ANTROPOLOGÍA

 

I.   Creación natural del hombre

 

El hombre, como toda criatura, es necesariamente un ser participado o compuesto.  Y así es: la unidad de la persona humana está constituida por el cuerpo y el alma.

 

 

1º Creación del hombre: verdades contenidas en la narración del Génesis

 

Creación de Adán. «Formó Yahvé Dios al hombre del polvo de la tierra, y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado» (Gén 2, 7).

 

Dejando aparte lo poético de la expresión, encontramos aquí una afirmación importante: el hombre viene del polvo.  Con ello hace notar la caducidad y mortalidad del hombre.

 

Creación del alma.  Dios insufló en el cuerpo del primer hombre «aliento de vida».  No se ha de entender literalmente que Dios sopló, sino que la animación del hombre supone una actividad divina especial: el hombre participa del aliento de vida dado por Dios.  Al mismo tiempo se destaca que el alma y el cuerpo son unidades distintas, dentro de la unidad del ser humano.  Y se afirma así la miseria y grandeza del hombre.

 

Creación de Eva. La Escritura indica que Dios «los creó, macho y hembra» (Gén 1, 26-27).

 

La formación de Eva del costado de Adán, que no debe interpretarse literalmente, tiene un profundo sentido, pues por esta narración comprendemos la igualdad radical, absoluta, del hombre y de la mujer.

 

2º El hombre hecho a imagen y semejanza de Dios

 

«Díjose entonces Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra y sobre cuantos animales se mueven sobre ella» (Gén 1, 26).

 

La narración nos muestra la gran dignidad de la persona humana.  El hombre, que por su cuerpo es como las demás criaturas materiales, es en su unidad -cuerpo y alma- superior a ellas.

 

La dignidad inviolable de la persona humana tiene su fundamento en que el hombre ha sido creado a «imagen y semejanza» de Dios.

 

3º Soberanía del hombre sobre el mundo

 

Dios creó al hombre para que dominara sobre toda criatura visible y para que trabajara.  Así, en la narración del Génesis se nos dice que Dios dijo a nuestros primeros padres: «procread, multiplicaos, llenad la tierra, sometedla y dominad... y les puso en el jardín del Edén para que lo trabajara y guardara» (Gén. 1, 28).

 

El trabajo no es un castigo divino.  El hombre, en el mismo acto de la creación, está destinado al trabajo, que es presentado como su vocación más profundamente humana.  Por el trabajo el hombre se hace a sí mismo; y coopera, al transformar el mundo, a la obra de la Creación.

 

Por el trabajo, además, el hombre sirve a los demás hombres.  Y, por el trabajo, el hombre colabora en la obra de la Redención: trabaja como Jesucristo, que también trabajó.

 

 

4º El hombre con unidad de cuerpo y alma

 

1. El cuerpo es parte constitutiva de la persona humana.

 

La Revelación lo atestigua al enseñar la creación del hombre: «formó al hombre del polvo de la tierra» (Gén 2,7.  Que Dios formara directamente un cuerpo o utilizara un cuerpo de un animal ya existente es algo que la Iglesia deja a la libre discusión de los científicos.  También la Revelación, al hablar de la resurrección de los cuerpos (cfr 1 Cor 15, 35 ss.) (1), manifiesta que éste forma parte de la persona humana.  San Pablo enseña: «Pero dirá alguno: ¿Cómo resucitan los muertos?, ¿Con qué cuerpo vienen? ¡Necio!  Lo que tú siembras no revive si no muere.  Y lo que siembras no es el cuerpo que ha de nacer, sino un simple grano, por ejemplo, de trigo, o algún otro tal» (1 Cor 35-37).

 

  2.El alma espiritual es la forma sustancial del cuerpo humano (de fe).

 

La Iglesia ha definido que el alma «es verdaderamente por sí y esencialmente la forma del cuerpo humano» (DS 1440).

