Andrés Torres Queiruga

Artículos de Selecciones de Teología

 

 

Autor

 

Volumen

Revista

Fecha

Año

Articulo

ANDRÉS TORRES QUEIRUGA   38 151 Julio - Septiembre 1999 ¿Somos los últimos cristianos... premodernos?
ANDRÉS TORRES QUEIRUGA   38 152 Octubre - Diciembre 1999 Recuperar, con los jóvenes, los caminos de Dios
ANDRÉS TORRES QUEIRUGA   39 154 Abril - Junio 2000 El futuro de la vida religiosa y el Dios de Jesús
A. TORRES QUEIRUGA   40 159 Julio - Septiembre 2001 ¿Todavía el Dios de los filósofos?
ANDRÉS TORRES QUEIRUGA   40 160 Octubre - Diciembre 2001 No es la persona para el sábado. Contra las deformaciones y opresiones de lo religioso
ANDRÉS TORRES QUEIRUGA   43 170 Abril - Junio 2004 La imagen de Dios en la nueva situación cultural
ANDRÉS TORRES QUEIRUGA   44 174 Abril - Junio 2005 Moral y religión: de la moral religiosa a la visión religiosa de la moral
ANDRÉS TORRES QUEIRUGA.   46 182 Abril - Junio 2007 El matrimonio como sacramento

 

 

¿SOMOS LOS ÚLTIMOS CRISTIANOS...

PREMODERNOS?

El n° 190 de la revista Qüestions de vida cristiana lleva como título Els darrers

cristians? (¿Los últimos cristianos?). En la editorial se afirma: "Se trata de una

pregunta lo bastante importante -más lo es aún, por sus consecuencias, la respuestacomo

para reflexionar sobre ella con serenidad y lucidez, abandonando posturas

exageradas y apocalípticas que no conducen a nada. Importa una percepción tan real

como sea posible de la situación en la que nos hallamos. Pero importa tanto o más

despertar en nosotros, como cristianos, una fe y una confianza firme en Dios, Señor de

la historia, y en la capacidad humanizadora, creadora de sentido y de futuro, del ser

humano". justamente el autor del presente artículo se plantea la pregunta desde una

perspectiva realista y esperanzadora a la vez. Para él, "hemos de tener el coraje

suficiente para "retraducir" el cristianismo en nuestro mundo occidental, de forma que

la fe llegue a ser de nuevo significativa en nuestra cultura y ésta contribuya, por su

parte, a la configuración de nuestra fe cristiana".

Som el darres cristians… premoderns? Qüestions de vida cristiana nº 190 (1998) 22-28.

¿Seremos realmente los últimos cristianos? En principio, no hay por qué aterrarse ante

la pregunta. De hecho, se trata de una pregunta perenne. La humanidad, desgarrada

entre el ansia de felicidad plena y una situación de mayor o menor infortunio, se ha

planteado siempre este tipo de preguntas. Y muchas religiones hablan de decadencia, y

afirman que vivimos en la última fase descendente de la historia. Lo verdaderamente

alarmante hoy es que esta pregunta se refiera directamente al cristianismo. Para

afrontarla, hay que estar muy alerta.

Partimos del supuesto de que la actual conciencia de crisis nace de un cambio radical:

el que se produjo por la entrada de la Modernidad. Sólo tomando muy en serio ese

cambio y, por tanto, transformando todo lo que haya que transformar, podemos afrontar

la crisis y responder a la pregunta inicial. Sin que esto implique dejar de lado la vida y

la experiencia cristiana, la transformación ha de realizarse en dos frentes: el del

pensamiento y el de la institución, el de la teología y el del gobierno eclesial.

Rigor intelectual: repensar la fe

Roto con la entrada de la modernidad el antiguo paradigma cultural -objetivista,

ahistórico, pre-secular-, el cristianismo necesita retraducirse en el nuevo marco.

Retraducirse no es "venderse" a la moda ni "abdicar" del propio ser, sino ejercer el

derecho y el deber fundamental de toda vida: conservarse transformándose en el tiempo

y -para la humana- mediante la creación de una nueva historia. Agarrarse a las formas

del pasado parece continuidad, pero es momificación.

Por esto se impone estar alerta con los viejos hábitos que se nos cuelan como

presupuestos inconscientes, como creencias incontroladas, que arrastran un séquito de

ideas que vician de raíz todo esfuerzo renovador. En el artículo que abre el número de Qüestions de vida cristiana, J.M. Tillard aduce un

texto hallado en las ruinas del ghetto judío de Varsovia en el que el judío Yossel

Rackover, hundido en el horror de la persecución nazi, se dirige a Dios con estas

palabras: "¡ Lo has hecho todo para que no crea en ti!"; "vivimos tiempos en que el

Todopoderoso vuelve la espalda a los que le imploran". Tanto en el transcurso como al

final de su lúcida reflexión, acepta y hace suyas Tillard las palabras del rabino: "Creeré

siempre en ti, a pesar de ti".

Pues ¡no!

Respetemos los sentimientos que alientan en esta expresión. Admiremos el coraje

subjetivo de esta fe. Pero reconozcamos que teo-lógicamente es un disparate y que

religiosamente casi frisa en la blasfemia. Si esto fuese así, una persona honesta y sensata

no podría creer. Un dios que "dé la espalda" y no se compadezca cuando todo el mundo

se estremece de horror, no es creíble; un dios que "haga" tanto mal ("lo has hecho todo

para que no crea en ti") y que, pudiendo, no lo evite no merece ser adorado.

No hay nada tan peligroso como un discurso edificante fuera de luga r. Ahorrándose el

trabajo de pensar, se refugia en el sentimiento. Se apela a frases teológicas que parecen

bonitas y que incluso, en otro tiempo, acaso habían tenido sentido, pero que hoy, para

una conciencia que ha salido sin retorno del contexto de cristiandad, resultan recursos

suicidas y semillas de ateísmo.

