Capítulo 4
Setenta veces siete
Una gran parte de las ofensas que nos causamos en la convivencia diaria están originadas por defectos de carácter.
A veces
nuestra voluntad se ve disminuida por el impulso pasional que atenúa nuestra
responsabilidad.
El caso más típico es el del mal carácter.
Hay
personas que tienen accesos de cólera durante los cuales pueden llegar a gritar,
golpear, decir cosas brutales, insinuar las intenciones más hirientes.
Cuando
se les pasa el acceso de cólera y vuelven en sí, se sienten
<<fatal>>
consigo mismos.
No se reconocen en ese monstruo que ha sido capaz de golpear a las personas que más amaba o de decir palabras tan hirientes que en realidad no siente.
En
ese momento se arrepienten de haber causado tanto daño y haber montado esa
escena.
Pero tienen la seguridad de que volverán a hacer lo mismo cada vez que les vuelva ese ataque que los domina.
Parece que hubiera en mí dos personas distintas.
De
ordinario soy un hombre ecuánime, discreto, cariñoso, razonable.
Pero hay momentos en que surge desde las profundidades de mi ser como una bestia herida y maléfica; un monstruo que habitualmente tuviese dominado y enjaulado, pero que periódicamente rompe los barrotes, irrumpe y destroza cuanto tiene a su alcance.
Cuando
consigo someterlo de nuevo y devolverle a las profundidades de donde salió,
contemplo desolado todos los destrozos que ha causado, las dentelladas que ha
dado a mis seres queridos.
¡Qué difícil ahora reparar los sentimientos heridos!
¡Qué
difícil retirar las palabras dichas!
Y esos
destrozos no sólo se los he causado a los demás, sino también a mí mismo.
Me he convertido en mi peor verdugo.
De este tipo de ofensas
es de las que quisiera hablar
en este capítulo:
de las causadas por defectos habituales
que se repiten y se van a seguir repitiendo
una y
otra vez.
¿Cómo
reaccionar ante ellas, tanto cuando yo soy el ofensor como cuando soy el
ofendido?
He puesto el ejemplo del mal carácter.
Podríamos pensar en otros mil ejemplos de comportamientos compulsivos.
En la
raíz de estos comportamientos está alguna pasión incontrolada, sea la ira, la
lujuria, la pereza, la envidia…
(Nota 1: Los defectos habituales pueden convertirse en vicios. El vicio
disminuye la voluntad; pero no debe olvidarse la responsabilidad que se tiene
por haber caído en él. Quien libre y voluntariamente ha caído en el vicio es
gravemente responsable.
P. Juan María Gallardo) .
En
estos casos se utiliza hoy mucho la expresión
<<cruzarse
los cables>>.
Creo que es un lenguaje muy descriptivo para la experiencia que estoy tratando de analizar.
El
<<cruce
de cables>>
tiene lugar en un momento: una noche loca, un arrebato de ira, un momento de
desgana…
¡Cuánto saben de estos <<cruces de cables>> el alcohólico, el jugador, el drogadicto!
(Nota
2: Repetimos, para analizar la moralidad del
“cruzarse
los cables” hay que analizar, también, sus causas. P. Juan María Gallardo).
En
cualquier caso, se trata de comportamientos que uno no aprueba cuando está
sereno; comportamientos que uno no tiene
<<canonizados>>,
y desentonan con las grandes opciones que libremente hemos adoptados en nuestra
vida.
La
falta de coherencia es precisamente la que provoca ese sentimiento tan
desagradable de mala conciencia que surge cuando volvemos a ser nosotros mismos.
El sentirse <<fatal>> después es la mejor prueba de que ese comportamiento negativo no se identifica con lo íntimo del ser.
Ese
tipo de pecados de
<<cruce
de cables>>
en realidad no son los más graves.
Los
peores son aquellos en que ya no nos remuerde la conciencia, los que hemos
llegado a <<canonizar>>,
los que hemos aislado tanto con nuestras opciones fundamentales que ya no los
vemos como cuerpo extraño, como
<<cruce
de cables>>.
En realidad los peores pecados son los pecados ocultos, los que ya no reconozco como pecados.
González Faus tiene al respecto un párrafo muy bien formulado que no me resisto
a reproducirlo entero:
<<El
pecado es sólo el término ya lógico de un proceso semiconsciente, de pequeñas
opciones y grandes justificaciones, que a la larga van llevando a convertir en
lógico, en coherente y quizás en necesario el mal que se cometerá más tarde.
…La
gran fuerza del mal en el mundo reside en estos procesos misteriosos…
por los que un día llega a hacerse plausible o necesario.
El hombre nunca se entrega a la monstruosidad por ella misma, sino como resultado de un proceso sutil que la ha hecho supuestamente lógica o necesaria y la ha desprovisto de su carácter terrible>>.
Al
término de este proceso ya deja de remordernos la conciencia.
El
pecado se ha hecho algo asumido, identificado con el núcleo de la persona; ya no
es un <<cruce
de cables>>
momentáneo, sino la
instalación permanente en nosotros de un orden de valores plenamente asumido.