 

El Magisterio de la Iglesia, al afirmar esta verdad, no hace otra cosa que poner de manifiesto lo que enseña la Revelación: que por la inspiración de la vida, por el alma, se convierten en vivientes los cuerpos de los hombres.

 

Santo Tomás explica que el alma se une al cuerpo como forma sustancial de él, de modo que por ella el hombre es hombre, animal, viviente, cuerpo, sustancia y ente.  Al alma le corresponde toda la perfección esencial del hombre, y como un aspecto de esta perfección, también el acto de existir.

 

Toda el alma está en todas partes del cuerpo según su esencia, pero no según toda su virtud; así, por ejemplo, la mano no piensa ni el ojo anda, pero los dos son parte del hombre.

 

3. Cada persona humana tiene una sola alma espiritual o racional (de fe).

 

La Iglesia enseña como verdad de fe la existencia de una sola alma distinta para cada persona.  Frente a las herejías cristológicas que distinguían en Cristo tres almas, la sensitiva, la racional y la espiritual (2), la Iglesia definió que Jesús tiene una única alma espiritual.  Si Jesús, perfecto hombre, tiene una única alma, también las personas humanas tienen una única alma.

 

También la Revelación nos enseña la existencia de una sola alma: «le inspiró en el rostro aliento» (Gén 2, 7), «al alma no pueden matarla» (Mt 10, 28), y los textos en que podría fundamentarse la existencia de varias realidades espirituales en el hombre, como, por ejemplo, «que se conserve entero vuestro espíritu, vuestra alma y vuestro cuerpo» (1 Tes 5, 23), «la palabra de Dios... penetra hasta la división del alma y el espíritu» (Heb 4, 12), entre otros, deben entenderse como expresiones sinónimas y en otras ocasiones como la distinción entre la vida natural y la de la gracia.

 

Especulativamente es fácil entender que si hubiera varias almas diferentes, como formas sustanciales del cuerpo, habría en consecuencia varios hombres distintos, un hombre vegetal, otro animal y otro racional.

 

4.     Cada persona humana tiene un alma individual (de fe).

 

Frente a las enseñanzas heréticas de Averroes y otros aristotélicos árabes (3), modernamente reproducidas en la filosofía de Hegel (4), que enseñan que cada hombre participa de un alma común o espíritu absoluto, la Iglesia en el Iv Concilio de Letrán condenó como herética la siguiente proposición: «El alma intelectiva... es multiplicable, se halla multiplicada y tiene que multiplicarse individualmente conforme a la muchedumbre de los cuerpos que infunde» (DS 1440).

 

La existencia de un alma individual es absolutamente necesaria porque, por ser ella la forma sustancial del cuerpo, si todos tuviéramos la misma alma o forma todos seríamos iguales, cosa que evidentemente no sucede.

 

 

        5. Naturaleza del alma humana

 

1.  El alma humana es espiritual (de fe).

 

La Revelación enseña y la Iglesia cree en la espiritualidad del alma humana.

 

Especulativamente la razón puede demostrar con certeza la espiritualidad del alma por sus operaciones, conocer y amar, que transcienden la materia; y como ninguna causa puede causar-un efecto superior a ella misma se deduce que también el alma es espiritual porque causa efectos espirituales.

 

El hombre tiene voluntad La voluntad del hombre es una facultad distinta a la del entendimiento.  La Iglesia enseña que la voluntad del hombre es libre.  Tal como se manifiesta en la Revelación: «Él fue quien al principio hizo al hombre y lo dejó en manos de su libre albedrío» (Eccle 15, 14).

 

6. Inmortalidad del alma humana

 

El alma humana es inmortal (de fe).

 

La fe de la Iglesia en la inmortalidad del alma es constantemente reafirmada de acuerdo con la Revelación, que así lo enseña explícitamente: «No tengáis miedo que maten al cuerpo, que el alma no pueden matarla» (Mt 10, 28).  La idea del desprendimiento de las cosas de este mundo para salvar el alma es frecuente en la predicación de Jesucristo: «El que aborrece su alma en este mundo, la guardará para la' vida eterna» (Jn 12, 25).  Además, si el alma no fuera inmortal no tendría ningún sentido otros dogmas de fe, como el de la Redención.

