Capítulo 3
Perdonad y seréis perdonados
Nos hemos referido a los hombres como esos erizos que al acercarse se lastiman y se hieren porque están recubiertos de un caparazón de espinas.
Lo que
va enturbiando el gozo de la fiesta en las relaciones comunitarias son esas
continuas heridas que nos infligimos unos a otros y nos empujan a separarnos.
Por eso, en el corazón de la comunidad junto con la fiesta está el perdón.
El
Espíritu nos es dado para ser capaces de vivir en el perdón mutuo.
El
perdonar a los que nos han ofendido es a la vez un don de Dios y una tarea del
hombre.
En cuanto don, pertenece a la esfera de lo gratuito, de lo que no se merece, ni se conquista, ni se compra con nuestros esfuerzos.
Pero
este don gratuito no es algo que se haga en nosotros sin nosotros; sino más bien
el impulso para ponerse en camino, la perseverancia para seguir en él
pacientemente, aún cuando tardemos en llegar a la meta: la mano tendida para
ayudarnos a levantar cuando hemos desfallecido de cansancio.
El don
de Dios precede, acompaña y corona esta paciente tarea que compromete a todo el
hombre.
<<El
perdón es la realidad más asombrosa y generosa del evangelio; es sin duda un
milagro>>.
Para
vivir a Cristo en medio de los hombres, uno de los mayores riesgos que hay que
correr es el de perdonar olvidando el pasado del otro.
<<Perdonar una y otra vez es lo que te libera respecto al pasado y lo que te sumerge en el momento presente>>.
<<Con
vistas al perdón, atrévete a rezar la oración de Jesús: Padre, perdónales porque
no saben lo que hacen>>.
<<¿Querrás
tú también aventurarte por este camino de la reconciliación y el perdón?>>.
Nada nos ayudará tanto a perdonar
como el considerar
cómo
nos perdona Dios a nosotros.
Éste es
el modo como el Señor nos enseñó a orar, estableciendo una proporción directa
entre su misericordia y la nuestra.
<<Bienaventurados los misericordiosos
porque
ellos alcanzarán misericordia>>
(Mt 5,7).
<<Sed unos para con otros benignos y misericordiosos,
perdonándoos unos a otros
como Dios os perdonó en Cristo>> (Ef 4,32).
Somos
nosotros mismos quienes establecemos la medida del perdón de Dios.
Él
firma un cheque en blanco y yo mismo soy quien relleno la cantidad del perdón
que deseo, que viene a coincidir con la cantidad del perdón que otorgo a mi
hermano.
<<No condenéis y no seréis condenados.
Perdonad y seréis perdonados.
Dad y se os dará: una medida buena, apretada, remecida, rebosante, pondrán en el halda
de vuestros vestidos.
Porque con la medida que midiereis se os medirá>>
(Lc 6,36-38).
<<Tendrá un juicio sin misericordia
el que no tuvo misericordia;
pero la
misericordia se ríe del juicio>>
(Sant 2,13).
La
parábola del siervo sin entrañas le sirve a Jesús para poner en escena en un
cuadrito dramático toda la lógica contenida en la petición de un padrenuestro.
El siervo a quien el señor acababa de perdonar una suma enorme, trata inmediatamente de acogotar a su compañero que le debía una pequeña cantidad.
Y el
señor le sentencia:
<<Siervo
malvado: yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste,
¿no debías tú también
compadecerte de tu compañero del mismo modo que yo me compadecí de ti?>>
(Mt 18,33).
Nuestra gran dificultad para perdonar está en que no nos sentimos muy
convencidos de que Dios nos tenga que perdonar a nosotros mucho.
Nuestra deuda para con Dios nos parece muy pequeña y exigua comparada con la que los demás nos deben a nosotros.
Para
el sacerdote que se sienta en el confesionario resulta asombroso escuchar la
enorme ligereza con que la mayoría de la gente suele confesar sus propias
culpas.
Suelen añadir muletillas como por ejemplo, <<cosas poco importantes>>, <<nada especial>>,
<<sólo
los pecados normales>>;
como si hubiese un pecado que fuese normal.
A veces hay hasta quien pide disculpas al confesor por hacerle perder su tiempo, total para cuatro tonterías que va uno a decirle.
