CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 12 diciembre 2008 (ZENIT.org).-
El año del bimilenario de san Pablo es una oportunidad para acabar con la
causa que llevó a la división entre los cristianos: dar más importancia a
detalles secundarios que al mismo Cristo; considera el predicador del Papa.
El
padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia,
ofreció este viernes la segunda predicación de Adviento a la Curia Romana, en
presencia de Benedicto XVI, en la capilla "Redemptoris Mater" del palacio
apostólico del Vaticano.
Continuando con las lecciones para la vida de la Iglesia y la vida espiritual
de cada creyente que deja el apóstol de las gentes, el sacerdote capuchino
consideró que "el año paulino podría revelarse la ocasión providencial para
cerrar todo un periodo de discusiones y enfrentamientos ligados más al pasado
que al presente".
Para
ello, propuso "un nuevo capítulo en el uso del pensamiento del apóstol":
"volver a usar sus cartas, y en primer lugar la Carta a los Romanos, para el
fin para el que fueron escritas, que no era, ciertamente, el de proporcionar a
las generaciones futuras una palestra en la que ejercitar su agudeza
teológica, sino el de edificar la fe de la comunidad, formada en su mayoría
por gente sencilla e iletrada".
Según el predicador del Papa "es tiempo de ir más
allá de la Reforma y más allá de la Contrarreforma".
"Lo que está en juego, a principios del tercer
milenio, no es ya lo mismo del inicio del segundo milenio, cuando se produjo
la separación entre oriente y occidente, y ni siquiera de la mitad del
milenio, cuando se produjo, dentro de la cristiandad occidental, la separación
entre católicos y protestantes".
Ofreció un ejemplo entre otros. "El problema no es ya el de Lutero de cómo
liberar al hombre del sentimiento de culpa que lo oprime, sino cómo devolver
al hombre el verdadero sentido del pecado que ha perdido totalmente".
"¿Qué
sentido tiene seguir discutiendo sobre 'cómo se da la justificación del
impío', cuando el hombre está convencido de que no necesita ninguna
justificación y declara con orgullo: 'Yo mismo hoy me acuso y sólo yo puedo
absolverme, yo el hombre?'", preguntó citando al escritor francés Jean-Paul
Sartre.
"Yo creo que todas las discusiones de siglos entre
católicos y protestantes, en torno a la fe y a las obras, han acabado por
hacernos perder de vista el punto principal del mensaje paulino, desplazando a
menudo la atención de Cristo a las doctrinas sobre Cristo, en práctica, de
Cristo a los hombres", afirmó el sacerdote.
"Este mensaje del Apóstol sobre la centralidad de
Cristo es de gran actualidad", asegura el padre Cantalamessa.
"Muchos factores llevan en efecto a poner entre
paréntesis hoy su persona. Cristo no se cuestiona hoy en ninguno de los tres
diálogos más vivaces en curso entre la Iglesia y el mundo".
"Ni en el diálogo entre fe y filosofía, porque la
filosofía se ocupa de conceptos metafísicos, no de realidades históricas como
la persona de Jesús de Nazaret; ni en el diálogo con la ciencia, con la cual
se puede únicamente discutir de la existencia o no de un Dios creador, de un
proyecto por debajo de la evolución; ni, en fin, en el diálogo interreligioso,
que se ocupa de aquello que las religiones pueden hacer juntas, en el nombre
de Dios, por el bien de la humanidad", constata.
Y añadió: "Pocos, incluso entre los creyentes,
cuando se les pregunta en qué creen, responderían: creo que Cristo murió por
mis pecados y resucitó para mi justificación. La mayoría respondería: creo en
la existencia de Dios, en una vida después de la muerte".
"Y sin embargo para Pablo, como para todo el Nuevo
Testamento, la fe que salva es sólo aquella en la muerte y resurrección de
Cristo", concluyó.
CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 12 diciembre 2008 (ZENIT.org).-
Publicamos la segunda predicación de Adviento a la Curia Romana que, en
presencia de Benedicto XVI, ha pronunciado el padre Raniero Cantalamessa, OFM
Cap., predicador de la Casa Pontificia, en la capilla "Redemptoris Mater" del
palacio apostólico del Vaticano.