He aludido al problema del mal, que, en el contexto moderno, se ha agudizado hasta el

punto de convertirse en "roca del ateísmo". Pese a esto, en vez de cambiar de

planteamiento, se continúa interpretándolo con las categorías de una cosmovisión

sagrada y "mitológica", en la que lo divino, abarcándolo todo, interfería en las leyes del

cosmos y en las dinámicas de la libertad. Si podían entonces asimilar religiosamente el

escándalo de aquel dios que mandaba o permitía el mal, era porque la cultura del tiempo

ni cuestionaba la realidad de lo Divino ni había colocado en su centro la afirmación de

la autonomía de lo creado. Apelar hoy al "misterio" para encubrir la contradicción de un

"dios" que, siendo posible, no quiere o no puede eliminar el mal es esconder la cabeza

bajo el ala y dar, de antemano, la razón a un alegato ateo.

Sólo con una trasformación de las categorías, que tome en serio la cosmovisión secular,

que en este punto es irreversible, resulta posible afrontar el problema. Un Dios que mira

con infinito respeto la autonomía de sus criaturas y que las reafirma con un amor

incondicional no " da la espalda" al dolor ni cae en la monstruosidad de mandarlo,

"haciéndolo todo para que no creamos", sino que, por el contrario, lucha contra él a

nuestro lado y nos sostiene con la esperanza de que acabará venciéndolo y rescatando

todas las víctimas. Por lo demás, esto es lo que se desprende de una lectura actualizada -

no fundamentalista- de la cruz y resurrección de Jesús. En él se anuncia el rescate de

todas las víctimas.

Éste es un problema de los tantos, no sólo secundarios sino fundamentales, que afectan

a la revelación, la cristología, los "novísimos", la plegaria, etc. Basta pensar en la

revelación como "dictado", en el infierno como "castigo" eterno, en la plegaria como

petición a uno que no acaba de escuchar. O las verdades que palpitan ahí, en el fondo, las pensamos y expresamos de forma que

sean inteligibles y vivenciables en la nueva situación cultural o irán a parar

irremisiblemente al cajón de los recuerdos.

Coraje para el cambio: renovar la institución

No se trata sólo de ideas. Una religión incluye toda la vida y cristaliza en instituciones

que, a su vez, se configuran con los recursos que ofrece la cultura de cada tiempo. A lo

largo de una historia bimilenaria, en el cristianismo como institución han dejado su

huella la herencia religiosa judía, la mentalidad política helenísticoromana, el estilo

feudal del medioevo y el influjo absolutista del Antiguo Régimen. Esto era inevitable,

pero requiere ser revisado.

En realidad, se trata del mismo problema de fondo. Pero aquí se aplica a la

secularización del poder. La afirmación de Pablo "toda autoridad viene de Dios" (Rm

13,1 ), que directamente se refiere a las autoridades civiles, logró "secularizarse" para el

poder político: viene de Dios, pero a través del pueblo. Pero no lo consiguió para el

poder religioso, a pesar de que Jesús había advertido a los suyos: "No será así entre

vosotros; antes bien, quien quiera entre vosotros ser importante que se haga vuestro

servidor" (Mc 10,43). También aquí cabe mantener que la autoridad en la Iglesia viene

de Dios, pero a través de la comunidad. Esta es justamente la concepción eclesiológica

del Vaticano II: la comunidad - agraciada por Dios- está en la base de todo. Las otras

instancias se conciben como funciones en el interior de la comunidad.

Que el cambio no acabe de realizarse convierte a la Iglesia en una institución

anacrónica, "increíble" hacia fuera, "problemática" hacia dentro. Hacia fuera: porque en

un mundo cambiante, trabajado por una cultura de la innovación, una Iglesia no

democratizada resulta incapaz de renovarse a fondo y, por tanto, de actualizar un

mensaje que sólo vale si aparece como manifestación del Dios vivo. Hacia dentro:

porque impide la expansión normal de la vida eclesial. Dos ejemplos:

1. La demonización de la crítica. En un sistema teocráticamente autoritario, el elemento

profético -por consiguiente, crítico- de toda religión, aparece como desobediencia o

como ataque. El auténtico compromiso, que no es ni repetición muerta del pasado ni

mera sumisión al poder constituido -pensemos en Jesús de Nazaret- se interpreta como

rebelión o como amenaza. Con una consecuencia agravante: la crítica silenciada dentro

emigra hacia fuera, donde se convierte en crítica despiadada contra la fe.

2. Monotonización. La vida de una Iglesia sometida a una "hipoteca jerárquica", que se

arroga todas las funciones, se empobrece. En el siglo XIX Newmann dijo que "una

Iglesia sin seglares parecería tonta". Más lo parecería todavía, si continuase

manteniéndose sin mujeres que tengan un pleno reconocimiento y sin teólogos que se

expresen libremente, ejerciendo así su función insustituible de hacer avanzar el

intellectus fidei: la comprensión abierta y actualizada de la experiencia creyente.

Si a esto añadimos que los cargos jerárquicos no son electivos y resultan casi vitalicios

(en el caso del Papa sin el casi), tiene uno la impresión de que la barca de Pedro se ha

convertido en una barcaza que apenas puede moverse por el río de la historia. De ahí que determinadas manifestaciones oficiales desconcierten. Da toda la impresión de que

proceden de un sitio en el que se ha perdido el contacto efectivo e inmediato con la vida

real.

Por duras que parezcan estas expresiones, se hacen desde la incómoda responsabilidad

de quien no quiere dejar de hacer su aportación a la misión común. Pero ni pretenden

convertirse en juicios de intenciones subjetivas ni implican que en el gobierno eclesial

todo funcione así. Se trata de dinamismos objetivos que funcionan estructuralmente y

acaban marcando un estilo.

A pesar de todo, la esperanza

Gracias a Dios, esto no es todo. Cierto que la situación actual muestra el fracaso de la

reacción que, de modo global, ha prevalecido: frente a la crisis, vuelta al pasado;

encerrarse en el redil y cuidar allí el "pequeño rebaño". Pero la Iglesia es mucho más.

