Predicador del Papa: «¡Bienaventurados los que ahora lloráis!»
I Predicación de Adviento del P. Raniero Cantalamessa OFMCap.
CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 15 diciembre 2006 (ZENIT.org).-
«“Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29). Las
bienaventuranzas evangélicas» es el tema de las meditaciones que dirige, al Papa
y a sus colaboradores de la Curia Romana, el padre Raniero Cantalamessa OFMCap.,
predicador de la Casa Pontificia.
En presencia de Benedicto XVI –en la Capilla «Redemptoris Mater» del Palacio
Apostólico vaticano-, este viernes ha tenido lugar la primera meditación de
Adviento; la segunda está programada para el próximo 22 de diciembre.
Como explica un comunicado de la Casa Pontificia, las bienaventuranzas son el
autorretrato de Jesús de Nazaret, pobre, manso, puro de corazón y perseguido por
la injusticia. Por ello representan el camino privilegiado a seguir para tener
en uno «los mismos sentimientos de Cristo» (Flp 2, 5).
Ya se profundizó en la bienaventuranza sobre los pobres de espíritu tiempo
atrás. Así que en las presentes meditaciones se busca reflexionar sobre las dos
bienaventuranzas siguientes, la de los que lloran y la de los mansos, en
especial consonancia con el espíritu litúrgico de Adviento y necesarias para la
Iglesia en la situación histórica actual.
Estos tiempos de meditación están abiertos a los señores cardenales, arzobispos
y obispos, secretarios de las Congregaciones vaticanas, prelados de la Curia
Romana y del Vicariato de Roma, y superiores generales y procuradores de las
órdenes religiosas que forman parte de la Capilla Pontificia.
Publicamos a continuación el texto íntegro de la primera predicación de este
Adviento.
* * *
P.
Raniero Cantalamessa
Primera Predicación de Adviento 2006
«¡BIENAVENTURADOS LOS QUE AHORA LLORÁIS!»
La bienaventuranza de los afligidos
Empezamos, con esta meditación, un ciclo de reflexión sobre las bienaventuranzas
que, si Dios quiere, proseguiremos en la próxima Cuaresma. Las bienaventuranzas
han conocido, dentro del propio Nuevo Testamento, un desarrollo y aplicaciones
diferentes, según la teología de cada evangelista o las necesidades nuevas de la
comunidad. A ellas se aplica lo que San Gregorio Magno dice de toda la
Escritura, que ella «cum legentibus crescit» [1], crece con quienes la
leen, revela siempre nuevas implicaciones y contenidos más ricos, de acuerdo con
las instancias y los interrogantes nuevos con los que se lee.
Mantener la fe en este principio significa que también hoy nosotros debemos leer
las bienaventuranzas a la luz de las situaciones nuevas en las que nos
encontramos viviendo, con la diferencia, se entiende, de que las
interpretaciones de los evangelistas están inspiradas, y por ello normativas
para todos y para siempre, mientras que las de hoy no comparten tal
prerrogativa.
1. Una nueva relación entre placer y dolor
Omitiendo la bienaventuranza de los pobres que hemos meditado en un Adviento
precedente, concentrémonos en la segunda bienaventuranza: «Bienaventurados los
afligidos porque serán consolados» (Mt 5, 4). En el evangelio de Lucas, donde
las bienaventuranzas, que son cuatro, están en forma de discurso directo y
reforzadas por una advertencia, la misma bienaventuranza suena así:
«Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis». «¡Ay de vosotros, los
que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis!» (Lc 6, 21.25).
El mensaje más formidable está contenido precisamente en la estructura de esta
bienaventuranza. Ésta se permite recoger la revolución que el evangelio obró
respecto al problema del placer y dolor. El punto de partida –común tanto al
pensamiento religioso como al profano- es la constatación de que en esta vida
placer y dolor son inseparables; se suceden el uno al otro con la misma
regularidad con la que a la elevación de una ola en el mar le sigue un
hundimiento y un vacío que succiona al náufrago mar adentro.
