TEMA 42

CONCIENCIA Y PECADO
 

3. ELEMENTOS DE REFLEXIÓN

3.1. La conciencia moral

La palabra conciencia es un término que puede ser usado en varios sentidos. Se la puede emplear en un sentido psicológico, cuando queremos referirnos al hecho de <<ser consciente >>, <<darse cuenta>>. También puede ser usada desde la perspectiva moral, cuando viene referida al terreno de la responsabilidad y el compromiso. Estamos en el terreno de las decisiones personales, del mundo de los valores que mueven mi conducta, de mis convicciones más íntimas. La conciencia moral no podemos entenderla como un anexo o una realidad yuxtapuesta a mi yo. Por el contrario, la conciencia es expresión de la totalidad de la persona, de su yo más profundo. No es reflejo tampoco del eco social, de lo que se piensa fuera, en el ambiente que nos rodea, ni proviene de la fuerza de las costumbres, de la tradición. La conciencia es siempre autónoma frente a la presión social.

Las imágenes que tradicionalmente se han empleado para definir la conciencia nos pueden ayudar: voz, eco, luz, testigo, corazón. Todas ellas, como se ve, subrayan esta dimensión interior de la que venimos hablando.

La conciencia moral, entendida como sensibilidad moral, o estructura ética de la personalidad. Ella es la que orienta y compromete al hombre en la acción. Vemos así la importancia y transcendencia que la educación moral posee, pues ella es la artífice de este talante ético que posibilita después la actuación moral .

Por tanto, lo más peculiar de la conciencia es su capacidad de emitir juicios morales sobre las acciones humanas. Ella es la que nos dice si algo está bien o está mal; en definitiva ella es la que va orientando el sentido de la existencia humana: se refiere al mundo de los valores, los juzga y selecciona, actuando siempre de un modo autónomo y personal. La conciencia tiene un carácter eminentemente subjetivo, y de ahí se deduce la urgencia de su recta formación.

Ahora bien, para el creyente su autonomía moral viene contextualizada por su referencia religiosa; su carácter de seguidor de Jesús y su referencia al ámbito eclesial. Para el creyente, la conciencia es voz de Dios, que nos habla de la voluntad del Padre de salvarnos y concedernos su amor. Esta referencia religiosa de la conciencia es para nosotros fuente de gozo y esperanza y nos hace resaltar las prioridades a las cuales Jesús fue más sensible.

Escuchemos las palabras del Concilio al respecto: <<La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo>> (GS 16).

Así pues, la conciencia moral es el lugar donde se manifiestan los valores morales y donde se hacen las aplicaciones a la realidad concreta. De este modo, la conciencia no solo clarifica, sino que también obliga. Esa voz interior, que para el creyente es voz de Dios, nos compromete ante el bien y ante el mal. Dejamos de nuevo la palabra al Concilio: <<En lo más profundo de su conciencia, descubre el hombre la existencia de una ley que no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente>> (GS 16).

En conclusión de todo lo dicho podemos afirmar, con M. Vidal, que <<la conciencia moral es, consiguientemente, la necesaria mediación subjetiva de la moralidad. No genera la moralidad (lo bueno y lo malo), en cuanto que no crea la realidad. Pero tampoco se reduce su actuación a la mera repetición aséptica de los valores objetivos. Por razón de su fuerza obligante y manifestativa, ejerce una función mediadora entre la realidad (valor objetivo) y la situación personal>>.

La conciencia es así la norma interiorizada de moralidad, el filtro, por decirlo gráficamente, por donde son pasadas todas las valoraciones de los actos humanos. Esto nos indica que estamos vinculados obligatoriamente a ella.

3.2. La formación de la conciencia

Acabamos de afirmar que la conciencia posee para el sujeto un carácter vinculante; debe ser siempre obedecida.

Ahora bien, la conciencia humana no es infalible, ni está libre de error. Por el contrario la conciencia debe abrirse a una constante búsqueda del bien y la verdad .

Para que la conciencia pueda ser la norma interior de moralidad y constituir así la instancia última de apelación ética, es preciso que se den unas condiciones:

- Rectitud. La que actúa con la autenticidad de la persona; coherencia y sincera búsqueda de la verdad.

- Verdad. La conciencia verdadera actúa conforme a la verdad moral objetiva; está, por tanto, siempre en búsqueda, abierta a la luz de la verdad.

- Certeza. La conciencia moral ha de actuar con certeza. Muchas veces no será posible una certeza absoluta, pues la verdad absoluta no es tan patente como desearíamos.