Hay en ella un rico pluralismo de vida y de iniciativas. Incluso la crisis tiene efectos

positivos. Uno: se va imponiendo en la conciencia general la auténtica diferencia

teológica. Sólo Dios es Dios. Todo lo demás, incluida la Iglesia, es signo que remite a

él. Aunque todo tenga su función irrenunciable, ni la Iglesia es el Reino ni la jerarquía

es la Iglesia.

Nada de esperanzas abstractas de un sobrenaturalismo fácil: ¡Dios ya lo arreglará! ¡Él

no puede dejar que la Iglesia fracase! En esto el NT es más arriesgado. Lucas se atreve a

formular la pregunta radical: "Cuando llegue el Hijo del Hombre ¿encontrará fe en la

tierra? (Lc 18,8). Pero sí es posible la esperanza activa y confiada e incluso el realismo

histórico.

De hecho, históricamente no estamos ante un caso único. Es difícil calibrar si ha

existido antes una crisis de mayor gravedad objetiva. De lo que no podemos dudar es de

que muchas veces se ha tenido una sensación parecida. No es la primera vez que se

pronostica el fin del cristianismo. El Vaticano II muestra hasta qué punto la Iglesia

conserva la capacidad de reacción en situaciones que parecían hacerla improbable.

Y sobre todo continúan y continuarán siempre manando los dos manantiales perennes

de la experiencia religiosa. Como muy bien dice Tillard, antropológicamente "siempre

habrá corazones humanos en busca de sentido", abiertos a la gran pregunta kantiana:

¿qué cabe esperar? Y, por encima de todo, teológicamente "sabemos" que Dios está

siempre presente, llamando "con las mil voces de su amor", haciéndose sentir en la

hondura del ser y atrayendo siempre hacia él el corazón de la humanidad.

En la medida en que nuestra experiencia religiosa ha logrado descubrir que esta

Presencia es la realidad que nos sostiene, posee la convicción de que continuará

manifestándose en la historia, suscitando nuevas formas de religión y promoviendo la

renovación y el diálogo entre las que existen. Y en la medida en que nuestra experiencia

cristiana haga suya la vivencia de que en Jesús de Nazaret se nos ha manifestado una

articulación de esta Presencia que llena hasta rebosar nuestras expectativas, estaremos

seguros de que no dejará de echar nuevos brotes en la comunidad, quebrando rutinas,

promoviendo novedad, abriéndose paso hacia un universalismo siempre renovado. Sucedió al principio y no hay razón para que no suceda ahora. Una esperanza realista no

se tomará esto como una almohada para reposar perezosamente. Pero sí que tenemos

todo el derecho de apoyarnos en estas convicciones para confiar en el futuro. Un futuro

que ha aprendido humildad del pasado y que no podrá ser exclusivista, sino que se

considerará incluido en el diálogo con las otras búsquedas -con las otras religionessabiendo

que acoger sus aportaciones, sus críticas y sus retos no aparta de la propia

identidad, sino que la enriquece, como ella misma enriquece a los otros.

Desde la humilde experiencia de la propia fe y el honesto reconocimiento de los errores

de la propia Iglesia, también el cristiano de hoy puede exclamar confiado: "¡Creeré

siempre en ti!". pero sin caer en la peligrosa retórica del "a pesar de ti", sino

proclamando nuevamente la humanísima y realista seguridad: "Gracias a ti, espero creer

siempre en ti".

Tradujo y condensó: MÀRIUS SALA

 

RECUPERAR, CON LOS JÓVENES, LOS

CAMINOS DE DIOS

En momentos de crisis y cambio epocal como el nuestro, todo cuanto se refiere a Dios

se halla especialmente sometido al revuelo provocado por las profundas

transformaciones culturales en curso. De ahí la necesidad de recuperar los caminos de

Dios en la actual encrucijada de recorridos religiosos: los caminos de quien, por amor,

crea creadores autónomos y libres. El autor del presente artículo lanza un desa fío a

los jóvenes: sólo ellos pueden recrear la fe cristiana en las insólitas coordenadas de la

nueva época. La vida creyente necesita una nueva encarnación, si quiere ser fiel al

Evangelio y significativa para el ser humano

Recuperar los caminos de Dios (con los jóvenes), Misión Joven nº 264-265 (1999) 5-16

Nos servimos de la figura paradigmática del camino. Figura que nos habla

simultáneamente de desinstalación y de búsqueda. El que camina lo hace porque no está

satisfecho con el lugar actual y va en busca de un nuevo lugar. Si hay alguna época en la

vida que simbolice con especial densidad este dramatismo del camino, seguramente se

trata de la juventud: ese "rito de paso" entre la infancia y la edad adulta.

Pero los caminos del hombre tienen su referencia creyente en los caminos de Dios. En el

doble sentido de caminos que hace el hombre hacia Dios (genitivo objetivo) y los que

hace Dios hacia el hombre (genitivo subjetivo). Por un lado, la historia humana es una

larga marcha hacia Dios, una larga búsqueda de su rostro. Y por otro lado, Dios mismo

se abre camino hacia el corazón humano en la historia.

El desafío consiste en hacer converger de nuevo los dos caminos: por un lado, la

humanidad está en pleno éxodo y, por otro, Dios se sigue ofreciendo como compañía y

como meta para este éxodo. De ahí la invitación a retraducir o reinterpretar el

cristianismo con el fin de recuperar su sentido originario: allí donde el punto de partida

y la meta se identifican con los caminos de Dios.

De camino

Recuperemos pues la idea del desafío. La humanidad ha atravesado de pleno el umbral

de una nueva época, caracterizada por una configuración nueva de paradigmas en todos

los niveles. En este contexto, parece que la posibilidad de ser creyente no ha sido

programada. Los jóvenes son quienes mejor sienten "lo viejo" que no les sirve y mejor

intuyen por dónde ha de ir "lo nuevo" que necesitan. A ellos les corresponde recrear

toda una forma de vivir, con un lenguaje, una sensibilidad y una actitud nuevos,

originalmente configurados en el contexto actual, pero partiendo de una experiencia

muy antigua. Para tal tarea, posiblemente, hoy por hoy no se puede pedir más que

trabajar, o continuar trabajando, en el esquema de una figura sin más contorno que el de

una difícil promesa.

