agotadora, estamos tanto, y a veces más, a la disposición de la acción santificante del espíritu de Dios, que en el transcurso de un reposo apacible en la lectura meditada, hecha en el umbral de una jornada silenciosa; pero uno y otro son los dos elementos que aseguran, al abrigo de las ilusiones, el equilibrio y la profundización generosa de nuestra vida por Dios» (AUCM, 135).

3. «Adoración de Cristo en el sacramento de la Eucaristía»

El amor del Padre de Foucauld por la persona de Jesús, que tras su conversión determina prácticamente todas sus actitudes y aspiraciones, lo encontramos expresado en sus dos grandes devociones: la Eucaristía y el Evangelio. «Su oración –sostiene Voillaume– brota de su fe en la presencia real de Jesús, y su meditación, siempre escriturística, es la forma revestida de su culto a la Palabra de Dios contenida en la Biblia» (Id., La vie de prière du Père de Foucauld, en L’oraison, París 1947, 103).

Los Hermanitos, tras él, tendrán en la palabra de Dios y, más particularmente, en la Eucaristía, el camino por donde encontrar y conformarse a Jesús.

La Eucaristía en la vida del Padre de Foucauld

Desde su estancia en Tierra Santa, cuando llevaba a cabo su vida escondida en la cabañita de madera del jardín de las Clarisas (1897-1900), el alma del Hno. Carlos de Jesús quedará marcada profundamente por su fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Es bajo este aspecto como se le presentará primeramente el misterio eucarístico. Se siente poseído por un gran deseo de hacer oración delante del Tabernáculo, y las exposiciones del Santísimo Sacramento son para él fuente de una felicidad muy honda. Le agrada asistir a todas las misas que se celebran en el monasterio.

Y, lo que es más importante, en el concepto ideal que se formó entonces sobre la «vida de Nazaret», el Smo. Sacramento se constituye en el elemento primordial en torno al cual todo se organiza: es precisamente la presencia de Jesús la que configura a la Fraternidad con la verdadera casa de Nazaret. Esto se verá cristalizado en el reglamento de los Hermanitos del Sagrado Corazón de 1899, que está concebido en función de esta idea.

En su concepción del misterio eucarístico, Charles de Foucauld es tributario del pensamiento de su época, y participaba por ello de las carencias propias del siglo XIX. Sabemos que, por entonces, la devoción y el culto al Smo. Sacramento no eran suficientemente vinculados, teológica y litúrgicamente, con el sacrificio eucarístico.

Con todo, si bien la piedad del Padre de Foucauld estuvo alimentada por esta espiritualidad, veremos que no se redujo a ella. Pues con el tiempo, este culto a la sagrada Hostia se irá abriendo a una vida eucarística más íntegra, por su configuración con Cristo, ofrecido en sacrificio al Padre y entregado en favor de sus hermanos.

Esta transformación comenzó a verificarse en Beni-Abbés, pero se puso particularmente de manifiesto cuando tuvo que escoger entre la regularidad cotidiana de la exposición del Santísimo en su ermita de Beni-Abbés, y el abandono de su capilla durante varios meses para salir en busca de los tuaregs, en virtud de una caridad que lo impulsaba a compartir su existencia. En Tamanrasset habría de estar seis años soportando la privación de la reserva eucarística, pues el Prefecto Apostólico había decidido no concederle esta facultad sino en caso de que hubiera cristianos en la vecindad.

El P. Voillaume expresa así lo que él entiende por una vida eucarística:

«Vivir una vida eucarística no es sólo creer en este misterio y adorarlo, en las efusiones de una devoción íntima o de un culto público; tampoco estriba en contentarse con participar en el divino sacrificio o en la comunión, como es deber de todo cristiano si no quiere dejar de vivir; consiste, a fuerza de amor y atraído por una gracia particular, en ser configurado a Cristo, tal como se nos manifiesta en el Sacramento, [...participando] de [la] oblación de Jesús a su Padre y de [su] ofrecimiento a los hombres en el alimento» (FPF, 97-98).

En esta perspectiva, el alma, nutrida en la contemplación eucarística, es abandonada y ofrecida al Padre, como Jesús en su Sacrificio, y entregada en alimento a sus hermanos, como el pan eucarístico. Una tal vida, observa Voillaume, puede en ciertas circunstancias, y para desarrollarse más plenamente, exigir el sacrificio de una parte de su culto eucarístico, que no es sino medio con relación a ella (cf. FPF, 98). Así explica que la vida del Padre de Foucauld

«es una, sin fisuras y sin contradicciones, no obstante las apariencias; [...] era necesario que él tuviera, a la vez, las largas adoraciones de Nazaret frente a la custodia, y la soledad sacramental de Tamanrasset, que consuma el don total del Hno. Carlos, entregado a los Tuaregs como en alimento, y a su Dios en inmolación. Lo propio del sacramento es producir lo que significa: era necesario que el alma del eremita del Hoggar fuera plenamente configurada a Jesús-Hostia» (FPF, 98-99). «Más tarde, cuando todo se haya consumado, cuando el Hermanito de Jesús caiga sobre la arena, no se encontrará ya la Sagrada Hostia en el Tabernáculo, sino yacente junto al cuerpo de su amigo, como si Dios hubiera querido señalar así la indisoluble amistad que unía, por encima de la muerte, a Jesús-Eucaristía y a su servidor. En este hecho no hay, sin duda, más que un símbolo, pero que expresa la realidad de lo que fue la trama de su vida» (AUCM, 20).

Por último, cabe agregar que en Charles de Foucauld, su vocación eucarística es inseparable de su amor al Sagrado Corazón y de su deseo de participar de su trabajo redentor: «Configurado por amor al Cristo eucarístico y al Corazón abierto en la Cruz, el Padre de Foucauld debía experimentar y reproducir en él la inmolación que redime. Este estado de víctima es el acabamiento, la conclusión de una vida eucarística plenamente vivida» (FPF, 102).

La Eucaristía en la vida de las Fraternidades

Reconociendo la huella que Charles de Foucauld dejó para el camino de las Fraternidades, el P. Voillaume declara:

«No podríamos imaginar el seguimiento del Hno. Carlos, sin compartir su amor por la Eucaristía. En el momento en que abandonamos la recogida soledad del desierto para vivir en el seno del bullicio y las solicitaciones múltiples de las muchedumbres, llevábamos con nosotros la Eucaristía, no sólo como un claustro, sino como la realidad de la presencia de Cristo en estado de perpetua ofrenda de sí y de intercesión, en el corazón de nuestra vida. La Fraternidad está centrada, en un sentido concreto y espiritual, sobre la Eucaristía, a la vez signo y realidad de su presencia» (HIST, 10, 933).

Al igual que el Padre de Foucauld, las Fraternidades tienen en la Eucaristía el centro de su vida; por una parte, porque el camino de su oración pasa habitualmente por la adoración eucarística; pero, por otra parte, también, porque participando de este misterio y prolongándolo en sus vidas, realizan su vocación de redentores con Jesús.

Los Hermanitos de Jesús, sostiene Voillaume, tienen la misión de venerar la presencia de la humanidad gloriosa de Jesús en el Santísimo Sacramento, y adorarle en nombre de la Iglesia y de los hombres a quienes están consagrados.

«Sin la presencia eucarística, tu vida ya no es una imitación de Nazaret, en el sentido en que la entendía el Hno. Carlos de Jesús, quien veía en la presencia eucarística y la adoración cotidiana del Santo Sacramento, la obra propia y característica de la Fraternidad. La adoración eucarística no es ciertamente la única forma, pero sí la forma más importante de la plegaria y de la oración contemplativa para un Hermanito de Jesús» (R-62, 112).

«Por cierto que el Padre de Foucauld, para permanecer fiel a una llamada excepcional de la caridad, no dudó en sacrificar, durante varios meses, no solamente el culto sino hasta la presencia del Santísimo Sacramento y la celebración de la santa misa; pero no se determinó a este extremo sin vacilaciones y sin sufrimientos, y no cesó de aspirar al día en que le fuera dado volver a encontrar esta presencia tan amada, de la que tanto recibió, y que siempre fue para él, literalmente, el camino que conduce al Padre. Por obediencia a nuestra vocación, también podemos nosotros vernos forzados a privarnos de la misa ciertos días, y a veces hasta de la presencia eucarística. En este caso el Señor suplirá a las gracias que nos llegan ordinariamente a través del sacramento del Cuerpo de Jesús y a través de su culto, pero entonces deberíamos estar más deseosos que nunca de venerar el Cuerpo de Cristo y comulgar en él. [...] El culto eucarístico es un alimento y un apoyo indispensable para nuestra flaqueza, y jamás debemos privarnos de él por negligencia o fuera de la obediencia» (L/I, 217-218).

Sin embargo, observa Voillaume que la orientación eucarística de la Fraternidad no ha de confundirse con la vocación que caracterizó a algunas congregaciones adoratrices surgidas en los últimos dos siglos: No tienen por misión, los Hermanitos, asegurar la adoración solemne y continua del Santísimo Sacramento. Para ellos, como para el Hermano Carlos, el culto eucarístico es el signo en el que se expresa su comunión de todo momento con la actividad redentora de Jesús, por medio de la oración y del sacrificio de su propia vida.

«Nuestra principal actividad, la que justificaría por sí sola nuestra consagración a una forma de vida tan insensata como es la de un Hermanito, consiste en reproducir la Pasión de Jesús, en dejarle volver a vivir en nosotros sus sufrimientos [...] Tenemos que realizar nuestro lote de sufrimientos y de sacrificios: la comunión en el Sacrificio eucarístico debe nutrir este esfuerzo y fortalecernos con miras no solamente a aceptar la cruz en nuestra vida, sino hasta ir a su encuentro. [...] La Eucaristía es como el lazo que une a cada uno de nosotros y a cada una de nuestras jornadas, con su lote de pobres miserias y pequeños sufrimientos, con lo que sucedió en la hora del sufrimiento humano de Jesús» (L/I, 63).

Vemos, pues, que los Hermanitos están llamados a la realización de una vida eucarística. Esto implicará, según Voillaume, por una parte, el ofrecimiento de su vida a Cristo, en unión a su Sacrificio, y por la salvación de los hombres. Por otra parte, como la Eucaristía, que es también alimento, los Hermanitos han de entregarse a sus hermanos, «habiéndose transformado, por su contemplación eucarística, en algo "útilmente devorable"» (FPF, 105).

La lectura meditada de la Sagrada Escritura

Es preciso aludir, antes de terminar, al lugar de privilegio que el Hno. Carlos de Jesús y, tras él, las Fraternidades, confirieron a la Sagrada Escritura, en el desarrollo de su vida contemplativa.

El Hno. Carlos acompañó siempre su oración eucarística con la lectura meditada del Evangelio. Esa necesidad que experimentó de meditar –y de meditar por escrito– el texto evangélico, responde al amor ardiente que tenía por la persona de Jesús, que aparejaba una tal veneración por su palabra. Sabemos que exponía siempre –en una época en la que resultaba llamativo, por inusual–, al lado del tabernáculo, un ejemplar de la Sagrada Escritura. Era a Jesús mismo a quien él buscaba en los Evangelios, deseoso de conformar a él sus pensamientos, sus deseos, toda su vida (cf. Id., La vie de prière..., 110-111).

Voillaume recuerda a los Hermanitos que la lectura meditada de la Biblia y, en particular, de los libros del Nuevo Testamento, ha de convertirse en el pan cotidiano para alimentación de su fe. En ella adquirirán el conocimiento del verdadero rostro de Dios y de Jesucristo, y del camino que han de recorrer para asemejarse a él (cf. R-62, 77-78).

«La lectura meditada de la Biblia es un medio indispensable para disponerte a la contemplación de los misterios de Dios. No puedes prescindir de ella. Es imposible una vida de oración ferviente, sin alimentar previamente tu espíritu, tu memoria y tu corazón, con la meditación de la palabra de Dios.

«La lectura meditada de la Sagrada Escritura debe igualmente imprimir en tu memoria los gestos de Dios y sus enseñanzas, con el fin de conformar a ellos tu vida. No progresarás en la comprensión de la Escritura, y del Evangelio en particular, si no pones en práctica lo que has leído. Es viviendo el Evangelio, "realizándolo", como se aclara, y recibes parte de la sabiduría divina» (R-62, 78).

Conclusión

La experiencia de esta vida contemplativa peculiar que llevan a cabo los Hermanitos de Jesús, ha sido reflejada y, a la vez, iluminada, por la palabra y los escritos del padre Voillaume.

El correr de los años fue ayudando a clarificar el horizonte y los caminos de la vida contemplativa de las Fraternidades. Se integraron también, en ese proceso de maduración, vacilaciones, fallos y rectificaciones. Hay incluso algunas cuestiones que, según hemos podido ver –al menos en el pensamiento de René Voillaume–, no han sido aún formuladas con la debida precisión. Sin embargo, no es difícil advertir la riqueza que representa, para la vida de la comunidad eclesial, esta presencia contemplativa en pleno mundo, en cuya espiritualidad se ven reflejadas muchas de las aspiraciones de vida evangélica surgidas en nuestro tiempo.

Fue así como numerosos laicos, sacerdotes y religiosos serían atraídos por la experiencia espiritual de las Fraternidades, sin cuyo testimonio, quizá, «muchos cristianos no habrían creído posible –señala Voillaume– llegar a una verdadera oración contemplativa, dentro de las condiciones ordinarias de la vida actual» (L/I, 315).

Para ellos también habló Voillaume en no pocas oportunidades. De esto quisiéramos dar cuenta en el próximo capítulo, exponiendo allí sus enseñanzas en torno al desarrollo de la dimensión contemplativa de la vida cristiana.

 

Capítulo IV. La dimensión contemplativa de la vida cristiana

Según pudimos ver en el capítulo segundo, a partir de los años 60 el P. Voillaume habrá de dirigirse a un auditorio que con frecuencia trascenderá las fronteras de las Fraternidades. Es, pues, un período en el que podemos encontrar, en sus publicaciones, numerosas enseñanzas relativas a la oración cristiana que no están necesariamente sujetas a la vida contemplativa propia de las Fraternidades. A ello habría que agregar que, aun lo expuesto por Voillaume para los Hermanitos y Hermanitas de Jesús (o del Evangelio), concernía en ocasiones –según él mismo confiesa– «tanto a la vida cristiana de los seglares como a la vida religiosa» en general (R.Voillaume, Laissez-là vos filets, París 1975, 7. cf. L/IV, 7).

Incluso juzga Voillaume que las pláticas dadas por él a los Hermanitos y Hermanitas de Jesús antes de su profesión, «pueden ser útiles a otros jóvenes que se preparan a la vida religiosa» (ENTRET, 7) o atañen «directamente a la vida cristiana de todo bautizado» (Id., L’Éternel Vivant, París 1977, 8).

Hemos querido presentar aquí, pues, las enseñanzas que Voillaume nos deja en torno a la oración y que atañen a todo cristiano, cualquiera sea su vocación específica. Lo haremos en el marco de la dimensión contemplativa que, desde el bautismo, toda vida cristiana posee al menos en germen.

Es preciso advertir, sin embargo, las limitaciones que el presente capítulo habrá de encerrar: Voillaume nunca pretendió realizar una exposición exhaustiva ni sistemática sobre la oración. Sus enseñanzas, por lo general, fueron surgiendo como respuesta a los problemas concretos que presentaba la vida de oración de sus oyentes y lectores. O, simplemente, como la expresión de la experiencia recogida al respecto, personalmente o por las Fraternidades.