Segunda predicación de Adviento
"Llamados por Dios a la comunión con su Hijo
Jesucristo"
Para permanecer fieles al método de la ‘lectio
divina', tan recomendada por el reciente Sínodo de los obispos, escuchemos las
palabras de san Pablo sobre las que reflexionaremos en esta meditación:
"Pero lo que era para mí ganancia, lo he juzgado
una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la
sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas
las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no
con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe de
Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe, y conocerle a él, el
poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme
semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los
muertos. No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que
continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo
alcanzado por Cristo Jesús" (Filipenses 3, 7-12).
1. "Para que pueda conocerlo a Él..."
La semana pasada meditamos sobre la conversión de
Pablo como una metanoia, un cambio de mente, en el modo de concebir la
salvación. Pablo sin embargo no se convirtió a una doctrina, aunque fuera una
doctrina de justificación mediante la fe; ¡Se convirtió a una persona! Antes
que un cambio de pensamiento, el suyo fue un cambio de corazón, el encuentro
con una persona viva. Se usa a menudo la expresión "flechazo" para denominar
un amor a primera vista que elimina todo obstáculo; en ningún caso esta
metáfora es tan apropiada como en san Pablo.
Veamos cómo este cambio de corazón asoma en el
texto apenas escuchado. Habla del "bien supremo" (hyperechon) de
conocer a Cristo y se sabe que, en este caso, como en toda la Biblia, conocer
no indica un descubrimiento sólo intelectual, un hacerse una idea de algo,
sino un lazo vital íntimo, un entrar en relación con el objeto conocido. Lo
mismo vale en el caso de la expresión "...para conocerle a él, el poder de su
resurrección y la participación en sus padecimientos". "conocer la
participación en sus sufrimientos" no significa, evidentemente, tener una idea
de los mismos, sino experimentarlos.
Por casualidad leí este pasaje en un momento
especial de mi vida en el que me encontraba también yo ante una elección. Me
había ocupado de Cristología, había escrito y leído mucho sobre este
argumento, pero cuando leí "para conocerle a él", comprendí de golpe que aquel
simple pronombre personal "él" (autòn) contenía más verdades sobre
Jesucristo que todos los libros escritos o leídos sobre Él. Comprendí que,
para el apóstol, Cristo no era un conjunto de doctrinas, de herejías, de
dogmas: era una persona viva, presente y realísima que se podía designar con
un simple pronombre, como se hace, cuando se habla de alguien que está
presente, señalándolo con el dedo.
El efecto del enamoramiento es doble. Por una
parte, pone en obra una drástica reducción del interés en uno, una
concentración sobre la persona amada que hace pasar a un segundo plano todo el
resto del mundo; por otra, hace capaces de sufrir cualquier cosa por la
persona amada, aceptar la pérdida de todo. Vemos ambos efectos realizados a la
perfección en el momento en el que el Apóstol descubre a Cristo: por él, dice,
"perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo".
Ha aceptado la pérdida de sus privilegios de
"judío entre los judíos", la estima y la amistad de sus maestros y
connacionales, el odio y la conmiseración de quienes no comprendían cómo un
hombre como él hubiera podido dejarse seducir por una secta de fanáticos sin
arte ni parte. La segunda Carta a los Corintios incluye la enumeración
impresionante de todo lo sufrido por Cristo (cf. 2 Cor 11, 24-28).
El Apóstol encontró él mismo la única palabra que
encierra todo: "conquistado por Cristo". Se podría traducir también
‘aferrado', ‘fascinado', o con una expresión de Jeremías, "seducido" por
Cristo. Los enamorados no se cortan; lo han hecho tantos místicos en el colmo
de su ardor. No tengo dificultad, por tanto, para imaginar a un Pablo que, en
un ímpetu de alegría, tras su conversión, grita él solo a los árboles o, a la
orilla del mar, lo que más tarde escribirá a los filipenses: "¡He sido
conquistado por Cristo! ¡He sido conquistado por Cristo!".
Conocemos bien las frases lapidarias y llenas de
significado del Apóstol que a cada uno le gustaría poder repetir en la propia
vida: "Para mí vivir es Cristo" (Fil 1,21), y "No soy yo quien vive, sino
Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20).
2. "En Cristo"
Ahora, siendo fiel a lo anunciado en el programa
de estas predicaciones, querría destacar lo que, sobre este punto, el
pensamiento de Pablo puede significar, primero para la teología de hoy y luego
para la vida espiritual de los creyentes.
