Apertura a la hermana, apertura
al infinito.
Autor: Germán Sánchez Griese
Introducción.
La vida fraterna en comunidad es un don que Dios ha dado a la vida consagrada.
“Entre estos discípulos, los reunidos en las comunidades religiosas, mujeres y
hombres de toda lengua, raza, pueblo y tribu (Ap. 7,9), han sido y siguen
siendo todavía una expresión particularmente elocuente de este sublime e
ilimitado Amor. Nacidas
Un don que viene de lo alto y que tiene su origen en una vocación divina y en
una divina atracción. Quienes reciben la llamada de Dios para vivir una vida
de “sobreabundancia de gratuidad” , reciben también el carisma para amar a
Dios y en El, a todos los hombres, como prolongación de su cuerpo místico. “Si
alguno dice: <
Las religiosas que se sienten atraídas para donar todo su ser a Dios, no
pueden permanecer cerradas al amor. Se sienten impelidas a esparcirlo por todo
el mundo. Y este mundo comienza con las hermanas con las que se comparte el
mismo Amor, los mismos ideales, a través de un mismo carisma. La base por
tanto, el fundamento de la vida fraterna en comunidad es Dios mismo. Así lo ha
inspirado Cristo, que h sido el fundador de la primera comunidad: “En toda la
dinámica comunitaria, Cristo, en su misterio pascual, sigue siendo el modelo
de cómo se construye la unidad. El mandamiento del amor mutuo tiene
precisamente en Él la fuente, el modelo y la medida, ya que debemos amarnos
como Él nos ha amado. Y Él nos ha amado hasta dar la vida. Nuestra vida es
participación en la caridad de Cristo, en su amor al Padre y a los hermanos,
que es un amor que se olvida totalmente de sí mismo.”
Cristo es el ideal de toda unidad y como ideal, hacia El deben tender las
comunidades religiosas. Si bien todas las comunidades son conscientes de este
ideal, también se dan cuenta que no basta ssolamente con tener claro el ideal
para llevarlo a cabo, para ponerlo en práctica. Surge entonces la posibilidad
de desvirtuar el ideal de vida consagrada, no por falta de buena voluntad,
sino porque todas las comunidades religiosas femeninas están formadas por
mujeres, y como tales, poseen, como también los hombres, una naturaleza
humana, herida por el pecado, que hace saltar de vez en cuando algún resorte
que se resiste a la vida comunitaria.
El carácter, el temperamento, los sentimientos, las pasiones, el amor o el
orgullo, la razón obnubilada por la pasión, impiden que la persona se abra
muchas veces a la construcción de una vida fraterna de calidad. Nunca hay que
menospreciar dos aspectos al considerar la vida fraterna en comunidad. Por un
lado, que es un don de Dios y que como tal, es en parte divino, por su origen.
Por otro lado, al estar formada de seres humanos está dotada por así decirlo,
de un cuerpo humano, como las flaquezas y debilidades que la naturaleza humana
comporta. Podemos, haciendo una analogía decir que la vida fraterna en
comunidad está constituida por “alma y cuerpo”. Por la parte “espiritual”
tenemos asegurado el ideal en Cristo, además de recibir su ayuda. Pero por la
parte humana debemos estar pendientes del “«hombre viejo», que desea
ciertamente la comunión y la unidad, pero no pretende ni quiere pagar su
precio en términos de compromiso y de entrega personal.
El camino que va del hombre viejo -que tiende a cerrarse en sí mismo- al
hombre nuevo, que se entrega a los demás, es largo y fatigoso. Los santos
Fundadores han insistido de una forma realista en las dificultades e insidias
de este paso, conscientes de que la comunidad no se improvisa, porque no es
algo espontáneo ni una realización que exija poco tiempo.”
Por ello, no hay que ser ni idealistas, tremendistas o espiritualistas. Hay
que ser realistas en la concepción y en la construcción de la vida fraterna de
comunidad. No hay que ser idealistas, pensando que con sólo las buenas
intenciones, la vida fraterna de calidad se va a dar por sí sola. Eso es tener
una mentalidad “matemática” y no tomar en cuenta que las mujeres que forman
una comunidad no son robots o computadoras a las cuales, al ser alimentadas
simplemente con un programa, van a ser capaces de vivir una vida fraterna en
comunidad impecable. Eso sería olvidar que las mujeres (como los hombres)
están dotadas de pasiones, sentimientos, emociones, libertad y que pueden
muchas veces, aún sin ellas proponérselo, obstaculizar la vida fraterna cuando
se dejan llevar de sus estados anímicos, sus posturas intelectuales o su
voluntad mal encauzada.
Tampoco pude tenerse una visión tremendista de la vida fraterna en comunidad y
pensar que el ideal al que invita Cristo es tan alto, que no puede ser vivido
por seres humanos. Esta actitud tremendista, puede esconder un cierto miedo a
la ascesis, pues no cabe duda que la vida fraterna exige algunas veces la
renuncia a los propios gustos, planes personales o puntos de vista en aras a
la construcción de la unidad. Esta visión trasluce igualmente una visión
fatídica del hombre, pues no lo ve capaz de alcanzar metas, aunque éstas se
pongan en niveles que requiere un trabajo constante.