 

Especulativamente se prueba la inmortalidad del alma porque, como todos los espíritus, no tiene composición de materia y forma y por ello es incorruptible, y si es incorruptible es inmutable y en consecuencia eterna.

 

Antes, al exponer la inmortalidad de los ángeles, argumentábamos de igual manera y añadíamos que como criaturas Dios puede aniquilar las almas al sustraer su acción conservadora del ser, pero que esto no conviene ni a la Sabiduría ni a la Bondad de Dios.

 

7. Origen de las almas

 

1.  Cada alma humana ha sido creada inmediatamente por Dios (sentencia cierta).

 

El origen del alma humana ha sido explicado erróneamente por el emanacionismo, que enseña que las almas emanan de la sustancia divina; por los preexistencialistas, que piensan que las almas están en el cielo antes de informar un cuerpo; por el generacionismo o traducionismo, que explica el origen del alma humana por generación de las almas de los padres. La Iglesia, al condenar todas estas doctrinas, indirectamente nos enseña el creacionismo, es decir, la creación de la nada de cada alma por un acto singular de Dios.  En el momento de la concepción de un nuevo ser, Dios crea de la nada el alma y la infunde inmediatamente en el cuerpo natural.

 

2 .  Todo el género humano existente es único y procede por generación de Adán y Eva, creados inmediatamente por Dios (próximo a la fe).

 

Al definir el Concilio de Trento la propagación por generación del pecado original a todos los hombres, enseña indirectamente la unidad del género humano, porque la existencia de Adán y Eva es necesaria para explicar esta propagación por generación y, al mismo tiempo, niega que haya o hubiera habido hombres sobre la tierra que no procedieran de estos primeros padres.  Pío XII, (5) en diversos documentos, enseña «ese pernicioso error se cifra en el olvido del común origen... los libros sagrados nos muestran cómo de la primera pareja de hombre y mujer tuvieron origen todos los demás hombres» (Encíclica Summi Pontificatus, año 1939, DS 3781), y en términos parecidos se expresa en la Encíclica Humani generis del año 1950: «Más cuando se trata de otra hipótesis, la del llamado poligenismo, los hijos de la Iglesia no gozan de la misma libertad» (DS 3877).

 

La Revelación sólo habla de la existencia de Adán y Eva como primeros hombres: «No es bueno que el hombre esté solo, voy hacer una ayuda semejante a él... el hombre llamó Eva a su mujer, por ser la madre de todos los vivientes» (Gén 2, 18): «Él hizo de uno todo el linaje humano para poblar la faz de la tierra» (Hech 17, 26).  Algunas expresiones, como las de Caín: «Cualquiera que me encuentre me matará... conoció a su mujer» (Gén 4, 14 y 17), indican a otros descendientes de Adán.

 

La existencia de Adán y Eva como únicos y primeros padres es absolutamente necesaria para explicar los dogmas del pecado original, su transmisión por generación y la consiguiente Redención de Cristo.

 

 

II.  El estado de Justicia original y la caída por el pecado original

 

II. 1. El estado de Justicia original

 

1º      El hombre fue creado en amistad y gracia de Dios(de fe).

 

La Revelación enseña directamente la verdad del estado de gracia de nuestros primeros padres: «Dios hizo recto al hombre, más ellos buscaron muchas perversiones» (Eccles 7, 29), «renovaos en vuestro espíritu y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en Justicia y santidad verdadera» (Ef 4, 23-24); o bien indirectamente al considerar la eficacia de la Redención que nos libera del pecado. «Si, pues, por la trasgresión de uno solo, esto es, por obra de uno solo, reinó la muerte, mucho más los que reciben la abundancia de la gracia y el don de Justicia reinarán en la vida por obra de uno solo, Jesucristo» (Rom 5,17).