Esto explica que en sus enseñanzas se vean silenciados, o aludidos sólo de paso, temas que en una exposición sistemática sobre la oración hubieran debido ser abordados con mayor detenimiento. Este es el caso –por citar un par de ejemplos– de la oración vocal, sobre la cual rara vez hace mención, o de la oración litúrgica, tratada sólo tangencialmente en algunos de sus escritos. Esto no obedece –aclarémoslo– a una falta de aprecio o valoración por estas formas de la oración cristiana. Simplemente, de hecho, nuestro autor se centrará con preferencia en lo que se conoce, en términos clásicos –aunque no sea demasiado feliz el término–, como oración mental *.

*[Su personal vocación contemplativa no habrá sido ajena, evidentemente, a este hecho. Cabe agregar, por otra parte, que Voillaume no habla habitualmente de oración mental, por considerar que esta expresión «acentúa excesivamente el aspecto intelectivo» de la oración (RI, 71-72). Prefiere hablar de oración interior, de oración personal o, en ocasiones, y en sentido amplio –como veremos–, de oración contemplativa].

Apercibido, pues, el lector al respecto, será con esta previsión como habrá de abordar la lectura del presente capítulo.

1.- Dimensión contemplativa de toda vida cristiana

Cuando en el capítulo tercero, al tratar sobre la vida contemplativa de las Fraternidades, nos referíamos a los contemplativos, lo hacíamos, según dijimos, en un sentido estricto, entendiendo por ellos, aquellos que han sido llamados a participar de la vida de una familia religiosa que la Iglesia ha reconocido como ordenada a la contemplación. Es nuestro propósito ocuparnos ahora, en cambio, de todos aquellos que, sin haber recibido esta llamada al estado contemplativo de la vida religiosa, recorren, sin embargo, distintos caminos de oración contemplativa.

Sabemos que quienes acogen la gracia de la contemplación o, incluso, quienes tienden resueltamente a disponerse a ella mediante una perseverante vida de oración, admiten también, de manera análoga, el nombre de contemplativos. Así lo aplican, por lo demás, en ocasiones, Santa Teresa de Jesús (cf. Camino,Vall. 17,4) y San Juan de la Cruz (cf. Cántico 1,6). No es raro encontrar que Voillaume, particularmente al dirigirse a laicos o a religiosos de vida activa, se refiera a los contemplativos, o incluso a la vida contemplativa, en este sentido analógico al que hemos aludido.

De este modo es como habremos de entender el significado de la dimensión y de la vocación contemplativas latentes en toda vida cristiana.

La contemplación cristiana

Complementando lo expuesto al respecto en el capítulo tercero, avanzaremos ahora sobre lo que Voillaume entiende por contemplación.

Por lo pronto, aborda la comprensión del término, partiendo de lo que en el plano natural significa:

«Contemplar una cosa es detener la mirada sobre ella, no al pasar sino con una cierta insistencia [...], dejándose como absorber por la visión de esta cosa. [...] En filosofía se hablará de la contemplación de lo bello, de lo verdadero, del bien. Pues son éstas realidades que captan por sí mismas la mirada de la inteligencia, como directamente, sin la intervención de un razonamiento. Hay, en efecto, en la contemplación, la idea de una cierta aprehensión directa del objeto contemplado. El acto de contemplar se queda, pues, en el objeto, por sí mismo y no en vista de otra cosa [...]. No podemos impedir encontrar aquí como una especie de absorción admirativa. La contemplación tiene algo de gratuito. No se contempla algo en vistas de la utilidad que se sigue. Hay en ello un estrecho vínculo y como una dependencia mutua, entre la contemplación y el amor, en tanto el ser contemplado es, en sí mismo, verdad, belleza y bondad. El amor nos impulsa a contemplar a aquel que es amado, y esta contemplación aumenta nuestro amor» (ÉLÉ, 160-161).

Después de haber afirmado, en esta primera aproximación, la capacidad del espíritu humano para penetrar de modo contemplativo la realidad, se referirá al significado que adquiere esta disposición del alma, elevada sobrenaturalmente y proyectada sobre Dios, en la contemplación cristiana:

«El término contemplación designa, en la enseñanza tradicional de la Iglesia, una determinada aptitud de la inteligencia humana, fortalecida por la fe, para elevarse, desde aquí abajo y en la condición terrestre del espíritu, no por sus solas fuerzas sino con la ayuda y en el movimiento del Espíritu Santo, a una cierta experiencia y conocimiento totalmente simple y penetrante del Dios Trino; experiencia sabrosa, oscura y, generalmente, inexpresable, pero que no deja por ello de pertenecer al orden del conocimiento, en la luz de la fe y del Espíritu Santo. Esta experiencia está de tal modo ligada, en su mismo acto, a la caridad, que San Juan de la Cruz ha podido definirla así: «Es ciencia de amor, lo cual, como habemos dicho, es noticia infusa de Dios amorosa, que juntamente va ilustrando y enamorando el alma, hasta subirla de grado (en grado) hasta Dios, su Criador» (II Noche, 18, 5)» (ÉLÉ, 163).

Agrega, empero, Voillaume, que el acto de contemplación «se vive de una manera más simple de como se describe» (Ib.). Muchos cristianos que serían incapaces no sólo de expresar sino incluso de comprender lo que es dicho aquí, reciben quizá, de hecho, esas gracias de contemplación, por las cuales adquieren lo que se conoce como el sentido de las cosas de Dios, en su vida cristiana (cf. ibid.).

Recuerda, por otra parte, Voillaume, que, en ocasiones, el empleo del término contemplación fue puesto por algunos en tela de juicio, llegándose incluso a negar el valor propiamente cristiano de la realidad designada por tal nombre: se denunciaba en ella la influencia de una concepción del universo, propia de un sistema filosófico discutible y anterior al cristianismo. A lo cual Voillaume responde que «aun en el supuesto de que la palabra contemplación no tenga un origen cristiano, ha adquirido en la teología un sentido muy preciso y designa una realidad que permanece esencialmente inmutable a través de la historia de la espiritualidad» (CONT, 43).

No olvidemos, por lo demás, que, en el cristianismo, «la contemplación se vivió antes de recibir tal nombre» (CONT, 41): «Si tomamos el fenómeno en su conjunto, el testimonio de esos millares de testigos de la oración contemplativa que se han sucedido desde Pentecostés hasta nuestros días, permanece como un hecho sobrenatural auténtico. Es una realidad, un hecho incontestable de la vida de la Iglesia; y este hecho atestigua que Cristo puede ser conocido y amado como el compañero, el amigo, el Dios de cada uno de nosotros» (Id., La vie religieuse dans le monde actuel, Ottawa 1970, 119).

De allí que «siglos de enseñanza y de experiencia [hayan] conducido a la Iglesia a darle a esta expresión un valor específicamente evangélico y cristiano» (ÉLÉ, 163).

Vida cristiana y contemplación

Persuadidos del valor de esta expresión y de la realidad que designa, queda por delante, empero, aceptar que la contemplación se presente como un camino abierto a todo cristiano:

«Alguien preguntará: ¿no son los contemplativos personas excepcionales? Y ¿qué relación puede establecerse entre su experiencia, admitiendo que sea auténtica, y la vida cristiana tal como es propuesta al conjunto de los cristianos [...]?» (CONT, 46).

Admitiendo que no todos son llamados al mismo grado de unión contemplativa con el Señor, afirma, sin embargo, Voillaume, que «todo cristiano está llamado ya en este mundo a ese mínimo de conocimiento amoroso de Dios, a la luz de los dones del Espíritu Santo, sin el cual sería incapaz de rezar, de amar al Señor y de vivir según el Evangelio» (Ib.) *.

*[Refiriéndose a las personas llamadas a la vida religiosa o al sacerdocio, el P. Voillaume es igualmente explícito: «Si bien no todos los religiosos están llamados a abrazar una forma de vida contemplativa, todos ellos están obligados a ese mínimo de contemplación sin el cual el fin último de su consagración religiosa dejaría de tener sentido para ellos. Sin este mínimo de contemplación, la vida religiosa ni siquiera sería posible, y perdería su significado» (RI, 12). «Y estoy además convencido de que, por el solo hecho de haber sido un alma llamada a la vida religiosa o sacerdotal, es llamada también a un mínimo de vida contemplativa y de amistad íntima con Cristo. En efecto, sin un mínimo de vida contemplativa, ¿cómo podríamos entender perfectamente las enseñanzas de Jesús sobre las bienaventuranzas, y ser capaces de ponerlas en práctica?» (RI, 48. Podemos advertir, en el texto que acabamos de reproducir, el uso impropio–según ya anunciamos– que Voillaume da en ocasiones a la expresión vida contemplativa. En este sentido impropio habrá, pues, que entenderla)].

Reconoce incluso Voillaume que el testimonio de los contemplativos ha correspondido, muchas veces, a personas excepcionales. Pero añade que «esas vocaciones excepcionales no hacen sino llevar hasta el extremo lo que cada cristiano debe vivir» (OVF, 136). Pues –advierte–, la gracia de la contemplación «es ofrecida a todo cristiano por el solo hecho de hallarse bautizado» (RI, 85).

«¿Por qué habría infundido el Señor, en el alma de todo bautizado (puesto que no hay excepción) ese organismo de los dones del Espíritu Santo, que no tiene sentido y es un organismo inútil si no se desarrolla actuando en gracias de contemplación? [...]. Podemos decir que hay en todo cristiano una suerte de organismo que espera desarrollarse. Y si el Señor lo ha depositado es, pues, porque espera y considera normal que los cristianos se desarrollen en este sentido» (FRA-SEC, IV-Nazareth, 6).

—Influjo de la contemplación sobre la vida cristiana

a) Hay un conocimiento íntimo de Dios –asegura Voillaume–, una especie de intuición del ser divino, que va mucho más allá de lo que podemos alcanzar por nuestro solo esfuerzo de reflexión, nuestra imaginación, o una síntesis teológica. Se trata de «un tipo de conocimiento que sólo Dios puede otorgar, y es precisamente en la oración donde él suele darlo» (RI, 73). Así, por la contemplación cristiana,

«comenzamos a participar de la mirada que Jesús, hijo de Dios por naturaleza, tenía sobre su Padre. Desde el momento que hemos desarrollado la gracia de filiación divina, esta gracia debe normalmente dilatarse en un conocimiento íntimo del Padre. Por otra parte, el mismo destino que se nos anuncia, en la Visión Beatífica, ¿no supone, acaso, que la vida presente esté desde ya orientada en ese sentido y que tenga lugar un cierto inicio, aquí abajo, del conocimiento íntimo de Dios?» (FRA-SEC, IV-Nazareth, 5).

b) Pero la contemplación cristiana no sólo afecta nuestro modo de relacionarnos con Dios, sino también nuestros contactos con los hombres y con la realidad toda. Pues por ella, además de participar en Cristo del conocimiento íntimo del Padre, adquirimos, desde el corazón de Jesús, una mirada distinta sobre los hombres, siendo la contemplación «lo único que nos permite amarlos como Dios los ama» (CONT, 67).

«Si la condición de la vida humana en nuestro tiempo exige de nosotros un gran esfuerzo en torno a la manera de traducir nuestro amor hacia los hombres, dicho esfuerzo debe ir acompañado de un arraigo contemplativo equivalente, sin el cual nuestra caridad no realizaría una unidad perfecta con la caridad divina; sin este enraizamiento en el amor mismo que tenemos a Dios y a Cristo, nuestra caridad hacia nuestros hermanos no sería lo que debe ser. También aquí se manifiesta un progreso fundamental en la vida misma del cristianismo y de los religiosos: en percatarse de que no podríamos amar perfectamente a los hombres sin ese mínimo de contemplación en torno a Dios, ya que sólo él puede permitirnos el acrecentamiento de la caridad divina en nuestro amor, y en ausencia del cual, las numerosas realizaciones exteriores no serían más que un cuerpo sin alma» (RI, 37-38).

Agrega, asímismo, Voillaume, que

«el amor no puede ser entre los hombres el signo para el reconocimiento de los discípulos de Cristo y el lugar de encuentro con Dios, más que si este amor lleva, en sus manifestaciones mismas, la marca de lo divino.

«Para aquellos que descuidan o rechazan la iluminación de la contemplación, o que no osan afirmar ya su fe como verdadero conocimiento de Dios, para ellos existe la tentación de reducir deliberadamente el signo de Dios, al solo testimonio de un amor privado de la perspectiva divina» (Id., De l’importance de la contemplation des réalités divines pour l’homme contemporain (Roma, 29-1-81), edición policopiada, s.l., pero Roma, s.a., 13-14).

Avanza, incluso, Voillaume, sobre el influjo que la contemplación cristiana posee respecto de la construcción de la historia y la transformación del mundo presente:

«La esperanza que rebasa este mundo, lejos de debilitar el impulso hacia la edificación de esta ciudad, le es indispensable en virtud de una misteriosa paradoja. En efecto, el hombre es incapaz de aportar a la construcción de su propia ciudad ese espíritu que es el único que puede hacerla plenamente humana, si no dirige su mirada más allá del tiempo hacia la ciudad que permanece para siempre: sin el reflejo de esta ciudad eterna, la ciudad terrena se hace inhabitable. Todo hombre lleva en sí, de manera más o menos consciente, una dimensión contemplativa que nadie podría negar sin condenarle al infortunio y probablemente a la desesperación. Los contemplativos, en esta tierra que habitamos, son los testigos privilegiados de esta dimensión trascendente de la humanidad» (CONT, 54).

«Sin la contemplación del Verbo de Dios hecho hombre, es probablemente imposible para los hombres, sobre todo en la actual situación del mundo, alcanzar esa calidad de respeto de la persona humana sin la cual no hay paz ni verdadera justicia en el amor» (ÉLÉ, 167).

«El hombre de fe cuya mirada ha sido como afinada por la familiarización con el misterio divino, está más capacitado que cualquier otro para una comprensión total del hombre y, por tanto, para amarle de verdad. Y esto implica consecuencias incluso para la construcción de la ciudad terrena» (CONT, 54. Cf. Gaudium et Spes 22).

c) Finalmente, Voillaume entiende que la oración contemplativa, además de introducirnos en un conocimiento distinto, mejor diríamos, en una sabiduría nueva respecto de Dios y de los hombres, nos da acceso a un conocimiento de nosotros mismos que, de otro modo, no alcanzaríamos:

«Debemos estar persuadidos igualmente de que, sin oración interior, hay cierto conocimiento de nosotros mismos que no podremos lograr. [...] En la medida en que nuestra oración es auténtica, nos encaminamos hacia un conocimiento de nosotros mismos que es indispensable para ser auténticos ante Dios. No creo que pueda lograrse tal conocimiento de sí fuera de la oración. Es cierto que podemos experimentar nuestra debilidad en la acción y en el ejercicio de la caridad; como también, que podemos descubrir los propios defectos y conseguir cierto grado de humildad. Pero hay una dimensión profunda que no podemos alcanzar, una iluminación que sólo nos es otorgada por la luz del Espíritu Santo: y esto no ocurre en la acción. [...] La consecuencia de esto es que existe una delicadeza de conciencia imposible de conseguir al margen del contacto íntimo con el Señor. Y esta delicadeza nos encamina hacia la perfección de la caridad» (RI, 74).

Vemos, pues, de este modo, cómo la verdadera contemplación, lejos de aislarnos en una postura evasiva respecto de la realidad, está llena de implicaciones y consecuencias sobre la vida misma del cristiano. De ella son fruto numerosas actitudes que están en el origen de una nueva manera de pensar, de sentir, y de obrar. La unión contemplativa con el Señor

«nos hace reaccionar espontáneamente delante de las cosas y de los hombres como Cristo reaccionaría: es una luz que esclarece las intenciones. Es cierto, no es uno perfecto, pero está inclinado a tomar, a la larga, un cierto hábito de juzgar como el Señor lo haría. Por lo menos, se tiene en uno la luz necesaria para reaccionar delante de los hombres en perfecta caridad, y para juzgar a los hombres y a las cosas según su relación al fin último sobrenatural dispuesto por Dios. Y esta manera de sentir debe establecerse en nosotros como un hábito en el fondo del alma. Entonces sentimos más vivamente nuestras faltas, nuestras deficiencias en la caridad, nuestras vueltas sobre nosotros mismos: las sentimos en el momento mismo, como una falta a esa luz que está en nosotros como una lamparilla perpetua. Es difícil de definir esta unión a Dios que da la contemplación, unión que permanece a lo largo de la jornada, que parece muy frágil, mientras que ofrece una libertad muy grande al alma, esa libertad que, sólo ella, permite volverse hacia los hombres sin apartarse de Dios» (RAPP, 768).

