STANISLAS LYONNET

 

APÓSTOL DE JESUCRISTO

 


 

 

ÍNDICE

 

Prólogo

l. Apóstol por vocación

2. Yo soy el Señor tu Dios

3. La ley del pecado

4. Todos están sujetos al pecado

5. Reos delante de Dios

6. Sin ley, una justicia de Dios

7. Justificados por su gracia

8. El hombre es justificado por la fe sin obras

9. La obediencia de la fe

10. Me gloriaré en mis debilidades

11. No estáis bajo la ley

12. Estáis bajo la gracia

13. Quien ama ha cumplido la ley

14. La mayor es la caridad

15. Llevados por el Espíritu

16. Clamamos: ¡Abbá, Padre!

17. Seremos glorificados

18. Cristo intercede por nosotros

19. Luchad con Vuestras oraciones

 


 

PRÓLOGO

 

Este libro pudo salir a la luz hace ya tiempo. Pero diversos motivos retrasaron su publicación. De todas formas, creo que el momento es francamente oportuno. La terminación del Concilio Vaticano II ha marcado una dirección nueva y ha impulsado, con la autoridad del magisterio, un movimiento que se venía gestando desde hace muchos años. La Iglesia ha respondido autoritativamente a varios interrogantes que habían planteado el progreso del pensamiento y las exigencias vitales modernas. Naturalmente, no se puede tratar de una simple ascensión que nos permita permanecer sentados en la cumbre para contemplar el paisaje; se trata del avance por un sendero que sigue esperándonos.

A ningún cristiano serio puede intimidarle este impulso generoso del Espíritu. Cristo vino a traer fuego a la tierra (Lc 12, 49). Pero el hombre tiene miedo del fuego abrasador de Dios y se esfuerza por controlarlo. Sin embargo, el Espíritu sopla donde quiere con fuerza impetuosa. El auténtico creyente sabe que Dios estará con él hasta el fin de los siglos (Mt 28, 2 ).

Y la vida es esencialmente movimiento: es riesgo continuo. Y es precisamente el hombre, debido a su libertad, quien más arriesga. Pero únicamente los hombres de fe débil, que confían más en el control humano que en la asistencia y en la guía experta de Dios, tienen miedo a hundirse. Y es lógico este miedo cuando el hombre se olvida de que es la fuerza abrasadora del Espíritu la que guía los pasos de la iglesia. Es verdad que Dios nos dio una inteligencia para que la utilizáramos, pero no es menos cierto que nuestros caminos no son sus caminos, y que en muchas ocasiones nuestras miras "no son las de Dios sino las de los hombres" (Mt 16, 23). Un fuego demasiado controlado deja de ser abrasador; y un cristianismo al margen de la vida deja de ser vida. O como ha dicho un gran pensador moderno, "deja de ser contagioso".

Nos toca a nosotros, los hombres de hoy, prolongar y dar vida a este movimiento conciliar. Pero es de temer que a los más jóvenes nos domine la impaciencia. A veces, el deseo de lo perfecto -difícilmente realizable- puede inducirnos a despreciar o no ver lo bueno. Es posible que una fe débil, unida a una inconsciente ignorancia, se oponga a las inspiraciones generosas de Dios. Pero también es posible que una imaginación impaciente, sin el apoyo de conocimientos sólidos y de oración constante, confunda los caminos de la fe con la anarquía legítima de los movimientos artísticos. El momento actual es profundamente interesante, y exigente en extremo. Y los hombres de hoy debemos dar una respuesta en sentido ascendente. Sería un error imperdonable la zancadilla o el estancamiento. Pero es necesaria la oración y el estudio profundo. Las cosas de Dios y las exigencias de la conciencia humana hay que tratarlas con la mayor seriedad.

Decía que me parece oportuno el momento en que aparece este libro. Nos toca a los sacerdotes preguntarnos con insistencia qué es el sacerdocio y cuál es nuestra misión en el momento actual. Debemos tomar parte activa en el movimiento que nos sacude. Y creo que estas páginas, fundamentalmente bíblicas, pueden

Proporcionarnos algunas ideas claves para dar la respuesta oportuna. Pablo, apóstol de Jesucristo y servidor valiente de la verdad cristiana, nos puede servir de guía. Él no tuvo miedo a dar algunos pasos de extraordinario alcance, que le proporcionaron incomprensiones y dificultades en el seno mismo de la comunidad cristiana. Quizá llegó incluso a escandalizar a los prudentes por seguir las inspiraciones de Dios. Pero su conciencia de que es el Espíritu quien guía a la Iglesia, le dio la fuerza necesaria para ser un obrero eficaz, más atento a la llamada de Dios y a las exigencias de la verdad cristiana que al juicio severo de quienes se aferraban a ciertas tradiciones.

Pero aparte de su actitud de apertura a la llamada de Dios, san Pablo nos ofrece un retrato limpiamente delimitado del auténtico apóstol. Es el elemento permanente, que no puede pasar de moda porque constituye la esencia misma del sacerdocio cristiano. Y esta es la base -temo que a veces ignorada- sobre la que podemos empezar a construir sin temores.

 

***

 

Toda comunicación de tema religioso lleva siempre un fuerte contenido de testimonio y de confidencia. El autor de la misma no es un frío espectador que queda al margen del auditorio y de las palabras mismas. Es un testigo. Nos cuenta lo que ha visto y oído en su interior, al contacto con la doctrina que abraza; lo que la voz honda del Espíritu le ha comunicado; lo que la palabra de Dios te ha dicho, en su contacto con la vida. Su comunicación forma parte de su vida misma, por lo que tiene de experiencia vivida y por el compromiso que entraña.

Las palabras que pronuncia plantean una llamada para el oyente, y una exigencia de continuidad para él mismo. Deberá dar un testimonio que complemente las palabras. No puede desentenderse ni de sus palabras ni de quienes las han escuchado. Queda comprometido de alguna manera. Y este compromiso caracteriza toda comunicación de tipo religioso y hace de ella un testimonio vivo. La exigencia de vivir conforme a lo que se predica, lleva a predicar aquello que realmente se vive; lleva a dar un testimonio y a exponer implícitamente una confidencia.

No se trata, pues, de la exposición objetiva y despersonalizada del científico. La palabra de Dios es un mensaje, una buena nueva de salvación. Y quien la transmite queda comprometido con esta palabra y con sus oyentes. Pero, al mismo tiempo, su palabra alcanza un peso y una autoridad que superan las posibilidades humanas. Es la autoridad misma de Dios. Y este es el motivo de que toda comunicación religiosa deba ir precedida y acompañada de la oración. Aunque no es la oración la que da peso a la palabra divina; constituye el medio para distinguirla, para saber que realmente se comunica el mensaje de Dios y no una opinión más o menos propia.

En las páginas que siguen, nos va a dar este testimonio el P. Lyonnet. Y la importancia del mimo radica en que quien nos lo da es un especialista en estudios bíblicos. Un hombre que ha dedicado su vida íntegramente al estudio de la palabra de Dios. En este momento, en que tanto la teología dogmática como la moral y la ascética tratan de descubrir más vitalmente el punto de vista bíblico en sus respectivos campos, las apreciaciones de un escriturista merecen una atención especial. Y el interés sube de punto si se considera la personalidad científica del autor.

Su exposición -y testimonio- tocan algunos aspectos de la personalidad del apóstol. Especialista en san Pablo, centra su atención en la teología paulina. A lo largo de los diecinueve capítulos nos da una visión, pretendidamente fragmentaria, de cómo Pablo de Tarso concibe al apóstol de Jesucristo. Algunas ideas nos resultarán nuevas. En otros casos, la novedad proviene de la misma palabra de Dios, de la fuerza siempre nueva del lenguaje escriturístico y de la visión bíblica de algunas ideas fundamentales. Pero al observador atento no se le pueden escapar las apreciaciones originales, y la visión, en parte nueva y al mismo tiempo entroncada con la más genuina tradición, de algunos puntos básicos. En estas breves páginas entramos en contacto con algunas de las ideas claves que dominan la obra del P. Lyonnet. Son un reflejo de muchos años de estudio y de vivencias sacerdotales.

 

* * *

 

El libro nació de una forma casual. En realidad, se trata de unos ejercicios espirituales. Y creo que merece la pena esta observación. Cuando los dio, el P. Lyonnet no pensó ni remotamente en que serían publicados. Fue en vísperas de la ordenación sacerdotal en el colegio español de Roma. Del 13 al 18 de marzo de 1964. Los recogimos en cintas magnetofónicas y así han dormido durante largo tiempo. Dos años después, con alguna experiencia sacerdotal y sin la apreciación parcial que originan las emociones, hemos creído que merecía la pena darlos a conocer. Pero al autor, debido a su agobiante trabajo, le era imposible preparar la edición de los mismos. Con inestimable confianza, dejó el trabajo en nuestras manos. No fue del todo fácil. Había que conservar fielmente el pensamiento del autor, y, en la medida de lo posible, sus palabras, pero eliminando totalmente el estilo oral directo y las repeticiones comprensibles en una charla. Ni siquiera poseíamos la registración original, sino una versión de la misma hecha con la rapidez de aquellos días. Al final, le presentamos el resultado. Por indicación suya hicimos aún algunas correcciones e introdujimos algunas citas de los documentos conciliares. En todo caso, las impropiedades comprensibles que puedan quedar se deben a los preparadores y no al autor.

En las citas bíblicas, seguimos normalmente la versión castellana de Nácar-Colunga. En las citas del libro de los salmos hacemos una excepción: seguimos la versión aún no publicada y, en cierto modo provisional, del P. Alonso Schöckel. En algún caso, corregimos la cita según las indicaciones del autor de este libro o siguiendo otras versiones castellanas.

Creemos que el libro puede ser útil para todos.

 

J. ANTONIO PAREDES

 

1

APOSTOL POR VOCACION

 

 

Pablo, esclavo de Jesucristo, apóstol

por vocación, escogido para (anunciar)

el evangelio de Dios (Rom 1, 1).

 

En el momento presente, el tema de reflexión nos lo imponen las circunstancias. Frente a este instante pleno y decisivo de vuestra vida, a punto de dar la respuesta definitiva a Dios, que os llama para el ministerio sacerdotal, os saldrán al encuentro, sin duda, varios interrogantes sobre el sacerdocio mismo. Espero que una reflexión en común, intencionadamente fragmentaria, pueda brindarnos elementos para la respuesta íntegra y vital.

Como punto de partida para esta reflexión pueden servirnos algunos pasajes de la carta de san Pablo a la Iglesia de Roma. Y, en primer lugar, vamos a centrar nuestra atención en la sublime grandeza de la vocación al sacerdocio. Es una vocación al apostolado, al servicio de la Iglesia; una vocación al servicio de Cristo, ya que la Iglesia es Cristo continuado y, en última instancia, al servicio de Dios, porque Cristo es Dios.

San Pablo se denomina a sí mismo "apóstol por vocación" (Rom 1, 1), llamado por Dios. Y se refiere a una llamada personal, a la que alude con cierta frecuencia, y en la que insiste en un pasaje de su carta a los gálatas, paralelo al citado: "Pablo, apóstol no por parte de los hombres ni por mediación de hombre alguno, sino por Jesucristo y por Dios Padre que lo resucitó de entre los muertos" (Gál 1, 1). Como vemos, esta llamada no proviene de los hombres ni tiene por intermediario hombre alguno. Es Cristo quien le llama directamente, y Dios Padre que, mostrando su poder, le resucitó de entre los muertos.

Es verdad que nosotros no tenemos la misma evidencia que tuvo san Pablo de esta llamada directa de Dios, pero no por ello deja de ser cierto que también nosotros somos llamados por Cristo y por Dios Padre.

Alude después el apóstol a su elección en el camino de Damasco: "...,desde el vientre de mi madre me separó y me llamó con su gracia" (Gál 1, 15). Estas palabras valen para todo apóstol, para todo sacerdote. Dios nos ha elegido antes de nacer, porque su amor es eterno y la llamada divina no depende de nuestros méritos o cualidades, sino exclusivamente de su amor. Es una llamada enteramente gratuita.

El evangelio según san Marcos pone de relieve esta idea de la gratuidad cuándo narra la vocación de los apóstoles: Jesucristo llamó "a los que quiso" (Mc 3, 13-15).

Esta primera idea nos exige, dada su importancia, una reflexión atenta: no somos nosotros quienes avanzamos hacia el sacerdocio, sino que es Cristo quien viene en busca nuestra. Si podemos avanzar, es porque Dios nos llama.

Aunque a primera vista pueda parecer sorprendente, el pensar que es Dios quien toma la iniciativa es fuente de optimismo. Incluso el ser conscientes de nuestra debilidad y miseria puede convertirse en un motivo más desconfianza, porque Dios ha escogido lo más débil (1 Cor 1, 27). Y esta conciencia de nuestra debilidad se hace más viva si miramos en torno a nosotros: amigos, compañeros, personas que con mayor capacidad y mejores cualidades que las nuestras no han sido elegidas. Dios no nos ha elegido porque éramos fuertes, sino por ser débiles. Un artista recibe tanta mayor gloria, dice santo Tomás, cuanto más frágil y miserable es la materia de que hace su obra de arte. De la misma manera, nuestra miseria engrandece la obra que Dios realiza en nosotros.

"No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo soy el que os he elegido a vosotros" (Jn 15, 16).  En esta realidad de la elección divina encontramos nuestra fuerza. Pero al mismo tiempo que son fuente de ánimo, estas palabras de Cristo entrañan la necesidad de una respuesta. Él nos ha elegido y tiene derecho a exigir lo que quiera. Nuestra situación se asemeja tal vez a la del profeta Jeremías, a quien alude san Pablo en el lugar que hemos citado de su carta a los fieles de Galacia. La alusión es clara y pone en evidencia cómo san Pablo ve su vocación como una continuación de la vocación de los profetas, demostrando que el designio de

Dios es el mismo.

Dice Jeremías: "Y el Señor me habló diciendo: antes que yo te formara en el seno materno te conocí; y antes de que tú nacieras te santifiqué y te destiné para profeta entre las naciones. A lo que dije yo: ¡Ah, ah! ¡Señor, Dios! ¡Ah!, bien veis vos que yo no sé hablar, porque soy un jovenzuelo. Y me replicó el Señor: no digas soy un jovenzuelo, porque tú ejecutarás todas las cosas para las cuales te comisione y todo cuanto te encomiende que digas, lo dirás. No temas la presencia de aquellos, porque contigo estoy yo para sacarte de cualquier embarazo, dice el Señor" (Jer 1, 4-8). Quizá también nosotros sintamos esta duda de Jeremías, viendo nuestra incapacidad. Pero Dios afirma que él sabe lo "que se hace. Él nos ha llamado y está con nosotros. Nuestra actitud fundamental puede ser ésta: ser conscientes de nuestra incapacidad y nuestra miseria, para que así podamos recibir la gracia como una gracia y no como un derecho adquirido.

Una segunda consideración nos lleva a ver esta llamada desde el ángulo de Cristo. No olvidemos que nuestra vocación es importante para Cristo mismo. Incluso es más importante para él que para nosotros, ya que es su negocio, su gloria la que está en juego.

Una mirada atenta al evangelio nos lo manifiesta. Cuando los evangelistas nos narran los momentos más importantes de la vida de Jesucristo, ponen de relieve cómo van precedidos de largos ratos de oración en algún lugar apartado y en silencio. San Lucas observa que antes de elegir a los doce, Cristo "se retiró a orar en un monte y pasó toda la noche haciendo oración a Dios" (Lc 6, 12). Comentando este pasaje, san Ambrosio explica que "el Señor hace oración no para rogar por sí mismo, sino para interceder en favor mío".[1]

También nosotros nos retiramos en esta ocasión, buscamos el silencio y oramos a Dios Padre. Y consuela pensar que Cristo no sólo rezó entonces en favor nuestro, sino que sigue orando continuamente, "siempre viviente para interceder por ellos" (Heb 7, 25).[2] Nuestra oración consiste, pues, en unirnos estrechamente a la de Cristo, que intercede por nosotros hasta la parusía. Esta oración intercesora de Cristo, de la Virgen y de los santos en favor nuestro debe reblandecer nuestra posible aridez interior. Él es nuestro abogado, y nuestro trabajo es al mismo tiempo trabajo suyo: "Como mi Padre me envió, así os envío yo a vosotros" (Jn 20, 21). Nuestra misión es una prolongación de la obra y de la misión salvífica de Cristo.

A lo largo de toda esta reflexión, surge imperiosa una pregunta: ¿para qué nos llama Cristo? La respuesta la encontramos en el evangelio según san Marcos. Cristo llamó a los apóstoles "para tenerlos consigo" (Mc 3, 14). Quizá parezca demasiado elemental, pero de hecho observamos que dedicó gran parte de su breve vida pública a la formación de los apóstoles. Los tiene consigo porque es necesario que le conozcan no sólo externamente, sino internamente: es necesario que contemplen sus obras y penetren en el sentido de las mismas. Van a ser sus testigos, y ser testigos supone "haber visto, conocer por experiencia". Por este motivo, san Pablo, profundizando en la misma idea pone como fin primero de la llamada de Dios "revelarme a su Hijo" (Gál 1, 16). Este aspecto es esencial para la vocación, o la vocación esencial misma. Se es apóstol en cuanto se ha recibido una revelación. Por consiguiente, todo apóstol, todo sacerdote, en tanto será tal en cuanto haya recibido una revelación personal, no sólo por la ciencia, sino ante todo por el contacto vital con Dios. De lo contrario, el sacerdote será una especie de profesor mediocre que aprende una lección y la repite de memoria pero no un testigo. Para poder hablar de Cristo hay que vivir con él, asimilar su bondad, su humildad, su paciencia; es más, hay que vivir como él, porque el testimonio no consiste únicamente en la palabra, sino que exige también obras. Es esta revelación la que buscamos en estos días de silencio.

Nos interesa, en tercer lugar, examinar la naturaleza de esta misión. Siguiendo el pensamiento de san Pablo, vemos que nos dice: "para que yo predicase a las naciones" (Gál 1, 16). Esta es, pues, la misión del sacerdote: anunciar.

Hemos sido elegidos "para (predicar) el evangelio de Dios" (Rom 1, 1). Este es nuestro cometido primordial: anunciar la buena nueva, la noticia esperada. Cuando el Concilio Vaticano II habla de las funciones de los presbíteros, nos dice: "Los presbíteros, como cooperadores que son de los obispos, tienen por deber primero el de anunciar a todos el evangelio de Dios, de forma que, cumpliendo el mandato del Señor: marchad por el mundo entero y llevad la buena nueva a toda criatura, formen y acrecienten el pueblo de Dios".[3] Los hombres esperan esta buena nueva y se desilusionan cuando no les anunciamos la auténtica noticia, que da y constituye la felicidad. Pero hay que llevarla dentro para poderla propagar, para que incluso la vida del predicador sea un anuncio auténtico de esta buena nueva.

También san Marcos nos expone claramente esta idea. Dice que Jesucristo escogió a los apóstoles para que estuvieran con él y para "enviarlos a predicar" (Mc 3, 14). Y volviendo a san Pablo, vemos que dice perentoriamente: "Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el evangelio" (1 Cor 1, 17). El sacerdote no es un simple administrador de sacramentos, sino que, en primer lugar, es un mensajero que anuncia la palabra divina. Para ello, debe conocer profundamente a Cristo, estudiar y adaptar su mensaje a los hombres que le esperan ansiosos y, sobre todo, dar un testimonio evangélico con su vida. Esta es la armonía que ha de buscar, por más que sea difícil.

San Marcos añade: "Dándoles potestad de curar enfermedades y de expeler demonios". Cristo dio este poder a sus apóstoles y, como se ha visto en algunos casos, puede dárselo también a algunos de sus sucesores. Pero aparte del sentido literal de la frase, existe otra potestad de curar a los enfermos, que Jesús sigue dando a todos y cada uno de sus sucesores: consolar a los demás. Este aspecto es esencial al sacerdocio y motivo, al mismo tiempo, de   consolación. El sacerdote da la paz a los hombres y los ayuda a aceptar la vida, o mejor dicho, a descubrir su profundo significado. Un joven comunista converso decía, encontrándose en un sanatorio, a un sacerdote que estaba junto a él: "Pido al Señor que me lleve pronto consigo, o si no, que me dé un poco de fuerza y entonces que me haga sacerdote, ¡Es tan grande cargar con los sufrimientos ajenos!" Creo que este joven había entendido lo que es ser sacerdote: soportar las penas de los demás, ser la fuerza de muchos, el "hombre universal", como le llama san Juan Crisóstomo.

También nosotros, los sacerdotes de hoy, tenemos la potestad de expulsar a los demonios. Todo hombre que comete un pecado lleva el demonio dentro. Y uno de los momentos más emocionantes en la vida del sacerdote es cuando da la absolución a un penitente. De igual manera que Cristo, él puede perdonar los pecados. Cuando el Señor dijo al paralítico "te son perdonados tus pecados" (Mc 2, 5), muchos invitados empezaron a murmurar: "¿Quién es éste que también perdona los pecados?" Ellos sabían que sólo Dios puede hacerlo. Pero nosotros sabemos que también el sacerdote puede perdonar los pecados, supuesta la buena disposición del pecador, pues el sacramento de la penitencia no es una magia.

Precisamente este poder, esta gracia, debe empujar al sacerdote a echar fuera de él al demonio de la envidia, de la discordia, del egoísmo; y a poner en su lugar la caridad, capaz de perdonar hasta el fin igual que perdonó Cristo.

San Marcos termina su narración enumerando a los doce que eligió Jesucristo: "Simón, a quien puso el nombre de Pedro..." Este cambio de nombre tiene una gran importancia. En el pensamiento semita, el nombre designa toda la persona. Y cambiar de nombre significa, de algún modo, un cambio en la persona.

Por medio de la ordenación, Cristo opera este cambio en la persona del sacerdote. Él tiene la potestad de operar tal cambio, de convertir, haciendo pasar al hombre de un estado de egoísmo a una apertura de caridad, de perdón, de sacerdocio. Porque Dios busca en el sacerdote la misma disponibilidad que encontró en la Virgen. María fue un alma esencialmente abierta a Dios: "He aquí la esclava del Señor" (Lc 1, 38), dijo, preparada a recibir la gracia de la maternidad divina.

Esta es, pues, la actitud propia del sacerdote. Mediante esta disponibilidad y esta apertura a la gracia, permitirá a Dios que obre en él lo que quiera, y no lo que desee él mismo. El sacerdocio es una gracia y un don de Dios que toma la iniciativa. Pero sabemos, además, que él mismo nos dará el realizar todo lo que nos haya pedido.
 

 

2

YO SOY EL SEÑOR TU DIOS

 

Yo soy el Señor Dios tuyo,

el santo de Israel, tu salvador;

yo di por tu rescate Egipto,

Etiopía y Sabá a cambio de ti.

Después que te hiciste estimable

y glorioso a mis ojos, yo te he

amado... (Is 43, 3-4).

 

Cuando vamos a orar, lo más importante es ponerse en la presencia de Dios. El resto ya no depende de nosotros. Pero esta actitud inicial está en nuestras manos.

 

Por eso, creo que tiene gran importancia el profundizar en la idea de Dios que nos ofrece la revelación. El P. Faber, oratoriano inglés, decía que los momentos auténticamente importantes en la vida de un hombre son aquellos en los cuales se le ha dado tener una idea más alta, más profunda de Dios. Una idea nueva de Dios es como un nuevo nacimiento. Nos lo enseña san Pablo en su carta a los romanos y, en general, en todas sus cartas.

Hemos considerado en el capítulo anterior la llamada de Dios. La ha llamado a su apóstol y nos ha llamado a nosotros a evangelizar, a anunciar el "evangelio de Dios". Aunque estemos acostumbrados a hablar del "evangelio de Cristo", san Pablo emplea habitualmente la expresión "evangelio de Dios". De igual manera, cuando habla de la Iglesia, la llama "Iglesia de Dios", aunque nosotros digamos usualmente "Iglesia de Cristo", expresión que por otra parte es totalmente exacta.

Y, al hablar de Dios, se refiere san Pablo generalmente a Dios Padre. El evangelio es un anuncio de Dios sobre su Hijo. El Padre es quien anuncia y Cristo el anunciado.

Muchos autores han afirmado que la doctrina paulina está totalmente centrada en Cristo. Y esto es cierto, pero no debemos olvidar que todo procede del Padre, y que Cristo es el mediador tanto en la creación como en la redención y salvación. En última instancia, pues, san Pablo centra su atención en la persona del Padre.

Si leemos detenidamente la carta a los romanos, por ejemplo los once primeros capítulos que constituyen la parte dogmática y contienen varios puntos esenciales de la teología paulina, podemos observar que las alusiones a Dios Padre son mucho más numerosas que las alusiones a Cristo: 67 veces a Cristo, mientras 148 al Padre, ya sea con el nombre de Dios, ya con el pronombre referido al Padre.[4]

Tomemos otro dato para descubrir la importancia que tiene la persona del Padre tanto en la teología como en la espiritualidad paulina. Se trata de la carta a la iglesia de Éfeso. Esta carta tiende directamente a ensalzar la persona de Cristo, es el tema central de la misma. Sin embargo, vemos que la gran doxología inicial está totalmente ordenada al Padre: "Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo (en toda esta bendición está el Padre, por decirlo así, en el centro) que nos ha colmado en Cristo (el mediador) de toda suerte de bendiciones espirituales en los cielos; así como él mismo (el Padre) nos escogió antes de la creación del mundo para ser santos y sin mancha en su presencia (ante el Padre) por la caridad, habiéndonos predestinado (el Padre) para ser hijos suyos adoptivos por Jesucristo a gloria suya (del Padre), por un puro efecto de su beneplácito a fin de que se celebre la gloria de su gracia mediante la cual nos hizo (el Padre) gratos en su querido Hijo..." (Ef 1, 3 s.). Se podría continuar aún pero creo que es suficiente para ver la gran importancia que san Pablo concede a la persona del Padre.

Este es también el motivo por el que Pablo, como los primeros cristianos, dirige habitualmente su oración al Padre. Por Cristo al Padre. Ya al principio de la carta a los romanos dice: "Primeramente yo doy gracias a mi Dios por Jesucristo" (Rom 1, 8). En la carta a la iglesia de Éfeso parece, en cambio, que dirige su oración directamente a Jesucristo: "Llenaos del Espíritu Santo, hablando entre vosotros con salmos, y con himnos y canciones espirituales (se trata realmente de una oración litúrgica) cantando y loando al Señor (es decir, a Cristo: to Kyrio) en vuestros corazones, dando siempre gracias por todo a Dios Padre en el nombre de nuestro Señor Jesucristo" (Ef 5, 19). El significado es: dando gracias al Padre en nombre de Cristo. Se trata evidentemente de una expresión abreviada, como se deduce si comparamos este pasaje con el capítulo 3, 16 de la carta a los colosenses, donde aparece la misma expresión: "La palabra de Cristo en abundancia tenga su morada entre vosotros, con toda sabiduría, enseñándoos y animándoos unos a otros, cantando a Dios con hacimiento de gracias en vuestros corazones". Debemos, pues, dar gracias a Dios por Jesucristo, en su nombre. Téngase en cuenta que la expresión "en el nombre de Cristo" equivale a decir: en unión con Cristo. Este es su significado profundo, porque, de la misma manera que todo viene de Dios por Cristo, todo vuelve a Dios por Cristo.

Este es también el sentido de la expresión litúrgica: "por Jesucristo Nuestro Señor". Las oraciones antiguas están dirigidas a Dios Padre por Jesucristo[5] aunque exista alguna dirigida a Cristo. En realidad, Cristo para san Pablo, no es tanto aquel a quien oramos, cuanto aquel que ora en nosotros en el Espíritu.

Saber que cuando oramos, Cristo ora en nosotros al Padre puede sernos muy útil. Lo insinuábamos en el capítulo anterior al hablar de la intercesión de Jesucristo. No se trata únicamente de una intercesión desde el cielo a la que debemos unirnos ofreciéndosela al Padre; sino de una intercesión, de una oración de Cristo en mí. De la misma manera que dice san Pablo: "Vivo, pero no yo, es Cristo quien vive en mí", podemos afirmar nosotros: no soy yo quien hace oración, sino que es Cristo quien ora en mí. Y el valor religioso de esta consideración aumenta si tenemos presente que la oración es la manifestación primaria de la vida espiritual.

Vamos a examinar brevemente quién es este Dios a quien Cristo ora desde nosotros; este Dios a quien se refiere san Pablo, cuando habla del "evangelio de Dios", del "misterio de Dios", de "la Iglesia de Dios".

Inicialmente podemos afirmar sin más que es el Dios del Antiguo Testamento, ya que el Nuevo Testamento, al hablar de Dios, no da una definición distinta o propia; sino que supone toda la tradición  veterotestamentaria. Por tanto, es el Dios que se revela desde los comienzos de la historia de la salvación. Precisamente la primera página de la Biblia es una manifestación de Dios, que se revela por su palabra creadora.

Aunque en su primera revelación Dios se nos manifiesta bajo su aspecto de creador, no lo hace para complacerse en su poder o grandeza. Dios no ha creado el mundo con este fin. Basta leer el primer capítulo del Génesis para convencerse de que crea por el hombre. Varios indicios nos lo atestiguan: el hombre es el último ser que sale de las manos de Dios; Dios pone toda la creación a su servicio, pues es el ser más perfecto, creado a imagen y semejanza suya. Explicitando más esta idea, el Concilio Vaticano II dice: "La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado a imagen de Dios, con capacidad para conocer y amar a su creador, y que por Dios ha sido constituido señor de la entera creación visible para gobernarla y usarla glorificando a Dios".[6] Y san Ireneo, con acertada expresión, dice: "Pues al principio creó Dios a Adam, no porque tuviera necesidad de los hombres, sino para tener alguien a quien conceder sus beneficios”.[7]

Dios ha creado al hombre movido por su bondad, para hacerle objeto de sus dones. Esta idea la encontramos a lo largo de todo el Antiguo Testamento y se mantiene en la tradición de la Iglesia. Baste recordar lo que dice el Concilio Vaticano I cuando habla de Dios creador, que "por su bondad y virtud omnipotente, no para aumentar su bienaventuranza ni para adquirirla, sino para manifestar su perfección por los bienes que reparte a las criaturas... creó de la nada".[8] Y ya en nuestros días, el Concilio Vaticano II insiste en la misma idea: (El hombre) "existe pura y simplemente por el amor de Dios que lo creó, y por el amor de Dios que lo conserva".[9] Y en otro lugar, afirma: "El mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del creador...".[10]

Si Dios hubiera creado porque tenía necesidad del hombre, no sería todopoderoso. La crea para dar, para comunicar y comunicarse. Y ésta es precisamente su gloria. El Concilio Vaticano II lo afirma claramente cuando dice: "El que es creador de todas las cosas ha venido a hacerse todo en todas las cosas, procurando a la vez su gloria y nuestra felicidad" (1 Cor 15, 28).[11] De la misma manera que la gloria del sol es calentar e iluminar, y la gloria de la fuente es refrescar, y la del rico consiste en enriquecer, la gloria del amor es amar eficazmente,[12] la gloria del justo es justificar a los demás y la gloria de la santidad suprema es santificar a todos. Según el Antiguo Testamento, la gloria de Dios es la salvación de Israel. Según la revelación veterotestamentaria, Dios es glorificado en la prosperidad de su pueblo. Mediante un ligero examen, podemos observar que todas las oraciones de los judíos, empezando por las de Moisés, piden a Dios que salve a su pueblo. Y la gloria de Dios consiste realmente en salvarlo.

También la liturgia, maestra y educadora de nuestra piedad, sigue esta línea. Baste citar la oración de septuagésima: "Te rogamos, Señor, que escuches propicio las plegarias de tu pueblo y que nos libres, por tu misericordia, de las justas aflicciones que han originado nuestros pecados". Nuestra liberación será su gloria porque manifestará su misericordia para con nosotros.

Algo semejante tenemos en el pasaje que nos narra la curación del ciego de nacimiento. Y cuando le comunican a Cristo la enfermedad de Lázaro, contesta: "Esta enfermedad no es mortal, sino que está ordenada para la gloria de Dios, con la mira de que por ella el Hijo de Dios sea glorificado" (Jn 9, 1-13). San Agustín comenta así estas palabras: "Tal glorificación de sí mismo no le añade nada a él, sino que es de provecho para nosotros" (Jn 11, 4).[13] Y al principio de la oración sacerdotal, Cristo pide expresamente al Padre: "Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu hijo para que tu hijo te glorifique a ti, pues que le diste poder sobre toda carne para que dé la vida eterna (he aquí la explicación) a todos los que le has dado" (Jn 7, 1-2). Jesucristo glorifica al Padre en cuanto comunica esta vida divina a todos. Para esto ha venido al mundo, para que se cumpla lo que Dios se ha propuesto al crear. El concilio Vaticano II lo expone con luminosa claridad, cuando afirma: "La Iglesia ha nacido con este fin: propagar el reino de Cristo en toda la tierra para gloria de Dios Padre, y hacer así a todos los hombres partícipes de la redención salvadora y por medio de ellos ordenar realmente todo el universo hacia Cristo".[14] En la continuación de la oración sacerdotal, en el v. 4, volvemos a encontrar la misma idea: "Y te he glorificado en la tierra (¿cómo?, nos preguntamos): tengo acabada la obra cuya ejecución me encomendaste", es decir, la salvación de todos los hombres.

La tradición de la Iglesia conserva íntegras estas ideas. Oigamos, a modo de ejemplo, a santo Tomás: "Dios no busca la utilidad en nuestros bienes, sino la gloria, es decir, la manifestación de su bondad, la cual busca también con sus obras. Porque nosotros le demos culto, nada se le añade a él, sino a nosotros.[15]

Ahora podemos ir vislumbrando mejor quién es Dios. El Dios de quien Cristo habla y a quien Pablo dirige su oración no es un Dios abstracto ni una potencia lejana que nos sirva de explicación del universo, sino una persona que nos ama como a hijos. Es un Dios completamente desinteresado, que no piensa más que en el bien de su criatura, que no ha creado nada para la destrucción, sino todo para la vida. Es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, como nos transmite la fórmula tradicional del Antiguo Testamento, en donde se habla también de Dios creador, pero no únicamente para indicar el origen del mundo, sino ante todo para ensalzar la bondad divina.

Si examinamos las imágenes que los judíos aplicaban a Dios, llegamos a una conclusión semejante. Entre las imágenes con las que expresan esta idea de Dios creador, acaso la más expresiva es la del vaso de arcilla en las manos del alfarero. San Pablo recoge esta expresión en su carta a la iglesia de Roma: "Mas ¿quién eres tú, oh hombre, para reconvenir a Dios? ¿Un vaso de barro dice acaso al que le labró: por qué me has hecho así?" (Rom 9, 20).

Ante semejante expresión, tal vez experimentamos terror o angustia. Pero la sagrada Escritura suele emplearla no para asustar o angustiar, sino para infundir confianza a los hijos de Israel. Lo vemos más claramente leyendo el texto de Isaías en el que se inspira san Pablo: "Ay de vosotros los que os escondéis del Señor, para ocultarle vuestros designios ¡Ay de los que hacen sus obras en las tinieblas y dicen: ¿quién nos ve y quién nos descubre? ¡Desvariado pensamiento el vuestro Como si el barro se levantase contra el alfarero y dijese la obra a su hacedor: no me has hecho tú; y la vasija dijese al que la hizo: eres un necio. ¿No es verdad que en breve y dentro de poco tiempo el Líbano se convertirá en vergel y el vergel se convertirá en un bosque? Y en aquel día los sordos oirán las palabras del libro. Y los ojos de los ciegos recibirán la luz, saliendo de las tinieblas y oscuridad. Y los humildes se alegrarán cada día más y más en el Señor y los pobres se regocijarán en el santo de Israel; porque el soberbio fue abatido, fue consumido el escarnecedor y destruidos todos aquellos que madrugaban para hacer el mal" (Is 29, 15-20). El sentido profundo de este pasaje radica aquí: el hombre sabe que Dios es capaz de hacer todo y que si ha creado al pueblo de Israel, no permitirá que lo destruyan sus enemigos. Él es más fuerte que los enemigos y el hombre verá -anuncia Isaías- que hasta el desierto se convertirá en un jardín de flores. También en el Nuevo Testamento se emplean estas palabras para anunciar la obra mesiánica de Cristo (Mt 11, 2-6).

Leemos también en el mismo profeta: "No temas; pues yo te redimí y te llamé por tu nombre: tú eres mío. Cuando pasares por medio de las aguas estaré yo contigo y no te anegarán sus corrientes; cuando anduvieres por medio del fuego, no te quemarás, ni la llama tendrá ardor para ti. Porque yo soy el Señor Dios tuyo, el santo de Israel, tu salvador; yo di por tu rescate Egipto, Etiopía y Sabá a cambio de ti. Después que te hiciste estimable y glorioso a mis ojos, yo te he amado y entregaré por ti hombres y pueblos por tu salvación. No temas, porque yo estoy contigo: desde oriente conduciré tus hijos y desde occidente los congregaré" (Is 43, 1-5).

En el capítulo 64 vuelve a aparecer la misma imagen: "Y, no obstante, Señor, tú eres nuestro padre; nosotros somos el barro y tú el alfarero; obras somos todos de tus manos" (Is 64, 8). Como puede verse, para los judíos Dios creador y Dios padre no se oponen, sino que se identifican. Dios ha creado la humanidad, ha formado el pueblo de Israel por elección, por amor. Por ello la Iglesia ha puesto como canto inicial del breviario un cántico de júbilo: "Venid, regocijémonos en el Señor". Es una llamada a la alegría, que se basa precisamente en la fe en Dios creador nuestro. "Demos vítores a la roca que nos salva. Lleguémonos a su presencia entre alabanzas, exultemos en él entre cantares. Porque Dios grande es el Señor..." (Sal 94, 1-3). Cuanto más se manifiesta la grandeza de Dios, mayor debe ser la confianza del hombre. Precisamente Dios perdona siempre porque es todopoderoso; sólo los débiles no saben perdonar. Dios, dice la liturgia,[16] "manifiesta su omnipotencia ejerciendo su misericordia". Y el salmo citado continúa:

 

En su mano las simas de la tierra,

y suyas son las cumbres de los montes.