 

La gracia santificante no sustituye a la naturaleza, sino que la eleva para que el hombre pueda querer el fin sobrenatural, tender a él y alcanzarlo.

 

La doctrina más común, que se deduce de los textos antes citados, es que Dios elevó al hombre al orden sobrenatural desde el mismo instante de su creación.

 

2º  Dios creó al hombre en estado de integridad de naturaleza y recibió bienes de orden natural y los dones preternaturales.

 

Los dones preternaturales perfeccionaban la naturaleza humana de nuestros primeros padres y la hacían más apta para recibir la gracia.  Se llaman preternaturales porque están de acuerdo, alrededor (praeter), de la naturaleza.

 

Por el don de rectitud o de integridad ( próximo a la fe), el hombre era inmune al desorden de la concupiscencia.  No en el sentido de que carecía del placer sensible corporal propio de la naturaleza humana, sino en el sentido de que el hombre podía fácilmente dominar el apetito desordenado contrario a las leyes morales.

 

Cuando la Sagrada Escritura enseña, «estaban desnudos, el hombre y la mujer; sin avergonzarse de ello» (Gén 2, 25) indica este dominio de las pasiones.

 

El Concilio de Trento declaró que «la concupiscencia... la Iglesia católica nunca entendió que se llame pecado» (DS 792), en contra de Lutero, que afirmaba que el pecado es la concupiscencia.

 

Nuestros primeros padres en el estado de inocencia eran inmortales (de fe). La fe de la Iglesia enseña que la muerte es una pena del pecado.  La Revelación lo indica bien claramente: «No comas, porque el día que de él comieres ciertamente morirás» (Gén 2,17) (6).

 

La inmortalidad es un don gratuito de Dios que no es debido a la naturaleza.  Hay que entenderla como que «Adán podía no morir» y no que «Adán no podía morir».  Se comprende que era conveniente que el alma humana por su propia virtud preservara al cuerpo de la corrupción.

 

Además, nuestros primeros padres, gozaban del don de la imposibilidad.  El Paraíso es un lugar de gozo.

 

Este don significa que estaban libres de las enfermedades que preparan para la muerte.

 

Adán no tenía las pasiones que se refieren al mal (miedo y temor); ni las que se refieren al bien no poseído (tristeza); pero sí tenía las pasiones referidas al bien presente (gozo) o futuro (deseo, esperanza).

 

Adán y Eva tenían el don de ciencia.  El Génesis narra cómo el hombre puso nombre a todos los animales y reconoció a Eva como naturalmente igual a él: «Esto si que ya es hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gén 2, 23).  Esto indica que tenían la ciencia necesaria acerca de las cosas para cumplir el fin que Dios les había impuesto.

 

El primer hombre tenía ciencia de todas las cosas que naturalmente podía conocer y de las verdades sobrenaturales necesarias para su fin.  El hombre en estas verdades no podía equivocarse; aunque no conocía las verdades innecesarias para su vida.

 

Nuestros primeros padres tenían el don de perfecto dominio.  Adán y Eva tenían todas las virtudes necesarias para cumplir su fin, podían fácilmente dominar y gozar de todas las criaturas.  La Sagrada Escritura habla de este dominio del hombre realizado por el trabajo, aunque sin esfuerzo, sin el sudor de la frente.

 

3º  Nuestros primeros padres recibieron la gracia santificante para que fuera transmitida a sus descendientes (de fe).

 

Se comprende que si el hijo hubiera nacido en el estado de Justicia original, hubiera nacido con la gracia, porque los hijos se parecen a sus padres no sólo por la especie sino en todos los accidentes que son consecuencia de la naturaleza, aunque no tienen por qué parecerse a sus padres en los accidentes individuales.  La Justicia original fue un don divino dado a la naturaleza y por tanto debía ser transmitida a todos sus descendientes.

