Cuaresma. Recomienzo

 

"Preparación y purificación del espíritu"

Miércoles de Ceniza

"El tiempo del desierto puede transformarse en ocasión de gracia"

Pedro Langa, 01 de marzo de 2017 a las 09:17

(Pedro Langa).- Con la sugestiva ceremonia de la imposición de la Ceniza comienza en la Iglesia la Cuaresma, tiempo de institución apostólica, cuyos días están especialmente consagrados a los misterios de la redención.

Preceden ellos a la fiesta pascual. Días, por otra parte, en que se nos exige con más urgencia, una preparación y una purificación del espíritu. Días, resumiendo, en que hay que poner especial solicitud y devoción en cumplir lo que los cristianos en todo tiempo deben realizar. No hay por eso cosa más útil, ni más saludable, ni más fructuosa en Cuaresma que unir los ayunos santos y razonables con la limosna, que, bajo la única denominación de misericordia, contiene muchas y laudables acciones de piedad.

Se trata de un itinerario de cuarenta días que nos conducirá al Triduo pascual, memoria de la pasión, muerte y resurrección del Señor, corazón del misterio de nuestra salvación. Ciclo litúrgico es este de escucha de la Palabra de Dios y de conversión, de preparación y de memoria del Bautismo, de reconciliación con Dios y con los hermanos, de recurso más frecuente a las «armas de la penitencia cristiana»: la oración, el ayuno y la limosna (cf. Mt 6, 1-6. 16-18).

El comienzo de los cuarenta días de penitencia, en el Rito romano, se caracteriza, pues, por el austero símbolo de las Cenizas, que distingue la Liturgia del Miércoles de Ceniza. Propio de los antiguos ritos con que los pecadores convertidos se sometían a la penitencia canónica, el cubrirse con ceniza tiene el sentido de reconocer la propia fragilidad y mortalidad, que necesita ser redimida por la misericordia de Dios. Lejos de reducirse a gesto exterior, la Iglesia lo ha conservado como signo, más bien, de la actitud del corazón penitente que cada bautizado está llamado a asumir en el itinerario cuaresmal.

Bien está, por tanto, que los fieles acudan comunitariamente a recibir la Ceniza, pero mejor estará todavía si captan el significado interior que este gesto encierra, un gesto, después de todo, que abre a la conversión y al esfuerzo de la renovación pascual. En su austeridad está la virtud de la humildad; en su significado, la fundada esperanza en la victoria de la Pascua.

En los primeros siglos de la Iglesia era este precisamente tiempo en el cual los que habían oído y acogido el anuncio de Cristo iniciaban, paso a paso, su camino de fe y de conversión para recibir el Bautismo. Acercamiento al Dios vivo e iniciación en la fe a realizarse de modo gradual, mediante un cambio interior de los catecúmenos, o sea, de quienes deseaban hacerse cristianos, incorporándose así a Cristo y a la Iglesia, y a través también de una sostenida piedad en quienes acompañaban con la Iglesia.

En el siglo IV se fijó la duración de la Cuaresma en cuarenta días. Comenzaba seis semanas antes de la Pascua: en el domingo de «cuadragésima». Pero en los siglos VI-VII cobró gran importancia el ayuno como práctica cuaresmal. Surgió entonces un inconveniente: desde los orígenes de la liturgia cristiana nunca se había ayunado en domingo por ser «día de fiesta», la celebración del día del Señor. La cosa quedó resuelta moviendo el comienzo de la Cuaresma al miércoles previo al primer sábado del mes.

En la mayoría de las culturas, las cenizas fueron siempre símbolo de la muerte y de la precariedad de la vida. La ceniza simboliza, en efecto, la muerte, la conciencia de la nada y de la vanidad de las cosas, la nulidad de las criaturas frente a su Creador, el arrepentimiento y la penitencia. De ahí las palabras de Abraham intercediendo ante Dios: «Aunque soy polvo y ceniza, me atrevo a hablar a mi Señor» (Gen. 18,27).