 

Suyo es el mar, pues él lo hiciera,

la tierra firme que formó su mano.

 

Venid y, prosternados, adoremos, doblemos,

al Señor que nos creara, las rodillas.

 

Porque él es el Dios nuestro

y nosotros el pueblo de sus pastos,

el rebaño conducido por su mano (Sal 94, 4-7).

 

Es la imagen del buen pastor que conoce a sus ovejas y ellas le conocen.

 

Es importante tener una idea clara de Dios, tal como nos la presenta la palabra revelada. Importante para nuestra vida y ministerio sacerdotal. Hemos visto que la omnipotencia creadora no sólo no lo aleja de nosotros, sino que nos acerca a él, nos atrae como signo de bondad. También el evangelio lo presenta como padre que nos ama. Veamos aún al profeta Isaías, que nos da algunas descripciones maravillosas de Dios. La Iglesia ha tomado el último pasaje como epístola de la misa del sábado de la 4ª semana de cuaresma para prepararnos al tiempo de pasión. Este amor de Dios Padre resplandece sobre todo en el versículo 14. Israel está en el destierro de Babilonia y piensa que tal vez Yavé, su creador, ha abandonado a su pueblo.

"Y dijo Sión: el Señor me ha abandonado, y mi Señor me ha olvidado. ¿Puede una mujer olvidarse de su niño, sin que tenga compasión del hijo de sus entrañas? Pero aun cuando ella pudiese olvidarlo, yo no me olvidaré de ti" (Is 66, 3; 49). El amor de Dios para con sus hijos es más grande que el amor de un padre, o mejor dicho, mayor que el de una madre. No cabe amor más fuerte.

 

Esta idea aparece magníficamente sintetizada en el pasaje que nos habla de la revelación del nombre de Yavé. Cuando Moisés pregunta a Dios cuál es su nombre, para que pueda decírselo a los hijos de Israel, Dios le responde: "Yo soy el que soy. He aquí, añadió, lo que dirás a los hijos de Israel: yo soy me ha enviado a vosotros" (Ex 3, 14). Este es su nombre: YO SOY. No es un Dios abstracto y filosófico, lejano, sino mucho más real e íntimo. Los judíos interpretaron ya este nombre. El TARGUM,  que era la traducción que habitualmente se leía en la sinagoga y que probablemente es la que leyeron Jesucristo y San Pablo, traduce parafraseando, con el fin de explicar un poco el texto, y dice: “Yo existía antes de que el mundo fuese creado y he existido después que fue creado el mundo. Yo soy el que ha estado con vosotros en vuestras tribulaciones, en el exilio de Egipto; y soy el que estará con vosotros en todos vuestros sufrimientos, durante todas las generaciones”. Esta paráfrasis de YO SOY (yo fui siempre, yo soy ahora, y yo seré siempre fiel a vosotros), es precisamente la definición de Dios y de Cristo que nos da el libro del Apocalipsis: “Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin, dice el Señor Dios, EL QUE ES, EL QUE ERA, Y EL QUE HA DE VENIR...” (Apoc 22, 20).

 

La primera palabra de la sagrada Escritura nos dice que Dios  creó el mundo; la última es una plegaria invocando la venida de Jesucristo. Precisamente Cristo será la manifestación y la actualización de la fidelidad de Dios con la humanidad que ha creado y a la que ama profundamente. Esta imagen de Dios nos ayudará a ponernos en su presencia. Nos ayudará a adoptar ante Dios una postura de adoración total, de adoración que es al mismo tiempo confianza, porque Dios es “nuestra roca”, sobre la cual podemos apoyarnos sin temor a la caída ni a las desilusiones.

 


 

3

LA LEY DEL PECADO

 

 

Pero veo otra ley en mis miembros

que lucha contra la ley de mi mente

y me sojuzga a la ley del pecado, que

está en los miembros de mi cuerpo

(Rom 7, 23).

 

Hemos dicho ya que san Pablo fue llamado y consagrado enteramente al evangelio de Dios. Y el apóstol presenta el evangelio como "la virtud de Dios para la salvación de todo el que cree" (Rom 1, 16). Es una fuerza para la salud, que se manifiesta en lo que Pablo llama la "justicia de Dios", de la que trata a partir de Rom 3, 21ss, insistiendo antes sobre otro aspecto que llama la revelación de la cólera, de la ira de Dios[17] (Rom 1, 18-3, 20).

 

Sabida es la importancia que san Pablo atribuye a esta revelación. De hecho, se trata de una dialéctica muy conocida, que el apóstol de las gentes ha comprendido en toda su profundidad: para que el hombre pueda recibir la salvación de Dios como un don, y no como una conquista propia, la primera condición y la más radical es que se acepte tal como es, es decir, pecador. A lo largo de casi dos capítulos, Pablo trata de hacer al hombre consciente de su condición real, porque juzga esta toma de conciencia como algo necesario e indispensable. Quizá el único obstáculo y la dificultad mayor para nuestra santificación es pensar que podemos conseguirla con solas nuestras fuerzas, como si se tratara de una competición.

 

En el capítulo 1, a partir del versículo 18, habla san Pablo del pecado de los otros, los paganos. En el capítulo 2 centra su atención sobre el pecado de los "justos", el pecado de los judíos.

 

¿En qué consiste este pecado y cómo lo revela? Mediante expresiones del Antiguo Testamento, señala que es el pecado de toda la humanidad contra Dios. El tema es bastante conocido. Sólo insistiré sobre algún aspecto particular para entender mejor la cuestión.

 

Empieza diciendo: "En efecto, las cosas invisibles de Dios, aun su eterno poder y divinidad, se han hecho visibles después de la creación del mundo por el conocimiento que de ellas nos dan sus criaturas y, así, tales hombres no tienen disculpa" (Rom 1, 20). Lo primero que pone de relieve es que el hombre no puede justificar su pecado. Generalmente nosotros tratamos de buscar mil excusas para el pecador. La actitud de san Pablo en este punto es diferente. Como contraste ante la postura del hombre, muestra un Dios esencialmente bueno que se presta a ser conocido, que no es autor ni del pecado ni de la rebelión del hombre. Si el hombre se encuentra en esta condición de pecador es sencillamente porque lo ha querido. La actitud del hombre es, pues, inexcusable, "porque, habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias" (Rom 1, 21). Esta humanidad pagana ha rehusado glorificar a Dios, darle gracias.

 

Antes hemos hablado de lo que entendemos por dar gloria a Dios. Ahora vamos a examinar algún pasaje del evangelio. San Lucas nos habla de la curación de los diez leprosos. Jesucristo les manda que se muestren al sacerdote. Los diez sanan y sólo uno "volvió glorificando a Dios a grandes voces" (Lc 17, 15). Este glorificar a Dios consistía en dar las gracias a Cristo. El Señor se extraña de que no vengan los otros leprosos. Sólo uno ha vuelto a dar gloria a Dios, porque únicamente él ha vuelto a dar las gracias. Los demás, que no han vuelto, no han glorificado a Dios.

 

El pecado de los gentiles consistía, según Pablo, en atribuirse a sí mismos cuanto tenían, y especialmente su conocimiento de Dios, que era un don divino, y no una conquista propia, como erróneamente pensaban. El apóstol de las gentes insistía en este punto, porque el hombre, ávido de salvaguardar su autonomía, no ha querido reconocer que este conocimiento de Dios le viene de fuera. El P. Daniélou[18] ha puesto de relieve esta idea cuando dice que la exaltación del hombre moderno nace de su esperanza en él mismo. No quiere apoyarse en Dios, porque juzga que no es realmente hombre si él mismo no es su valor supremo. Quiere hacer patente que no tiene necesidad de Dios, ni siquiera para obrar el bien. Esta concepción aparece en el ateísmo moderno. A. Camus, por ejemplo, afirma que el hombre puede ser incluso santo prescindiendo de Dios.[19]

 

San Pablo, desarrollando lógicamente su idea, continúa diciendo: "ni le dieron gracias, sino que se entontecieron en sus discursos y quedó su insensato corazón lleno de tinieblas" (Rom 1, 21). En el momento en que no reconocieron que lo que tenían procedía de Dios, cayeron en el vacío. El hombre, de esta forma, reniega de su ser real. A causa del se entontecieron, el puesto que debía ocupar el Dios bueno, el Dios que se revela, lo ocupa el ídolo. No han adorado a Dios, sino a una imagen de Dios que ellos mismos se han construido y se han representado a su manera, con las pasiones del hombre, con su celo, su egoísmo y su orgullo. Todo el paganismo ha venido a caer en este contrasentido. Han imaginado que Dios quería hacerse servir para saciar su orgullo, que quería sacrificios porque tenía necesidad de ellos. Una auténtica caricatura de Dios.

 

Para determinar la naturaleza de esta idolatría, san Pablo dice: "Y cambiaron la gloria de Dios incorruptible por lo representado en la imagen de un hombre corruptible, de aves, cuadrúpedos y reptiles" (Rom 1, 23). Evidentemente alude a las palabras del Salmo: "Y trocaron su gloria por la imagen de un buey que come hierba" (Sal 105, 20). El salmista se refiere a la adoración del becerro, por parte del pueblo, mientras que Yavé concluía su alianza con Moisés en el monte Sinaí. En esos momentos, el pueblo consideraba a Dios demasiado trascendente, demasiado lejano, y quiso construirse un dios a su medida. Quería un dios a quien se pudiera ver y tocar, que pudiera aceptar sus sacrificios, y que estuviera, mediante éstos, a disposición suya. El deseo ferviente del pueblo puede resumirse así: "Ea, haznos dioses que vayan delante de nosotros" (Ex 32, 1) y no un dios a quien haya que obedecer. En el fondo late el deseo de autonomía plena del hombre, que quiere fabricarse un dios a su medida y tenerle siempre a su disposición mediante los sacrificios: un dios doméstico. Este es el mayor pecado que puede cometer el hombre, y es precisamente el pecado que comete el pueblo de Israel en el mismo momento en que Dios le concede sus mayores beneficios.

 

Cuando san Pablo habla de este pecado, tiene ya en la mente lo que dirá en Rom 5, donde habla del pecado de Adán, que es el primero y como modelo de todos los otros. Esta condición del primer pecado se deduce de la intención del hagiógrafo, que quiere enseñar precisamente qué es el hombre. Creo que no hay una página en la Biblia más clara y rica en enseñanzas. (Gén 2-3). También este pecado nace de un deseo de autonomía, de no querer apoyarse en Dios. Y de hecho parece imposible que el hombre con todos sus dones pudiera pecar. Es la misma tentación en que cayó san Pedro cuando afirmó "que, aunque todos abandonaran a Cristo, él no lo haría" (Mt 26, 30-35). A la hora de la verdad fue él, y no los otros, quien renegó del maestro.

 

El pecado de Adán consiste, ante todo, en haber puesto su confianza en una criatura, la serpiente, en lugar de apoyarse sólo en Dios, su amigo, el único que puede darle la vida. Cada vez que el hombre comete un pecado, empieza a pensar que puede haber un bien superior a aquello que Dios quiere para él. Y la serpiente se sirve de esta táctica. No comienza a atacar a Eva directamente, sino de una forma indirecta, transformando su juicio interior. Pues el pecado no consiste sólo en un acto externo, en una desobediencia externa, sino que es algo mucho más profundo: la perversión del espíritu del hombre, de su interior. La serpiente se limita a decir a la mujer algunas palabras, sin malicia aparente: "¿conque os ha mandado Dios que no comáis frutos de todos los árboles del paraíso?" (Gén 3, 1).

 

Una vez que la mujer ha aceptado el diálogo con la serpiente, considerándola como un buen consejero, ésta se atreve a llegar más lejos: "No, no moriréis" (Gén 3, 4). De esta forma, empieza a hacerla dudar de Dios llevándola a pensar que la palabra de Dios puede no ser cierta. La serpiente sigue: "Sabe Dios que el día en que comiereis de él se abrirán vuestros ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal" (Gén 3, 5). Es decir: Dios no es como vosotros pensáis, no es un ser esencialmente bueno, deseoso de comunicar su vida. Es que tiene miedo de vosotros y quiere protegerse; se ha reservado algo y teme que se lo arranquéis.

Esta es la caricatura que el hombre se hace de Dios, atribuyéndole sus defectos, sus pasiones y envidias. La serpiente intenta hacer que el hombre desconfíe de Dios. Su táctica fundamental es atacar la idea que tenemos de él, como Padre y como esencialmente bueno. Cuando consigue modificar esta idea, su obra está ya terminada.

 

El "seréis como dioses, conocedores del bien y del mal", significa, según la interpretación más común, poder decidir lo que es bueno y lo que es malo. El hombre se convierte en la medida del bien y del mal. Los filósofos griegos cayeron también en esta tentación. El hombre se cree autónomo y, al renunciar a su dependencia de Dios, que constituye su mismo ser, no acepta recibir de Dios lo que sólo él puede darle. Adoptando esta postura, el hombre se cierra radicalmente a la gracia. Y en esto consiste principalmente el pecado. No cae en la cuenta de que Dios no sólo no constituye un obstáculo, sino que su aceptación implica la apertura fundamental del hombre, el único medio para realizarse a sí mismo.

 

Hemos visto que Dios desea únicamente amarnos, comunicarse y comunicamos su bondad. Al cerrarnos a él, le impedimos amarnos tal y como él desea. Lo mismo que el hijo pródigo que, al marchar de la casa paterna, ha impedido a su padre que le rodee de su cariño, escapando a la vida de familia. El pecado consiste en impedir a Dios que nos ame.[20]

 

Por este motivo, los moralistas definen el pecado como una aversio a Deo, ya que constituye una oposición a Dios, que origina la corrupción de todo lo que él ha obrado en el hombre. Mediante él se produce esa escisión dolorosa que aparece ya en la primera pareja humana. El hombre y la mujer, destinados a ser una sola carne, a unirse, imitando de esta forma análogamente la unidad del mismo Dios, pierden el equilibrio que poseían antes del pecado. El Génesis expresa magníficamente esta idea cuando nos narra que Dios dice a la mujer: "Hacia tu marido te llevará tu pasión y él querrá dominarte" (Gén 3, 16).[21] Es el dominio del hombre, su egoísmo, que se sirve de la mujer como de un instrumento de placer y de riqueza. Y la mujer, aun consciente de esto, no puede por menos de suspirar por entregarse a él. Esto es ya, de alguna manera, el mismo infierno.

 

Esta escisión de la armonía dentro de la primera pareja se extiende progresivamente y entra, primero, en la familia (Caín) y después en la sociedad (Lamec). Es el grito de la violencia. Pero no podemos ignorar que ya en el Génesis mismo se vislumbra la victoria final de Dios.

 

Y si Dios ha permitido el pecado, también había previsto ya la medicina. La Iglesia, extasiada ante la bondad de Dios, canta: "Dichosa culpa, que mereció tener tan gran redentor".[22]

 

Al final siempre vence la misericordia de Dios. El se sirve incluso del mal para conceder al hombre sus beneficios. Sólo nos cabe dar gracias a Dios ante un designio tan alto, tan profundo que ningún hombre hubiera imaginado. Digamos como san Pablo al final del capítulo 11 en su carta a la Iglesia de Roma: "¡Oh profundidad de los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios, cuán inescrutables sus caminos!" (Rom 11, 33).

 


 

4

TODOS ESTAN SUJETOS AL PECADO

 

 

Pues ya hemos demostrado que así

judíos como gentiles TODOS están

sujetos al pecado (Rom 3, 9).

 

En los primeros capítulos de su carta a la Iglesia de Roma comprueba san Pablo la universalidad del pecado. En el primer capítulo lo demuestra en cuanto a los gentiles, aun prescindiendo de su culpabilidad. En el segundo, se dirige a los judíos que, como el fariseo de la parábola, se creían sin pecado y acusaban a los demás.

 

Esta segunda parte, el pecado de los judíos, es más difícil para san Pablo, porque respecto a ella encuentra una fuerte oposición. Por ello, no nombrará al judío expresamente hasta el versículo 9, donde le nombra junto con el gentil: las dos categorías -san Pablo no hablará de individuos hasta el capítulo 7- que distingue la Biblia. Los gentiles pecaron sin la ley, pero aún así perecerán. Los judíos, que tenían la ley y a pesar de todo pecaron, serán juzgados según la ley. La afirmación de san Pablo es muy fuerte y nunca oída para los judíos. Estos estaban aferrados a unas garantías que el apóstol les arrebatará: no basta el haber recibido la ley, no basta tampoco la circuncisión, sino que las promesas divinas están condicionadas por la obediencia de los hombres.

 

Poseer la ley, conocerla, es algo grande, pero no basta con saber una cosa, sino que hay que practicarla: "Mas tú, que te precias del renombre de judío, y tienes puesta tu confianza en la ley y te glorías en Dios y conoces su voluntad y, amaestrado por la ley, disciernes lo que es mejor, tú te jactas de ser guía de ciegos, luz de los que están a oscuras, preceptor de gente ruda, maestro de niños, como quien tiene en la ley la pauta de la ciencia y de la verdad; y no obstante tú que instruyes al otro, ¿cómo te instruyes a ti mismo? Tú que predicas que no es lícito robar, ¿robas? Tú que dices que no se ha de cometer adulterio, ¿lo cometes?; tú que abominas de los ídolos, ¿saqueas los templos?" (Rom 2, 17-22).

 

El sacerdote, como los profetas, tiene que declarar los pecados de los demás. Los judíos frente a los paganos denunciaban sus vicios. Y el fariseo de la parábola tiene razón cuando dice: "no soy como éste" (Lc 18, 11). Pero hay que tener cuidado y prestar atención, no sea que al denunciar y echar en cara los pecados de los demás, nos creamos limpios. Es fácil caer en la tentación de creer que la verdad es monopolio de los sacerdotes, de los católicos, de una determinada congregación o instituto religioso. Estar bajo la ley no es cumplirla.

 

"Por lo demás, la circuncisión sirve si observas la ley -continúa diciendo san Pablo a los judíos-; pero si eres transgresor de la ley, aun estando circuncidado, has venido a ser incircunciso. Al contrario, si un  incircunciso guarda los preceptos de la ley, por ventura, sin estar circuncidado, ¿no será reputado por circunciso? Y el que por naturaleza es incircunciso y guarda exactamente la ley, ¿no te condenará a ti que, teniendo la letra y la circuncisión, eres transgresor de la ley? Porque no está en lo exterior el ser judío, ni es circuncisión la externa, la de la carne; sino que el judío es aquel que lo es en su interior; así como la circuncisión es la del corazón, según el espíritu, y no según la letra, y este judío recibe su alabanza no de los hombres, sino de Dios" (Rom 2, 25-28).

 

Y en el capítulo 3 tocará el punto más difícil: de hecho al pueblo judío le fueron confiadas las promesas de Dios.

 

¿Qué ventaja supone este privilegio? ¿Qué ventaja supone cualquier privilegio que Dios concede? San Pablo no dará una respuesta completa, sino que argumentará por el absurdo para demostrar que todos estamos bajo el pecado. No sólo que "somos capaces" o que "estamos inclinados" al pecado; sino que somos pecadores auténticos. Sólo cuando el hombre ha reconocido esto, y especialmente el que se cree puro y limpio, puede recibir la justificación de Dios que es un don totalmente gratuito. Esta es una condición indispensable. Lo afirma igualmente san Juan: "Si dijéremos que no tenemos pecado, nosotros mismos nos engañaríamos y la verdad no estaría en nosotros. Pero si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonárnoslos, y lavamos de toda iniquidad" (1 Jn 1, 8-9).

 

El fariseo de la parábola no miente: paga el diezmo, no tiene contacto con los paganos, en una palabra cumple la ley. El publicano, en cambio, obra en contra de la ley, pero su oración humilde y sincera es ésta: "Apiádate de mí, que soy pecador" (Lc 18, 13). Y éste sale del templo justificado.

 

Estamos ante una verdad tal vez extraña, pero fundamental en todo el Nuevo Testamento: no hay posibilidad de progreso en la vida espiritual sin este reconocimiento de nuestra miseria. Llegar a esta comprobación y afrontarla es un paso necesario, la base sobre la que Dios podrá edificar, porque él es quien obra y no nosotros.

 

Esta actitud de humildad radical es la que nos describe el profeta Ezequiel en la parábola de la niña expósita narrando la historia del pueblo de Israel (y -¿por qué no?- nuestra historia): "Hablóme de nuevo el Señor diciendo: Hijo de hombre, haz conocer a Jerusalén sus abominaciones: Esto dice el Señor Dios a Jerusalén: Tu origen y tu raza es de tierra de Canaán. Amorreo era tu padre y hetea tu madre. Y cuando saliste a luz, en el día de tu nacimiento, no te cortaron el ombligo, ni te lavaron con agua purificadora, ni usaron contigo la sal, ni fuiste envuelta en pañales. Nadie te miró compasivo ni se apiadó de ti para hacer contigo alguno de estos oficios; sino que fuiste echada sobre el suelo con desprecio de tu vida el día en que naciste. (Es fácil creerse un pueblo aparte, como los judíos. Y al fin y al cabo sus antepasados son paganos. Es fácil creerse con derecho sobre Dios, como nos puede ocurrir a nosotros... ¡Y no es así!) Y pasando yo cerca de ti, te vi revolcándote en tu propia sangre; y te dije en tu sangre: vive. Y creciste como la hierba de los campos. Te desarrollaste, te hiciste grande y llegaste a la edad núbil. Se afianzaron tus senos y tu cabellera se hizo abundante; pero tú estabas desnuda. Y pasé junto a ti, y te vi y estabas tú ya entonces en la edad de los amores, y extendí yo sobre ti mi manto y cubrí tu ignominia y te hice un juramento e hice contigo un contrato (dice el Señor Dios) y desde entonces fuiste mía. Y te lavé con agua y te limpié de tu sangre, y te ungí con óleo y te vestí con ropas de varios colores, te calcé con piel de delfín, te di un ceñidor de lino fino y te vestí con un manto finísimo. Y te engalané con ricos adornos, puse brazaletes en tus manos y un collar alrededor de tu cuello. Y puse un anillo en tu nariz, zarcillos a tus orejas y hermosa diadema a tu cabeza. Y quedaste ataviada con oro y con plata y vestida de fino lienzo, y de bordados de varios colores; se te dio para comer la flor de harina, con miel y aceite; viniste, en fin, a ser extremadamente bella" (Ez 16, 1-13).

 

Junto a esta niña abandonada, de quien nadie tuvo compasión, pasa el Señor, la mira y no sólo le da vida sino que la enriquece y la hace reina.

 

Esta reina tomará todos los dones que el Señor, movido a compasión para con ella, le hizo, y se servirá de ellos para apartarse de él. 

 

Es nuestra historia. Es la historia del hombre que comete el pecado. Y no hay que cerrar los ojos ante esta realidad. Hemos de afrontar con coraje esta comprobación de nuestras faltas, Cada día iremos cayendo en la cuenta de los muchos fallos que tenemos.

 

Los verdaderos y peores enemigos de la Iglesia son los cristianos, y con mayor razón los sacerdotes inconsecuentes. Nos dice san Pablo que los que están fuera de la ley, si cumplen los preceptos de la ley, ellos mismos, sin tenerla, son para sí mismos ley. Pero si el judío, todo aquel que está bajo la ley, no la cumple, se está contradiciendo y está alejando más a los que se encuentran fuera. Se convierte en el verdadero enemigo de la Iglesia.

 

"Así se verá el día en que Dios, por Jesucristo, según mi evangelio, juzgará las acciones secretas de los hombres" (Rom 2, 16). Y el concilio de Orange dice: "El hombre no tiene por sí mismo más que mentira y pecado".[23] Es la misma idea que expresa magnífica y profundamente san Agustín: "No existe ningún pecado que haya cometido un hombre y que no pueda cometerlo otro hombre".[24] Oiréis en confesión muchas cosas dolorosas. Pensad que también vosotros sois capaces de cometerlas. Si no es así, se debe a la gracia de Dios. Porque cuando se coge un camino basta con empezar a andar. "Adúltero no fuiste, te faltó la ocasión", dice todavía san Agustín. Y el Señor permite la caída para que seamos conscientes de esto: que si algo bueno hay en nosotros es tan sólo gracias a él.

 

Existe una leyenda islámica según la cual un sabio había obtenido de Alá el ser oído en sus dos primeros deseos manifestados internamente. Sale de su casa: la casa de su vecino se derrumba, y un niño que jugaba en la calle es atropellado y cae muerto a sus pies. Horrorizado, el sabio cae en la cuenta de que estos dos deseos que nunca se hubiera atrevido a formular, han tenido plena realización.

 

¡Qué profunda idea! La razón por la que muchas veces no cometemos acciones malas no es porque no exista en nosotros este deseo, sino porque falta la ocasión.

 

Hay tina frase en la sagrada Escritura que la Iglesia interpreta en sentido amplio y no literal: "Absuélveme de los (pecados) que se me ocultan" (Sal 18, 13). En latín dice así: ab occultis meis munda me et ab alienis parce servo tuo. La Iglesia, según la versión de la Vulgata, interpreta ab alienis: no sólo de nuestros pecados sino de los ajenos cuya responsabilidad nos incumbe. Esta consideración de la responsabilidad apostólica puede preservarnos de muchas desgracias y hacernos verdaderamente santos. Cada cristiano es responsable de los pecados ajenos. Ninguna acción es indiferente a los demás. ¿Y no será esto más aplicable en el caso de aquellos que han sido llamados a ser la "sal" de la tierra? ¿En aquellos que no sólo deben  testificar a Cristo y predicarlo con la palabra sino con la misma vida? ¡Es enorme la responsabilidad del que está constituido en autoridad! Aquélla crece a medida que ésta aumenta. Y no sólo se trata de las grandes decisiones que se han de tomar. Con frecuencia se nos juzga por las reacciones casi espontáneas en el trato con los otros, como exponente de lo que llevamos dentro.

 

Pensad en las faltas por omisión. Al ver personas atribuladas, sin rumbo en la vida, muchas veces pensé que de haber encontrado en su camino un sacerdote santo, todo hubiera sido distinto. Por desgracia frecuentemente no hacemos más que repetir una palabra "aprendida", pero no podemos hablar de lo que vivimos.

 

Ved lo que dice santo Tomás[25] aludiendo a la historia de Urías, marido de Betsabé. David se había prendado de la belleza de Betsabé; entonces llamó a Urías y le dio una carta cerrada para Joab, que dirigía el sitio de Rabá, en la que le ordenaba poner en vanguardia a Urías, para que muriendo éste en la pelea, David pudiera desposar a Betsabé. Así sucedió. Y la sagrada Escritura dice que Urías llevaba "las cartas de su muerte". Santo Tomás hace referencia a esta historia diciendo: "Cartas de su propia muerte llevan los literatos que saben y enseñan y no obran. Estas son cartas sin sello, es decir, ciencia sin vida Y POR ESO NO SE LES CREE". Quizá nosotros muchas veces no nos atreveremos a predicar, porque sabemos que nuestras palabras son falsas. Así me lo confesaba un sacerdote. Es difícil predicar la pobreza evangélica cuando no se vive pobremente. Y los hombres no creen.

 

Ellos nos exigen también orar. Esta es nuestra primera y más urgente obligación: orar por los otros, y especialmente por aquellos que nos han sido confiados. Sodoma y Gomorra fueron aniquiladas porque Dios no halló en ellas ni siquiera diez justos. La Iglesia sufre y muchos hombres lloran bajo un dolor sin esperanza tal vez por esta falta de oración.

 

El P. de Grandmaison decía a sus religiosas:[26] vais por la calle y al ver esas muchachas de la vida tal vez sentís la tentación de despreciarlas. Pensad que la diferencia entre ellas y vosotras se debe únicamente a un impulso que marcó vuestra dirección en la vida.

 

Todos cuantos formamos parte del linaje humano somos miembros de una misma familia, de una misma raza pecadora. La única diferencia procede de la elección divina, de la gracia de Dios. Por consiguiente, no podemos decir como el fariseo de la parábola: "Yo no soy como los demás hombres" (Lc 18, 11); ni como san Pedro: "Aunque todos te negaren, yo no te negaré" (Mc 14, 29). Y si bien no llegamos a formular expresamente esta idea, muchas veces encontramos en lo más profundo de nuestros pensamientos.

 

Es, pues, fundamental tomar conciencia de nuestra condición de pecadores. Y no se trata de una autoaflicción morbosa ni de pesimismo, sino de conocer la materia que Dios escoge para su obra. Cuanto más vil sea la materia, mejor brillará el poder y el amor de Dios. Esta es precisamente su gloria: poder hacer un sacerdote santo de una materia tan vil. Cuando san Juan de la Cruz se hallaba en el lecho de muerte, sus discípulos trataban de consolarle recordando las grandes obras que había realizado. Él les contestó: "no me habléis de mis obras, porque no hay ninguna acción mía que no me acuse. Habladme sólo del amor con que Dios me rodeó y no de mi pobre respuesta".

 

¿Qué sería de la vida de cualquier hombre, aun del más santo, si Dios no la mirara con misericordia? Pero éste es nuestro consuelo y el fundamento sólido de nuestra confianza: la misericordia de Dios, su amor, su fidelidad inquebrantable. Fijémonos en la que es "refugio de pecadores". Si ella es "refugio de pecadores"' es mi refugio, precisamente porque soy pecador.

 

Entonces comprenderéis por qué el Señor en la parábola de Ezequiel termina así: "Con todo, yo me acordaré aún del pacto hecho contigo en los días de tu mocedad y haré revivir contigo la alianza sempiterna. Entonces te acordarás tú de tus desórdenes, y te avergonzarás cuando recibas a tus hermanas mayores que tú,  juntamente con las menores, y te las daré por hijas; mas no en virtud de la alianza contigo, sino porque renovaré contigo mi alianza y conocerás que yo soy el Señor, a fin de que te acuerdes y te confundas y no te atrevas a abrir la boca de vergüenza cuando yo me hubiere aplacado contigo después de todas tus fechorías, dice el Señor Dios" (Ez 16, 60-63).

 

Entonces entre Dios y nosotros habrá una intimidad especial donde descubriremos la inmensidad del amor y del poder de Dios capaz de transformar una criatura como nosotros; y esto no será motivo de desesperación; antes nuestra confusión será grande frente a la inmensidad increíble de esta misericordia que hemos descubierto a través del PERDON DEL SEÑOR y, necesariamente, a través también de nuestro pecado.

 


 

 

5

REOS DELANTE DE DIOS

 

 

...Para tapar toda boca y que todo

el mundo se reconozca reo delante de

Dios (Rom 3, 19).

 

Hemos visto cómo san Pablo, en los tres capítulos primeros de su carta a los romanos, ha querido impulsar al hombre a que tome conciencia de su condición de pecador. Todos, tanto griegos como judíos, están bajo el pecado. Y confiesa el apóstol que lo ha hecho "para tapar toda boca y que todo el mundo se reconozca reo delante de Dios; supuesto que delante de él ningún hombre será justificado por las obras de la ley (Sal 142). Porque por la ley sólo se nos ha dado el conocimiento del pecado" (Rom 3, 19-20).

 

Y si nadie será reconocido justo por las obras de la ley de Moisés, tampoco lo será por las obras de cualquier otra ley. Claramente nos lo dice el salmo 142, al que alude san Pablo en los versículos que acabamos de citar:

 

Señor, escucha mi oración,

por tu fidelidad acoge mi plegaria,

escúchame por tu justicia,

 

No contiendas en tu juicio con tu siervo,

pues no hay viviente justo en tu presencia.

(Sal 142, 1-2)

 

El salmista pide a Dios que no le juzgue, ya que ningún hombre puede afrontar, sin ser condenado, el justo juicio de Dios. El hombre se da cuenta de que todas sus obras le condenan, y por ello pide a Dios que no se fije en tales obras, sino en lo que él mismo ha hecho y prometido, en su justicia y fidelidad a las promesas de salvación. San Pablo quiere suscitar en todos los hombres esta actitud, esta postura de humildad para recibir la gracia como un don y no como un premio por las buenas obras que el hombre cree poseer.

 

Es la misma dialéctica expuesta en el libro de Job, donde san Pablo parece inspirarse.

 

Job era un hombre feliz, como se ve al principio del libro. Tenía abundantes riquezas, tenía hijos, todo le iba bien. Pero habrá de renunciar a muchas cosas. Dios permite que Satanás le tiente y le vaya despojando de todo. La enfermedad hace presa en él. Pero hay algo a lo que Job no quiere renunciar y que parece que nadie puede arrebatarle: su justicia. Es justo, nunca obró mal. Así nos lo dice en el estupendo capítulo 31:

 

Hice pacto con mis ojos de ni siquiera

pensar en una virgen.

 

Porque ¿qué galardón da desde arriba Dios,

ni qué porción asigna el todopoderoso

de su celestial herencia?

 

¿No reserva él la desgracia para los

malvados,

y el desheredamiento para los que cometen el pecado?

 

¿No es así que está observando mis caminos,

y contando todos mis pasos?

 

¿He andado mi camino con la mentira?

¿Han corrido mis pies a la falsedad?

 

Péseme Dios en su justa balanza,

y él dará a conocer mi sencillez.

 

Si desvié mis pasos del camino,

y si mi corazón se fue tras mis ojos,

y si se apegó alguna mancha a mis manos,

siembre yo y cómase otro el fruto

y sea desarraigado mi linaje...

 

Si negué a los pobres lo que pedían,

si burlé la esperanza de la viuda;

si comí mi bocado solo,

y no comió de él el huérfano...

despréndase mi hombro de su coyuntura

y quiébrese mi brazo con sus huesos.

 

Y al final se imagina que su adversario pudiera escribir un libro en el que constaran todas las obras de Job. En vez de reproche, constituiría una exaltación que le ceñiría cual corona. Y termina:

 

¡Oh, quién me diera uno que me oyese,

y que el todopoderoso otorgase mi petición,

y escribiese el proceso el mismo que juzga,

para que yo pudiese llevarle sobre mis hombros,

y ceñírmele como una diadema!

 

Le relataría la historia de mis pasos;

como un príncipe me presentaría ante él.

 

Es éste el momento que esperaba Dios, y se revela a Job, que cree ser justo, de esta manera:

 

¿Quién puso diques al mar,

cuando se derramaba por fuera

como quien sale del seno de su madre,

cuando lo cubría yo de nubes como de

un vestido,

y lo envolvía entre tinieblas como a un

niño entre pañales?

 

Lo encerré dentro de los límites fijados

por mí,

y le puse cerrojos y compuertas,

y dije: hasta aquí llegarás,

y no pasarás más adelante;

y aquí quebrantarás tus hinchadas olas.

 

¿Quién es ése que envuelve sentencias

con palabras de ignorante?

 

Ciñe ahora tus lomos como un valiente.

Yo te interrogaré y tú me responderás.

 

¿Dónde estabas cuando yo echaba los

cimientos de la tierra?

Dímelo, ya que tanto sabes.

 

¿Acaso después que estás en el mundo

diste leyes a la luz de la mañana

y señalaste a la aurora el punto por

donde debe salir?

 

¿Has tomado con tus manos los polos de

la tierra,

y sacudido, a fin de expeler de ella a los

impíos?

(Job 38, 1-13).

 

Lentamente Job empieza a comprender. Ya al final del capítulo 39 ha cambiado de actitud:

 

Yo que he hablado inconsideradamente,

¿qué es lo que puedo responder?

Cerraré mi boca con mi mano.

 

Una cosa he dicho y no hablaré más;

dos veces, y no añadiré más palabras.

(Job 39)

 

Y, ya en el capítulo 42, Job  se vuelve hacia el Señor en estos términos:

 

Yo sé que todo lo puedes

Y que no se te oculta ningún pensamiento.

 

Fui como aquel que envuelve sentencias juiciosas

Con palabras de ignorante.

 

Por tanto he hablado indiscretamente,

Y de cosas que sobrepujan infinitamente mi saber.

 

Mas escucha y yo hablaré;

Te preguntaré y tú me responderás.

 

Te conocía de oídas;

Pero ahora te veo con mis propios ojos.

 

Por eso yo me acuso a mí mismo,

Y hago penitencia envuelto en polvo y ceniza.

(Job 42, 1-6).

 

La postura inicial de Job era exactamente la que rechazaba el salmista. Este pedía a Dios que no le juzgara, aquél exigía un juicio en balanza justa. Finalmente comprende. Es la actitud necesaria “para tapar toda boca y que todo el mundo se reconozca reo delante de Dios” (Rom 3, 19); la actitud que vimos en el pasaje del profeta Ezequiel; la del publicano del evangelio, cuyo comentario hace san Agustín diciendo: “Señor, dijo, inclinándose y bajando los ojos a tierra, ten compasión de mí que soy pecador. Digo que ya en parte era rico al pensar tales cosas y pedirlas... y desciende justificado, más lleno y con abundancia, del templo. El fariseo, en cambio, sube a orar y no pide nada. Subieron a orar, dice, al templo. Uno ora y el otro no. ¿Cómo es su oración...? Señor, dice, te doy gracias porque no soy como los demás hombres injustos, ladrones, adúlteros, como este publicano; ayuno dos veces..., pago los diezmos de todo lo que poseo. Se jacta: pero esto no es plenitud, sino inflamiento. Se creyó rico, no teniendo nada. (El publicano) se reconoció pobre y ya tenía algo... Y descendieron ambos: justificado el publicano y no el fariseo...".[27]

 

Al pecador le alejaba de Dios su conciencia de pecador, pero Dios estaba cerca de él. Al fariseo le acercaba a Dios su conciencia de hombre cumplidor, pero su actitud le alejaba. Es Dios quien se acerca al hombre y éste tan sólo puede disponerse a recibirlo, a esperarlo desde el rincón humilde y escondido de la confesión de su nada, de su incapacidad de llegar a él. He aquí la postura verdaderamente religiosa del hombre que espera ser salvado.