Está también la visión de aquellas que piensan que la gracia lo puede y lo
soluciona todo, sin tener que hacer ningún esfuerzo. La solución a todos los
problemas se los encargan a Jesucristo sin ellos tomar en cuenta que la gracia
actúa en una naturaleza bien dispuesta. Pero, ¿cómo disponer la naturaleza? Es
necesario que analicemos la visión realista.
La visión realista
Ver al hombre como es, confiar en lo que puede llegar a ser y ser consciente
de que sus limitaciones pueden impedirle llegar a lo que puede ser, sería el
resumen de la versión realista en la vida fraterna en comunidad.
Visión realista.
Frente a las visiones parciales antes mencionadas es oportuno preguntarnos por
una visión realista de esta situación. ¿Cómo juzgar una realidad compleja en
dónde confluyen elementos humanos y elementos divinos? Será necesaria una
visión que tome en cuenta la realidad antropológica de las personas
consagradas, la gracia de Dios que ayuda a estas personas consagradas y el don
que Dios da a la Iglesia a través de la vida fraterna en comunidad. Al tomar
en cuenta estos aspectos reales de la vida fraterna en comunidad, a saber,
mujeres con sus debilidades y virtudes, la ayuda de Dios y el ideal propuesto
por el mismo fundador de la vida consagrada, es decir, Cristo, surge la
solución al problema: se debe trabajar en la propia persona por potenciar las
cualidades, luchar contra las debilidades y siempre contar con la ayuda de
Dios.
En cuanto al trabajo que debe desarrollar la persona consagrada nos damos
cuenta que no es algo fácil. No por el hecho de saber las cosas se hacen
las cosas. Además, debemos tomar en cuenta la acción del demonio, quien es
el primer interesado en apartar a las mujeres consagradas del ideal de la vida
fraterna en comunidad, buscando subterfugios para que vivan en forma egoísta
la vida fraterna en comunidad. Es necesario por tanto luchar contra las
tendencias negativas, las pasiones, los estados de ánimo negativos, de forma
que poco a poco podamos dominarlos, hasta hacer de ellos verdaderos actos de
virtud. ¿Cuál será la fuerza capaz de hacer que las personas se abran a todas
las hermanas en la comunidad?
Cada mujer consagrada posee enormes facultades, pero al mismo tiempo, como ser
caído, participa de las huellas que ha dejado en su ser el pecado original,
por lo que muchas veces el hombre viejo se impondrá sobre el trabajo
que Cristo pueda realizar en el alma de esta hermana. Comienza así a
desencadenarse una serie de eventos que erosionan la vida fraterna en
comunidad: malos entendidos, asperezas, críticas, rencores, envidias. Quienes
deberían, por su profesión religiosa, ser ejemplos de unidad, se convierten en
fuerzas completamente centralizadas en sí mismas. ¿Cómo lograr la apertura en
la comunidad?
Juan Pablo II en su reciente carta apostólica Mane nobiscum Domine nos
da la solución. Todas las religiosas participan de unos ideales comunes: el
carisma, la actividad apostólica, la profesión de unos consejos evangélicos,
la participación de una misma espiritualidad. Aspectos nobles y espirituales,
pero que de alguna manera vienen siempre a tener su origen en Cristo.
El carisma no es sino una forma específica de vivir una característica
particular de la vida de Cristo. La actividad apostólica debería ser la
expresión del amor a Cristo, expresado en formas muy características y
específicas por cada Congregación.
La profesión de los consejos evangélicos es la forma establecida y querida por
Cristo para quien Él ha elegida en un seguimiento más cercano de su persona. Y
en fin, la espiritualidad propia de cada Instituto religioso no es sino la
participación de la gracia de Dios a través de unas formas queridas por el
Fundador/a y aprobadas por la Iglesia. Nos damos cuenta entonces que en la
base de todos estos vínculos se encuentra Cristo. Cristo como modelo a seguir
para quienes lo han elegido como Esposo a través de unos vínculos específicos
y una forma de vida muy peculiar y radical, a la manera de los apóstoles .
Pero el Cristo no en una forma etérea o abstracta. El Cristo real de la
Eucaristía, como dice el Papa: “Es la Iglesia, reunida en torno a los
Apóstoles, convocada por la Palabra de Dios, capaz de una hacer una
participación no sólo de bienes espirituales, sino de los mismos bienes
materiales.” Un Cristo por tanto que sea no sólo el centro de la comunidad,
sino la fuerza que aglutine a todos los miembros de la comunidad. Todas las
religiosas participan cada día del Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Esta participación es real y las hace cada día más semejantes a Cristo. Cada
religiosa se convierte por tanto en más Cristo y en más hermana de la
comunidad, por su participación en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. De aquí
deberían brotar dos consecuencias para la vida fraterna en comunidad. La
primera es la toma de conciencia que la hermana que tengo a mi lado es ahora
más Cristo. Si bien es cierto que aún tiene sus miserias por la participación
en la naturaleza humana, las hermanas de la comunidad deberían tratarla de una
manera en que se pudiera en evidencia esta participación divina. Es por ello
que la hermana se convierte en