 

II. 2. El pecado original

 

1º      El por qué de la doctrina del pecado original

 

Pertenece al dogma cristiano la afirmación según la cual todo hombre es concebido en estado de culpa como consecuencia de un primer pecado cometido en los inicios de la historia de la humanidad.  También, los judíos creen lo mismo.

 

Esta verdad resuelve y responde a uno de los más profundos interrogantes que se plantea el espíritu humano.  La vida del hombre está de hecho, hondamente afectada por el mal,

 

El dolor y la muerte, un sin fin de calamidades: guerras, asesinatos, robos, mentiras, etc.  El hombre se pregunta ¿cómo es que suceden estas cosas?. ¿Cómo es posible que haya tanto dolor en el mundo, si cada hombre, en sí mismo y en general, es buena persona?  La razón humana no logra explicárselo.

 

El dolor aparece muchas veces como injusticia, sobre todo cuando hace presa en los inocentes.  La muerte es decididamente repugnante a la aspiración del espíritu humano a la inmortalidad.  Pero, además, es que no solamente todos los hombres se ven afectados por estas realidades, sino que sienten en su interior, como una fuerza, que les lleva a obrar en contra de sus más íntimas convicciones morales y religiosas.

 

Al sentimiento y a la inteligencia repugna admitir que Dios, bondad infinita, haya creado así al hombre.

 

¿Cómo, pues, explicar estas realidades?  La respuesta de la Revelación es que el estado actual del hombre no es obra de un dios malo ni de una cualidad intrínseca de la materia (tesis maniqueo-gnóstica) (7), sino obra del hombre mismo en el ejercicio de su libertad y desde el comienzo de su historia: es la manifestación y consecuencia de un estado de verdadera culpa que afecta a todo hombre aún antes del uso de razón.  Es lo que llamamos todos los cristianos y Judíos pecado original.

 

2' La Revelación enseña su existencia

 

La Iglesia ha tomado la doctrina del pecado original de la Escritura.

1.           Dios dio un mandato especial a Adán para probarlo (de fe).

 

La Revelación enseña: «y les dio este mandato: de todos los árboles del Paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres ciertamente morirás» (Gén 2, 16- 17).

 

El mandato de Dios no fue arbitrario ni superfluo, sino muy conveniente para que el hombre pudiera ejercitar su libertad, y demostrar su amor a Dios y merecer el premio eterno.

 

2.  Adán y Eva al transgredir el mandato de Dios cometieron un pecado grave (de fe).

 

Es un dogma enseñado constantemente por el Magisterio de la Iglesia.

 

La Revelación enseña la existencia y la gravedad del pecado en el Génesis, donde se encuentra la narración de la desobediencia de Eva y Adán y el castigo que Dios les impone.

 

El pecado de nuestros primeros padres fue un pecado grave, probablemente de soberbia -«seréis como Dios» (Gén *3,4)- y lo cometieron por instigación del demonio.

 

3.  Nuestros primeros padres por el pecado incurrieron en la pérdida de la Justicia original (de fe).

 

El Concilio de Trento ha definido que «Adán, al transgredir el mandamiento de Dios en el paraíso, perdió inmediatamente la santidad y Justicia en que había sido constituido» (DS 151 l).

 

La Revelación enseña que la Redención de Cristo fue para restaurar el estado de santidad que se perdió por el pecado de Adán.

 

Al perder la gracia sobrenatural quedaron en estado de aversión a Dios o pecado.  También incurrieron en la ira y enfado de Dios.  Perdieron los dones preternaturales, entre ellos el de la inmortalidad: el Génesis dice «hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado» (Gén 3, 19) y San Pablo escribe «y por el pecado la muerte» (Rom 5, 12).  Cayeron bajo el dominio del diablo, y también la naturaleza humana quedó herida en lo natural.  La enfermedad, la ignorancia, la malicia, el desorden de la concupiscencia son consecuencia del pecado.  Sin embargo, la naturaleza humana no quedó intrínsecamente corrompida por el pecado original, porque el hombre, después de la caída, puede conocer la verdad y goza de verdadera libertad.