Pensamos que se nos perdona poco, y, lógicamente,
<<a
quien poco se le perdona, poco ama>>
(Lc 7,47).
La
superficialidad con la que juzgamos nuestras faltas propias, la falta de
experiencia de la misericordia divina es lo que más cierra nuestras entrañas
para ser misericordiosos con los demás.
Mientras nos sentimos libres de pecado, nos atribuimos el derecho a tirar la
primera piedra
(cf Jn 8,7).
Simón,
el fariseo decente, no creía que necesitaba mucho perdón, y por eso la
prostituta fue delante de él en el reino de los cielos
(Mt 21,31).
Mientras nos sentimos libres de pecado, nos atribuimos el derecho a tirar la
primera piedra
(cf Jn 8,7).
Simón,
el fariseo decente, no creía que necesitaba mucho perdón, y por eso la
prostituta fue delante de él en el reino de los cielos (Mt 21,31).
La
profunda experiencia de amor que tuvo la prostituta del evangelio le hizo
incapaz de tirar piedras contra nadie, ni siquiera contra Simón, el fariseo.
Porque
se le perdonó mucho amó mucho, y quien ama es incapaz de tirar piedras contra
nadie.
Hagámonos contemplativos de nuestra propia miseria, para penetrar en ese oscuro
y cenagoso agujero donde comulgamos con toda la miseria de nuestros hermanos los
hombres, y con el océano inmenso de la misericordia de Dios.
Según San Bernardo
<<Para que tu corazón sea tocado por la miseria del otro,
es preciso que reconozcas primero la tuya propia,
a fin de que encuentres en ti mismo
los
sentimientos del prójimo>>.
Si el
reconocimiento de nuestra culpa nos desgarra el corazón, la experiencia de la
misericordia de Dios cicatriza al mismo tiempo la herida de la propia culpa y la
herida del rencor hacia las culpas de los demás.
Si el
reconocimiento de nuestra culpa nos desgarra el corazón, la experiencia de la
misericordia de Dios cicatriza al mismo tiempo la herida de la propia culpa y la
herida del rencor hacia las culpas de los demás.
¡Oh
feliz culpa que nos revela el rostro misericordioso del Padre!
¡Si
supiéramos de cuánta felicidad nos privamos cuando excusamos nuestras faltas y
preferimos nuestra propia justicia a la que viene del amor gratuito de Dios, que
ama a los pecadores (Rom 5,7-8), cuando preferimos nuestros harapos al vestido
blanco que el Padre regala al hijo pródigo
(Lc 15,11-32)
La
alegría con la que salimos de la confesión es el gozo del abrazo y el beso, el
himno a la gratuidad del amor de Dios que
<<todo
lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo acepta>>
(1 Cor 13,7).
Quien acaba de experimentar en sí tanto gozo,
¿cómo no extenderá su mirada misericordiosa
para cubrir con ella como con un manto de luz
toda la
desnudez y miseria de sus hermanos?
¿Cómo podrá la prostituta
que ha gozado de la dulzura de sus lágrimas
condenar a nadie,
ni siquiera la dureza de corazón de Simón el fariseo?
Por eso,
no hay atajo tan breve
hacia el perdón al prójimo
como la conciencia
de
nuestros propios pecados.
El Eclesiástico nos avisa:
<<No
reprocharás al hombre que se vuelve de su pecado si recuerdas que culpables
somos todos>>
(Eclo 8,5).
San
Pablo cantaba como si fuese un himno:
<<Cristo
Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y el primero de ellos soy yo>>.
<<Fui
un blasfemo, un perseguidor, un insolente>>.
Pero <<encontré
misericordia>>,
<<la
gracia de nuestro Señor abundó en mí>>.
<<En
mí primeramente manifestó Jesucristo toda su paciencia>>
(1 Tim 1,12-16).
Me admira
la increíble capacidad de autoengaño que tenemos para encubrir nuestros pecados,
la ligereza de nuestras acusaciones,
la sutileza de nuestras excusas:
la
penetración para encontrar atenuantes a
nuestras malas acciones
y agravantes a las acciones de los demás.
¡Qué
buenos abogados defensores para nosotros mismos y qué buenos fiscales para los
demás!
¡Qué
miopía para ver la viga en el ojo propio y qué agudeza visual para percibir la
brizna en el ojo ajeno!