—La espiritualidad cristiana y su evolución en relación a la contemplación

Según René Voillaume, la evolución de la espiritualidad en la Iglesia parece encaminarse, de manera constante, hacia una difusión cada vez más universal de los valores espirituales, que en un principio constituyeron el patrimonio de unos pocos: después de aparecer más o menos reservada a los monjes, y más tarde a los religiosos o al clero, la realización de cierto grado de unión con Dios por la práctica de la oración se presentó, posteriormente, como un ideal accesible a todos los cristianos generosos, cualquiera que fuera su estado.

En tanto la vida religiosa salía del claustro con las órdenes mendicantes, y penetraba en las actividades de la vida apostólica con San Ignacio, el nacimiento de las terceras órdenes ponía la perfección evangélica al alcance de los laicos, y San Francisco de Sales abría a las almas piadosas los caminos de la oración y de la unión íntima con Dios, en medio del tráfago del mundo. El Padre de Foucauld y las Fraternidades habrán de situarse en esta misma línea de evolución de la espiritualidad, y podemos afirmar que su aportación en este sentido ha sido significativa.

Al reparar en el valor de las experiencias vividas a lo largo de los años por las Fraternidades, considera Voillaume que uno de los aspectos más importantes del mensaje que ellas tienen para ofrecer, es «no sólo la afirmación de la posibilidad de una vida de amistad con Jesucristo –amistad fundada en la oración contemplativa–, sino incluso que una tal intimidad puede ser buscada y conseguida, por aquellos a quienes Dios se la ofrece, en las situaciones y estados de vida más dispares» (RI, 47-48).

Asegura, además, Voillaume, que nos encontramos hoy día en un estadio de evolución de la vida de la Iglesia, que se traducirá en una integración cada vez más consciente y universal de la contemplación en la vida de los cristianos.

«Que tales actos [de contemplación] pertenezcan a la perfección de la vida cristiana, a la cual todo bautizado es llamado, no podría dudarlo, y hoy menos que nunca, cuando la evolución misma de las formas de vida religiosa y de los estados de consagración en la Iglesia tienden a probar, en la experiencia misma que de ello han hecho, que la contemplación puede ser procurada, no sólo en los Institutos integralmente consagrados a la vida contemplativa, sino en otras formas de vida religiosa insertas en el mundo, en los Institutos seculares, o incluso aun en el seno de las actividades temporales de la vida laica, con tal que sean respetadas las condiciones esenciales de una vida cristiana auténtica» (ÉLÉ, 163).

El desarrollo de esta dimensión contemplativa de la vida cristiana supone, por lo demás, no sólo la acción del Espíritu en lo secreto de los corazones, sino también, por nuestra parte, el recorrido perseverante del camino de la oración. Y éste tiene sus leyes y exigencias propias. Abordaremos, pues, ahora, las enseñanzas que el P. Voillaume nos deja al respecto.

2. El camino de la oración

Sostiene Voillaume que la práctica de la oración cristiana tiene como principal objeto «disponernos a recibir esta luz [de contemplación], excitar su deseo, pedirla y atraerla en cierto modo a nosotros» (RI, 74).

Comenzaremos viendo, pues, cómo define él la oración, para abordar luego las consideraciones que hace respecto de su ejercicio.

«Pensar en Dios amándole»

Aclara, ante todo, el P. Voillaume, que, al igual que todas las realidades superiores que tocan a la vez a Dios y a lo más profundo de nuestro ser, la oración escapa a una definición que exprese y agote toda su riqueza. Prueba de ello, en rigor, podríamos añadir, son las numerosas definiciones que se han dado de ella a lo largo de la historia.

Advertido lo cual, Voillaume ofrece una definición, sobre la que siempre volverá. Pertenece al Padre de Foucauld, y la hace suya al considerar que es «la mejor definición de la oración y, también, la más completa y la más accesible a todos: "Orar es pensar en Dios amándole"» (RV, 73).

Partiendo de aquí, afirma Voillaume que si la oración es, en el plano de la vida teologal, el acto por excelencia del encuentro con Dios, este acto entraña necesariamente el ejercicio de aquellas facultades que son en nosotros el mejor reflejo de la imagen divina: la inteligencia y la voluntad. La definición arriba formulada expresa adecuadamente esa actividad simultánea de conocimiento y amor. Pues «no hay oración interior si falta uno de estos dos elementos» (RI, 72).

«Pensar en Dios sin amarlo al mismo tiempo, simultáneamente, no es hacer oración: es reflexionar o meditar. Quien estudia la teología, aunque se halle en estado de gracia y profese un gran amor a Cristo, no hace oración mientras estudia las cosas de Dios: es una actividad muy noble del pensamiento, pero no es oración. Pero si durante el estudio y a la vista de la hermosura de Dios se siente arrebatado por un intenso movimiento de amor, entonces hace ya oración interior, hace oración» (Ib.).

Y añade luego:

«De igual modo, cuando obramos impulsados por el amor de Dios, pero sin que nuestro pensamiento se centre en él, no hay oración interior; hay vida de caridad, que no es lo mismo. [...] En cambio, si en medio de sus actividades le viene a [a uno] el pensamiento de Dios o de Cristo, entonces está orando.

«Debemos tener ideas claras sobre esto, porque existe hoy cierta tendencia a la confusión en esta materia, a causa de la importancia creciente que estamos inclinados a dar a la actividad. Se tiende a decir: "toda mi vida es una oración; no tengo, pues, necesidad de consagrarle momentos determinados". Esto puede ser verdad en parte, como diremos enseguida, pero en el fondo de este juicio hay una inexactitud sobre la naturaleza de la oración, que puede tener consecuencias nocivas» (Ib.).

La unión íntima con Dios en la que el cristiano puede ser introducido por Cristo, es en definitiva una unión de amor, pero de un amor que no puede existir sin cierto grado de conocimiento de todo lo que hace al ser amado digno de nuestro amor. Por otra parte, es preciso afirmar que «la necesidad y el deseo de conocer a Cristo, es una de las primeras señales del verdadero amor» (RI, 53).

Concluye, pues, Voillaume, que, en la oración, «el conocimiento y el amor se persiguen de continuo mutuamente y, si se me permite la expresión, se sobrepasan de manera alterna» (RI, 73).

«Este círculo de vida, que se basta a sí mismo y se cierra sobre Dios, es en nosotros la imagen más auténtica de la vida trinitaria, de la cual es, por otra parte, como un derramamiento, en nuestro ser de gracia. Constituye toda nuestra vida de relaciones con Dios, y es aquello por lo cual las virtudes teologales tienen razón de fin, en comparación con las otras virtudes. Y comprendemos también por qué aquel que quiere vivir una verdadera vida de oración compromete toda su vida, todo su ser, en esta empresa» (Id., La vie d’oraison, inédito, 1942, 50).

Oración y conocimiento

—Fe, conocimiento y oración

En la oración, recuerda Voillaume, aprendemos a conocer a Dios y a amarle mejor, y aun cuando el conocimiento no se haga manifiesto, cuando se muestra oscuro, «está siempre ahí, sin embargo, como un camino invisible por donde pasa el amor» (L/I, 169). Con todo, se puede comprobar, según Voillaume, que

«existe una tendencia bastante general a descuidar esta búsqueda de conocimiento de Dios sin la cual no puede haber oración. Esta negligencia, ¿no estaría a menudo en el origen de ese estado de "vaguedad" del que muchos se lamentan con la sensación de que son en parte responsables? ¿No es normal, en estas condiciones, que la hora de adoración aparezca cada vez más como un momento duro que hay que pasar a los pies de Cristo Crucificado? [...] Es cierto que la oración entraña este aspecto de sacrificio, pero no podría ser sólo eso. A la larga, estos actos de valor en pura pérdida de sí mismo, si no están sostenidos por un conocimiento de Jesús constantemente renovado dentro de una búsqueda amorosa de la fe, estos actos de pura voluntad nos conducirán al desaliento» (L/II, 170-171).

Apunta, por otra parte, Voillaume, que la fe misma, en nuestros días, aparece con frecuencia, para buena parte de los cristianos, como una actitud existencial de confianza en Dios, de abandono en él, de entrega en el amor en medio de la oscuridad. Y si bien esto responde a una feliz revalorización de la dimensión personal y existencial de la fe cristiana, ha de evitarse el dejarla despojada de su dimensión cognoscitiva.

Por eso Voillaume advierte sobre el peligro de hacer de la fe «una actitud irracional, en la cual no vemos ya muy bien el movimiento de la inteligencia en la aprehensión, ciertamente oscura pero real, de una verdad absoluta» (ÉLÉ, 162).

Muchos son los cristianos, en la opinión de Voillaume, que viven los valores evangélicos con una generosidad muchas veces heroica, pero como por encima del contenido inteligible de su fe. Esto no deja de tener consecuencias en relación a la oración:

«No se sabe ya, pues, lo que significa la palabra contemplar, porque cuando la inteligencia ha perdido la noción de una verdad objetiva, revelada e inteligible, la fe corre el riesgo de ser concebida y vivida como una especie de "fideísmo", como un movimiento ciego del amor. Muchos no saben ya, por esta razón, si la vida [de oración] contemplativa es posible aquí abajo, lo que ella significa, ni si ella puede tener todavía algún valor para la vida cristiana» (Ib. La inclusión entre corchetes busca explicar mejor el significado que vida contemplativa tenía en la fuente, de acuerdo al contexto, para evitar así todo posible equívoco).

Por eso Voillaume afirma que la contemplación cristiana

«supone la posibilidad de que puedan establecerse unas relaciones de conocimiento y amistad entre el hombre y un Dios que se revela como personal» (CONT, 43).

Y agrega, luego:

«Es, pues, inevitable, que la interpretación de semejante hecho, y el valor que se le atribuye, dependan del concepto que se tenga sobre la inteligencia humana y sobre la realidad del conocimiento» (Ib.).

El hecho de darse, en la contemplación, una experiencia que se reconoce como inexpresable, no significa, sin embargo, que no se trate de un auténtico conocimiento. Y si bien el lenguaje de los místicos es de otro género que el de la ciencia o el de la razón, expresa, no obstante, un verdadero conocimiento de Dios.

Así, «los contemplativos que han sabido traducir la experiencia de lo divino a lenguaje humano, nos dan la expresión más elevada y pura de Dios. No hay más que leer a los más destacados de entre ellos, a San Juan de la Cruz, por ejemplo, para caer en la cuenta de lo que decimos. No, Dios no es incognoscible por nuestra inteligencia; es inefable, que no es lo mismo» (CONT, 56-57).

Nosotros afirmamos, pues, según Voillaume,

«que en esta visión interior, la inteligencia del hombre alcanza la Verdad de Dios, aunque esto sea imperfectamente. Más allá de las impresiones subjetivas y de los fenómenos psíquicos que puedan acompañar la contemplación, ésta constituye un verdadero encuentro con Dios. [...] Sin realidad a la cual contemplar, sin una realidad existente en sí fuera del sujeto, la contemplación no es más que un sueño o un estado subjetivo y, por tanto, una alienación» (Id., De l’importance de la contemplation... 5).

—Valor y límites del conocimiento humano, en el camino de la oración

Nuestras facultades naturales de conocimiento, puestas al servicio de la fe, intervendrán –cada una a su manera y según su propia naturaleza– en la búsqueda del encuentro con Dios que realicemos por el camino de la oración.

–a) Por lo pronto, es preciso destacar la contribución de nuestro conocimiento sensible en nuestras relaciones con Dios. Lo cual, por lo demás, no siempre es suficientemente valorado.

«Por cierto, la contemplación se asienta más allá de los sentidos, pero aun en el caso de una gracia de contemplación extremadamente despojada, conservamos nuestra condición humana, que hace que no tengamos derecho a rechazar el papel representado por los sentidos en nuestra vida de oración: con respecto al perfume del incienso litúrgico sucede lo mismo que con la música sagrada y con el ambiente creado por las formas, los colores, la luz. Todos estos factores sensibles operan, sin noticia nuestra, en nuestras facultades más espirituales, a lo menos como una disposición favorable en el punto de partida» (L/III, 14-15).

«En el momento en que más que nunca se recurre a los sentidos por medio de las formas, los colores, los sonidos, la música, las imágenes, las películas, la televisión, la publicidad, sería peligroso prescindir de cualquier evocación sensible del mundo invisible, al cual debemos seguir estando presentes con toda nuestra fe. Sería presuntuoso comportarse de otro modo, adoptando una actitud contraria a las leyes de la condición humana y a la manera constante con que Dios ha querido proceder respecto de nosotros» (L/I, 183-184).

La imaginación y la memoria pueden enriquecer de modo particular el conocimiento de Dios que habrá de posibilitarnos la oración.

«Desde que la Palabra eterna de Dios tomó cuerpo en el seno de la Virgen María para vivir entre nosotros, para hablarnos en lenguaje humano, y realizar actos humanos, nuestros sentidos tienen un papel que representar en el conocimiento de Dios. Jesús tiene un rostro humano que debemos descubrir y amar: es preciso haberle visto en las sucesivas situaciones de su vida terrestre, es preciso haberle visto nacer, amar a los hombres, curarlos y morir. Es preciso haberle escuchado en sus discursos, y es preciso haber conservado todo esto en la memoria. La meditación del Evangelio es lo que nutrirá de este modo nuestra memoria, al ir imprimiendo el semblante de Jesús como el del ser a quien más amamos. "María guardaba todo esto y lo meditaba en su corazón" (Lc 1,19).

«Pero esto no basta, ya que el Espíritu de Jesús hace además vivir, obrar, hablar a su Iglesia y a los santos. La historia de los santos, su fisonomía humana, sus actos, sus palabras, son un lenguaje que se dirige a nuestra inteligencia, pero muchas veces a través de nuestra imaginación. Hay en ello una suma de enseñanzas que debemos imprimir en nuestra memoria» (L/I, 178-179).

–b) Así como el conocimiento sensible tiene un papel que cumplir en nuestras relaciones con Dios y, más concretamente, en el camino de la oración, otro tanto, en su propio orden, ocurre con nuestra inteligencia.

«Cuando se pasa de una oración sensible a otra más espiritual, es preciso sostener esta evolución de nuestra fe por un mínimo de conocimientos teológicos. Todos debemos poseer un mínimo de conocimientos sobre Dios, en conformidad con las posibilidades de nuestro estado» (RI, 80).

«El conocimiento teológico [...] contribuye a purificar el alma de ciertos modos imperfectos de representarse las realidades divinas. Contribuye a elevarla por encima de las imágenes y a encaminarlas a un conocimiento más espiritual y, por tanto, más exacto, de las cosas de Dios. Este movimiento hacia un conocimiento más espiritual, es esencial a las cosas de la fe y a la vida de oración» (AUCM, 363).

Aclara, no obstante, Voillaume, que «la necesidad del estudio teológico para una vida de oración fervorosa está naturalmente en proporción con las exigencias muy diversas de las vocaciones: este estudio parece ser indispensable a los sacerdotes, a los religiosos y a determinadas vocaciones seglares, para equilibrar su vida espiritual, y, sin embargo, muchos cristianos que no pueden entregarse al estudio son capaces, con la gracia de Dios, de llegar a una auténtica oración contemplativa, con tal que cada uno haya recibido, con un corazón dócil, toda la instrucción que debía recibir de la Iglesia» (L/I, 179, nota 1).