No caben recetas ni dictar desde fuera la solución. Ser joven y creyente cristiano hoy no

es algo obvio, ni existe la figura ya hecha que una en síntesis real esos vectores. No la

tiene nadie: ni los teólogos ni los movimientos ni el Papa. Sólo puede aspirar a ella una juventud que viva en su carne los problemas del mundo actual en el arte, en la filosofía,

en la política, en la ciencia, en el hambre, en la ecología, en la superpoblación, en la

confusión postmoderna, en el encuentro de las religiones ...y que desde dentro,

buscando, gozando y sufriendo con todos, logre encontrar una configuración de la fe

que sea hoy significativa, orientadora y animadora.

La encrucijada de la religión

El imaginario colectivo de los cristianos está repleto de frases, imágenes y conceptos

que, si no se reinterpretan debidamente, a ellos mismos les resultan literalmente

increíbles. Son demasiadas las supuestas "verdades" de nuestra religión que nos hacen

sospechar que la cosa no puede ser así. ¿Qué madre puede creer de verdad que su

pequeña criatura "está en pecado" mientras no sea bautizada? ¿En qué cabeza cabe que

Dios pudiera exigir la muerte de su Hijo para "compensar" la ofensa recibida por los

pecados de la humanidad? ¿Resulta concebible que un Dios que "es amor" castigue con

tormentos infinitos y por toda la eternidad faltas cometidas en el tiempo por hombres o

mujeres?

1. Recuperar la humanidad de la religión. La religión, antes que nada, es una respuesta

humana a un problema humano. Es la visión sintética que un determinado grupo de

hombres y mujeres tienen acerca de los problemas fundamentales que les presenta la

existencia, con las correspondientes pautas de conducta que de esa visión se derivan.

Valga esta aclaración para alertar contra la terrible trampa del dualismo religioso, aquél

que reserva a Dios la soberanía sobre el ámbito estrictamente sagrado, superpuesto al

ámbito profano donde poco o nada tiene que decir. De esta trampa se deriva la

concepción de la religión como algo literalmente "celestial", es decir, caído del cielo:

superpuesto a la razón en cuanto revelado y añadido a la vida en cuanto sagrado.

De ese dualismo emerge la imagen de un Dios interesado y dominador, celoso de unos

intereses propios que debemos satisfacer renunciando a los nuestros. No es extraño que

Feuerbach dijese sobre este Dios aquello que siendo tan falso puede parecer tan

evidente: "Para enriquecer a Dios debe empobrecerse el hombre, para que Dios sea

todo, debe el hombre ser nada".

Por fortuna, frente a ello, podemos afirmar claramente que Dios es amor: un Dios

entregado por amor, que no tiene otros intereses que los nuestros; que no sabe comerciar

con nosotros, porque ya nos lo ha dado todo; que no niega nuestro ser, porque su

presencia consiste justamente en afirmarlo, fundando su fuerza y promoviendo su

libertad. San Pablo, como previendo la objeción de Feuerbach, lo había expresado

magníficamente, hablando de su manifestación en Jesús de Nazaret: "siendo rico, se

hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza" (2Co 8,9).

Efectivamente, no hay contestación más rotunda a la caricatura religiosa de un Dios

separado y extraño al hombre que la definición más concisa y exacta que recoge el NT

sobre la esencia divina: Dios es amor.

2. El paradigma explicativo moderno. "Dime cómo es tu Dios y te diré cómo es tu

visión del mundo; dime cómo es tu visión del mundo y te diré cómo es tu Dios".

Podemos aventurar que actualmente se ha producido un corte que invalida tal proposición. Algo ha pasado para que entre nuestro Dios y nuestro mundo no haya un

paralelo inmediato, sino una distancia, de nuevo, aparentemente insalvable. Esa

distancia entre nuestra actualidad y nuestro pasado es el precio que debemos pagar por

algo que constituye una de las mayores riquezas del cristianismo: su antigüedad. Esta

supone un enorme tesoro de experiencias y de saberes. Pero significa también que

nuestra comprensión de la fe nos llega en un molde cultural que pertenece a un pasado

el cual, en gran parte, se ha hecho caduco. En efecto, la inmensa mayoría de los

conceptos intelectuales, representaciones imaginativas, directrices morales y prácticas

rituales del cristianismo se forjaron en los primeros siglos de nuestra era, y, a lo sumo,

fueron parcialmente refundidos en la Edad Media.

La emergencia del paradigma moderno ha exigido nada menos que una remodelación

total de los medios culturales en los que comprendemos, traducimos, encarnamos y

tratamos de realizar la experiencia cristiana. Y en esas parece que andamos, a pesar del

gran impulso del concilio Vaticano II, todavía un poco despistados.

Sirva como ejemplo la dificultad que el sustrato religioso colectivo tiene para asimilar

una conquista para la fe, tan evidente desde el advenimiento de la ciencia y la

emancipación de la razón filosófica, como es el hecho de la autonomía de las realidades

creadas. Es decir, que Dios no puede ser considerado ya como una fuerza extramundana

o sobrenatural que entra en competencia con tal autonomía. Que Dios esté detrás de los

fenómenos naturales, interrumpiéndolos o provocándolos, no puede interpretarse

literalmente si no se quie re profanar al mismo Dios. Mientras hablemos de fenómenos

acaecidos en el mundo, se ha impuesto la evidencia de que la "hipótesis Dios" (Laplace)

es superflua como explicación; más aún, que es ilegítima y que obstinarse en ella acaba

fatalmente dañando a la credibilidad de la fe. Algo que era válido para un paradigma

eminentemente religioso no lo es para un paradigma científico-técnico.

La conclusión es clara: sólo tomando en serio la legitimidad indiscutible de este

paradigma explicativo moderno, teniéndolo en cuenta y repensando desde él nuestra

concepción de Dios y de sus relaciones con el mundo, cabe hoy una fe coherente y

responsable.