El hombre busca desesperadamente separar a estos dos hermanos siameses, aislar
el placer del dolor. Pero es inútil. Es el mismo placer desordenado el que se
vuelve contra él y se transforma en sufrimiento, o de improviso y trágicamente,
o un poco a la vez, en cuanto es por su naturaleza transitorio y genera
cansancio y náusea. Es una lección que nos llega de la crónica diaria y que el
hombre ha expresado de mil maneras en su arte y en su literatura. «Un no sé qué
de amargo –escribió el poeta pagano Lucrecio- brota de lo íntimo de cada placer
y nos angustia ya en medio de nuestras delicias» [2].
La Biblia tiene una respuesta que dar a esto, que es el verdadero drama de la
existencia humana. Hubo desde el inicio una elección del hombre, hecha posible
desde su libertad, que le llevó a orientar exclusivamente hacia las cosas
visibles la capacidad de gozo de la que estaba dotado para que aspirara a gozar
del Bien infinito que es Dios.
Al placer, elegido contra la ley de Dios y simbolizado por Adán y Eva que
saborean el fruto prohibido, Dios permitió que le siguieran el dolor y la
muerte, más como remedio que como castigo. A fin de que no ocurriera que,
siguiendo a rienda suelta su egoísmo y su instinto, el hombre se destruyera del
todo y destruyera cada uno a su prójimo. Así, al placer vemos como se le
adhiere, como su sombra, el sufrimiento.
Cristo rompió por fin esta cadena. Él, «a cambio de la gloria que se le
proponía, soportó la cruz» (Hebreos 12, 2). Hizo, en resumen, lo
contrario de lo que hizo Adán y de lo que hace cada hombre. «La muerte del Señor
–escribió San Máximo el Confesor-, a diferencia de la de los demás hombres, no
era una deuda pagada por el placer, sino más bien algo que era arrojado contra
el placer mismo. Y así, a través de esta muerte, cambió el destino merecido por
el hombre» [3]. Resucitando de la muerte, Él inauguró un nuevo género de placer:
el que no precede al dolor, como su causa, sino que le sigue, como
su fruto.
Todo esto es maravillosamente proclamado por nuestra bienaventuranza, que a la
secuencia risa-llanto le opone la secuencia llanto-risa. No se
trata de una sencilla inversión de los tiempos. La diferencia, infinita, está en
el hecho de que en el orden propuesto por Jesús es el placer, no el sufrimiento,
el que tiene la última palabra y, lo que importa más, una última palabra que
dura eternamente.
2. «¿Dónde está tu Dios?»
Procuremos ahora entender quiénes son exactamente los afligidos y los que
lloran, proclamados bienaventurados por Cristo. Los exégetas excluyen hoy, casi
unánimemente, que se trate de afligidos sólo en sentido objetivo y sociológico,
gente a la que Jesús proclamaría bienaventurada por el solo hecho de sufrir y de
llorar. El elemento subjetivo, esto es, el motivo del llanto, es determinante.
¿Y cuál es este motivo? La vía más segura para descubrir qué llanto y qué
aflicción son proclamados bienaventurados por Cristo es ver por qué se llora en
la Biblia y por qué lloró Jesús. Descubrimos así que existe un llanto de
arrepentimiento, como el de Pedro tras la traición, un «llorar con quien llora»
(Rm 12, 15), de compasión por el dolor ajeno, como lloró Jesús con la viuda de
Naím y con las hermanas de Lázaro; el llanto de exiliados que anhelan la patria,
como el de los judíos en los ríos de Babilonia... Y muchos otros.
Desearía sacar a la luz dos de los motivos por los que se llora en la Biblia y
por los que lloró Jesús que me parece que merecen particular meditación en el
momento histórico que estamos viviendo.
En el Salmo 41 leemos:
«Mis lágrimas son mi pan de día y de noche,
Y a lo largo del día me repiten: “¿Dónde está tu Dios?”...
