Capítulo 11
La alegría del encuentro
Muy frecuentemente oigo decir:
<<Perdono
pero no olvido>>.
Las
personas que se expresan de esta manera han recorrido las dos primeras etapas
que reseñábamos en el capítulo anterior, pero no han llegado todavía a la
tercera, el momento de la sanación interior, que borra toda amargura de
nuestra memoria.
Esta
sanación interior es una gracia de Dios, pero podemos colaborar con esta
gracia mediante nuestros procesos mentales de signo positivo.
Ahora quisiera detallar tres tipos de consideraciones positivas que nos ayudarán mucho a <<perdonar y olvidar>>.
La primer consideración es la memoria de los beneficios que hemos recibido en otro tiempo de esa persona que más tarde nos ofendió.
Escribe san Juan Crisóstomo:
<<Si
dices que te llenas de amargura al recordar las ofensas, acuérdate de cuántas
cosas buenas ha hecho por ti el ofensor y de cuántas cosas malas has hecho tú
a otras personas>>[1].
Muchas veces me ha ocurrido, pero recuerdo un caso concreto. Con una cierta persona me había volcado en un momento en el que atravesó un período difícil. Serían incontables las horas que dediqué a escucharle y acompañarle; la paciencia que tuve con sus estados de ánimo cambiantes, con sus avances y retrocesos.
Y
después de todo eso, porque un día me cogió nervioso, de mal humor y le di una
mala respuesta, rompió para siempre conmigo y me ha cobrado un gran
resentimiento.
¡Qué
injusto este proceder! En este caso lo veo clarísimo, y sin embargo me doy
cuenta que yo también he actuado así con otras personas y he sido injusto con
ellas.
¿Cómo puede una sola ofensa, una sola palabra dicha en un momento de ira o impaciencia, anular de raíz una bonita amistad de mucho tiempo? ¿Cómo se puede transformar la amistad en odio por una sola palabra inconsiderada?
Y,
sin embargo, el hombre tiene esta perversa capacidad de dejarse deslumbrar por
un foco puesto ante sus ojos y no ver la realidad que queda detrás de esa luz
que nos deslumbra. ¡Cuántos
recuerdos bonitos, cuántos beneficios quedan así ocultos ante nuestros ojos!
Rufino y Jerónimo habían sido grandes amigos y con el tiempo llegaron a enemistarse. Enterado de ellos san Agustín, le escribió a san Jerónimo una carta muy dura en la que le reprendió su enemistad con Rufino con estas palabras:
<<Me
ha dolido mucho que en personas tan queridas y familiares unidas por un
vínculo de amistad tan notorio en todas las iglesias, haya surgido una
discordia tan grave…¿Qué
amigo no deberá ser tenido por futuro enemigo si entre Jerónimo y Rufino
ha podido surgir esta desavenencia que todos lamentamos?>>[2].
Me impresiona mucho esta idea. Si una amistad del pasado ha llegado a destruirse, todas mis amistades de hoy, aún las más bonitas, están amenazadas. <<¿Qué amigo no deberá ser tenido por futuro enemigo?>>. Si tu amigo de hoy tira piedras contra su amigo de ayer, puedes razonablemente temer que un día las tirará contra ti.
La
mejor manera de sentirse seguro de nuestras amistades de hoy es el no
haber sido fáciles en destruir nuestras bonitas amistades de antes.
Reconciliémonos con todo nuestro pasado y viviremos tranquilos y seguros
nuestro presente.
Haz este ejercicio aunque te resulte muy doloroso en un principio. Anota cuidadosamente todos los favores que has recibido de esa persona antes de ofenderte tan gravemente. Redacta una lista con ella y compón una letanía de acción de gracias. No olvides ningún detalle, ningún momento bonito vivido juntos. Reaviva esa amistad aún encendida bajo las cenizas del odio. <<Mientras se odia mucho, se ama todavía un poco>>.
Descubre ese amor que todavía vive en ti disfrazado de odio, y libéralo en tu
recuerdo. Quizá tu ofensor no sea tan monstruoso como le pintas ahora.