3. Dios consiste en amor. La definición más honda y específica que el cristianismo ha

logrado de lo divino está representada en la frase joánica: "Dios es amor" (I Jn 4, 8-16),

es decir, Dios consiste en amar. Es una frase nuclear, irradiante. Ella sola será capaz de

mantener la esperanza del mundo. Aunque comprenderla del todo sea imposible, sí que

podemos desentrañarla para entender un poco mejor los caminos de Dios y los del ser

humano: Dios es amor, la realidad es amor; ser hombre o mujer es tratar de vivir en el

amor.

Todas las religiones lo han entrevisto de alguna manera. La religión bíblica se orientó,

no hacia los rasgos naturalistas, mágicos o animistas de lo sagrado, sino hacia su

carácter ético y personal. La experiencia del Éxodo parte ya de un Dios que salva y

libera, estableciendo una alianza; es decir, de un Dios que se preocupa por el bien de los

hombres y mujeres, los cuales, a su vez, se ven solicitados a observar una conducta recta

y honesta. Así, la historia del pueblo de Israel está pautada por recaídas mágicas que a

su vez son corregidas por la conciencia de ese Dios ético y salvador de la Alianza. Lo tremendum de Dios debe ceder terreno continuamente a lo fascinans: el carácter

protector, agraciante y salvador de Dios. Oseas logró expresarlo como un amor tan

tierno que no sabe castigar: "¿Cómo podré dejarte, Efraím; entregarte a ti, Israel? (...)

Me da un vuelco el corazón, se me conmueven las entrañas" (Os I 1,8).Y lo grande no

está sólo en esa proclamación, sino en su fundamentación: "Que soy Dios y no hombre,

el Santo en medio de ti" (Os 11,9). He aquí la auténtica dirección de la diferencia

divina: jus to porque es "Dios y no hombre", porque es "el Santo", no aplasta y condena,

sino que se compadece y perdona.

Y de ahí la dificultad de nuestra psicología, porque "somos hombres y no Dios", para

comprender y creer en ese Dios chiflado por el hombre (Schelling). Jesús de Nazaret

nos ha posibilitado la superación de un obstáculo que parecía insalvable. Con Jesús

culmina, dentro de nuestra tradición bíblica, la captación humana de lo que Dios, desde

siempre, quiere ser para nosotros: Abbá o Padre entregado en un amor tan infinito como

su mismo ser y que únicamente espera de nosotros que, comprendiéndolo, nos

atrevamos a responderle con la máxima confianza de que sea capaz nuestro corazón.

Los caminos de Dios

Vamos a utilizar la idea de la creación como guía que nos ayude a reconocer los

"caminos de Dios". Esta idea es especialmente adecuada en el caso de un Dios que está

haciendo ser a la criatura y que la está haciendo ser a su misma "imagen y semejanza".

1. Dios crea por amor. Dios no ha creado hombres y mujeres religiosos, sino, simple y

llanamente, hombres y mujeres humanos. El criterio definitivo es, por tanto, la

realización humana. Así de claro lo afirmaba san Ireneo en los comienzos del

cristianismo: "La gloria de Dios es que el hombre viva". Con nuestras palabras,

podemos afirmar que todo en la vida es divino cuando es verdaderamente humano.

Desde la fe en este Dios, resulta absurda una postura negativa ante el mundo o la

mínima reticencia ante cualquier progreso humano y, simultáneamente, resulta

inaceptable una religión que, mirando al cielo, se hiciera "infiel a la tierra".

Desde Jesús de Nazaret esta afirmación queda radicalizada. La nueva cristología,

superando los viejos espiritual ismos, afirma cada vez con mayor vigor que Él es el

"Hijo de Dios" no a pesar de, sino en su humanidad: tanto más divino cuanto más

humano. Jesús, con su libertad a toda prueba, apoyada en el amor; con su entrega sin

límites, por realizarse desde los más pobres; sin trampa, por tanto al servicio de los

demás; por su acogida incondicional a los débiles, por saberse en las manos del Padre....

Por él hemos ido aprendiendo que la presencia de Dios, su gloria y su gozo se realizan

con más plenitud allí donde de modo más verdadero y auténtico se realiza nuestra

humanidad.

Esta imagen no encaja con la de un Dios omnipotente que puede intervenir a capricho e

imponerse a la libertad humana. La omnipotencia de Dios no se puede separar de su

amor. Dios tiene todo el poder en tanto que es sólo y nada más que amor. Por amor nos

llama a la vida y por amor se nos hace presente como salvación. Un ofrecimiento

gratuito, que se brinda a la libertad y que pide ser acogido sin contraprestaciones. Así

Jesús es señor en la medida que hace presente a Dios como el que sirve, siempre a favor

de sus criaturas y radicalmente a favor de ellas como víctimas. San Juan de la Cruz se atrevía a hablar de que la ternura de Dios es tan grande que se entrega al alma "como si

Él fuese su siervo y ella fuese su señor".

2. Dios crea creadores. Hemos intentado aclararnos sobre la manera de actuar y de

situarse de Dios respecto de su creación; ahora nos detenemos a pensar en qué consiste

la respuesta de la criatura. Y este intento nos sitúa, de salida, ante el eterno problema de

la inmanencia y la trascendencia. La acción de Dios es trascendente, y eso significa que

sólo se hace visible y efectiva a través de la acción creada, la cual es inmanente y sólo

resulta posible apoyada en aquélla. Las realidades del mundo son paralelas entre sí, pero

la relación Dios-criatura es perpendicular, en cuanto que desde su radical alteridad

creadora Dios la hace ser y la sustenta. La tentación consiste justamente en reducir esa

relación única y particular a una cualquiera de las conocidas.

Superar esta tentación no es evidente, ya que, en el fondo, nuestro imaginario sigue

estando dominado por la idea de que Dios puede actuar sobre la naturaleza para cambiar

su curso, del mismo modo que puede actuar para hacer la paz, acabar con el hambre o

unirnos como hermanos. Por eso, cuando la realidad muestra que estas cosas no

ocurren, echamos la culpa espontáneamente a un Dios que es incapaz de imponerlas.

