Capítulo 6
El amor a los enemigos
El
rasgo más característico de la moral de Jesús es el amor a los enemigos.
Prácticamente todas las enseñanzas morales de Jesús se encuentran ya de un modo
u otro en el Antiguo Testamento.
Si
utilizamos una Biblia de Jerusalén, que tiene referencias marginales a otros
textos paralelos, veremos que sólo en este tema del amor a los enemigos no es
posible encontrar ningún tipo paralelo en el Antiguo Testamento.
Hasta
el día de hoy el pueblo judío se ha significado por sus acciones de
retaliación.
La misma palabra retaliación viene de esa ley del Talión que exige <<ojo por ojo y diente por diente>> (Éx 21,24) y llega a exaltar la venganza como virtud exigible.
Ciertamente la sublimidad de la doctrina de Jesús de Nazareth se ve oscurecida
por la práctica habitual de los cristianos.
Decía
ya una homilía del siglo II que
<<cuando
los paganos oyen decir ‘amad a vuestros enemigos’,
se llenan de admiración. Pero, al contemplar que ni siquiera sabemos amar a los
que nos aman, se ríen de nosotros>>.
Por
defender el cristianismo, cuya máxima moral suprema es el amor a los enemigos,
se han emprendido guerras y cruzadas.
Ya decía Erasmo de Rótterdam que <<al combatir contra malhechores, nos portamos como malhechores, y peleamos con los turcos como si nosotros fuéramos también>>.
El amor a los enemigos que Jesús predica está sólidamente basado en la naturaleza del Padre, a quien debemos imitar en todas nuestras acciones.
<<Sed
perfectos como vuestro Padre del cielo es perfecto>>
(Mt 5,48).
¿Y
en qué consiste la perfección del Padre del cielo?
Precisamente en su amor indiscriminado.
Frente
al Dios de la filosofía y la religión natural, que apremia a los buenos y
castiga a los malos, que ama a los justos y odia a los pecadores, el Padre de
nuestro Señor Jesucristo, el Dios revelado en Jesús, es un Dios que sólo sabe
amar.
Si nos ama, no es porque nosotros seamos buenos, sino porque es bueno Él.
De la misma manera que la naturaleza del fuego es calentar, la naturaleza de Dios es amar.
Dios no sabe hacer otra cosa, no puede ser de otra manera.
El sol calienta siempre, aunque ante el calor del sol las distintas materias reaccionan de diverso modo: la cera se ablanda y el barro se endurece.
Pero el sol sólo sabe calentar.
Dios
<<es>>
amor
(1 Jn 4,8).
La gran revelación, el evangelio, la noticia más maravillosa es que <<Dios ama a los pecadores>>, <<Dios ama a sus enemigos>>, y no cuando dejan de serlo, sino cuando todavía lo son.
<<La prueba de que Dios nos ama es que Cristo,
siendo nosotros todavía pecadores,
murió
por nosotros>>
(Rom 5,8).
En definitiva, Dios no ama porque seamos buenos, sino que somos buenos en la medida en que nos dejemos amar por el amor de Dios.
Como
una madre ama a su hijo enfermo, aunque odie la enfermedad de su hijo, Dios odia
el pecado pero ama al pecador.
Dios odia la ofensa, pero ama al ofensor por encima de todo.
Supongamos un hecho frecuente en nuestros días:
Un delincuente te da un tirón por la calle y te roba el reloj de oro.
Te indignas contra el ladrón, desearías darle su merecido.
Te da pena por tu reloj.
Y ¿no te da pena por ese pobre chico?
Quizás
sea un drogadicto, infectado del SIDA, carne de presidio, y que muy pronto
morirá en un retrete de una sobredosis.
Probablemente su madre, cuando el hijo le robó las joyas la primera vez, se
dolió mucho más por su hijo perdido que por las joyas perdidas.
Y es natural, ¡es su hijo!
Pero tú te dueles más por tu reloj, porque es tuyo.
Pues bien, para Dios todos los hijos son suyos, y por eso, más que la ofensa, le duele en su corazón de Padre el camino de perdición por el que se precipita ese pobre hijo.
Para amar a los enemigos
sólo hay que sintonizar con
el
corazón misericordioso de Dios.