 

Esta es la razón, según san Pablo y los padres, por la que Dios permite la tentación que es ya como un inicio del pecado y un signo de nuestra incapacidad y debilidad y la razón por la que permite el pecado mismo. Así lo explica, por ejemplo, san Juan Crisóstomo, comentando la parábola del hijo pródigo: el Padre bueno deja marchar a su hijo y caer en las manos del diablo, para que, habiendo aprendido lo que supone el bienestar de la casa paterna al estar lejos de ella, pueda pronunciar su opción: volveré a mi Padre.

 

Abunda en esta idea san Ambrosio[28] comentando el pecado de David, y demuestra cómo el pecado y la caída fue el principio de su santidad. El pecado no sólo no fue un impedimento, sino que proporcionó nueva fuerza, fue una ocasión nueva de empezar con mayor generosidad.

 

Se cuenta de san Francisco de Asís[29] que, en contra de su costumbre, denegó un día una limosna a un pobre; pero, conmovido, pronto le socorrió abundantemente y prometió entonces jamás negar su limosna a quien se la pidiera. A Francisco, que en aquella época era ya hombre de Dios, esta imperfección le sirvió de ocasión para adelantar en la santidad.

 

Santo Tomás, comentando el pasaje donde san Pablo habla del aguijón de la carne que Dios le envió, dice así: "Porque en los buenos hay más materia para este vicio (la soberbia)" (2 Cor 12, 7). Estos tienen más ocasiones de enorgullecerse; a los malos, sus mismos pecados se lo impiden. Y santo Tomás da la razón: "Porque la materia de este pecado es el bien. Por este motivo, Dios permite algunas veces que sus elegidos, bien por una enfermedad, bien por algún defecto, e incluso por el pecado mortal, queden parcialmente impedidos de pretender este bien". De esta forma, dice, serán más humildes; el hombre se dará cuenta de que no se basta a sí mismo. Y concluye: "Por eso se afirma que para los que aman a Dios todo coopera al bien”.[30] San Agustín afirma expresamente: "Todo, incluso los pecados". Y san Gregorio, en su comentario de moral al libro de Job, analizando el pasaje 1, 20, dice que la presunción es el peligro que acecha al justo, debido a que combate enérgicamente los vicios y puede entonces surgir en él cierto estado de  autosuficiencia, creyendo poder superar todas las dificultades y olvidando que las que ha superado no fue debido a sus fuerzas sino a la gracia de Dios. Así el alma que estima su mérito grande, adopta una postura que en sí ya es pecado.[31]

 

El mismo san Gregorio, al hablar de la incredulidad de los discípulos, y principalmente de santo Tomás después de la resurrección de Cristo, dice: "Cuando los discípulos se resistían a creer en la resurrección del Señor, lo importante no es la debilidad suya, sino la certeza que nos originaron a nosotros... María Magdalena, que creyó enseguida, me legó menos que santo Tomás, que tardó en creer. Este, dudando, tocó las heridas y arrancó de nuestra mente la herida de la duda".[32]

 

El Señor permite el pecado para nuestro bien. En su plan de salvación, saca bien del mal. Los santos, cuanto más profundizan en la intimidad con Dios, comprenden mejor esta actitud del hombre y adquieren la auténtica humildad. Se convencen de que es la gracia la que los preservó y los preserva de caer.

 

Un ejemplo maravilloso nos lo ofrece santa Teresa del Niño Jesús. Cuenta en su autobiografía que en el año que precedió a su muerte tuvo terribles dudas contra la fe. Empezaba a sentirse llamada al cielo, pues estaba desahuciada de los médicos, y el Señor no quería que tuviera demasiada felicidad pensando que iba al cielo. Así, dice, permitió aquella situación de oscuridad: he hecho, dice, más actos de fe que en toda mi vida. Y conocemos su acto de oblación al amor misericordioso de Dios con palabras que hacen pensar inmediatamente en san Pablo: "En la tarde de la vida estaré delante de vos con las manos vacías, porque no os pido, Señor, que contéis mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas ante vuestros ojos. Quiero vestirme de vuestra justicia y recibir de vuestro amor la posesión eterna de vos".[33] Idea que repite a su hermana el 15 de mayo, tres meses antes de morir, afirmando que si Dios tiene que retribuirle según sus obras, como dice el Nuevo Testamento, encontrará dificultades con ella, porque no posee obras. Pero la consuela pensar que se le dará entonces según las obras de Dios.

 

No se trata de palabrería, sino de algo auténtico, que sale de muy dentro. Conocemos también sus últimas palabras escritas a lápiz: "Ahora que Jesús ha subido al cielo, puedo seguirlo por trazos que ha dejado. ¡Cuán luminosas son estas huellas llenas de perfume! Me basta leer las páginas del evangelio y respiro el perfume de la vida de Jesús y sé dónde debo ir. No es en el primer puesto sino en el último. En lugar de avanzar con el fariseo, repito la oración humilde del publicano. Pero aún más imito la conducta de la Magdalena, su estupenda, amorosa audacia que encanta el corazón de Jesús y seduce el mío... Aunque hubiese cometido todos los pecados posibles iría con el corazón roto de dolor a lanzarme en los brazos de Jesús porque sé cuánto ama al hijo pródigo que volvió a él. No es porque el Señor me haya preservado de caer, por lo que me levanto hacia él, sino por la confianza en su amor".[34]

 

Creo que es esta la condición que san Pablo pide para el cristiano: delante de Dios, no pedirle que nos juzgue, sino que mire únicamente lo que él ha hecho por nosotros.

 

Es la misma humildad del cura de Ars, que cuando tanta gente venía a consultarle, decía: "Muchos, es cierto, vienen a consultarme. ¿Por qué? Basta mirarme un poco: soy y seré siempre el último sacerdote de la diócesis". Y no mentía. Cuando sus compañeros estaban celosos de él y escribían al obispo para acusarle, escribía él también diciéndole: "Esperaba de un momento a otro ser echado con bastón y terminar mis días en una cárcel. Me parecía que todo el mundo debería haberme acusado por haberme atrevido a permanecer tanto tiempo en una parroquia donde solamente podía ser obstáculo al bien". Es el ejemplo de otro santo.

Oigamos, para terminar, el testimonio de un sacerdote de nuestros días, no canonizado, que escribe en la víspera de la ordenación de un amigo: "Dentro de pocos días tú serás sacerdote. ¿Por qué tratar de ver si eres digno o si estás suficientemente preparado? Se tendría que esperar toda la vida. ¿Dónde quedaría la esperanza, si uno confiara sólo en el valor propio? No creo que exista un don más gratuito de Cristo que el de su sacerdocio. No puedo sino desearte que te veas despojado, pecador, consciente de esta desnudez y de este pecado. Entonces el Señor obrará contigo maravillas".[35]

 


 

 

6

SIN LEY, UNA JUSTICIA DE DIOS

 

 

Pero ahora, sin ley, una justicia de

Dios se nos ha hecho patente,

atestiguada por la ley y los profetas;

pero una justicia de Dios por la fe

en Jesucristo para todos y sobre todos

los que creen en él... (Rom 3, 21-22).

 

Nuestra justificación y salvación son obra esencialmente de Dios. Y cuando el hombre tiene plena conciencia de su debilidad está ya preparado para recibirlas.

 

Si el pecado es una ofensa a Dios, sólo él puede eliminarlo. Si se tratara de una enfermedad humana, habría que recurrir a un médico. En realidad, muchos modernos lo consideran así: el pecador, dicen, es un enfermo. Únicamente el médico, el siquiatra, pero no el sacerdote, pueden ayudarle.

 

Para el cristiano, la concepción es totalmente distinta. Por este motivo pensamos que, para librarse del pecado, es necesaria la intervención de Dios. Pero ahora vamos a dar un paso más. No es la ley la que puede librarnos del pecado, sino únicamente Dios, sin la ley, como afirma san Pablo.[36]

 

A primera vista, parece sorprendente. No llegamos a ver claro por qué san Pablo afirma sencillamente que la justificación se opera sin la ley. Según los judíos, la ley bastaba. Y Dios había dado la ley al hombre para que se librara del pecado. Es verdad que esperaban la venida de Cristo, pero su esperanza no era totalmente pura desde el punto de vista objetivo. Esperaban un libertador en el sentido político. Cierto que le atribuían también una función espiritual, pero muy limitada. El Cristo sería una especie de guía espiritual, como el maestro de Justicia de Qunrám, cuya función consistiría en enseñar al pueblo la ley; tal vez algunos preceptos que estaban ignorados. Quizás promulgaría alguno nuevo, que Dios quisiera dar a su pueblo: por ejemplo, un nuevo calendario, nuevas fiestas... Pero la convicción general era que el pueblo, observando la ley, se justificaría y se salvaría.

 

La ley ciertamente es algo maravilloso, pues es un don de Dios. Pero según la concepción errónea que los judíos se habían hecho de ella, ésta era el mediador, un mediador que bastaba. Mediante la ley, el hombre concurría eficazmente a su justificación. Y la justicia se podía considerar como una conquista del hombre. Esta idea tampoco es extraña a muchos cristianos de nuestros días, incluidos quizás algunos sacerdotes y religiosos. A menudo, la justificación se presenta como el premio final de una competición, donde el hombre desarrolla todo su esfuerzo para merecerlo.

 

La concepción de san Pablo es esencialmente distinta. La justicia procede total y únicamente de Dios. La cita el salmo 142 que dice expresamente:

 

Señor, escucha mi oración

Por tu fidelidad acoge mi plegaria,

escúchame por tu justicia.

 

No contiendas en tu juicio con tu siervo,

pues no hay viviente justo en tu presencia.

(Sal 142, 1-2).

 

Como se ve, el salmista invoca algo de Dios, bien sea la fidelidad, bien la justicia. Esta es una actividad de Dios de la que se habla frecuentemente en el Antiguo Testamento. Aparece sobre todo en los salmos:

 

El Señor ha hecho notoria su salud,

ante los ojos de las gentes,

ha revelado su justicia.

 

Su gracia y lealtad ha recordado

en favor de la casa de Israel.

(Sal 97, 2-3)

 

Señor, tu gran misericordia al cielo toca,

y tu fidelidad las mismas nubes.

 

Cual los montes de Dios es tu justicia,

tus juicios como piélago profundo;

al hombre y ganado juntamente

tú los salvas, Señor.

(Sal 35, 6-7).

 

Sobre todo en la segunda y tercera parte de Isaías, esta justicia adquiere un matiz nuevo y tiene un papel principal: es la salvación. Santo Tomás captó plenamente su sentido.[37] Cuando habla de la debilidad, cita la sentencia de san Anselmo: "Eres justo cuando perdonas a los pecadores". La justicia divina resplandece precisamente en el perdón. Y el mismo san Anselmo da el motivo: "Porque es digno de ti..." (decet enim Te ). Santo Tomás, al citar este pasaje, añade: "Es esto lo que nos enseña el salmo 30, 1 cuando dice: líbrame en tu justicia". Y aclara magistralmente esta idea en su libro De nominibus divinis, al comentar el atributo de la "justicia divina" de la que hablaba el Pseudo Dionisio: "Y esto lo realiza Dios, tal como es digno de él; pues es digno de su bondad salvar a quienes creó".

 

Por consiguiente, cuanto está ordenado a salvar el universo -que es un concepto más amplio que humanidad- cuanto tiende a salvar al hombre, procede de esta justicia. Y santo Tomás explica el motivo con las mismas palabras de san Anselmo:[38] "Obró esto porque es conforme a su naturaleza. Es conforme a su naturaleza que salve mediante su bondad a aquellos que creó". Tengamos en cuenta que santo Tomás se halla, al tratar este punto, en el terreno filosófico y por ello recurre al concepto de Dios creador.

 

Pero el Dios que nos presenta la sagrada Escritura no es únicamente el Dios creador. Es esencialmente el Dios que ha hecho la alianza con su pueblo, a quien ha prometido proteger y salvar. Por tanto, ya no se trata sólo de que es conforme a su naturaleza salvar a los que ha creado, sino principalmente se trata de que es conforme a su naturaleza ser fiel a la promesa de salvación hecha. Y, en esto, como dije anteriormente, radica su gloria. A esta justicia se refiere san Pablo cuando habla de la justicia divina que justifica al hombre. No procede, pues, de éste, sino de Dios. Es esencialmente gratuita.

 

El apóstol añade que tal justicia se ha manifestado en Cristo.

 

Evidentemente esta justicia no es más que un aspecto de la caridad de Dios, que se compromete con el hombre, con Israel, únicamente a causa de su amor. Por esa razón, Pablo afirma que la justicia de Dios se ha manifestado en Cristo, ya que éste, hecho hombre, y su vida, es la prueba más patente de la fidelidad de Dios a sus promesas: en él se cumplen y llegan a su realización plena. Por eso la liturgia navideña y de epifanía canta con el apóstol: "Se ha manifestado la gracia salvífica de Dios" (Tit 2, 11; 3, 4). Cristo es la epifanía, la manifestación clara del amor de Dios Padre, de su misericordia redentora que no necesita nuestras obras.

 

Después de haber analizado lo que el apóstol entiende por justicia divina, volvamos al texto de la carta a los romanos: "Pero ahora sin la ley se ha hecho patente la justicia de Dios" (Rom 3, 21). Nótese que usa el perfecto: se ha hecho patente. Basta examinar la encarnación de Cristo, su vida misma y, sobre todo, su muerte y resurrección para descubrir que tal justicia, la salvación del hombre, se realiza en Cristo. 

 

Es además una justicia "atestiguada por la ley y los profetas". Es decir, que no se trata de un viraje en los designios de Dios, sino de una continuidad en línea recta: el Nuevo Testamento es el cumplimiento del Antiguo. Por ello los autores del Nuevo Testamento insisten con tanta frecuencia en las profecías. San Pablo quiere poner de relieve que es el mismo designio de Dios. Como observábamos en el capítulo primero, cuando él habla de su conversión (Gál 1, 15-17), se sirve intencionadamente de las palabras del profeta Jeremías, las mismas que éste emplea para narrar su vocación y ministerio. Pablo nos enseña así que él es un anillo de esta gran cadena.

 

Cristo, reflejo, palabra de Dios encarnada, nos ha contado quién es Dios (Jn 1, 8). Es el camino hacia el Padre. Su amor es una participación del amor del Padre a nosotros. Él es la justicia de Dios, la cual se ha manifestado "para todos los que creen en Jesucristo", sin distinción alguna. Alcanza a todos, independientemente de nuestras obras. Él es quien hizo algo positivo para merecerla.

 

El apóstol hace hincapié en la idea de gratuidad: "son justificados gratuitamente, por su gracia" Rom 3, 24-26), en virtud "de la redención en Cristo Jesús, a quien Dios ha puesto como propiciación mediante la fe en su sangre, para mostrar su justicia por la remisión de los pecados pasados, en la paciencia de Dios, con el fin de manifestar su justicia en el tiempo presente". Estamos, pues, en la plenitud de los tiempos. Hasta ahora el pecado no estaba plenamente perdonado. En el pueblo de Israel existía, es verdad, cierto perdón mediante los sacrificios, pero esta purificación no era auténtica, pues no era una transformación interior lo que operaba. Aún no se había dado el Espíritu, a decir de san Juan y san Pablo. Sólo después de la venida de Cristo el hombre queda plenamente transformado. Y esta actividad salvífica de Cristo tiene un fin bien preciso: "Para probar que (Dios) es justo" (fiel a sus promesas) "y justificador del que cree en Jesús". Pues ya hemos dicho que Dios es justo cuando justifica.

 

Para captar esta doctrina paulina será conveniente volver la mirada al Antiguo Testamento que está en la base del Nuevo.

 

El hombre se había alejado de Dios y no podía dejar de alejarse cada vez más. San Pablo nos dice que el verdadero castigo del pecado está en la multiplicación de pecados (Rom 1). El infierno es eso: establecerse en el alejamiento de Dios. Cuando pecamos, nos alejamos de Dios. Con la muerte, el hombre se fija en este alejamiento o aversión de Dios. Ya no quiere, no puede querer volverse a Dios. Dice santo Tomás que si el hombre en el infierno pudiera querer cambiar y amar a Dios, se salvaría. Pero su voluntad ha quedado definitivamente fijada. Mientras el hombre vive en este mundo, puede cambiar. Por ello, Dios, ante el alejamiento del hombre, ante el pecado, acorta distancias, intenta atraer una y otra vez al hombre. Y lo hace mediante una alianza. He aquí la idea fundamental del Viejo Testamento. Dios quiere reunirse con su pueblo mediante la alianza pactada con él en el Sinaí.

 

Esta alianza ciertamente no es una sola. El Nuevo Testamento habla de alianzas en plural, porque antes de ésta hubo otra con Noé en la que Dios manifiesta que quiere salvar a la humanidad creando, por decirlo así, otra nueva humanidad. Más tarde, Dios pactará con Abraham. Es un pacto unilateral que recibirá el nombre de promesa.

 

La alianza por excelencia es el pacto hecho con Moisés. Dios libera a su pueblo de Egipto para que se una más estrechamente con él. Son los dos aspectos que se subrayan siempre: liberación de la esclavitud, del pecado, y unión con Dios, llegar a ser pueblo santo, elegido, sacerdotal (Ex 19). Estos dos aspectos constituyen, en realidad, un solo misterio. Por eso, Jeremías, cuando anuncia el nuevo pacto que se realizará en Jesucristo, la nueva alianza, la opone a la antigua cuyo instrumento era la ley: "He aquí que viene el tiempo, dice el Señor, en que yo haré una nueva alianza con la casa de Israel y con la casa de Judá (es el único lugar del Antiguo Testamento en que se habla de una alianza nueva, expresión que tomará Jesucristo al instituir la eucaristía: este cáliz es la nueva alianza en mi sangre) (Lc 22, 20). Alianza, no como aquella que contraje con sus padres el día que los tomé por la mano para sacarlos de Egipto" (Jer 31, 31-32). En realidad este pacto no se realizó entonces sino cincuenta días más tarde en el monte Sinaí. Pero para el profeta estos dos hechos, salida de Egipto y pacto en el Sinaí, son inseparables y constituyen un solo misterio, como la muerte y resurrección de Cristo.

 

Esta alianza está expresada en términos no sólo jurídicos, al estilo de los pactos entre potencias políticas contemporáneas al autor, sino principalmente en términos de amor. La sagrada Escritura la compara al matrimonio (Ez 16), que se basa ciertamente en un contrato, pero ante todo en el amor de dos personas.

 

Isaías nos transmite otro pasaje espléndido: "No temas -dice-, no quedarás confundida ni sonrojada ni tendrás de qué avergonzarte, porque ni memoria conservarás de la confusión de tu mocedad, ni te acordarás más del oprobio de tu viudez; pues tendrás por esposo a tu creador; cuyo nombre es el señor de los ejércitos; y tu redentor, el santo de Israel, llamado el Dios de toda la tierra. Como a una mujer abandonada y triste el Señor te llama. ¿Podría uno repudiar a la mujer de su juventud?, dice el Señor. Por un momento te   desamparé, mas te volví a tomar con gran misericordia. En el momento de mi indignación, aparté de ti mi rostro por un poco; pero enseguida me he compadecido de ti con eterna misericordia, dice el Señor, tu redentor". Después compara esta alianza con la alianza de Noé: "Hago lo que en los días de Noé: como entonces juré que no derramaría más sobre la tierra las aguas, así juro no enojarme contigo, ni vituperarte más. Aun cuando las montañas se conmuevan y se estremezcan los collados, mi misericordia no se apartará de ti y será firme la alianza de paz que he hecho contigo, dice el Señor, compadecido de ti" (Is 54, 4-10). La fidelidad de Dios es más fuerte que la regularidad de las estaciones.

 

Maravillosamente lo expresa también Isaías en otro pasaje:

 

Ya no serás llamada en adelante "desamparada",

ni tu tierra tendrá el nombre de "desolada"

sino que serás llamada "mi complacencia en ella"

y tu tierra "desposada",

porque el Señor ha puesto en ti tus delicias

y tu tierra tendrá ya un esposo.

Pues al modo que vive un joven con

la doncella,

así tus hijos morarán en ti;

y como el gozo del esposo y de la esposa,

así serás tú el gozo de tu Dios.

(Is 62, 4-5)

 

Dudo que pueda expresarse una idea más bellamente. Y es de notar que el profeta no subraya la alegría de la tierra, de la humanidad, sino la alegría de Dios; de la misma manera que en la parábola del hijo pródigo no se habla de la alegría del hijo, sino de la del padre que ha vuelto a recobrar a su hijo perdido. La experiencia nos dice que es así. Por ello, la liturgia, en la noche de navidad, canta: "¡Oh cambio maravilloso! El creador del género humano, tomando un cuerpo animado, se ha dignado nacer de una virgen; y, haciéndose hombre, sin intervención de varón, nos ha comunicado su divinidad". Este es un intercambio de amor, de amor entre esposos. Amor manifestado en la epifanía, día en que la liturgia canta el retorno de la humanidad a Dios, la nueva alianza, con estas palabras: "Hoy la Iglesia se ha unido con su celestial esposo después de que Cristo lavó sus culpas en el Jordán. Los magos acuden presurosos con regalos a las bodas reales y los convidados saltan de júbilo por el vino que procede del agua, aleluya". La liturgia une en una sola fiesta la epifanía, el bautismo de Cristo y el milagro de las bodas de Caná. Simboliza así los desposorios de Cristo con su Iglesia, los hombres, y la alegría de Dios.

 

Cuando una persona comunica un don a otra, la grandeza de esta donación depende del valor del don mismo y, sobre todo, de la manera como se concede este don.

 

En el caso de Dios, el don no puede ser mejor: nos ha dado su misma divinidad mediante su unión con nosotros. Pero vamos a fijarnos en el modo, en la actitud de Dios.

 

Es un gesto bonito dar una cantidad de dinero a un necesitado. Incomparablemente más hermoso es engendrar un hijo, donarle el propio amor, el propio nombre, la educación, etcétera. La función de la paternidad es sencillamente maravillosa. Hay aún una forma de dar más perfecta: es el don mutuo entre esposo y esposa, pues allí hay igualdad perfecta: no hay superior ni inferior.

 

Para enseñarnos cómo Dios ha realizado su donación se ha empleado la idea de matrimonio.

 

Ahora podemos comprender en todo su valor la expresión de san Pablo: "Dios nuestro salvador ha manifestado su benignidad y amor para con los hombres" (Tit 3, 4).

 

Cristo ha venido a compartir nuestra vida. Es el signo más grande del amor. Y sus discípulos, fieles al maestro, quieren también compartir la vida de los demás. Pensemos, por ejemplo, en las Hermanitas del P, de Foucauld que se establecen en los barrios más abandonados; o en aquellos que van a las cárceles a convivir con los reclusos durante algunos meses.

 

Cristo comparte nuestra vida y nuestra condición. Es verdad que su madre era inmaculada, pero, como nota san Jerónimo, en la genealogía de Cristo hay mujeres que no eran precisamente santas. Él ha querido nacer de una humanidad pecadora y vivir en una familia en la que ni sus parientes más cercanos creían en él. Ha convivido con los apóstoles, al lado de Judas, el traidor. Compartió totalmente nuestra vida, y por eso la Iglesia ha comparado esta actitud a la de un esposo que condivide con su esposa una vida cargada de problemas, de gestos grandes y actitudes miserables, pero en plan de igualdad hasta su muerte.

 


 

 

7

JUSTIFICADOS POR SU GRACIA

 

 

 

Siendo justificados por su gracia,

gratuitamente, en virtud de la redención

en Cristo Jesús, a quien ha puesto Dios

como propiciación mediante la fe

en su sangre... (Rom 3, 24-25).

 

Vimos en el capítulo anterior que el Nuevo Testamento y principalmente san Pablo representan, a la luz de las categorías veterotestamentarias, la vuelta de la humanidad a Dios como una alianza. Jesucristo ha sido el buen pastor que buscó la oveja perdida y la llevó a Dios. Él ha tomado nuestra naturaleza con todas las consecuencias que el pecado trajo consigo.

 

Al hablar de este retorno, se hace alusión a la sangre de Cristo.[39] Según Pablo, Cristo se presentó ante el Padre como una víctima propiciatoria, mediante su sangre. Alude evidentemente el Antiguo Testamento. Para comprender mejor al apóstol, vamos a examinar el sentido de estas expresiones en el Antiguo Testamento.

 

La primera alusión es clara. Cristo es propiciatorio mediante su sangre. En el Éxodo 25, leemos que Dios dice a Moisés: "Harás también el propiciatorio de oro purísimo; dos codos y medio tendrá su longitud, y la latitud codo y medio. Harás asimismo dos querubines de oro, labrados a martillo, y los pondrás en las dos extremidades del propiciatorio. Un querubín estará en un lado y el otro en el otro; y han de cubrir entrambos lados del propiciatorio, extendiendo las alas sobre el propiciatorio, mirándose uno a otro con las caras, vueltas hacia el propiciatorio, con el cual has de cubrir el arca" (Ex 25, 17-20). Aparece la gran importancia del propiciatorio en el hecho de que es el único trozo del templo que es de oro puro. Los dos querubines, que miran hacia él, están en actitud de adoración, porque el propiciatorio es el trono de Dios. Este es el motivo de que los salmos digan algunas veces dirigiéndose al Señor: "Dios que está sentado sobre los querubines".[40] Es el lugar donde resplandece la gloria de Dios y desde donde Dios hablará a Moisés. Este es el motivo por el que san Jerónimo le da en alguna ocasión el nombre de oráculo, aludiendo a Delfos, pues es la voz de Dios, su palabra. El propiciatorio era el lugar de la presencia de Dios; una presencia activa, porque desde allí comunicaba al pueblo su voluntad y se revelaba. No es de extrañar que Jesucristo sea comparado por el Nuevo Testamento a este propiciatorio ya que es verdaderamente el lugar donde Dios nos habla; es la palabra de Dios.

 

Pero, además, y esto es lo importante, este propiciatorio tenía una función especial en cuanto al perdón de los pecados. En los sacrificios de expiación, cuando todo el pueblo había pecado, debía ser utilizado el propiciatorio. Principalmente en la festividad de la expiación, cuya ceremonia nos narra ampliamente el Levítico en el capítulo 16. De esta ceremonia se sirve la carta a los hebreos, para dar a conocer lo que Cristo ha hecho por nosotros. Cristo, como el sumo sacerdote, es quien entra en el sancta sanctorum donde se halla el propiciatorio y, por consiguiente, nadie excepto él puede entrar allí. Según el Antiguo Testamento, sólo en

el sancta sanctorum -único lugar en toda la tierra- moraba Dios. Por este motivo le ordenó a Moisés: "Di a tu hermano Aarón que nunca entre en el santuario que está del velo adentro, ante el propiciatorio que cubre el arca, so pena de muerte, porque yo me aparezco en una nube sobre el propiciatorio" (Lev 16, 2). Según las categorías del Antiguo Testamento, la nube es signo de la presencia de Dios. Y el Nuevo acepta esta idea: una nube envuelve a Cristo transfigurado, de una nube viene la voz del Padre...

 

En la ceremonia de la expiación, Aarón tiene que entrar en el santuario para el sacrificio, y "después tomará el incensario que habrá llenado de las brasas del altar y, tomando con la mano perfume confeccionado para incensar, entrará del velo adentro" (Lev 16, 12). El sentido de tomar el incensario radica en que la vista del sacerdote no podía llegar directamente al propiciatorio. Por eso ha de cubrirla una nube de humo, pues nadie puede ver a Dios sin morir. Todas estas ceremonias tienen como fin suscitar en el pueblo la idea de la absoluta trascendencia de Dios.

 

Este día, por excepción, el sumo sacerdote puede penetrar, aunque con ciertas precauciones, detrás de la cortina o velo para hacer la aspersión de la sangre. Lleva consigo la sangre de los animales que antes habían sacrificado los ministros. Con ella asperja siete veces sobre el propiciatorio. La sagrada Escritura nos da el significado de esta ceremonia cuando dice: "En este día se hará la expiación vuestra y la purificación de todos vuestros pecados, y quedaréis limpios delante del Señor" (Lev 16, 30).

 

Examinemos otro pasaje: "Por cuanto la vida del animal está con la sangre y os la he dado yo para que con ella satisfagáis sobre el altar por vuestras personas, y la sangre sirva de expiación en lugar de la vida" (Lev 17, 11). Según la concepción de los hebreos, la sangre era el principio vital, el portador de la vida y, por consiguiente, algo en cierto modo divino. En el pensamiento hebreo el papel de la sangre es parecido al del alma en el pensamiento griego. Utilizaban la sangre para consagrar, para colocar a Dios cada año en su lugar, en el propiciatorio. De la misma manera que hoy cuando un templo ha sido profanado es necesario purificarlo antes de celebrar en él el culto divino, los judíos trataban, mediante este rito sagrado, de establecer de nuevo la gloria de Dios en aquel lugar, ya que, según ellos, los pecados del pueblo habían echado fuera esta gloria.

 

Tengamos en cuenta que no es éste el único rito en que se servían de la sangre. Moisés la empleó también cuando Dios estableció la alianza con su pueblo. Cuando Cristo instituyó la eucaristía, la nueva alianza en su sangre, se refiere explícitamente a este sacrificio de Moisés, y mediante él nos explica el sentido de su pasión. Dice así este pasaje: "Tomó entonces Moisés la mitad de la sangre y echóla en tazas y derramó sobre el altar la otra mitad (el altar es símbolo de la presencia de Dios) y, tomando el libro en que estaba escrita la alianza, lo leyó delante del pueblo; el cual respondió: haremos todas las cosas que ha ordenado el Señor y seremos obedientes (una vez que el pueblo se compromete a cumplir los mandatos de Dios, éste establece su pacto por medio de Moisés). Tomando entonces Moisés la sangre, roció con ella al pueblo diciendo: esta es la sangre de la alianza que el Señor ha contraído con vosotros mediante todo lo tratado" (Ex 24, 6-8). Es decir, que Moisés con una parte asperja el altar y con otra parte rocía al pueblo. Esto significa, todos lo admiten, que ahora ya hay pacto entre Dios y su pueblo, que en ambos se halla la misma vida. La sangre es el signo de esta unión íntima, es una vida de la que participan Dios y su pueblo. Este sentido va íntimamente ligado con el que tiene la sangre en la fiesta de la expiación. También allí la alianza se había roto a causa del pecado y se restablece mediante la sangre. No hay que maravillarse, pues, de que la carta a los hebreos una ambos significados, hablando primero del sacrificio de la expiación y después de la alianza.

 

Pero hay también otro sacrificio del Antiguo Testamento al que Jesucristo se refiere y en el que la sangre tiene asimismo un papel importante. Es el sacrificio de la pascua. Que Cristo lo tiene presente, no admite duda. Precisamente ha escogido para su sacrificio el día de la pascua. San Juan lo pone de relieve notando que Cristo se inmola en la cruz en el mismo momento en que en el templo de Jerusalén eran inmolados los corderos pascuales. En efecto, los judíos no quieren entrar en el pretorio, porque tienen que celebrar la pascua. Y Cristo muere en la cruz antes de la puesta del sol, antes del comienzo del sábado, cuando ya en el templo estaban inmolando los corderos, para demostrarnos que él es nuestro cordero pascual, como dirá expresamente san Pablo (1 Cor 5, 7): "Porque Jesucristo, nuestro cordero pascual, ha sido inmolado". Veamos el pasaje del Éxodo: "Y mojad un manojito de hisopo en la sangre vertida en el umbral de la puerta y rociad con ella el dintel y ambos postes; ninguno de vosotros salga fuera de la puerta de su casa hasta la mañana, porque ha de pasar el Señor hiriendo a los egipcios y, al ver la sangre en el dintel y en los dos postes, pasará de largo la puerta de aquella casa, ni permitirá al exterminador entrar en vuestras casas ni haceros daño" (Ex 12, 22-23).

 

Por tanto, la sangre del cordero tenía como fin señalar los fieles, los santos, los israelitas, aquellos que eran hijos de Dios. Su función era semejante a la que tiene la letra Taw (Ez 9, 4), y al mismo tiempo era también un signo de consagración.

 

El Antiguo Testamento atribuye repetidas veces a la sangre esta función sacralizadora. Este aspecto lo encontramos en los rituales del Éxodo y del Levítico, donde se emplea la sangre para consagrar altares y objetos. El sacerdote toma la sangre de un animal inmolado y rocía con ella el altar, porque todo lo que está marcado con la sangre, según el pensamiento hebreo, es divino, pertenece a Dios. Este significado de la sangre nos explica también su función expiatoria. El pecado no es una simple mancha humana sino que consiste esencialmente en la privación de Dios. Es una separación de Dios por parte de la criatura, como dice la Biblia y la teología. Y para purificar al hombre es necesario de nuevo unirlo con Dios, infundir en él la vida de que lo ha privado el pecado. Esto se realiza mediante la sangre, que es algo divino.

 

Pero el Antiguo Testamento se mueve aún en el terreno de los símbolos. Se sirve de la sangre de los animales que no purificaba propiamente al hombre. Pero ya simbolizaba y preanunciaba la verdadera purificación mediante la sangre del Hijo de Dios. Únicamente la sangre de un hombre-Dios podía divinizar y purificar en sentido pleno.

 

No bastaba tampoco que el hombre-Dios vertiera su sangre, sino que se requería que lo hiciera mediante un acto totalmente libre. Por este motivo, en el relato de la pasión aparece ésta como un acto libérrimo de Jesucristo, que vuelve a unir la humanidad con Dios. Y ésta es asimismo la causa de que no bastara la sangre de los animales. Jesucristo no va a la cruz porque sus enemigos lo han condenado ni porque Judas lo ha traicionado, sino porque él lo quiere. Tanto Juan como los sinópticos se esfuerzan en poner de relieve este aspecto. Esta libertad se halla además implícita en la institución de la eucaristía, según la narran los sinópticos. Este es el primer acto de la pasión y forma ya parte de la misma, porque sin la pasión no tendría ningún sentido. Jesucristo, cuando pronuncia sobre el pan y sobre el vino las palabras consecratorias se condena a muerte con libertad plena. El mismo ha querido anticiparse en cierto modo, mediante un acto libre, que no depende en nada de sus enemigos.

 

Cuando el sacerdote celebra el sacrificio, participa de manera especial de este acto libre de Cristo. Lo mismo que los fieles que forman parte de la asamblea litúrgica. Así participamos todos del acto libre de Jesucristo mediante el cual nos ha reunido de nuevo con el Padre.

 

San Pablo, y con él todo el Nuevo Testamento, nos dicen que este acto de libertad es esencialmente un acto de amor. Así, por ejemplo, en su carta a los gálatas: "Me amó y se entregó por mí" (Gál 2, 20). Y en su carta a los fieles de Éfeso: "Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella" (Ef 5, 25). Como se ve, la acción de Cristo es ante todo un acto de amor; y él mismo nos ha dicho que no hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Dios ha querido que Cristo nos lleve de nuevo a sus brazos mediante este acto de amor supremo: dando la vida por nosotros.

 

Hablando del amor del Padre hacia nosotros, el apóstol de las gentes dice: "...porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado; (y explica esta idea) porque Cristo, estando todavía nosotros enfermos, al tiempo señalado, murió por los impíos" (Rom 5, 5-6). Quizás un hombre sería capaz de morir por un amigo, pero morir por un enemigo es propio de Dios: "Pero lo que hace brillar más la caridad de Dios hacia nosotros es que cuando éramos aún pecadores, al tiempo señalado, murió Cristo por nosotros..." (Rom 5, 8). Se trata, pues, de un acto de amor sumamente desinteresado, por parte de Cristo. Pero este amor de Cristo, como ya hemos dicho, es una participación del amor del Padre hacia nosotros. Por ello, san Pablo afirmará después: "Dios Padre, que no perdonó a su propio hijo, antes lo entregó por nosotros" (Rom 8, 32). Es Jesús quien se da, y es al mismo tiempo el Padre quien lo entrega por nosotros.

 

Vamos a analizar brevemente en qué sentido entregó el Padre a su Hijo. Santo Tomás lo explica magistralmente tanto en sus comentarios a gálatas y romanos, como en la Suma Teológica: "Lo entregó en cuanto que le inspiró la voluntad de padecer por nosotros".[41]

 

Creo que esta es la clave de toda la pasión de Cristo y que está en consonancia total con lo que nos dice el Nuevo Testamento: el Padre inspiró a su Hijo la voluntad. Por tanto, el Hijo mismo ha querido morir por nosotros. Y además ha querido morir en tales circunstancias concretas, por medio de las cuales nos manifiesta su amor, ese amor sublime de morir por los enemigos.

 

Santo Tomás añade cómo le inspiró el Padre esta voluntad de morir por nosotros: "Infundiéndole el amor". Se ve, pues, que la pasión no es sólo un acto de amor del Hijo hacia nosotros, sino también del Padre. Por eso dice sublimemente san Juan: "Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito" (Jn

3, 16). Es evidente que, si el Hijo en el momento de su muerte ha tenido un grado de amor tan sublime, nunca con más razón ha podido afirmar de él el Padre: "En él tengo mis complacencias" (Mt 3, 17). Que la muerte de Cristo constituye el punto culminante de su amor a nosotros, nos lo dice implícitamente san Juan.

Así, al principio del capítulo 13, narra la pasión como el momento en que Cristo va a cumplir su pascua, va a volver al Padre y a llevarnos a nosotros con él, porque no sólo es Dios sino también hombre por haber asumido nuestra misma naturaleza. Oigamos las palabras de san Juan: "En la víspera del día solemne de la pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de su tránsito de este mundo al Padre, como hubiese amado a los suyos que vivían en el mundo, los amó hasta el fin" (Jn 13, 1). Toda la vida de Cristo fue una vida de amor. Pero en este momento va a alcanzar su punto más alto; precisamente por lo que tiene de especial: "Porque viene el príncipe de este mundo" (Jn 14, 30). Y Cristo quiere dejar en claro que su donación, su entrega, es totalmente libre: "Aunque no hay en mí cosa que le pertenezca. Mas conviene que conozca el mundo que yo amo al Padre y que cumplo con lo que me ha mandado" (Jn 14, 30-31). En Cristo tenemos el amor de Dios hecho amor humano. San Juan termina el relato de la pasión con tres palabras escogidas:

"Todo está acabado" (Jn 19, 30). Contienen una realidad de gran importancia: el designio de Dios se ha cumplido, y el amor de Dios, que se ha manifestado desde la encarnación, ha adquirido su plenitud en el momento en que Cristo muere.

