Cambiar al mundo

Llegó una vez un profeta a una ciudad y comenzó a gritar, en su plaza mayor, que era necesario un cambio de la marcha del país. El profeta gritaba y gritaba y una multitud considerable acudió a escuchar sus voces, aunque más por curiosidad que por interés. Y el profeta ponía toda su alma en sus voces, exigiendo el cambio de las costumbres.

Pero, según pasaban los días, eran menos cada vez los curiosos que rodeaban al profeta y ni una sola persona parecía dispuesta a cambiar de vida. Pero el profeta no se desalentaba y seguía gritando. Hasta que un día ya nadie se. detuvo a escuchar sus voces. Mas el profeta seguía gritando en la soledad de la gran plaza.

Y pasaban los días. Y el profeta seguía gritando. Y nadie le escuchaba. Al fin, alguien se acercó y le preguntó: «¿Por qué sigues gritando? ¿No ves que nadie está dispuesto a cambiar?» «Sigo gritando -dijo el profeta- porque si me callara, ellos me habrían cambiado a mi.»

La moraleja de esta fabulilla me parece bastante simple y muy necesaria. No se debe trabajar porque esperemos que se va a conseguir un fruto, sino ante todo porque es nuestro deber, porque creemos en lo que estamos diciendo.

Como es lógico, todo el que proclama una idea lo hace para que esa idea penetre en sus oyentes; pero el que se desanima porque sus pensamientos no son oídos o seguidos, es que no tiene suficiente fe en lo que piensa y en lo que hace. La utilidad, el puro fruto, no puede ser el único baremo de nuestras acciones. Y, sobre todo, si esos frutos se esperan de inmediato, se está uno ya preparando al desaliento.

Cambiar el mundo, por lo demás, es cosa muy difícil. Casi imposible, y en todo caso, el sembrador no suele llegar a ver el fruto de su siembra, porque en el mundo son rápidos los cambios de las modas, de todo lo accidental, mientras que los corazones cambian con freno y a veces con marchas atrás y adelante.

Esto lo puede entender cualquiera que contemple con ojos agudos qué lentamente cambia su corazón, cuánto nos cuesta a todos evolucionar, qué despacio nos crece dentro la madurez y la paz del alma.

Pero todo esto no encadena ni al verdadero profeta ni al auténtico trabajador. Porque no se es ni auténtico ni verdadero si no se tiene terquedad y paciencia.

Pero tal vez lo que quiero expresar quede más claro si añado una segunda fábula, tomada esta de un viejo libro de narraciones árabes.

Cuentan que el viejo sufí Bayacid decía a sus discípulos: «Cuando yo era joven, era revolucionario, y mi oración consistía en decirle a Dios: "Dame fuerzas para cambiar el mundo." Pero más tarde, a medida que me fui haciendo adulto, me di cuenta de que no había cambiado ni una sola alma. Entonces mi oración empezó a ser: " Señor, dame la gracia de transformar a los que estén en contacto conmigo, aunque sólo sea a mi familia." Y, ahora, que soy viejo, empiezo a entender lo estúpido que he sido. Y mi única oración es ésta: "Señor, dame la gracia de cambiarme a mi mismo." Y pienso que si yo hubiera orado así desde el principio, no habría malgastado mi vida.»

Esta segunda fábula no necesita, me parece, comentario. Tal vez, reafirmación. Porque este mundo está lleno de reformadores que no han empezado siquiera a reformarse a si mismos. ¿Cómo ser pacifista si no se respira paz? ¿Cómo hablar de la libertad si no se es espiritualmente libre? ¿Cómo predicar el amor si no se ama? ¿Qué sentido tiene exigir la justicia con palabras agresivas e injustas? ¿Cómo esperar respeto de los hijos si no se les respeta? ¿Cómo exigir a los padres cuando no se es exigente consigo mismo?

Yo me temo que muchas de nuestras peticiones de cambio del mundo no sean sino una coartada para esquivar nuestro fracaso a la hora de cambiarnos a nosotros mismos y que un alta porcentaje de las acusaciones de inhonestidad que hacemos a los demás no sean otra cosa que un autoengaño para no mirarnos en el espejo de nuestra propia deshonestidad.

                            José Luis Martín Descalzo