Hasta
en el infierno, lo entendamos como lo entendamos, tiene que estar presente el
amor de Dios, aunque no podamos comprender cómo la misma luz que alegra y recrea
los ojos sanos pueda hacer sufrir intensamente los ojos enfermos.
Pero en
cualquier caso el dolor no viene de la naturaleza de la luz, sino de la mala
disposición de los ojos enfermos.
El amor
de Dios no desespera nunca.
Nosotros a veces nos precipitamos en tachar de incorregible a una persona.
Bastan
dos o tres tímidos intentos para que ya decretemos solemnemente que el individuo
en cuestión no tiene arreglo.
Si Dios
se hubiese dado por vencido tan fácilmente como nosotros… si nos hubiera
declarado incorregibles tan fácilmente…
San Juan Crisóstomo reproduce este bonito diálogo:
<<-Fulano no se aviene a corregirse, ni admite consejos…
-Y ¿por qué lo sabes? ¿Le has aconsejado? ¿Te has esforzado por corregirle?
-Sí –me dices-, lo he intentado muchas veces.
-¿Cuántas?
-Muchas veces; una y otra vez.
-¡Bah!
¿A eso llamas una y otra vez? Aunque lo hicieses toda la vida, no deberías
cansarte ni desistir.
¿No ves
cómo Dios nos exhorta continuamente por los profetas, por los apóstoles, por los
evangelistas? Y ¿qué
sucede? ¿Acaso
actuamos nosotros bien o nos comportamos de acuerdo con todo? En absoluto. Y ¿ha
dejado Dios de corregirnos? …¿Se
ha callado? No, no deja de intentarlo>>.
No
seamos, pues, fáciles en desahuciar a nadie.
Dice al respecto López Menús:
<<El juicio es un error que me juzga a mí mismo, que me condena a mí mismo. Porque ese implacable juicio que yo emito sobre un ser del que ignoro la historia más íntima, …
…las
dificultades, las luchas, el peso de los atavismos que arrastra; ese juicio por
el que solidifico, lo fijo y petrifico lo que todavía está en gestación,
evidencia en realidad la dureza de mi corazón y mi incomprensión de lo que es la
creación, como también mi falta de ternura y compasión hacia esa humanidad
inacabada, embrionaria y que anda a tientas y aprende torpemente a existir>>.
Proclámalo bien fuerte:
<<¡Las
personas pueden cambiar!>>.
Rechaza los eslóganes inmovilistas como
<<genio
y figura hasta la sepultura>>.
No hagas clichés permanentes.
Ya
decía Bernard Shaw:
<<El único hombre inteligente que existe es mi sastre. Cada vez que lo visito
me
vuelve a tomar las medidas>>.
Decía Gandhi:
<<Siempre he creído en la lealtad de mis enemigos.
Y a fuerza de creer en ella la he encontrado.
Aprovecharon mi actitud para engañarme.
Once veces seguidas me engañaron y yo, con estúpida obstinación, volví a creer en su lealtad.
Ya lo había dicho san Pablo:
<<El amor es comprensivo; disculpa sin límites,
cree
sin límites, espera sin límites>>
(1 Cor 13,7).
Aquí es
donde se nos pide ser semejantes a Dios.
Como
dice San Juan Crisóstomo:
<<Nada
nos hace tan semejantes a Dios como el ser pacientes con los que se portan mal
con nosotros>>;
y pone un ejemplo:
<<Los
médicos, cuando son asaltados por enfermos furiosos con insultos y patadas, más
se compadecen de ellos y procuran devolverles la salud, conscientes de que
aquella injuria viene de la violencia de la enfermedad. O si vemos a uno con un
ataque de bilis y mareado que se dispone a vomitar aquel líquido nocivo, le
damos una mano y le sujetamos cuando le vienen las arcadas, sin preocuparnos de
que nos manche el vestido.
Sólo
nos preocupa aliviarle en aquel momento.
Hagamos lo mismo con los que están bajo el ímpetu de un ataque de ira>>.
No acorralamos a una fiera herida; no acorralemos tampoco a un hermano cuando está furioso, porque nos haremos responsables de los excesos que pueda cometer.