Mis huesos se quebrantan,
mis opresores me insultan,
y me repiten a lo largo del día: “¿Dónde está tu Dios?”».
Nunca esta tristeza del creyente por el rechazo presuntuoso de Dios a su
alrededor ha tenido tanta razón de ser como hoy. Después del período de relativo
silencio posterior al ateísmo marxista, estamos asistiendo a un resurgimiento de
un ateísmo militante y agresivo, con marca de origen científico o cientista. Los
títulos de algunos libros recientes son elocuentes: «Tratado de ateología», «La
ilusión de Dios», «El fin de la fe», «Creación sin Dios», «Una ética sin
Dios»... [4].
En uno de estos tratados se lee la siguiente declaración: «Las sociedades
humanas han elaborado varios medios ordinarios de conocimiento, generalmente
compartidos, a través de los cuales se puede comprobar algo. Quien afirma la
existencia de un ser no cognoscible con esos instrumentos, debe asumir la carga
de la prueba. Por esto me parece legítimo sostener que, mientras no se pruebe lo
contrario, Dios no existe» [5].
Con los mismos argumentos se podría demostrar que tampoco existe el amor, dado
que no es comprobable con los instrumentos de la ciencia. El hecho es que la
prueba de la existencia de Dios no se encuentra en los libros ni en laboratorios
de biología, sino en la vida. En la vida de Cristo ante todo, en la de los
santos y en la de los innumerables testigos de la fe. Se encuentra también en la
tan despreciada prueba de los signos y milagros que Jesús mismo daba como prueba
de su verdad y que Dios sigue dando, pero que los ateos rechazan a priori, sin
tomarse siquiera la molestia de examinarla.
Motivo de tristeza del creyente, como para el salmista, es la impotencia que
experimenta frente al desafío: «¿Dónde está tu Dios?». Con su misterioso
silencio, Dios llama al creyente a compartir su debilidad y derrota, prometiendo
sólo en estas condiciones la victoria: «La debilidad de Dios es más fuerte que
los hombres» (1 Co 1, 25).
3. «¡Se han llevado a mi Señor!»
No menos doloroso es hoy, para el creyente cristiano, el rechazo sistemático de
Cristo en nombre de una investigación histórica objetiva que, en ciertas
formas, se reduce a lo más subjetivo que se pueda imaginar: «fotografías
de los autores y de sus ideales», como apunta el Santo Padre en las páginas
introductorias de su próximo libro sobre Jesús. Asistimos a una carrera para ver
quién logra presentar un Cristo más a la medida del hombre de hoy, despojándole
de toda prerrogativa trascendente. A la pregunta de los ángeles: «Mujer, ¿por
qué lloras?», María de Magdala, la mañana de Pascua, respondió: «Porque se han
llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto» (Jn 21, 13). Un motivo de
llanto que podríamos hacer nuestro.
Siempre ha existido la tendencia a revestir a Cristo de los ropajes de la propia
época o de la propia ideología. En el pasado, en cambio, si bien discutibles, se
trataba de causas serias y de gran suspiro: el Cristo idealista, romántico,
liberal, socialista, revolucionario... Nuestra época, obsesionada por el sexo,
no consigue pensar en él más que con problemas sentimentales: «Una vez más Jesús
ha sido modernizado, o mejor dicho, postmodernizado» [6].
Es bueno saber de dónde viene esta corriente reciente que hace de Jesús de
Nazaret el campo de pruebas de los ideales postmodernos de relativismo ético e
individualismo absolutos (el llamado desconstruccionismo) y que, directa o
indirectamente, está inspirando novelas, películas y espectáculos e influye
también en las investigaciones históricas sobre Él. Se trata de un movimiento
nacido en los Estados Unidos en las últimas décadas del siglo pasado, que tiene
en el Jesus Seminar -Seminario sobre Jesús- su punto de agregación más
activo.
