Capítulo 7
A tu boca pon puerta y cerrojo
Uno de
los capítulos de ofensas más importantes que requieren todo un proceso de perdón
son las ofensas que se cometen con la lengua.
Ya el apóstol Santiago subrayaba que
<<la lengua es un miembro pequeño,
pero puede gloriarse de grandes cosas.
Mirad qué pequeño fuego abrasa un bosque tan grande.
Y la
lengua es fuego>>
(Sant
3,5-6).
Cada
año perecen arrasadas en nuestro país miles y miles de hectáreas de bosque. Esos
bosques estaban poblados de vida, de multicolores especies de plantas y flores,
de una fauna riquísima de aves, ciervos, ardillas…
En un solo momento todo eso puede quedar arrasado para convertirse en un
desierto de muerte y desolación.
Mucha más vida queda arrasada por los pecados de la lengua.
A veces
basta una sola palabrita o un dejo irónico, para destruir amistades que se han
ido consolidando durante años, como en un momento puede arder un olmo
centenario.
Los
antiguos manuales de moral especificaban con todo detalle los distintos pecados
que cometemos al hablar.
- la calumnia, cuando se difunde un defecto o pecado ajeno que es falso;
- la detracción, cuando se trata de pecados o vicios verdaderos, pero secretos;
- la
simple murmuración, cuando se comentan defectos verdaderos y públicos.
Dentro del capítulo de la difamación distinguían:
Según
estos manuales a los que me refiero, todo este capítulo de la difamación del
prójimo es de suyo pecado grave, aunque en ocasiones se puede admitir
lo que se llama
<<parvedad
de materia>>,
que haría el pecado leve cuando el objeto de nuestra crítica es un defecto
pequeño del prójimo que no llega a destruir su fama y su buen nombre.
Debemos poner un gran esfuerzo en controlar las palabras que salen de nuestra boca.
<<A tus palabras pon balanza y peso,
a tu
boca pon puerta y cerrojo>>
(Eclo 28,25).
Todas
las mañanas tendríamos que hacer un propósito firme de evitar este tipo
de ligerezas durante el día.
Podría
ayudarnos esta bonita oración del libro del Eclesiástico:
<<¿Quién pondrá guardia a mi boca y a mis labios
un sello de prudencia para que no venga a caer
por su culpa y que mi lengua no me pierda?
¡Oh Señor, Padre y dueño de mi vida!
No me
abandones al capricho de mis labios>>
(Eclo
22,27-23,1).
No
es nada fácil esta tarea de domar la lengua.
<<Toda clase de fieras, aves y reptiles y
animales marinos pueden ser domados y
de hecho han sido domados por el hombre;
en cambio, ningún hombre ha podido dominar
su lengua; es un mar turbulento:
está lleno de veneno mortífero>>
(Sant
3,7-8).
Los
libros sapienciales contienen un gran número de pensamientos sobre la
importancia que tiene la ascética del dominio de nuestra lengua.
Ponderan las graves consecuencias de estos pecados:
<<Mejor es resbalar en empedrado
que resbalar con la lengua>>
(Eclo 20,18);
<<Muchos han caído a filo de espada,
mas no tanto como los caídos por la lengua>>
(Eclo
28,18)
<<El que guarda su boca y su lengua,
guarda su alma de la angustia>>
(Prov
21,25).
Los calificativos que merecen la lengua son los de:
-
navaja afilada
(Sal 52,4),
-
espada acerada
(Sal 57,5),
-
látigo
(Eclo 28,17).
También
es verdad que la Biblia no tiene sólo una actitud negativa hacia las palabras.
Es verdad que pueden dar muerte, pero también dan vida.
Cada
día lo experimentamos.
Hay palabras que nos inspiran, nos alientan, nos dan ganas de ser mejores.
Hay
personas que tienen este tipo de palabras.
Jesús tuvo palabras de vida eterna.
Él se
presentó como Palabra del Padre, alimento y pan vivo.
Después
de dos mil años sus palabras siguen dando vida a los que las escuchan.
Pero
también hay que reconocer que hay muchas palabras de muerte que en un
determinado momento nos causaron un mal irreparable.
¿Cómo
son mis palabras?
¿Dan
vida o dan muerte?
Podría
quizás preguntar a los que me rodean y emprender una tarea de vigilancia sobre
mi manera de hablar.
Aunque,
si quiero evitar las palabras de muerte, tendré que buscar el remedio a un nivel
más profundo, corrigiendo las actitudes interiores, que son las que después
generan críticas y murmuraciones.
<<Así
como cuando a alguno le huele mal la boca, señal es de que tiene allí dentro
dañado el hígado, el estómago, así también cuando habla malas palabras, es señal
de la enfermedad que hay allí dentro, en el corazón>>
San Alberto Magno, Tratado sobre las virtudes, c. 2.