 

Este es el significado de la sangre de Cristo. Es el signo de su amor, la manifestación sensible que nos dice que, mediante este acto de libertad, Cristo realiza una acción supremamente onerosa, pero eficaz. Esta eficacia nace del amor con que está realizada. Se trata de un acto de vida y no de muerte. Por eso puede decirse que Cristo en ese momento de su muerte empieza ya a resucitar.

 

La muerte de Cristo es una victoria, porque es una muerte de amor. Vence en el bien al mal (Rom 12, 21). Por este motivo, la liturgia celebra siempre la muerte de Cristo como una victoria. Recuérdense los himnos Vexilla Regis y Pange lingua. Así, los primeros cristianos, durante largo tiempo, representaron a Cristo en la cruz no con una corona de espinas sino con la corona del emperador bizantino. Y la Iglesia, en el día en que recuerda la muerte del Señor, canta gozosa: "Reinó Dios desde el madero de la cruz".[42]

 

He aquí cómo Cristo nos ha hecho pasar del estado carnal al estado espiritual. Él pasó primero y con él nos llevó a nosotros. Este cambio tan radical se lo debemos precisamente a aquel acto de libertad y de amor del que participamos cuando asistimos o celebramos la santa misa. Si, mediante tal acto, nuestra vida ha cambiado tan rotundamente, no podemos permitir que haya una escisión entre ambos. O lo que es igual: nuestra vida tiene que ser esencialmente una vida de amor.

 


 

 

8

EL HOMBRE ES JUSTIFICADO

POR LA FE SIN OBRAS

 

 

 

Así, pues, sostenemos que el hombre

es justificado por la fe sin las obras

de la ley (Rom 3, 28).

 

Hemos visto en los  capítulos anteriores que san Pablo insiste en que nuestra justificación es obra de Dios. Opone esta concepción a la concepción judaica, según la cual, el hombre es el autor principal de su justificación mediante sus obras: Dios le había dado unos preceptos y el hombre, sometiéndose a ellos, conquistaba el premio. Pero san Pablo recalca que es Dios quien gratuitamente nos salva: "Pero ahora, sin la ley, la justicia de Dios se ha hecho patente" (Rom 3, 21).

 

Sin embargo, esta actividad salvífica de Dios exige algo por parte del hombre. El apóstol lo dice expresamente: "La justicia de Dios por la fe en Jesucristo" (Rom 3, 22). A lo largo de todo este capítulo insiste en la necesidad de la fe como requisito por parte del hombre. No obstante, la justificación sigue siendo totalmente gratuita: "Siendo justificados gratuitamente por su gracia, en virtud de la redención en Cristo Jesús, a quien Dios ha puesto como propiciación, mediante la fe en su sangre, para mostrar su justicia por la remisión de los pecados pasados; en la paciencia de Dios, con el fin de manifestar su justicia en el tiempo presente, para ser él justo y justificador del que cree en Jesús" (Rom 3, 24-26).

 

San Pablo no ve oposición entre estas dos verdades: que la justificación es totalmente gratuita y que exige, al mismo tiempo, una actividad humana como requisito. Concluye su razonamiento con estas palabras que aclaran definitivamente la idea: "Ahora, pues, ¿dónde está el motivo de gloriarte? Queda excluido. ¿Por qué ley? ¿Por la de las obras? No, sino por la ley de la fe. Así, pues, concluimos que el hombre es justificado por la fe sin las obras de la ley" (Rom 3, 27-28). Nótese que, cuando dice "concluimos", "sostenemos", no se trata de una simple opinión.

 

Ahora nos preguntamos: ¿por qué es necesaria la actividad del hombre y precisamente esta que llamamos fe? Para comprenderlo mejor examinemos primero en qué consiste la justificación.

 

Si el pecado fuera una cosa externa al hombre, Dios podría obrar sin necesidad de la intervención humana. Supongamos que se tratara de una deuda; en este caso, otro podía pagarla en nuestro lugar. Pero ya hemos dicho que el pecado, siendo también una deuda, es algo mucho más profundo: un alejamiento de Dios, un cambio interior del hombre que orienta su vida en una dirección equivocada. Para que desaparezca el pecado es necesario que el hombre oriente de nuevo su vida hacia Dios; que la vida del hombre siga su auténtica dirección natural. Ahora bien, el hombre no es una cosa que pueda ser transportada pasivamente de un lugar a otro, sino que es esencialmente un ser libre. Por consiguiente, no puede ser transformado sin la  intervención de su libertad, sin él mismo.

 

Hay un pasaje de la sagrada Escritura que san Pablo menciona en su carta a los romanos, y que se encuentra en el Deuteronomio, en uno de los grandes discursos finales de este libro, donde se habla de lo que sucederá en los tiempos mesiánicos, que dice así: "Y te tomará (Yavé) e introducirá en la tierra que poseyeron tus padres y tú la volverás a ocupar y, bendiciéndote, te multiplicará mucho más que a tus padres. El Señor tu Dios circuncidará tu corazón y el corazón de tus descendientes, para que ames al Señor, tu Dios, de todo corazón y con toda tu alma, a fin de que consigas la vida" (Dt 30, 5-6). Alude al shema Israel, y es el primer mandamiento que Jesucristo menciona en el evangelio.

 

Fijémonos en la frase: "Circuncisión del corazón". San Pablo, en el capítulo 2, dice que no basta una circuncisión externa en la carne, sino que el verdadero judío es el que tiene el corazón circuncidado. Ya Jeremías habla de la necesidad de circuncidar el corazón (Jer 4, 4). Pero lo característico del texto que hemos citado radica en atribuir a Dios esta circuncisión interna: es Dios quien circuncidará el corazón del hombre.

 

No es extraño, por consiguiente, que el apóstol haya empleado este texto, pues ha visto en él una prefiguración de la doctrina suya de la justificación por la fe sin las obras de la ley.

 

"El Señor, tu Dios, circuncidará tu corazón... para que ames al Señor". Dios justifica, circuncida, pero para que el hombre lo ame. El no puede dispensar al hombre de amarlo, porque sería no circuncidar realmente su corazón. Circuncidar el corazón quiere decir transformar internamente al hombre, para que en lugar de amarse a sí mismo, ame a Dios. Es semejante a la situación de la parábola del hijo pródigo: el padre quiere que el hijo vuelva a la vida del hogar, quiere perdonarle, pero no puede dispensarle de volver porque sería contradictorio. La vida de familia consiste precisamente en que el hijo vuelva al hogar.

 

Por tanto, la libertad del hombre tiene que entrar necesariamente en esta obra justificadora.

 

Y, ¿qué es lo que el hombre debe hacer?

 

¿Cuál es su cometido? San Pablo, lo mismo que san Juan y todo el Nuevo Testamento, dicen que es necesaria la fe. También el Antiguo Testamento, especialmente Isaías (Is 40, 31; 49, 23), habla de esta necesidad de la fe. Interesa, pues, saber en qué consiste esta fe de que hablamos.

 

Cuando se le habla al pueblo de la necesidad de la fe, encontramos una dificultad fuerte. En el lenguaje corriente, la palabra "creer" tiene un sentido totalmente diverso del que damos a la palabra fe. Por ejemplo, cuando alguien dice: "creo que mañana hará buen tiempo", expresa meramente una opinión. Por este motivo, cuando decimos que creemos en Dios, muchos pueden interpretarlo como una opinión de la que no estamos muy seguros. De hecho, muchos cristianos no tienen la certeza total de que Dios existe, aunque no haya en realidad ninguna verdad más cierta que ésta. Cuando la sagrada Escritura habla de la necesidad de creer, no toma esta palabra en su sentido popular ni en el sentido filosófico. Generalmente el Nuevo Testamento emplea el término pisteuein. Cuando Platón y Aristóteles emplean este término quieren decir que se trata únicamente de una opinión, de algo que no es seguro que sea así. Pero el Nuevo Testamento emplea el término en sentido bíblico, según su uso en el Antiguo Testamento, en la versión de los Setenta.

 

Cuando analizamos el sentido de esta palabra en el Antiguo Testamento, vemos que traduce un término cuya raíz es muy conocida: aman. La palabra aman expresa la idea de solidez, de seguridad, de fidelidad, de constancia; idea que, aplicada a Dios, nos lo presenta como la roca inamovible sobre la cual podemos apoyarnos con toda seguridad, sin temor a que se derrumbe. Este es el sentido de aman: estar uno seguro mientras se apoya en aquel en quien, según san Pablo (2 Cor 1, 19 s.) no existe el sí y el no, en oposición al hombre que, aunque nos prometa una cosa, no sabemos si mañana dirá tal vez lo contrario. En otras palabras, Dios es esencialmente constante, fiel a sus promesas; mientras que la inconstancia forma parte del hombre, que no siempre es fiel a lo que promete, ya que "todo hombre es falaz" (Rom 3, 4). Por consiguiente, quien se apoya en Dios, posee toda la seguridad de su fundamento. Este es el sentido que tiene aman.[43]

 

Por otra parte, la palabra pisteuein traduce, en el Antiguo Testamento, este verbo en su forma causativa. Pongamos un ejemplo aclaratorio. En latín tenemos los términos discere (aprender) y docere (enseñar). El segundo es el causativo del primero, porque enseñar es la causa de que el alumno aprenda, hacer que el alumno aprenda. De la misma manera, pisteuein significa hacer que uno esté seguro. Cuando yo digo que creo, quiero significar que adquiero seguridad total de algo. Antes yo no estaba seguro y ahora sí. Por consiguiente, cuando alguien dice creo, afirma implícitamente su no certeza previa y su certeza actual.

 

Pero en este punto surge imperiosamente otra pregunta: ¿de dónde adquiere el hombre esta certeza? Cuando alguien afirma: creo en Dios, quiere decir que Dios es la persona de la que adquiere su firmeza, su solidez. Por tanto, la fuente de la firmeza del creyente es necesariamente Dios, Jesucristo, o la palabra de Dios, que, en cuanto tal, tiene la misma certeza que Dios mismo.

 

Pero aún no hemos dicho todo sobre el sentido de creer. Es una palabra muy compleja y plena. El acto de creer es un acto en el que el hombre afirma simultáneamente su insuficiencia radical y la consecución de una suficiencia, de una solidez total, ya que es la misma solidez de Dios. Esto es esencialmente el acto de fe, que en el lenguaje teológico se expresa como "creer basándose en la autoridad de Dios que se revela". No se trata, pues, de una conquista personal, del hallazgo de alguna verdad mediante un razonamiento humano, sino de la aceptación de algo que otro (en este caso, Dios) nos ha comunicado. Es ciertamente un acto de la inteligencia, que asiente imperada por la voluntad, pero que no se basa en la inteligencia misma, sino en el testimonio de otro. Es algo visto, por expresarlo de alguna forma, con los ojos de otro. Si no fuera así, se trataría de una intelección, pero no de una fe.

 

San Pablo ha elegido precisamente este acto porque le considera el más fundamental y apropiado para constituir la cooperación del hombre en el acto libre de la justificación, por el que pasa de una situación de pecado a un estado de gracia. Como hemos dicho antes, mediante este acto el hombre toma conciencia de su insuficiencia radical. No puede, pues, gloriarse: "¿Dónde está tu jactancia?" (Rom 3, 27), pregunta el apóstol.

 

Pero no olvidemos, por otra parte, que se trata de un acto absolutamente libre y, por consiguiente, plenamente humano a la vez que divino. Por ello, una conversión coaccionada es contradictoria en sí misma, ya que no existe un acto más libre y personal que el de la fe.

 

Sin embargo, el hombre no puede apropiarse el acto de fe como tampoco ningún otro acto sobrenatural. Pero en el acto de fe hay algo más que en los demás actos sobrenaturales. En él se afirma formalmente la insuficiencia del hombre. Por este motivo, santo Tomás, al comentar este pasaje de san Pablo, dice: "Quien cree en Dios justificador se somete a su justificación". El hombre se somete a la actividad de Dios   justificador; recibe de Dios el acto mismo de fe, pero no de una forma pasiva, sino activamente, y de este modo recibe su efecto.[44]

 

El acto de fe, pues, nos lleva de nuevo hacia Dios, ya que mediante él, el hombre se pone totalmente en sus manos y reconoce que es la roca firme que no puede flaquear; el amigo que no puede engañarnos, porque nos ama.

 

Si queremos entender de una forma más concreta qué es este acto de fe, del que venimos hablando, podemos recurrir a un ejemplo. Es lo que hace san Pablo, tomando el ejemplo de Abraham. De hecho, es el primero de quien la Escritura nos dice que ha creído y que precisamente porque creyó fue justo. Es la primera vez que aparecen unidos, en la sagrada Escritura, estos dos conceptos: fe y justicia. Creo que no hay otro ejemplo más perfecto para comprender bien la realidad de que hablamos. San Pablo lo expone en el capítulo 4, y lo ha escogido seguramente porque los judíos tenían a Abraham como modelo de la justificación por las obras. Basta pensar en la carta de Santiago, que habla de este tema. Es cierto que Abraham obró rectamente, pero san Pablo hace notar que ya era justo. Para un judío, no había posibilidad de justificación sino mediante las obras, y veía en la vida de Abraham la encamación viva de esta doctrina. Así vemos que en el Libro de los jubileos, un libro piadoso que narraba prácticamente el Antiguo Testamento, se habla muy poco de la fe de Abraham, mientras que se insiste abundantemente en su respuesta: era un hombre politeísta, por parte de su padre, que encontró el monoteísmo mediante su inteligencia, y que es perseguido y debe huir a causa de este monoteísmo. Entonces invoca a Dios: "Dios altísimo, sólo tú eres mi Dios; te he elegido, he elegido tu dominio, tu soberanía. Tú has creado todo, y todo lo que existe es obra de tus manos. Líbrame de mis adversarios". Él dice: "Debo volver a Ur de Caldea". Y dijo Dios: "Sal de tu tierra..." (Gén 12).

 

No sé si os habréis fijado en la importancia que tiene el capítulo 12 del Génesis: es el principio de nuestra historia. Se puede decir que los once primeros capítulos -ya la Humani Generis dice que son un género literario especial- constituyen la prehistoria, mientras que la historia de la humanidad, de la humanidad redimida, del pueblo de Dios, comienza en el capítulo 12, con la palabra del Señor, así como la historia de la creación comienza con la palabra creadora de Dios. Él toma siempre la iniciativa, y no puede ser de otra forma.

 

Dijo Yavé a Abraham:

 

Deja tu tierra,

y tu parentela,

y la casa de tu padre,

y vete a la tierra que te indicaré.

(Gén 12, 1)

 

Abraham deja todo, deja la seguridad material, y parte para una tierra que no ha visto, apoyándose únicamente en la palabra de Dios. Lo principal es que cree, y de esta fe procede todo lo demás. Si obedece es precisamente porque ha creído. Su actitud es tanto más asombrosa, cuanto que deja todo y parte con su mujer, que es estéril, esperando en una posteridad que Dios le ha prometido.

 

La existencia misma y el futuro del pueblo elegido y, por tanto, también la nuestra, dependen de este acto sublime de Abraham, de su acto de fe.

 

También el Nuevo Testamento, en el momento en que Cristo va a entrar en este mundo, subraya particularmente un acto de fe: el de la Virgen. Es lo primero que le dice Isabel: "Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se te ha dicho de parte del Señor" (Lc 1, 45). La historia del Nuevo Testamento comienza, igual que la del Antiguo, con un acto de fe. Pero esto es únicamente el principio. María deberá repetir este acto a lo largo de toda su vida, principalmente en los momentos de la crucifixión y en la muerte de Cristo, cuando sola, frente a los demás que no creen sino hallarse en presencia de un simple cadáver, conservará intacta su fe. También Abraham deberá repetir muchas veces su acto de fe. En primer lugar, Dios le ha prometido una posteridad numerosa y su mujer es estéril. En el capítulo 15, Dios vuelve a prometerle una descendencia numerosa: "Y lo sacó fuera y le dijo: mira al cielo y cuenta, si puedes, las estrellas. Pues así, le dijo, será tu descendencia. Creyó Abraham a Dios y reputósele por justicia. Entonces Abraham piensa que, al ser estéril su mujer y tener que cumplirse la promesa, debe recurrir a su sierva Agar. Esta concibe y da a luz a Ismael, en el que Abraham cree que se ha realizado inicialmente la promesa divina. No obstante, Dios dice que es Sara quien debe dar a luz al hijo de las promesas. Abraham cree y nace Isaac. Mas he aquí que de nuevo las cosas se complican: Dios ordena a Abraham sacrificarle a su hijo: "Díjole: toma a Isaac, tu hijo único, a quien amas y ve al país de Moria y allí me lo ofrecerás en holocausto sobre uno de los montes que te indicaré" (Gén 22, 2). Entonces Abraham dice a sus dos mozos: "Aguardad aquí con el jumento; que yo y mi hijo subiremos allá arriba con presteza y, acabada nuestra adoración, volveremos" (Gén 22, 5).

 

Comentando este pasaje, exclama Orígenes:[45] "Pero, Abraham, ¿dices verdad? Entonces, ¿no debes sacrificarlo? ¿No estás dispuesto a sacrificarlo o dices mentira?" Y Abraham responde: "No; no es mentira. Es verdad. Quiero y debo inmolar a mi hijo, pero también es verdad que volveremos, porque CREO, creo que lo que Dios ha prometido no puede dejar de realizarse. No veo cómo será, pero Dios es capaz incluso de resucitar a los muertos".[46] Esta es la fe de Abraham, el acto que permite a Dios unirse de nuevo a la criatura: "Que habite Cristo por la fe en nuestros corazones" (Ef 3, 17).

 

Esto nos ayuda a comprender la importancia que el apóstol Pablo atribuye a la fe, a la fe sola, sin las obras. La expresión se encuentra en santo Tomás, al comentar las palabras de san Pablo: "La ley es buena para el que usa bien de ella" (1 Tim 1, 8). Explica el doctor de Aquino que el apóstol tiene en la mente no la ley ceremonial, sino el decálogo. Y dice además que el legítimo uso de los mandamientos no es lo mismo que atribuirles lo que no tienen: "Porque no radica en ellos la esperanza de la justificación, sino únicamente en la fe".[47] Y, para confirmar su idea, cita este versículo de la carta a los romanos: "Sostenemos que el hombre es justificado por la fe sin obras de la ley" (Rom 3, 28).

 

Ahora podemos entender plenamente la importancia de esta actitud que debe determinar nuestra postura religiosa, porque nos sitúa en el puesto que nos corresponde ante Dios. Esta fe es primordialmente y por su misma naturaleza una fe en Dios en cuanto que sólo él es nuestro fin sobrenatural. Todos los demás actos de fe están en relación con éste.

 

Hemos visto que san Pablo habla de la "fe en Jesucristo" (Rom 3, 22). También en su carta a los fieles de Galacia habla de esta fe en Jesucristo: "Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús" (Ef 3, 26). Y para ver en qué consiste esta fe, citemos otro texto: "Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí... que me amó y se entregó por mí" (Gál 2, 20). La fe consiste en apoyarse confiadamente en Dios. Y no es un Dios abstracto; no es simplemente el Dios creador, ni siquiera el Dios del Antiguo Testamento, que ha hecho sus promesas a Abraham y se ha comprometido mediante una alianza; es todo esto y mucho más: es el Dios que nos ha manifestado su amor muriendo por nosotros. Él es el objeto de nuestra fe y el fundamento de la misma, él es el apoyo de toda nuestra vida.

 

Notemos finalmente que este acto de fe, que tiene una importancia tan capital para nuestra existencia, es un don de Dios, un acto sobrenatural, que nos pone en contacto con Dios, llevándonos de nuevo a él, y nos hace partícipes de su ciencia, de su amor y de su misma vida.

 

Nos explicamos ahora mejor por qué san Pablo y san Juan han insistido tanto y han puesto al principio este acto, que debe vivificar todas nuestras acciones. Por este motivo también, el concilio de Trento afirma que la fe es la base de nuestra vida sobrenatural, constituye esta misma vida y debe informar todas sus acciones

(D. 801).

 


 

 

9

LA OBEDIENCIA DE LA FE

 

 

 

Por el cual hemos recibido la gracia

y el apostolado para promover a

la obediencia de la fe, para gloria de

su nombre, a todas las naciones (Rom

1, 5).

 

Hemos visto la importancia que para San Pablo tiene la doctrina de la fe en la vida espiritual.

 

K. Barth, en su comentario a la carta a los romanos,[48] señala que la fe consiste esencialmente, no en fijarse el hombre en sí mismo, sino en dirigir la mirada a Dios. Es una apreciación exactísima. La fe es la actitud esencial del hombre hacia Dios.

 

¿Qué exige la fe concretamente en nuestra vida? O mejor, ¿qué significa para el cristiano "tener fe"?

 

San Pablo, al comienzo de la carta a los romanos (Rom 1, 5), se presenta como un apóstol llamado por Dios, de quien ha recibido gracia y apostolado para la obediencia de la fe. Se trata, como observa la Bible de Jérusalem,[49] no  tanto de la obediencia debida al mensaje evangélico como de la obediencia que es adhesión de fe. La fe es una verdadera sumisión a Dios. Esta noción la encontramos al final de la carta (Rom 16, 26).

 

La pasión de Cristo es un acto de libertad, con el que él nos ha hecho pasar de la condición carnal a la espiritual. Ya hablamos de ello. Pero san Pablo presenta este acto de libertad no sólo como un acto de amor (fundamentalmente lo es), sino como una obediencia. "Se humilló hecho obediente hasta la muerte" (Fil 2, 8). Y en la carta a los romanos (Rom 5, 19) opone precisamente la obediencia de Cristo a la desobediencia de Adán. El pecado de Adán fue una violación, consistió en una desobediencia. El acto de Cristo es una justicia en la obediencia. Toda la carta a los hebreos insiste también en esta idea. Veamos un pasaje conocido: "Y aunque era hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia..." (Heb 5, 8). Mediante esta experiencia consuma su obra y es nuestra salud.

 

Santo Tomás, en su comentario a esta carta,[50] explica: "Y aquí muestra cuán difícil es el bien de la obediencia. Porque quienes no experimentaron la obediencia y no la aprendieron en las cosas difíciles, creen que obedecer es cosa fácil. Pero para aprender qué es obedecer, es necesario que aprendas a obedecer en las cosas difíciles y, el que no aprendió a someterse obedeciendo, nunca sabrá mandar cuando presida".

 

Cristo va a partir para la pasión y afirmará insistentemente que ésta es un acto de libertad; "...viene el príncipe de este mundo que en mí no tiene nada (no es Satanás quien le empuja a padecer); pero conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre (el amor) y que, según el mandato que me dio el Padre (obediencia) así hago" (Jn 14, 31). Obediencia-libertad-amor son tres palabras, pero una sola actitud en Cristo que va a padecer.

 

La obediencia de Abraham fue esencialmente un acto de fe, según ha entendido muy bien Orígenes: "Obedezco porque creo".[51] Dios le prometió que sería padre de muchas generaciones, y sin embargo le manda sacrificar su único hijo: las promesas están claramente en contradicción. Pero él cree y obedece.

 

Interesa por tanto comprender bien qué es obedecer. La obediencia no es algo completo en sí, sino parte de un todo que es la fe.

 

El P. Huby, en su magnífico libro Mystiques paulinienne et johannique, cita al P. Rousselot,[52] quien habla de tres principios que se fundamentan en la realidad de la encarnación: El principio dogmático, es decir, nuestras formas de pensamiento, débiles, animales -en el sentido etimológico de la palabra-, elevadas a la dignidad de poder expresar con certeza las verdades misteriosas que miran el aspecto íntimo de Dios.

El concepto humano imperfecto, que expresa algo sobre Dios. El principio eclesiástico, es decir, la salvación de los hombres puesta en manos de otros hombres que enseñan, gobiernan, que son dispensadores de las cosas santas. Es decir, Dios, teniendo como intermediario al hombre, que es espíritu, pero que es también carne. Y tercero, el principio sacramental, el uso de la naturaleza corporal, de la materia misma para la colación de la gracia.

 

Es cierto que todo esto es solamente un corolario de la encarnación.

 

La obediencia, naturalmente, se inserta en el segundo principio; es una aplicación concreta del mismo. "El que a vosotros oye, a mí me oye". Dios lo ha querido así. Pero de aquí se desprende que la obediencia no se presta a un hombre sino a Dios. Y esto es fundamental. Dios se sirve de intermediarios, pero él es quien salva, quien perdona, quien bautiza..., como se deduce del principio sacramental. Y así como en éste no tenemos sensación de humillación, de limitación al ir a Dios y recibir de él la gracia, tampoco al obedecer se debe experimentar. Someterse a Dios es una dignidad, es una fuente de vida, pues lo que da el ser al hombre es el depender de Dios. La libertad, por ser libertad de criatura, será libertad en la medida en que dependa de

Dios, no del hombre, ya que esto implicaría una disminución de la libertad. La perfección de una libertad creada no puede ser sino la perfección de una libertad dependiente. La obediencia a Dios no destruye sino que constituye nuestra libertad; nos conforma, no desde el exterior (como tendría lugar en el caso de una obediencia a otro hombre), sino desde el interior, a la voluntad divina. Es un amor unitivo.

 

Blondel, en su libro L'Action, lo ha expuesto admirablemente. Querer plenamente es querer la voluntad de Dios. Esta es la libre sustitución por la que Dios obra todo en nosotros. "Vivo yo, pero no yo, sino que vive en mí Cristo" (Gál 2, 20), dirá san Pablo. Dependiendo de Dios, nos hacemos verdaderamente  independientes.

 

Pero se trata de una sumisión a Dios, no al hombre. Por eso una filosofía positivista no puede ofrecer una idea exacta de la obediencia. Algunos filósofos hacen grandes elogios de ésta, como necesaria para el orden en la sociedad. Pero no es sino una caricatura. No tiene que ver nada con la obediencia del cristiano. Muchos piensan así también al fijarse en la Iglesia como sociedad humana perfecta. Si tan sólo fuera eso, tendríamos todo el derecho y razón para rebelarnos.

 

La obediencia, por ser un aspecto de la fe, connota una de sus propiedades: la oscuridad.

 

El P. Yves de Montcheuil[53] observa que Cristo ha decidido gobernar su Iglesia por medio de hombres, a los que no ha querido privar de su condición humana e imperfecta. Estos, a través de los cuales Dios nos hace llegar su voluntad, pueden pecar y de hecho fueron y son pecadores. Tampoco Dios eliminó las deficiencias de carácter, de inteligencia, que se traducen en sus actos de gobierno. Nada más desconcertante para nosotros. Tan desconcertante como la manera de obrar de Dios en la encarnación: Cristo sediento junto al pozo, cansado, escondiéndose cuando le quieren proclamar mesías, condenado como un ladrón... Esto debía   desconcertar a los discípulos. Como a nosotros nos desconcierta el ver a la Iglesia gobernada por medio de instrumentos falibles, con los que Cristo no se ha obligado en absoluto a prevenir sus errores de gobierno (sabemos que el Papa es infalible en contadas ocasiones).

 

He aquí una de las más duras pruebas para nuestra fe. Prueba, en el sentido de sufrimiento, pero también como ocasión de manifestar precisamente su fuerza.

 

El dilema es éste: guiarse por la inspiración interna (y aquí debemos recordar lo difícil que es distinguir cuándo es auténtica inspiración del Espíritu y cuándo es simple capricho humano) o aceptar que el juicio definitivo de Cristo nos viene a través de intermediarios humanos. El cristiano ha elegido: "Quien a vosotros oye a mí me oye" (Lc lo, 16). Esto no quiere decir que lo que se nos exija sea siempre lo mejor. No. En absoluto. No se obedece porque el superior tenga buenas cualidades y mande siempre acertadamente. La obediencia es sobrenatural: se obedece a Dios incluso a través de órdenes imperfectas.

 

El P. de Clorivière[54] dice que algunos obedecen siempre, pero no practican la obediencia auténtica, pues su sumisión es puramente natural. Obedecen al superior como siervos, para complacerle, por temor. Esto no es ni siquiera el principio de la obediencia. Otros no ven en el superior más que la voz de la persona que estiman. Obedecen al hombre pero no obedecen a Dios.

 

Así se expresa el P. Camelot. "La obediencia -escribe- será verdaderamente libre, viril, tan sólo si en su inspiración se encuentra profundamente libre de todo motivo humano".[55] Si uno obedece, lo hace por Dios y sólo por él. No hace de la obediencia una cuestión de confianza ni de simpatía. Obedecer por fiarse del superior es pervertir radicalmente la naturaleza de la obediencia; es hacerse esclavo de un hombre.

 

San Juan de la Cruz había advertido esta posibilidad admirablemente y llama la atención para no dejarse nunca llevar por el temperamento del superior, de su humor, de sus maneras de obrar, de sus talentos, porque se recibiría un daño grande cambiando la obediencia divina con la humana; es decir, se obedecería a lo que visiblemente se descubre en el superior.

 

Concluye el P. Camelot diciendo que la obediencia cristiana es religiosa y está fundada en la fe. Y sólo con esa condición será libre y liberadora.

 

Así se ve la gran responsabilidad del que manda. Ser instrumentos de la voluntad de Dios es algo muy serio. Y a mayor autoridad, mayor responsabilidad. El superior debe pensar que cuando manda una cosa debe reflejar la voluntad de Dios. ¡Ese será el motivo por el cual el inferior obedecerá! Si desobedeciendo se comete un pecado, se peca también mandando algo que no es la voluntad de Dios. Para saberlo, no basta el sentido común ni todos los medios humanos que se pongan. Hace falta orar. El P. de Grandmaison[56] decía: "La palabra del que dirige debe ser, por así decirlo, la voz externa de la inspiración espiritual interna".

Pero obedecer no quiere decir dejar de ser personas que piensan, seres libres y que están dotados por Dios de inteligencia. Veíamos más arriba cómo hay muchas posturas que, lejos de ser modelo de obediencia, no son sino caricatura de la misma. Hay más. Obedecer una orden al pie de la letra cuando vemos que esta orden no tiene razón de ser, no es obedecer. Habrá que comunicar al superior con coraje y valentía el contrasentido. Y esto cuesta más, porque tal vez de ahí podrán originarse inconvenientes, dificultades. Y es tanto más difícil cuanto que esta manifestación hay que hacerla sin rebelarse. Esta es la obediencia del cristiano y del sacerdote.

 

Y no se trata solamente de seguir órdenes sino de tomar iniciativas. Hay también una auténtica dependencia cuando la iniciativa viene del inferior, como ha ocurrido tantas veces en la Iglesia. La mayoría de las grandes obras vienen de abajo. Y es más fácil dejarse llevar que arriesgarse sabiendo que se depende de una decisión que puede parar lo que con cariño y desinterés se empezó.

 

El P. Yves de Montcheuil[57] hace notar cómo una condenación por parte de la autoridad, a veces sólo pretende mostrar que la solución propuesta no es satisfactoria, pero que el problema sigue en pie. "La rebelión sería culpable y, por otra parte, nociva para la causa misma que queremos servir. Pero no se dice que lo más perfecto sea retirarse y guardar silencio". El catolicismo no fomenta en sus discípulos la pasividad, como tantos le reprochan; pero el cristiano ha de conservar en sí la actitud que le permita someterse. La historia nos enseña cómo muchos hombres llevaban razón en sus afirmaciones, pero erraron al rebelarse. Hay que intentar conjugar en nosotros mismos, e inculcarlo a los otros, este espíritu de iniciativa, de caminar hacia adelante y al mismo tiempo estar dispuestos a someterse.

 

"Toda empresa -continúa el P. de Montcheuil- cualquiera que sea, para tener un valor cristiano, debe provenir de un impulso del Espíritu Santo. Y sin duda una inspiración individual no basta, no tiene en sí misma la garantía absoluta..." Hay que purificarse sin descanso, esforzarse siempre por conseguir esta disposición interior que permita desarrollar el espíritu de iniciativa, que es necesario y nos obliga en conciencia, y hacerlo fructífero hasta las últimas consecuencias aun en el momento de la sumisión. Para que ésta se dé y no vaya acompañada de amargura, causa de envenenamiento interior y esterilidad en la vida, es necesaria una profunda vida interior. "La Iglesia tiene necesidad, en todos los campos, de cristianos de

esta clase. Es, por tanto, deber de todo fiel conseguir las virtudes que le permitirán dedicarse a estas iniciativas audaces sin arriesgar ni comprometer un día la obediencia".

 

Los obstáculos que podamos encontrar tienen como fin, en la mente de Dios, purificar lo que todavía hay de demasiado humano en nuestras empresas.

 

No sin razón cuando el Señor ha llamado al apostolado a sus primeros discípulos ha obrado la pesca milagrosa. Han pasado la noche intentando, en vano, pescar. Contra toda lógica humana, él manda echar las redes. Fiado en la palabra de Cristo, y tan sólo en ella, Pedro las echará. Y el éxito será grande.

 


 

 

10

ME GLORIARE EN MIS DEBILIDADES

 

 

 

Muy gustosamente, pues, me gloriaré

en mis debilidades, para que habite

en mí la fuerza de Cristo (2 Cor 12, 9).

 

En el capítulo anterior, hemos visto que nuestra fe se ejercita mediante la obediencia. Pero ahora veremos que su función abarca, de un modo más general, todas las actividades de la vida apostólica. Debe ejercitarse especialmente en todas las dificultades inherentes al apostolado. Sobre este tema, hay un texto de la segunda carta de san Pablo a la iglesia de Corinto, que es capital. La Iglesia nos lo presenta en la más antigua festividad litúrgica de san Pablo que conocemos: en el domingo de sexagésima, cuya estación se celebra en la basílica de san Pablo. Toda la liturgia de este día está centrada sobre este pasaje de la carta del apóstol, tal vez porque se ha visto en él una confidencia que nos permite penetrar a fondo en su vida interior.[58] 

 

Al final de esta carta, Pablo evoca gracias de orden místico que ha recibido "hace catorce años" (2 Cor 12, 2). Si tenemos presente que la segunda carta a los fieles de Corinto es del año 56-57, tenernos que situar la época a que alude hacia el año 42-43; es decir, poco antes de su ministerio propiamente apostólico, cuando estaba en Tarso, donde vino a buscarlo Bernabé para llevarlo como compañero a Antioquía de Siria.

 

En el capítulo 12, a partir del v. 7, Pablo pone la contrapartida, digámoslo así, de estas gracias: "Para que yo no me engría, fueme dado el aguijón en mi carne..." (Nótese que la Vulgata traduce, con evidente  impropiedad, carnis meae, de mi carne). Aquí carne significa la misma condición humana; la humana existencia, en oposición a la condición divina. Y llama a este aguijón angelus Satanae, mensajero de Satanás. Sabemos que tanto para el resto del Nuevo Testamento como para san Pablo, Satanás es ante todo aquel que se opone al reino de Dios e impide a Cristo establecer el reino de su Padre. Por ello, la vida de Cristo es como una lucha contra Satanás. Probablemente, cuando san Pablo habla de este aguijón, lo concibe primariamente como un obstáculo que se opone a su apostolado.

 

Este obstáculo, cuya naturaleza desconocemos, es tan fuerte, que el apóstol ha pedido a Dios repetidamente que lo elimine: "Por esto rogué al Señor que lo alejase de mí". Pero el Señor responde en términos tales que, a primera vista, parece que rehúsa oír la oración de su discípulo: "Y él me dijo: te basta mi gracia". En realidad, el Señor no rehúsa la petición de su apóstol, sino que la escucha, y por ello le da la razón de por qué no quiere alejar este obstáculo: "Porque en la flaqueza se realiza mi poder". La fuerza de Dios alcanza su punto culminante precisamente en la debilidad del hombre, en la pequeñez del instrumento apostólico.

Para que Dios pueda ejercer plenamente su fuerza, es necesario que el instrumento sea débil. Esta es una de las paradojas del ministerio apostólico, que nos descubre el papel de la fe, necesaria para comprender y aceptar esta verdad. Por esta razón, dice después san Pablo: "Muy gustosamente, pues, me gloriaré en mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo". Es decir, pone toda su confianza en la fe, que consiste, como hemos visto, en apoyarse totalmente en Dios, reconociendo, al mismo tiempo, la propia insuficiencia. Para el hombre es una paradoja apoyarse en la debilidad, pero la lógica de la fe no es siempre la nuestra. Es también digno de señalarse el fin que se propone san Pablo: "Para que habite en mí la fuerza de Cristo". Y utiliza la misma palabra que suele emplearse para significar la encamación: epischenose, y que el Antiguo Testamento usaba para indicar la presencia de Dios sobre el arca de la alianza y en el templo de Jerusalén. Se trata, por consiguiente, de una casi encarnación de la fuerza de Cristo en él.

 

La conclusión evidente es ésta: en la medida en que el hombre se siente débil y limitado por las diversas dificultades que le obstaculizan, en la misma medida cree y posee la certeza de que es fuerte. San Pablo ha pretendido manifestarnos cuál debe ser la actitud fundamental de todo apóstol, pues quien vive profundamente esta verdad, nunca desespera. La acción de Cristo entra en juego precisamente en el momento de nuestro fracaso. De esta forma, nadie caerá en la tentación de atribuirse aquello que no le pertenece y que es obra de Dios.

 

A mi entender, no ha sido una confesión fortuita ésta que nos ha hecho el apóstol en su segunda carta a la iglesia de Corinto. Él ha experimentado vitalmente en su trabajo apostólico, y de una manera especial en Corinto, esta doctrina que nos expone. Para darse cuenta de ello, basta leer el libro de los Hechos (Hech 16,

11-18, 11). En él se narra la llegada de san Pablo a Europa, y concretamente a las ciudades de Filipos, Cesarea, Atenas y Corinto. Pablo no ha caminado de victoria en victoria, como alguien podría imaginar, sino de fracaso en fracaso. Trataré de recapitularlo muy serenamente.