–c) Grabando en nosotros las imágenes con las que nos presentan a Jesús los Evangelios, y reflexionando en torno a su misterio, nos asemejamos –dice Voillaume–, de alguna manera, a los apóstoles y discípulos que vivieron con el Señor. Pero hay que tener en cuenta, sin embargo, que el hecho de haber tenido delante de ellos a Cristo en carne y hueso fue, para los apóstoles, el camino para el conocimiento de Dios y, a la vez, en cierto sentido, un obstáculo. Porque Dios, por ser tal, está mucho más allá de lo que podamos imaginar o discurrir respecto de El.

Por eso, recuerda Voillaume, la presencia física de Cristo debía cesar. Esta revelaba al Padre, pero absorbía la imaginación de los apóstoles, quienes se apegaban a la persona de Cristo bajo su aspecto humano visible. Era preciso, pues, la cruz, el sufrimiento y la muerte de Cristo, que repercutieron sobre los apóstoles dolorosamente, como un escándalo, precisamente porque no habían sabido sobrepasar un conocimiento y una adhesión humanamente imperfectos respecto de la persona de Jesucristo (cf. FRA-SEC, V-Le désert. La prière 4-5). Advierte, pues, Voillaume, que

«algo similar nos sucederá a nosotros. No porque seamos incomodados por la presencia física de Cristo, que no vemos, pero corremos el riesgo de quedar limitados por nuestros conocimientos imaginativos e intelectuales, pues Dios está más allá de ellos. Por esta razón, en toda oración que progresa, tendrá lugar, en el ámbito de los conocimientos, un parto doloroso, oscuro, alguna vez desalentador, de otro orden de conocimientos que habrán de seguir siendo muy oscuros. Nosotros no podemos referirnos al conocimiento de Dios como al conocimiento de un ser humano o de una verdad de orden natural, porque Dios quiere conducirnos más lejos. Vosotros podéis comprender que entrar en relación de conocimiento con un ser que, siendo Dios, es espiritual e infinito, es algo que no tiene proporción ni está al alcance de nuestra naturaleza. La gracia que Dios nos dio fortalece nuestra inteligencia y nos permitirá sostener este aumento de conocimiento, pero ello nos vendrá de algo que Dios nos conceda» (Ib., 5).

—La evolución del conocimiento, en el camino de la oración

Voillaume va a distinguir tres estadios en el conocimiento amoroso de Dios al que nos introduce la oración.

–a) Primeramente, existe un nivel de conocimiento

«en el que somos dueños de la situación: meditamos el evangelio, extraemos de ello una cierta satisfacción, leemos un libro de lectura espiritual y tenemos la impresión de aprender, de descubrir algo; esto nos proporciona la alegría de entender, y enciende en nuestro corazón un sentimiento de amor por Dios, de admiración, y tenemos la impresión de que nuestros esfuerzos personales de meditación, de reflexión, obtienen un resultado y nos enriquecen. [...] Y en esos esfuerzos, evidentemente, siempre está Dios que nos ayuda, nos esclarece, pero todo ello se nos presenta como el fruto de nuestro propio esfuerzo; y, en general, en este período, uno va a la oración con facilidad, se verifican sus progresos, se extrae de ello un gozo sensible, se está en una etapa de descubrimiento» (Ib.).

Hay que observar que, si bien los escritos del P. Voillaume reflejan, con el paso de los años, una valoración creciente respecto de la meditación, él va a afirmar siempre que ésta «puede ser, todo lo más, como una preparación a la oración y, para algunos, su puerta de entrada» (AUCM, 120). Pero considera que ella no es, propiamente, oración (cf. AUCM, 129).

Dice reaccionar, de este modo, «contra aquella concepción de la oración, que se planteaba como un ejercicio en varios puntos, con una serie de meditaciones preparadas» (Id., Carta a J. M. R., 30-7-84, en J. M. Recondo, La oración en René Voillaume, Apéndice I, Burgos 1989, 297). Y asegura que, «así como esto puede ser considerado de utilidad antes de la oración, así también entorpece [luego] la libertad del alma, en la simplicidad de su mirada sobre Dios» (Ib.) *.

*[Ya en tiempo de su noviciado con los Padres Blancos (1925-1926), y dadas las gracias que por entonces recibía en la oración, experimentaba desafección por la meditación que le sugerían realizara, y sentía desagrado ante la lectura del Ejercicio de perfección y virtudes cristianas, del P. Alonso Rodríguez s.j., cuyo estudio proseguía sólo por obediencia (cf. HIST, 1, 126-127 y 1, 205)].

No obstante, reconoce Voillaume que es necesario, en los comienzos, esforzarse en ser fieles a la meditación continuada de los Evangelios. Advierte, asimismo, que

«la meditación no es la oración ni la contemplación, pero sí es su base, en el sentido de que un espíritu que, en un momento dado, no hubiera podido meditar jamás por falta de dominio de sí mismo y de capacidad de atención, un tal espíritu no podría ofrecer las cualidades naturales necesarias para el desarrollo normal de la oración de simplicidad, ni ofrecer un terreno propicio para la acción de los dones del Espíritu Santo y de las gracias de contemplación infusa. Seguramente pueden existir excepciones: Dios puede colmar enteramente las almas como quiere, [...pero] no hay que creer, sin embargo, que Dios pueda ir más allá de lo que sería un error de nuestra parte, o negligencia, o presunción o falta de esfuerzo» (L/III, 54-55).

Recomienda, por otra parte, Voillaume, no abandonar demasiado pronto la práctica de la meditación continuada de los Evangelios y, en todo caso, volver a ella periódicamente, según lo aconsejaba el mismo Charles de Foucauld (cf. L/II, 272-273)*.

*[Las cartas del P. Voillaume a las que estamos haciendo referencia, están escritas, una, a fines de 1959 (L/II, 272-273), y la otra, a comienzos de 1961 (L/III, 51-55). Se refleja en ellas la revalorización que Voillaume hiciera por entonces de la meditación, en relación a la formación que debían recibir los Hermanitos en el camino de la oración, y que ya había manifestado de alguna manera en 1958, al escribir Le chemin de la prière (L/I, 161-226). Así lo reconoce, por lo demás, en L/II, 236-237].

Advierte, con todo, sobre el riesgo de refugiarse en una reflexión meditada que sirva de coartada, consciente o inconscientemente, para no terminar de llevar a cabo esa entrega absoluta de sí –la muerte a todo lo que no es Dios– que se nos demanda realizar como condición previa de la oración (cf. AUCM, 239; AUCM, 120; L/I, 207-208).

Observa, por último, que esta primera etapa ha de servirnos para «asentar sólidamente nuestra fe y ejercitar nuestra voluntad en el trabajo del amor, a fin de estar algún día en estado de ser simplificados, dentro de un empobrecimiento que no sea prematuro, ni anterior a la empresa de Dios. Sólo la riqueza poseída de Dios es lo que puede hacernos pobres: de otro modo arriesgamos perder nuestra vida, pero sin encontrarla de nuevo» (L/II, 237-238). Advierte, con este final, sobre el peligro de incurrir, por presunción o imprudencia, en el abandono prematuro –si no en la desestima a priori– de la meditación.

–b) Poco a poco –afirma Voillaume–, Dios puede introducirnos en otra etapa, que es un período de empobrecimiento, de purificación: se presenta la cruz, en el conocimiento del Señor. Experimentamos un cierto tedio, la impresión de no encontrar ya en la oración aquello que nos colmaba y satisfacía; y nada nuevo descubrimos ya.

«Se trata de una purificación, pues nos sustrae de nosotros mismos; porque no debemos olvidar que lo que Dios quiere es llevarnos hacia él, y no, hacer que encontremos una satisfacción en pensar en él. [...] En ese momento, Dios nos lleva más allá de los conocimientos naturales y posibles del hombre, lo cual se traduce en un simple vacío intelectual, en no poder ya pensar. Es este aspecto doloroso lo que se expresa algunas veces por una especie de tedio; habiendo llegado al límite del conocimiento, se encuentra uno desgastado; tantas veces hemos reflexionado sobre el evangelio, que parece agotado. Evidentemente, hablo siempre del desarrollo del conocimiento de Jesús dentro del amor, no olvidéis esto; no tendría sentido lo que digo, sin esto. En ese vacío, es vuestro amor el que va a buscar al Señor dolorosamente; sin esto, ya no iríais a buscarle» (FRA-SEC, V-Le désert. La prière, 6).

Este trabajo de purificación que Dios realiza en nosotros lleva implícito un crecimiento, una superación.

«Es entonces cuando comienza a nacer en el corazón [...] una forma distinta de conocimiento que, sin embargo, se nos escapa, y es el fruto del sufrimiento experimentado a causa del carácter doloroso y oscuro de nuestra reflexión y nuestra oración. Hay un cierto sentimiento que se desarrolla, que no se puede explicar, que no se puede decir, y que hace simplemente que sepamos, que conozcamos a Dios más de lo que podemos expresar» (Ib.).

Esta inefabilidad de la experiencia responde, precisamente, según Voillaume, al hecho de tener lugar más allá de la imaginación y de la inteligencia.

«Orando, no tenéis ganas de pensar en nada y, al mismo tiempo, tenéis el sentimiento de que vale más que si tomarais un libro para leer, para meditar, o si pensarais con ideas claras en el misterio de la Trinidad. No tenéis ganas de hacerlo, no por pereza intelectual sino porque estáis delante de Dios de un modo más elevado, aunque no podéis expresarlo. Esto ocurre con bastante frecuencia. [...] Puede tener lugar periódicamente y puede establecerse como un estado, al cabo de un cierto tiempo» (Ib.).

Este tipo de situaciones pueden introducir también en el sujeto una cierta perplejidad:

«Vemos almas que son fieles a la oración [...pasar] por períodos de escrúpulos: se dicen "no sé rezar; abandoné la lectura: antes yo tomaba mi evangelio, y extraía algo de él; ahora ya no tengo deseos de tomarlo. ¿Será acaso la pereza? ¿Será que no tengo ya generosidad en la oración?" Y es entonces cuando necesitamos saber decirnos: "¿Hago lo que yo puedo? ¿Me falta generosidad?" Realmente os decís: "No, uno va a la oración con mucho coraje, pero al tomar el evangelio no nos dice nada". Entonces basta con saber que existe una cierta manera de conocer a Dios que no viene de nuestra iniciativa sino del Señor... Son los dones del Espíritu Santo que actúan en vosotros, es un cierto conocimiento que escapa a vuestro gobierno» (Ib.).

–c) Existe un período intermedio, señala Voillaume, caracterizado por la oración de simplicidad, que, normalmente, prepara el camino para la gracia de la contemplación.

«Cuando tenéis la costumbre de pensar mucho en una persona, no vais a mirar detalladamente su rostro; no, tenéis una especie de idea global muy simple, como una especie de mirada interior que os la hace presente, y que es fruto de la costumbre de pensar en ella; es algo natural. Algo similar nos ocurre con Dios. En una persona que reza frecuentemente y con cierta regularidad, se da como un hábito de ponerse en presencia de Dios, que simplifica las cosas; se produce como un resumen, una evocación global de toda la memoria que se tiene de Cristo. No se tiene ya necesidad de detallar, de pensar en el Señor durante su infancia, en la cruz, no, todo lo pienso, en cierto modo, simultáneamente, en una sola simple mirada. Esto es fruto del hábito de la oración. Se la denomina la oración de la mirada; se mira, pero sin pensar en cosas precisas. Y es generalmente en ese momento, que tiene lugar el tránsito a esa oración que es como un poco dolorosa, porque no se sabe ya muy bien cómo se hace» (Ib., 6-7).

Insistamos, finalmente, una vez más, sobre cómo, lo que hemos venido viendo acerca del conocimiento en la oración, no podría entenderse sin la presencia del amor. Los contemplativos saben por experiencia hasta qué punto ese conocimiento «infinitamente luminoso aunque misteriosamente oscuro» que ofrece la oración, es «fruto de un gran amor y tiene lugar dentro de ese amor», siendo, a su vez, «fuente de nuevo crecimiento en el amor» (CONT, 45).

Oración y amor

La posibilidad, para el hombre, de un encuentro de intimidad con Dios, en el que tenga lugar un verdadero diálogo y se ahonde en el conocimiento de su misterio, está sujeta, en definitiva, a la existencia de una búsqueda mutua, que tiene su origen en el amor.

—Amados por Dios

Esto supone, pues, ante todo, creer que Dios nos ama, que se interesa por cada uno de nosotros, que nos busca. Porque, en última instancia,

«la verdad, la convicción sobre la cual debemos asentar sólidamente nuestra vida de amor, es la certeza de ser amados por Dios, la certeza de ser amados por Cristo, no con un amor cualquiera, sino con un amor de elección y de amistad: esta certeza de fe es un preámbulo necesario para todos los pasos de nuestro amor hacia Dios. Mientras no hemos descubierto esto, no podemos avanzar ni en el amor de caridad ni en la vida de oración, dado que nuestro amor a Dios no pasa de ser una respuesta; y ¿cómo podríamos ser capaces de amar realmente si no somos amados primero?» (RI, 48-49).

«Para nosotros, la cuestión no es tanto estar convencidos en la fe que Dios ha enviado a su Hijo para salvar al mundo –pues esto lo creemos de una manera general, creemos que el Señor ama al mundo y a todos los hombres– sino creer suficientemente que nosotros, personalmente nosotros somos amados» (RV, 42).

La vida de los santos nos enseña –agrega Voillaume– «que precisamente todo ha comenzado para ellos con el descubrimiento y la certidumbre de ser amados por Dios» (Ib.).

No se trata, empero, de «esos sentimientos que se tienen en ciertas horas gozosas de nuestra vida espiritual, cuando el Señor nos permite gustar de alegrías interiores que nos ayudan a descubrir el amor que nos profesa. Se trata de una sensación más honda, de algo más intenso, capaz de resistir a todas las tentaciones y a todos los escándalos: ¡la certeza de sentirse amado!» (RI, 49).

Para mantener esta persuasión en la base de nuestra vida espiritual, será necesario, pues, «mucho espíritu de fe. Debe ser una convicción inquebrantable y no un sentimiento que pasa» (RI, 51).

Reconoce, sin embargo, Voillaume, que no le es fácil, a la inmensa mayoría de los hombres, creer verdaderamente que Dios se interesa personalmente por ellos: «Hay en el corazón de los cristianos y en el camino espiritual muchos desfallecimientos, mucho tedio, que provienen de que los cristianos no saben que son amados» (RI, 42). La presencia del mal, del sufrimiento y de la muerte, por una parte, y la dificultad para aceptarnos delante de Dios tal cual somos –incluso cuando nos sentimos culpables o tibios–, por otra, hacen difícilmente perceptible el misterio de amor escondido en Dios (cf. L/I, 322-323; RI, 48-51; Id., Éducation de l’amour, «Jésus-Caritas» n. 134, 1964, 22-27).

Inclusive, como tendemos a representar a Dios de una manera antropomórfica, «el solo hecho de pensar que hay actualmente centenares de millones de hombres sobre la tierra, nos produce una sensación de soledad y anonimato, que nos lleva a preguntarnos cómo puede Dios interesarse por cada uno. No lo imaginamos capaz de repartir su atención entre infinidad de seres. Y nos decimos: «Yo no puedo interesarle». Por este camino llegamos a dudar de ser amados» (OVF, 134).

Los santos, por el contrario –recuerda Voillaume–, en virtud de una profunda intuición respecto de la simplicidad divina, estaban persuadidos de que, al retirarnos en soledad, Dios, «con todo su amor, está todo entero con nosotros» (RV, 43).