Nos estamos dando cuenta de la importancia y relieve que tiene la formación adecuada de la conciencia, y del reto tan serio que en ello tienen los catequistas.

En el empeño de formar las conciencias rectamente, no podemos ignorar las aportaciones que nos ofrecen las ciencias humanas, especialmente la psicología evolutiva; ser críticos ante todos los posibles autoengaños y falseamientos inconscientes de la conciencia; respetar los grados de madurez de las personas, motivar los valores y las normas, razonando y no imponiendo; formar en el hábito del discernimiento; estar siempre abiertos al diálogo y a la confrontación, acompañando a los chicos en la búsqueda sincera de la verdad, sin temor a cultivar en ellos su espíritu crítico; cuidar los ambientes en los cuales se va formando la conciencia: familia, escuela, barrio, etc.; el testimonio personal de personas honestas y coherentes; fomentar el compromiso serio en favor de los demás, luchando contra toda aquella estructura claramente antievangélica; fomentar virtudes cívicas como la responsabilidad, la tolerancia, la solidaridad. Seguro que cada uno puede añadir más pistas de acción.

En la tarea de formar la conciencia tenemos nosotros, como educadores en la fe, una responsabilidad particular. Formar la conciencia exige que estemos cerca de los jóvenes con los que trabajamos, implicados en su vida y en su crecimiento personal.

En esta tarea ocupa un papel destacado la experiencia, olvidada en no pocos ambientes, del acompañamiento espiritual y del sacramento de la Reconciliación. Se trata en definitiva, de orientar y ayudar a las personas a reconocer la voz de Dios en sus vidas y a vivir según el estilo cristiano.

Como señala E. Alburquerque, por este camino <<es posible guiar en la búsqueda de la verdad; es posible ayudar a valorar y confrontarse con la ley; y, sobre todo, es posible orientar el discernimiento ético y construir una conciencia moral adulta y autónoma>>.

3.3. El discernimiento ético

Todos somos testigos de cómo sobre una misma cuestión hay una gran multitud de opiniones; y lo que es más, todos apelan a argumentos éticos para justificarse.

Como creyentes nos preguntamos muchas veces, <<¿qué haría Jesús en mi lugar, ante este problema concreto, en este contexto determinado?>>. No es fácil la respuesta, y en ocasiones el camino de búsqueda está lleno de dudas e incertidumbres. Hay quien ha dicho que el verbo discernir (dokimazein, en griego) <<es la clave de toda la moral neotestamentaria>>.

Así se expresaba S. Pablo: <<No os amoldéis al mundo este, sino idos transformando con la nueva mentalidad, para ser vosotros capaces de distinguir lo que es voluntad de Dios, lo bueno, conveniente y acabado>> (Rom 12,2). Y así se expresaba en otro momento: <<Portaos como gente hecha a la luz, donde florea toda bondad, honradez y sinceridad, examinando a ver lo que agrada al Señor>> (Ef 5,8-9). O en Filipenses: <<Y esto pido en mi oración: que vuestro amor crezca más y más en penetración y en sensibilidad para todo; así podréis vosotros acertar con lo mejor y llegar genuinos y sin tropiezos al día del Mesías, colmados de ese fruto de rectitud que viene por Jesús Mesías, para gloria y alabanza de Dios>> (Flp 1,9-11).

En definitiva, discernir es buscar lo mejor, lo que agrada a Dios, juzgarlo todo a la luz del Evangelio, pues el cristiano posee esa nueva mentalidad nacida de su incorporación a Cristo (Cfr. Rom 12,2). Esa búsqueda incesante de la voluntad de Dios hace del cristiano un crítico y un disconforme permanente, pues él no puede pactar con todas aquellas situaciones que, a la luz del Evangelio, son claramente deshumanizantes.

3.4. El pecado, fracaso de la opción fundamental

El pecado, aun teniendo su lectura más profunda, y radical a la luz de la Revelación, tiene, junto a su dimensión religiosa, una dimensión ética aplicable a todo hombre, creyente o no.

¿Qué es el pecado? Para M. Vidal, en esta dimensión ética más universal, el pecado sería <<la responsabilización de una acción propia desintegradora de lo humano>>. Es decir, una acción, ejercida desde la libertad, que incide negativamente sobre la realidad humana (historia). En definitiva, pecado sería un no, un freno o un bloqueo consciente al proceso de humanización progresiva en el cual todos los hombres estamos embarcados.