 

Cuando llega a Filipos, cura a una sierva que tenía espíritu pitónico. Con ello priva a sus dueños de las ganancias que percibían por sus adivinaciones. El resultado de todo ello es que va a parar a la cárcel. Es verdad que Dios le libera milagrosamente, pero tiene que huir enseguida. Entonces llega a Tesalónica. Aquí todo empieza bien. Los judíos tienen una sinagoga y Pablo aprovecha para predicar. Muchos, tanto judíos como prosélitos, e incluso gentiles, se convierten. "Pero los judíos, movidos por envidia, reunieron algunos hombres malos de la plebe, promovieron un alboroto en la ciudad y se presentaron ante la casa de Jasón buscando a los apóstoles para llevarlos ante el pueblo. Pero, no hallándolos, arrastraron a Jasón y a algunos de los hermanos y los elevaron ante los prefectos de la ciudad..." (Hech 17, 5-6). Como consecuencia, Pablo tiene que huir de noche para evitar nuevos incidentes. De aquí marcha a Berea. También allí había judíos: "Eran éstos más nobles que los de Tesalónica y recibieron con toda avidez la palabra, consultando  diariamente las Escrituras para ver si era así" (Hech 17, 11). Pero los judíos de Tesalónica, en cuanto lo supieron, fueron allí gritando y alborotando a la plebe. De nuevo tiene que partir. Cuando Pablo llega a Atenas, hace todos los esfuerzos posibles porque sabe que el lugar es importante, y que, si logra convertir a la población de Atenas, el centro intelectual, seguirán después todas las demás ciudades. Pero los resultados son tan escasos que, por primera vez, sin que nadie le obligue a ello, Pablo parte de la ciudad. Ha comprendido que no hay nada que hacer. Sigue la vía sacra que pasa por Erosi, donde evidentemente no se detiene, y llega a la ciudad de Corinto. Esta era una floreciente ciudad comercial, de ambiente cosmopolita, pero de pésima fama. Se aloja con los judíos, esperando encontrar dos esposos ya cristianos, que llegaban de

Italia, huyendo de la persecución del emperador Claudio. Son Aquila y Priscila, su mujer. "Y como era del mismo oficio que ellos, se quedó en su casa y trabajaban juntos, pues eran ambos fabricantes de tiendas de campaña. Los sábados disputaban en la sinagoga, persuadiendo a los judíos y a los griegos" (Hech 18, 3-4). Pero una vez más encuentra una oposición encarnizada: "Como éstos le resistían y blasfemaban, sacudiendo sus vestiduras, les dijo: caiga vuestra sangre sobre vuestras cabezas; yo no tengo la culpa" (Hech 18, 6). Desde ahora, Pablo marchará a los gentiles. El gesto de sacudir sus vestiduras lo había realizado ya, es cierto, en Antioquía, y lo repetirá más tarde en Éfeso, en circunstancias semejantes; pero sólo aquí añade palabras de imprecación: "Caiga vuestra sangre sobre vuestras cabezas". Para Pablo, que escribe a los romanos, que siente una gran tristeza ante la incredulidad de sus hermanos según la carne, y que desearía ser anatema de Cristo por ellos, creo que este grito manifiesta la situación de un ánimo desesperado hasta el punto de pensar en abandonarlo todo.

 

Si los judíos de Corinto no querían oír hablar de Cristo, no podía esperar gran cosa de los gentiles, y menos aún de los de Corinto. Dentro del mundo pagano, era quizás la ciudad más corrompida. Solía decirse que para vivir una vida de corrupción había que vivirla al estilo de Corinto. Pero cuando humanamente todo ha fracasado, interviene la gracia para dar al apóstol nuevo vigor. Los Hechos nos cuentan que, cuando se hallaba en estas circunstancias, Pablo tuvo una visión por la noche, en la que se le apareció Cristo resucitado y le dijo: "No temas, prosigue hablando y no calles; yo estoy contigo y nadie se atreverá a hacerte mal, porque ha de ser mía mucha gente en esta ciudad" (Hech 18, 9-10). Estas palabras del Señor, cuando le dice que hable y no tema, nos hacen pensar que el apóstol estaba ya decidido a no hablar. Él sabía teóricamente que Cristo estaba con él, pero cuando Cristo le dice: Yo estoy contigo, capta todo el profundo sentido de esta afirmación y, contra toda esperanza humana, se decide a hablar, basándose únicamente en su confianza en Dios. Es una actitud semejante a la de Abraham, cuando obedece a Dios sin saber exactamente cómo será posible que se realicen sus promesas; y semejante también a la de Pedro, cuando después de una noche de trabajo infructuoso, Cristo le dice: "Boga mar adentro y echad vuestras redes para la pesca" (Lc 5, 4).

 

De hecho, Corinto será una de las iglesias más florecientes fundadas por él. En su primera carta a los fieles de esta iglesia, el mismo san Pablo nos ha hablado de su estado de ánimo cuando llegó a la ciudad: "Yo, hermanos, llegué a anunciaros el testimonio de Dios no con sublimidad de elocuencia o de sabiduría, que nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado. Y me presenté a vosotros en debilidad, temor y continuo temblor. Mi modo de hablar y mi predicación no fue con palabras persuasivas de humano saber, pero sí con demostración de espíritu y virtud para que vuestra fe no estribe en saber de hombres, sino en el poder de Dios" (1 Cor 2, 1-5). San Pablo ha comprendido perfectamente que "en la flaqueza alcanza su punto culminante la fuerza de Dios" (2 Cor 12, 9). Ha experimentado vitalmente su debilidad y la fuerza de Dios que se sirve de un instrumento frágil para conducir los hombres a la fe.

 

No debemos pensar que se trata de un caso especial. Es la ley misma de todo apostolado. La encontramos también en los libros del Antiguo Testamento, y la historia de Israel es una prueba viva de la misma. Veamos, por ejemplo (Jue 6-7), el libro de los Jueces donde se narra la historia de Gedeón: El pueblo de Dios ha llegado finalmente a la tierra prometida, pero esta tierra está aún por conquistar, y parece que los hebreos han obtenido con la ayuda de Dios las primeras victorias únicamente para ser presa más fácil de sus enemigos. En este preciso momento están a merced de los madianitas. El texto sagrado nos dice: "Quienes los oprimieron de tal manera que se vieron obligados a utilizar cavernas de las montañas, cuevas y alturas fortificadas para guarecerse de Madián" (Jue 6, 2). Israel invoca el auxilio de Yavé que envía su ángel a Gedeón. El diálogo entre el mensajero divino y Gedeón no carece de dramatismo: "Respondió Gedeón: suplícote, Señor mío, me digas: si el Señor está con nosotros, ¿cómo es que nos han sobrevenido todos estos males? ¿Dónde están aquellas maravillas suyas que nos han contado nuestros padres, refiriéndonos cómo el Señor los sacó de Egipto? Lo cierto es que ahora el Señor nos ha desamparado y entregado en manos de Madián. Entonces el Señor dirigió la vista hacia él y le dijo: Anda, ve con ese tu valor y libertarás a Israel del poder de Madián; sábete que soy yo el que te envío. Respondió Gedeón y dijo: ¡Ah, Señor mío, ruégote que me digas cómo podré yo libertar a Israel! Tú ves que mi familia es la ínfima en la tribu de Manasés y yo el menor en la casa de mi padre. El Señor le respondió: Yo estaré contigo y derrotarás a Madián como si fuese un solo hombre" (Jue 6, 13-16). Gedeón obedece; recorre las tribus de Israel y logra reunir 32.000 hombres. Debió pensar que realmente el Señor estaba con él. Pero entonces Dios le dice: "Mucha gente tienes contigo: no será Madián entregado en manos de ella, porque no se gloríe contra mí Israel y diga: mi valor me ha libertado" (Jue 7, 2). Ordena entonces Gedeón retirarse a todo aquel que tenga miedo: se marchan 22.000. Pero aún quedan demasiados. Dios le ordena de nuevo reducir el número hasta que sólo quedan 300 hombres. "Entonces el Señor dijo a Gedeón: Con estos trescientos hombres, que han tomado el agua para llevarla a su lengua, os libertaré y haré caer a Madián en vuestro poder" (Jue 7, 7). De esta forma, mediante la fe de Gedeón en la fuerza de Dios, serán libertados. Sólo en la debilidad Dios puede manifestar su fuerza y evitar que el hombre se atribuya lo que no le pertenece.

 

Una historia semejante tenemos en el caso de David, que se enfrenta a Goliat armado de un cayado y una honda. Cuando el filisteo se burla de David, éste le responde: "Tú vienes contra mí con espada, lanza y escudo; pero yo salgo contra ti en el nombre del Señor de los ejércitos, del Dios de las legiones de Israel" (1

Sam 17, 45).

 

Recordemos también la historia de Moisés. Un niño abandonado sobre las aguas del río, condenado prácticamente a muerte. Y de él se sirve Dios para libertar a su pueblo. Antes recordábamos el pasaje de la pesca milagrosa y cómo Pedro, para efectuar aquella captura abundante de peces, tiene que confesar su impotencia, diciendo que, durante toda la noche, estuvo trabajando y no logró pescar nada.

 

Por eso san Pablo puede decir que Dios "eligió la necedad del mundo para confundir a los sabios" (1 Cor 1, 27).

 

Sabemos que esta actitud es también la de los santos. Por ejemplo, en el caso del cura de Ars, quien ni siquiera pudo pasar los exámenes de licencias para confesar. Si fue recibido finalmente al sacerdocio, se debe a la benignidad de los profesores. Y, sin embargo, ha sido el confesor más grande del siglo pasado.

 

San Pablo era probablemente un hombre muy capaz, pero precisamente por ello Dios le hace sentir su debilidad, ya que en toda su labor apostólica se verá rodeado de obstáculos. El mismo los recuerda (2 Cor 11). Peligros de parte de los paganos, peligros de parte de los judíos; peligros de parte de los falsos hermanos, quienes precisamente debían haberle ayudado en su trabajo apostólico y que, por el contrario, le acusan de infidelidad a la revelación del Antiguo Testamento. El Señor ha permitido que encontrara todos estos obstáculos desde el principio hasta el final de su ministerio, como vemos al leer los Hechos de los apóstoles. Apenas ha comenzado su ministerio en Antioquía de Pisidia y tiene que venir a Jerusalén a justificarse contra quienes lo acusan. Y en sus cartas (Gál 2) cuenta que no le ha sido fácil superar las dificultades; lo que se recuerda también en el libro de los Hechos (Hech 15). Entre otras acusaciones que le dirigen, están las de que busca agradar a los hombres, que desvirtúa el evangelio, que es un apóstol de segundo grado; que es versátil, arrogante, soberbio. Sus adversarios han desorientado de tal manera a la Iglesia de Corinto, que no se atreve a volver, y por ello envía a Tito para ver cómo están las cosas. Su preocupación se manifiesta en el hecho de que él mismo sale al encuentro de Tito, volviendo por Macedonia.

 

Lo mismo vemos en el pasaje de la colecta que con tanto esmero había hecho entre los gentiles. Tiene miedo de que en Jerusalén no la acepten (Rom 15, 31), y por ello pide a los fieles de Roma que oren no sólo para que pueda escapar a las insidias de los judíos y de los paganos, sino también para que el servicio que le lleva a Jerusalén sea grato a los santos. Este miedo de Pablo no carece de fundamento, como nos lo demuestra el recibimiento que le hicieron en Jerusalén. Los Hechos nos dicen: "Ellos, oyéndole, glorificaban a Dios, y le dijeron: ya ves, hermano, cuántos millares de creyentes hay entre los judíos y que todos son celosos de la ley. Pero han oído de ti que enseñas a los judíos de la dispersión que hay que renunciar a Moisés, y les dices que no circunciden a sus hijos ni sigan las costumbres mosaicas" (Hech 21, 20-21).

 

La misma oposición se refleja en su carta a los filipenses, escrita, según la opinión de varios autores, durante la primera cautividad en Roma: "Quiero que sepáis, hermanos, que mi situación ha contribuido al progreso del evangelio, de manera que en el pretorio y fuera de él es notorio cómo llevo mis cadenas por Cristo, y la mayor parte de los hermanos en Cristo, alentados por mis cadenas, sienten más ánimos para hablar sin temor la palabra de Dios. Hay quienes predican a Cristo por espíritu de envidia y competencia; otros lo hacen con buena intención; unos por caridad, sabiendo que estoy puesto para la defensa del evangelio; otros, por competencia predican a Cristo, no con sana intención, pensando añadir tribulación a mis cadenas" (Fil 1, 12-17).

 

Quizás la carta no esté escrita en Roma, sino en Éfeso, como algunos piensan. En todo caso, tenemos otro pasaje en la segunda carta a Timoteo, escrita durante su segunda cautividad en Roma. Tal vez la escribió pocas semanas antes de morir. En ella felicita a Onesíforo (2 Tim 1, 16), porque no se ha avergonzado de sus cadenas, sino que lo ha buscado solícito hasta dar con él, cuando la comunidad de Roma no sabía dónde estaba ni se había preocupado de enterarse. Sobre todo, en el capítulo 4 nos revela su situación: "Date prisa a venir a mí, porque Damas me ha abandonado por amor de este siglo y se marchó a Tesalónica. Crescente a Galacia, y Tito a Dalmacia. Sólo Lucas está conmigo... Alejandro, el herrero, me ha hecho mucho mal... Tú guárdate de él, porque ha mostrado gran resistencia a nuestras palabras. En mi primera defensa, nadie me asistió, antes me desampararon todos" (2 Tim 4, 9-15). No sabemos si los demás podían ayudarle, pero san Pablo lo supone evidentemente cuando habla así. Y añade: "No les sea tomado en cuenta. El Señor me asistió y me dio fuerzas para que por mí fuese cumplida la predicación y todas las naciones la oigan. Cuando estaba desolado y se sentía abandonado de todos, Dios le ofrece la ocasión de testificar, de predicar el evangelio ante un tribunal al que tal vez asistió el mismo emperador, ya que Pablo era ciudadano romano.

 

Al menos, de esta manera, pudo anunciar a estos gentiles el nombre de Jesucristo. Y concluye con estas palabras: "Así fui librado de la boca del león. El Señor me librará de todo mal y me guardará para su reino celestial. A él sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén" (2 Tim 4, 17-18).

 

Probablemente nunca en su vida se sintió tan solo como en esta ocasión, nunca experimentó más vivamente su debilidad y su impotencia. Precisamente tiene estos sentimientos cuando ya su muerte está cercana. Y el Señor le permite aún dar un último testimonio ante el tribunal que le está juzgando. Mejor dicho, un penúltimo testimonio, porque el último lo dará con su muerte; será el testimonio supremo del martirio, cuando la espada del verdugo le una ya definitivamente a su Dios.

 

Será entonces cuando experimentará más plenamente que la fuerza de Dios resplandece en la debilidad del hombre.

 

Para terminar, me permito citar un trozo entresacado de un libro de meditaciones, si es que podemos llamarle así, escrito por un militante cristiano, profesor de universidad. Dice así: "El apostolado no es una empresa humana, donde bastan la entrega, el tacto, la inteligencia. Concededme, Dios mío, comprender que consiste principalmente en un vigoroso abandono a vuestra voluntad, que os permite obrar a vos mismo a través de mí". Y hace hablar al Señor en los siguientes términos: "Cuando tú te sientas fracasado y arrastrado por tu impotencia, entonces yo podré empezar a obrar a través de ti en las almas. Tu alma se abrirá a la verdadera vida. Al mismo tiempo, tú comprenderás que no eres nada y que lo puedes todo. Algo te dirá en lo más profundo que yo puedo obrar por medio de ti. Ten confianza en mi palabra. Tus ojos de carne te muestran los obstáculos, la inmensidad de las necesidades, tu propia impotencia; pero ante las necesidades del mundo, entiéndeme bien, si tú sabes escucharme en el fondo de tu alma, sabrás que yo estoy sobre ti, que tengo necesidad de ti, que depende de ti el que mi voluntad se cumpla, que los verdaderos obstáculos vienen de ti, y que si tú realizas el gesto total de abandono, a pesar de todo lo que te pueda detener, por medio de ti gozarán aquellos que tienen hambre. Consiente no sólo en hacer lo que tú puedes, sino también lo que yo puedo por medio de ti. Entonces conocerás un grado de renuncia del que aún no tienes idea.[59]

 

 


 

 

11

NO ESTAIS BAJO LA LEY

 

 

Porque el pecado no tendrá ya dominio

sobre vosotros, pues no estáis bajo

 la ley sino bajo la gracia (Rom 6, 14).

 

La vida apostólica de san Pablo no fue precisamente un camino fácil, cuajado de éxitos. En su vida encontró resistencia y dificultades tanto más dolorosas cuanto que venían precisamente de quienes debían ayudarle, de los judíos convertidos al cristianismo. Casi todas estas dificultades tenían como origen la actitud de Pablo ante la ley. Él sabía que su postura no podía menos de suscitar oposición y escándalo, pero se mantuvo firme, porque sabía que se trataba de algo fundamental para la religión cristiana, para la revelación que debía anunciar. Si queremos darnos una idea exacta de estas dificultades, basta con leer detenidamente los primeros capítulos de la carta a los romanos, mejor toda la carta, especialmente 15, 30, y varios pasajes del libro de los Hechos, por ejemplo 21, 20.

 

Realmente hay algunas afirmaciones de san Pablo, sobre todo en su carta a los romanos, como iremos viendo, que sonaban de forma escandalosa para un judío. Para comprender mejor la dureza de estas afirmaciones paulinas, tengamos presente el alto concepto que los judíos  tenían de la ley. La ley era para ellos la mediadora de la salud y el instrumento de la justificación. En su mente la identificaban con la sabiduría divina y le aplicaban todo aquello que la sagrada Escritura dice de esta sabiduría. Los rabinos referían a la ley todos aquellos textos que nuestra liturgia aplica a la Virgen. Podemos verlo en este pasaje del Eclesiástico:

 

Desde el principio y antes de los siglos me creó

y hasta el fin no dejaré de ser...

 

Venid a mí cuantos os halléis presos de mi amor

y saciaos de mis frutos...

 

Los que me comen, quedan con hambre de mí,

y los que me beben quedan de mí sedientos.

 

El que me escucha, jamás será confundido

y los que se guían por mí no pecarán...

 

El libro de la alianza de Dios altísimo

es todo esto, la ley que nos dio Moisés en heredad

a la casa de Jacob

(Eclo 24, 14.26.29-32).

 

San Pablo afirma claramente que el cristiano ha sido liberado de esta ley: "Pero si os guiáis por el Espíritu, no estáis bajo la ley" (Gál 5, 18). Y en otro lugar: "Pues que no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia" (Rom 6, 14). De la misma manera que la esposa está ligada al marido mientras éste vive, pero el día en que el marido muere se encuentra libre de la ley que la ligaba a él, así el cristiano, después de la muerte y la resurrección de Cristo, queda libre de la ley (Rom 7, 15).

 

Para los judíos, la ley era la palabra de Dios, el pan que viene del cielo, el agua viva... Expresiones éstas que el Nuevo Testamento, y particularmente san Juan, aplicarán después al mismo Cristo.

 

Con todo, las afirmaciones más escandalosas no son precisamente éstas, sino aquellas en que san Pablo explica cuál era el cometido de la ley. Su función, dice el apóstol, era semejante a la del carcelero o a la del pedagogo. Más aún, esta ley que los judíos concebían como fuente de vida es, según el apóstol de las gentes, una ley de muerte. Se pregunta: "¿Por qué, pues, la ley? Fue dada por causa de las transgresiones" (Gál 3, 19). No para reprimir las transgresiones, sino para multiplicarlas. En su carta a los romanos, vuelve a repetir aún más claramente la misma idea: "Se introdujo la ley y con ella abundó el pecado" (Rom 5, 20). El fin de la ley no era precisamente impedir el pecado, sino multiplicarlo, hacer que el hombre pecara más. Y poco después hace una afirmación aún más escandalosa: "Porque el pecado no tendrá ya dominio sobre vosotros, pues que no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia" (Rom 6, 14). La consecuencia es evidente: si el hombre estuviera bajo la ley, el pecado tendría aún dominio sobre él.

 

Todas estas afirmaciones son, a primera vista, escandalosas aun para muchos cristianos. Por este motivo, al leer los textos citados, recurren a una explicación sencilla y que puede suavizar el sentido de las mismas. Para resolver esta antinomia, recurren a un sentido limitado de la palabra ley: Pablo se refiere a ley ceremonial: a la ley del sábado, de la circuncisión, de los sacrificios... En la tradición observamos que no han faltado quienes han querido dar esta interpretación. Pero evidentemente es falsa. Es verdad que en su carta a los gálatas nombra expresamente la circuncisión. Pero el conjunto de la doctrina de san Pablo, especialmente en su, carta a los romanos, se refiere a toda la ley. Hoy admiten esto todos los autores. Y el único ejemplo que Pablo da de esta ley en su carta a los romanos es un precepto del decálogo: "No codiciarás" (Rom 7, 7).

 

Incluso quienes dicen que Pablo se refiere directamente a la ley mosaica, admiten que no se limita a la parte ritual de la misma, sino que abarca su aspecto moral, en lo que tiene de permanente. Tal es, por ejemplo, la postura del P. Huby.[60]

 

Hemos visto ya que santo Tomás[61] dice que no hay que atribuir a los preceptos una función que no tienen; que el fin de los preceptos no es justificar al hombre, sino revelar el pecado; por consiguiente, que no hay ninguna esperanza de justificación fuera de la fe. Pero surge un grave problema que el mismo apóstol se plantea: "Luego nosotros, ¿destruimos la ley por la fe? No hay tal, antes bien confirmamos la ley" (Rom 3, 31). El precepto divino era ciertamente bueno. Pero entonces "¿qué?, ¿lo que es bueno me ha causado á mí la muerte? De ningún modo. Sino que el pecado, habiéndome causado la muerte por medio de una cosa buena, ha manifestado lo que él es; de manera que por el mismo mandamiento se ha hecho el pecado sobre manera maligno" (Rom 7, 13). La equivocación está en que los judíos creían que la ley confería la vida, justificaba al hombre. Pero la ley como tal no puede transformar en espiritual un ser de carne. Si uno la toma como algo que justifica, se equivoca. Ahora bien, la culpa no es de la ley, sino del hombre que no sabe utilizarla. El único fin de la ley es permitir al pecado exteriorizarse y desenmascararse.

 

Pero si el cristiano ha sido liberado de la ley, ¿será un hombre sin ley, por encima de todo bien y todo mal? San Pablo ha previsto la objeción y sale a su encuentro: "Mas ¿qué?, ¿pecaremos, ya que no estamos sujetos a la ley, sino a la gracia? No lo permita Dios" (Rom 6, 15). Sería desvirtuar totalmente su doctrina. La dificultad sin embargo es fuerte. En el c. 8 de su carta a los romanos nos dará todos los elementos necesarios para resolverla. Solución coherente, como lo vio la tradición. Pero en la vida ordinaria olvidamos fácilmente esta doctrina y estos principios que nos suenan siempre a algo nuevo. Dice: "Nada hay, por consiguiente, digno de condenación en aquellos que están en Cristo Jesús, porque la ley del espíritu de vida, que está en Cristo Jesús, me ha libertado de la ley del pecado y de la muerte" (Rom 8, 1-2). El cristiano ha sido liberado de aquella ley que, según el testimonio explícito de la sagrada Escritura, fue instrumento de pecado y de muerte, mediante otra realidad que san Pablo llama ley del espíritu. Pero aquí surge una pregunta de gran interés: ¿Cristo se ha contentado con sustituir el código de la ley mosaica por un código nuevo, más perfecto? Esta opinión contradice abiertamente todo cuanto ha afirmado antes. Ha dicho claramente que el cristiano no está bajo la ley, sino bajo la gracia.

 

Cuando habla, pues, de la ley del Espíritu, san Pablo quiere enseñarnos una verdad muy profunda. Santo Tomás, siguiendo la línea de la tradición, dice: "La ley del Espíritu es lo que se llama la ley nueva". Esta observación es muy importante para interpretar rectamente todo lo que dice en sus obras sobre la ley nueva el Doctor Angélico. Y continúa así: "Esta ley se identifica, bien con la persona misma del Espíritu Santo, bien con la actividad que este Espíritu ejerce en nosotros". Y para que nadie se llame a error sobre el sentido de sus palabras, añade: "El apóstol dijo de ella -de la ley antigua- que es espiritual". Y comenta: es espiritual en el sentido de que nos fue dada por el Espíritu, mientras que la ley nueva no nos es dada, sino que el Espíritu la hace en nosotros.[62]

 

Como puede observarse, la ley del Espíritu difiere esencialmente de la ley antigua. No consiste en un código que nos haya dado el Espíritu Santo ni en una norma externa, sino que es una ley que el Espíritu Santo produce en nosotros; es un dinamismo interno, un principio de acción.

 

La razón de por qué el apóstol la llama ley en lugar de llamarla gracia, como la denomina en otro lugar, no es difícil descubrirla si se admite que alude a la profecía de Jeremías -santo Tomás lo recuerda- que anunciaba una nueva alianza: "Esta será la alianza que yo haré con la casa de Israel en aquellos días, palabra de Yavé: yo pondré mi ley en ellos y la escribiré en su corazón, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (Jer 31, 33). Se trata evidentemente de una ley interna, que pasa a ser algo sustancialmente nuestro. Una especie de ley de la naturaleza. Algo parecido a la ley de que la madre ame a su hijo y le defienda la vida, no porque hay un precepto que dice "no matarás", sino por una fuerza interna de la naturaleza misma. No se trata de una norma de acción, sino de un principio de acción, de un dinamismo interno. Santo Tomás lo reconoce así y, cuando evoca la nueva alianza, el Nuevo Testamento, dice: "Es propio de Dios actuar obrando en el interior del alma; y es así como nos ha dado el Nuevo Testamento, que consiste en la infusión del Espíritu Santo.[63]

 

Sin embargo, Jeremías dice que Dios esculpirá su ley en el corazón del hombre, pero no la llama ley del Espíritu como san Pablo. Esta palabra aparece en un oráculo paralelo al de Jeremías, que es más tardío; probablemente unos 20 años posterior. Es un oráculo de Ezequiel, que toma literalmente las palabras de

Jeremías y les da una interpretación que es capital para nosotros. Dice así: "Os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo; os arrancaré ese corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi espíritu y os haré ir por mis mandamientos y observar mis preceptos y ponerlos por obra" (Ez 36, 26-27). Vemos que este texto se ha cumplido en el Nuevo Testamento. Pero lo que nos interesa ahora subrayar es el paralelismo con Jeremías. Donde Jeremías dice: "Pondré mi ley en medio de ellos", Ezequiel dice: "Pondré mi Espíritu en medio de ellos". Por consiguiente, esta ley esculpida en el corazón del hombre es el Espíritu mismo de Yavé; según san Pablo, el Espíritu Santo que nos ha sido dado.

 

Ahora nos es fácil entender la doctrina de san Pablo y la interpretación de santo Tomás. Este admite ciertamente que la ley antigua es espiritual, como dice san Pablo, pero lo explica así: "Es espiritual porque nos fue dada por el Espíritu, mientras que la ley nueva no nos es dada, sino que la hace en nosotros".[64]

 

La dificultad queda, pues, resuelta. Al recibir este Espíritu que actúa en él, esta actividad del Espíritu, el cristiano no cae en el amoralismo, sino que, por el contrario, únicamente mediante este Espíritu puede cumplir la voluntad divina, y conseguir aquello que se proponía la ley mosaica: su justicia y su santificación. Por esta razón puede afirmar Pablo (Rom 8, 4): "Para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros -lo que la ley pretendía, pero no podía conseguir-, los que no andamos según la carne, sino según el Espíritu". Adviértase la idea de plenitud que encierra el verbo cumplir y su forma pasiva, que quiere indicar que este cumplimiento, siendo un acto libre del hombre, es principalmente una acción de Dios. Así es posible comprender que el cristiano esté al mismo tiempo liberado de toda ley externa, y que, sin embargo, lleve una vida perfectamente moral.

 

Esta es la ley nueva de que nos habla san Pablo. Por ello puede afirmar: "Porque el pecado no tendrá ya dominio sobre vosotros, pues no estáis bajo la ley sino bajo la gracia" (Rom 6; 14). Sabemos que la gracia es precisamente una actividad del Espíritu Santo en nosotros, una actividad de Dios. Por Moisés nos fue dada la ley y por Cristo la gracia y la verdad. Y esta gracia es un principio de acción.

 

Santo Tomás[65] no duda en afirmar: "Hay dos formas de dar algo. Una por medio de las cosas externas, por ejemplo proponiendo palabras... y esto puede hacerlo también el hombre, y de hecho, así se nos dio el Antiguo Testamento. Pero hay otra forma, qué consiste en obrar internamente. Esta es propia de Dios. De esta forma se nos ha dado el Nuevo Testamento, que consiste en la infusión del Espíritu Santo, que nos instruye internamente". Esta es la nueva ley que Dios nos ha dado y de la que dijo Jeremías que Dios la esculpiría en nuestros corazones. Es la infusión del Espíritu Santo. Por este motivo, cuando la Iglesia ha querido celebrar la promulgación de la nueva ley, no ha elegido, como tal vez hubiéramos hecho nosotros, el día en que Jesucristo promulgó su ley en el monte, con aquellas palabras: "Habéis oído que fue dicho... pero yo os digo..." (Mt 5, 43). Lo que Cristo ha promulgado aquí es una ley externa, cuyo aniversario no celebramos. La Iglesia celebra la promulgación de la nueva ley el día de Pentecostés, día en que, a primera vista, no advertimos que se haya promulgado ninguna nueva ley. Es verdad que en este día no se ha promulgado ningún precepto especial, pero es el día en que se nos ha dado el Espíritu Santo, a quien llama la Iglesia dedo de la mano del Padre. De la misma manera que en el Antiguo Testamento Dios escribió la ley en tablas de piedra, ahora es el Espíritu Santo quien la escribe en nuestros corazones. Pero una ley esencialmente distinta.

 

Cuando santo Tomás habla en sus obras de la ley nueva, le da precisamente este sentido.[66] Se pregunta si la ley nueva justifica al hombre, y empieza por distinguir en ella dos aspectos: uno principal, esencial, que es la gracia misma del Espíritu Santo que se nos ha dado; y otro secundario, que son los documentos de la fe y los preceptos que regulan los actos humanos. La ley nueva, dice, justifica en cuanto al primero. En cuanto al segundo, no justifica. Y no hay por qué maravillarse, pues una norma de acción es algo exterior que no puede hacer cambiar -convertirse- al hombre. Esta es letra que mata, aquélla es espíritu que da vida.

 

La ley del evangelio, en cuanto es una norma de acción, no justifica al hombre, como tampoco le justificaba la ley antigua. Pero en cuanto es una realidad viva, en cuanto es el don del Espíritu Santo, vivifica al hombre y le permite realizar el fin de la ley, que es su propia justificación: "Para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros", dice san Pablo (Rom 8, 4). Por esta ley de fe que actúa por la caridad y que consiste en actuar en el Espíritu de Dios, el hombre queda justificado.

 

Repetimos una vez más que el cristiano no es un hombre sin ley. Tiene una ley interna que es la vida misma de Dios en él, y, mediante esta fuerza interna, puede cumplir todo aquello que Dios espera de él.

 

Esta es la doctrina de san Pablo y de esta forma lo interpretó la tradición cristiana, incluidos dos de sus exponentes más significativos: san Agustín y santo Tomás.

 

En el capítulo siguiente veremos algunas de las consecuencias de esta doctrina, que es fundamental, y que no es una concesión a la facilidad, sino que sus exigencias son mayores, en cuanto nos pide una observancia no meramente externa, sino radicalmente interna y basada en el amor.[67]

 

 


 

 

12

ESTAIS BAJO LA GRACIA

 

 

Vosotros no estáis bajo la ley, sino

bajo la gracia (Rom 6, 14).

 

En opinión de san Pablo, el Espíritu Santo nos fue dado verdaderamente "como una ley", según la expresión del cardenal Seripando. Ahora bien, del hecho de que la ley nueva es principalmente la presencia del Espíritu en nosotros, se deducen algunas consecuencias de máxima importancia.

 

San Agustín decía: "¿Qué son las leyes inscritas por Dios mismo en nuestros corazones sino la presencia misma del Espíritu Santo, que es el dedo de Dios, presente el cual, se difunde la caridad en nuestros corazones, que es la plenitud de la ley y el fin del precepto?" Estamos en plena conformidad con santo Tomás que se expresa de esta manera: "El testamento nuevo consiste en la infusión del Espíritu Santo".[68]

 

Una de las primeras consecuencias que se deducen de esta doctrina fundamental es la libertad del cristiano. Hablar de la libertad del cristiano es hablar de este hecho exactamente. Santo Tomás comenta de una manera espléndida aquella frase de Pablo: "Donde está el Espíritu del Señor, está la libertad" (2 Cor 3, 17). "¿Qué quiere decir ser libre?", se pregunta.[69] Lo define por oposición a ser esclavo. Ser libre es ser causa sui. El esclavo es causa domini. Según el contexto podemos interpretar el causa domini como "cosa" del dueño. El siervo pertenece a su amo, hace aquello que su señor le ordena y como él le manda. Su "principio de acción" está en el otro. El centurión dice a Cristo que él tiene siervos y hacen según les ordena. Y seguidamente aplica santo Tomás esta conclusión al caso moral: "Quien evita el mal, no porque es tal (non quia mala), sino por el mandamiento del Señor (propter mandatum Domini), no es libre".[70]

 

Cuando un niño se abstiene de comer un dulce porque su madre se lo prohibió, no es libre. "Pero quien evita el mal porque es tal (quia mala ) es libre". El mal no es mal por el hecho de estar prohibido, sino por su misma naturaleza. Así, cuando el Señor nos prohíbe algo, esto no es malo porque está prohibido, sino que está prohibido porque es malo para nosotros. La libertad, para santo Tomás, está en evitar el mal porque es mal. El Espíritu, por tanto, es nuestra ley y nosotros somos libres; porque seguimos obrando por nosotros mismos, no movidos por otro. El Espíritu nos da el '"principio de acción". "Esto hace el Espíritu Santo, que perfecciona interiormente la inteligencia por el hábito bueno y así por amor se obra corno si lo mandara la ley divina; y así se dice libre, no porque no se someta a la ley divina, sino porque el buen hábito le inclina a obrar lo que la ley divina ordena". El cristiano sigue sometido a la ley divina, pero no obra ya en virtud de esta ley, sino en virtud de este principio que tiene en sí mismo.

 

Para aclarar este punto, recurramos a un ejemplo: la madre que ama a su hijo está sometida al precepto del decálogo que dice "no matarás". Pero ella no cumple este mandamiento porque le obliga, sino porque ama a su hijo. Si la única razón de abstenerse de matar a su hijo es el precepto, no es una buena madre. Si rezamos el breviario tan sólo porque existe una ley que obliga, no somos libres. La madre, en el ejemplo anterior, actúa de una forma que es con mucho preferible. Dice san Agustín: "Porque si se cumple el mandamiento por temor de la pena, se hace servilmente". Y añade: ...non liberaliter et ideo nec fit.[71] Es decir, que hacer las cosas únicamente porque existe un precepto que manda obrar así, equivale a estar cerca de no hacerlas. Y santo Tomás explica que es bueno el fruto que surge de la raíz de la caridad, pues la fe obra por amor y así nace el gusto hacia la ley de Dios según el hombre interior. Delectación que es fruto del espíritu y no de la letra. De tal manera que, a pesar de la ley que se opone en nuestro interior, empieza a liberarnos del hombre viejo la gracia de Dios por Jesucristo.

 

Así podemos llegar a comprender cómo el hombre puede a la vez estar sin ley, sin ser obligado por una ley exterior y, al mismo tiempo, no ser amoral, sino vivir una vida moral perfecta "según el espíritu y no según la carne". Así lo explica claramente san Pablo en la carta a los gálatas (Gál 5, 16-26): "Digo, pues: proceded según el espíritu y no satisfaréis los apetitos de la carne. Porque la carne tiene deseos contrarios a los del espíritu, y el espíritu los tiene contrarios a los de la carne, como que son cosas entre sí opuestas; por cuyo motivo no hacéis vosotros todo aquello que queréis. Que si vosotros sois conducidos por el espíritu, no estáis sujetos a la ley. Bien manifiestas son las obras de la carne, las cuales son fornicación, impureza, lascivia, idolatría, magia, enemistades, discordia, celos, enojos, riñas, disensiones, envidias, homicidios,  embriagueces, glotonerías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo, como ya tengo dicho, que los que tales cosas hacen, no serán herederos del reino de Dios".

 

"Los frutos del Espíritu son: caridad, gozo, paz, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza. Contra éstos no hay ley". El hombre sigue a uno de estos dos principios oponiéndose al otro. Los que son "espirituales" no cometen estos errores porque se mueven bajo el impulso del espíritu. Sin necesidad de una ley, con la plena libertad de los hijos, el cristiano cumple toda la ley. Por eso san Pablo dirá a Timoteo (1 Tim 1, 9-10) que para el justo no existe la ley. Y por ello, san Juan de la Cruz, en el frontispicio de la Subida al monte Carmelo, ha escrito que, a partir de un cierto momento, ya no hay camino señalado para el justo porque para el justo no hay ley. El ya sabe lo que tiene que hacer. Lo sabe porque el Espíritu Santo está en él. Como la madre que sabe qué es lo mejor para su hijo y, lejos de matarlo, lo cuidará, velará por él, se fatigará por su bien. Hará mucho más de lo que la ley preceptúa, porque lo ama. "La caridad es la plenitud de la ley" (Rom 13, lo). Quien ama, sabe lo que tiene que hacer y, si ama de verdad, lo cumplirá. Será verdaderamente libre.

 

Espontáneamente surge una objeción a lo que llevamos dicho: ¿Por qué en el cristianismo existen leyes? ¿Por qué hay un Código de derecho canónico en la Iglesia? ¿Por qué el reglamento de los seminarios?

El mismo san Pablo habla de leyes que hay que cumplir. "Quienes tales cosas hacen, no tendrán parte en el reino de Dios" (Gál 5, 21).