<<¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu ojo?
O ¿cómo vas a decir a tu hermano:
‘Deja que te saque la brizna del ojo’,
teniendo la viga en el tuyo?
¡Hipócrita!
Saca primero la viga de tu ojo
y entonces podrás ver para sacar
la brizna del ojo de tu hermano>> (Mt. 7,3-5).
El publicano de la parábola tenía una conciencia tan viva de su propia miseria, que no tenía tiempo para juzgar o condenar al fariseo.
En cambio, la ligereza con que éste absolvía en su examen de conciencia
<<No soy como los demás hombres>>,
le
dejaba mucho tiempo para ponerse a juzgar y a condenar al publicano de la
última fila
(cf Lc 18,9-13).
Convertirnos es
reconocer que <<sí
soy como los demás hombres>>.
En mí
se recapitulan todas las malas pasiones de los hombres.
Descubro en mí las mismas semillas de pecado que hay en los demás: la misma violencia,
la misma ambición, el mismo desprecio de los débiles, la misma tendencia a convertir la sexualidad en un goce egoísta,
la
misma indiferencia hacia el dolor del prójimo, la misma envidia hacia los que
triunfan, …
…la misma manipulación de los sentimientos ajenos, la misma posesividad, la misma absolutización de mis caprichos, las mismas tramas para salirme con la mía, la misma dependencia respecto a mis estados de ánimo…
<<No tienes excusa
quienquiera que seas tú que juzgas,
pues juzgando a otros
a ti mismo te condenas,
ya que obras esas mismas cosas que tú juzgas>>
(Rom
2,1).
Dadas las condiciones adecuadas, estas semillas del mal que hay en mí, pueden un día llevarme a los peores crímenes.
Ante un tumor no interesa tanto el tamaño como la malignidad. ¿Quién se consuela cuando le diagnostican un cáncer, pensando que es muy pequeño?
Lo importante es la rapidez con la que crece.
Pero nosotros nos consolamos al descubrir nuestras malas pasiones pensando que sólo tengo <<pecados pequeños>>.
<<Pecado>> y <<pequeño>> son términos contradictorios como <<enemigo pequeño>>, <<cáncer pequeño>> o <<círculo cuadrado>>.
Los
efectos en los demás de nuestros
<<pecados
pequeños>>
pueden ser
a la larga muy destructivos.
Los grandes fracasos en el matrimonio no suelen deberse a grandes pecados: adulterio, alcoholismo, juego…
Las más de las veces el matrimonio muere no de resultas de un hachazo, sino de pequeños alfilerazos continuos: desatenciones, olvidos, silencios, caprichos, genio, egoísmo.
Cuando
culpamos al otro cónyuge de un pecado
<<grave>>,
habrá que ver hasta qué punto el pecado grave del otro ha podido estar provocado
por mis pequeños pecados contra él, que quizás no reciben una condena tan fuerte
por parte de la sociedad, pero que en el fondo son tan destructivos del amor.
¿Por qué no acogemos y meditamos los reproches que nos hacen los demás?
Tendemos a descartarlos con demasiada facilidad.
Todo el mundo piensa que la culpa es del otro.
¿No habrá también algo de culpa por mi parte?
Hay personas dispuestas a conceder <<generosamente>> el perdón al otro, cuando lo que deberían hacer es pedirlo por la parte de culpa que les corresponde.
Muchas
veces me he tenido que enfrentar con situaciones de familias divididas por el
reparto de una herencia...
Lo
asombroso es que todos piensan que tienen la razón y que la culpa es de la otra
parte.
A lo
sumo algunos están dispuestos a perdonar, pero lo que no encuentro nunca es
personas dispuestas a pedir perdón reconociendo que se han portado mal.
Cuanto más seguro estés de llevar la razón, más deberías sospechar si están funcionando en ti los mecanismos de la autodisculpa.
Sucede aún en las cosas más pequeñas.
¡Cómo
influye nuestra subjetividad a la hora de apreciar si hubo o no
<<penal>>,
y si pasó dentro o fuera del área!
Hasta
en un dato tan objetivo vemos las cosas no como son, sino como nos gustaría que
fueran.
¡Cuánto más
a la hora de juzgar
sobre materias
en las
que soy parte interesada!
