Capítulo 12
El ministerio de la reconciliación
Marcos nos cuenta en su evangelio el caso de un paralítico curado por Jesús.
La curación tiene lugar en dos etapas.
En la primera el Señor dice al paralítico:
<<Perdonados te son tus pecados>> (Mc 2,5),
y en la segunda le dice:
<<Levántate,
toma tu camilla y anda>>
(Mc 2,9).
El
evangelio establece una relación directa entre ambas etapas, el perdón y la
sanación:
<<Para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados…>>.
La
curación física es signo y consecuencia de la sanación
interior que se ha producido en aquel hombre.
En el
capítulo anterior hemos hablado del perdón como un largo proceso que incluye
varias etapas.
Una de
ellas residía en la voluntad: querer perdonar.
En el momento en que queremos abandonar el rencor, éste deja de ser un pecado.
Pero hace falta una segunda etapa de sanación de nuestra afectividad: la liberación de esos sentimientos negativos frente a los que nos sentimos impotentes.
El Señor acaba liberando al paralítico de sus impedimentos y sus trabas para que pueda reemprender su vida.
Quisiera fijarme ahora en otros personajes que aparecen en la escena: los
acompañantes del paralítico.
El enfermo no está solo.
Tiene unos buenos amigos que le han llevado donde Jesús.
Son buenos amigos que no se han limitado a intentar y cumplir.
Han hecho lo imposible por llegar hasta Jesús.
Tuvieron que descolgar al enfermo por el techo, ya que la puerta estaba bloqueada por la multitud.
El evangelista subraya:
<<Viendo Jesús la fe de ellos>>.
El Señor no se fija sólo en la fe del paralítico, sino también en la de sus acompañantes.
Estos
acompañantes representan la mediación eclesial, que siempre tiene lugar en la
actuación salvadora de Jesús.
La comunidad juega un papel muy importante en todas las etapas del proceso del perdón y la reconciliación.
Dentro de la Iglesia existe un ministerio de reconciliación, que es parte integrante del ministerio integral de salvación del hombre caído.
<<Dios nos reconcilió consigo por Cristo,
y nos confió el ministerio de la reconciliación>>
(2 Cor 5,18).
No sólo
nos ha reconciliado, sino que nos ha hecho reconciliadores.
Esta
vocación profunda está muy hermosamente expresada en la oración de san
Francisco:
<<Hazme
instrumento de tu paz>>.
Con vistas a este ministerio de reconciliación, el Señor reparte en su Iglesia unos carismas especiales del Espíritu Santo.
Hay
personas singularmente dotadas con el carisma de poner paz en medio de las
divisiones, así como hay otras que tienen el anticarisma de ser sembradores de
pleitos y discordias.
La
presencia de sembradores de paz garantiza permanencia y estabilidad de las
comunidades cristianas y de las familias cristianas.
Cuando
asisto como sacerdote a una boda, suelo subrayar en la homilía lo importante que
es el que todos los presentes se comprometan a colaborar a la paz de ese
matrimonio.
Los esposos vivirán en la paz y en el perdón mutuo en la medida en que se vean ayudados por familiares y amigos.
Pero si
la suegra empieza a meter cizaña, si cuando se presentan las divisiones añade
más leña al fuego, en lugar de minimizar los problemas, ¡qué difícil que el
matrimonio pueda superar las crisis y las dificultades que siempre se presentan
en el curso de los años!
La
pertenencia del matrimonio a una comunidad cristiana más amplia proporciona un
amortiguador para todos los conflictos conyugales.
En la comunidad tendrán siempre alguien que les escuche y les comprenda, aunque no siempre les dé la razón en todo.
Los hermanos pueden ser mediadores que en un momento hagan posible un diálogo a tres que saque a campo abierto a personas que se habían atrincherado en sus propias posiciones.
Son
varios los modos como una comunidad cristiana puede ayudar a la reconciliación
de personas enemistadas o ayudar a perdonar a la persona que ha sido
profundamente herida.
En primer lugar está el diálogo.
Todo diálogo es siempre una instancia terapéutica.
Evita
el que una persona se quede encerrada en sus sentimientos negativos.
Muchas veces una persona sola es incapaz de liberarse de la espiral de amargura y violencia que se genera en su interior.
Escribe Jean Vanier a propósito de estas situaciones de bloqueo:
<<Es
necesario un mediador, un reconciliador, un artesano de paz, una persona en
quien se tenga confianza y que se entienda con el
‘enemigo’.
Si confío a esta tercera persona mis dificultades, ella podrá ayudarme a
descubrir las cualidades del
‘enemigo’, o al
menos, comprender mis actitudes y bloqueos>>.