 

4.    El pecado de Adán se transmite por generación a todos sus descendientes, sin excluir a los niños (de fe).

 

El Concilio de Trento enseña «si alguien afirma que la prevaricación de Adán le dañó a él solo y no a su descendencia; que la santidad y Justicia de Dios, que él perdió, la perdió para sí solo y no también para nosotros; o que, manchado él por el pecado de desobediencia, sólo transmitió a todo el género humano la muerte y las penas del cuerpo, pero no el pecado que es muerte del alma, sea anatema» (DS 1512).

 

Especulativamente se comprende que, del mismo modo que la Justicia original era un bien heredado por la generación de la naturaleza, también el pecado de Adán y sus efectos deben transmitiese a cada uno de los hombres.

 

El pecado original es único en especie para todo el género humano, pero su número es diverso según el número de personas a las que se transmite.

 

3º  Naturaleza del pecado original

 

1.  Doctrina católica.  El hombre perdió por su culpa el estado de Justicia original y transmitió a sus descendientes no sólo las penas -los castigos- derivados de su pecado (dolor y muerte), sino también la culpa misma, por la cual todos nacemos pecadores.

 

Conviene entender las palabras culpa y pena.  Una cosa es el delito -por ejemplo, asesinar- que llamamos culpa y otra el castigo -la cárcel- que es la pena.  Delito es igual a culpa, castigo es igual a pena.

 

III.               La esencia del pecado original consiste formalmente en la privación de la gracia santificante y de la posibilidad de la visión beatífica (de fe).

 

- El pecado original no consiste sólo en el reato o resto de la pena, sino que es verdadero y propio pecado o delito.

 

- La culpa habitual derivada del pecado de Adán se propagó a todos y cada uno de los hombres como culpa propia.

 

- El pecado original es verdadero pecado propio y transmitido por generación de Adán y no sólo por imitación.

 

- Por esto la esencia del pecado original es la pérdida de la gracia santificante, de la visión beatífica y además ocasiona heridas en la naturaleza humana.

 

3 .  Las heridas del pecado original no quitan totalmente el libre albedrío ni hacen imposible el conocimiento de las verdades religiosas naturales (de fe).

 

         Las heridas del pecado original consisten en una disminución de las fuerzas naturales del cuerpo y del alma.  La causa de estas heridas de la naturaleza humana es la pérdida de los dones sobrenaturales y preternaturales.  Se distinguen cuatro heridas de la naturaleza humana, que son de las potencias del alma y se oponen a las virtudes teologales.  Estas heridas son la ignorancia en el entendimiento que se opone a la prudencia, la malicia en la voluntad que se opone a la Justicia, el desorden del apetito irascible que se opone a la fortaleza y el desorden del apetito concupiscible que se opone a la templanza.

 

         Es el hombre, al hacer mal las cosas -es ignorante, perezoso, comodón, etc.-, quien ocasiona estos desórdenes en la naturaleza.  Por eso, los efectos del pecado original, de algún modo, alcanzan todas las realidades creadas y el demonio tiene cierto dominio sobre el universo y los hombres.

 

         Pelagianismo.  El optimismo naturalista llevó a Pelagio (8), monje bretón del siglo V, a no admitir la necesidad de la elevación de los hombres al estado de Justicia original y a enseñar que la culpa de Adán no afecta a la humanidad, sino que se propaga por imitación, como un mal ejemplo.  En el hombre, el libre albedrío permanece y la muerte no es consecuencia del pecado, sino necesidad de la naturaleza.  El hombre se salva sólo por sus fuerzas naturales, no es necesario que le ayude Dios con la gracia. Por eso, Pelagio es un optimista.