Se le ha definido como «neoliberalismo», por su retorno al Jesús de la teología
liberal decimonónica, sin vínculos ni con el judaísmo, por un lado, ni con el
cristianismo y la Iglesia, por otro; un Jesús propagador de ideas morales, pero
ya no de gran alcance, como en el liberalismo clásico (paternidad de Dios, valor
infinito del alma humana), sino de sabiduría sencilla, de alcance sociológico
más que teológico. El objetivo de estos estudiosos ya no es simplemente
corregir, sino destruir, como dicen ellos, «ese error llamado cristianismo» .
Es muy significativo el discurso programático realizado por el fundador del
movimiento en 1985: «Estamos a punto de embarcarnos en una empresa de gran
alcance. Queremos sencilla y vigorosamente ponernos en busca de la voz de Jesús,
de lo que Él dijo verdaderamente. En este proceso, plantearemos interrogantes en
el límite de lo sagrado y hasta de la blasfemia para los oídos de muchos en
nuestra sociedad. Como consecuencia, el camino que seguiremos podría revelarse
arriesgado. Podría nacer hostilidad, pero avanzaremos a despecho de los peligros
porque el problema de Jesús es lo que nos desafía, como el Everest desafía la
cordada de escaladores» [7].
Jesús es liberado ya no sólo de los dogmas de la Iglesia, sino también de las
Escrituras y de los Evangelios. ¿Qué fuentes quedan, en este punto, para hablar
de Él, que no sea la pura y simple fantasía? Naturalmente, los apócrifos, y en
primer lugar el Evangelio de Tomás, fechado incluso, según ellos, en los años
30-60 después de Cristo, antes que los Evangelios canónicos y que el propio
Pablo; después, el análisis sociológico de las condiciones de vida en Galilea en
tiempos de Cristo.
¿Qué imagen de Jesús se saca de ahí? Cito algunas de las definiciones que se han
dado, no todas, naturalmente, compartidas por todos: «un excéntrico galileo»,
«el proverbial fiestero», «un sabio vagabundo o subversivo», el «maestro de una
sabiduría aforística», «un campesino judío empapado de filosofía cínica» [8].
Queda por explicar el misterio de cómo es que un ser tan inocuo haya acabado en
la cruz y haya podido convertirse en «el hombre que cambió el mundo». Lo que es
verdaderamente para llorar no es que se escriban estas cosas (también hay que
inventar algo nuevo si se quieren seguir escribiendo libros); sino que, una vez
publicados, estos libros se vendan a centenares de miles, si no millones, de
copias.
La incapacidad de la investigación histórico-filológica de empalmar el Jesús de
la realidad con el Jesús de las fuentes evangélicas y de la Iglesia depende, a
mi entender, del hecho de que aquella ignora y no se molesta en estudiar la
dinámica de los fenómenos espirituales y sobrenaturales. Sería como querer oír
un sonido con los ojos o ver un color con los oídos.
El estudio y la experiencia de los fenómenos místicos (¡también estos son una
realidad!) muestra cómo todo un desarrollo posterior, en la vida de la propia
persona o del movimiento nacido de ella, puede estar contenido en un evento, a
veces en un instante (cuando se trata de un encuentro con lo divino), del cual
sólo después, por los frutos, se revelan las potencialidades escondidas. Los
sociólogos se acercan a esta verdad con el concepto del statu nascenti
[9].
El niño o el hombre adulto se ven de una manera distinta al embrión del
comienzo; sin embargo en éste todo estaba contenido. De igual manera el reino es
al principio «la más pequeña de las semillas», pero está destinado a crecer y a
convertirse en un gran árbol (Mt 13, 32).