«Cuando se leen los diálogos de Catalina de Siena con su Señor, uno saca esta impresión: se diría verdaderamente que el Señor no tenía que ocuparse más que de Catalina en la tierra» (Ib.). «No constituye una ambición desmedida ni una loca fantasía el sentir lo que sentía Santa Teresita del Niño Jesús cuando creía que Cristo, su Dios, se ocupaba por entero de ella. No se trata de una ilusión sino, por el contrario, de una intuición profunda acerca del misterio de la simplicidad divina, que se da siempre por entero» (RI, 52).

«Dios es tan simple, que no puede dividirse, de tal manera que allí donde está Dios, allí está todo el amor de Dios. No podemos ser amados "a medias", "un poco", por Dios; no podemos gozar solamente de una parcela del amor del Señor; ¡eso no es posible! El amor de Dios es simple» (RV, 42-43).

Por tanto –asegura Voillaume–, si queremos encaminarnos hacia la intimidad con el Señor, «es preciso comenzar por creer esto. Hay que pedir esta gracia de "saberse amado"» (RV, 43).

—«Amarás al Señor, tu Dios»...(Mt 22, 37)

Advirtiendo que tenemos necesidad de aprender a amar a Dios, Voillaume se muestra persuadido de que es menester realizar, en nuestra relación con el Señor, toda una maduración del corazón para el desarrollo de nuestra caridad. Y, más concretamente, en el camino de la oración, existe una pedagogía divina por la cual, entre consolaciones y desolaciones, vamos siendo educados en el amor por él. Veremos a continuación la descripción que Voillaume hace de este proceso.

–a) Es frecuente –dirá– que en los comienzos de la vida de oración se experimente una cierta plenitud, fruto de las gracias afectivas que en ella recibimos. Estos consuelos hacen que uno vaya a la oración con ilusión y alegría. Es normal que esto ocurra, y es deseable que hayamos atravesado esta etapa durante un tiempo más o menos largo, pues «estos gozos, estas facilidades, proceden del Señor, y están destinadas a hacernos salir de nosotros mismos, a fin de atraer nuestro amor hacia él, hacia la Virgen y hacia los santos» (L/I, 168).

–b) Sin embargo, es preciso aceptar que estos sentimientos se irán debilitando hasta, incluso, desaparecer. Porque «el sentimiento es inconstante, y útil únicamente al que comienza, sirviéndole como de cebo para la voluntad. Ya que el verdadero amor reside en la voluntad. Tenemos que creer firmemente que lo verdadero de la oración, la vía de la unión con Dios, está más allá de los sentimientos» (AUCM, 120-121).

«No es necesario que lo sintáis. Pensad bien que vuestra oración no es nunca tan real ni tan profunda como cuando se desarrolla fuera del campo de la conciencia sensible. El que ora verdaderamente se pierde de vista, su única mirada es para Dios, y es una mirada de fe pura, de esperanza y de amor, a la que nada sensible y, a menudo, nada sentido podrá consolar. Tenemos que estar plenamente convencidos de ello para que podamos ver con confianza el desarrollo de nuestra vida de oración» (AUCM, 119).

Con la desaparición de los sentimientos, pareciera «como si nos encontráramos en un mal paso, y es justamente que nuestra vida se ordena por fin como Dios quiere» (Ib.). Pues a través de esta purificación, se nos induce a una mayor gratuidad y a una verdadera maduración en el amor hacia Dios.

«Evidentemente, durante los meses, o quizá, tal vez, durante los años de consuelos sensibles, en el curso de los cuales habéis vuelto a la oración como dilatados por la euforia espiritual, o un sentimiento de enriquecimiento luminoso acerca de las verdades de la fe o del Evangelio, quizá no sospechabais que era sobre todo por vosotros y porque comprobabais los resultados de una manera tangible, por lo que os entregabais a la oración con alegría. Así, cuando de repente venga a insertarse en vosotros una oración de fe, en medio de la sequedad de los sentidos y del vacío de la inteligencia, entonces vendrá el desconcierto, y habrá sido suficiente para esto un cambio de ambiente, de lo que os rodea, de la dureza y del cansancio del trabajo. Habrá sido suficiente que Jesús deje, sencillamente, de atraeros por medio de unos atractivos exteriores a El. Entonces vendrán el desaliento, el cansancio en la oración, y ya no creeréis suficientemente en su importancia para seguir siendo fieles. Ya no estaréis disponibles para la oración.

«Tenéis que convenceros absolutamente de que vais a la oración no para recibir sino para dar, y lo que es más, para dar sin que sepáis, muy a menudo, que dais, sin ver lo que dais. Vais para entregar a Dios en la noche, todo vuestro ser» (AUCM, 238-239).

Es preciso, pues, aceptar no sólo en términos teóricos esta transformación que ha de sufrir nuestra oración. Para lo cual, hay que acceder a despegarse del sentimiento y «aprender a caminar en la oscuridad de la fe» (RI, 79). Pues esto

«se enseña y se sabe intelectualmente; pero cuando uno se encuentra sumido en la aridez interior y en la oscuridad, se desalienta y se descorazona, no sabe dónde está y siente la tentación de abandonar. Y abandona la oración porque no siente ya su utilidad. La oración ya no le satisface. Lo que ocurre es que, generalmente, estamos satisfechos con nuestra oración porque la "sentimos"; somos en cierto modo testigos de nuestra plegaria, la contemplamos, nos sentimos satisfechos y nos decimos que hemos hecho una buena oración. Pues bien, esta sola satisfacción en ella es señal de su imperfección, porque demuestra que buscamos la oración misma, más que buscar a Dios» (Ib. ).

Recuerda, por otra parte, Voillaume, que no ha sido raro que los santos debieran perseverar en el amor a Dios en medio de la oscuridad de la fe. Oscuridad que, inclusive, en muchos casos, con el paso del tiempo llegó a ser más completa y dolorosa. Evoca, en este sentido, aquello que el Hno. Carlos de Jesús escribía al final de su vida, cuando confesaba que se adhería a la fe, pues no sabía ya si amaba a Dios ni si era amado por El (cf. RV, 47-48).

«Y, sin embargo, cuando uno está en tal estado de oscuridad, sabe que está con el Señor, sabe que a pesar de su miseria, a pesar de la oscuridad, responde, no obstante, a su amor, y que es amado profundamente por él» (Ib.).

–c) Voillaume insistirá siempre, por lo demás, en la importancia de perseverar, recordando que «aun cuando ninguna claridad se filtre todavía bajo la puerta, nuestra tarea de amor consiste en llamar, viviendo dentro de la fe el ritmo cotidiano de nuestra oración» (L/I, 287).

«Es una manifestación del amor de Dios para con nosotros, haber sido admitidos a perseverar dentro de la esperanza ante una puerta cerrada, sin cesar de llamar porque tenemos confianza en la palabra de Aquel al que buscamos todos los días por un camino desierto: «Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá» (Mt 7, 7-8). Nuestra búsqueda es ya en sí misma un encuentro, y nuestra estación frente a la puerta nos ha introducido ya en el interior del misterio, sin que nosotros lo supiéramos. Aceptemos con júbilo la parte que el Señor nos haya reservado: sea lo que fuere, estemos seguros de que ese lote contendrá para cada uno, su parte correspondiente de vida divina, de esperanza, de luz y, sobre todo, de participación en la cruz» (Ib.).

—Amor a Dios y desasimiento

Además de la obra purificadora que –según vimos– el Espíritu de Dios va realizando en nuestros corazones, es preciso, de nuestra parte, llevar a cabo una labor de desposeimiento de nosotros mismos, como condición para la unión con Dios por el amor.

–a) Esto supone, según Voillaume, por lo pronto, realizar «en el instante mismo de la oración [...] y de una manera verdaderamente actual, como una especie de muerte a todo lo que no es Dios» (AUCM, 239).

«No basta con alejarse materialmente de los hombres entrando en una iglesia silenciosa, o interrumpiendo con gusto nuestro trabajo, sino que es preciso que abandonemos en espíritu todo lo creado, de suerte que nada se levante entre Dios y nosotros, lo que supone que estemos despegados de todo y de nosotros mismos para Dios. También quiere decir esto que, en el momento de la oración, es preciso que seamos capaces de preferir conscientemente a Dios sobre todo lo demás» (L/I, 186).

–b) Esta disposición para la acogida de Dios, incluso durante un tiempo tan corto, «no se improvisa, pues depende del resto de nuestra vida» (ENTRET, 145): «Si queremos ser honrados con nosotros mismos, es preciso que hagamos cuanto podamos en el camino del despojamiento, a fin de ser capaces, a lo largo de nuestras ocupaciones cotidianas, de preferir a Jesús a todo y de amarle más que a todo» (Ib.). Esto implicará, por lo pronto, aceptar que, «sobre todo durante la juventud, tenemos necesidad de aprender a disciplinarnos, a enseñorearnos de nosotros mismos, a acostumbrarnos a hacer aquello que hemos decidido hacer, lo cual supone hacer no siempre lo que agrada, sino muchas veces lo que desagrada» (HIST, 1, 257)*.

*[Advierte, sin embargo, Voillaume, que «una vida no es mejor por el solo hecho de estar "reglamentada", y muchas ilusiones pueden encontrar su origen en la fidelidad a un reglamento, en la medida que éste desplaza el centro de gravedad del amor, centro de gravedad que está siempre fuera de nosotros, en Dios o en los otros, por lo cual es imprevisible en cuanto a sus exigencias, y escapa a toda regla o previsión» (Ib.).]

Es importante, sin embargo, no perder de vista que «la necesidad absoluta de una ascesis y de una disciplina de vida» no es sino «para dejar el campo libre a la acción del Espíritu Santo» (L/II, 208) o, dicho de otra manera, «para transformarnos en un instrumento dócil de la caridad de Cristo» (AUCM, 279).

–c) Lo que no siempre es suficientemente sopesado –o asumido– es el grado de desasimiento que Dios exige de nosotros. Así,

«la negligencia para colocarnos en un estado de desposeimiento, de disponibilidad total, frutos de una humildad verdadera y de una valiente mortificación, es la causa, con mucha frecuencia, y sea cual sea, por otro lado, la generosidad puesta en juego, de que muchas almas lleguen rápidamente como a un cierto límite en la práctica del amor [...]. En una palabra, eso es edificar sobre arena, ya no es participar plenamente de la vida de Cristo, en la que aparece un misterio de muerte al que estamos asociados por el bautismo. La vida procede de la muerte: "Si el grano de trigo no muere, permanece estéril y no da fruto"» (AUCM, 159).

A lo cual Voillaume agrega, algunos años más tarde:

«Podemos hacernos muchas ilusiones, al comienzo del camino que conduce a Dios, pensando que cierto grado de renunciamiento puede ser suficiente y que la entrega de uno mismo a los demás puede reemplazarlo. No, hasta en la entrega a los demás puede haber ilusión, aun cuando esa entrega pueda ser un camino seguro para llegar al perfecto renunciamiento a sí mismo.

«[...] En los comienzos del crecimiento de la vida divina, parecerá que todo va perfectamente: generosidad, cierta entrega de sí mismo a los demás, sacrificios reales, una vida de piedad sincera, todo eso podrá ilusionar durante algún tiempo. Pero con los años, cuando la edad de una fe más austera exija una entrega a Dios sin ningún tipo de compensación sensible, el ascenso se detendrá, como si no pudiera ser sobrepasada cierta altura máxima, a defecto de un impulso suficiente. El edificio corre el riesgo de quedar sin terminar, porque el constructor no habrá sido capaz de consentir los últimos desasimientos. Así es como tantas vidas sacerdotales y religiosas se interrumpen algún tiempo durante su ascenso, antes de caer en la mediocridad. ¿Quién no está tentado un día u otro de preservarse una posición cómoda, incompatible con la exigencia incansable de un amor que procede del infinito?» (L/II, 120 y 122).

Aprender a orar

No obstante la absoluta libertad del Espíritu de Dios para obrar en nuestros corazones por encima de nuestras disposiciones, es también cierto que, tal como Voillaume observa, la oración, normalmente, «tiene necesidad de ser educada» (RAPP, 769).

«No hay que creer que baste con dejar a un joven solo frente al Señor hacer lo que quiere, lo que puede, soñar o no soñar, dormir o no dormir, hacer esfuerzos de tipo intelectual o contentarse con buscar experimentar un vago sentimiento afectivo respecto de la presencia de Dios y, cuando no lo logra, caer en el desaliento. Es preciso clarificar un poco tales esfuerzos, con frecuencia generosos, pero mal orientados» (Ib.).

Porque el hábito «de la oración prolongada, en busca de contemplación natural y sobrenatural, don del Espíritu de Jesús, este hábito no se adquiere en un día. Hace falta una larga iniciación, suponiendo a la vez dirección personal y fidelidad perseverante» (HIST, 9,299).

—La oración como búsqueda y acogida

En el camino de la oración –sostiene Voillaume– hay, por una parte, «un aprendizaje de la búsqueda de Dios que lleva consigo unas actividades al alcance del hombre»; pero también, por el hecho de que el Señor viene a nuestro encuentro, «hay otro aprendizaje que realizar, que consiste en disponernos a recibir el don de Dios en el silencio de nuestras facultades de actuar» (ENTRET, 152). Coexisten, pues, en toda oración, una búsqueda activa y una acogida pasiva del don de Dios que, de una manera u otra, habrán de estar siempre presentes en ella.

Podemos comprobar, sin embargo, que no siempre se guardó la debida armonía entre estos dos elementos. De hecho, la sobrevaloración o el menosprecio de lo que el método significa en la oración, estuvo muchas veces en el origen de estos desequilibrios. Voillaume abordó en diferentes oportunidades esta cuestión, señalando al respecto las posturas inadecuadas, para luego conferirle a cada dimensión el lugar que le corresponde.

–El valor de los métodos

Por lo pronto, hay que evitar pensar –dirá Voillaume– que, para orar, «basta colocarse ante Dios, sin disponernos a ello corporal y espiritualmente» (RI, 81). El menosprecio de todo método para disponernos a la oración, supone, en este sentido, ignorar la colaboración que debe ofrecer el hombre a las iniciativas de Dios y al trabajo de la gracia.

«Existe una tendencia a desconfiar de cualquier disciplina, de cualquier ayuda exterior, bajo el pretexto de ser verdaderos, de seguir siendo uno mismo; esta susceptibilidad para defender la propia espontaneidad sobre la que se basa el valor esencial de la oración, impide comprender exactamente lo que es la verdadera libertad: este horror hacia lo artificial, hacia la forma exterior, hacia la rutina, nos lleva a rechazar instintivamente cualquier apoyo tradicional de la oración, cualquier método, cualquier medio de disciplinar la imaginación o el espíritu [...]. Tenemos sed de realismo, y a fuerza de desear evitar cualquier riesgo de quedarse en el camino, no queremos tomar ya ningún camino, y estamos expuestos a perdernos en un vacío prematuro, donde nos encontramos en la incapacidad de progresar; el vacío no es el desierto de lo absoluto, en donde ya no hay ningún camino, pues no llegamos a éste último sino después de haber seguido un largo sendero, estrecho y escarpado» (L/I, 173-174).

Los métodos no tienen otra finalidad que la de «ayudar a nuestra atención sensible y espiritual, para que se dirija a las cosas que son de Dios, dentro de una mirada de fe» (L/I, 206). Esto «variará mucho de una persona a otra: depende sin duda del temperamento, del estado físico, del género de ocupaciones, de la mayor o menor costumbre en el recogimiento para la oración, pero depende, sobre todo, de la manera en que acojamos el trabajo del Espíritu Santo en nuestro corazón» (L/I, 204).

También hay que tener en cuenta que, con el paso del tiempo, aquello que era más preciso y estructurado en los comienzos se irá simplificando, hasta transformarse en «un simple hábito interior de atención a la presencia divina» (L/I, 206).