La experiencia personal llevó a Pablo a una visión
global de la vida cristiana que él denomina "en Cristo" (en Christō).
La fórmula se repite 83 veces en el corpus paulino, sin contar la expresión
afín "con Cristo" (syn Christō) y las expresiones pronominales
equivalentes "en él" o "en aquel que".
Es casi imposible traducir con palabras el rico
contenido de estas frases. La preposición "en" tiene un significado unas veces
local, otras temporal (en el momento en el que Cristo muere y resucita), otras
instrumental (por medio de Cristo). Describe la atmósfera espiritual en la que
el cristiano vive y actúa. Pablo aplica a Cristo lo que, en el discurso al
Areópago de Atenas, dice de Dios, citando a un autor pagano: "En Él vivimos,
nos movemos y existimos" (Hechos 17, 28). Más tarde, el evangelista Juan
expresará la misma visión con la imagen del "permanecer en Cristo" (Juan 15,
4-7).
A estas expresiones recurren aquellos que hablan
de mística paulina. Frases como "Dios ha reconciliado en sí el mundo en
Cristo" (2 Cor 5,19) son totalizadoras, no dejan fuera de Cristo nada ni a
nadie. Decir que los creyentes están "llamados a ser santos" (Romanos 1,7)
equivale para el Apóstol a decir que están "llamados por Dios a la comunión
con su Hijo Jesucristo" (1 Cor 1,9).
Justamente, también en el mundo protestante, hoy
se empieza a considerar la visión sintetizada, en la expresión "en Cristo" o
"en el Espíritu", como más central y representativa del pensamiento de Pablo
que la misma doctrina de la justificación mediante la fe.
El año paulino podría revelarse la ocasión
providencial para cerrar todo un periodo de discusiones y enfrentamientos
ligados más al pasado que al presente, y abrir un nuevo capítulo en el uso del
pensamiento del Apóstol. Volver a usar sus cartas, y en primer lugar la Carta
a los Romanos, para el fin para el que fueron escritas que no era,
ciertamente, el de proporcionar a las generaciones futuras una palestra en la
que ejercitar su agudeza teológica, sino el de edificar la fe de la comunidad,
formada en su mayoría por gente sencilla e iletrada. "Ansío veros --les dice a
los romanos--, a fin de comunicaros algún don espiritual que os fortalezca, o
más bien, para sentir entre vosotros el mutuo consuelo de la común fe: la
vuestra y la mía" (Rom 1, 11-12).
3. Más allá de la Reforma y la Contrarreforma
Es tiempo, creo, de ir más allá de la Reforma y
más allá de la Contrarreforma. Lo que está en juego, a principios del tercer
milenio, no es ya lo mismo del inicio del segundo milenio, cuando se produjo
la separación entre oriente y occidente, y ni siquiera de la mitad del
milenio, cuando se produjo, dentro de la cristiandad occidental, la separación
entre católicos y protestantes.
Por
dar un solo ejemplo, el problema no es ya el de Lutero de cómo liberar al
hombre del sentimiento de culpa que lo oprime, sino cómo devolver al hombre el
verdadero sentido del pecado que ha perdido totalmente. ¿Qué sentido tiene
seguir discutiendo sobre "cómo se da la justificación del impío", cuando el
hombre está convencido de que no necesita ninguna justificación y declara con
orgullo: "Yo mismo hoy me acuso y sólo yo puedo absolverme, yo el hombre?"
[1].
Yo creo que todas las discusiones de siglos entre
católicos y protestantes, en torno a la fe y a las obras, han acabado por
hacernos perder de vista el punto principal del mensaje paulino, desplazando a
menudo la atención de Cristo a las doctrinas sobre Cristo, en práctica, de
Cristo a los hombres. Lo que al Apóstol urge sobre todo a afirmar en Romanos 3
no es que estamos justificados por la fe, sino que estamos justificados por la
fe en Cristo; no es tanto que estamos justificados por la gracia, cuanto que
estamos justificados por la gracia de Cristo. El acento es sobre Cristo, más
todavía que sobre la fe y sobre la gracia.