 

Hemos de decir que estas leyes constituyen una parte secundaria de la nueva ley. Ya santo Tomás decía que hay una parte principal y otra secundaria; son estos preceptos que no justifican, pero que pertenecen a la ley.

Estas leyes externas son indispensables para aquellos que no están animados por el Espíritu: todos aquellos que no están en estado de gracia, los pecadores. Al carecer de esa luz, de esa inclinación interna, deben sustituirla por algo externo. Cumplirán o no la ley externa, pero, al menos, violándola, podrán darse cuenta de que les falta ese impulso interno. Estas leyes tendrán para el pecador la misma finalidad que la ley antigua tuvo, según san Pablo, para los judíos.

 

Las leyes externas son además de gran importancia para los justos. Porque un hombre, aun en estado de gracia, no posee en esta vida el Espíritu sino de una manera imperfecta. No posee la plenitud del Espíritu; no está totalmente libre del pecado y la carne; está siempre en peligro de caer en sus dominios. En esta condición inestable, la ley externa, escrita, norma objetiva de la conducta moral, no puede justificar, pero puede ayudar a la conciencia, fácilmente oscurecida, a discernir sin equivoco posible las obras de la carne del fruto del Espíritu; a no confundir la inclinación de la propia naturaleza afectada por el pecado con la moción interior del Espíritu. Lo decíamos al hablar de la obediencia. El control de la autoridad tiene precisamente como fin el evitar que se tome una inspiración personal errónea por una inspiración del Espíritu. La madre que ve sufrir a su hijo por una enfermedad incurable puede pensar que quitarle la vida es hacerle un bien. La ley externa impide, prohibiendo, confundir lo que es un bien con lo que tal vez puede ser egoísmo.

 

Por eso san Pablo recuerda que, junto a la gracia que es esencial y parte principal de la ley nueva, hay también una parte secundaria pero utilísima, indispensable para el pecador y de gran importancia para el justo imperfecto, como somos todos. Así lo hace notar, por ejemplo, Kierkegaard, contra Kant y Scheler, quienes defendían que el amor es libre y no debe, por tanto, estar circunscrito a ninguna ley. Y por eso, la institución matrimonial va en contra del amor. Si se obliga a amar, ya no se ama.

 

Esto es una ilusión. El amor conyugal, por ejemplo, es definitivo: "Te amo para siempre", puede decir un joven a una joven, pero esta frase puede ser falsa, porque el muchacho conoce tan sólo su amor en este momento. No sabe lo que puede pasar después. El hombre es contingente y, precisamente para poder decir "te amo para siempre", él se obliga, acepta una institución social para salvaguardar su amor. El amor humano experimenta la necesidad de atarse y así librarse de su contingencia, al menos en parte. Para un católico, el matrimonio no es sólo una institución humana, es un sacramento. Un joven y una joven se pueden comprometer mutuamente mediante un "sí", porque no sólo se apoyan en su amor, sino en la gracia de Dios.

 

En la ordenación de subdiácono se acepta el precepto de la castidad. El que la acepta, ha visto que para responder a esta llamada de Dios debe renunciar a tener mujer e hijos, para consagrarse completamente a Dios. Hoy se encuentra en esta situación de entrega total. Pero, ¿qué pasará mañana? El aceptar esta obligación es precisamente para salvaguardar este amor, no para obstaculizarlo. Y es el mismo significado de los votos en las órdenes religiosas. A este amor, de suyo contingente, por ser humano, se le da un carácter de algo eterno.

 

Repitamos la consecuencia que se sigue de todo lo dicho: la ley externa tiene como fin proteger la ley interna, permitir que se desarrolle. Lo explica santo Tomás con gran claridad en el tratado De Nova Lege[72] donde empieza preguntándose si la ley nueva debe preceptuar o prohibir algunos actos exteriores. Es exactamente nuestro problema. Y comienza recordando el principio de que lo principal de la nueva ley es la gracia del Espíritu Santo que se manifiesta en la fe que obra por amor. Gracia que nos vino por Cristo hecho hombre, lleno él de gracia y fuente de la misma para nosotros. Y los actos, continúa diciendo, que la ley impondrá no serán otros que aquellos por los cuales esta gracia se nos comunica; es decir, aquellos que tengan alguna relación con ella, por ejemplo los sacramentos o los actos externos producidos por el instinto de la gracia.

 

Lo esencial es lo interior, y las determinaciones externas tienen como fin ayudar a que se ejercite la ley interna. Los papas, por ejemplo, denuncian la injusticia social porque ésta es incompatible con el amor cristiano que debería ser la actitud fundamental de las relaciones entre los hombres.

 

La consecuencia es que una observancia puramente externa no tiene ningún valor. A lo sumo, meramente social. Quien recita el breviario sin rezar, tiene la ilusión de haber cumplido la ley, pero ¿puede decirse que en realidad la observó? Un misionero del África meridional contaba el siguiente caso: una señora se confesaba de haber faltado a misa un día. El misionero recordó haberla visto precisamente ese día en el templo, y así se lo dijo. "Sí –contestó ella-, pero ese día la misa se celebraba en un idioma que no entiendo". Para ella, el oír la misa no era solamente estar presente sino participar en el sacrificio. Empeñarse  completamente en el acto supremo de amor de Cristo sin amar, no es observar la ley.

 

Quien tiene espíritu de oración, de piedad, reza. El que tiene espíritu de penitencia, cumple con todas las obligaciones al respecto. La Iglesia puede dispensar de tal o cual acto concreto, pero no del espíritu, de la actitud interior.

 

Cuando decimos que la ley externa debe estar sometida a la ley interna, no queremos decir que cada uno puede determinar la conveniencia de aquélla.

 

Vivimos en sociedad y al legislador incumbe la responsabilidad de cambiarla cuando ésta no sirve para su fin. El súbdito puede y debe advertir al superior e informarle de tal situación.

 

Es muy importante educar a los fieles en el fin que tienen las leyes, para que puedan observarlas de verdad. Entonces ellos evitarán el mal por ser mal, como decía santo Tomás. Y esto mismo se ha de conseguir en nuestra vida de comunidad o de relaciones con los que nos rodean.

 

Generalmente, en el Nuevo Testamento no existen muchas indicaciones particulares. San Pablo nos da la verdadera norma objetiva que no será una serie de preceptos sino una actitud radical para imitar a Cristo: "Imitad a Dios como Cristo que nos amó..." (Ef 5, 1). "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5, 48).

 

Esto es lo que hay que preguntarse siempre: ¿qué es lo que hubiera hecho Cristo en mi caso concreto? ¿Qué me pide en este momento? Aprenderemos de su paciencia; de su capacidad de perdón. Mirar a Cristo, examinarlo, según la bella expresión del P. de Foucauld en sus Escritos espirituales, quien hacía hablar así a Cristo: "Tu regla, seguirme, hacer aquello que yo haga. Pregúntate en cada caso: ¿qué habría hecho nuestro Señor? Aquí está tu única regla, pero es tu regla absoluta".[73]

 

He aquí la libertad del cristiano, su ideal, porque en esto consiste el amor. "Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad" dice san Pablo al final de la carta a los gálatas (Gál 5, 13).

 

Pero para que la libertad no sea una ocasión de servir a la carne servíos unos a otros. Este servicio no es esclavitud, porque es por el amor que infunde el Espíritu, que es la nueva ley.

 

 


 

 

 

 

 

13

QUIEN AMA, HA CUMPLIDO LA LEY

 

 

No tengáis otra deuda con nadie que

la de amaros unos a otros, porque

quien ama al prójimo ha cumplido la

ley (Rom 13, 8).

 

Vamos a hablar en este capítulo de otra de las consecuencias más importantes de la ley nueva. Cuando san Pablo habla del espíritu, que nos libró de la ley del pecado y de la muerte, dice: "Para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, los que no andamos según la carne, sino según el espíritu" (Rom 8, 1 s.). Es importante notar que el apóstol emplea la forma pasiva se cumpla. No se trata de un mero capricho del lenguaje, sino que esta construcción persigue un fin muy preciso: quiere demostrar que es la actividad del Espíritu la que obra en nosotros estos preceptos. Y el término que emplea, plerozé, no significa una simple observancia, sino que encierra la idea de "observar con plenitud".

 

La Vulgata, por su parte, traduce justificationes legis, en plural. Pero san Pablo utiliza intencionadamente el singular, porque para él todos los preceptos se reducen o están sintetizados en uno: "Quien ama al prójimo, ha cumplido la ley. Pues no adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás, y cualquier otro precepto, en esta sentencia se resume: amarás al prójimo como a ti mismo. El amor no obra el mal del prójimo, pues el amor es el cumplimiento de la ley" (Rom 13, 9-10). El amor al prójimo es, pues, la plenitud total de la ley.

 

En su carta a los gálatas había expuesto ya la misma idea: "Porque toda la ley se resume en este solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Gál 5, 14).

 

Esta misma doctrina de un amor excepcional, llevado hasta las últimas consecuencias, hasta dar la vida por los demás, la encontramos también en san Juan, en el contexto de la pasión y de la institución de la eucaristía: "Un precepto nuevo os doy (para la nueva alianza): que os améis los unos a los otros; corno yo os he amado (nos señala el modelo de nuestro amor fraterno) así amaos mutuamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si tenéis caridad unos para con otros" (Jn 13, 34-36).

 

Como se ve, esta doctrina tiene una importancia fundamental. Nos lo confirma también el testimonio claro de los sinópticos. San Mateo, por ejemplo, dice: "Por eso, cuanto quisiereis que os hagan a vosotros los hombres, hacédselo vosotros a ellos" (Mt 7, 12). Una regla muy sencilla para saber cuál debe ser nuestro comportamiento con los demás; cuál debe ser la actitud propia del seguidor de Cristo, porque esta es la ley y los profetas. Aunque no afirma explícitamente, como san Pablo, qué es la plenitud de la ley, la idea es idéntica. Y cuando habla del examen que han de sufrir los hombres en el juicio final, centra su atención únicamente en el amor al prójimo (Mt 25, 31 s.). La actitud ante los demás diferenciará a los buenos de los malos. Y es digno de notar que ya en este pasaje identifica san Mateo el amor de Dios con el amor del prójimo.

 

Apoyado en estos testimonios concluyentes, puede afirmar san Juan Crisóstomo dirigiéndose a los fieles: "No se distingue hoy a los paganos de los cristianos sino en que éstos permanecen en la iglesia durante la misa de los fieles y los que no son cristianos salen fuera. Pero no es en el templo donde había que  distinguirlos sino en la vida de cada uno”.[74]

 

Y san Agustín, al comentar el salmo 121, dice refiriéndose al pasaje de san Pablo sobre la caridad: "Entregar todo por los otros sin tener caridad, no sirve de nada. Teniendo, sin embargo, amor en el corazón, aunque no se haya dado más que un vaso de agua fresca, es digno de recompensa como si se hubiera dado la mitad de los bienes, porque lo que cuenta es el amor y no las posibilidades de cada uno".[75]

 

Y no hay que extrañarse de que la caridad sea el único precepto ya que el amor no es un precepto como los demás. Es un principio de acción, un dinamismo interior y no una simple norma externa. Por este motivo, el Concilio Vaticano II nos recuerda que el pueblo mesiánico "tiene por ley el mandato del amor, como el mismo Cristo nos amó", y que está "constituido por Cristo en orden a la comunión de vida de caridad y de verdad".[76]

 

Se puede objetar que nuestro Señor habla de dos preceptos. O que san Pablo, cuando dice que el amor al prójimo es la plenitud de la ley se olvida del amor a Dios.

 

Para responder a esta objeción será preciso examinar a fondo cómo presentan los sinópticos este doble precepto de la caridad. El pasaje, en el evangelio según san Marcos, dice así: "Se le acercó uno de los escribas que había escuchado la disputa, el cual, viendo lo bien que había respondido, le preguntó: ¿cuál es el primero de todos los mandamientos?" (Mc 12, 28 s.). Para captar mejor la pregunta, debemos tener en cuenta que era frecuente entre los rabinos buscar cuál de los numerosísimos preceptos de la ley -llegaron a ser 613- era el más importante. "Jesús contestó: el primero es: escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el primer mandamiento". Cristo no ha hecho más que citar la profesión de fe que todo judío debía repetir dos veces al día, precedida de plegarias y bendiciones. Pero añade por su cuenta algo que el rabino no le ha preguntado: "El segundo es éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo. Mayor que éstos no hay mandamiento alguno". Notemos que este segundo precepto se halla también en el Antiguo Testamento, pero nunca junto al anterior. Es aquí donde por primera vez aparecen uno junto al otro, al mismo nivel. Hay que notar además que el segundo es añadido por Cristo sin que el escriba se lo pida. Sin duda, el peligro de olvidarlo es muy grande.

 

En el evangelio según san Mateo (Mt 22, 34 s.) se narra la escena de manera parecida: dos mandamientos semejantes, de los cuales penden la ley y los profetas.

 

En Lucas (Lc 10, 25 s.), la pregunta del doctor de la ley es diferente: "¿Qué haré para alcanzar la vida eterna? Él (Cristo) le dijo: ¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees? Le contestó diciendo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y al prójimo como a ti mismo". No hay ya aquí, como en los otros sinópticos, dos mandamientos semejantes, sino uno que abarca el amor de Dios y del prójimo. Tenemos al hombre elevado al nivel de Dios. En esto consiste precisamente la ley nueva: en asimilar el amor al prójimo al amor de Dios. Y, a continuación; san Lucas tiene un pasaje explicativo claro en la parábola del buen samaritano.

 

El P. Spicq hace notar que existe cierta diferencia entre la doctrina de los sinópticos y la primera carta de san Juan (1 Jn 3, 23): "Y su precepto es que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y nos amemos mutuamente conforme al mandamiento que nos dio". San Juan propondría, según Spicq, en un solo precepto lo que los sinópticos ponen en dos.

 

Yo creo que san Juan propone también dos preceptos, o mejor, un precepto con doble objeto. Lo que ocurre es que, en vez de decir: Amarás a Dios, dice que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo. Dos preceptos: uno que habla de creer en el Hijo de Dios, que nos orienta a Dios; y otro amarse mutuamente, que nos orienta hacia el prójimo. La fe y la caridad. Fe con relación a Dios y caridad con relación al prójimo.

 

Esta concepción se encuentra también en san Pablo. El ágape, en Pablo, significa el amor de Dios al hombre o del hombre al prójimo. Nunca significa el amor del hombre a Dios. Fe y caridad se citan siempre juntas y, a veces, san Pablo da a entender explícitamente que la fe se refiere a Dios y la caridad marca la actitud para con el prójimo.

 

Bastará con citar algunos pasajes de sus cartas, en los que se puede ver claramente esta distinción (2 Tes 1, 3): "Hemos de dar a Dios gracias incesantes por vosotros, hermanos, y es esto muy justo, porque se acrecienta en gran manera vuestra fe y va en progreso vuestra mutua caridad".

 

"Incesantemente damos gracias a Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo, en nuestras oraciones por vosotros; pues hemos sabido de vuestra fe en Cristo Jesús y de la caridad que tenéis hacia todos los santos" (Col 1, 3).

 

"Por lo cual yo también, conocedor de vuestra fe en el Señor Jesús y de vuestra caridad para con todos los santos..." (Ef 1, 15).

 

Es la misma idea que repite en aquella famosa fórmula suya en la que dice que toda religión consiste "en la fe que obra por el amor" (Gál 5, 6). Es decir, que es la vida divina que hemos recibido por la fe y debe ejercitarse por la caridad.

 

San Juan expresa estas mismas ideas (Jn 3, 6). Es de advertir que tampoco en Juan la palabra agápe significa el amor del hombre o. Dios, si no es en un pasaje (1 Jn 4, 21) donde quiere responder a una dificultad: "Y nosotros tenemos de él este precepto: que quien ama ("o ágapón") a Dios ame también a su hermano". Una simple lectura de las cartas de san Pablo nos haría ver la importancia que en todas ellas da al amor al prójimo. Todas las demás virtudes, según él, están ordenadas a la caridad. Habla, por ejemplo, de la  humildad, y razona así: "sabremos amar eficazmente a nuestros hermanos, es decir, servirles, si estimamos humildemente que ellos son superiores a nosotros" (Fil 9, 3). La misma idea encontramos en la carta a los romanos (Rom 12, 13 s.). Para poder ponerse al servicio de la comunidad, de la cual todos somos miembros, el cristiano debe ante todo despojarse de sus pretensiones, no pensando ser superior a los demás. Jesucristo empezó arrodillándose ante los apóstoles. Sin esta verdadera humildad, no hay amor posible.

 

El lujurioso ha sido con frecuencia comparado al avaro y, en realidad, son dos posturas muy semejantes: tanto el uno como el otro tratan al prójimo como si fuera un instrumento; instrumento al servicio de sus riquezas o de su placer. Se sirven del prójimo en lugar de servirle. Es la postura contraria a la del cristiano.

 

San Pablo, en la carta a los fieles de Éfeso (Ef 4, 28), dice: "El que robaba, ya no robe; antes bien, afánese trabajando con sus manos en algo de provecho de que poder dar al que tiene necesidad". Es lo que dice también a los obispos y presbíteros de Éfeso (Hech 20, 34-35): "Vosotros sabéis que a mis necesidades y a las de los que me acompañan, han suministrado estas manos. En todo os he dado ejemplo mostrándoos cómo, trabajando así, socorráis a los necesitados, recordando las palabras del Señor Jesús que él mismo dijo: Mejor es dar que recibir".

 

En las cartas pastorales, insiste en la pureza de la doctrina; pero también esta insistencia en la pureza de la doctrina está ordenada al amor: si se insiste en no enseñar doctrinas extrañas, en no entregarse a las fábulas, es para que se practique una auténtica caridad que nace de un corazón puro, de una recta conciencia y de una fe sincera (1 Tim 1, 3-5). Todos los preceptos de la vida cristiana, así como esta misma vida, están  orientados hacia la caridad. Y no es extraño, pues la vida de Dios es una vida de caridad, porque Dios es amor. Por consiguiente, si el hombre ha sido creado a imagen de Dios, será hombre en la medida en que se asemeje a Dios, y consiguientemente, en la medida en que sea amor. Es un ser esencialmente abierto al otro, un ser que dice orden al otro, a semejanza de las personas de la santísima Trinidad, cuya realidad es ser a otro, ser persona ordenada a otro. El Concilio Vaticano II nos expone esta doctrina, que es fundamental, con claridad meridiana: "El amor de Dios y del prójimo es el primero y el mayor mandamiento. La sagrada

Escritura nos enseña que el amor de Dios no puede separarse del amor del prójimo". Y unas líneas más adelante: "El Señor... sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás".[77]

 

Pero si queremos saber con precisión qué entiende san Pablo por amor, ningún texto nos lo dirá más claramente que el himno al amor en su primera carta a la iglesia de Corinto. Bastará un ligero examen para convencerse.

 

La caridad es paciente (1 Cor 13, 4-7). San Pablo conoce la importancia de este aspecto de nuestra vida de caridad: soportar, sufrir. Y es uno de los atributos de Dios, según la Biblia. Es "lento a la cólera", a pesar de que trata con un pueblo de "dura cerviz" (Ex 34, 6).

 

La caridad es benigna (Is 48, 9). La palabra griega jresteuetai puede traducirse también por ser servicial, y así la traduce la Bible de Jérusalem. No se trata únicamente de servir a todos, sino principalmente de tener una actitud que permita a los demás, en cualquier momento, servirse de nosotros.

 

La caridad no es envidiosa, porque quiere el bien del otro. Como una madre que no sufre, sino que goza al ver las buenas cualidades de su hijo. Un niño me preguntaba: "¿Cómo podremos ser felices en el cielo al ver santos más felices que nosotros?" Mucho mejor, porque nuestra alegría aumentará al ver a todos más gloriosos que nosotros.

 

La caridad no es jactanciosa (Rom 12, 27). Los padres griegos interpretaron: no se avergüenza. El cristiano no sólo no devuelve mal por mal sino que vence al mal con el bien. Insultado, bendice; perseguido, soporta. Según los paganos, tal hombre debía avergonzarse; era tenido por débil. El magnánimo, para Aristóteles, era el que no soportaba, no pasaba por débil.[78]

 

La caridad no se hincha, es esencialmente desinteresada, a semejanza de la caridad de Dios. Algunos copistas añadieron la negación griega haciendo referir la caridad a la justicia: "La caridad no busca lo que no le pertenece". Fórmula, por otra parte perfectamente ortodoxa, pues la caridad supone la justicia y la supera.

 

La caridad no se irrita, no obra bajo impulsos irreflexivos, no dejando que "el sol se ponga sobre nuestra cólera" (Ef 4, 26).

 

La candad no piensa mal, no tiene cuenta de él. Sabe olvidar el mal que otros le infligieron, como el padre del hijo pródigo.

 

La caridad no se goza con la injusticia, con la dificultad, con el problema de los demás. El que ama no puede alegrarse con la desgracia de la persona amada. Antes bien (cosa que es aún más difícil, como hace notar san Juan Crisóstomo) "se alegra en la verdad", allí donde encuentra la verdad, aunque sea en los enemigos.

 

Todo lo excusa. Sin cerrar los ojos ante los defectos del prójimo, sabe que éstos pueden ser causa de cualidades mayores.

 

La caridad todo lo cree, su reacción espontánea no es desconfiar; antes, al contrario, da crédito, confía en los demás aun antes de saber si lo merecen. Y permanece optimista para el futuro; todo lo espera, desde el momento que sabe que el más miserable de los hombres, cuando es amado por Dios, hasta entregar su Hijo a la muerte por él, tiene en sí posibilidades increíbles de bien. Y su esperanza lo soporta todo esperando.

 

La actitud de caridad es la de aquella joven que, habiendo obtenido respuesta de su confesor para poder ofrecer la comunión un día a la semana por sí misma, arguyó: Una cosa que no sea totalmente por los demás, ¿será buena? Era un alma totalmente entregada al prójimo. Había entendido qué era amar.

 

Esto es lo que san Pablo quiere decir al afirmar que toda la ley está contenida en este precepto: Amarás al prójimo como a ti mismo.

 

Y sólo el Espíritu, la ley del Espíritu, el Espíritu de amor, es capaz de hacernos amar al prójimo de este modo. Como dice santo Tomás: "El Espíritu obra en vosotros el amor". Es decir, nos da capacidad de observar verdaderamente la ley.[79]

 


 

 

14

LA MAYOR ES LA CARIDAD

 

 

La mayor de ellas es la caridad

(1Cor13,13).

 

En el capítulo anterior hemos visto que la caridad es el precepto que comprende a todos los otros; la única señal, según el decir de Cristo, para distinguir al cristiano del que no lo es y el barómetro, diré, mediante el que se puede saber en qué medida se es discípulo de Cristo. En la caridad de sus miembros se podrá advertir el nivel cristiano de una parroquia y de una diócesis.

 

Ahora bien, es evidente que san Pablo, en el himno a la caridad, que comentamos al final del capítulo anterior, habla de la caridad teologal. La pone al mismo nivel de la fe y de la esperanza. Más aún, la caridad está por encima de ellas: "Ahora subsisten fe, esperanza y caridad, ésas tres; mas la mayor de ellas es la caridad" (1 Cor 13, 13). Evidentemente se trata de una misma caridad en los dos miembros de la frase.

 

Vamos a examinar ahora, a la luz del Nuevo Testamento, cómo esta caridad para con el prójimo es una virtud teologal; una virtud que nos une inmediatamente con Dios, según la definición de virtud teologal que nos da santo Tomás cuando comenta el versículo de la carta a los corintios que hemos citado, y que recoge también el P. Vignon en su tratado de virtudes.[80]

 

Y creo que no es difícil ver cómo este amor al prójimo es un amor que nos une inmediatamente a Dios.

 

La caridad para con el prójimo, aun bajo su aspecto externo, es una imitación del amor de Dios al hombre, que se le comunicó a Cristo; y, al mismo tiempo, del amor de Cristo a los hombres, que es, como hemos notado antes, una participación del amor de Dios Padre. Esta doctrina la encontramos en las fórmulas ya citadas, como también en el siguiente pasaje: "Toda amargura, cólera, ira, griterío, maledicencia, destiérrese lejos de vosotros con todo género de malicia. Sed más bien los unos con los otros benignos, entrañablemente compasivos, perdonándoos recíprocamente, así como Dios en Cristo os perdonó a vosotros. Haceos, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y caminad en el amor, así como Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros como ofrenda y víctima de Dios en fragancia de suavidad" (Ef 4, 31-32; 5, 1-2).

 

El momento supremo de Cristo, en el que nos salva, es aquel en que realiza este acto supremo de amor. San Pablo se dirige aquí a todos los cristianos y nos señala cuál debe ser el modelo de nuestra vida.

 

Hablando a los esposos, repite la misma idea: ,,Los varones amad a vuestras esposas como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef 5, 25). Se trata evidentemente de un amor teologal, pues no hay mayor amor teologal que el de Cristo a su Iglesia. Este mismo amor debe unir también a los esposos y manifestarse en todos los momentos de su vida en común.

 

"Si hay alguna consolación en Cristo, si algún solaz de caridad, si alguna comunión de espíritu, si algunas entrañas y ternuras de misericordia, colmad mi gozo, de suerte que sintáis una misma cosa, teniendo una misma caridad, siendo una sola alma, aspirando a una sola cosa; nada por rivalidad ni por vanagloria, antes bien por la humildad, estimando los unos a los otros como superiores a sí, mirando cada cual no por sus propias ventajas, sino también por las de los otros".

 

"Tened en vosotros estos mismos sentimientos, los mismos que en Cristo Jesús, el cual, subsistiendo en la forma de Dios, no consideró como una presa arrebatada el ser igual a Dios, antes se anonadó a sí mismo, tomando forma de esclavo, hecho a semejanza de los hombres; y, presentándose como hombre, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz" (Fil 2, 1-8).

 

"Cada uno de nosotros trate de complacer al prójimo... (y da la única razón); puesto que Cristo no trató de complacerse a sí mismo" (Rom 15, 2).

 

Lo dice también san Juan en el evangelio: "Ejemplo os di para que como yo hice con vosotros así hagáis vosotros" (Jn 13, 15). "Un nuevo mandamiento os doy: que os améis unos a otros como yo os amé" (Jn 13, 34).

 

Por eso, no hay que maravillarse si las cualidades del amor al prójimo son las mismas que las del amor de Dios a los hombres. Lo que manifiesta mejor el amor de Dios al hombre es que Cristo ha muerto por nosotros cuando éramos enemigos: "Murió por los impíos..." (Rom 5, 6). Cuando aún éramos pecadores. Por consiguiente, el amor auténtico al prójimo será el amor a los enemigos, porque ahí está el desinterés total.

 

Pero imitar a Dios no es como imitar a un santo. Este es un ejemplo externo, exterior a nosotros mismos. Dios, en cambio, como dice san Agustín, es "interior a nosotros más que nosotros mismos". No se trata pues de imitar los gestos externos de Cristo, sino principalmente sus sentimientos, sus actitudes. "Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí..." (Gál 2, 20). No se trata solamente de una imitación, sino que es una participación del amor, de la vida misma de Cristo, que vive en nosotros. Igual que san Pablo dice: vive en mí Cristo, deberíamos decir: ama en mí Cristo. Y esto no es sólo una manera de hablar. Ved lo que san Juan dice al final de la oración sacerdotal: "Y yo les manifesté tu nombre (no sólo una manifestación externa del nombre sino la sustancia misma de Dios) y se lo manifestaré para que el amor con que me amaste sea en ellos y yo en ellos" (Jn 17, 26). El mismo amor que el Padre, desde toda la eternidad, tiene para con el Hijo, pide el Hijo que esté en nosotros hacia los demás, y no sólo que seamos objeto de ese amor por parte de Dios. Esto es posible porque el Espíritu está en nosotros y él es precisamente el amor del Padre hacia el Hijo.

 

En esto consiste la unidad entre los cristianos: Y yo les he comunicado la gloria que tú me has dado, para que sean uno como nosotros somos uno. Y esto es lo que constituirá el signo ante el mundo, de la divinidad de Cristo, de su misión divina: "Para que conozca el mundo que tú me enviaste" (Jn 17, 22-23). En esto consiste la unidad, en esse ad alium, totalmente ad alium. Esta es la unidad que Cristo puso como modelo de nuestra unidad. Como dice santo Tomás: "Así como (el hombre) participa de la ciencia divina por la fe; participa de la caridad divina mediante el amor".[81]

 

Y san Gregorio Nacianceno, comentando el pasaje de la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios, habla del buen maestro que nos ha creado y, a diferencia del tirano cruel que nos ha causado la muerte, él nos ha dado la vida y nos llama a su herencia.[82] Él sabía que el ideal religioso del hombre griego era la divinización, huyendo de todo contacto con el mundo sensible de la materia, y liberándose, mediante el ejercicio de la inteligencia. A este ideal opone él el ideal cristiano, utilizando su mismo vocabulario: "Piensa, oh hombre divino, de quién eres tú la criatura... Imita pues la divina filantropía (este amor de Dios a los hombres que ha aparecido en Cristo). Nada hay más divino para el hombre como hacer el bien. Tienes la posibilidad de llegar a ser Dios sin gran fatiga. No dejes pasar esta ocasión de divinizarte". El ideal griego hace huir de lo creado para llegar a la divinización. Según el ideal religioso cristiano, para llegar a ella, no se debe huir sino que se proclama, como medio, el contacto con el mundo, con la materia, con todos los hombres. El amor al prójimo ha sido elevado al nivel del amor a Dios. Amar al prójimo por amor de Dios significa que el prójimo que amamos es él. Le amamos con el amor que él lo ama. Y Dios no ama por la perfección, por lo que hay en el hombre de bueno. ¿Qué hay en el hombre? Dios ama y crea. Y, en cierto sentido, también nuestro amor al prójimo es creador, porque no amamos para sacar provecho, como Dios no nos ama para sacar provecho de nosotros. Dios ama para dar, y por eso al pecador lo ama más porque tiene más necesidad. Así nuestro amor ha de ser más grande para los que tienen más necesidad.

 

En un discurso a la FAO, hablando de esta caridad que ha de ser universal, desinteresada, exigente hasta el sacrificio, que no puede radicar sino en el amor que Dios tiene al hombre, Pío XII añadía que este amor del hombre a su prójimo expresa visiblemente el amor de Dios hacia nosotros. El mundo sabrá que Dios es amor y comprenderá qué es amar cuando vea a los cristianos amarse.[83]

 

Podemos ir más lejos y demostrar cómo Dios no es solamente lo que los escolásticos llaman objeto formal de nuestro amor al prójimo, si bien, ya en este sentido, el amor es caridad teologal.

 

Dios es también el objeto material. Ya lo dijo Cristo: "Lo que hicisteis con uno de éstos, conmigo lo hicisteis" (Mt 25, 40). Cristo, que es Dios, se hace hombre y está en todo hombre. Por consiguiente, Dios está en cada uno de nuestros prójimos. Lo que hacemos a éstos, a él se lo hacemos. Esta es también la doctrina del cuerpo místico: todos los hombres están destinados a la unión con Cristo, y son uno en Cristo. "No hay ya judío ni gentil, no hay esclavo ni libre, no hay varón ni hembra, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Gál 3, 28).

 

Santo Tomás no duda en hablar de una como persona mística, cuya unidad supera la unidad física. Esta doctrina está en el centro de la teología de san Pablo y consagra la dignidad del hombre, que constituye el núcleo de la doctrina cristiana.

 

Por esta razón, la Iglesia no puede aceptar que se oprima, se insulte o se mutile a la persona humana. Y la defenderá contra todos los sistemas comunistas, capitalistas o totalitarios, que la nieguen o le limiten sus derechos fundamentales. La injusticia contra el hombre es una injusticia contra Cristo mismo y contra Dios. Y el último motivo no radica ni en la posición social ni en la autoridad de tal persona concreta, sino en su misma condición de persona. El tema del hombre hijo de Dios, y del respeto que merece, lo encontramos, de alguna forma, en todos los documentos del Concilio Vaticano II. La importancia que le han concedido los padres conciliares no deja lugar a dudas. Pero nos limitaremos a hacer alguna cita:

 

"Creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos...

 

La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado a imagen de Dios, con capacidad para conocer y amar a su creador, y que por Dios ha sido constituido señor de la entera creación visible para gobernarla y usarla glorificando a Dios".[84]

 

"Cuanto viola la integridad de la persona humana, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana: todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al

Creador".[85]

 

En la historia de Blas Pascal se cuenta[86] que, estando enfermo y no pudiendo comulgar por

prescripción facultativa, manifestó el deseo de que, ya que no podía comulgar con la cabeza, quería comulgar con los miembros. Por ello, quiso tener en su casa un enfermo pobre, a quien se le debía cuidar de la misma manera que a él. Hay en esta actitud algo profundamente cierto.

Y "una injusticia cometida contra cualquier hombre es una bofetada que golpea la cara de Cristo".[87]

 

Vimos ya cómo la relación habitual del hombre para con Dios está profundamente expresada en el acto de fe, según la doctrina del Antiguo y del Nuevo Testamento una fe plena que corresponde a lo que nosotros llamamos amor a Dios.

 

Mediante la encarnación podemos entender  que el amor a Dios no es sólo una contemplación o admiración; sino amor en el verdadero sentido de la palabra, amor auténtico, humano, psicológico: querer bien, dar, comunicarse.

 

San Ignacio tiene una meditación bellísima  que él llama "meditación para alcanzar amor",[88] y explica que el amor auténtico, de amistad, es el que consiste en el mutuo intercambio. Naturalmente, este intercambio parece imposible en relación con Dios. El hombre no puede darle nada. Él lo tiene todo. Y sabemos que la alegría está más en dar que en recibir. ¿Es posible esta alegría para el hombre?

 

Dios se ha hecho hombre, ha querido tener necesidad de los hombres. Recibió de una familia la educación, el alimento. Pidió un poco de agua a la samaritana, pidió consuelo a sus íntimos en su agonía. Y Cristo, al obrar así, no hacía teatro.

 

Es cierto -y estamos acostumbrados a verlo así de ordinario- que la encarnación de Cristo consiste en tomar una naturaleza humana concreta. Pero el gran especialista del misterio de la encarnación, san León Magno, en su sermón 63, se expresa así: "No hay duda, queridísimos, que la naturaleza humana en toda su conexión ha sido asumida por el Hijo de Dios, de tal manera que no sólo en el hombre que es hijo primogénito de toda criatura, sino en todos sus santos, uno y el mismo sea Cristo".

 

Quizá no estemos acostumbrados a considerarlo bajo este aspecto. Cristo ha asumido a toda la humanidad y este es el fundamento del ...a mí me lo hicisteis.

 

El mismo san León no duda en comparar y poner al mismo nivel las dos presencias de Cristo: la presencia eucarística y su presencia en el hombre. En su sermón 91, dice: "Verdadero Dios y verdadero hombre, Cristo es uno, rico en sus riquezas (en los bienes que da en la eucaristía), pobre en nuestras miserias, recibiendo nuestras ofrendas (cuando vestimos a los pobres) y distribuyendo sus dones, partícipe de nuestra condición mortal y dando la vida a los muertos". Lo mismo expresaban otros muchos padres. No intentaba hacer retórica san Juan Crisóstomo[89] cuando pronunciaba estas palabras en cierto modo escandalosas: "¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No lo olvides cuando está desnudo. No debes honrarlo aquí con telas de seda para olvidarlo fuera, donde padece frío y desnudez. Porque el que ha dicho: este es mi cuerpo, es el mismo que ha dicho: me habéis visto hambriento y no me habéis dado de comer, y, en la medida que lo habéis hecho con estos pequeños, mis hermanos, conmigo lo hicisteis... ¿Qué utilidad hay en que la mesa de Cristo esté llena de copas de oro, cuando él muere de hambre? Empieza por saciar al hambriento y, después, con lo que te sobre, adorna también su mesa. Al adornar la casa, debes tener cuidado de no olvidar a tu hermano afligido, porque este templo (el hombre) es más precioso que aquél". Y explica: "Este altar (el constituido por los propios miembros de Cristo) es más augusto que aquél (el altar del Antiguo y Nuevo Testamento donde se ofrece el sacrificio). El primero, en efecto, es digno de veneración por razón de la víctima que ofreces en él; el segundo, porque está construido por la víctima misma; el primero, porque siendo todo de piedra, está consagrado por el cuerpo de Cristo que recibe; el segundo, porque él es el cuerpo de Cristo. Además, este altar te es posible contemplarlo por todas partes, en las calles y sobre las plazas, y en cualquier momento puedes celebrar en él el sacrificio". Y explica también cómo los dos preceptos son uno, y cómo el segundo es en realidad el medio auténtico de observar el primero. De esta manera podemos en verdad amar a Dios, darle algo. Este es, para san Pablo, el culto por excelencia, espiritual, en oposición a los sacrificios de la antigua ley.

 

La controversia entre moral antropocéntrica o teocéntrica no tiene sentido en san Pablo, pues la moral es teocéntrica porque es antropocéntrica; ya que el prójimo es el intermediario para llegar a Dios. Toda acción orientada al bien del hombre, a la realización de su destino, a su retomo al Padre, no puede no estar orientada al bien de Dios. Y así san Pablo presenta el apostolado como un sacerdocio. El apóstol, continuador de la obra de Cristo, es el sacerdote del único y grande sacrificio, a través del cual Cristo lleva a cabo la vuelta de la humanidad a Dios. Verdadero holocausto donde, en lugar del pálido símbolo del ofrecimiento de víctimas convertidas en humo que sube hasta Dios, viene a colocarse la ofrenda de la humanidad misma muerta con Cristo para resucitar con él. "Santificada en el Espíritu Santo, vive en él una vida auténticamente divina", dirá san Pablo en la carta a los romanos (Rom 15, 16).

 

Veamos ahora cómo el sacrificio eucarístico es un medio de este apostolado. Porque, según el Nuevo Testamento, es a la vez la expresión y la fuente de la caridad. Si no hay comunión, koinonía, no hay posibilidad de sacrificio eucarístico auténtico.