De todas formas, «no podríamos dispensarnos, sin caer en la negligencia, de prever un método de oración adaptado a nuestro estado espiritual, con la reserva de modificarlo más adelante» (Ib.).

–La relatividad de los métodos

Recuerda, por otra parte, Voillaume, que «el método no tiene valor en sí mismo, sino sólo en virtud de la ayuda que nos ofrece. Es un instrumento, un medio que debemos abandonar lo antes posible, en el sentido de que, cuando se entabla diálogo con Dios, ya no es cuestión de método» (RI, 82).

Observa, asímismo, que cuanto más simple es el camino que conduce a la oración, mejor es, porque «se interpone menos entre la acción de Dios y nosotros. La sencillez de medios nos ayuda a reparar menos en nosotros mismos» (RI, 82-83). Persuadido de que «podemos y debemos aprender a recogernos, a hacer el silencio en nosotros mismos», reconoce Voillaume que

«la disciplina del budismo o del yoga puede servir para realizar la preparación al recogimiento del espíritu que en otros tiempos procuraban los llamados "métodos de oración", que eran también disciplinas del espíritu y de los sentidos» (L/IV, 95).

Sin embargo, observa que, para que ello sea así, es necesario que estos ejercicios sean

«reorientados y asumidos en su justo lugar de medios de preparación, dentro de la perspectiva cristiana de la contemplación. De otra manera, no serían más que actividades, provechosas ciertamente a nivel del equilibrio humano, pero que conducirían rápidamente a un callejón sin salida en el camino de la oración cristiana» (Ib.).

La diferencia fundamental entre una y otra perspectiva radica en que el atractivo principal de estos métodos orientales

«consiste en que producen unos resultados que se pueden comprobar, y hay seguridad, hasta cierto punto, de obtenerlos, si se persevera en el camino indicado. Estos resultados espirituales son conseguidos por nuestro esfuerzo, mientras que la oración cristiana no puede progresar más que gratuitamente y en una forma que está más allá de todo estado interior adquirido» (Ib.).

A lo cual Voillaume agrega que

«el camino cristiano de la contemplación pasa por la cruz, por la unión de amor con Cristo, y exige una última renuncia a sí mismo y a toda actividad del espíritu, de tal manera que el alma se hace toda disponibilidad para recibir un don de luz y de amor, que ella es absolutamente incapaz de procurarse con su propio esfuerzo» (L/IV, 94).

Por último, consideramos legítimo aplicar lo que en el siguiente texto Voillaume afirma respecto de los ejercicios de piedad, a la cuestión que venimos analizando (así lo hace, por lo demás, el mismo Voillaume en RI, 82). De este modo, podríamos comparar el papel que desempeñan los métodos en la oración, con

«el andamiaje y con las armaduras entre las que se fragua el cemento, imprescindibles para empezar a construir un edificio o para sostenerle, mientras el cemento no fraguó por completo.

«Evidentemente, se pueden presentar varios casos: si se retiran los andamios mientras la obra está en construcción, se interrumpe ésta y el trabajo queda sin terminar. Si parece que el trabajo está concluido y se retiran demasiado pronto ciertas armaduras o algunas partes del andamiaje, se corre el peligro de un derrumbamiento general o parcial del edificio. Por el contrario, una vez terminada la parte principal de la obra, es a menudo necesario, con objeto de continuar más fácilmente la construcción sin estorbos, desmontar definitivamente ciertas secciones más bajas del andamiaje. En fin, el edificio completo y sólidamente terminado no puede adquirir todo su valor ni recibir los últimos toques si no se retiran todos los andamios» (AUCM, 262).

—La preparación de la oración

En realidad, y estrictamente, no es la oración en cuanto tal aquello que podemos aprender. Se trata más bien del conocimiento de una serie de presupuestos, y de la adopción de un conjunto de actitudes que nos disponen interiormente al encuentro con el Señor. El P. Voillaume abordará esta cuestión en diversas oportunidades, pero será particularmente en su carta El camino de la oración donde considerará con mayor detenimiento la manera como hemos de prepararnos a la oración (cf. L/I, 161-226).

–a) El momento de la oración está preparado, por lo pronto, por la manera como hayamos acometido las demás actividades del día, porque «estando ligada a nuestra vida, la oración normalmente no puede ser mejor que nosotros mismos» (L/I, 185)*.

*[El subrayado es nuestro. Si añadimos entre corchetes «normalmente», es porque consideramos que la libertad del Espíritu puede dar lugar, en ocasiones, a experiencias de oración que no tienen equivalencia ni proporción con la situación general –especialmente en su dimensión moral– del cristiano ante Dios].

«Es un acto de nuestro ser cristiano, y son los mismos hábitos, las mismas virtudes, los que nos hacen obrar dentro de la soledad de la oración, o cuando estamos entregados a la vida corriente en medio de los hombres. Sólo el objeto y la dirección de nuestra acción son entonces diferentes» (Ib.).

«Estamos unidos a Jesús en la medida en que le amamos de verdad, y este lazo íntimo que nos une a El es el mismo cuando nuestro espíritu está enteramente comprometido en el acto de la oración, o cuando nos entregamos a cualquier actividad de trabajo o de relación» (L/I, 190).

Con todo, hablando a los Hermanitos y Hermanitas de Jesús, Voillaume hace, al respecto, una importante aclaración:

«Para vosotros, hermanos y hermanas, la preparación final a la oración consiste en la generosa autenticidad de vuestra vida religiosa. En todas las cosas tened hacia el Señor un amor verdadero, puro y libre de ilusiones. Pero, como nunca tendréis conciencia de llegar a tal perfección, os hace falta de todos modos entrar en el estado de alma del publicano, reconociendo vuestro estado de pecador, en total verdad, paz y humildad» (ENTRET, 146).

–b) Por otra parte, todo aquello que nutra nuestra fe y la ejercite, nos prepara para la oración. El P. Voillaume insiste al respecto, por considerar que

«nuestro error consiste a menudo en querer ejercer la caridad sin preocuparnos suficientemente de alimentar nuestra fe. [...] Tal vez es ésta nuestra mayor insuficiencia, y depende sólo de nosotros remediarla para aprender a orar mejor» (L/I, 172-173).

«No se improvisa una oración: está demasiado enlazada a nosotros mismos. [...] En el momento de la oración, nuestra fe se despertará con arreglo al grado de fuerza y de vida a que haya llegado en su crecimiento. Para dejar a la fe esa libertad de expresión dentro de un coloquio íntimo con Dios, es preciso que nuestros conocimientos de fe hayan sido alimentados suficientemente fuera de la oración. Nuestra fe puede marchitarse hasta el punto de no poder dar ya ningún fruto, por falta de alimentos. La fe es una realidad viva: se nutre con los conocimientos que Dios le propone y se fortalece por los actos que suscita dentro de la caridad» (L/I, 175-176).

«No basta con nutrir la fe, es preciso traducirla en actos. [...] Si no hemos ejercitado la fe durante el curso del día, ¿por qué extrañarnos entonces de encontrarla como anquilosada en el momento de la adoración?» (L/I, 184).

–c) Reparando luego en la preparación inmediata por la que nos disponemos a orar, Voillaume advierte que, en el instante mismo de la oración, todas nuestras capacidades de conocer y obrar han de estar «directamente vueltas hacia Jesús, y exclusivamente absortas en él» (L/I, 190).

«La autenticidad de nuestra oración dependerá de la manera en que hayamos sabido operar esa vuelta hacia Dios. [...] Esta transición es indispensable, y por falta de haberla hecho seriamente, la oración no es buena. El comienzo de la oración es su momento más importante. ¿No llega santo Tomás a afirmar que solamente está en nuestro poder empezar bien la oración, puesto que es muy difícil, si no imposible para el hombre, aun ayudado por la gracia, perseverar durante largo tiempo y prolongarla, sin estar perturbado por distracciones? Pero casi siempre está en nuestro poder, comenzar bien nuestra oración» (L/I, 190 y 192).

Afirma, pues, Voillaume, que podemos y debemos aprender a recogernos, a hacer el silencio en nuestro interior, y que «no hay que olvidar, en todo esto, la participación del cuerpo» (L/IV, 95).

«La postura [corporal] que adoptemos durante la oración debe expresar, a la vez, nuestra adoración hacia Dios, y hacernos más fácil el recogimiento interior. [...] No podemos decir que hicimos todo lo que nos es posible para orar bien, si no hicimos un esfuerzo para mantenernos correctamente. [...] Una actitud respetuosa del cuerpo es como una prenda entregada a Dios, de que estaremos interiormente atentos a su divina presencia» (L/I, 194-195).

De todas formas, puesto que –según Voillaume– «sólo el comienzo de la oración está verdaderamente en nuestro poder» (L/I, 199), debemos imponernos, si es preciso, de cuando en cuando, volver a empezar, para recuperar de este modo la disposición requerida para la oración.

«No olvidemos que la fe supone atención, y que ésta, por regla general, a menos de estar mantenida por fuertes impresiones llegadas del exterior, no podría fijarse mucho tiempo en el mismo objeto. Fijar la atención interior durante más de algunos minutos en un objeto invisible es cosa difícil. Debemos prever, por tanto, una recuperación frecuente de nuestra oración, por ejemplo, cada diez o quince minutos: no temamos volver a ponernos de rodillas, ni renovar el sentimiento de la presencia de Jesús en la Eucaristía, ni leer algunas líneas del Evangelio» (L/I, 207).

En cuanto a las distracciones que puedan sobrevenirnos, recuerda Voillaume que, si bien no existe ningún método que nos permita evitarlas totalmente en el momento de la oración, debemos adoptar, sin embargo, todos los medios juzgados útiles para conservar la atención imaginativa e intelectual fijada en Dios. Hecho, luego, todo lo que nos es posible, «lo esencial es esforzarse en conservar la paz» (L/I, 202).

«No hay que luchar siempre directamente contra las distracciones o los devaneos, lo que sería agotador y, además, ineficaz, sino que debemos esforzarnos simplemente por volver a llevar, sin perturbarse, la imaginación y la inteligencia hacia Dios, hacia Jesús.

«[...] Hace falta, además, combatir las causas. En efecto, las distracciones dependen de causas que son, lo más a menudo, anteriores a la oración: desvelos, preocupaciones por el trabajo, inquietudes, es toda nuestra vida diaria lo que nos vuelve a traer la memoria, y con tanta más facilidad cuanto que en el momento de la oración el campo de la conciencia se encuentra precisamente libre de cualquier otra actividad.

«[...] El mejor remedio para las distracciones consiste en ser fieles para preparar bien la oración: esfuerzo de desasimiento de las ocupaciones que acabamos de dejar, regreso a la calma interior y exterior, transición tan pura como sea posible entre la agitación producida por múltiples actividades y la inmovilidad de la oración. Es preciso purificar la memoria, aprendiendo a diferir para más adelante el examen de nuestras inquietudes y la solución de los problemas que nos preocupan» (L/I, 202-204).

Hay que tener en cuenta, por otra parte, que muchas veces la atención del espíritu y del corazón, a la espera del don de Dios, en la oración, «se sitúa más allá de las distracciones de la imaginación y la memoria: se sitúa a otro nivel» (ENTRET, 147-148).

«Las olas, dejando a un lado las tempestades más violentas, no afectan más que a la superficie del mar, mientras que un submarino, a cierta profundidad, se encuentra en una calma perpetua. Tampoco las perturbaciones atmosféricas afectan más que a las capas más bajas de la atmósfera. Después de haber hecho lo que es posible y normal para concentrarnos, eludiendo el vagabundeo de los pensamientos y la memoria imaginativa, tenemos que aprender a encontrar la paz y el silencio de Dios, más allá de esos movimientos de nuestro universo sensible, sin preocuparnos de someter a éste último a un silencio para el que no está hecho, ya que perderíamos el tiempo. Nada manifiesta más claramente cómo pertenecemos, ya aquí abajo, a dos universos. Este hábito de alcanzar la paz de Dios más allá de los movimientos y actividades de los sentidos y de los sentimientos, nos dispone a encontrar y mantener la unión con él, a lo largo incluso de nuestras actividades de trabajo y relación. En ese nivel encontraremos en Dios la fuente de esa paz prometida por Jesús, que nos invadirá totalmente, disponiéndonos a acoger mejor a los demás y a amarlos» (ENTRET, 216-217).

—d) Una vez hecho todo lo que sabemos y podemos para disponernos convenientemente a la oración, ya no nos queda sino «perseverar con confianza, con respeto hacia la oración, sin cansarnos de prepararla bien y comenzarla bien cada día, poniendo en ello cada vez nuestro corazón como si fuera el primer día, con la misma espera de la visita de Jesús y permaneciendo en paz, ciertos entonces de que dentro de esta oscuridad, y sea lo que sea lo que sintamos, Jesús está presente, contento de nosotros, y que nuestra oración es eficaz» (L/I, 199).

Insiste Voillaume en que no hemos de inquietarnos por el resultado obtenido, el cual, por lo demás, escapa a nuestra estimación:

«Sólo Dios conoce el valor de nuestra oración. Vale más no reflexionar acerca de nuestra oración misma, sino pensar, en cambio, en qué medida fuimos fieles para prepararla bien, y para traer a ella las disposiciones del corazón y la colaboración activa que eran convenientes. Si hicimos de este modo todo lo que nos es posible, entonces no nos queda sino perseverar sin desanimarnos jamás» (L/I, 208).

Jesús, el Camino de la oración

—Jesús, el Camino

Cuando Voillaume se pregunta por la posibilidad de entablar y mantener relaciones de intimidad con Dios, recuerda que sólo en Jesucristo podemos franquear la infinita distancia que nos separa de El (cf. Jn 14,6).

«No estará mal que recordemos aquí que Dios "habita en una luz inaccesible" (1 Tim 6, 16), y que no hay ninguna medida común entre el "mundo de Dios" y el "mundo creado": el cosmos, la humanidad. La historia de Israel nos muestra hasta qué punto había penetrado la conciencia religiosa del pueblo de la Antigua Alianza, la advertencia de Yahvé a Moisés en el Sinaí: "el hombre no puede verme y vivir" (Ex 33, 20). Dios es en sí mismo inaccesible al conocimiento humano; incluso lo que podemos conocer de él, y en primer término, su existencia, mediante el testimonio de sus obras, no es algo evidente para la inteligencia humana. [...] Abandonado a sus solas fuerzas, el hombre no tiene ante sus ojos ni puede alcanzar directamente más que la creación visible y material, único punto de partida posible para su conocimiento natural. No hablo ahora de lo que un hombre puede entrever en su corazón tocado por la gracia» (RI, 41).

No obstante su infinita trascendencia, por Jesucristo tenemos acceso al conocimiento de su misterio y a una relación de comunión e intimidad personal con Dios (cf. Col 1,15; Ef 1,18; 3,12).

«No estamos irremediablemente separados del "mundo de Dios", porque existe de hecho un tercer "mundo", el mundo de Jesucristo, que se relaciona con los otros dos: con el mundo inaccesible de Dios y con el de las creaturas» (RI, 41).

Jesucristo «es el Camino, el Camino de la oración, el Camino hacia el Padre, el único puente establecido sobre el abismo que separa el misterio insondable de Dios, de las búsquedas del hombre» (ENTRET, 141).

«Frente al mundo del Dios trascendente, incorpóreo, invisible, estamos un tanto desamparados, porque se escapa totalmente a nuestra experiencia humana. Mas cuando se trata de Jesús, que fue visto y oído en esta tierra nuestra, que tiene cuerpo y es hombre eternamente, ¿qué pretexto podríamos invocar para no esforzarnos por conocerlo y acercarnos a él?» (RI, 42).

