Capítulo 9
Cómo recibir la corrección fraterna
Hay
sólo una cosa tan difícil como el corregir, y es precisamente el ser corregido.
A nadie
le agrada verse cogido en una falta o en un escorzo desfavorable.
Nos
gusta salir bien en las fotografías, y si descubrimos una foto en la que hemos
salido mal, en seguida queremos destruirla.
¡Cuidamos tanto nuestra imagen!
Sin
embargo, la palabra de Dios nos estimula continuamente a desear que los hermanos
nos corrijan.
En los libros sapienciales ésta es precisamente una de las señales más claras de la sabiduría humana y la que distingue al sabio del necio.
<<El
que ama la instrucción ama la ciencia, el que odia la reprensión es un necio>>
(Prov 12,1).
<<El que odia la corrección perecerá>> (Prov 15,10).
<<Quien
desatiende la corrección se desprecia a sí mismo>>
(Prov 15,32).
Todos
comprendemos bien a nivel racional la necesidad de ser corregidos.
Cualquier crítica, por mínima que sea, la percibimos como un ataque, una
condenación global de nuestra persona.
Sólo los hombres muy maduros saben enfrentarse con la crítica de una manera objetiva, sin permitir que se mezclen los sentimientos de ese niño herido e inseguro que llevamos dentro.
La sociedad consumista en la que vivimos nos acostumbra a pensar que cualquier articulo deteriorado ya no sirve para nada.
Voy a una tienda a comprar un jersey y si tiene un punto saltado lo rechazo: ha dejado de tener valor.
Voy a
comprar una vajilla y si encuentro un plato desportillado lo aparto.
Sólo vale para la basura.
El instinto consumista me hace temer que cualquier defecto que encuentre en mí mismo me hace rechazable para los demás.
Por eso
no quiero reconocer mis defectos.
La persona madura, en vez de esta mirada consumista, tiene la mirada del arqueólogo.
Cuando
un arqueólogo encuentra en sus excavaciones un ánfora griega, no le importa que
esté desportillada o que le falte el asa.
Sabe
apreciar plenamente su valor: los defectos de la pieza hallada no le impiden
reconocer su belleza.
A la
Venus de milo le faltan nada menos que los brazos y sigue siendo la escultura
más apreciada de todo el museo del Louvre.
Si tuviésemos la mirada del arqueólogo en lugar de la mirada consumista, estaríamos mejor dispuestos a reconocer nuestros defectos.
No
consideraríamos una amenaza la crítica que nos dirigen las personas que nos aman
y nos valoran y además quieren ayudarnos.
Estaríamos más dispuestos a reconocer nuestras limitaciones si estuviésemos
seguros del amor de los demás, y de su aprecio fiel y permanente.
Aceptamos la crítica sólo de aquellos por quienes nos sentimos muy amados.
La
mayoría de las personas viven a la defensiva, embrollados en sus propios
autoengaños, con una imagen equivocada sobre el propio yo.
Nos da miedo la verdad.
Cuando
se remueve una piedra los bichitos que hay debajo se agitan nerviosos porque no
están acostumbrados a la luz.
Es fácil entender que los niños le tengan miedo a la oscuridad.
Pero
¡qué difícil entender que
tantos adultos tengan miedo a la luz!
Derribar nuestras defensas, abrirnos a la luz, descubrir la verdad sobre uno
mismo es el camino de la madurez y de la verdadera libertad.
Sólo
<<es
la verdad la que nos hace libres>>
(Jn 8,32).
Un personaje que aparece continuamente en la Biblia es el <<necio>>.
Frente a la sabiduría se alza la necedad de los hombres.
Esta
necedad se atribuye muchas veces a la arrogancia.
Para
mí, en el fondo de la arrogancia y de la vanidad no hay más que inseguridad.
Los que
están seguros de sí mismos no tienen miedo de reconocer sus defectos y evaluarse
a sí mismos objetivamente.
Son sólo los inseguros, los que no conocen sus verdaderos valores, los que viven mentiras sistemáticas y pretenden ser lo que no son.
Quien
conoce sus propios valores no necesita que los demás se los reconozcan; no va
por ahí mendigando elogios, no le importan las críticas.
En el
fondo de toda persona vanidosa hay un pobre niño inseguro que suplica caricias,
palabras de reconocimiento, masajes cardíacos.