El nacimiento del movimiento franciscano se presta para una comparación,
naturalmente en un plano cualitativamente diferente. Las fuentes franciscanas
presentan divergencias y contradicciones casi sobre cada punto de vista del
Pobrecillo: sobre la visón y la palabra del crucificado de San Damián, sobre el
episodio de los estigmas... De ninguna palabra del santo, excepto de los pocos
escritos de su puño, se tiene la seguridad de que haya salido de su boca. Las
Florecillas parecen toda una idealización de la historia.
Sin embargo, todo lo que floreció en torno y después de Francisco –el movimiento
franciscano con sus reflejos en la espiritualidad, en el arte, en la literatura-
depende de él; no es sino una manifestación –e incluso empobrecida- de las
energías espirituales puestas en movimiento por su persona y por su vida; mejor,
por lo que Dios había hecho en su vida.
Muchos, hasta entre los estudiosos creyentes, dan por descontado que el Jesús
real fue, y pretendió ser, mucho menos de lo que está escrito de Él en los
evangelios, que no se atribuyó tal o cual título. ¡La verdad es que Él es
inmensamente más, no menos, que lo que está escrito de Él! Quién es el Hijo,
sólo lo sabe el Padre y lo saben, en pequeña medida, también aquellos a quienes
el Padre lo quiera revelar, en general no los doctos y los científicos, a menos
que también ellos se hagan pequeños...
Pablo decía que experimentaba en el corazón «tristeza inmensa y un profundo y
continuo dolor» por el rechazo de Cristo por parte de sus compatriotas (Rm 9,
1s.); ¿cómo no experimentar el mismo dolor por el rechazo de Él por parte de
muchos contemporáneos nuestros, en los países de antigua fe cristiana? Por un
motivo similar, por no haber reconocido en Él al propio amigo y salvador, Jesús
lloró en Jerusalén...
Afortunadamente parece precisamente que se está cerrando ya un ciclo y se está
pasando página en las investigaciones sobre Jesús. En una obra de tres volúmenes
–de un millar de páginas cada uno- titulada «Los albores del cristianismo» («Christianity
in the Making»), destinada a crear época como otros estudios suyos precedentes,
uno de los máximos estudiosos vivos del Nuevo Testamento, James Dunn, tras un
meticuloso análisis de los resultados de los últimos tres siglos de
investigaciones, llegó a la conclusión de que no ha habido ninguna interrupción
entre el Jesús que predica y el Jesús predicado, y por lo tanto, entre el Jesús
de la historia y el de la fe. Ésta no nació después de la Pascua, sino con los
primeros encuentros de los discípulos, quienes se hicieron discípulos justamente
porque creyeron en Él, si bien al inicio con una fe frágil y aún ignorante de
sus implicaciones.
El contraste entre el Cristo de la fe y el Jesús de la historia es el resultado
de una «fuga de la historia», antes que de una «fuga de la fe», debidas, la una
y la otra, al hecho de haber proyectado sobre Jesús intereses e ideales del
momento. Se liberaba, sí, a Jesús de los ropajes de la dogmática eclesiástica,
pero para ponerle encima vestidos de moda que cambiaban en cada estación. El
inmenso esfuerzo de investigación en torno a la persona de Cristo no ha sido en
cambio en vano, porque es precisamente gracias a él que ahora, exploradas todas
las soluciones alternativas, estamos en grado de llegar críticamente a esta
conclusión [10].
4. «Lloren los sacerdotes, ministros del Señor»
Existe también un segundo llanto en la Biblia sobre el que debemos reflexionar.
Hablan de él los profetas. Ezequiel refiere la visión que tuvo un día. La voz
poderosa de Dios grita a un misterioso personaje «vestido de lino, que llevaba a
la cintura la cartera de escribir»: «Pasa por la ciudad, recorre Jerusalén y
marca una tau en la frente de los hombres que gimen y lloran por todas
las nefastas acciones que se cometen dentro de ella» (Ez 9, 4).
Esta visión tuvo resonancias profundas en la continuación de la revelación y de
la Iglesia. Aquel signo, tau, última letra del alfabeto hebreo, por su
forma de cruz se convierte en el Apocalipsis en el «sello del Dios vivo» impreso
en la frente de los salvados (Ap 7, 2 s.).
