Discurso Santo Padre - encuentro ecuménico
 

Publicamos íntegramente el discurso del Santo Padre que ha tenido lugar en el encuentro ecuménico en el arzobispado de Colonia.

 

Queridos hermanos y hermanas en Cristo, nuestro común Señor

 

Es para mí una alegría encontrarme con vosotros, representantes de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, durante mi visita en Alemania. Os saludo muy cordialmente a todos. Procediendo yo mismo de este país, conozco bien la situación penosa que la ruptura de la unidad en la profesión de la fe ha comportado para muchas personas y familias. Este es un motivo más por el que, tras mi elección como Obispo de Roma, como Sucesor del apóstol Pedro, he manifestado el firme propósito de asumir como una prioridad de mi Pontificado la recuperación de la unidad de los cristianos, plena y visible. Con ello he querido conscientemente seguir las huellas de mis dos grandes Predecesores: de Pablo VI, que hace ya más de cuarenta años firmó el Decreto conciliar sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, y de Juan Pablo II, que después hizo de este documento el criterio inspirador de su actuación. En el diálogo ecuménico, Alemania es un lugar de particular importancia. En efecto, no es sólo el país donde tuvo origen la Reforma; también es uno de los países en los que surgió el movimiento ecuménico del siglo XX. A causa de los flujos migratorios del siglo pasado, también cristianos de las Iglesias ortodoxas y de las antiguas Iglesias del Oriente han encontrado en este país una nueva patria. Esto ha favorecido indudablemente la confrontación y el intercambio. Nos alegramos todos al constatar que el diálogo, con el pasar del tiempo, ha suscitado un redescubrimiento de la hermandad y ha creado entre los cristianos de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales un clima más abierto y confiado. Mi venerado Predecesor, en su Encíclica Ut unum sint (1995), ha indicado precisamente en esto un fruto particularmente significativo del diálogo (cf. nn. 41s.; 64).

 

La hermandad entre los cristianos no es simplemente un vago sentimiento y tampoco nace de una forma de indiferencia respecto a la verdad. Se basa en la realidad sobrenatural de un único Bautismo, que nos inserta en el único Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12,13; Ga 3,28; Col 2,12). Juntos confesamos a Jesucristo como Dios y Señor; juntos lo reconocemos como único mediador entre Dios y los hombres (cf. 1 Tm 2,5), subrayando nuestra común pertenencia a Él (cf. Unitatis redintegratio, 22; Ut unum sint, 42). Sobre este fundamento, el diálogo ha dado sus frutos. Quisiera mencionar la revisión, auspiciada por Juan Pablo II durante su primera visita a Alemania en 1980, de las condenas recíprocas y, sobre todo, la «Declaración común sobre la doctrina de la justificación» (1999), que fue un resultado de dicha revisión y llevó a un acuerdo sobre cuestiones fundamentales que habían sido objeto de controversias desde el siglo XVI. Además, hay que reconocer con gratitud los resultados obtenidos en las diversas tomas de posición comunes sobre asuntos importantes, como las cuestiones fundamentales sobre la defensa de la vida y la promoción de la justicia y la paz. Soy muy consciente de que muchos cristianos en este país, y no sólo en él, se esperan más pasos concretos de acercamiento. También yo los espero. En efecto, el mandamiento del Señor, pero también la hora presente impone continuar de modo convencido el diálogo a todos los niveles de la vida de la Iglesia. Obviamente, éste debe desarrollarse con sinceridad y realismo, con paciencia y perseverancia, con plena fidelidad al dictamen de la conciencia. No se puede mantener un diálogo a costas del verdad; el diálogo tiene que desarrollarse en la caridad y en la verdad.

 

No pretendo desarrollar aquí un programa de temas inmediatos de diálogo; esto es tarea de los teólogos en colaboración con los Obispos. Permitidme solamente una observación: las cuestiones eclesiológicas, y especialmente la del ministerio consagrado, o sea, del sacerdocio, están ligadas inseparablemente a la cuestión sobre la relación entre Escritura e Iglesia, es decir, a instancia de la justa interpretación de la Palabra de Dios y su desarrollo en la vida de la Iglesia.