Tal concepción, en contraste con el nuevo paradigma explicativo del mundo moderno

(en el cual los jóvenes están imbuidos), ya sólo puede servir para justificar burdamente

el desengaño de Dios y dejarlo de lado como arcaicismo más bien molesto.

Para huir de tal concepción es necesario, en primer lugar, preservar con cuidado la

diferencia irreductible de la relación Dios-criatura. Así, respecto de las criaturas Dios no

hace algo al lado de ellas, para completarlas, ni en lugar de ellas, para suplirlas.

Justamente, porque es creador, la acción de Dios en las criaturas es hacer que ellas

hagan, ya que, al crearlas, Dios les da, junto al ser, la capacidad de obrar. Ello nada

resta a su obrar de criaturas: este ser y esta capacidad de obrar les son entregadas

realmente, de modo que son ellas las que "hacen" sus acciones, las cuales son

verdaderamente suyas.

Podemos decir lo mismo invirtiendo la consideración: la acción es de la criatura porque

Dios la está haciendo ser y obrar; y, en este sentido, la acción es también "de Dios". He

ahí, por qué la acción de Dios se da en el plano trascendental: porque Dios "hace hacer",

y "hace" de verdad en el hacer de la criatura. Así se comprende que cuanto más "hace"

Dios, tanto más "hacen" las criaturas, y viceversa: cuanto más "hacen" las criaturas,

tanto más "hace" Dios.

Para decirlo con palabras más sencillas, la acción de Dios y la de las criaturas no están

en competencia, la una contra de la otra, sino que se refuerzan la una a la otra. No debe

pensarse, pues, en una rivalidad entre Dios y la criatura, ni siquiera en un reparto de la

acción concreta, como si se pudiese decir: esta parte corresponde a Dios y ésta otra al

hombre. Por el contrario, debemos decir que todo lo hace Dios y todo lo hace la

criatura.

3. La diferencia está en la libertad. Frente a la simple naturaleza que nace "hecha" y

predeterminada, los humanos somos lo que desde la libertad nos hacemos. Ciertamente,

una gran parte del hombre está entregada a la necesidad, igual que sucede con los demás

seres; pero la "ley" definitiva de su ser es precisamente la ausencia de ley, la capacidad

de construirse a sí mismo escogiendo entre distintas posibilidades. Mientras el astro o el animal son, en definitiva, una "ecuación resuelta" (Ricoeur), el hombre y la mujer

consisten, últimamente, en resolver la propia ecuación de una manera única, irrepetible

y personalísima. Nadie, ni siquiera su Creador, se puede poner en su lugar: suplantar la

libertad sería anularla.

Dios no actúa, pues, suplantando la libertad humana, sino convocándola; es decir, con la

atracción o la solicitación (A.N. Withehead), no sólo haciendo posible la libertad, sino

preservándola y sosteniéndola. Hablando antropológicamente, ello supone un riesgo

para Dios: el riesgo de que la criatura se niegue a aceptar su ofrecimiento y le impida

realizar su intención. Pero supone también la oportunidad única para la expansión libre

de la acción creadora. Por eso el hombre, como por desgracia lo estamos viendo cada

día, puede interferir negativamente en la creación, destruyendo la naturaleza y

explotando o matando al hermano. Pero también puede prolongarla positivamente,

colaborando con Dios en su continuo afán salvador de fomentar el bien y remediar el

mal, amando al prójimo, creando cadenas de solidaridad, trabajando por una humanidad

más libre, justa y fraternal, así como por una tierra más habitable.

Si bien se piensa, se anuncia aquí uno de los misterios más fascinantes: la libertad

humana es la puerta de la intervención divina en el mundo. Hablando de "jóvenes" y de

"caminos de Dios en el mundo" difícilmente cabe enunciar una posibilidad más gloriosa

y exaltante, una llamada más fuerte para la gene rosidad y una ocasión más propicia para

una creatividad verdaderamente abierta al futuro.

Condensó: MARC VILARASAU

 

EL FUTURO DE LA VIDA RELIGIOSA Y EL DIOS DE JESÚS

Que la vida religiosa ha ejercido y ejerce en la Iglesia una función

insustituible no hay nadie -mucho menos ningún teólogo- que pueda

dudarlo. Lo cual no obsta -y el Vaticano II nos lo dijo claramente- para

que se promueva una renovación que la ponga más en consonancia

con sus bases evangélicas y con los objetivos concretos que los fundadores

de las distintas familias religiosas pretendieron en su tiempo. Se

trata de mantener vivas las raíces evangélicas, de podar las ramas

secas o sobrantes y de permitir así que una savia regeneradora eche

nuevos brotes. Pese a que el autor del presente artículo mira la vida

religiosa desde fuera, sus reflexiones ayudarán a pensar y actuar a los

que, desde dentro, están llamados a renovarla. Este artículo supone

otro anterior: Mirada teológica sobre la vida religiosa, desde una

«distancia empática» (Confer 38 (1999) 95-124). En él el autor

trata de evitar todo exclusivismo o privilegio, insistiendo en "polaridades"

unidas y solidarias: la vida religiosa se situaría en el polo de

dedicación preferente al "Dios del mundo", junto a los seglares que se

dedican al "mundo de Dios".

El futuro de la vida religiosa y el Dios de Jesús, Confer 38 (1999) 377-398.

Estas reflexiones en torno al futuro de la vida religiosa, enormemente abierto y cargado de riesgos y promesas, aspiran a ofrecer una visión empática desde una exterioridad fraterna y una responsabilidad compartida.