Griegos, egipcios, judíos y árabes en el Oriente Próximo, solían cubrirse la cabeza de ceniza en señal de luto. En la Biblia es un símbolo característico de penitencia interior: « ¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se han hecho en vosotras, tiempo ha que en sayal y ceniza se habrían convertido» (Mt 11,21). De Tiro y Sidón las amenazas de los profetas habían hecho tipos de impiedad. Los ninivitas usaban la ceniza como señal de profundo arrepentimiento.

En los primeros siglos de la Iglesia, los que querían recibir el sacramento de la reconciliación el Jueves Santo, se ponían ceniza en la cabeza y se presentaban ante la comunidad vestidos con un «hábito penitencial», significando su voluntad de convertirse. En el 384 d.C., la Cuaresma adquirió un sentido penitencial para todos los cristianos y desde el siglo XI, la Iglesia de Roma solía poner las cenizas al iniciar los cuarenta días de penitencia y conversión. También iba la Cuaresma como preparación de los que pretendían recibir el Bautismo en la noche de Pascua, imitando a Cristo con sus cuarenta días de ayuno. La imposición de la Ceniza es costumbre que recuerda a los que la practican que algún día hemos de morir y el cuerpo se convertirá en polvo.

Al celebrar un año más la santa Cuaresma, pedimos con todo el corazón a Dios que nos conceda avanzar en la inteligencia del misterio de Cristo y vivirlo en su plenitud. Esto precisamente será paradigma en el primer domingo de Cuaresma, el de las tentaciones. Pero ¿cómo avanzar en su inteligencia y cómo vivirlo en plenitud? El mensaje de la primera lectura, del profeta Joel, lo resume así en este Miércoles de Ceniza: «Rasgad los corazones, no las vestiduras: convertíos al Señor Dios vuestro; porque es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad, y se arrepiente de las amenazas» (Jl 2,13).

Nótese que poco antes ha dicho: «Convertíos a mí de todo corazón» (v. 12). La expresión «de todo corazón» significa desde el centro de nuestros pensamientos y sentimientos, desde las raíces de nuestras decisiones, opciones y acciones. Tal vez abunden los que se preguntan: Pero, ¿es posible este retorno a Dios? La respuesta es sí, porque hay una fuerza que no reside en nuestro corazón, sino que emana del corazón mismo de Dios. Es la fuerza de su misericordia.

Se trata, pues, de retornar al Señor, nuestro Dios, porque él es misericordioso y piadoso, lento a la ira, de gran amor, pronto a arrepentirse respecto al mal. Y dicho retorno es posible como «gracia» porque es obra de Dios y fruto de la fe que nosotros reponemos en su misericordia. Pero este retornar a Dios se hace realidad concreta en nuestra vida solo cuando la gracia del Señor penetra en lo íntimo y lo sacude donándonos la fuerza de «rasgar el corazón».

Y todavía el profeta hace resonar de parte de Dios estas palabras: «Rasgad los corazones, no las vestiduras» (v. 13). En efecto, también en nuestros días, muchos están prontos a «rasgarse las vestiduras» ante escándalos e injusticias -naturalmente cometidos por otros- pero pocos parecen dispuestos y disponibles para actuar sobre el propio «corazón», sobre la propia consciencia y sobre las propias intenciones, dejando que el Señor transforme, renueve y convierta. Y el propio «corazón» no deja de ser, bien mirado, el principal y primer campo de labranza en esta «agricultura espiritual».

Dicho «retornar a mí de todo corazón», entonces, es un reclamo que involucra no ya solo al individuo, sino también a la comunidad. Hemos escuchado siempre en la primera lectura: «Tocad el cuerno en Sión, promulgad un ayuno, llamad a concejo, congregad al pueblo, convocad la asamblea, reunid a los ancianos, congregad a los pequeños y a los niños de pecho. Deje el recién casado su alcoba y la recién casada su tálamo» (vv.15-16).

La dimensión comunitaria es un elemento esencial en la fe y en la vida cristiana. Cristo ha venido «para reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos» (cfr Jn 11,52). El «Nosotros» de la Iglesia es la comunidad en la que Jesús nos reúne (cfr. Jn 12,32): la fe es necesariamente eclesial. Y esto es importante recordarlo y vivirlo en este Tiempo de la Cuaresma: que cada uno sea consciente de que el camino penitencial no lo afronta solo, sino junto a tantos hermanos y hermanas en la Iglesia.