 

         La herejía de Pelagio ha sido condenada por la Iglesia.

 

         El protestantismo, enseña una doctrina totalmente opuesta al pelagianismo.  Para Lutero, el pecado de Adán corrompe de tal modo la naturaleza humana que suprime el libre albedrío, la incapacita para el bien y la lleva a pecar necesariamente.  El pecado original consiste formalmente en la concupiscencia, heredada de Adán, que nos empuja irremisiblemente a la culpa.

 

         Muchos protestantes del siglo XIX y xx, influidos por la pérdida del sentido sobrenatural, la crítica racionalista de la Biblia, las teorías tendencialmente ateas formuladas a partir de la hipótesis evolucionista, el individualismo naturalista, han negado al pecado original su carácter de culpa o lo han reducido a la suma de los pecados individuales, cuyo símbolo -no realidad histórica- es el pecado de Adán, o lo identifican con la natural defectibilidad humana.

 

4.  Dios prometió un Redentor a nuestros primeros padres (de fe).

 

         Dios, libremente por su amor, prometió a nuestros primeros padres la venida de un Redentor por cuya mediación la humanidad sería liberada del pecado y restaurada al estado sobrenatural por la gracia, virtudes y dones del Espíritu Santo.


 

 

 

Notas

 

 

 

 

(1)

En general, los cementerios judíos y cristianos se distinguen de los paganos en que enterramos los cadáveres.

 

Los romanos tenían la costumbre de quemar a sus muertos, porque aunque creen en la vida eterna no creen en la resurrección de la carne como los judeo-cristianos.  Las cenizas se colocan en urnas y estas, lógicamente, en cementerios con homacirias.  Por el aspecto externo que tienen parecen columbarios o nidos de palomas.

 

En cualquier catacumba romana que haya comenzado en una tumba familiar, como la Catacumba de Santa Priscila, que empezó en el cementerio particular de la cripta de una familia romana, se ve perfectamente que la primitiva cripta es un columbario y, luego, sigue y se extiende la catacumba cristiana.  En Santa Priscila, los primeros cristianos aprovecharon inicialmente un arenarium o mina de arena y luego excavaron el resto en el blando toffo o traverttino romano.

 

Hoy día, la Iglesia, por motivos razonables, permite la cremación de los cadáveres.

 

(2)   Herejías cristológicas, que distinguían en Cristo tres almas, la sensitiva, la racional y la espiritual.

 

En Alejandría, los gnósticos o racionalistas de la época distinguían varias almas.  Una sensitiva que nos hace animales.  Otra forma o alma racional que nos hace racionales y una tercera espiritual que nos convierte en seres capaces de tener fe y vivir de acuerdo con ella.  Los grandes teólogos y filósofos, entre ellos, Tomás de Aquino, siempre han enseñado que con una sola forma espiritual es suficiente: nos hace hombres animales, racionales y espirituales.

 

Estos errores cristológicos pretendían explicar la personalidad psicológica de Jesucristo.  Y, enseñaban falsamente, que el Verbo divino, el Logos había substituido el alma espiritual de Jesús.  Así decían, Jesús era igual a nosotros en todo, excepto en el alma espiritual o sobrenatural, que no tenía.

 

(3)   Aristótelicos árabes

 

Los aristotélicos árabes conocían bien a Aristóteles.  No olvidar que tenían contacto con Bizancio.  Destacan entre los grandes aristotélicos árabes, Maimónides, Averroes y Avicena.  Al menos son los más conocidos en Occidente a través de la Escuela de Traductores de Toledo, donde árabes, Judíos y cristianos iban traduciendo al latín todos los clásicos.

 

Averroes es el gran teólogo del Islam.  Pero no llegó a interpretar correctamente a Aristóteles.  Enseñó que cada hombre tiene una alma individual, pero que ésta es participado de la única alma universal.  Sus consecuencias fueron enormes: si el hombre no tiene una y única alma o forma, no cabe ni puede existir la perfección individual como persona singular y única, irrepetible, que somos cada uno de nosotros.  De ahí, se derivó lentamente el declive cultural, político, social del Islam, tan parecido en algunos aspectos al hindú.