Para el creyente el misterio del mal es vivenciado, desde su opción por Cristo, como un rechazo explícito de la presencia de Dios en su vida. Si el seguimiento de Cristo es la opción fundamental del creyente, el pecado sería negar esa opción, negarse a vivir según el estilo de Jesús. Pero el pecado no es sólo un dar la espalda a Dios, un salirse del camino de Cristo; supone también una realidad desintegradora para el propio hombre; es un no a su propio camino de crecimiento humano; es, por ello, una experiencia de desintegración personal. Además, el pecado nos aleja de los hermanos, por ello posee a su vez una lectura eclesial, crea separación y rivalidad, empaña el rostro de la Iglesia.

Así pues, pecar es separarnos de Dios, separarnos de los hermanos y también de nosotros mismos.

Para el cristiano pecar es romper o debilitar las líneas básicas de su proyecto de vida, que es el encargado de dar carne a su opción fundamental. Si en nuestro proyecto personal de vida ocupa un lugar destacado el ser instrumentos de justicia en el mundo y nuestro comportamiento habitual es partidista e interesado, ¿qué pasa? Sencillamente, que acabaremos escondidos interiormente, llevando una doble vida, a la cual, a fuerza de reincidir, acabaremos acostumbrándonos, se nos endurecerá el corazón.

Si es verdad que todo pecado debilita mi opción fundamental en la medida que obstaculiza el desarrollo de un proyecto vital, es cierto también que no todos los pecados tienen la misma gravedad. Sólo podríamos considerar un acto o actitud pecado mortal si libre y conscientemente, desde el núcleo más íntimo de mi ser, rompo mi relación con Dios.

El pecado es siempre una realidad personal, como bien ha subrayado Juan Pablo ll; de ahí que no podamos diluir la responsabilidad personal achacando el origen del mal moral, no a la conciencia moral de una persona, sino a una vaga entidad como la sociedad, las instituciones, el sistema, etc.

Por tanto, el mal en las estructuras es la acumulación de muchos pecados personales. <<Se trata de pecados muy personales de quien engendra, favorece o explota la iniquidad; de quien, pudiendo hacer algo para evitar, eliminar, o, al menos, limitar determinados males sociales, omite el hacerlo por pereza, miedo y encubrimiento, por complicidad solapada o por indiferencia; de quien busca refugio en la presunta imposibilidad de cambiar el mundo; y también de quien pretende eludir la fatiga y el sacrificio, alegando supuestas razones de orden superior. Por tanto, las verdaderas responsabilidades son de las personas>> (RP 16).

Este carácter personal del pecado no niega, ni mucho menos, la existencia de pecados estructurales, como el mismo Juan Pablo II ha subrayado en la Sollicitudo rei socialis (n. 36), de estructuras sociales injustas y deshumanizantes que merecen justamente el calificativo de estructuras de pecado; pues es la instalación en las estructuras sociales de las responsabilidades personales, de la maldad individual.

Para nosotros, educadores, la visión del pecado debe darse siempre desde una perspectiva personalista, sin caer en una dosificación de las acciones humanas, insistiendo más en el ser pecador que en el obrar pecaminoso. Es necesario ver el problema del pecado a la luz de la totalidad de la existencia como necesitada de conversión desde el punto más radical.

Finalmente, tenemos que apuntar que toda reflexión cristiana sobre el pecado, y esto es importante que lo tengamos claro los educadores en la fe, no es para condenar o despreciar al pecador, sino para anunciar la misericordia y la reconciliación que Dios Padre, incansablemente, nos ofrece. El es <<el Padre de toda misericordia y Dios de todo consuelo>> (2 Cor 1,3), que, en Cristo, nos ofrece su amistad.

3.5. Conclusión: La grandeza del hombre

El hombre es un ser libre que, desde su libertad, se pregunta sobre el bien y sobre el mal, sobre aquello que lo realiza o aquello que lo esclaviza. La vida humana es, por tanto, una carrera tras el bien, tras aquello que nos hace más persona. Y es precisamente esta libertad, <<signo eminente de la imagen divina del hombre>> (GS 17), el origen de la dignidad humana, aquello que hace al hombre superior al universo entero (Cfr. GS 14). El hombre es un ser siempre en camino, siempre en búsqueda, anhelante de un sentido capaz de dar consistencia a su vida. Es lo que llamamos realización personal.

Precisamente la tarea de la ética no es otra que enseñarnos el sendero de esa realización, mostrarnos el camino de la felicidad, aspiración última del hombre. Ser felices es alcanzar el bien, un bien que nos realiza y nos colma. Para nosotros, creyentes, ese bien no es otro que Dios, el único que puede satisfacer todas nuestras aspiraciones, y para siempre. Ser para Dios coincide con nuestra realización personal, de tal modo que viviendo para él alcanzamos la más alta realización de nosotros mismos.