Por eso nuestros verdaderos pecados son los ocultos, aquellos en los que ya ni siquiera nos sentimos mal.
El verdadero pecador no es el hombre que tras un acceso de ira se siente <<fatal>> consigo mismo, sino el que justifica plenamente sus accesos de ira y en ningún momento se distancia de ellos críticamente.
Ese
hombre violento y tiránico que tiene metidos en un puño a su mujer y a sus
hijos, que monta continuas escenas de terror; déspota y autoritario, rehúsa todo
diálogo y se niega sistemáticamente a dar ninguna razón a sus arbitrariedades,
salvo el <<porque
lo digo y basta>>.
Tiene plenamente justificada su violencia con grandes justificaciones: <<El hombre debe llevar los pantalones y poner a la mujer en su sitio>>; <<Mientras sea yo quien os doy de comer, en mi casa tendréis que hacer todo lo que yo os diga>>; <<Yo en mi casa chillo todo lo que me da la gana y nadie tiene derecho a rechistar>>.
Estos argumentos justifican amenazas, gritos, golpes, arbitrariedades.
Ya se
han hecho, como decía González Faus,
<<lógicos>>,
<<coherentes>>,
<<necesarios>>,
<<plausibles>>,
<<desprovistos
de monstruosidad>>.
A este
<<término>>
hemos llegado a través de un proceso lento, semiconsciente, de
<<pequeñas
opciones y grandes justificaciones>>.
Una
auténtica disciplina penitencial tiene que evitar precisamente eso, el llegar a
este <<término>>.
Nunca podremos evitar el tener accesos de cólera, pero nuestros esfuerzos sí pueden evitar que se conviertan en algo plenamente justificado o desprovisto de monstruosidad.
Debemos
distanciarnos de nuestra cólera mediante el arrepentimiento y la petición de
perdón todas y cada una de las veces que nos hayamos dejado llevar de ella.
Eso no
evitará nuevos ataques, pero sí evitará el que la cólera se enquiste dentro de
nosotros, se convierta en un pecado oculto y llegue a posesionarse de nuestro yo
más profundo.
Hay que
ir desactivando una a una cada una de las
<<pequeñas
opciones y grandes justificaciones>>
con el
arrepentimiento y la confesión.
Aquí entra en juego el pedir perdón setenta veces siete (cf Mt 18,22), aún con la práctica certeza de que volveremos a repetir esos actos que escapan al control pleno de nuestra voluntad.
El
mayor obstáculo contra el arrepentimiento es pensar que no sirve de nada si
luego lo vamos a hacer otra vez.
Aquí
está el gran obstáculo para una disciplina penitencial.
Ésta es
la piedra de escándalo donde tantos tropiezan y abandonan la lucha contra sus
defectos.
En el momento en que tiramos la toalla
y pactamos con nuestros pecados,
entonces es cuando permitimos que el pecado
se
adueñe de lo más íntimo de nuestro ser.
Entonces, lo que anteriormente no era plenamente deliberado, se convierte en
algo plenamente poseído y justificado.
Cuando
menos nos remuerde es cuando lo hemos ya hecho más nuestro.
Pero
también el efecto de nuestros pecados sobre los demás es muy distinto cuando los
confesamos y nos arrepentimos de ellos.
Una mujer puede estar casada con un marido violento, pero que está continuamente pidiendo perdón, y se lleva un <<disgustazo>> cada vez que se deja llevar por su mal carácter y multiplica sus detalles de cariño para hacerse perdonar.
En un
caso así, la mujer disculpa más fácilmente al marido.
Cuando
le ve encolerizado, lo siente ya no sólo por sí misma, sino también por él,
sabiendo el mal rato que se va a pasar cuando vuelva en sí.
¡Qué fácil es tener misericordia
con las personas que se arrepienten
y
expresan visiblemente su arrepentimiento!
Lo
difícil es convivir con una persona violenta que tiene plenamente justificada su
violencia, disculpa sus acciones y no da la más mínima señal de arrepentimiento.
El
mandato evangélico de perdonar
<<setenta
veces siete>>
se refiere al caso de que el ofensor venga setenta veces siete a pedir perdón.
En
la cita de Mateo no aparece claro este punto, pero sí en el paralelo de Lucas:
<<Si
tu hermano peca, repréndele, y si se arrepiente, perdónale, y si peca contra ti
siete veces al día y siete veces vuelve diciendo:
‘Me
arrepiento’, le perdonarás>>
(Lc
17,3-4).
Las
diferencias con el texto de Mateo son manifiestas.
Lucas
no habla de setenta veces siete, sino meramente de
<<siete
veces>>,
pero en cambio añade
<<al
día>>,
que es otra manera de encarecer lo repetido de la ofensa.
Pero,
sobre todo, el dato principal que aporta Lucas es que presupone el
arrepentimiento y la petición de perdón del ofensor que vuelve diciendo
<<me arrepiento>>.
Perdonar no significa de ningún modo disimular la ofensa que se nos ha causado, o contribuir a reforzar la mala conciencia del ofensor con nuestro silencio.