 

(4)      Georg Wilhelm Friednich Hegel

 

Nació en Stuttgart en 1770.  Murió en 1831 en Berlín, probablemente de cólera.  Es uno de los mayores pensadores de la Humanidad y el que más directamente está influyendo ahora en Occidente, a través de sus discípulos.  Hegel enseña que la realidad está compuesta de materia y espíritu inmanente.  Niega, pues, la trascendencia de Dios, y, además, según su tesis, el alma del hombre no es más que una toma de conciencia de ese espíritu universal inmanente.

 

 

(5)      Pío XII

 

Eugenio Pacelli, (1939-1958), fue elegido Sumo Pontífice y tomó el nombre de Pío XII. Son famosas sus alocuciones por Radio Vaticana.  Durante la II Guerra Mundial intervino con toda su energía para mitigar sus horrores. Consiguió que Roma fuera declarada Cittá aperta.  Protegió a los Judíos.  El Gran Rabino de Roma, al terminar la guerra, se bautizó en la Iglesia Católica y tomó el nombre de Eugenio, en honor del Papa.

 

(6)      Revelación del pecado original

 

«Era la serpiente el animal más astuto de todos cuantos animales había hecho el Señor Dios sobre la tierra.  Y dijo a la mujer: ¿Conque os ha mandado Dios que no comáis frutos de todos los árboles del paraíso?  A lo cual respondió la mujer: Del fruto de los árboles que hay en el paraíso sí comemos: Más del fruto de aquel árbol que está en medio del paraíso mandónos Dios que no comiésemos ni lo tocásemos, para que no muramos.

 

»Dijo entonces la serpiente a la mujer: ¡Oh!  Ciertamente que no moriréis.  Sabe Dios que el día en que comiereis de él se abrirán vuestros ojos y seréis dioses conocedores del bien y del mal.  Vio, pues, la mujer que el fruto de aquel árbol era bueno para comer, y bello a los ojos y deseable para alcanzar sabiduría; y cogió del fruto, y lo comió; dio también de él a su marido, el cual comió.  Luego se les abrieron a entrambos los ojos; y como echasen de ver que estaban desnudos, cosieron unas hojas de higuera, y se hicieron unos delantales» (Gen. 2,1-7).

 

(7) Mani

 

Mani nació en Babilonia el año 216 d. J. C. y murió en Belapast el 277.  Fundador de la religión gnóstico-iraní que tomó su nombre (maniqueísmo).  Lo esencial de su religión es que hay personas y cosas buenas y otras igualmente malas.  Lo paradójico de su ascética es que cuando una persona es buena o «espiritual» puede hacer esas cosas malas porque estas acciones malas a él, que es espiritual, ya no pueden afectarle.

 

(8) Pelagio

 

Pelagio, (360-430), monje bretón de privilegiada inteligencia y austeras costumbres intentó combatir la antropología gnóstico-maniquea.  Pelagio enseñó básicamente tres cosas:

 

1)         No hay pecado hereditario transmitido por generación desde Adán.  Como máximo, acepta que el pecado original es un mal ejemplo, que conviene evitar; la gracia no es necesaria para nuestra salvación; 2) se entiende que es la gracia que limpia del pecado y nos hace hijos de Dios.  Para él, la gracia, en todo caso, será algo externo, que facilita la confianza en Dios (como Lutero); 3) el Bautismo no nos quita el pecado original, pues ese no lo tenemos.  Es simplemente un «rito de iniciación» a la vida de la Iglesia (como Lutero, Zawinglio y Calvino).  San Agustín lo combatió en su tratado De Gratia.  Pelagio fue condenado por los Papas Inocencio I y Zósimo; y definitivamente por el Concilio de Efeso, en 43 1.