Por otra parte, sabemos que Jesús no tiene ya con nosotros el contacto directo que tenía con sus apóstoles, cuando podían verlo y tocarlo. Sin embargo –nos recuerda Voillaume–, es preciso creer en su presencia, estando además ciertos de que, resucitado, él «sigue siendo accesible para nosotros»; es más, él «nos ve, [...] nos conoce, [...] está presente a nuestros pensamientos más íntimos; y esto, en cualquier momento de nuestra vida» (RI, 51).

«Jesús está vivo, lo sabemos, y nuestra fe en Jesús resucitado nos hace creer que está cerca de cada uno de nosotros. Si hay en él toda la inmensidad del Dios tres veces Santo, hay también toda la extremidad de la ternura humana y de la intimidad de la amistad más pura. Nosotros creemos firmemente en la coexistencia, en el corazón de Cristo, de estas dos realidades, iba a decir de estos dos infinitos, el infinito de la proximidad del amor, de la constante intimidad, el infinito del Dios Creador y fin de todas las cosas, el infinito de la soberana Verdad, de Aquel que es. Tenemos que descubrir de nuevo ese misterio, cada día de nuestra vida» (RV, 20).

Cabe evocar, asimismo, que en el prefacio del Journal de Raïssa –que Jacques Maritain publicara tras la muerte de su esposa–, Voillaume alude, al introducir un texto de aquélla, a la esencial vinculación de la contemplación cristiana respecto de la humanidad de Jesucristo:

«No resisto el deseo de citar otro texto [...], donde Raïssa expresa una verdad que tengo por esencial en lo que concierne a la contemplación cristiana: "Ciertos espirituales piensan que la más alta contemplación, estando librada de todas las imágenes de este mundo, es aquella que prescinde absolutamente de imágenes, inclusive de la de Jesús, y en la que no entra, en consecuencia, la Humanidad de Cristo. Hay aquí un profundo error, y el problema se desvanece desde el momento en que comprendemos con cuánta verdad y profundidad el Verbo ha asumido la naturaleza humana, hasta tal punto que todo aquello que pertenece a esta naturaleza, sufrimiento, piedad, compasión, esperanza..., todas estas cosas se convierten, por así decirlo, en atributos divinos. Cuando los contemplamos, son, pues, atributos de Dios; es Dios mismo quien es contemplado... " (Textos breves, 1958 ó 1959)» (R. Voillaume, Prefacio a Journal de Raïssa, publicado por J. Maritain, París 1963, XIX).

Hablándole a los Hermanitos de Jesús sobre la manera como debían hacer la oración, Voillaume afirma:

«Nuestra mirada se dirigirá con preferencia hacia Jesús, a partir de la presencia eucarística y de la meditación del Evangelio» (L/I, 206).

Por encima de los destinatarios inmediatos de esta afirmación, expresa aquí Voillaume, en muy pocas palabras, el lugar que a su juicio ocupan, en relación a la oración cristiana, la palabra de Dios y el misterio eucarístico.

—A Jesús, por las Escrituras

Sostiene Voillaume que el medio más apto para prepararse a la oración, está en la meditación de la Sagrada Escritura (cf. RI, 83). Y observa, por otra parte, que, al exigir las generaciones actuales formas más sobrias y despojadas, los métodos tradicionales se muestran muchas veces ineficaces, mientras que los métodos más sencillos son mejor recibidos. Y «el más sencillo consiste en ir derecho a lo esencial, tomando simplemente la meditación de las palabras del Señor en el Evangelio como método de oración» (RV, 81).

«Es en la meditación de los hechos de Jesús, de las palabras de Jesús, es en la contemplación de su corazón, esforzándonos en comprenderle más y más profundamente, donde podremos encontrar el camino hacia el conocimiento de Dios» (RV, 28).

«La oración cristiana es una germinación de la palabra de Dios, de la que es, en cierta forma, la fructificación en nuestro entendimiento iluminado por la fe y en nuestro corazón, con vistas a introducirnos más adelante en el misterio mismo de Dios, a la oscura luz de un amor creciente» (ENTRET, 136).

—A Jesús, en la Eucaristía

Antes de ocuparnos del lugar que el P. Voillaume confiere a la Eucaristía en el camino de la oración mental o personal, es preciso aludir a la relación que, a su juicio, existe, entre ésta última y la oración litúrgica en general. Advierte, por lo pronto, sobre la necesidad de no oponerlas, y de entender adecuadamente el mutuo influjo que tiene lugar entre ambas.

«Nunca debemos oponerlas. Una y otra forman parte del destino cristiano; una y otra son necesarias a la Iglesia. Lejos de oponerlas, hay que armonizarlas, porque la liturgia sería un acto formal si los cristianos que participan en ella perdieran su contacto personal e íntimo con Cristo. La liturgia perdería igualmente su finalidad, si no tuviera por objeto, en definitiva, llevar a las almas a la contemplación eterna de Dios. [...] La liturgia debe ser la fuente –y lo es sin duda para las almas interiores– de la oración y la contemplación personales» (RI, 71).

De este modo, para un desarrollo apropiado de la vida cristiana, será preciso no descuidar ninguna de estas dos dimensiones.

«Los que se contentan fácilmente con una participación exterior en la acción litúrgica, deberán aprender a profundizar su oración en el silencio; y los que tienen un concepto demasiado individual de la oración, harían bien aprendiendo el valor de una plegaria que es también comunión fraterna, de acuerdo con esta palabra del Señor: «Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20)» (OVF, 119-120).

En cuanto a la significación de la Eucaristía para la oración personal del cristiano, Voillaume encuentra que, en el último siglo, aquélla ha sido

«objeto de una piedad individualista, hasta el punto que la comunión parecía como sentimentalmente separada del sacrificio, y que la bendición del Santísimo Sacramento era anterior a la misa. Ahora se vuelve a una concepción más justa del misterio eucarístico como sacrificio, pero con una tendencia a rechazar cualquier otra forma de veneración de esta divina presencia» (RV, 100).

Por eso, añadirá más adelante Voillaume que, en lo que se refiere a nuestra oración personal,

«la presencia de la Eucaristía en el tabernáculo es, para las pobres gentes que somos, un hito para nuestra fe en Jesús y nuestro amor por él. Es como el claustro de los cristianos viviendo en el mundo, su lugar de encuentro con el Señor. ¿A dónde podríamos ir para encontrar una señal de la presencia de Dios, una señal que nos incite a ponernos a orar, que nos sea una ayuda para alcanzar la presencia de Dios, en un mundo que lleva cada vez menos las señales de esta presencia? Esa señal de las Santas Especies provoca nuestra fe, puesto que nuestros ojos no ven nada, y es, al mismo tiempo, como el punto de partida de nuestra oración» (RV, 101-102).

Observa, pues, Voillaume, que Jesús, al instituir la Eucaristía, no tenía sólo en vista perpetuar su sacrificio y darse como alimento de vida a los hombres, sino también «procurar a la debilidad de nuestra fe la continuidad de una presencia vinculada al signo concreto de las especies eucarísticas» (RI, 22).

«Siendo centro de la vida litúrgica, ¿no es también, la eucaristía, en el silencio de una adoración más íntima, alimento de nuestra contemplación del Señor?» (RI, 22-23).

«Es verdad que debemos habituarnos a orar en todo lugar y en cualesquiera circunstancias; pero hay que convencerse que para una oración prolongada, precisamos un ambiente que invite a la oración. Es el momento de recordar hasta qué punto la presencia de la sagrada eucaristía es importante para introducirnos en un recogimiento de unión a Cristo. Se trata de un hecho experimental, universalmente comprobado. Por lo demás, para darse cuenta de ello basta observar la frialdad y vaciedad que advertimos en el ambiente de ciertas iglesias o templos privados de la presencia sacramental. Un ambiente así es poco propicio para la oración, por faltarle un signo concreto y localizado de la presencia de Dios. Necesitamos de este signo porque somos hombres; y en este punto Cristo se mostró mejor psicólogo y más comprensivo de las verdaderas necesidades del hombre que ciertos teólogos que pretenden negar la necesidad y la oportunidad de esa presencia sacramental» (RI, 85-86).

La oración en la vida

—Vida y oración: en busca de unidad

Podemos comprobar con demasiada frecuencia –señala Voillaume–, la dificultad que existe para alcanzar una verdadera unidad de vida, en la que se integren armoniosamente la oración y las ocupaciones cotidianas del cristiano.

Hemos de procurar, no obstante, que nuestra oración tienda a convertirse «en una actitud espiritual que se prolonga en la acción» (OVF, 138). Aunque, para ello, no hemos de perder de vista que el único lazo que puede, en este sentido, establecer la unidad en nosotros, «y muy especialmente entre la oración y la acción, es el amor» (AUCM, 244).

«Es ahí, en la zona de vuestra alma en la que se anudan los lazos de esta amistad única con Jesús, donde brotará la fuente de amor que se verterá de vuestro corazón sobre todos los hombres. [...] Desead este amor con toda vuestra alma, que este deseo permanezca en el fondo de vosotros mismos como una oración continua, como disposición delante de Jesús, que os enseñará poco a poco a tener dentro de vosotros sus propios sentimientos. Será menester colaborar generosamente con El a fin de establecer estas disposiciones en vuestra alma» (AUCM, 396).

—La oración continua

La oración continua «es unos de los frutos de la oración prolongada, que habitúa progresivamente al alma a la continua presencia de Dios» (RI, 88). Pero es necesario entender adecuadamente lo que esto significa. Porque

«no se trata de hacer esfuerzos desordenados para pensar de continuo en Dios, sino que se trata de un estado tranquilo que permite, dentro de la acción, sentirnos espontáneamente inclinados a un comportamiento en consonancia con el evangelio. Es una especie de presencia de la caridad, con todas las actitudes espirituales beatificadas por Cristo en el sermón de la montaña. La imagen de Cristo se halla suficientemente grabada en nosotros para hacernos obrar constantemente de una manera conforme a su espíritu» (RI, 88-89).

Esta «especie de vela del corazón, que es un estado real de contemplación» (L/I, 214), no es, pues, fruto de un esfuerzo por fijar simultáneamente la atención en Dios y en nuestra actividad exterior.

Tal esfuerzo, por lo demás, no lograría su objetivo sino por breves instantes; «ni siquiera debemos perseguirlo como un ideal, bajo pena de terminar en una tensión nerviosa o en el desaliento. Sólo Dios puede depositar en nosotros el hábito de una oscura mirada contemplativa, que es una verdadera atención del alma a Dios, pero sin actividad de nuestra parte, dejándonos, pues, entera libertad para obrar» (Ib.).

En este estado, añade Voillaume, cuando se interrumpe la acción para hacer oración, se tiene como la certidumbre de no haber apartado jamás la mirada de Dios. Todo sucede como si se retirara simplemente un velo que impedía, a un estado ya existente en lo profundo, subir a la clara conciencia para hacerse explícito. En ese momento, pues, «tomamos conciencia de ello, pero la realidad estaba ya allí» (RAPP, 772). «Es de ahí de donde proceden esa seguridad, esa libertad, y esa paz que experimentamos de pertenecer a Dios, sea lo que fuere lo que nos pida hacer» (L/I, 214).

Sostiene, por otra parte, Voillaume, que quienes son introducidos en este estado, al percibir con mayor claridad y delicadeza los llamados de la caridad, poseen una mayor libertad en relación a los momentos consagrados exclusivamente a Dios, para responder a aquéllos con entera disponibilidad (cf. RAPP, 772).

Advierte, sin embargo, que no se alcanza un tal estado de libertad sino bajo la acción del Espíritu Santo. Dos señales –afirma– ponen en evidencia si realmente se halla el alma en tal situación: 1º) Porque «tiene un deseo constante de oración, deseo eficaz que la impulsa a ponerse en oración cuantas veces le es posible»; 1º) Porque aun en el marco de una vida agitada, «se sumerge en la presencia de Dios apenas iniciada la oración, como si nunca hubiera dejado esta presencia» (RI, 88).

Quien se encuentre en esta situación, por tanto, no sentirá ya quizás los momentos de oración «como medios para obtener aquello que ya posee, pero continuará deseándolos como una necesidad imperiosa y gratuita del amor» (RAPP, 772).

En este sentido, recuerda Voillaume, es significativo el ejemplo del mismo Jesucristo:

«Nuestro Señor no tenía absolutamente ninguna necesidad de retirarse al desierto para contemplar a su Padre y, sin embargo, lo hacía con frecuencia y extensamente. ¡Seríamos muy presuntuosos si, profundamente unidos al Señor, pensáramos no tener ya necesidad del desierto! Por otra parte, es imposible, ya que cuanto más auténticamente unidos estamos al Señor, tanto más deseamos estar a solas con él. Un alma que se halla en este estado no puede sino desear la soledad con Dios, y si no ocurre así, no será entonces por auténticos motivos de caridad; como el Señor, que iba por la noche al desierto, mientras se dejaba apresar por los hombres durante toda la jornada. Huía de la muchedumbre, pero solamente en la noche [...]. Es preciso, pues, resistirse a esa tendencia reciente que consiste en creer que la oración difusa dispensa de toda otra oración» (RAPP, 772-773).

Sostiene Voillaume que, en ocasiones,

se «habla de oración difusa cuando no se trata más que de acción por amor» (RV, 74).

—La necesidad de un ritmo de alternancia

La contemplación puede, conducirnos a esa unidad de vida a la que tantas almas aspiran en nuestros días. Sin embargo,

«siendo realistas y sin forjarnos ilusiones quiméricas, reconozcamos humildemente que todo lo más que podemos hacer consiste en tender hacia esa unidad; debemos saber en qué sentido movernos, pero a sabiendas de que no todos llegarán a esa unidad aquí abajo. Se trata como de dos líneas casi verticales, aunque inclinadas una respecto de la otra: cuanto más pequeño es el ángulo de inclinación, antes se encontrarán. Lo esencial es que hagamos todo lo posible para que ambas líneas se acerquen entre sí. Entonces dependerá del Señor y de su voluntad el que se encuentren ya aquí abajo, o en el más allá, cuando él nos llame hacia sí en la hora que ignoramos» (RI, 57).

En esa tendencia hacia la unidad, hay quienes, engañados, pueden llegar a soñar con «una unidad psicológica en el plano de la vida cotidiana, en el sentido que querrían tener el sentimiento de la unidad de sus vidas» (RAPP, 765, 765; el primer subrayado es nuestro; el segundo es del autor). Y si bien es cierto que, como ya vimos, el Espíritu Santo puede realizar en nosotros una unificación de orden superior que redunde en una cierta unidad psicológica, es preciso, sin embargo, aceptar la necesidad de alternar los momentos de soledad y reflexión con los consagrados a actuar exteriormente. Este ritmo de alternancia es, por lo demás, necesario para todos, incluso –según también ya vimos– para aquellos que con la ayuda del Espíritu hubieran alcanzado ese estado de unificación interior y esa libertad del alma a los que nos hemos referido.

«Esta alternancia es como una ley del hombre, una manera de actuar plenamente conforme a su naturaleza. No es preciso entonces querer resolver esta necesidad de unidad en el plano psicológico. Se trata para cada uno de establecer en su vida, entre esta exigencia vital de acción y de contemplación, un equilibrio conforme a su vocación, a su deber de estado y conforme, igualmente, a su vocación espiritual, así como a la acción del Espíritu Santo» (RV, 92).

3. La oración de las pobres gentes

En numerosas oportunidades Voillaume afirmó que los Hermanitos de Jesús estaban llamados a vivir la perfección evangélica de su vida religiosa «dentro de las condiciones de vida en las que los demás tienen que vivir su vida cristiana» (AUCM, 39). Por lo cual, a su juicio,

«una de las consecuencias de la vida religiosa de los Hermanitos es justamente demostrar, realizándola, la posibilidad de llevar a cabo una auténtica oración contemplativa, en las mismas condiciones de vida que los trabajadores manuales asalariados, que son los que sufren con más rigor las consecuencias del progreso de la civilización técnica» (L/I, 314-315).