La Iglesia ha «llorado y suspirado» en tiempos recientes por las abominaciones
cometidas en su seno por algunos de sus propios ministros y pastores. Ha pagado
un precio elevadísimo por esto. Ha corrido a poner remedio, se ha dado reglas
férreas para impedir que los abusos se repitan. Ha llegado el momento, tras la
emergencia, de hacer lo más importante de todo: llorar ante Dios, afligirse como
se aflige Dios; por la ofensa al cuerpo de Cristo y el escándalo «a los más
pequeños de sus hermanos», más que por el perjuicio y deshonor ocasionado a
nosotros.
Es la condición para que de todo este mal pueda verdaderamente llegar el bien y
se obre una reconciliación del pueblo con Dios y con los propios sacerdotes.
«Tocad la trompeta en Sión,
proclamad un ayuno sagrado,
convocar una asamblea...
Que entre el vestíbulo y el altar
lloren los sacerdotes, ministros del Señor, y digan:
“Perdona a tu pueblo, Señor,
y no entregues a tu heredad al oprobio,
a la burla de las gentes”». (Jl 2, 15-17).
Estas palabras del profeta Joel contienen un llamamiento para nosotros. ¿No se
podría hacer lo mismo también hoy: convocar un día de ayuno y de penitencia, al
menos a nivel local y nacional, donde el problema haya sido más fuerte, para
expresar públicamente arrepentimiento ante Dios y solidaridad con las víctimas,
obrar, en resumen, una reconciliación de los ánimos y reanudar un camino de
Iglesia, renovados en el corazón y en la memoria?
Me dan el valor de decir esto las palabras pronunciadas por el Santo Padre al
episcopado de una nación católica en una reciente visita ad limina: «Las
heridas causadas por estos actos son profundas, y es urgente la tarea de
restablecer la esperanza y la confianza cuando éstas han quedado dañadas... De
este modo la Iglesia se reforzará y será cada vez más capaz de dar testimonio de
la fuerza redentora de la Cruz de Cristo» [11].
Pero no debemos dejar sin una palabra de esperanza también a los desventurados
hermanos que han sido la causa del mal. Sobre el caso de incesto ocurrido en la
comunidad de Corinto, el Apóstol sentenció: «Que este individuo sea entregado a
Satanás, con el fin de que, aunque quede corporalmente destrozado, pueda
salvarse en el día del Señor» (1 Co 5,5). (Hoy diríamos: que sea entregado a la
justicia humana, para que su alma obtenga la salvación). La salvación del
pecador, no su castigo, es lo que le importaba al Apóstol.
Un día que predicaba al clero de una diócesis que había sufrido mucho por esta
razón, me impactó un pensamiento. Estos hermanos nuestros han sido despojados de
todo, ministerio, honra, libertad, y sólo Dios sabe con cuánta responsabilidad
moral efectiva, en cada caso; han pasado a ser los últimos, los rechazados... Si
en esta situación, tocados por la gracia, se afligen por el mal causado, unen su
llanto al de la Iglesia, la bienaventuranza de los afligidos y de los que lloran
pasa a ser de golpe su bienaventuranza. Podrían estar cerca de Cristo, que es el
amigo de los últimos, más que muchos otros –incluido yo-, ricos de la propia
respetabilidad y tal vez llevados, como los fariseos, a juzgar a quien yerra.
Pero hay una cosa que estos hermanos deberían absolutamente evitar hacer y que
alguno, lamentablemente, está intentando en cambio realizar: aprovechar el
clamor para sacar beneficios hasta de la propia culpa, concediendo entrevistas,
escribiendo memorias, en la tentativa de hacer recaer la culpa sobre los
superiores y sobre la comunidad eclesial. Esto revelaría una dureza de corazón
verdaderamente peligrosa.