El
texto de Lucas no da pie para esas
<<mujeres
víctimas>>
que toleran en silencio toda clase de vejaciones por parte de sus maridos sin un
reproche.
Lucas
nos dice que tenemos que
<<reprochar>>,
<<corregir>>
al hermano que peca contra nosotros y no se arrepiente.
Es sólo
si se arrepiente, cuando entra en juego nuestra obligación de perdonar siete
veces.
(Nota 3: De todas maneras, como Nuestro Señor, tenemos que perdonar siempre,
aunque el ofensor no se arrepienta. Puede ser bueno recordar que “el exigir la
debida justicia”
puede ir
perfectamente de la mano de un verdadero perdón.
P. Juan María Gallardo).
Pero
¿cómo
evitar el proceso semiconsciente mediante el cual el pecado se va instalando en
nuestro ser?
Precisamente denunciándolo cada vez que se produce.
La
reconciliación hay que vivirla día a día.
En la
vida comunitaria y en la vida familiar es normal que se produzcan continuamente
tensiones y roces.
Esto no
debería preocuparnos en absoluto, pues no es síntoma de ninguna enfermedad
grave.
Pero si
no funciona el mecanismo de la reconciliación continua, se van acumulando
sedimentos de amargura y resentimiento hasta alcanzar niveles altamente tóxicos.
¡Tantas
comunidades han muerto envenenadas!
La recomendación bíblica es clara: <<Si os airáis, no pequéis; que no se ponga el sol sobre vuestra ira>>
(Ef
4,26-27).
Cada
noche al acostarnos debemos tener la práctica de procurar liminar todos los
resentimientos que se hayan acumulado durante el día.
Es
costumbre en algunas comunidades religiosas el practicar cada noche la
reconciliación con los hermanos por los roces y disgustos que hayan podido tener
lugar durante el día.
La reconciliación no sólo extiende su influjo benéfico a la salud espiritual y corporal; aun en el mundo material que rodea la vida del hombre, esa creación: <<sometida a la vanidad que gime hasta el presente
y quiere ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad
de
los hijos de Dios>>
(Rom
8,20-22).
Reconcíliate por la noche,
<<al
ponerse el sol>>,
es importante.
Si nos
dormimos <<sobre
nuestra ira>>,
damos lugar a que la ira se apodere de nuestro sueño y se vaya filtrando en las
zonas del subconsciente...
<<Durante
el día son muchas las cosas que nos entretienen y distraen, pero por la noche,
cuando estás solo y empiezas a dar vueltas a tu cabeza, se encrespan las olas y
se hace mayor la tempestad de la ira.
Para
evitar eso quiere san Pablo que lleguemos reconciliados a la noche, para que
nuestro descanso no le dé al diablo ocasión alguna para encender el horno de la
ira y hacerla más vehemente>>.
Doroteo de Gaza tiene una preciosa página explicando el proceso devastador
del rencor cuando no se desactiva desde el principio:
<<Uno enciende un fuego, no es más que un pequeño carbón encendido. Esto representa la palabra del hermano que te ofende.
Si
la aguantas, apagas el carbón. Si por el contrario te detienes pensando: ¿Por
qué me ha dicho eso?, como el que aviva el fuego, estás echando en él ramitas o
lo que sea y produces humo, que es lo que te turba.
Porque la turbación no es más que la afluencia de pensamientos que excitan y
exaltan el corazón.
Ésta
es la exaltación que empuja a vengarse del ofensor…
Si al principio de la turbación, desde que aparecen el humo y las chispas, se
adelanta uno y se acusa a sí mismo, antes de que salte la llama de la
irritación, se mantiene la paz.
Pero
si, una vez provocada la irritación, no se la calma, sino que se insiste en la
turbación y en la exaltación, es lo mismo que echar leña al fuego y mantenerlo
vivo hasta que se convierta en brasas>>.
Este es
uno de los sentidos que tiene el dicho evangélico:
<<Ponte en seguida a buenas con tu adversario mientras vas con él de camino, no sea que tu adversario te entregue al juez y el juez al alguacil y se te meta en la cárcel. Yo te aseguro: no saldrás de allí hasta haber pagado el último céntimo>> (Mt 5,25-26).
Ponte a
buenas con tu adversario antes que la situación se vaya deteriorando y se te
vaya de la mano, y lleguéis los dos a un punto en el que sea muy difícil el
retorno.
Es la
figura de la cárcel, un lugar, una situación de la que ya es muy difícil
escapar.
Una vez
creadas, las dinámicas negativas avanzan inexorablemente.
Se
produce un círculo vicioso de acción y reacción cada vez más desmesurada.
Cada uno de los dos empezamos a sacar de nosotros lo peor que tenemos.
Reconocemos que nosotros también nosotros nos estamos portando mal, que no hemos
respondido como debiéramos, pero nos refugiamos en el pensamiento de que el otro
empezó primero.
¡Vano
consuelo!
En las
ofensas no debe interesarnos tanto quién ofendió primero, sino quién es el
primero que está dispuesto a dar el primer paso hacia la reconciliación.