Tras haber presentado en los capítulos precedentes
de la Carta a la humanidad en su universal estado de pecado y perdición, el
Apóstol tiene el increíble valor de proclamar que esta situación ahora ha
cambiado radicalmente "en virtud de la redención realizada por Cristo", "por
la obediencia de un solo hombre" (Rom 3, 24; 5, 19). La afirmación de que
esta salvación se recibe por fe, y no por las obras, es importantísima, pero
viene en segundo lugar, no en primero. Se ha cometido el error de reducir a un
problema de escuelas, dentro del cristianismo, lo que era para el Apóstol una
afirmación de alcance más amplio, cósmico, universal.
Este mensaje del Apóstol sobre la centralidad de
Cristo es de gran actualidad. Muchos factores llevan en efecto a poner entre
paréntesis hoy su persona. Cristo no se cuestiona hoy en ninguno de los tres
diálogos más vivaces en curso entre la Iglesia y el mundo. Ni en el diálogo
entre fe y filosofía, porque la filosofía se ocupa de conceptos metafísicos,
no de realidades históricas como la persona de Jesús de Nazaret; ni en el
diálogo con la ciencia, con la cual se puede únicamente discutir de la
existencia o no de un Dios creador, de un proyecto por debajo de la evolución;
ni, en fin, en el diálogo interreligioso, que se ocupa de aquello que las
religiones pueden hacer juntas, en el nombre de Dios, por el bien de la
humanidad.
Pocos, incluso entre los creyentes, cuando se les
pregunta en qué creen, responderían: creo que Cristo murió por mis pecados y
resucitó para mi justificación. La mayoría respondería: creo en la existencia
de Dios, en una vida después de la muerte. Y sin embargo para Pablo, como para
todo el Nuevo Testamento, la fe que salva es sólo aquella en la muerte y
resurrección de Cristo: "Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees
en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo" (Rom 10,
9).
El mes pasado, tuvo lugar aquí en el Vaticano, en
la Casina Pío IV, un simposio promovido por la Academia Pontificia de las
Ciencias, con el título "Puntos de vista científicos en torno a la evolución
del universo y de la vida", en el que participaron los máximos científicos de
todo el mundo. Quise entrevistar, para el programa que dirijo cada sábado por
la tarde en TV sobre el evangelio, a uno de los participantes, el profesor
Francis Collins, director del grupo de investigación que llevó en el año 2000
al completo desciframiento del genoma humano. Sabiendo que era creyente, le
hice, entre otras, la pregunta: "¿Usted creyó primero en Dios o en
Jesucristo?".
Respondió: "Hasta cuando tenía más o menos 25 años
era ateo, no tenía una preparación religiosa, era un científico que reducía
casi todo a ecuaciones y leyes de física. Pero, como médico, empecé a ver a la
gente que debía afrontar el problema de la vida y de la muerte, y esto me hizo
pensar que mi ateísmo no era una idea arraigada. Empecé a leer textos sobre
las argumentaciones racionales de la fe, que no conocía. Primero, llegué a la
convicción de que el ateísmo era una alternativa menos aceptable. Poco a poco,
llegué a la conclusión de que debe existir un Dios que ha creado todo esto
pero no sabía cómo era este Dios".
Es
instructivo leer, en su libro "El lenguaje de Dios", cómo superó este impasse:
"Me resultaba difícil echar un puente hacia este Dios. Cuanto más aprendía a
conocerlo, más su pureza y santidad me parecían inaccesibles. En esta amarga
conciencia, llegó la persona de Jesucristo. Había pasado más de un año desde
que decidí creer en alguna especie de Dios, y ahora había llegado la rendición
de cuentas. En una hermosa mañana de otoño, mientras por primera vez, paseando
por las montañas, me dirigía al oeste del Mississippi, la majestad y la
belleza de la creación vencieron mi resistencia. Comprendí que la búsqueda
había llegado a su fin. A la mañana siguiente, a la salida del sol, me
arrodillé sobre la hierba húmeda y me rendí a Jesucristo" [2].
Uno piensa en la palabra de Cristo: "Nadie va al
Padre si no es por medio de mí". Sólo en Él, Dios se hace accesible y creíble.
Gracias a esta fe reencontrada, el momento del descubrimiento del genoma
humano fue, al mismo tiempo, dice él, una experiencia de exaltación científica
y de adoración religiosa.
La conversión de este científico demuestra que el
evento de Damasco se renueva en la historia; Cristo es el mismo hoy y
entonces. No es fácil para un científico, especialmente para un biólogo,
declararse hoy públicamente creyente, como no lo fue para Saulo: se corre el
riesgo de ser inmediatamente "expulsados de la sinagoga". Y, de hecho, es lo
que sucedió al profesor Collins, que por su profesión de fe tuvo que sufrir
los dardos de muchos laicistas.