5. Las lágrimas más bellas
Concluyo aludiendo a un tipo de lágrimas distintas. Se puede llorar de dolor,
pero también de conmoción y de alegría. Las lágrimas más bellas son las que nos
llenan los ojos cuando, iluminados por el Espíritu Santo, «gustamos y vemos cuán
bueno es el Señor» (Sal 34, 9).
Cuando se está en este estado de gracia, sorprende que el mundo y nosotros
mismos no caigamos de rodillas y no lloremos todo el tiempo de estupor y de
conmoción. Lágrimas de este tipo debían correr por el rostro de Agustín cuando
escribía en las Confesiones: «Cuánto nos has amado, oh Padre bueno, que
no te has reservado a tu único Hijo, sino que lo has dado por todos nosotros.
¡Cuánto nos has amado!» [12].
Lágrimas como éstas vertió Pascal la noche en que tuvo la revelación del Dios de
Abraham, de Isaac y de Jacob que se revela por las vías del evangelio, y en una
hojita de papel (hallada cosida en el interior de su chaqueta tras su muerte)
escribió: «¡Alegría, alegría, lágrimas de alegría!». Pienso que también las
lágrimas con las que la pecadora empapó los pies de Jesús no eran lágrimas sólo
de arrepentimiento, sino también de gratitud y de gozo.
Si en el cielo se puede llorar, es de este llanto del que está lleno el paraíso.
En Estambul, la antigua Constantinopla, donde el Santo Padre viajó días atrás,
vivió en torno al año 1.000 San Simeón el Nuevo Teólogo, el santo de las
lágrimas. Es el ejemplo más brillante en la historia de la espiritualidad
cristiana de las lágrimas de arrepentimiento que se transforman en lágrimas de
estupor y de silencio. «Lloraba –cuenta en una obra suya- y estaba en un gozo
inexpresable» [13]. Parafraseando la bienaventuranza de los afligidos, dice:
«Bienaventurados los que siempre lloran amargamente sus pecados, porque les
asirá la luz y transformará las lágrimas amargas en dulces» [14].
Que Dios nos conceda gustar, al menos una vez en la vida, estas lágrimas de
conmoción y de alegría.
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[1] Gregorio Magno, Commento morale a Giobbe, 20,1 (CC 143 A, p. 1003).
[2] Lucrecio, De rerum natura, IV, 1129 s.
[3] Máximo el Confesor, Capitoli vari, IV cent. 39; en Filocalia,
II, Torino 1983, p. 249.
[4] Respectivamente de Michel Onfray, de Richard Dawkins, Sam Harris, Telmo
Pievani, Eugenio Lecaldano.
[5] Carlo Augusto Viano, Laici in ginocchio, Laterza, Bari.
[6] J. D.G. Dunn, Gli albori del cristianesimo, I,1, Brescia, Paideia
2006, p. 81.
[7] Robert Funk, Discurso inaugural de marzo de 1985 en Berkeley, California.
[8] Cfr. J. D.G. Dunn, Gli albori del cristianesimo, I, 1, Brescia 2006,
pp. 75-82.
[9] Cf. F. Alberoni, Innamoramento e amore, Garzanti, Milán 1981.
[10] Cfr. Dunn, Christianity in the Making, Grand Rapids, Michigan 2003.
Se han publicado en italiano los primeros dos volúmenes del primer tomo con el
título Gli albori del cristianesimo, I, La memoria di Gesú, vol. 1: Fede e Gesú
storico; I, 2: La missione di Gesú, Paideia, Brescia 2006.
[11] Benedicto XVI, Discurso a los obispos de la Conferencia Episcopal de
Irlanda, sábado, 28 de octubre de 2006.
[12] Agustín, Confessioni, X, 43.
[13] Simeón, el Nuevo Teólogo, Ringraziamenti, 2 (SCh 113, p. 350).
[14] Simeón, el Nuevo Teólogo, Trattati etici, 10 (SCh 129, p. 318).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]