 

Santo Tomás[90] se pregunta por qué llamamos a la eucaristía "comunión" (synaxis) y explica: "Por todos los sacramentos los fieles se comunican, que es lo que significa este nombre synaxis en griego o communio en latín". Pero si esto es cierto de todos los sacramentos, lo es por antonomasia de la eucaristía. Y por eso se llama communio (synaxis). Por eso, continúa santo Tomás, "como al bautismo se le llama sacramento de la fe, a la eucaristía se le llama sacramento de la caridad". Para que haya bautismo es necesaria la fe, en el adulto, y sin ella el sacramento no existe. Así, para que haya eucaristía, es necesaria la caridad.

 

Y Pío XI recordaba estas mismas ideas en su encíclica Miserentissimus Redemptor.

 

Este es el sacrificio de la misa, de la eucaristía. Unión de sacerdote y fieles que viven esta vida de caridad, participan de ella y no pueden dejar de ejercitarla.

 

Este es el don que Dios dio a la humanidad. Esta es la explicación del precepto dominical de la Iglesia: participar semanalmente en la celebración de la eucaristía será orientar la vida hacia la caridad, amar en el verdadero sentido de la palabra. No sólo al prójimo sino también a Dios en él.

 


 

 

15

LLEVADOS POR EL ESPIRITU

 

 

Pues cuantos son llevados por el

Espíritu de Dios, éstos son hijos de

Dios (Rom 8, 14).

 

Todo el capítulo 8 de la carta a los romanos está dedicado a describir la vida del cristiano guiada por el Espíritu Santo. Ser hijo de Dios significa ser guiado, llevado por el Espíritu.

 

Hablábamos en el capítulo 9 de la obediencia a nuestros superiores. Dios nos conduce a través de ella; pero esto no sustituye la acción personal del Espíritu Santo. Hemos visto que los grandes movimientos de la Iglesia proceden con frecuencia del interior, de abajo arriba. Ya cité la frase del P. Y. de Montcheuil: "Una empresa, para ser verdaderamente cristiana, debe provenir de un impulso del Espíritu Santo".[91] De lo contrario, puede ser empresa humana, no necesariamente mala, pero no tiene un valor cristiano como tal. Ser cristiano es ser guiado por el Espíritu.

 

Esto tiene una importancia capital para los que se dedican al apostolado.

 

Los Hechos de los apóstoles, ese breviario del hombre apostólico, nos hacen comprender esta idea: cómo el Espíritu Santo ha dirigido la Iglesia desde el principio:

 

"Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros y (sólo después de esto) seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea y Samaría y hasta los confines del mundo" (Hech 1, 8).

 

"Y perseveraban asiduamente en la doctrina de los apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones" (Hech 2, 42). La Vulgata traduce: in communicatione fractionis panis, pero, en el original, hay cuatro elementos esenciales: doctrina de los apóstoles (fides ex auditu); comunidad, unidad (koinonia); fracción del pan (culto específicamente cristiano que viene después de la koinonia para demostrar que lo uno es efecto de lo otro), y la oración.

 

Efecto de la venida del Espíritu no sólo son los carismas, sino la transformación de la vida cristiana que, hemos dicho ya, consiste en una koinonia, en una unidad.

 

"Y habiendo acabado su oración, retembló el lugar en que se hallaban reunidos, y quedaron todos llenos del Espíritu Santo y hablaban la palabra de Dios con osada libertad" (Hech 4, 31). "La multitud de los que   creyeron tenía un solo corazón y una sola alma y ninguno decía ser propia cosa alguna de las que poseía, sino que para ellos todo era común" (v. 32). He aquí los efectos del Espíritu.

 

La misma idea se ve claramente en el concilio de Jerusalén: "Pareció bien (edoxen) al Espíritu Santo y a nosotros..." (Hech 15, 28). Tenían plena conciencia de que la decisión era tomada por el Espíritu y por ellos.

 

Y de manera más clara aún puede observarse en la vida apostólica de Pablo.

 

(Primera misión de san Pablo). "Y estando ellos celebrando el oficio en honor del Señor, y ayunando, dijo el Espíritu: Separadme a Bernabé y a Saulo para la obra para la cual los he llamado" (Hech 13, 2). En la oración, el Espíritu les manifiesta su voluntad y son enviados. "Entonces, después de haber ayunado y orado, y habiéndoles impuesto las manos, los despidieron. Ellos, pues, enviados por el Espíritu Santo, bajaron a Seleucia y desde allí se hicieron a la vela hacia Chipre..." (Hech 13, 3-4).

 

(Segunda misión de san Pablo). El apóstol tiene intención de ir a evangelizar Éfeso, la capital de la provincia romana de Asia. ¿Por qué no va? "Y atravesaron la Frigia y la región de Galacia, impedidos por el veto del Espíritu Santo de anunciar la palabra en el Asia" (Hech 16, 6). No sabemos cómo fue esta prohibición, pero san Pablo y el narrador, Lucas, están convencidos de ello, a pesar de que humanamente era más interesante evangelizar un punto tan estratégico como era Éfeso.

 

"Y como llegaron cerca de la Misia, intentaban dirigirse a la Bitinia (donde había grandes ciudades) y no se lo consintió el Espíritu de Jesús" (Hech 16, 7). "Y dejando a un lado la Misia, bajaron a Tróade. Y una visión durante la noche se le mostró a Pablo: un hombre macedonio estaba allí, de pie, rogándole y diciendo: Pasa a Macedonia y socórrenos" (Hech 16, 8 s.). Y esta fue la razón por la que Pablo viene a Europa.

 

El Espíritu Santo, pues, por medios diversos, en diversas ocasiones, conduce a Pablo, y así se lo dice él, en un discurso, a los presbíteros de Éfeso: "Y ahora he aquí que, atado yo de pies y manos por el Espíritu, me dirijo a Jerusalén sin saber lo que en ella va a sobrevenirme; si no es que el Espíritu Santo en cada ciudad me testifica diciendo que me aguardan prisiones y tribulaciones" (Hech 20, 22-23).

 

San Pablo, el primero de los apóstoles, el modelo de todos, es esencialmente un hombre "atado por el Espíritu". Lo que es verdad de Pablo, debe aplicarse también a todos los apóstoles y sacerdotes.

 

¿Y por qué ha de ser esto así? ¿Por qué el apóstol debe ser conducido por el Espíritu? ¿Por qué no le basta su inteligencia, su buen sentido?

 

Porque Dios no dirige el mundo como lo dirigiría un hombre. Si un hombre hubiera marcado al redentor el camino a seguir, ni el hombre más agudo hubiera marcado un camino parecido al que recorrió. "Dios eligió lo débil del mundo para confundir a lo fuerte" (1 Cor 1, 27). Nunca hubiéramos hecho nacer a Cristo en una cueva, ni morir en una cruz.

 

La vida de Cristo nos da un ejemplo de cómo también él es conducido por el Espíritu.

 

Después del bautismo en el Jordán, es conducido por el Espíritu al desierto para ser tentado por Satanás. Estas tentaciones quieren hacer apartarse a Jesús del camino trazado por el Padre. El demonio propone a Cristo la idea de un mesianismo temporal y político, de opulencia y de gloria, de poder humano. No le propone, como tampoco a Eva, algo malo desde el principio: la conversión de las piedras en pan es algo legítimo, pues Cristo tiene ese poder. Propone asimismo un gran espectáculo: échate de aquí a abajo. Ese es el Mesías que los judíos esperaban, venido del cielo. Pero, como cuenta Flavio Josefo acerca de Teudas, quien se llevó una gran turba persuadida de que podía dividir las aguas del Jordán, estos son los  procedimientos de los falsos mesías. Jesús obra de muy distinta manera: no sólo de pan vive el hombre.

 

Esta tentación se prolongó durante toda su vida: "Maestro, queremos ver de ti una señal" (Mt 11, 38-39). Aquellos escribas y fariseos pedían una señal de este género y Cristo les contesta: "Una generación perversa y adúltera reclama una señal y otra señal no se le dará sino la señal de Jonás el profeta": la muerte y la resurrección. La muerte que constituirá un escándalo, y la resurrección a la cual ninguno estuvo presente como testigo de la misma. 

 

Cuando Cristo obra la multiplicación de los panes y empiezan a aclamarle como mesías, él huye al monte (Jn 6). Y en vez del maná, les ofrece su cuerpo y sangre, de lo que muchos se escandalizan y le abandonan. Por primera vez aquí habla el evangelio de un traidor, y es fácil que Judas se sintiera defraudado en esta ocasión.

 

Muchas veces son los mismos apóstoles los intermediarios de esta tentación:

 

"Y aconteció que, cuando se cumplían los días de su partida de este mundo (fórmula solemne), tomó Jesús la firme resolución de encaminarse a Jerusalén. Y envió mensajeros delante de sí. Y, puestos en camino, entraron en una aldea de samaritanos para disponerle alojamiento. Y no le acogieron porque su aspecto era de quien iba a Jerusalén. Viéndolo los discípulos Santiago y Juan, dijeron: Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma? Pero Jesús, vuelto a ellos, les reprendió" (Lc 9, 51-56; Hech 2, 1). Los discípulos querían, a semejanza de Elías, usar un medio que les parecía muy eficaz. Pero no era ése el espíritu de Jesús.

 

Lo mismo ocurre la primera vez que les habla de la pasión. Pedro dice: "¡Eso nunca!", y Cristo le contesta: "¡Apártate, Satanás!" (Mt 16, 22). Si esto ocurrió en la vida de Cristo, ocurrirá también en la vida de la Iglesia. Y ella tendrá que luchar contra esta tentación de emplear medios que no son los que el Padre quiere y a cada uno de nosotros, miembros de la Iglesia, nos ocurrirá otro tanto.

 

San Ignacio nos dejó en su libro de los ejercicios una meditación para ayudar al ejercitante a distinguir los medios de Cristo de los medios de Satanás.[92] Los medio que pueden constituir el camino del éxito para una empresa humana no sirven para la obra de Cristo: inteligencia; poder, fuerza... Sirven, por el contrario, la pobreza y la debilidad; pero no las cosas impuestas desde el exterior, como tampoco ningún medio que trate de imponer a los demás un determinado camino religioso. El Concilio Vaticano II ha expresado claramente esta doctrina en la declaración sobre la libertad religiosa. A lo largo de todo el documento aparece un gran respeto a la libertad del hombre y a su dignidad de persona, y se afirma repetidamente que los caminos de Dios no se basan en la fuerza coercitiva, sino en el poder divino de la palabra de Dios. "Dios llama ciertamente a los hombres a servirle en espíritu y en verdad, en virtud de lo cual, éstos quedan obligados en conciencia, pero no coaccionados. Porque Dios tiene en cuenta la dignidad de la persona humana que él mismo ha creado, la cual debe regirse por su propia determinación y gozar de libertad. Esto se hizo patente sobre todo en Cristo Jesús..." Cristo... "apoyó y confirmó su predicación con milagros para excitar  y robustecer la fe de los oyentes, pero no para ejercer coacción sobre ellos... Dio, en efecto, testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían... Los apóstoles, enseñados por la palabra de Dios y por el ejemplo de Cristo, siguieron el mismo camino".[93]

 

Es muy importante no olvidar nunca que los caminos de Dios no son nuestros caminos, no sea que creyendo defender a Cristo, como san Pedro cuando pronuncia: "Eso jamás" (Mt 16, 22), ante el anuncio de la pasión, estemos luchando, en realidad, por Satanás.

 

Es cierto que el apóstol debe servirse de su inteligencia, de su experiencia y de todos los medios humanos rectos. Pero para descubrir cuál es el camino de Cristo y qué desea el Espíritu de él, ha de despojarse del hombre viejo. En caso contrario, no percibirá las inspiraciones del Espíritu Santo, porque no hay peor ciego que aquel que no quiere ver. Debe, pues, estar dispuesto a aceptar todo lo que el Espíritu le inspire.

 

En segundo lugar, es necesaria la oración. El apóstol debe orar, pues para encontrar el camino recto no basta la inteligencia, la reflexión humana o el estudio. Necesita que el Espíritu le ilumine y le ayude a decidir lo que él quiere.

 

Algunas veces, la decisión a tomar es evidente. Es el caso de san Pablo en el camino de Damasco. Pero, normalmente, sobre todo tratándose de asuntos menos importantes, como puede ser la vocación sacerdotal, no aparecerá tan claramente cuál es el camino de Dios.

 

San Ignacio propone un medio relativamente fácil: examinar los motivos que tenemos en pro y en contra.[94] Muchas veces aparece claro que hay motivos de orden sobrenatural, válidos, y otros de orden natural que no sirven.

 

San Ignacio añade que el ejercitante "debe ofrecer a Dios tal elección, para que su divina majestad quiera recibirla y confirmarla, si fuere para su mayor servicio y gloria".[95] Es decir, que, si en la oración no vimos claro, no hemos de desconfiar, sino que debemos esperar, pues Dios nos dará una seguridad suficiente.

 

San Francisco Javier obró así ante la duda de dejar India para ir a Malaca. "He pedido al Señor que me hiciese ver su voluntad con el firme propósito de cumplirla".

 

Es clara, por tanto, la importancia de la oración. Tanto más importante para los que tienen que mandar, pues ellos deben pedir iluminación para mandar aquello que el Espíritu quiere.

 

La Iglesia tiene necesidad de conocer, de oír la voz del Espíritu. A veces, como en el caso de  Abraham, parecerá que Dios se equivoca, pero es tan sólo una apariencia. Él pone la prueba para purificar el motivo.

 

Todo cristiano, y con más razón el sacerdote, es guiado por el Espíritu. Pero una condición es necesaria: vivir según el Espíritu.[96]

 

 


 

 

16

CLAMAMOS: ¡ABBÁ, PADRE!

 

 

Porque no recibisteis espíritu de esclavitud

para reincidir de nuevo en el temor;

antes recibisteis espíritu de filiación adoptiva,

con el cual clamamos: ¡Abbá, Padre! (Rom 8, 15).

 

Al hablar de la actividad del Espíritu Santo en nosotros, san Pablo no piensa tan sólo en una conducta a seguir, de la que hemos hablado anteriormente, sino que se refiere a algo más profundo. El Espíritu Santo no es sólo un maestro que dicta lo que se debe hacer. Un grito, una oración es la expresión de esta actividad interna del Espíritu, que nos da la posibilidad de llamar a Dios "Padre".

 

Intencionadamente ha citado la palabra aramea Abbá. Esto se deduce de que estas citas son raras en san Pablo. Tan sólo en el lugar paralelo de la carta a los gálatas emplea esta palabra y Marana tha al final de la carta primera a los fieles de Corinto. La palabra Abbá tiene para él, como para los primeros cristianos, un significado muy específico. Dios, como hemos visto, se revela ya en el Antiguo Testamento como un padre, creador no por dominio sino por bondad. El amor de Dios es no sólo como el de un padre sino como el de una madre. Y aún mayor: "¿Puede acaso olvidar una madre a su hijo, dejando de apiadarse del fruto de su vientre? Aunque ésta lo olvidare, yo no me olvidaría de ti" (Is 49, 15), leernos en Isaías. El israelita se sabe amado por Dios, y en la oración judía aparecerá el título de padre dado a Dios. Pero el pueblo judío tenía gran cuidado de no confundir esta paternidad, fundada en una elección gratuita, con la paternidad más o menos naturalista que los paganos atribuían a sus dioses: Zeus padre. Consideraban a Dios como padre en cuanto era creador: "Nosotros somos la arcilla y tú el que la modela" (Ex 4, 22). Dios ama a Israel como a su hijo primogénito.

 

El título de padre aparece en las oraciones tardías de la sinagoga y, al mismo tiempo, en el libro de la sabiduría: "Y tu providencia, Padre, lo gobierna..." (Sab 14, 3); así corno en el Eclesiástico: "Señor, padre y dueño de mi vida" (Eclo 23, 1). Pero en esta época, ya no existía el peligro de una concepción naturalista de la paternidad divina. En cambio, no encontramos este título ni en los salmos ni en ningún otro texto del Antiguo Testamento. Dios es invocado como señor, salvador, Dios, redentor...

 

Cuando un niño judío se dirigía a su padre, le llamaba habitualmente Abbá (papá); pero cuando un judío se dirigía a Dios, le llamaba abinu, añadiendo casi siempre otro título. Investigaciones recientes han  demostrado que a Dios nunca se le llamó abbá en el Antiguo Testamento.

 

Al confrontar el Antiguo Testamento con el Nuevo, el contraste es enorme. Cristo prácticamente no conoce otro título para dirigirse a su padre que éste: Abbá. Generalmente los evangelios presentan la versión griega pater, pero san Marcos ha querido conservar el término arameo seguramente para recalcar más su significado: "Y decía: Abbá, Padre, todas las cosas te son posibles; aparta de mí este cáliz" (Mc 14, 36). Siempre que los evangelistas nos transmiten el término griego páter y ho patér hemos de entender que Cristo pronunció Abbá (Lc 23, 34).

 

Según Lucas, Cristo dice: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46), aludiendo al salmo 30, en el que a Dios se le llama Adonai. Jesucristo cita las palabras del salmo, pero sustituye el título Adonai, por el de Abbá, Padre, que empleaba siempre.

 

En Mateo, y en el lugar paralelo de Marcos, leemos: "Elí Elí, lemá sabakthaní, esto es, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27, 46). Estos dos evangelistas conservan las palabras arameas. Algunos autores han interpretado este pasaje como si Jesús se sintiera tan abandonado de su Padre que no quisiera llamarle Padre. Esta interpretación carece de fundamento. Cristo cita el salmo 21 literalmente, y la mayoría de los autores coinciden en que Cristo recitaría el salmo entero, al menos mentalmente, necesitándose el contexto del salmo para poder interpretar esta palabra: dicho salmo termina en acción de gracias por la liberación esperada.

 

En la oración sacerdotal de san Juan, se encuentra cinco veces la palabra Padre. Padre santo, en la resurrección de Lázaro.

 

En Mateo leemos: "...Te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra (por vez primera Cristo reza de manera que puede ser oído por los discípulos y utiliza su invocación, Abbá, pero añade Señor, según la costumbre judía, para atenuar, por así decir, el escándalo de esta invocación. Estamos al principio del evangelio y no era conocida la divinidad de Jesucristo) porque encubriste esas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeñuelos. Sí, Padre, porque así te pareció bien (la primera vez en la historia que un israelita llama a Dios como un niño a su padre). Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre, y ninguno conoce cabalmente al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo" (Mt 11, 25 s.).

 

Esta afirmación es una de las pruebas más claras de la divinidad de Cristo en los sinópticos, y se encuentra como explicación o justificación ante los oyentes de esta invocación, inusitada para un judío al dirigirse a Dios.

 

Pero lo realmente extraordinario no es el que Cristo invoque así a Dios, sino el que nosotros, los hombres, podamos y debamos llamarle Padre. Y esto es lo que nos enseña san Pablo, cuando dice que el Espíritu que hemos recibido es el Espíritu de filiación adoptiva, por el cual clamamos a Dios: Abbá, Padre. Y solamente en el Espíritu podemos llamarle así. En la carta de san Pablo a los gálatas encontramos: "La prueba de que sois hijos es que envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: “Abbá, Padre". El Hijo podía decirlo ciertamente en el Espíritu, y nosotros también podemos, por haber recibido el Espíritu del Hijo. La única diferencia radica en que Cristo es hijo por naturaleza, mientras que nosotros lo somos por gracia.

 

La liturgia es muy explícita sobre este tema. La oración de la fiesta de la transfiguración dice que, sobre este monte, se nos ha revelado nuestra filiación adoptiva perfecta, porque cuando el Padre proclama a Jesucristo su Hijo muy amado, es a nosotros a quienes nos proclama también hijos suyos. No podemos entender nuestra filiación sino a través de la filiación de Cristo, y cuando el Nuevo Testamento nos revela la filiación divina de Jesús, nos está revelando la nuestra, que se esclarece a la luz del gran misterio de la Trinidad.[97]

 

Cuando Cristo nos enseña a rezar, no dice Abbá, sino Padre nuestro..., pero esta fórmula judía se encuentra solamente en san Mateo. Lucas, en cambio, emplea la fórmula cristiana Padre, en lugar de la expresión Padre nuestro que estás en los cielos, que encontramos en san Mateo. Los intérpretes no están de acuerdo sobre cuál de las dos fórmulas emplearía Cristo. Por mi parte, opino que emplearía la de san Mateo. La razón la veo en que cuando Jesús empleó para sus apóstoles la palabra Abbá, vio la necesidad de explicarla, mediante las relaciones absolutamente especiales que le unen al Padre. Pero los discípulos, iluminados por el Espíritu Santo, comprendieron en seguida que su unión a Cristo era tal que también ellos podían emplear la misma expresión de Cristo, que fue el que declaró esta unidad: "Lo que hacéis a uno de estos a mí me lo hacéis" (Mt 25, 40).

 

Siendo el Espíritu Santo el que pone en nuestros labios esta palabra, podemos entender lo que dice san Pablo a continuación: "El Espíritu mismo testifica a una con nuestro espíritu que somos hijos de Dios" (Rom 8, 16). Y ciertamente hijos de Dios en el sentido propio, no metafórico como los judíos. Cristo es hijo por naturaleza, nosotros por gracia. Y dice a una con nuestro espíritu, porque también nosotros clamamos. En él clamamos. Así Dios nos ama con el mismo amor que a su Hijo.

 

San Pablo ha podido decir: "El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado" (Rom 5, 5). Se refiere sin duda al mismo amor de Dios como se deduce del v. 8: Acredita Dios su amor para con nosotros.

 

He aquí, por qué el Padre nuestro es la oración del cristiano, del bautizado, y por qué la repetimos de manera solemne en la misa. Y precisamente el nos atrevemos a decir, de la admonición previa, habla de esa audacia, de ese atrevimiento que supone introducir, bajo la fórmula judía, el significado cristiano. Verdaderamente dirigirse a Dios creador, trascendente, como Jesús se dirige a su Padre, exige pronunciar esta palabra Padre con el mismo amor, la misma reverencia y confianza y el mismo gesto de abandono que un niño tiene para con su padre. Esta fue la actitud de Cristo y debe ser la nuestra.

 

En esto consiste ser hijos de Dios. Esta es la actividad del Espíritu Santo en nuestro interior, que nos hace verdaderamente hijos, no siervos, que nos hace libres, pero libres en el amor.

 

Esto nos ayudará sin duda a rezar mejor, a tomar ante Dios la actitud de hijos, y poder repetir con san Pablo:

 

Bendito sea el Dios y Padre del Señor Jesucristo

quien nos bendijo con toda bendición

espiritual en los cielos en Cristo,

así como él mismo nos escogió antes de

la fundación del mundo,

para ser santos e inmaculados en su

presencia a impulsos del amor,

predestinándonos a la adopción de hijos

suyos por Jesucristo[98]  (Ef 1, 3-5). 

 


 

 

17

SEREMOS GLORIFICADOS

 

 

Hijos y por tanto herederos; herederos

de Dios y coherederos de Cristo,

puesto que sufrimos con él, para

ser también glorificados con él

(Rom 8, 17).

 

Inmediatamente después de haber afirmado nuestra filiación adoptiva divina, que se expresa en la exclamación Abbá, Padre, san Pablo deduce la consecuencia evidente: si somos hijos, también somos herederos. Herederos de Dios pues somos hijos suyos. Coherederos de Cristo; somos sus hermanos y tenemos su misma herencia. Padecemos con él ahora y seremos glorificados con él. Y añade: "Pienso en efecto que los padecimientos de ahora no se pueden comparar a la gloria que nos ha de ser revelada"

(Rom 8, 18).

 

¿En qué consiste esta futura gloria, esta herencia? Evidentemente se trata de la vida del cielo. Pero, ¿en qué piensa san Pablo directamente?

 

Sin duda tiene presente la esperanza cristiana entendida en toda su plenitud, que comprende también la resurrección del cuerpo. Y se puede decir que, para san Pablo, como para todo el Nuevo Testamento, el objeto principal, inmediato y directo de la esperanza del cristiano es precisamente la parusía, el momento en el cual todos los cuerpos resucitarán.

 

En las cartas de esta época, cuando el apóstol habla de la justificación y de la salvación, las considera como algo futuro. Mejor dicho, aquélla como algo que ya aconteció y ésta como algo que ha de venir: "Ahora justificados, entonces seremos salvados" (Rom 5, 9). O lo que es lo mismo, seremos salvados con la parusía, con la resurrección de los cuerpos. Según san Pablo, la salvación del alma no es más que el principio de una salvación más general. El objeto de la esperanza cristiana es la plenitud de la salvación; la salvación completa del hombre y la transformación misteriosa del universo material. Por ello habla también de una esperanza del cosmos.[99]

 

El Concilio Vaticano II ha recogido esta doctrina en sus diversos documentos. Por ejemplo, en la Constitución sobre la Iglesia, dice: "La Iglesia, a la que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús y en la cual, por la gracia de Dios, adquirimos la santidad, no será llevada a su plena salvación sino cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas y cuando, con el género humano, también el universo entero, que está íntimamente unido con el hombre, y por él alcanza su fin, será perfectamente renovado"[100] (Hech 3, 21).

 

De aquí se deducen algunas consecuencias importantes. La primera, que es fundamental, nos dice que el cristiano no busca sólo salvar su alma sino también su cuerpo. Por consiguiente, no es cierto que la religión cristiana enseñe a sacrificar el cuerpo como si éste fuera un puro medio. El cuerpo es ciertamente un servidor indispensable del alma, pero el cristiano, como hombre, no tiene que sacrificar al uno por la otra. La mortificación debe abarcar al cuerpo y al alma porque ambos han de ser liberados de la servidumbre del pecado, y a ambos alcanzará la salvación. Fue el pecado, y no Dios, el que introdujo la muerte en el mundo. Ahora, la redención ha vuelto a traer la vida; y la muerte a la que estamos sujetos no será una verdadera muerte, sino un medio para conseguir la salvación que esperamos.

 

La segunda consecuencia, también de gran importancia, y especialmente en nuestros días en que la conciencia social florece entre los hombres, es que esta salvación total es comunitaria. Todos resucitaremos juntos. Las únicas excepciones serán Cristo y la Virgen, que ya resucitaron. Como nos enseña el dogma de la asunción, a María se le concedió anticipadamente la resurrección, debido a su unión íntima con Cristo.

 

El individualismo es, por lo mismo, imposible. No se puede pensar en la salvación propia sin pensar en la salvación de los demás. Así san Pablo dirá que debemos desear que el cuerpo de Cristo llegue a su edad perfecta, a su estatura completa, es decir, que se realice la salvación de todos.

 

Por eso, la oración debe ser universal. Hasta el fin de su vida san Pablo no dejó de esperar el retorno de Cristo en la parusía, aun estando persuadido de que desde el momento de su muerte estaría unido a Cristo.

 

Es lo que los ángeles dijeron el día de la ascensión: "Varones de Galilea, ¿qué estáis mirando al cielo? Ese Jesús que ha sido llevado de entre vosotros al cielo, vendrá así como le habéis visto ir al cielo" (Hech 1, 11).

 

Y la última palabra de la Biblia es "¡Ven, Señor, Jesús!" (Apoc 22, 20). Siempre que celebramos la misa, estamos anunciando la muerte y resurrección de Cristo "hasta que venga" (1 Cor 11, 26), es decir hasta la parusía. Quizás nosotros no pensamos demasiado en que la parusía es la meta hacia la cual tendemos.

 

Esta es la esperanza cristiana que tan magníficamente nos describe san Pablo, distinguiendo los dos momentos esenciales en la historia de la salvación: la resurrección de Cristo y nuestra resurrección, cuando el último enemigo, la muerte, quede vencido y sean sometidas todas las cosas a Dios, y Dios sea todo en todos (1 cor 15, 23 s.). Tal será el cumplimiento definitivo de la historia de la salvación.

 

Pero aún se deduce una tercera consecuencia. A veces se ha presentado como una evasión o una alienación el hecho de que el cristiano esté orientado hacia la vida futura. Es ésta la objeción fundamental que muchos plantean a nuestra religión. Es el opio del pueblo, dicen, que le impide trabajar o progresar en justicia, que le tiene maniatado con la esperanza de un bien futuro, fuera de esta tierra.

 

San Pablo no ve ninguna contradicción entre los dos aspectos de nuestra salvación: el individual de cada alma después de la muerte, y el colectivo y total -de cuerpo y alma- de toda la humanidad en aquel día. Este segundo es el que principalmente motivaba la esperanza para él y para los primeros cristianos. Y es que un hombre, aun unido ya a Cristo por la visión beatífica, no estará completamente salvado hasta que no entre en posesión de su cuerpo glorioso; hasta que el cuerpo de Cristo haya alcanzado su estado perfecto.

 

Retocando la frase de san Agustín, podríamos decir con más exactitud: Inquieto está nuestro corazón hasta que descansemos todos en ti. 

 

Un autor judío[101] dice que la doctrina de san Pablo, bajo apariencias judaicas, está en abierta contradicción con la religión del pueblo hebreo, pues hace del reino de Dios no un perfeccionamiento de este mundo, como anunciaron los profetas -un mesías nacional, terrestre, que daría la victoria a su pueblo-; sino el reino de un mesías celeste y desinteresado del mundo, un reino puramente espiritual.

 

El Concilio Vaticano II recoge esta objeción. Y su respuesta a la misma no es más que la exposición clara de la auténtica doctrina católica: "La espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios".[102]

 

Es cierto que incluso en la liturgia hay algunas oraciones que pueden dar pie a una interpretación errónea. Por ejemplo, la de la fiesta de la ascensión: "Concede, Señor, que los que creemos que en este día tu unigénito, nuestro redentor, subió a los cielos, moremos también en el cielo con el espíritu".

 

Y otra reciente, de la misa de san Paulino de Nola: "Oh Dios que a los que han dejado todo por ti en este mundo, prometiste el céntuplo y la vida eterna..." Es cierto que la expresión del evangelio de san Mateo da pie para una tal interpretación: "Todo el que deja casa.., recibirá el céntuplo y poseerá la vida eterna" (Mt

19, 29). Pero en Lucas y Marcos aparece claro que el sentido no es un desentenderse de las realidades terrenas. "En verdad os digo, que ninguno que haya dejado casa, mujer, hermanos, padres o hijos por amor al reino de Dios dejará de recibir mucho más en este siglo y la vida eterna en el venidero" (Lc 18, 29-30; Mc

10, 28-31).

 

Hay muchas oraciones que insinúan la misma idea, sobre todo en la liturgia de después de Pentecostés: "Concédenos amar lo que mandas para que, entre los mundanos cambios..."; "mitigar los deseos terrenos y aprender a amar los celestiales"; "liberados de los deseos terrenos, pasar a los celestiales..."

 

¿Qué son estas "cosas terrenas" que debemos no gustar, no amar? ¿Y cuáles son las "cosas celestiales" en las que debemos poner nuestro corazón, y a las que debemos amar?

 

San Pablo nos lo dice: "Si fuisteis, pues, resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios; pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Estáis muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también os manifestaréis gloriosos con él.

 

Mortificad vuestros miembros terrenos, la fornicación, la impureza, la liviandad, la concupiscencia y la avaricia, que es una especie de idolatría, por las cuales viene la cólera de Dios" (Col 3, 1-7). Estas son las cosas que no se han de desear, que son terrenas y no celestes: egoísmo, avaricia, pecado...

 

"Vosotros, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de entrañas de misericordia, bondad, humildad, mansedumbre, longanimidad, soportándoos y perdonándoos mutuamente, siempre que alguno diere a otro motivo de queja. Como el Señor os perdonó, así también perdonaos vosotros" (Col 3, 12-13).

 

Estas son las cosas llamadas "celestes", pero que se han de realizar ya aquí y ahora. Tal fue la vida de Cristo en la tierra y tal debe ser la del cristiano: vida de caridad.

 

El cielo futuro no será otra cosa que una vida de caridad, que ha de comenzar ya aquí. Vivir la vida totalmente al servicio del otro sería un verdadero paraíso. Suponed una familia, una nación en la que se viviera así y se comprenderá lo que es el cielo. Y este es el testimonio que hemos de dar ante los hombres para que puedan comprenderlo, deducirlo.

 

La liturgia lo expresó bien en una oración:

 

"Infunde en nosotros, Señor, el Espíritu de tu caridad (el Espíritu Santo en el cual el Padre nos ama como ama a su Hijo y el Hijo nos ama y ama a su Padre) para que a los que hemos sido saciados con los sacramentos pascuales (terminamos de participar en el acto supremo de amor de Dios a los hombres) nos hagas concordes en tu piedad" (hacer de nosotros un solo corazón, una sola alma, como tenía lugar entre los primeros cristianos, participando de la piedad, de la bondad de Dios).

 

Ved lo que decía el P. Pierre Lyonnet:[103]

 

Los cristianos deben tener en cuenta que tienen un Padre en el cielo; que el cielo es su reino, que están llamados a ser hijos de este reino. Este pensamiento debe constituir nuestra atmósfera. Pero, por otra parte, nuestro apostolado ha de ser encarnado, y de ninguna manera debe desentenderse del mundo terrestre. Hay que dar a los hombres el Espíritu de Cristo para organizar a sus hermanos, todos los hombres, y ponerlos en tal disposición de fraternidad que descubran, mediante este espíritu fraterno, el espíritu de hijos y el Dios del amor. Es decir, que no serán cristianos hasta que no hayan conseguido este espíritu de unidad fraterna.

 

Como se ve, la religión cristiana no es en absoluto una evasión. Su precepto único y principal es la caridad, que busca la forma de ayudar a los otros. Por ejemplo, el latifundista deberá hacer cultivar la propiedad para dar trabajo al mayor número posible de obreros. El cristiano ha de utilizar todos los medios a su alcance para el bien del hombre. Dios no quiso darnos una creación plenamente acabada, sino que la puso en las manos del hombre para que la humanizara, para llegar a establecer el reino de la justicia y de la caridad.

 

Así nos lo ha dicho recientemente el Concilio Vaticano II: "Porque los hombres y las mujeres que, mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que, con su trabajo desarrollan la obra del creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia...

 

De donde se sigue que el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo ni los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, al contrario, les impone como deber el hacerlo".[104]

 

Esta es la misión del cristiano, del laico principalmente: organizar una sociedad en la que todos los hombres puedan amarse. Una sociedad en la que las condiciones de vida sean tales que empujen al odio mutuo, no es ni puede llamarse una sociedad cristiana. Y tal es, por ejemplo, aquella sociedad en la que se den diferencias escandalosas entre ricos y pobres, porque fomentan el odio y la opresión. Este es el motivo de la insistencia de los papas en la justicia social como base para el amor.

 

La esperanza cristiana, pues, es siempre un tema nuevo e interesante. Pero sólo la esperanza bien entendida. Y los hombres esperan esta buena nueva, como tantas otras soluciones que la doctrina de la Iglesia aporta a los problemas del mundo.

 


 

 

18

CRISTO INTERCEDE POR NOSOTROS

 

 

 

Cristo Jesús, el que murió, aún más,

el que resucitó, el que está a la diestra

de Dios, es quien intercede por

nosotros (Rom 8, 34).

 

Hemos dicho en el capitulo anterior que el objeto de la esperanza cristiana, según el Nuevo Testamento, es la parusía, el último episodio de la historia de la salvación.

 

Después, san Pablo, para acrecentar la confianza de los cristianos, y para señalar el motivo de tal confianza, nos dice que Cristo está ahora en el cielo y que intercede por nosotros. Habla del tiempo que media desde la ascensión hasta la parusía, y dice: "Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, antes le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos ha de dar con él todas las cosas?" (Rom 8, 31-32). El fundamento radical de nuestra confianza es el amor de Dios, que se manifiesta en el hecho de que Cristo ha muerto por nosotros cuando éramos aún pecadores (Rom 5, 8). Dios no ha perdonado a su hijo por amor nuestro; por consiguiente, en él nos lo dará todo. "¿Quién acusará a los elegidos de Dios?" (Rom 8, 33). Ciertamente no será Dios, porque él es quien nos justifica, ¿Quién condenará? No puede ser Cristo, ya que él ha muerto por nosotros, por amor hacia nosotros. Y no sólo ha muerto, sino que además ha resucitado y está a la diestra de Dios intercediendo por nosotros. Allí continúa su actividad salvífica, que consiste en una intercesión. Es ésta la afirmación que empleará también en su carta a los hebreos, y que dará su estructura a esta carta. Y dirá que Cristo es nuestro salvador "y es, por tanto, perfecto su poder de salvar a los que por él se acercan a Dios, y siempre vive para interceder por ellos" (Heb 7, 25).

 

Por consiguiente, según san Pablo, Cristo vive verdaderamente en el cielo, donde intercede por nosotros. Podemos citar varios textos que contienen esta verdad. Por ejemplo, éste: "No entró Cristo en un santuario hecho por mano de hombre, figura del verdadero, sino en el mismo cielo, para comparecer ahora en la presencia de Dios a favor nuestro" (Heb 9, 24). Y en otro lugar: "Habiendo ofrecido un sacrificio por los pecados, para siempre se sentó a la diestra de Dios, esperando lo que resta, hasta que sean puestos sus enemigos por escabel de sus pies" (Heb lo, 12-13). Sabemos que Cristo conquistará a sus enemigos en el tiempo que va desde la resurrección a la parusía. Esta misma cita del salmo 8 se encuentra en otro lugar

(1 Cor 15, 25-28), donde presenta de otra forma la misma realidad. Cristo no aparece ya como un intercesor, sino como un luchador. En ambos pasajes, sin embargo, se trata de la misma realidad.

 

Este texto de la carta a los romanos tiene gran importancia. Aunque no estamos acostumbrados a tener en cuenta esta consideración, es central y básica para entender todo el aspecto sacramentario de la vida de la Iglesia. Es Cristo que continúa obrando a través de los sacramentos. Él es quien bautiza, quien absuelve, quien ofrece el sacrificio de la misa. El sacerdote no es más que el ministro de esta actividad de Cristo, que se hace presente de una forma visible sobre la tierra.