4. De la presencia de Dios a la presencia de
Cristo
Me
queda por decir algo sobre otro punto: qué tiene que decir el ejemplo de Pablo
para la vida espiritual de los creyentes. Uno de los temas más tratados en la
espiritualidad católica es el del pensamiento de la presencia de Dios [3]. Son
incontables los tratados sobre este argumento desde el siglo XVI hasta hoy. En
uno de ellos se lee: "El buen cristiano debe habituarse a este santo ejercicio
en todo tiempo y en todo lugar. Al despertar, dirija enseguida la mirada del
alma a Dios, hable y converse con Él como su amado Padre. Cuando camina por
las calles, tenga los ojos del cuerpo bajos y modestos, elevando los del alma
a Dios" [4].
Se distingue "el pensamiento de la presencia de
Dios" del "sentimiento de su presencia": el primero depende de nosotros, el
segundo es en cambio don de gracia que depende de nosotros. (Para san Gregorio
Niceno "el sentimiento de la presencia" de Dios, la ‘aisthesis parousia',
es casi sinónimo de experiencia mística)
Es
una visión rígidamente teocéntrica que, en algunos autores, llega incluso al
consejo de "dejar a un lado la santa humanidad de Cristo". Santa Teresa de
Jesús reaccionará enérgicamente contra esta idea que reaparece periódicamente,
desde Orígenes en adelante, en el cristianismo tanto oriental como occidental.
Pero la espiritualidad de la presencia de Dios, también después de la Santa,
seguirá siendo rígidamente teocéntrica, con todos los problemas y las aporías
que derivan de ella, puestas de relieve por los mismos autores que tratan de
ellas [5].
En este sentido, el pensamiento de san Pablo nos
puede ayudar a superar la dificultad que ha llevado al declive de la
espiritualidad de la presencia de Dios. Él habla siempre de una presencia de
Dios "en Cristo". Una presencia irreversible e insuperable. No hay un estadio
de la vida espiritual en el que se pueda prescindir de Cristo, o ir "más allá
de Cristo". La vida cristiana es una "vida oculta con Cristo en Dios."
(Colosenses 3,3). Este cristocentrismo paulino no atenúa el horizonte
trinitario de la fe sino que lo exalta, porque para Pablo todo el movimiento
parte del Padre y vuelve al Padre, por medio de Cristo en el Espíritu Santo.
La expresión "en Cristo" es intercambiable, en sus escritos, con la expresión
"en el Espíritu".
La necesidad de superar la humanidad de Cristo,
para acceder directamente al Logos eterno y a la divinidad, nacía de una
escasa consideración de la resurrección de Cristo. Ésta era vista en su
significado apologético, como prueba de la divinidad de Jesús, y no
suficientemente en su significado mistérico, como inicio de su vida "según el
Espíritu", gracias a la cual la humanidad de Cristo aparece ya en su condición
espiritual y, por tanto, omnipresente y actual.
¿Qué se deriva de esto a nivel práctico? Que
podemos hacer todo "en Cristo" y "con Cristo", ya sea que comamos, que
durmamos, que hagamos cualquier otra cosa, dice el Apóstol (1 Corintios 10,
31). El Resucitado no está presente sólo porque pensemos en Él sino que está
realmente junto a nosotros; no somos nosotros quienes debemos, con el
pensamiento y la imaginación, trasladarnos a su vida terrena y representarnos
los episodios de su vida (como se trata de hacer con la meditación de los
"misterios de la vida de Cristo"); es Él, el Resucitado, el que viene hacia
nosotros. No somos nosotros quienes, con la imaginación, tenemos que hacernos
contemporáneos de Cristo; es Cristo el que se hace realmente nuestro
contemporáneo. "Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo".
(A propósito, ¿por qué no hacer inmediatamente un acto de fe? Él está aquí, en
esta capilla, más presente que cualquiera de nosotros; busca la mirada de
nuestro corazón y se alegra cuando la encuentra).
Un
texto que refleja maravillosamente esta visión de la vida cristiana es la
oración atribuida a san Patricio: "¡Cristo conmigo, Cristo ante mí, Cristo
tras de mí, Cristo en mí! Cristo debajo de mí, Cristo sobre mí, Cristo a mi
derecha, Cristo a mi izquierda!"[6].