Reconfiguración desde las raíces: identidad y misión

El repensamiento y la revisión de la vida religiosa ha de hacerse en honda y respetuosa continuidad con sus raíces y, precisamente por ello, ha de ser capaz de llegar hasta ellas sin sentirla atada a ninguna forma histórica concreta, para evitar el peligro de convertir en inmutable lo que no es más que histórico y condicionado. Así, el proceso de repensamiento de la vida religiosa, viene marcado por dos vertientes aludidas en el título de este apartado: identidad y misión. Por un lado es claro que la identidad de la vida religiosa ya no puede ubicarse en la fuga mundi (huída del mundo), que percibe al mundo como una amenaza para la vida de fe. La vida religiosa más bien adquiere sentido insertándose en un mundo que es manifestación de la acción creadora de Dios, para prolongar y encarnar dicha acción. Esta inserción en el mundo, precisamente porque se hace desde Dios, es crítica. Una crítica que no pretende negar ni minusvalorar esta vida, sino potenciarla al máximo, mostrando que sólo está de verdad asegurada cuando se fundamenta en la visión de Dios. En esto radica lo más fundamental de la identidad de la vida religiosa, la cual en cuanto unida a los avatares de esta vida intrínsecamente cambiante y mutable, queda siempre abierta a nuevas configuraciones.

De este modo enlazamos intrínsecamente con el segundo vector: el de la misión. La situación crítica de la fe en el mundo actual y la necesidad de reconfigurar en él la entera presencia de la Iglesia, hace ver con fuerza la convergencia de los dos vectores. En otras palabras: urgentes necesidades a las que se enfrenta hoy la fe, avivan en los religiosos y religiosas la conciencia de que la misión de la Iglesia en el mundo es componente fundamental de su identidad.

2. Reconfigurar la identidad: los votos entre la estabilidad jurídica y el empuje de la vida

La configuración actual de la vida religiosa es el fruto de un largo proceso de siglos en el que han interactuado tres elementos fundamentales:

a) la vivencia íntima, como decisión

de configurar la vida en torno al «Dios del mundo».

b) las necesidades, las llamadas y las exigencias que ha ido imponiendo la misión de la Iglesia en el mundo.

c) el estado de la reflexión eclesial

y teológica de cada tiempo. En este sentido, la vida religiosa tiene algo -y aun mucho- de normativo, de modelo a tener en cuenta en cualquier intento de renovación y de reforma. Pero no puede tratarse de un modelo rígido, sino de una fidelidad viva cuyo criterio definitivo sea el equilibrio de los tres elementos en cada etapa histórica. Lo decisivo será garantizar que el primero de ellos se exprese lo mejor posible al concretarse en los otros dos. En este sentido, experimentar y buscar no deben causar miedo. Al revés, si bien es indispensable que se realicen con seriedad y con prudencia.

Según lo dicho, ni siquiera los votos clásicos pueden ser un criterio definitivo, porque ellos son fruto y manifestación de algo más primigenio; son concreción histórica de una decisión radical. Fueron formulados en el siglo XII por los canónigos regulares, sistematizados teológicamente por Santo Tomás en el siglo XIII y largamente sancionados por el derecho canónico. Y, desde luego, han demostrado su fecundidad para articular la configuración existencial y comunitaria de la vida religiosa. Pero, a pesar de esto, hay que distinguir entre los valores radicales que en ellos se expresan y las formas canónicas en que se han traducido.

Es claro que los votos religiosos que, en su estrato más radical, cabría calificar como la castidad, la austeridad, la docilidad coEl munitaria son valores profundamente evangélicos y de esencial radicación antropológica, sin los cuales no es posible la configuración de la vida religiosa. Pero el modo concreto como su vivencia se ha ido traduciendo pertenece ya a otro registro. La historia nos da muestra de ello: la docilidad del anacoreta es a la vez igual y distinta a la del monje, y ambas son «obediencia»; lo mismo sucede con la austeridad del mendicante respecto de la comunidad que administra un colegio, y ambas son «pobreza»; la castidad misma es vivida de manera muy distinta en la clausura y en la pequeña comunidad inserta en un suburbio, y ambas son «celibato». En este sentido puede ser ilustrativa la comparación con la distinta configuración de los votos en otras religiones. Por ejemplo, en el budismo los votos tienen acentos diferentes a los nuestros y, además, son cuatro los que se proponen -aunque con distinta intensidad- tanto a monjes como a laicos: 1º) procurar la salvación del mundo; 2º) desarraigar de sí mismo todo mal y toda pasión; 3º) estudiar la ley de Buda; 4º) alcanzar la perfección de la condición búdica.

Este ejemplo nos indica además que tampoco el número de los votos es inamovible. Dentro del propio cristianismo han ido surgiendo necesidades o llamadas que han llevado a añadir otros votos a los tres clásicos, como el de no ambicionar dignidades (trinitarios descalzos), el de entregarse en rescate por los cautivos (mercedarios), o el de obediencia al Papa para las misiones (jesuitas). Y es claro que nada impide que puedan aparecer otros. No se trata de hacer «teología ficción», pero la lección de la historia, el contacto con otras religiones, los cambios culturales y la aparición de nuevas necesidades, convocan a la creatividad. Igual que pueden aparecer nuevos votos, o cambiar el acento de los tradicionales, pueden también aparecer votos realizados con pleno compromiso pero por un tiempo determinado, renovable o no según las capacidades y posibilidades del sujeto.

En este sentido, por delicado que sea el tema, no puede darse como inamovible la inexcusabilidad del celibato para toda forma de vida religiosa posible. No se puede negar su fuerza configuradora de una existencia que busca la entrega total, pero también es verdad que han aparecido nuevos factores que, sin negar su valor, cuestionan su centralidad. Así, por ejemplo, la exégesis ha mostrado que los escasos datos escriturísticos al respecto están muy condicionados por la «urgencia escatológica», es decir, por la brevedad del tiempo que se creía que quedaba antes de la parusía. Por otro lado, hoy ya es insostenible la teología del «corazón dividido» y su concepción de que el amor humano necesariamente distrae -incluso aparta- de Dios. Más bien hay que sostener que, si está bien orientado, el amor humano no entra en competencia con Dios sino que puede convertirse en un sacramento y en una escuela de la unión con Dios. Cabe, pues, pensar en nuevas formas de vida religiosa en nuestro ámbito actual que, por ej., adopten una configuración dual, es decir, con miembros célibes y miembros casados, sin que ello imposibilite la totalidad o radicalidad de la entrega. De hecho, los mismos apóstoles eran en su mayoría casados. Además, la propia teología y el magisterio de la Iglesia reconocen unánimemente que no hay una necesaria vinculación entre celibato y entrega al «Dios del mundo».