Un
educador, cuando ve a un joven fuera de sí, debe procurar quitar hierro al
asunto en ese momento para evitar que el otro, cegado, cometa una violencia de
la que se arrepentirá más tarde.
Ya
habrá tiempo más adelante para hacerle recapacitar: ahora se trata sólo de usar
palabras suaves para calmarle.
<<Una respuesta suave calma el furor;
una
palabra hiriente aumenta la ira>>
(Prov 15,1).
<<Nada
refrena tanto al agresor violento como el que la persona ofendida lleve la
injuria con moderación.
Esto no sólo frena su ímpetu para seguir adelante, sino que consigue que el otro se arrepienta>>.
De
este modo habrás ganado a tu hermano, cosa que es mucho más importante que el
que se restablezca la justicia o quedes tú por encima.
<<Si
tu enemigo tiene hambre, dale de comer, y si tiene sed, dale de beber;
haciéndolo así amontonarás ascuas sobre su cabeza>>
(Rom 12,20).
Esta cita de san Pablo está tomada del libro de los Proverbios (25,21) y sugiere que la única <<venganza>> del cristiano es hacer el bien.
Las
<<ascuas
ardientes>>
significan
los remordimientos que llevarán al otro a su arrepentimiento.
<<No
irrites más al que ya está irritado>>
(Eclo 4,4), porque
<<el fuego no se
extingue con fuego, sino con agua>>.
<<Sed
pacientes con todos, mirad que nadie devuelva a otro mal por mal; antes bien,
procurad siempre el bien mutuo y el de todos>>
(1 Tes 5,15).
Escribe san Juan Crisóstomo:
<<Si una, dos o tres veces al día perdonas al que te ofende, aunque sea más duro que una piedra o más malvado que los demonios, no podrá carecer de un mínimo de sensibilidad. Ya no podrá seguir ofendiéndote, sino que, corregido por la frecuencia de tu perdón, se irá haciendo mejor.
Y a
ti mismo, cuando ya te hayas acostumbrado a perdonar, no te resultará tan
difícil este ejercicio. Al reiterar tu perdón adquirirás el hábito, y en
adelante ya no te herirán tanto las ofensas del prójimo>>.
Y en
otro lugar añade:
<<La
gota acaba por horadar la piedra cuando cae una y otra vez. Así la constancia
vence sobre la naturaleza más dura>>.
Gandhi supo comprender el evangelio mejor que muchos cristianos, y por eso llegó
a escribir que
<<sólo
el que se considera uno con su adversario puede recibir los golpes como si
fueran flores>>.
No se trata, por supuesto, de dar la razón a nuestro enemigo, ni de adoptar una actitud pasiva frente a su violencia y su pecado.
Hay
que ayudarle a que deje de hacer daño, hay que retenerle para que no siga
golpeando.
<<No ames
en el hombre su error, pero sí al hombre, pues es Dios quien le hizo. Ama lo que
Dios ha hecho, pero no ames lo que el hombre ha hecho>>
(San Agustín).
Lo
que el evangelio nos enseña es que no con nuestra violencia evitaremos la suya,
sino con nuestra mansedumbre.
No será devolviendo la bofetada como abandonará su agresividad, sino poniendo yo la otra mejilla (cf Mt 5,39).
Este
poner la otra mejilla no es una actitud pasiva de cobardes, sino todo un acto de
valor.
Si
en tu corazón cedes a la violencia o al odio, ya has vencido.
El
mal que había dentro del otro se te ha contagiado a ti.
Y
tú, a tu vez, te conviertes en portador del virus con el que has de ir
infectando a los demás.
Dice Carlo Carretto que <<la paz que deriva de ceder a la violencia del hermano vale más que el manto que éste nos ha arrebatado>>, y <<el gozo de no haber causado ningún mal a mi hermano supera el gozo de una revancha cualquiera>>.
La
victoria sobre ti mismo es la más difícil.
Cuesta más dominar tu violencia que dominar la violencia del hombre más forzudo.
Lichtwey cuenta un relato muy bonito. Un rey tenía tres hijos y entre sus muchas riquezas poseía un diamante único en el mundo. El padre prometió que se lo daría a aquel de sus hijos que fuera capaz de hacer la mayor hazaña. El mayor dio muerte a un dragón. El segundo venció él solo a diez hombres con un pequeño puñal.