Algunos
se identifican con una cualidad que poseen: una cara bonita, un cuerpo ágil,
inteligencia, simpatía, dinero, y andan continuamente exhibiéndola.
Viven en una ansiosa caza de reconocimiento, en una necesidad compulsiva de afirmar sus cualidades, para ocultar y hacerse perdonar sus defectos.
Saben qué cosas les hacen <<ganar puntos>> o <<perder puntos>>, pero tienen miedo de que un día se les venga abajo todo ese montaje de imagen que han ido realizando tan trabajosamente.
Por eso les da miedo cuando se les enfrente con sus defectos.
Piensan
que es el comienzo del fin.
Y sacan a relucir todos sus mecanismos de defensa y su agresividad hacia fuera, que es la violencia, y su agresividad hacia adentro, que es la depresión.
El <<necio>> odia la reprensión, desatiende la instrucción.
<<No
reprendas al arrogante porque te aborrecerá. Reprende al sabio y te amará>>
(Prov 9,8).
En cambio, el sabio valora la reprensión cuando se le hace con amor.
<<Anillo
de oro o collar de oro fino la reprensión sabia en un oído atento>>
(Prov 25,12).
Agradecemos profundamente la ayuda de las personas que nos quieren ayudar a ser
mejores.
Los
textos del Nuevo Testamento nos animan a valorar a los dirigentes que amonestan
a la comunidad y a valorar lo ingrato de su tarea.
<<Tened en consideración a los que trabajan entre vosotros, os presiden en el Señor y os amonestan.
Tenedles en la mayor estima por su labor>>
(1 Tes 5,1).
La carta a los Hebreos añade con una cierta ironía:
<<Someteos
a vuestros dirigentes para que lo hagan con alegría y no lamentándose, cosa que
no os traería ventaja alguna>>
(Heb 13,17).
Bastante le cuesta al otro pobre corregirte; no se lo pongas demasiado difícil.
Si una
vez he llevado mal la corrección, probablemente ya no se atreverán a corregirme
más y me tratarán siempre entre gasas y algodones.
En realidad me debería preocupar cuando pasa el tiempo y nadie me avisa de ningún defecto.
Eso sí que es un mal síntoma que debería alarmarme:
- <<Pasan de mí>>,
- <<no se interesa nadie por mi persona>>,
- <<no tienen confianza conmigo>>,
- <<me creen demasiado sensible y tienen miedo de herirme>>,
-
<<me
ven incorregible>>;
Estas y otras consideraciones parecidas son las que deberían preocuparnos cuando en una comunidad cristiana nadie nos ayuda a luchar contra nuestros defectos.
Viniendo ya al concreto de cómo hemos de recibir la corrección fraterna, nos ayudarán estas pequeñas recetas prácticas:
Escucha. Trata de entender lo que te dicen.
No te pongas a la defensiva.
No prepares tu defensa mientras el otro habla; escucha atentamente y trata de entender lo que te dice.
No le interrumpas y déjale hablar hasta el final.
Pregúntale si tiene algo más que decirte.
<<Sin
haber escuchado no respondas, ni interrumpas en medio del discurso>>
(Eclo 11,8).
<<Si
uno responde antes de escuchar, eso es para él necedad y confusión>>
(Prov 18,13).
Agradece. Aún cuando no estés de acuerdo con lo que te ha dicho, dale las
gracias.
Agradece que
se haya interesado por ti, que se haya tomado su tiempo para hablarte, que se
haya pasado el sofocón de decir algo desagradable, que haya tenido confianza
contigo, que te haya dicho las cosas a la cara en lugar de ir hablando a tus
espaldas, que te juzgue una persona madura, capaz de aceptar la corrección, de
cambiar y de enmendarse.
Pregunta. Si en un principio no estás de acuerdo con los hechos que te atribuyen o con la valoración que se hace de ellos, pregunta cuál es la evidencia sobre la que basan sus críticas.
Pero no exijas que te den el nombre de las personas que hayan podido informar.
Él no debe decírtelo en ningún caso y tú no debes sonsacarle.
Lo
importante son los hechos y no la fuente de información.
Duda.
Quizás tu primera reacción sea pensar que no tienen razón.
El
hombre humilde y prudente es consciente de la posibilidad de equivocarse, de sus
autoengaños y racionalizaciones.
El
Apóstol nos anima a
<<considerar
a los demás como superiores>>
(Flp 2,3).
Por eso, valora el juicio del hermano más que el tuyo propio y dale el beneficio de la duda.