El mero hecho de tener que contar a otros mis sentimientos requiere en mí un esfuerzo de verbalización.
Tengo que buscar las palabras para expresarlos.
Esto es
algo muy doloroso, pero al mismo tiempo muy útil.
El tener que verbalizar me obliga a salirme del torrente de mi subjetividad.
Me tengo que situar <<fuera>> para analizar mis sentimientos y ponerles nombre.
De este modo soy capaz de verlos de una manera mucho más objetiva.
Y al ser objetivo me doy cuenta quizás de que estoy exagerando.
Mis
propias razones me pueden resultar menos convincentes al oírmelas decir en voz
alta.
Por
eso, aunque la persona se limitara sólo a escucharme, ya lo que esto me exige de
verbalización resulta muy válido.
Pero además el interlocutor no se va a limitar a escucharme, sino que también me hablará.
Podrá hacerme preguntas que me iluminen sobre aspectos que no había tenido en cuenta, o me hará cualquier tipo de consideraciones que desdramaticen la situación y abran pistas concretas de solución al problema.
Quizás
sean cosas que siempre he sabido, pero que necesito oír de labios de otro.
Otra gran ayuda que me puede prestar la mediación de los hermanos es la de la oración.
Cuando alguien está enemistado busca una persona que no se limite a escucharle y darle consejos, sino también que le acompañe en la oración.
Desde hace años acostumbro a orar por las personas que vienen a mi despacho a consultarme o a pedir ayuda.
Antes
me limitaba a dialogar con ellos y aconsejarles lo que mejor me parecía.
Ahora, al final, les pregunto si quieren que haga una oración por ellos.
Y allí mismo me pongo a orar con este gesto tan hermoso que es la imposición de manos.
Suelo
hacer una oración espontánea formulada en voz alta, y así presento a esa persona
ante el Señor.
Quizá
se sienta impedida como el paralítico para acercarse ella sola a Jesús.
Necesita unos <<camilleros>>,
y yo me ofrezco simplemente a hacer de camillero y buscar el agujero en el techo
por donde descolgar la camilla.
Siempre comienzo mi oración con la alabanza.
Alabo
al Señor y le doy gracias por ese hermano o esa hermana, por todo lo bueno que
hay en él; agradezco de antemano al Señor el hecho de que va a escuchar nuestra
oración, porque lo ha prometido.
Expreso
en voz alta mi fe en el Señor, porque él se fija no sólo en la fe del enfermo,
sino también en la de los que le llevan (cf Mc 2,5).
Invoco al Espíritu Santo, que es amor, y pido que seamos capaces de perdonar y de amar con el mismo ardor con que Dios nos ama y nos perdona.
Voy
enumerando cada una de las heridas que tiene el hermano y las pongo delante del
poder sanador del Señor.
A veces expreso mi oración con un canto y otras simplemente con palabras.
También insisto en que la otra persona ore y no se limite a adoptar una postura pasiva.
Si no
es capaz de hacer una oración espontánea, le voy poniendo yo palabras en la boca
y le sugiero que las repita en voz alta.
Se
trata de acompañar a la otra persona en la oración y no de sustituirla.
En el curso de la oración es frecuente que el Señor me sugiera interiormente algún texto bíblico que sea una respuesta directa al problema del hermano.
Entonces abro la Biblia y se lo leo, dejándole al final la referencia para que pueda meditarlo en casa.
Quisiera testimoniar ahora la eficacia tan grande que tiene este tipo de oración que acabo de describir.
Se trata de algo muy sencillo y natural, sin ningún tipo de aspavientos extraños.
Hasta
ahora no me he encontrado un solo caso de una persona que haya rechazado este
tipo de oración o que haya experimentado un efecto negativo.
No
tiene ningún tipo de contraindicaciones.
Lo que sí he experimentado es que la gente se queda muy liberada, y es un momento importante en todo el proceso de perdón y sanación de rencores y enemistades.
Después
de mucho tiempo, son bastantes los que han olvidado la conversación que
mantuvieron conmigo o de los consejos que yo les di, pero sí recuerdan esa
sencilla oración que hice por ellos como un momento de gracia.
Esta
oración tiene una eficacia aún más grande cuando se hace en el contexto del
sacramento de la reconciliación.
Por desgracia, en el contexto clásico de la confesión en confesionario es muy difícil introducir este tipo de relación de diálogo y oración.
Todo ha quedado muy esquemático y ritualizado y las mediaciones psicológicas tan pobres empobrecen también mucho la gracia sacramental.
Pero
cuando es posible juntar ambos elementos, contexto sacramental y encuentro
personal, la gracia que se recibe se ve muy intensificada.