Pero
el pequeño encontró a su peor enemigo profundamente dormido al borde de un
acantilado y lo dejó durmiendo. Ni que decir tiene que el diamante fue para él.
El amor a los enemigos nos lleva a orar por ellos.
Es la manifestación principal que el Señor espera de nuestro amor:
<<Rogad
por los que os persiguen>>
(Mt 5,44);
<<Bendecid a los que os maldicen,
orad
por los que os calumnian>>
(Lc 6,28).
Por
supuesto que el principal objeto de nuestras peticiones es que el enemigo se
arrepienta y deje de hacer el mal.
Pero
esta oración no tiene un motivo egoísta.
Si
me interesa que mi enemigo deje de hacer el mal no es tanto para vivir así yo
más cómodo cuanto para que él se salve del pecado que le domina.
Para
san Agustín, cuando amas al enemigo, en el fondo amas al hermano, porque el amor
te lleva a pedir por él cosas buenas.
Le deseas que comparta contigo la vida eterna; no amas lo que es, sino lo que ha de llegar a ser con tu perdón y con tu amor.
<<...
cuando el enemigo se te opone, se ensaña contra ti, te zahiere con palabras, te
molesta con ultrajes, te persigue con odio, ves lo que es, pero,
¿qué
dices en tu interior? Señor, séle propicio, perdónale sus pecados, infunde en él
tu amor, cámbiale.
No
amas en él al enemigo que es, sino al hermano que quieres que sea. Luego cuando
amas al enemigo, amas al hermano>>
(San Agustín).
Y aun cuando con todos tus esfuerzos no consigas que él cambie y sea capaz de devolverte amor por amor, que no se descorazone por eso la gratuidad de tu amor.
Le
estás haciendo a Dios tu deudor. Efectivamente,
<<si
el Señor nos manda invitar a comer a los que no nos pueden corresponder, para
que así aumente nuestro premio, mucho más debemos hacer esto en el amor. Pues
los que corresponden a tu amor ya te están pagando, pero los que no te
corresponden le hacen a Dios tu deudor>>
(San Juan
Crisóstomo).
Por
eso, no te preguntes si el otro es digno de que tú le ames, pregúntate más bien
si tú eres digno de amarle.
En
la versión de Lucas se dice:
<<Si
amáis a los que os aman, ¿qué gracia tenéis?, pues también los pecadores aman a
los que les aman. Si hacéis bien a los que os lo hacen a vosotros, ¿qué gracia
tenéis?...>>
(Lc 6, 32-33).
La
palabra gracia hace alusión a gratitud.
Nos
saca de la esfera de la compraventa, del do ut des (doy para que me des)
y nos introduce en la esfera de la gratuidad divina, de quien no ama porque los
otros sean buenos, sino porque es bueno él.
Esto
que el evangelio nos explica es algo que muchos realizan aun sin saber por qué
lo hacen.
En
realidad el Espíritu de Jesús actúa no sólo en los que conocen el evangelio.
Decía Freud:
<<Cuando
me pregunto por qué he actuado siempre honradamente, dispuesto a perdonar a los
demás y a mostrarme amable siempre que me ha sido posible, y por qué nunca dejé
de ser así y me daba cuenta de que de este modo se puede causar uno daño a sí
mismo y exponerse a los golpes de los demás, pues hay individuos brutales e
indignos, lo cierto es que no encuentro respuesta>>.
Nosotros quizás sí podríamos insinuar la respuesta que Freud no podía encontrar: la influencia oculta de la gracia en el corazón humano.
Y la
razón última que justifica conscientemente este proceder es la imitación de
Cristo.
El hermano Roger Schutz ha llegado a expresarlo: <<Perdonar es renunciar a saber lo que el otro hará
con tu
perdón>>;
Y también:
<<No
hay que perdonar para que el otro cambie con nuestro perdón. Esto sería un
cálculo miserable que no tiene nada que ver con la gratuidad del amor. Sólo se
perdona para seguir a Cristo>>.
Y
añadiríamos:
sólo se perdona para ser perfectos como el Padre es perfecto.