¡Qué nuevo y más alto significado cobran las
palabras de san Luis María Griñón de Montfort, si aplicamos al "Espíritu de
Cristo" lo que él dice del "espíritu de María":
"Debemos abandonarnos al Espíritu de Cristo para ser movidos y guiados según
su querer. Debemos ponernos y permanecer entre sus manos como un instrumento
en las manos de un obrero, como un laúd entre las manos de un hábil
instrumentista. Debemos perdernos y abandonarnos en él como piedra que se
lanza al mar. Es posible hacer todo esto simplemente y en un instante, con una
sola ojeada interior o un leve movimiento de la voluntad, o incluso con alguna
breve palabra" [7].
5. Olvido del pasado
Concluyamos volviendo al texto de Filipenses 3.
San Pablo acaba sus "confesiones" con una declaración:
" Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía.
Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por
delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama
desde lo alto en Cristo Jesús" (Filipenses 3, 13-14).
"Olvido lo que dejé atrás". ¿Qué pasado? ¿El de
fariseo del que habló antes? ¡No, el pasado de apóstol en la Iglesia! Ahora la
ganancia a considerar pérdida es otra: es justo el haber ya de una vez
considerado todo pérdida por Cristo. Era natural pensar: "¡Que valor tiene
Pablo: abandonar una carrera de rabino tan bien iniciada por una oscura secta
de galileos! ¡Y qué cartas escribió! ¡Cuántos viajes emprendió, cuántas
iglesias fundó!".
El
Apóstol intuye el peligro mortal de introducir entre sí y Cristo una "justicia
propia", derivada de las obras --esta vez, las obras realizadas por causa de
Cristo--, y reacciona enérgicamente. "No considero --dice-- haber llegado a la
perfección". San Francisco de Asís, hacia el final de su vida, cortaba por lo
sano toda tentación de autocomplacencia, diciendo: "Empecemos, hermanos, a
servir al Señor, porque hasta ahora hemos hecho poco o nada" [8].
Esta es la conversión más necesaria para quienes
ya han seguido a Cristo y han vivido a su servicio en la Iglesia. Una
conversión sumamente especial, que no consiste en abandonar el mal, sino, en
cierto sentido, ¡en abandonar el bien! Es decir en tomar distancia de todo lo
que se ha hecho, repitiéndose a sí mismos, según la sugerencia de Cristo:
"Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer" (Lucas 17,10).
Este vaciarnos las manos y los bolsillos de toda
pretensión, en espíritu de pobreza y humildad, es el modo mejor para
prepararnos a la Navidad. Nos lo recuerda un simpático cuento navideño que me
complace citar de nuevo. Narra que, entre los pastores que corrieron la noche
de Navidad a adorar al Niño había uno tan pobrecillo que no tenía nada que
ofrecer y se avergonzaba mucho. Llegados a la gruta, todos competían en
ofrecer sus dones. María no sabía cómo hacer para recibirlos todos, teniendo
en los brazos al Niño. Entonces, viendo al pastorcillo con las manos libres,
cogió a Jesús y se lo confió. Tener las manos vacías fue su fortuna y, a otro
nivel, será también la nuestra.
-------------------
[1]
J.-P. Sartre, Il diavolo e il buon dio, X,4 (Parigi, Gallimard 1951, p.
267.).
[2]
F. Collins, The Language of God. A Scientist Presents Evidence for
Belief, pp. 219-255.
[3]
Cf. M. Dupuis, Présence de Dieu, in D Spir. 12, coll. 2107-2136.
[4]
F. Arias (+1605), cit. da Dupuis, col. 2111.
[5]
Dupuis, cit., col 2121: "Se l'onnipresenza di Dio non si distingue dalla sua
essenza, l'esercizio della presenza di Dio non aggiunge al tradizionale tema
del ricordo di Dio, se non un sforzo immaginativo".
[6] "Christ
with me, Christ before me, Christ behind me, Christ below me, Christ above me,
Christ at my right, Christ at my left".
[7]
Cf. S. L. Grignon de Montfort, Trattato della vera devozione a Maria,
nr. 257.259 (in Oeuvres complètes, Parigi 1966, pp. 660.661).
[8]
Celano, Vita prima, 103 (Fonti Francescane, n. 500).
[Traducción del original italiano por Nieves San Martín]