Cuando observo mi propio comportamiento, muchas veces me sonrío.
Cuando voy buscando sitio para aparcar, conduzco despacito y me indigno contra el tipo impaciente que viene detrás metiéndome prisa.
Pero
cuando soy yo el que llevo prisa, me impaciento con el que va despacito delante
de mi buscando un sitio donde aparcar.
Es la eterna ley del embudo:
<<Lo
ancho para mí, y lo estrecho para los demás>>.
Cuando
David huía de Jerusalén perseguido por su hijo, uno se puso a insultarle y a
tirarle piedras.
David
no quiso impedirlo, sino que pensó que en algo lo habría merecido, y esos
insultos le podían servir para redimir sus culpas
(2 Sam 16,5-14).
Cuando
se acercan a confesarse personas a quienes conozco bien, veo que no se acusan de
sus verdaderos defectos, los que más hacen sufrir a sus cónyuges, hijos,
empleados.
Los que
conviven con esa persona me han contado todo lo que padecen por su causa, pero
cuando él en persona viene a confesarse, se limita a decir cuatro vaguedades,
sin clara conciencia del daño que hacen sus pecados.
Al leer
este párrafo, se nos va inmediatamente la atención a fulanito o menganito.
¡Qué
bien le cuadra!
Pero qué pocos se sentirán aludidos.
Ahora
no hablo sobre los demás, ni sobre tu amigo, ni sobre tu hermano de comunidad.
Estoy
hablando de ti.
<<Tú eres ese hombre>>
(2 Sam
12,7).
¿No
exagera el evangelio la importancia de nuestros pecados?
¿Me
reconozco en el pródigo andrajoso?
¿No
es retórica hablar de que Jesucristo murió por mis pecados?
Quizás
habrá muerto por los pecados de los demás, pero
¿por los míos?
¿No
me parece una exageración desproporcionada el que el Hijo de Dios haya tenido
que morir por esas
<<cuatro
tonterías>>
que digo en el confesionario sin gran convicción?
No
tiene nada de extraño que la llamada a perdonar como somos perdonados sea
acogida con tanta mezquindad por los que apenas tienen de qué confesarse, y se
esfuerzan por añadir
<<material
de relleno>>
improvisados, para
que sus confesiones no resulten demasiado breves.
El
Espíritu es aquel que
<<nos
convence de pecado>>
(Jn 16,8).
Se establece una discusión entre Dios y mi conciencia.
Dios me
dice que soy pecador y mi conciencia lo niega.
El
Espíritu viene para dar la razón a Dios, para convencerme de que es verdad lo
que Dios me dice.
La
apreciación objetiva de nuestros pecados y de nuestra necesidad de ser
perdonados es fruto de la gracia, es una revelación divina que sólo se hace a
los que contemplan la cruz de Jesús y no paran de repetirse:
<<Me
amó y se entregó por mí>>
(Gál2,20).
Y si
aún te parece que esa cruz de Cristo es insignificante para redimir tus
<<insignificantes
pecados>>,
mantente en la súplica para que te sea revelada en
<<la
sobreabundancia de la gracia la abundancia de tu pecado>>
(Rom 5,20).
El que
recibe la gracia de esta revelación bajará la cabeza como el publicano y
repetirá: <<Ten
piedad de mí, Señor, porque soy un gran pecador>>
(Lc 18,13).
Ya no le quedará tiempo para condenar a los demás y estará siempre dispuesto al perdón.
La
confesión repetida de las mismas faltas una y otra vez, mes tras mes, tiene un
sentido.
Si a
pesar de nuestros esfuerzos por mejorarnos conseguimos tan poco,
¿cómo nos atrevemos a exigir a los
demás que sean más eficaces en la lucha contra sus propios defectos?
¿No
puedo presuponer que ellos también intentan corregirse pero no lo consiguen?
Por eso el Señor nos enseñó a decir:
<<Perdónanos así como nosotros perdonamos>>.
Se
trata de vasos comunicantes.
No es
que yo tenga que perdonar primero para que se me perdone.
Es
porque he experimentado en mí la misericordia de Dios por lo que he aprendido a
ser misericordioso con los demás.
El verdadero <<test>> de que he sido perdonado es mi disposición para perdonar a los demás.