Libérale de su mal comportamiento; reconoce que es capaz de hacer otras cosas
bien; piensa en otras personas para quienes ha podido ser bueno. Si hay otros
que le aprecian, ¿no habrá
algo bueno en él que tú ahora estás incapacitado para reconocer?
Si tú mismo le has apreciado tanto, ¿te habrás podido equivocar tan radicalmente entonces? ¿No será ahora cuando estás un poco obcecado? Seguramente no es ni el monstruo que crees ahora ni el santo que pensabas entonces. Es sencillamente un pobre hombre como tú que viven en un mundo muy imperfecto.
Al poner de manifiesto los valores del otro, <<éste ya no aparece meramente como un ofensor, sino como un ser humano portador de valores a pesar de su debilidad>>[3].
Le
has liberado de la etiqueta de
<<ofensor>>
en la que resumías toda su personalidad y simultáneamente te has liberado a ti
de la etiqueta de
<<víctima>>
en la que
resumías toda la tuya.
Esto
que he aplicado al caso de enemistades personales, habría que aplicarlo
también en nuestro enfrentamiento con instituciones.
¡Qué
triste la figura del renegado! Sucede a veces que, cuando uno deja una
institución en la que ha militado durante años, sale profundamente amargado y
rencoroso.
Estando en el Perú trabajando en una misión hubo un tremendo conflicto que
motivó el que algunos compañeros jesuitas dejasen la Compañía de Jesús
profundamente amargados y resentidos. De oírles a ellos, la Compañía a la que
habían entregado toda su vida durante veinte años era una institución
monstruosa, que no había por dónde cogerla.
Hablando un día con uno de ellos recuerdo que le dije: <<Si la Compañía es tan monstruosa como la pintas, ¿cómo es que has tardado veinte años en darte cuenta? ¿Tan ingenuo y tontorrón has sido todos estos años? ¿Has dado lo mejor de tu vida a una institución tan vil?>>
¡Qué pena tirar tantas piedras contra nuestro propio tejado!
Una
segunda consideración que puede ayudarnos mucho en el proceso del perdón es
descubrir la parte de culpa que nos ha podido caber a nosotros en el proceso
de ruptura. Ya sé que duele mucho el solo hecho de planteárnoslo. La primera
respuesta que nos viene es que yo he sido una víctima inocente. Me niego tan
siquiera a plantearme la posibilidad de que yo haya tenido algo de culpa.
Ahí
están para probarlo las últimas injurias que me ha hecho, evidentes a la luz
de cualquier testigo.
Puede
que así sea; que al final tu ofensor se haya portado tan mal que se haya
desacreditado del todo con su último comportamiento.
Pero ¿qué pasó al principio?
En el
origen de las grandes decepciones hay que intuir a veces que existieron falsas
expectativas, ilusiones infantiles, posesividad desmesurada.
¿No
exigiste de él más de lo que podía dar?
¿No
le llegaste a atosigar con tus continuas demandas?
¿No
quisiste acapararlo para ti y le impediste ser él mismo?
<<Quien perdona ha de discernir hasta qué punto nuestras expectativas infantiles han podido preparar el cambio al dolor profundo que se sufre ahora. Perdonar es aceptar la responsabilidad propia por la visión de la vida y de las relaciones humanas que cada cual mantiene>>[4].
Cuando el otro se ve confrontado con expectativas desmesuradas empieza a tener
miedo y emprende la huida. Cuanto más siente que se le exige, menos está
dispuesto a dar. Se pone a la defensiva y trata de proteger su área de
libertad. Y finalmente pasa a la carga y comienzan sus desplantes frente a los
nuestros, sus recriminaciones frente a las nuestras.
Se ha iniciado el círculo vicioso. El marido va poco por casa. Como consecuencia, cada vez que aparece, la mujer se pone a lanzarle reproches. La perspectiva de tener que aguantar los reproches de su mujer es lo que más influye para que vaya menos por casa. Entonces los reproches de la mujer se hacen todavía más culpabilizantes. ¿Quién está dispuesto a romper el círculo vicioso?