Esa misma oración que acabo de describir puede realizarse también en grupo.
En la comunidad Fontanar de Murcia, como en otras muchas comunidades carismáticas, existen los grupos de intercesión.
Son pequeños grupos de tres o cuatro hermanos dispuestos a escuchar y acompañar en la oración a personas que necesitan una gracia especial en un momento de su vida.
Dentro de una comunidad conviene también tener de vez en cuando liturgias penitenciales de reconciliación.
En ellas se da oportunidad a todos los miembros de pedir perdón y de dar perdón.
Por
supuesto que la confesión pública sólo tiene un sentido cuando se trata de
pecados públicos.
Entiendo por pecados públicos todos aquellos fallos y debilidades nuestras con
los que hacemos sufrir a los que nos rodean y de los que todos son bien
conscientes.
Es muy importante que los que han sido testigos de nuestros pecados sean también testigos de nuestro arrepentimiento.
Por ello conviene confesar en voz alta nuestra poca fidelidad a los compromisos asumidos en comunidad, la impuntualidad y ausencia a los actos comunes, las veces que nos hemos dejado llevar de nuestro mal carácter o de la crítica destructiva y los estados de ánimo.
El
experimentar cómo la comunidad me perdona es algo que me ayudará mejor a
vivenciar el perdón de Dios.
Además,
la confesión borra el mal sabor de boca que dejó en la comunidad mi mal
comportamiento y suscita la benevolencia comunitaria hacia mí, con lo que me
pueden ayudar mejor a luchar contra mis defectos.
Todos
han visto la parte mala de mi carácter.
Les debo hacer testigos también de mis deseos de mejorarme; dejarles conocer la lucha que traigo conmigo, mis gritos, mis lágrimas, mis tentaciones de desesperación cada vez que vuelvo a caer en las mismas cosas.
Si
conocieran todo esto, quizás me condenarían menos severamente y se sentirían
menos propicios a comentar a mis espaldas los fallos que yo mismo he confesado
públicamente.
Cuando
comparto mis debilidades y confío mis fallos al amor misericordioso de la
comunidad, les estoy comprometiendo a colaborar conmigo de una forma positiva
con su amor y su comprensión.
Además, de esta manera ya no tendré que cargar yo solo con mi propia culpa, ni esconderme de los demás.
Sacaré de ahí la fuerza para luchar más eficazmente contra mi hombre viejo.
San
Pablo nos exhorta a ayudarnos unos a otros a llevar nuestras cargas para cumplir
así la ley de Cristo
(Gál 6,2).
Confesando mis pecados en público estoy dando acceso a los demás a un área de mi
ser que habitualmente me gusta reservarme para mí solo, pero que necesito
compartir con los demás.
En la
liturgia penitencial la comunidad ora no sólo para que Dios perdone los pecados
de los miembros de la comunidad, sino también para que ellos se perdonen unos a
otros.
El perdón es algo que se pide y se recibe.
La conversión tiene que llegar al hermano pecador, pero también al hermano que guarda rencor hacia los que pecaron contra él.
Además del momento público de acusación de pecados, en una reconciliación comunitaria tiene que haber otro momento en que se exprese ese perdón concedido.
El dar
y recibir perdón puede hacerse en el contexto de la paz.
En el momento de darse la paz unos a otros puede haber un momento de diálogo en que los miembros enemistados puedan pedirse perdón unos a otros.
El que pide perdón debe hacerlo de una manera sencilla y concreta.
<<Perdóname porque el otro día me porté mal contigo, te di una mala respuesta, no te quise hacer un favor, hablé mal de ti en público…
…Lo
siento mucho porque no te merecías tú ese comportamiento por parte mía.
Perdóname>>.
La respuesta tiene que ser igual de clara y sencilla.
<<Gracias
por pedirme perdón, yo también me he portado otras veces mal contigo y por eso
te perdono de corazón>>.
Hay algunos que se sienten muy cortados cuando les piden perdón, y tratan de disculpar al otro con frases como <<No te preocupes. No ha tenido importancia. No me ha molestado>>.
Creo que es mucho mejor reconocer la ofensa y decir pura y llanamente: <<Te perdono>>.
Ésa es ni más ni menos la palabra que el otro necesita escuchar.
La reconciliación comunitaria termina con una oración en la que la comunidad agradece a Dios el don del perdón concedido y gozosamente celebra con una fiesta la experiencia del amor misericordioso de Dios.
<<Alegraos
conmigo>>
(Lc 15,6-9).
Como en el banquete del hijo pródigo, la alegría y las danzas y la música de la comunidad deberían ser tan ruidosas que las escucharan desde lejos los que vuelven del campo (Lc 15,25).