El mal
aliento no se corrige sólo lavándose los dientes.
Hay que
llegar a las causas más profundas que lo originan.
De nada
nos servirá el hacer propósitos de no criticar, si no vamos cambiando las
actitudes y los sentimientos negativos que constituyen el origen de nuestras
críticas.
Un primer paso debe ser reconocer que nos gustan los chismes.
Éste es
uno de los vicios más frecuentes, pero un vicio que casi nadie suele reconocer.
Repetimos: <<No es que a mí me gusten los chismes, pero…>>.
Deberíamos ser sinceros y decir:
<<Me
encantan los chismes. Me encanta curiosear los trapitos sucios de los demás>>.
Sólo
desde este primer arranque de sinceridad será posible iniciar una cura.
El segundo paso es analizar cuáles son las actitudes y sentimientos
negativos que están en la base de nuestras críticas más frecuentes.
Estudiaremos ahora algunos de ellos.
La
actitud más común es la ligereza y superficialidad de los que hablan
sencillamente demasiado y no miden el alcance de sus palabras.
Contra
lo que suele decirse, a las palabras no se las lleva el viento.
Reconociendo la trascendencia de las palabras, habrá que evitar el hablar irreflexiblemente, el hablar por hablar.
Nos avisa el libro de los Proverbios que
<<en las muchas palabras no faltará pecado>>
(Prov
10,19).
La ociosidad es la madre de todos los vicios, y por supuesto también la ocasión de la mayoría de todos los chismes.
La
logorrea, el hablar sin parar, es una enfermedad de nuestro psiquismo que
necesita tratamiento profesional.
Sin
llegar a una verdadera patología, a cuántos charlatanes se les podría aplicar el
proverbio de que
<<goteo incesante en día de lluvia
y mujer chismosa, son iguales>>
(Prov
27,15).
La
terapia que se utiliza con los tartamudos consiste en hacerles estar primero
varias semanas sin hablar absolutamente nada.
Sólo un
largo silencio corrige las mañas equivocadas de nuestro lenguaje.
Luego, ya se puede empezar a hablar otra vez, pero despacito y poco a poco.
La mejor terapia contra la chismorrería y la ligereza en el hablar es una cura de silencio prolongado.
<<Pues si prende en ti el polvo de las palabras muertas,
lava tu
alma con el silencio>>,
dice Tagore.
Escucha
a los que hablan mucho y llega a sensibilizarte de lo desagradable que es ese
continuo parloteo.
Comprende que <<ese
que habla tanto está completamente hueco. Ya sabes que el cántaro vacío es el
que más suena>>,
nos dice también Tagore.
Y un
proverbio árabe nos advierte:
<<Abre la boca sólo si estás seguro de que
lo que
vas a decir es más hermoso que el silencio>>.
Aprende a escuchar.
La
naturaleza nos ha dado dos oídos y una sola boca, como para insinuar que es de
mucha más importancia para el hombre el escuchar que el hablar.
<<Hay tiempo de callar y tiempo de hablar>>
(Ecl
3,7).
<<Sea
todo hombre presto para oír y tardo para hablar>>
(Sant 1,19), pues
<<habremos de dar cuenta de toda palabra ociosa>>
(Mt
12,36).
Otra actitud que nos lleva frecuentemente a la crítica es nuestra vanidad..
Nos
gusta pasar por personas enteradas de lo que sucede a nuestro alrededor.
Para
muchos no hay nada que iguale el placer de correr una mala noticia.
Parece como si fuera un ascua encendida que uno siente urgencia de soltar de la mano cuanto antes.
Nos avisa el Eclesiástico:
<<¿Has
oído algo? Quede muerto en ti.
¡Ánimo, no reventarás!>> (Eclo 19, 10).
Desgraciadamente muchos revientan si se quedan callados.
A la
vanidad tonta de dárnosla de enteradillos se junta la vanidad de dárnosla de
ingeniosos, y normalmente ingeniosos para el mal, en contra de lo que sugiere el
apóstol, de que seamos ingeniosos para el bien y tontorrones para el mal (cf Rom
16,19).
Nos encanta hacer análisis psicológicos baratos en que mezclamos palabritas de moda mal asimiladas del lenguaje freudiano.
Prodigamos calificativos:
- <<Fulano
es un narcisista>>,
- <<tiene un complejo de Edipo>>,
-
<<sufre
de masoquismo, autodestructividad…>>.
Juzgamos así a la ligera conductas ajenas que merecerían mucho más respeto por
nuestra parte.
También
muchos presumen de ingeniosos a costa de los demás con chistes, ocurrencias,
juegos de palabras…
Son
<<vedettes>>
de la conversación que ríen a costa de los demás, olvidando que
<<como
crepitar de zarzas bajo la olla, así es el reír del necio>>
(Ecl 7,5).