Nos
hablaba san Pablo de amontonar carbones encendidos sobre la cabeza del
ofensor. <<Si
tu enemigo tiene hambre, dale de comer; y si tiene sed, dale de beber;
haciendo así amontonarás ascuas encendidas sobre su cabeza. No te dejes vencer
por el mal, ante vence el mal con el bien>>
(Rom 12,20-21).
No se trata, por supuesto, de ser tontorrones ni condescendientes. Quizás nuestro error ha podido ser transigir demasiado en un principio, permitir que el ofensor se acostumbrase a poder obrar con total impunidad. Hemos dedicado un capítulo a la corrección fraterna mostrando cómo reprender al que se porta mal con nosotros es un acto de caridad. Pero ¡cuántas de esas correcciones han tenido muy poco de fraterno!
Han
sido meros desahogos temperamentales, descargas de nervios, escenas, que no
son precisamente ese
<<bien>>
con el que hay que vencer el mal.
Nuestro perdón tampoco significa aprobar el comportamiento del otro, o darle
la razón en su injusticia. Al contrario, perdonar a otro presupone un
reconocimiento de que se ha portado mal; si no, no tendría sentido perdonarle.
Una
tercera consideración que puede ayudarnos a ver al ofensor con una mirada
menos airada es tener en cuenta su historia personal.
En la comunidad de jóvenes con los que trabajo solemos representar un mimo para ilustrar este punto. Lo llamamos <<las heridas del niño de luz>>.
Al
fondo, sobre un estrado, se coloca a un joven sonriendo, con las manos
alzadas. Un foco de luz ilumina su rostro. Representa al
<<niño de luz>>,
el interior de la persona cuya vida se va a presentar delante del estrado.
Figura a la persona tal como sale de manos de Dios, antes de recibir todos los
golpes que nos da el mundo. Es importante escoger un joven que tenga una cara
especialmente alegre y luminosa
La primera escena que se representa es la de una mesa de comedor. Están sentados la madre y un niño de cuatro años, nuestro protagonista. El niño juega distraído con el tenedor y el cuchillo. En esto aparece el padre, que llega de la oficina nervioso, gesticulando. Quizás la grúa le ha llevado el coche, o el jefe le ha echado una bronca. Comienza a amenazar al niño.
El
niño, que no entiende de grúas ni de jefes, sigue jugando. Finalmente el padre
da un tremendo bofetón al niño. En este momento, el niño de luz que está sobre
la tarima se encoge con una mueca de dolor, y la luz de su rostro se hace
menos intensa. Ya ha recibido la primer herida.
La segunda escena se sitúa en la calle. Unos niños juegan con sus canicas. Nuestro protagonista quiere jugar con ellos y se acerca. Pero bien sea porque no es del mismo barrio o no es de la misma clase social, lo rechazan ostensiblemente. El niño de luz sobre la tarima se encoge aún más. Así se van sucediendo las escenas y cada vez se le ve al niño de luz más replegado y más caído, y la luz de foco se va oscureciendo.
Al
final, la última escena es igual que la del principio: una mesa de comedor.
Una mujer y una niñita sentada jugando con un cuchillo y un tenedor. Ahora
nuestro protagonista ha crecido, se ha casado y tiene esa hijita. Él es ahora
el padre que llega furioso del trabajo y amenaza a su hija y gesticula para
acabar dándole un tremendo bofetón. El niño de luz acaba de desplomarse sobre
la tarima y la luz se apaga del todo.
La
moraleja es bien sencilla. El que ha sido herido acaba él también hiriendo.
La doctrina del pecado original tiene un aspecto consolador. No he sido yo quien he inventado el pecado. Antes de pecar yo, han pecado contra mí; antes de ser verdugo, he sido víctima.
Pues
bien, piensa ahora en esa persona que te ha golpeado.
¿Cómo habrá sido su infancia?