A lo cual, asímismo, añade:

«Nuestra oración es de la naturaleza de la que Jesús pide a todos los hombres, a todos los pobres pecadores, y a la cual debemos aspirar con toda nuestra fe; Jesús no puede burlarse de las pobres gentes, y si exige algo de nosotros, es porque, con su ayuda, es posible» (AUCM, 101).

Por eso reviste particular importancia la aportación que la experiencia de vida de las Fraternidades puede realizar a los hombres de nuestro tiempo (cf. J. y R. Maritain, Liturgie et contemplation, Brujas 1959, 78).

Así, pasados algunos años desde la inserción de las Fraternidades en el mundo obrero, el P. Voillaume consideraba que era posible sacar algunas conclusiones sobre los caminos que puede tomar Dios para llevar, en tales condiciones de vida, un alma a la oración. Se preguntaba entonces:

«¿Es posible a la mayoría de los hombres que son pobres, que están condenados al trabajo cotidiano, les es posible ser fieles al precepto del Señor sobre la oración; pueden estar unidos a Dios, pueden rezar? Por esta razón, la experiencia de las Fraternidades y la respuesta que podamos dar a esta pregunta interesa a todo el mundo» (PV, 4. cf. AUCM, 87, 4. cf. AUCM, 87. Por encima de lo que es común, habrá que tener siempre presente, empero, que la vida de los Hermanitos responde a una forma de vida religiosa con identidad y exigencias peculiares).

Podría objetarse a esto que, en el fondo, no es la primera vez que los maestros espirituales dicen a los laicos que es posible hacer oración en la vida seglar. Ya san Francisco de Sales –reconoce Voillaume–, con su Introducción a la vida devota, enseñaba la práctica de la oración en la vida laical. A lo que habría que añadir –dirá– todo un movimiento de piedad que dio origen a familias en las que había un verdadero esfuerzo de oración; familias de las que nacieron santos. Tal es el caso, añade, de santa Teresa del Niño Jesús (cf. FRA-SEC, IV-Nazareth, 4). Sin embargo, hay algo que observar:

«Todo esto es fruto de una santidad que se ha presentado a los laicos, pero es preciso notar que se arreglaba la vida laical de tal suerte que pudiera acomodarse a ciertas condiciones de la vida de oración; y es por esta razón, si lo pensamos bien, que prácticamente no es sino en los medios acomodados y burgueses donde se desarrolló este esfuerzo de vida de oración; y ¿creéis vosotros que entre los pobres, entre los trabajadores se haya pensado que existían las condiciones de desarrollo de una vida [de oración] contemplativa?

«Lo que en el fondo hay aquí de nuevo, es esto: tomar la vida humana tal como es y decirse: este destino humano con la ley del trabajo –no ya el caso de personas que tienen espacios de ocio donde pueden introducir largos tiempos de oración silenciosa y apacible, y mucha lectura–, yo me refiero al destino del hombre sometido a la dura ley del trabajo, con todas las consecuencias de su destino [...] en pleno mundo, en el sentido más completo del término; la vida de trabajo de cada hombre, como Jesús en Nazaret, esta vida de trabajo va a ser materia de una auténtica perfección, y se va a infundir en ella un germen de vida [de oración] contemplativa» (Ib. Lo que hemos añadido al texto, entre corchetes, busca reflejar mejor el sentido original que en la fuente tenía –tal como lo sugiere el contexto– la expresión vida contemplativa).

La situación de los pobres

Podemos comprobar, observará Voillaume, las dificultades que suelen encontrar las almas que buscan orar en medio de una vida de trabajo, de miseria y de fatiga. Por lo pronto, se padece el agotamiento con todas sus consecuencias: «Cuando se quiere ir a rezar al atardecer de una jornada de trabajo, uno encuentra que tiene el espíritu vacío» (PV, 7). A esto se suma el hecho de hallarse sumergido, normalmente, en medio de preocupaciones, sufrimientos, y en contacto con el pecado. Agreguemos a ello el ser preso habitualmente de un ritmo enervante, característico de la vida moderna. Y si tenemos en cuenta que, a menudo, el tiempo disponible es devorado por los demás, podemos preguntarnos en qué medida existe, en medio de todo esto, un camino para la oración.

«¿Es posible llegar a la oración profunda o, en otros términos, somos capaces de llegar a ser perfectos en esas condiciones? Yo me animaría a decir, a priori, que es preciso, sin dudar, responder que sí. No podemos pensar que Dios condene a la masa de los pobres, aquellos a los que ha preferido, a no unirse a él en el acto de amor de la oración, en el deseo de encontrarle» (Ib.).

Pero esto supone, añade Voillaume, que se le enseñe a estos hombres «a servirse del camino que les es, a la vez, impuesto y ofrecido» (Ib.), pues con demasiada frecuencia se los desalienta, al imponerles unas condiciones para hacer oración que son irrealizables dentro de su vida.

«Sí, es necesario decir que Dios puede tomar otros caminos para conducir un alma a la oración, y que hace falta que los conozcamos para poder ir al encuentro de su acción» (Ib.).

El camino de los pobres

—a) Es preciso, por lo pronto, señala Voillaume, haberse determinado a orar, con la confianza de saber que el Señor está al término del camino. Será, luego, necesario, «avanzar derecho por el oscuro camino de la fe al encuentro del trabajo de Dios», por encima de toda imagen, en medio de la noche (PV, 8).

Pero para llegar a ello, será preciso que el alma sea trabajada. En el claustro, el trabajo por el cual Dios va despojando el alma incluye diversas formas de oración que han de ser sobrepasadas. El pobre no puede tomar esta senda; él debe introducirse de inmediato en la fe, ofreciendo su alma desnuda a la acción del Espíritu Santo. Esto supondrá un gran coraje.

El pobre «se mantendrá en la fe, si tiene la paciencia de esperar la acción de Dios [...]. La oración necesita mucho coraje, nunca insistiremos demasiado en ello. Cansancio, sufrimiento, contacto con el pecado, todo lo que se encuentra en la vida del pobre, todo esto puede servir, si quiere, para desapegarse, para profundizar el desprendimiento interior; y cuando le sea preciso realizar el esfuerzo necesario para mantenerse delante de Dios en ese estado, este esfuerzo producirá en él un despojamiento del que Dios se servirá como de una última preparación para la unión sin nombre» (PV, 8-9).

Recuerda Voillaume que es raro, incluso en el claustro, que el trabajo secreto de Dios no se sirva de agentes exteriores para realizar su obra de purificación. De esto hay pruebas en la vida de los santos. Pone el caso de santa Teresa, para cuya purificación y desasimiento, Dios se sirvió de sus hermanas en religión y de cantidad de acontecimientos de la vida del convento (cf. PV, 9).

«¿Acaso la vida del pobre no está llena de cosas que tienen lugar para desapego de su alma? Hace falta saber meterse a veces en esas condiciones de existencia, y decirse que ofreciéndose de esta manera a esa dureza, a esa oscuridad, se va al encuentro de un trabajo de Dios, que podrá entonces servirse de esta pobreza de medios, para el despojamiento interior y para conducir el alma a la unión. Si la pobreza esencial, es decir, el despojamiento interior, es verdaderamente un valor evangélico, si es un valor eminente que nos predispone para recibir a Dios; si eso es cierto, es preciso decir que la vida de las pobres gentes no debe poner al hombre en una situación desfavorable para la unión con Dios» (Ib.).

Sin embargo, aclara Voillaume, hay ciertos límites en lo que se refiere a la dureza de la vida, las preocupaciones y el cansancio, que no podrían ser sobrepasados sin hacer al hombre incapaz de vivir para Dios. Cierto tipo de trabajos y un cierto grado de miseria son de tal modo inhumanos que pueden impedir al alma vivir cristianamente y llegar a hacer oración (cf. ibid.).

Se comprende que sea difícil creer en semejante destino [de alcanzar, aquí abajo, una verdadera intimidad con Dios], cuando se ve a tantos hombres en la tierra que, por la miseria a la que están sujetos y por las condiciones en que viven, no son capaces de cumplir siquiera la ley moral fundamental; y, con mayor razón, gran número de hombres no reúnen el mínimo de condiciones requeridas para entregarse a la oración contemplativa. Esta situación es algo que puede escandalizarnos. La salvación del hombre y el crecimiento de su caridad son un secreto; hay almas que parecen llamadas a alcanzar toda la plenitud de su caridad aquí abajo, mientras que otras no serán capaces de alcanzarla sino al entrar en el más allá de la vida presente» (RI, 46).

—b) Hay un segundo factor, sostiene Voillaume, que será necesario tenga lugar en la vida de los pobres para hacer posible esta vida de oración. Se trata de establecer un ritmo al menos semanal de alternancia con tiempos de desierto (cf. RI, 10). Es preciso comprender las razones por las que este ritmo es necesario:

«La utilización de la vida dura y atropellada como un medio para encaminarse a la unión con Dios trae aparejados sus riesgos. El silencio exterior impuesto al monje no tiene valor más que cuando produce, cuando subraya el silencio interior, que no es otra cosa que el desapego, la paz del alma, la disponibilidad a la acción divina. Si queremos alcanzar esta disponibilidad por los medios a que da lugar una vida de trabajador, hace falta que dispongamos de un control para saber si no estamos dominados por un engranaje material: el ritmo de silencio semanal nos permitirá este control y un volver a poner la mirada sobre nosotros mismos, pues es bueno mirarse a sí mismo de cuando en cuando. Y luego, permitirá, en lo referente a la oración, la reflexión sobre las realidades alcanzadas por la fe, para profundizarlas» (RI, 11).

Hay que evitar pensar, como algunos lo hacen –advierte Voillaume–, que estos retiros son comparables a un depósito que uno llena y se vacía luego durante la semana. Como imagen es falsa, pues equivaldría a decir que el alma no vive plenamente sino en esos momentos de silencio y de desierto, mientras que su vida normal representa un descenso (cf. PV, 11).

«La verdadera imagen es la del cuerpo viviente, que está sometido a un ritmo de reposo y ejercicio. Sabemos muy bien que un hombre que descansa todo el tiempo se debilita; sabemos también que aquél que se entrega sin ningún miramiento a los deportes o a un ejercicio violento se agota, si no sabe tomarse períodos de descanso. Si el ejercicio y el descanso son armoniosamente organizados, el ser viviente se desarrolla tanto en lo uno como en lo otro.

«Un alma que se entrega a la voluntad de Dios sobre ella, ofreciéndose en su estado de trabajo, de pobreza, de cansancio, de estorbo de su vida por parte de los demás, no debe atemorizarse, inclusive si el ritmo cotidiano de su oración no siempre es respetado, porque si sabe ella utilizar todas estas cosas, se abre camino hacia Dios y su vida de unión con Dios no disminuye. Por el contrario, puede encontrar en ello una verdadera preparación a la oración, si no a la meditación» (PV, 11-12).

Por último, insiste una vez más Voillaume en que «para aprender a orar es preciso, sencillamente, orar, orar mucho y saber volver a comenzar a orar indefinidamente, sin cansarse», aunque no percibamos ningún resultado aparente (AUCM, 125). Porque –añade– si Jesús insistió tanto acerca de la perseverancia, fue evidentemente porque sabía que nos sería muy difícil (cf. ibid.).

«La única dificultad de la oración es, realmente, la falta de perseverancia. En el fondo, no hay otras dificultades verdaderas. Hace falta tener el coraje de ponerse en oración, aun cuando parece que ella no ha de proporcionarnos nada; es suficiente, para encontrar a Dios, ofrecerse en la desnudez de la fe. Es preciso ir a ella con desapego, con coraje; yo creo que allí está el camino de aquellos que no pueden encontrar a Dios de otra manera» (PV, 12).

«La oración es una ruda tarea; hace falta decidirnos a ir hasta el extremo, a mantenernos hasta el fin: si no tenemos coraje, es inútil. Pero no digamos que no tenemos en nuestra vida las condiciones necesarias para orar» (PV, 15).

Conclusión

Según hemos podido ver, el P. Voillaume sostiene que la contemplación pertenece a la perfección de la vida cristiana a la cual todo bautizado ha sido llamado.

La experiencia de las Fraternidades, al llevar a cabo su vida de oración en condiciones similares a las que posee la mayor parte de los hombres pobres en su existencia cotidiana, ayuda a poner de manifiesto la posibilidad que aun las pobres gentes tienen de desarrollar esta dimensión contemplativa de la vida cristiana. Y no sólo ofrecen un testimonio respecto de su posibilidad, sino también sobre los caminos que han de recorrer quienes viviendo en tal situación quieran ir al encuentro del Señor con sed de contemplación. En las enseñanzas del Padre Voillaume, que iluminaron esta experiencia de oración de las Fraternidades mientras se iba desarrollando, se van reflejando, al mismo tiempo, sus frutos.

Por otra parte, las directrices que sobre la práctica de la oración fue formulando Voillaume para laicos y religiosos diversos se articulan –junto con lo dicho a las Fraternidades–, conformando una enseñanza de particular claridad y equilibrio. Era, pues, nuestra intención ponerlo de manifiesto, reuniendo en este capítulo lo que fue exponiendo a lo largo de los años sobre el camino de oración.

Conclusión

Las enseñanzas del P. Voillaume en torno a la oración que, en el marco de su historia personal y la de las Fraternidades, he procurado presentar a lo largo de este libro, poseen, a mi entender, particular valor y significación para la vida espiritual de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. En el actual contexto de renovada inquietud espiritual e interés por la oración, se hace particularmente necesario un marco orientador que descanse sobre la rica tradición espiritual del cristianismo. Esto ayudará a liberar a esta búsqueda de variados «espejismos» que ofrecen al hombre posmoderno experiencias diversas de índole narcisista, que no favorecen su maduración en el amor –lugar y señal por excelencia de la madurez espiritual–.

Las enseñanzas de Voillaume, dada la contemporaneidad de su lenguaje y preocupaciones con la mentalidad de nuestra época, aparecen, en este sentido, como apropiadas y oportunas, por presentar lo mejor de la doctrina tradicional sobre el camino de la oración, aplicada a las condiciones concretas y, a menudo aparentemente adversas, en las que debe abordar esta búsqueda el hombre de hoy.

Es preciso reparar, además, en la aportación que representa, para el mundo actual, el testimonio dado por las Fraternidades en relación a la posibilidad y a los caminos para disponerse a una oración contemplativa en las condiciones de vida de los pobres (cf. E. López, ¿Es posible la contemplación hoy? Cuáles han de ser los caminos para llegar a la contemplación sobrenatural, en Contemplación. Primer Congreso Nacional de Vida Contemplativa, Madrid 1973, 84-85.).

Es conveniente destacar, asimismo, la originalidad que entraña, para la vida de la comunidad eclesial, la vida contemplativa de las Fraternidades. Pues constituye, según Hans Urs von Balthasar, una de esas «formas que, aunque arraigadas profundamente en la tradición y en la esencia supratemporal de la Iglesia, son vividas como una acuñación nueva, siendo de este modo, encargo auténtico del Espíritu» (Ensayos Teológicos, 1, Madrid 1964, 284).

Tal como hemos visto, ha sido René Voillaume quien formulara, mientras la fisonomía propia de las Fraternidades se iba configurando, las principales líneas que constituyen su espiritualidad. Y cabe señalar, por último, la contribución que significó en más de un aspecto la experiencia de las Fraternidades para la renovación de la vida consagrada en la segunda mitad del siglo XX (cf. Th. Matura, Quelle vie religieuse pour demain?, «Vie consacrée» 52, 1980, 241-242).

Por todo ello consideramos que puede ser de particular valor el acceso al testimonio de estos discípulos del Padre de Foucauld, así como a las enseñanzas que René Voillaume fue formulando para los Hermanitos y para todo aquel que busque en su camino el encuentro contemplativo con el Señor.