Quizás
tu primera reacción sea defensiva.
<<Es
humano defendernos.
Todos
defendemos nuestro yo en grados diversos. Es casi tan automático como la acción
refleja que cierra el párpado cuando algún objeto extraño se introduce en el
ojo.
Así,
cuando nuestro yo es atacado por la crítica, nuestra reacción automática es
buscar alguna manera de proteger ese yo íntimo>>
H. Rohrer,
La
corrección fraterna, en
<<Koinonia>>,
58, 16.
Analiza. Después de dudar e intentar ver las razones del otro, quizás te siga pareciendo que el reproche no está justificado, que el otro está mal informado o no ha hecho una valoración correcta de los hechos o de tus intenciones.
No por
eso debes reaccionar con agresividad.
Trata
de preguntarte las razones que ha podido tener el que te corrige.
Quizás
te hable desde su envidia, o desde sus miedos, o desde su ansiedad.
A lo mejor te está pidiendo ayuda.
Es muy
corriente encontrar personas que, cuando necesitan que les hagas caso, llaman la
atención atacando.
Quizás
se trate de una persona irreflexiva o superficial, o de alguien demasiado
exigente o perfeccionista.
Quizás te puede ayudar el consultar a una tercera persona imparcial que conozca bien la situación.
Pero si estás verdaderamente tranquilo de que no has merecido ese reproche, quédate tranquilo.
Estudia serenamente las razones que te dan, pero no seas de esas personas inseguras que necesitan la aprobación unánime de todos.
Comprende que no todos pueden comprenderte.
Espera. Después de recibir la crítica negativa o la corrección fraterna, tómate todo el tiempo que necesites antes de decidir cuál va a ser tu reacción.
Después
de informarte y preguntar todos los detalles que necesitas, puedes contestar de
momento con estas palabras:
<<Gracias
sinceramente por lo que me has dicho. Gracias por haber tenido la confianza y la
sinceridad de haberme venido a hablar de esto.
Ya sé que no te ha resultado fácil y éste es un motivo más para agradecértelo.
Déjame un tiempo para pensarlo mejor y para presentarlo al Señor en la oración.
Me
gustaría mucho seguir otro día esta conversación y continuar el diálogo; ante
quiero reflexionar sobre todo lo que me has dicho>>.
Ora.
Pídele al Señor que te ilumine, invoca al Espíritu Santo.
Abre tu
corazón a esa luz que disipe tus tinieblas y te dé lucidez para conocer
todos tus engaños y racionalizaciones.
Pídele
fortaleza en caso de que tengas que contradecir a la persona que te ha
corregido mostrando que se equivoca.
Pídele mansedumbre y humildad para evitar cualquier tipo de resentimiento.
Sé
amable. Evita cualquier tipo de reacción airada de gestos o muecas de
disgusto.
No te salgas por la tangente con argumentos <<ad hominem>> diciendo cosas como:
-<<Pues tú más>> o
-
<<Si
yo me pusiese a decirte a ti todo lo que haces mal…>>.
No pases al contraataque.
Quizás
tú también tengas que ayudarle al otro a corregirse de sus defectos, pero ahora
no es el momento.
No desvíes tampoco la conversación hacia terceras personas diciendo:
- <<Eso lo hacen todos, ¿por qué me lo dices sólo a mí?>> o
- <<Fulanito lo hace también y a él nunca le dices nada>>.
No estamos hablando ahora de Fulanito, sino de ti.
El mal de muchos es sólo consuelo de tontos.
Es tu
conducta la que tienes que examinar ahora y no la de los demás.
Por
otra parte, aun cuando la corrección haya sido injusta, acógela con amabilidad.
Si te
molestas, la otra persona cogerá miedo y quizás ya no te avisará en otras
ocasiones en que lo necesites de verdad.
Si esta vez te han juzgado mal, vaya por todas las veces en que has actuado mal y no te han dicho nada o no se han enterado.
Lo uno por lo otro.
Hay
algunos también que se ponen muy agresivos cuando les señalan defectos que ellos
mismos reconocen.
Notaba
ya san Gregorio cómo hay personas que confiesan sus faltas de buena gana,
pero cuando otro se las reprende, entonces se molestan, se defienden y se
excusan.
Entre
españoles reconocemos con gusto los defectos de nuestra patria.
Pero ¡ay del extranjero que se atreva a reprocharnos aquello que nosotros mismos confesamos!