¿Cuántos
golpes habrá recibido?
¿Qué
carencias de afecto, qué agresividades habrá tenido que soportar para llegar a
ser ahora tan violento?
San
Pablo nos habla del pecado como un poder maléfico que habita dentro de
nosotros y nos trae y nos lleva a donde no queremos ir.
<<No
hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y si no hago lo
que quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí>>
(Rom 7,19-20).
Somos
víctimas antes de ser verdugos. Antes de pecar, han pecado contra mí. Antes de
golpear yo, me han golpeado a mí y me han enseñado a golpear. Nadie ha
aprendido solo. Y esto que lo veo tan claro en mí, he de aplicarlo también a
las personas a quienes me cuesta perdonar. No son monstruos, son sencillamente
pobres hombres como yo. La única manera de hacer desaparecer el rencor será
transformándolo en compasión.
Jesús, en la cruz, sintió lástima de los que le crucificaban. Les vio más como
víctimas que como verdugos y por eso pudo orar al Padre por ellos diciendo:
<<Padre,
perdónales porque no saben lo que hacen>>
(Lc 23,43).
Jesús nos ha enseñado a ser compasivos como el Padre es compasivo (cf Lc 6,37).
<<Sed compasivos, amaos hermanos, sed misericordiosos y humildes.
No
devolváis mal por mal ni insulto por insulto; antes al contrario bendecid,
pues habéis sido llamados a heredar una bendición>>
(1 Pe 3,8-9).
En el capítulo 15 de San Lucas se recogen las tres parábolas de la misericordia: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo perdido.
Como muchos han hecho notar, propiamente el tema de estas parábolas no es el perdón. Estrictamente no podemos decir que el pastor perdona a la oveja por haberse perdido, y mucho menos que la mujer perdone a la moneda por haberse metido debajo de un mueble.
El
punto central que ilustra estas parábolas es la alegría del encuentro; la
tristeza que Dios tiene cuando estamos lejos y la alegría que Dios tiene
cuando nos encuentra. En definitiva, ilustran que no le somos indiferentes a
Dios.
El mensaje de alegría de Dios dice mucho más que el simple mensaje de su perdón. Porque el perdón sin alegría no es verdadero perdón. Hay quien perdona como si escupiera, arrojando su perdón desde arriba como una limosna. Hay quienes perdonan como un truco para ensalzar su propia vanidad y demostrarse a sí mismos y a los demás lo buenos y generosos que son.
Se
perdona por interés; se perdona por olvido o por cansancio; se perdona a veces
con repugnancia y escatimando el perdón con avaricia. Muchos aprovechan la
oportunidad del perdón para expresar todo un catálogo de reproches antiguos.
¡Cuántos
perdones que no nacen del amor, signo del egoísmo! Por eso sería muy poco si
el evangelio sólo dijera que Dios nos perdona. Pero el evangelio nos dice
mucho más: nos habla de la alegría del encuentro.
Sólo cuando hay amor puede haber alegría en el perdón.
Sólo
cuando hay amor nos parece que no otorgamos un beneficio al perdonar, sino que
más bien lo recibimos. El amor hace que el perdonador quede en deuda con el
perdonado no menos que el perdonado queda en deuda con el perdonador. El que
perdona no da, recibe. Recibe una alegría ruidosa, festiva, desbordante que
hay que comunicar con los vecinos.
Así perdona Dios y así debemos perdonarnos unos a otros. El perdón me ha llevado a descubrir los valores de esa persona a quien dentro de mi corazón había borrado del libro de los vivos. Entonces he encontrado a mi hermano a quien había ofendido. <<Estaba perdido y ha sido hallado>>. El perdón me lo devuelve vivo. <<Estaba muerto y ha vuelto a la vida>> (Lc 15,32).
Porque perdonar es resituar al otro en mi corazón en el mismo lugar donde
estaba antes de la ofensa.
[1] PG 58, 722.
[2] San Agustín, PL 33, 248.
[3] R. Studzinski, o.c. 187.
[4] Ib 189.