Este tipo de murmuradores, aunque se conviertan en centro de atención y todo el mundo les ría las gracias, en el fondo son detestados por todos.
Entre las siete cosas que Dios abomina está el
<<testigo falso que profiere calumnias y el que
siembra
pleitos entre hermanos>>
(Prov 6,19).
Y no sólo es detestado por Dios, sino también por los hombres.
<<El murmurador mancha su alma y es aborrecido
por sus
vecinos>>
(Eclo 21,28).
Notaba
Diderot que ése que habla mal de todos delante de ti, hablará luego mal
de ti delante de todos.
Pero la principal causa de nuestras murmuraciones es la envidia.
No
soportamos a las personas que descuellan, que nos acomplejan con sus cualidades
y nos hacen entrar por los ojos todo aquello que nos gustaría ser y no somos.
La
envidia no es solamente desear tener lo que el otro tiene: es algo mucho más
sutil.
Es desear que el otro no lo tenga. Se define como
<<tristeza
del bien ajeno>>.
Esta tristeza del bien ajeno nos lleva a intentar arruinarlo todo, minar el terreno bajo los pies del prójimo con comentarios, insinuaciones, subrayados…
Deberíamos ser muy lúcidos a la hora de detectar nuestras envidias, porque éste
es
otro de los defectos que más nos cuesta reconocer.
Detectada la envidia, habría que tener una especial preocupación de no hablar
nunca de esa persona, pues toda conversación en la que aparezca su nombre se
convierte en una conversación
<<de
alto riesgo>>.
Otras
veces, el origen de nuestras críticas está en el resentimiento o
deseos de venganza que tenemos contra alguna persona que nos ha hecho daño.
En este
caso la terapia profunda estará en el perdón y el olvido, como explicaremos más
tarde.
En
muchas ocasiones el origen de todo está en nuestra propia amargura interior.
Las
personas amargadas llevan continuamente puestas las gafas negras y encuentran
defecto en todo.
Nunca
les parece nada bien.
Siempre
se están quejando y haciendo comentarios desagradables.
Proyectan sobre los demás su propia negatividad.
Y
quizás hasta presumen de tener un riguroso sentido crítico.
En
algunos ambientes el término
<<crítico>>
está cargado de sentido positivo.
<<Críticos
de literatura, de arte, de cine>>.
Crítico es el que tiene agudeza visual para detectar los más mínimos fallos y errores.
Esta ambigua cualidad es muy cotizada en ciertos ambientes.
Se
cotiza menos en cambio la sensibilidad para admirarse, para gozar de la belleza;
la benevolencia para descubrir los más pequeños reflejos de hermosura, de los
que está lleno el hombre y el universo.
En el fondo,
no vemos las cosas como son,
sino como somos nosotros.
Ya
Shakespeare descubrió que
<<la
belleza está en los ojos del que contempla>>.
Para
descubrir la belleza de fuera hay que descubrir previamente la belleza de
dentro.
Las
personas amargadas, que no aceptan ni se valoran, viven continuamente en la
crítica: salpican a los demás con su propio resentimiento.
Los de mirada cargada de rencor, de tristeza y negativismo, esparcen a su alrededor una sombra que empaña el resplandor natural de todo lo creado.
Todo lo ven negro, porque proyectan sobre todo su propia negrura.
Son
cuerpos opacos que no dejan pasar la luz.
¡Qué
distinto lo veríamos todo si nosotros mismos fuésemos luminosos!
Dice
Lanza del Vasto:
<<Así
como la luz no puede ver las tinieblas porque ilumina todo cuanto mira, el
hombre bueno no ve sino bondad a su alrededor, porque la suscita, la siembra y
la cosecha por todas partes>>.
Otra causa de muchas palabras negativas es el carácter conflictivo de las personas discutidoras.
No saben dialogar sin establecer una polémica.
Se
encuentran más en su propio campo hablando con un adversario que con un amigo.
Más que hablar con alguien, hablan siempre contra alguien.
Les
encanta llevar la contraria sistemáticamente, como forma de afirmar la propia
personalidad.
<<Padecen
la enfermedad de las disputas y contiendas de palabras, de donde proceden las
envidias, discordias y maledicencias, sospechas malignas, discusiones sin fin,
propias de gente que tienen la inteligencia corrompida>>
(1 TIm 6, 4-5).
Las cartas pastorales nos ponen bien en guardia contra esta actitud:
<<Guárdate de porfías y contiendas, que no sirven para nada, sino para la destrucción de los que las oyen>> (2 Tim 2, 14).
<<Evita
las discusiones necias y estúpidas; tú sabes bien que engendran altercados. Y a
un siervo de Dios no le conviene altercar, sino ser amable con todos>>
(2 Tim 2,23-24).