Cuarenta es el número simbólico con el que tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento representan los momentos más destacados de la experiencia de la fe del pueblo de Dios. Es una cifra que expresa el tiempo de la espera, de la purificación, de la vuelta al Señor, de la consciencia de que Dios es fiel a sus promesas.

Este número no constituye un tiempo cronológico exacto, resultado de la suma de los días. Indica más bien una paciente perseverancia, una larga prueba, un período suficiente para ver las obras de Dios, un tiempo dentro del cual es preciso decidirse y asumir las propias responsabilidades sin más dilaciones. Es el tiempo de las decisiones maduras.

Cuarenta aparece ante todo en la historia de Noé. Y en Moisés (cf. Ex 24, 18). Cuarenta son los años de viaje del pueblo judío desde Egipto hasta la Tierra prometida: Los de paz de los que goza Israel bajo los Jueces son cuarenta (cf. Jc 3, 11.30). El profeta Elías emplea cuarenta días para llegar al Horeb (cf. 1 R 19, 8). Cuarenta son los días en que los ciudadanos de Nínive hacen penitencia para obtener el perdón de Dios (cf. Gn 3, 4). Y cuarenta los años de los reinos de Saúl (cf. Hch 13, 21), David (cf. 2 Sm 5, 4-5) y Salomón (1 R 11, 41). También los Salmos reflexionan sobre el significado bíblico de los cuarenta años, v.gr. el Salmo 95: «Durante cuarenta años aquella generación me asqueó, y dije: "Es un pueblo de corazón extraviado, que no reconoce mi camino"» (vv. 7c-10).

En el Nuevo Testamento Jesús, antes de iniciar su vida pública, se retira al desierto durante cuarenta días, sin comer ni beber (cf. Mt 4, 2): se alimenta de la Palabra de Dios, que usa como arma para vencer al diablo. Las tentaciones de Jesús evocan las que el pueblo judío afrontó en el desierto, y que no supo vencer. Cuarenta son los días durante los cuales Jesús resucitado instruye a los suyos, antes de ascender al cielo y enviar el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 3).

Con este recurrente cuarenta se describe un contexto espiritual que sigue siendo actual y válido, y la Iglesia, precisamente mediante los días del período cuaresmal, quiere mantener su valor perenne y hacernos presente su eficacia. La liturgia cristiana de la Cuaresma tiene como finalidad favorecer un camino de renovación espiritual, a la luz de esta larga experiencia bíblica y sobre todo aprender a imitar a Jesús venciendo la tentación con la Palabra de Dios.

Pero los cuarenta años de Israel en el desierto presentan situaciones ambivalentes. Por una parte, son el tiempo del primer amor con Dios y entre Dios y su pueblo. Por otra: también es el tiempo de las tentaciones y de los peligros, cuando Israel murmura contra su Dios y quisiera volver al paganismo y se construye sus propios ídolos, pues siente la exigencia de venerar a un Dios más cercano y tangible.

También para la Iglesia de hoy y su pureza de intenciones el tiempo del desierto puede transformarse en ocasión de gracia, pues tenemos la certeza de que incluso de la roca más dura Dios puede hacer que brote el agua viva que quita la sed y restaura. La oración sobre las ofrendas del Miércoles de Ceniza resume admirablemente estos sublimes pensamientos cuando así reza:

«Al ofrecerte este sacrificio que inaugura la Cuaresma, te pedimos, Señor, que nuestras obras de caridad y nuestras penitencias nos ayuden al dominio de nosotros mismos, para que, limpios de pecado, merezcamos celebrar piadosamente los misterios de la pasión de tu Hijo».

Tu palabra, Señor, es la verdad y tu ley nuestra libertad.


 

 

 Fuente: http://www.periodistadigital.com/religion/opinion/2017/03/01/religion-iglesia-opinion-pedro-langa-cuaresma-miercoles-de-ceniza-preparacion-y-purificacion-del-espiritu.shtml?utm_source=dlvr.it&utm_medium=twitter