 

Una prioridad urgente en el diálogo ecuménico la constituye también las grandes cuestiones éticas que plantea nuestro tiempo; en este campo, los hombres de hoy en búsqueda, esperan con razón una respuesta común de los cristianos, que, gracias a Dios, en muchos casos casi se ha encontrado. Pero, desdichadamente, no siempre. A causa de las contradicciones en este campo, el testimonio evangélico y la orientación ética debida a los fieles y a la sociedad pierden fuerza, asumiendo muchas veces características vagas, y descuidando así nuestro deber de dar a nuestro tiempo el testimonio necesario. Nuestras divisiones contrastan con la voluntad de Jesús y nos desautorizan ante los hombres.

¿Qué significa restablecer la unidad de todos los cristianos? La Iglesia católica pretende lograr la plena unidad visible de los discípulos de Cristo, tal como la ha definido el Concilio Ecuménico Vaticano II en varios de sus documentos (cf. Lumen gentium, nn. 8;13; Unitatis redintegratio, nn. 2;4; etc.). Según nuestra convicción, dicha unidad existe en la Iglesia católica sin posibilidad de que se pierda (cf. Unitatis redintegratio, n. 4). No significa, sin embargo, uniformidad en todas las expresiones de la teología y la espiritualidad, en las formas litúrgicas y en la disciplina. Unidad en la multiplicidad y multiplicidad en la unidad. En la homilía en la solemnidad de San Pedro y San Pablo, el pasado 29 de junio, he subrayado que la plena unidad y la verdadera catolicidad van juntas. Una condición necesaria para que esta coexistencia tenga lugar es que el compromiso por la unidad se purifique y se renueve continuamente, crezca y madure. El diálogo puede contribuir a lograr este objetivo. El diálogo es más que un intercambio de ideas: es un intercambio de dones (cf. Ut unum sint, n. 28), en el que las Iglesias y las Comunidades eclesiales pueden poner a disposición su propio tesoro (cf. Lumen gentium, nn. 8;15; Unitatis redintegratio, nn. 3;14s; Ut unum sint, nn. 10.14). Precisamente por este compromiso, el camino puede continuar paso a paso hasta llegar a la plena unidad, cuando, finalmente, «lleguemos todos a la unidad de la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, el hombre perfecto, a medida de Cristo en su plenitud» (Ef 4,13). Es obvio que un diálogo como éste sólo puede llevarse a cabo hasta el fondo en un contexto de espiritualidad sincera y coherente. No podemos «hacer» la unidad sólo con nuestras fuerzas. Podemos obtenerla solamente como don del Espíritu Santo. Por tanto, el ecumenismo espiritual, es decir, la oración, la conversión y la santidad de vida, son el corazón del movimiento ecuménico (cf. Unitatis redintegratio, n. 8; Ut unum sint, nn. 15s; 21 etc.). También se podría decir que la mejor forma de ecumenismo consiste en vivir según el Evangelio.

Veo con especial optimismo el hecho de que hoy se está desarrollando una especie de «red», de conexión espiritual entre católicos y cristianos de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales: cada uno se compromete en la oración, en la revisión de la propia vida, en la purificación de la memoria, en la apertura a la caridad. El padre del ecumenismo espiritual, Paul Couturier, ha hablado a este respecto de un «claustro invisible», que acoge en su recinto a estas almas apasionadas de Cristo y su Iglesia. Estoy convencido de que, si un número creciente de personas se une a la oración del Señor «para que todos sean uno» (Jn 17,21), dicha plegaria en el nombre de Jesús no caerá en vacío (cf. Jn 14,13; 15,7.16 etc.). Con la ayuda que viene de lo alto, encontraremos soluciones practicables en las diversas cuestiones aún abiertas y, al final, el deseo de unidad será colmado cuando y como Él quiera. Os invito a todos a recorrer conmigo este camino.