 

En su primera carta a la iglesia de Corinto, Pablo resume maravillosamente toda la historia de la salvación. Y en esta historia pone de relieve dos aspectos: muerte y resurrección de Cristo por una parte, y parusía por otra. Dice así: "Y como en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo somos todos vivificados. Pero cada uno a su tiempo: el primero Cristo, luego los de Cristo, cuando él venga" (1 Cor 15, 22). Por consiguiente, la parusía será nuestra resurrección. Y de la misma manera que Cristo ha sido vivificado por su resurrección, así también lo seremos nosotros, ya que, en realidad, Cristo constituye las primicias de esta resurrección. Para captar mejor el sentido de esta frase, tengamos presente qué significaban para los judíos las primicias. Cuando llegaron a la tierra de Canaán, juzgaban que los frutos de esta tierra, por proceder de una tierra pagana, eran impuros y había que purificarlos. El mismo Dios les dijo que tenían que purificar las primicias, ofreciéndoselas a él, para purificar toda la recolección. Lo que importa tener en cuenta es esto: mediante los primeros frutos, que quedaban purificados al ofrecérselos a Dios, quedaba purificada toda la cosecha, de la que tenían que alimentarse. Por consiguiente, cuando Pablo afirma que Cristo resucitado constituye las primicias, quiere significar que en él hemos resucitado todos. La resurrección de Cristo no habría tenido ningún significado, si nosotros no hubiéramos tenido que resucitar, como no lo habrían tenido las primicias, si los judíos no hubieran tenido que comer de aquella recolección que quedaba purificada. Cristo ha resucitado por nosotros, como afirman los padres de la Iglesia.

 

Por este motivo, la liturgia de la Iglesia, igual que san Pablo en sus cartas a los colosenses y a los efesios, consideran a todos los cristianos ya resucitados, aun corporalmente, en Cristo. Esta obra se consumará en la parusía. El primero que ha resucitado es Cristo, "luego los de Cristo, cuando él venga" (1 Cor 15, 23). Y entonces será ya el fin, la consumación de su obra redentora, "cuando entregue a Dios Padre el reino, cuando haya reducido a la nada todo principado, toda potestad y todo poder" (1 Cor 15, 24). Esta es la obra que tiene que realizar Cristo en este tiempo que va desde la resurrección hasta la parusía. Es verdad que, en sentido absoluto, ya ha vencido a Satanás, pero continúa reduciéndolo y haciendo ineficaz su obra destructora hasta el momento de la parusía; hasta que Dios haya puesto a todos sus enemigos bajo sus pies. Cristo, en el cielo, conquista poco a poco su reino; o lo que es igual, Dios Padre conquista paulatinamente su reino, ya que la actividad de Cristo es la misma actividad de Dios, porque todo lo ha recibido de él, como Hijo y como hombre. El último enemigo que tendrá que reducir a la nada es la muerte (1 Cor 15, 26), que será destruida precisamente mediante la resurrección final de todos, en la parusía. "Cuando le queden sometidas todas las cosas, entonces el mismo Hijo se sujetará a quien a él todo se lo sometió, para que sea Dios todo en todas las cosas" (1 cor 15, 28). Esta es la síntesis de la historia de la salvación, partiendo desde el pecado de Adán, en quien todos pecamos. En esta síntesis, lo importante es ver cómo el apóstol de las gentes pone de relieve la actividad de Cristo durante el tiempo que va desde la resurrección hasta la parusía.

 

Esta doctrina no se opone en absoluto al famoso ephapax de la carta a los hebreos (Heb 9, 11), donde se subraya la eficacia suprema del sacrificio de Cristo. Precisamente la carta que más habla de esta actividad es la carta a los hebreos y, no obstante, repite también hasta la saciedad.: ephapax, ephapax.

 

El mismo O. Cullmann, en oposición a sus hermanos protestantes, ha puesto de relieve en su cristología esta actividad de Cristo, de que venimos hablando. Dice: "Que Cristo prosiga su obra después de su glorificación no es una invención católica -como piensan generalmente todos los protestantes- sino que es una idea fundamental de todo el Nuevo Testamento".[105]

 

Y en otro lugar: "Si la cristología protestante no da generalmente a esta idea el puesto que merece, se debe a que la teología protestante no ha reconocido la importancia que tiene este período intermedio para la doctrina del Nuevo Testamento".[106]

 

Estas observaciones me parecen justas, y creo que la verdadera doctrina sacramentaria radica en esto: no olvidar que Cristo continúa obrando, y que el papel de la Iglesia sobre la tierra consiste en hacer presente, por medio de los sacramentos, esta actividad de Cristo.

 

Hay otro pasaje semejante al final del primer capítulo de la carta a los efesios, donde san Pablo cita el mismo salmo: "...según la fuerza de su virtud, que él ejerció en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos, por encima de todo principado, potestad, virtud y dominación, y de todo cuanto tiene nombre, no sólo en este siglo, sino también en el venidero. A él sujetó todas las cosas bajo sus pies y le puso por cabeza de todas las cosas en la Iglesia" (Ef1, 19-21). Aquí aparece la supremacía total de Cristo, que es cabeza de la Iglesia. Y después añade: "Que es su cuerpo, la plenitud del que recibe de ella su complemento total y universal". La idea es ésta: Cristo es la cabeza y la Iglesia su cuerpo; aún más, es aquello que está lleno de Cristo. Según la interpretación defendida por Feuillet,[107] Cristo es llenado, a su vez, por el Padre. En tal caso tenemos algo muy semejante a lo que se dice en la primera carta a los fieles de Corinto: "Para que sea Dios todo en todos" (1 Cor 15, 28). Y Dios lo será todo en todos a través de Cristo.

 

En la carta a los colosenses encontramos la misma idea: "Pues en Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente" (Col 2, 9). Es decir, en Cristo tenemos toda la divinidad, encarnada en un cuerpo. Y continúa: "Y estáis llenos de él, que es la cabeza..."

 

Resumiendo todo lo que hemos dicho, podemos llegar a la siguiente formulación: vosotros, la Iglesia, estáis llenos de Cristo; y Cristo, lleno de Dios, de tal forma que Dios es todo en todos. Y esta es precisamente la realización del plan salvífico divino: en la Iglesia alcanzamos, a través de Cristo, a Dios. No hay nada en Dios que no esté en Cristo; no hay nada en Cristo que no esté en la Iglesia. En la Iglesia tenemos a Cristo y, en Cristo, a Dios.

 

La actividad intercesora de Cristo no se reduce a este estadio final que estamos viviendo. Toda su vida fue una intercesión. Hemos visto que su vida pública debía durar apenas dos años y medio, y sabemos que pasó treinta años en el silencio de Nazaret. Pero, aun así, cuando va a comenzar su ministerio, siente todavía la necesidad de consagrar cuarenta días a la oración (Mt 4, 1-2). Inmediatamente después del bautismo, donde es consagrado oficialmente como mesías, empieza su actividad mesiánica con un retiro de cuarenta días y cuarenta noches. Es verdad que los sinópticos, que son los que narran este episodio, no hacen alusión directa a la oración de Cristo, sino únicamente a su ayuno, para explicar las tentaciones. Pero esto es suficiente para un lector que conoce el Antiguo Testamento. La actividad de Jesucristo es semejante a la de Moisés. Basta leer el Deuteronomio: '"Luego me postré en la presencia de Yavé, como la primera vez, durante cuarenta días y cuarenta noches, sin comer pan y sin beber agua" (Dt 9, 18). Exactamente como Jesús, estaba ocupado en la oración. Y continúa: "Por todos los pecados que vosotros habíais cometido, haciendo lo malo a los ojos de Yavé, irritándole. Yo estaba espantado de ver la cólera y el furor con que Yavé estaba irritado contra vosotros, hasta querer destruiros; pero todavía esta vez me escuchó Yavé". Y en el v. 25, donde cuenta el argumento de su oración, dice: "Yo me postré ante Yavé aquellos cuarenta días y cuarenta noches que estuve postrado, porque Yavé hablaba de destruiros y le rogué diciendo: Señor, Yavé, no destruyas a tu pueblo, a tu heredad, redimida por tu grandeza, sacándolos de Egipto con tu mano poderosa. Acuérdate de tus siervos Abraham, Isaac y Jacob; no mires a la dureza de este pueblo, a su perversidad, a su pecado; que no puedan decir los de la tierra de la que nos ha sacado: por no poder Yavé hacerlos entrar en la tierra que les había prometido, y porque los odiaba, los ha sacado fuera, para hacerlos morir en el desierto. Son tu pueblo, tu heredad, que con tu gran poder y brazo tendido has sacado fuera". Evidentemente, Jesús ha comenzado su vida mesiánica con una intercesión semejante, pensando que esta intercesión formaba parte de su misión apostólica.

 

Suelen decirnos frecuentemente a los sacerdotes que debemos orar para mantenernos unidos a Dios, para no disiparnos. No niego que esto es verdad, pero no constituye la única razón. Cristo no tenía necesidad de esto, ya que él estaba siempre perfectamente unido al Padre. Cuando se ha retirado a orar, no ha sido única ni principalmente para darnos ejemplo, sino porque sabía que la oración intercesora formaba parte de su misión. A veces podemos tener la impresión de que perdemos el tiempo orando, por ejemplo cuando rezamos el breviario. Cristo pensaba de forma muy distinta. No sólo al principio de su vida propiamente mesiánica no piensa que es perder el tiempo el quitar cuarenta días a un período de tiempo tan limitado como son dos años y medio, sino que frecuentemente se retira a orar cuando tiene que decidir algo   importante. Ya hemos hablado de cómo se pasó la noche en oración antes de elegir a los doce. Y citamos también la interpretación de san Ambrosio, que dice que rezaba por los doce que iba a elegir y por su elección misma. Igual que ha orado por nosotros, por todos los futuros sacerdotes.

 

También antes de la confesión de san Pedro, uno de los momentos importantes de su vida, Cristo ora a su Padre. San Lucas (Lc 9, 18) nos dice que Cristo estaba orando a solas. Evidentemente, quería entregarse a esta actividad esencialmente apostólica que es la oración. Lo mismo hace en varias ocasiones antes de realizar un milagro. Y antes de la pasión, san Juan nos transmitió la oración sacerdotal de Cristo, y los sinópticos su oración en Getsemaní, en un momento de desolación, separado de los apóstoles, donde no sabe ni qué decir; repite constantemente la misma oración. A sus discípulos les recomienda que oren para no caer en tentación, pero ellos se duermen. Por esta razón, Pedro le niega y los demás escapan todos.

 

La carta a los hebreos que, como hemos dicho antes, presenta la actividad de Cristo después de su muerte como una intercesión, nos presenta igualmente su muerte como una oración intensa: "Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte, fue escuchado por su reverencial temor. Y aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia, y por ser consumado, vino a ser para todos los que le obedecen, causa de salud eterna" (Heb 5, 7-9). Hagamos algunas breves observaciones. Las expresiones iniciales se encuentran en Filón y en otros autores para expresar una oración intensa. Creo que el autor quiere presentar el conjunto de la pasión, y no sólo la agonía, como una oración de intercesión, como una intercesión solemne, que en realidad es un acto de obediencia y de amor. Una vez que, mediante esta oración -obediencia y amor- ha llegado a ser perfecto, se ha convertido en motivo de salud eterna para todos los que le obedecen. De esta forma, Cristo nos ha salvado, ha sido el instrumento de nuestra salvación. Pero, al decir instrumento, téngase bien en cuenta que no se trata de una cosa, sino de una persona que nos salva libremente. Y esta intercesión, que alcanza el punto culminante en su muerte, se va a perpetuar hasta la parusía.

 

Pero Cristo nos ha inculcado esta verdad, que es capital, no sólo con su ejemplo, sino también con su doctrina. Baste recordar su insistencia cuando nos enseña el Padre nuestro. En Lucas, esta oración está comentada por medio de una parábola: la del amigo inoportuno. Lucas nos pone esta parábola  inmediatamente después del Padre nuestro, y su versión probablemente responde a la realidad. Cristo debió enseñarles esta oración tres o cuatro meses antes de su oración en Getsemaní, donde él mismo repetirá más tarde, insistentemente: Padre, hágase tu voluntad y no la mía. Veamos la versión de Lucas: "Y les dijo: si alguno de vosotros tuviere un amigo y viniere a él a media noche, y le dijera: amigo, préstame tres panes, pues un amigo mío ha llegado de viaje y no tengo qué darle. Y él, respondiendo de dentro, le dijese: no me molestes, la puerta está ya cerrada y mis niños están conmigo en la cama; no puedo levantarme para dártelos. Yo os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad, se levantará y le dará cuanto necesite. Os digo, pues: pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá; porque, quien pide recibe y quien busca, halla, y a quien llama, se le abre. ¿Qué padre, entre vosotros, si el hijo le pide un pan le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará, en vez del pez, una serpiente...? Si vosotros, pues, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?" (Lc 11, 5-13).

 

Cristo quiere que nosotros pidamos. Y así lo comprendió la Iglesia primitiva. En el libro de los Hechos podemos ver la importancia que los primeros cristianos atribuyen a la oración. Ya al principio nos dice que los apóstoles estaban en Jerusalén esperando el Espíritu Santo, y "perseveraban unánimes en la oración, con... María la madre de Jesús" (Hech 1, 14). Vemos también su actitud cuando tratan de elegir el sucesor de Judas: "Orando dijeron..." (Hech 1, 24). Hemos hablado en capítulos anteriores de la importancia que tiene saber qué quiere Dios, qué insinúa el Espíritu Santo. Y esto sólo podemos conocerlo mediante la oración.

 

Esta misma actitud de la Iglesia primitiva la encontramos en las cartas de san Pablo. Es extraordinaria la importancia que el apóstol concede a la oración. Casi siempre empieza diciendo que da gracias a Dios, que no cesa de darle gracias. Tomemos una, a modo de ejemplo. La primera carta a la iglesia de Tesalónica:

"Damos siempre gracias a Dios por todos vosotros y recordándoos en nuestras oraciones, haciendo sin cesar ante nuestro Dios y Padre memoria de la obra de vuestra fe, del trabajo de vuestra caridad y de la perseverante esperanza en nuestro Señor Jesucristo" (1 Tes 1, 3). Como se ve, son oraciones ordenadas al apostolado. Y después: "Por esto, incesantemente damos gracias a Dios de que al oír la palabra de Dios que os predicamos la acogisteis no como palabra de hombre, sino como palabra de Dios, cual en verdad es" (1 Tes 2, 13). Y en el c. 3: “¿Pues qué gracias daremos a Dios en retorno de todo este gozo que por vosotros disfrutamos ante nuestro Dios, orando noche y día con la mayor instancia por ver vuestro rostro y completar lo que falte a vuestra fe?" (l Tes 3, 9-10). Esta oración de Pablo responde a la oración de los fieles, a quienes pide que recen: "Orad sin cesar. Dad en todo gracias a Dios, porque tal es su voluntad en Cristo Jesús" (1 Tes 5, 17). Esta oración es incesante noche y día (1 Tes 2, 9), pero además con insistencia. Para demostrar la

intensidad y la insistencia de tal oración, Pablo compone el adverbio úperekperissoú: sobreabundantemente (1 Tes 5, 13). Es el término que utiliza para designar la estima que los Cristianos deben tener hacia sus superiores, y el mismo que emplea para calificar el poder de Dios (Ef 3, 20), capaz de escucharnos por encima de cuanto podamos pedir o concebir. Encontramos esta misma doctrina en su segunda Carta a los corintios y en todas sus cartas en general. Por este motivo, cuando se encuentre en la cárcel, no tendrá la impresión de que está perdiendo el tiempo, sino que manifestará que su apostolado continúa, porque pide por los colosenses, por los de Laodicea... Es consciente de permanecer siempre y en todo lugar apóstol, aunque no pueda predicar. Conoce la eficacia de la oración para el apostolado. Sabe que en la vida apostólica tiene una función totalmente primordial. La actividad apostólica y la oración no son algo distinto, sino dos aspectos de una misma realidad igualmente necesarios.

 


 

 

 

19

LUCHAD CON VUESTRAS ORACIONES

 

 

Os recomiendo, hermanos, por nuestro

Señor Jesucristo y por la caridad

del Espíritu, que luchéis a mi lado

con vuestras oraciones (Rom 15, 30).

 

En el capitulo precedente, hemos visto la importancia que Cristo atribuye a la oración y cómo nos recomienda orar insistentemente. Hemos visto también que la Iglesia primitiva, fiel a este mandato del maestro, se recogía frecuentemente en oración cuando se encontraba ante algún problema importante. Las cartas de san Pablo, hemos dicho, nos exponen la misma doctrina. En todo ello, siguen la tradición del

Antiguo Testamento, y hemos reproducido un texto donde Moisés lucha con Dios, mediante la oración, para conseguir el perdón de su pueblo. Podíamos recordar también la oración de Abraham, la primera que nos reproduce la sagrada Escritura, en pro de Sodoma y Gomorra (Gén 19), que aparece como una verdadera lucha con Dios.

 

Hemos dicho asimismo que esta oración de intercesión es esencial para el apostolado, como parte integrante del mismo. La actitud de Cristo y la de Pablo nos lo manifiestan. Se trata ahora de ver cuál es el sentido de esta oración y por qué Dios nos pide que oremos insistentemente, como hemos visto en la parábola del amigo importuno.

 

Cuando Dios nos recomienda que oremos, no lo hace evidentemente para conocer nuestras necesidades. Él sabe perfectamente lo que necesitamos y conoce nuestras situaciones difíciles. Tampoco se trata de cambiar la voluntad de Dios. Sería como decir que su voluntad no es perfecta y que nosotros sabemos mejor que él qué es lo que se debe hacer en cada caso. Ello supondría una injuria contra el amor y contra la sabiduría de Dios. Algunos filósofos, Kant entre ellos, se escandalizan de esta lucha insistente de los cristianos que intentan, mediante la oración, cambiar los designios de Dios en provecho del hombre.

 

Es verdad que muchos cristianos tienen esta idea de la oración. Hacen una peregrinación, un voto, para hacer cambiar a Dios. Tienen miedo de su voluntad y no se resignan fácilmente a aceptarla, sobre todo cuando se trata de la muerte de un ser querido. Es claro que el sentido de la oración no puede ser éste.

 

Santo Tomás, sobre todo en el Compendium Theologiae, lib. 2, 2ª parte, c. 2, se ha enfrentado directamente con este problema. El título es: "De cómo la oración conviene a los hombres para obtener lo que esperamos de Dios y de las diferencias que hay entre la oración que el hombre dirige a Dios y la que dirige a otro hombre". Dice así: "El hombre necesita la oración: 1) Para expresar el deseo del que ora y su indigencia; 2) Para mover el corazón de aquel que imploramos hasta hacerlo ceder". Ahora bien, cuando oramos a Dios, estos dos fines no tienen sentido. Rezando no intentamos manifestar nuestros deseos y nuestras necesidades a un Dios que lo sabe todo: "Bien sabe vuestro Padre celestial que de todo eso tenéis necesidad" (Mt 6, 32). No se trata tampoco de hacer, mediante palabras humanas, que la voluntad divina quiera lo que antes no quería.

 

Para comprender la naturaleza de la oración, hay que tener presente que es Dios mismo quien suscita la oración en nosotros. Si rezamos, es porque Dios nos lo inspira. Hay una oración que resume   maravillosamente esta doctrina. Dice así: "Te rogamos, Señor, que, anticipándote a nuestras acciones, las inspires y las acompañes con tu ayuda, a fin que todas nuestras oraciones y obras empiecen siempre en ti y en ti terminen".[108] Como se ve, Dios está en el origen, en la continuación y en el final de toda oración y de toda acción sobrenatural nuestra.

 

Pero la pregunta surge aún más imperiosamente: entonces, ¿para qué sirve la oración? Ante todo, para asociarnos a su obra redentora, para que colaboremos con él en la obra de salvación. Es señal de un amor más grande hacia la persona con la que queremos practicar la caridad el permitirle que ella misma colabore según sus posibilidades. Es lo que hace Dios manifestando de esta forma el gran respeto hacia el hombre, a quien ama en su libertad. Quiere que no podamos volver a él por nuestros propios medios, pero que  podamos algo. Y este algo es la oración que nos inspira. De la misma manera, al encarnarse, manifestó su respeto a la libertad de la Virgen pidiéndole su consentimiento. Entró, pues, a formar parte de la humanidad mediante el asentimiento libre de una criatura. Según varios autores, también en el acto último, su muerte, ha pedido Jesús el asentimiento de su madre. Según ellos, al aceptar a Juan como hijo, al pie de la cruz, la Virgen ha aceptado implícitamente la pérdida de su Hijo verdadero, la muerte de Cristo.

 

En cierto modo, también a nosotros nos pide nuestro consentimiento cuando nos pide la oración. Según santo Tomás, quiere que nuestras oraciones sean casi causas instrumentales de las gracias que concede a los demás. Quiere salvar y santificar a los demás por medio de las oraciones que hacemos, por la comunión de los santos. Por este motivo, si oramos, aceptamos en cierto modo la salvación de los otros.

 

Pero hay otra razón, en la que insiste también santo Tomás, siguiendo en este punto el pensamiento de san Agustín. Los padres de la Iglesia se plantearon ya el problema de la aparente contradicción entre la insistencia en la necesidad de orar y la afirmación de que Dios sabe todo lo que necesitamos (Mt 6, 8). Precisamente tratan de la cuestión que nos ocupa a propósito de esta dificultad. San Agustín se pregunta: "¿Qué necesidad hay de orar, si Dios ya conoce lo que necesitamos...? A no ser porque la misma intención de orar serena nuestro corazón y lo purifica y lo capacita para recibir los dones divinos que nos son infundidos espiritualmente".[109]

 

La oración nos hace capaces de recibir lo que Dios nos quiere dar, dispone nuestro ánimo. Lo mismo repite santo Tomás en la continuación del texto que hemos citado: "La oración le es necesaria al hombre para obtener algo de Dios, no a causa de Dios, sino a causa del que reza, porque así se hace capaz de recibir". Por esta causa, la oración jamás es importuna, ya que, mediante ella, permitimos en cierto sentido a Dios concedemos lo que él mismo nos quiere dar. No estamos dispuestos para recibir lo que quiere darnos y permite que nos dispongamos de esta forma. Y ahora nos es fácil advertir que la oración más perfecta es la que se conforma plenamente a la voluntad de Dios, como la de Cristo en Getsemaní: "No se haga como yo quiero, sino como quieres tú" (Mt 26, 39). Este es el significado profundo de la oración, según santo Tomás y san Agustín.

 

Ahora vamos a aplicar esta doctrina al apostolado. El sacerdote es el instrumento apostólico de que el Señor se sirve. Pero, de por sí, no está a la altura de su cometido, no puede nada. El fin de la oración, al menos uno de los principales, es hacer a este instrumento más capaz para servir al Señor y realizar lo que Dios espera de él.

 

Una muchacha de Acción Católica, de profunda vida interior, hablaba de las mil ocasiones en que había podido hacer bien a mucha gente en contactos personales. Las demás le preguntaron cómo lograba hacerlo. Y esta chica dijo sencillamente: "Para ganar un alma es necesario haberla llevado durante mucho tiempo en la oración". Ella decía que cada vez que salía de casa, en el tranvía, en el autobús, rezaba por cada una de esas personas. Lo primero que hacia siempre era rezar. Había comprendido que la oración permite al Señor servirse de nosotros.

 

Esta reflexión puede servir enormemente al sacerdote en su trabajo apostólico. Muchas veces quisiéramos hacer algo por una persona y nos sentimos impotentes. El Señor espera nuestra oración. Orando y mortificándonos nos permitirá Dios tener acceso a esa persona.

 

Uno de los principales promotores, al menos en Francia, de la oración por la unión de las iglesias fue el P. Couturier, que murió hace pocos años. Él pensaba que el principal instrumento para la unión era la oración. Su vida era esencialmente una vida de oración. Cuando empezó su campaña, encontró una oposición fuerte.

Estaba en Lyon, el año 1935, cuando organizó por vez primera diversas conferencias para cada uno de los días del octavario. Alquiló una sala con 250 puestos. No pasaron de diez las personas que acudieron cada uno de los días del primer año. Los resultados podemos constatarlos ahora. Fue al final de una de estas semanas, cuando Juan XXIII anunció el Concilio Vaticano II, pensando cómo podría él contribuir al movimiento ecuménico. Conocemos también la insistencia con que Juan XXIII pedía a los cristianos que orasen por el concilio. Se lo pedía a los presos, a los enfermos, a los niños, a los sacerdotes, a todos. Era algo esencial. Sólo mediante la oración podría tener éxito esta aventura, este riesgo que supone siempre un concilio. Nadie sabía, cuando empezó, qué rutas iba a seguir ni qué orientación tendría. Ahora ya podemos mirar con alegría el balance.

 

En una hoja parroquial de París, leí esto: "Los sacerdotes de la comunidad parroquial, conscientes de la misión que el Señor les ha encomendado ante vosotros: 1) rezan por vosotros; cada día recitan por vosotros el oficio a tal hora. Cada una de estas oraciones son anunciadas por la campana, y cuando oigáis esta campana podéis pensar que los sacerdotes de vuestra parroquia se reúnen en la Iglesia y rezan a vuestra intención. Si podéis, venid a la Iglesia y, si no podéis, uníos al menos a esta oración; 2) están a vuestra disposición cada día... no dudéis en venir cuando tengáis necesidad de ellos, etcétera". Lo que más me ha impresionado ha sido lo primero: Rezan por vosotros. Tenían conciencia de que el primer deber del sacerdote es la oración. En cualquier puesto que desempeñe sus funciones. Si no reza, priva a los fieles de algo a que tienen derecho. A veces un sacerdote con cura de almas puede tener la impresión de que olvida sus deberes dedicándose a la oración, mientras que en alguna parte le esperan. Esta impresión es terrible tanto para la espiritualidad como sicológicamente en la vida apostólica. Es necesario tener las ideas claras y saber que, cuando oramos, cuando recitamos durante el día el breviario, nos estamos haciendo más aptos para ser utilizados por Dios según su voluntad. Si tenemos esta convicción, es seguro que perseveraremos en la oración, que seremos fieles a nuestra misión, y haremos un servicio auténtico a la comunidad que tenemos encomendada.

 

Cuanto acabamos de decir tiene una aplicación especial en el caso del breviario, que no es una oración que hacemos por los demás, sino en lugar de ellos. El sacerdote reza en lugar de todos aquellos que no saben o que no tienen tiempo. Es la oración litúrgica, la oración de la Iglesia. En ella no somos nosotros quienes rezamos, sino toda la Iglesia, y especialmente la Iglesia triunfante: Cristo, la Virgen, los santos, que interceden por nosotros.

 

Cuando el sacerdote ora, no se reserva un tiempo para sí egoísticamente, sino que ejerce su ministerio de esta forma en pro de los otros. Cuanto más importante sea el cometido de cada uno, mayor es la necesidad de orar. Es muy difícil orar cuando uno está abrumado de trabajo. Quizá sea difícil encontrar un rato libre cada día, pero siempre es posible encontrar un día a la semana o al mes. El cardenal arzobispo de Burdeos, Richaud, decía en una carta a sus sacerdotes que quería establecer el reposo semanal obligatorio para todos los sacerdotes. Un día entero dedicado al estudio y a la oración. Y, si era posible, en lugar distinto de aquel donde se reside habitualmente. Los monasterios constituyen un lugar ideal, por el ambiente que reina en ellos.

 

El P. Godin, autor de La Iglesia en estado de misión, a pesar de todo su trabajo, cada día encontraba tiempo libre para el estudio y la oración. Un misionero de Marruecos, fallecido recientemente, decía: "El momento en que me siento más fundamentalmente misionero no es ni cuando predico ni cuando curo a los enfermos, sino, por la noche, cuando me encuentro en mi pequeña capilla con Cristo, a quien llevo en mí, en virtud de mi sacerdocio y de mi existencia cristiana. Me abandono en sus manos, para que en mí y por medio de mí, que me he hecho africano con los africanos, él rece y se inmole por mis hermanos, a fin de que el Padre un día los conduzca a todos a la salvación por medio de su Hijo. He aquí la mística profunda de mi apostolado".

 

El verdadero apóstol, cuanto más experimenta las necesidades de los hombres en su contacto con ellos, tanto más siente la necesidad de orar y de trabajar. La vida activa en contacto con el mundo, en lugar de constituir un obstáculo, puede y debe ser el móvil más profundo de una auténtica vida interior.

 

Son las magníficas palabras de san Juan Crisóstomo predicando en Antioquía cuando afirma: "De buen grado aceptaría todo por vosotros. No sabéis, ignoráis la tiranía de la paternidad espiritual, y cómo aquel que engendra, así los santos, preferiría mil veces ser hecho pedazos antes que ver perecer a uno de sus hijos".

Es esta responsabilidad apostólica la que constituye para nosotros no sólo un medio de protección, sino también un incentivo. Leyendo la vida del cura de Ars nos damos cuenta de que la parroquia ha sido el origen de su santidad. Su parroquia era una de las peores de la diócesis; porque lo consideraban un hombre incapaz le dieron esta comunidad donde no podría hacer un mal muy grande. Él lo sabía y se convenció de que su misión era convertirlos. Se sintió responsable y éste fue el origen de su santidad.

 

Como conclusión, me permito citar una carta del P. Pierre Lyonnet, donde habla de la ordenación. Está escrita el 3 de diciembre, festividad de san Francisco Javier, y va dirigida a uno de sus antiguos alumnos, que iba a ser sacerdote aquellos días. Dice así: "Hazte un corazón compasivo. Es lo que más necesita el sacerdote. Debe estar preparado en todo momento para llevar cualquier dolor. No sólo para dar buenas palabras, sino para compadecer, para sufrir con los demás, aunque tenga un gran deseo de dejar todo esto y cerrarse en su tranquilidad; es necesario dejar nuestra puerta abierta, a fin de que pueda venir, como las olas del mar, la pena del mundo. Se tenía que poder decir del sacerdote: he aquí el que quita el pecado del mundo. Los primeros días de sacerdocio lo que más hace temer es la proximidad del Dios santísimo. Los ordenandos me parecen en el día de la ordenación tener como una cara quemada por esta presencia, todos abrasados. Después, es la presencia de los hombres la que hace temer, la exigencia, el asalto perpetuo, esta llamada que se puede, por desgracia, no oír. Un sacerdote que no siente, y entonces las almas mueren de hambre. ¡Ah, si san Francisco Javier pudiera darnos un poco de su locura, si fuéramos sacerdotes verdaderamente capaces de correr en socorro de los otros hasta dar nuestra vida! Cuanto más se acerca uno a Dios; peor hijo se siente uno. Cuánto más se acerca uno a los demás, uno siente que piden mucho más, y nosotros estamos vacíos, o llenos de nosotros". Y en otra carta decía a un ordenando: "El acercarse a Dios es siempre abrasador. Veréis que Dios es siempre exigente, sobre todo por medio de los otros, y que la presencia de los demás es mucho más tremenda que la presencia de Dios sobre el altar. Los otros, por los cuales debemos estar siempre dispuestos a dar todo, incluso nuestra vida.


 


[1] Com. in Lc 6, 1. 5. post init.

[2] Cf. Rom 8, 34; Heb 9, 24.

[3] Decr. Presbyt. ord. 4.

[4] Cf. S. LYONNET, La soteriologia paulina, en: A. ROBERT-A. FEUILLIET, Introducción a la Biblia, 2. Barcelona 1965, 747.

[5] He examinado brevemente el misal de la iglesia de Milán, y no he hallado excepción alguna. Quizás haya excepciones en otras liturgias.

[6] Const. Gaudium el spes, 12; cf. 57.

[7] Adv. haer., 4, 15.

[8] Cf.D.1783.

[9] Const. Gaudium et spes, 19.

[10] Ibid. 2.

[11] Decr. Ad gentes, 2; cf, también 7, 9; Const. Lumen gentium, 17.

[12] M. Flick- Z. Alzeghy, Los comienzos de la salvación. Sígueme, Salamanca 1965, 196.

[13] Tract 49 in Jn post init.

[14] Decr. Apostolicam actuositatem, 2; Decr. Presbyt. ordinis, 2.

[15] STh 1-2, q. 114, 1-2.

[16] Oración de la misa del domingo 10 después de Pentecostés.

[17] Cf. Introducción a la Biblia, 2, 759.

[18] Etudes (1955) 153.

[19] A. Camus, L'homme révolté, 34.

[20] Cf. S. LYONNET, Le péché: DBS 7, 481-567.

[21] La traducción de esta cita es del autor.

[22] Exsultet, pregón de la vigilia pascual.

[23] Cf. D. 195.

[24] Sermón 99.

[25] Praef. in epist, can.

[26] Cf. P, LYONNET, Ecrits spirituels, 2, 80-83. La cita no es literal.

[27] Sermón 36: PL 5, 220-221.

[28] Apología David, 1, 2.

[29] En el 2° noct. maitines del día 4 de octubre.

[30] Expositio in epist. S. Pauli ad 2 Cor 12, 3.

[31] Moralia in Job, 2, 83 (SCh 32, 241).

[32] Homilia 29 in evangelia.

[33] Novissima verba:15 de mayo, 60.

[34] Historia de un alma, c. ll,

[35] P. LYONNET, o. c., 239.

 

[36] Cf. Introducción a la Biblia 2, 761

 

[37] De veritate q. 28, 1-8.

[38] Proslogion, c. 10.

 

[39] Sobre este tema, cf. S. LYONNET, De peccato el redemptione, 2, l18.

[40] Cf. Sal 80, 2; 99, 1; 1 Sam 4, 4; 2 Sam 6, 2; 2 Re 19, 15; Is 37, 16; 1Cron 13, 6.

[41] STh 3, q. 47, a. 3.

[42] Acción litúrgica del Viernes Santo.

[43] Cf. VTB. 327-335

[44] Expositio in epist. S. Pauli ad Rom. 5, 2.

[45] In Gen 8, 5.

[46] Ibid.

[47] Cf. La vie selon l'Esprit, 186, n. l.

 

[48] Römerbrief, c. 4.

[49] Bible de Jérusalem, Rom 1, 5, nota e

[50] Expos. in epist. ad Heb 5, 2.

 

[51] In Gen 8, 5.

[52] In Gen 8, 5.

[53] Etudes avr (1945) 11-12.

 

[54] P. DE CLORIVIÈRE, Grands exercices, 182.

[55] VS fév. (1952) 167-168.

[56] Ecrits spirituels, 1, 8-9.

 

[57] Etudes avr. (1945) 21-23.

 

[58] Cf. Libertad y ley nueva. Sígueme, Salamanca 1964, 13.

 

[59] M. LEGAUT, Prières d'un croyant, 222.

 

[60] Este tema está más desarrollado en La vie selon l'Esprit, 182.

[61] Comentado a 1 Tim 1, 8; cf. La vie selon l'Esprit, 186.

 

[62] In Rom 8, 2; STh 1-2, q. 106, a. 1, c.

[63] STh Ibid.

[64] STh Ibid.; cf. también In 2 Cor 3, 6.

 

[65] Comentario a Heb 8, 10; cf, La vie selon l'Esprit, 182.

[66] STh 1-2, q. 106, a. 2.

 

[67] Sobre este capitulo y el siguiente, cf, Libertad y ley nueva, 93-l12,

[68] Libertad y ley nueva, 108.

[69] Exposit, in 2 Cor 3, 2; cf. Libertad y ley nueva, 122-123.

[70] In 2 Cor 3, 17; STh 1, q. 96, a. 4.

[71] Cf. Libertad y ley nueva, 124.

 

[72] Cf. STh 1-2, q, 108, a. l.

 

[73] CH. DE FOUCAULD, Escritos espirituales. Madrid 1958.

[74] VS 102 (1960) 309.

[75] PL 35, 2.016.

[76] Const. Lumen gentium, 9.

 

[77] Const. Gaudium et Spes, 24.

[78] Cf. ARISTÓTELES, Moral a Nicómaco, 1, 4, c. 3; también Gran ética, 1, c. 25.

[79] Contra gentiles, 4, 22.

 

[80] H. VIGNON, Adnotationes in tract. de virtutibus inf. (ed. privada), 100.

[81] STh 1-2, q. 110, a. 4.

[82] Sermón 17, 9.

 

[83] Pío XII, Discurso a la FAO.

[84] Const. Gaudium et spes, 12.

 

[85] ibid., 27.

[86] Así lo narra su hermana Gilbertte Perier.

[87] La expresión es del P. Muckennann, Para justificar su oposición a Hitler.

[88] SAN IGNACIO, Ejercicios espirituales, 4ª. sem. n. 230s.

[89] Cf. La Vie selon l'Esprit, 232.

 

[90] STh 1-2, q. 73, a. 2-4.

 

[91] Y. DE MONTCHEUIL, o. c.

 

[92] SAN IGNACIO, Libro de los ejercicios, Meditación de las 2 banderas, n. 13a.

[93] Declar. Dignitatis humanae, 11.

 

[94] SAN IGNACIO, Ejercicios espirituales, n. 181.

[95] Ibid, n. 169.

[96] Esta es la idea central del libro que venimos citando de I. DE LA POTTERIE-S. LYONNET, La vie selon l'Esprit, condition du chrétien. Cerf, Paris 1966.

[97] Comentando Rom 8, 15; cf. también STh 3, q. 39, a. 8, ad, 3, cuando habla del bautismo y la transfiguración de Cristo.

[98] Cf. Libertad y ley nueva, 32.

 

[99] Cf. Lumvie 48 (1960) 43-62.

[100] Const. Lumen gentium, 48; y 9; Const. Gaudium et spes, 39.

[101] Se trata de J. Klausner; cf, La vie selon l'Esprit, 248.

 

[102] Const. Gaudium et spes, 39.

 

[103] P. LYONNET, Ecrits spirituels, 148.

[104] Const. Gaudium et spes, 34.

 

[105] O. CULLMANN, Christologie du Nouveau Testament, 168.

[106] Ibid., 202.

 

[107] A. FEUILLET, o. c., 2, 603-604.

 

[108] Oración de las letanías mayores.

[109] PL 34, 1275; cf. Christus 5 (1958) 227.