En el «laboratorio», que son los institutos y las asociaciones seculares, se han dado ya intentos de esta configuración dual. Es verdad que se trata de una realidad que aún no ha sido reconocida a nivel oficial. Ciertamente, la «oficialidad» en la Iglesia debe velar por la estabilidad y la cautela frente a toda aventura innovadora incierta, pero no puede ni debe apagar el empuje de la vida. Todo cambio profundo siempre se realiza en esa difícil dialéctica entre obediencia y experimento, fidelidad y creatividad, seguridad presente y apertura al futuro. En otras palabras: la necesaria confirmación jurídica y «oficial» de las novedades en la Iglesia es un «acto segundo», que no «crea» la vida renovada, sino que la asegura. De hecho, esto es lo que ha sucedido en la historia con la fundación de una nueva orden o congregación religiosa.

Esta dialéctica entre «la estabilidad del derecho» y «la creatividad de la vida» resulta muy importante para comprender los dinamismos íntimos de la identidad de la vida religiosa. Pero también -como vamos a ver- para la comprensión y el desarrollo de su misión.

La llamada de la misión: «resistencia numantina» y «muerte estaurológica»

La gran diversidad de órdenes y congregaciones religiosas existentes, responde al fruto acumulado de una larguísima historia y a la multiplicación de respuestas a situaciones históricas siempre nuevas. Todas ellas son como ramas de un tronco que crece con vitalidad inagotable. Con todo, también llama la atención la precariedad de muchas de estas ramas debido al cambio de las necesidades a las que querían responder en sus orígenes y al descenso drástico del número de vocaciones. Esta situación es como una llamada a no dejarse arrastrar por inercias históricas y a construir activamente caminos nuevos de futuro. Sobre ello vale la pena aventurar algunas consideraciones. Una primera consideración: se trataría de aprovechar el aspecto positivo de esta situación de crisis, entendiéndola como oportunidad para una concentración en lo esencial. Fuerzas y personas de las congregaciones y órdenes religiosas que se dedicaban a funciones hoy asumidas por la sociedad, pueden ahora quedar libres para un cultivo más intenso de la raíz del propio carisma fundacional y para una presencia más transparente y significativa del mismo.

Una segunda consideración: la situación actual antes descrita urge a afrontar de un modo decidido la reconfiguración del cuadro de la vida religiosa en sí misma, en virtud de las posibilidades concretas de cada instituto y de las necesidades reales de la comunidad. Esto ya viene señalado por el Vaticano II en el decreto Perfectae Caritatis, cuando habla de la unión entre monasterios o institutos de finalidad y espíritu similares (nº 21), de federación entre instituciones que «de algún modo pertenecen a la misma familia religiosa», y de asociación entre aquéllos que «se dedican a las mismas o parecidas obras externas » (nº 22). Y concluye el decreto con este criterio para todos los Institutos: «responder con prontitud de ánimo a su vocación divina y a su función dentro de la Iglesia en los tiempos presentes» (nº 25). Es decir: primero una decisión radical; segundo una función eclesial, y tercero una respuesta a las necesidades del propio tiempo.

Esta llamada del Concilio es dura y exigente. De ahí que las concreciones de la misma deban dejarse a cargo de quienes las han de protagonizar. Desde fuera lo más adecuado es una acogida respetuosa de sus decisiones y una colaboración fraterna en la búsqueda de un mejor acierto eclesial. Con este ánimo fraterno de quien no está directamente implicado, quisiera referirme al peligro de que el cariño a la propia tradición y el compromiso con la forma concreta del propio carisma puedan actuar de freno en la iniciativa y búsqueda de una misión actualizada, y lleven a una especie de «resistencia numantina » pero agonizante. Frente a ello, mejor sería asumir la necesidad de una transformación radical que, abandonando lo secundario, salve lo fundamental, renaciendo de un modo nuevo, acaso mediante la fusión con otros igualmente dispuestos.

Podemos calificar esta actitud -frente a la de «resistencia numantina » - de «muerte estaurológica »: muerte que libremente pasa por el despojo de la cruz (staurós), porque confía en resucitar transfigurada para la comunidad. No es la muerte del final de un ciclo fracasado sino de una misión particular cumplida, que puede ser el comienzo de una nueva universalidad en la vida común de la Iglesia.

Esto, que puede resultar muy abstracto, es muy concreto y de una trascendencia vital. Una vida religiosa, celosa de su identidad, pero no aferrada a su pequeña tradición, tiene por delante el reto de encontrar nuevas formas que, «desde el Dios del mundo» -que sigue llamando igual que el primer día de la creación- la revitalicen y resuciten en el mundo actual.

No es aventurado afirmar que la vida religiosa ha percibido esta llamada. Lo que en ella pueda dar la sensación de «caminar a la deriva», tiene mucho de escucha de los «sonidos inarticulados » del Espíritu que llama a mantener viva la difícil esperanza de la humanidad, a la disposición inquebrantable de configurar la vida entera -sea del modo que sea, y en la orden o congregación que sea- de tal modo que pueda ser para el mundo de hoy la encarnación de una existencia centrada en Dios, el cual, en Jesús de Nazaret, se ha manifestado como «el Dios de los pobres»; el Dios que en la Iglesia sigue suscitando modos de vida que se consagran a hacerle visible en la oscuridad de los despojados, en el sufrimiento de la marginación y en el abandono de la exclusión.

II. UNA APLICACIÓN CONCRETA: CONTRIBUIR A LA PRESENCIA DEL VERDADERO DIOS DE JESÚS

La propensión de la vida religiosa a volcarse con amor de misericordia sobre las diversas formas de sufrimiento humano está hoy muy viva. Así responde a una dimensión íntima de su realidad: el esfuerzo de hacer visible al Dios que se nos ha revelado en Jesús, en sintonía con las exigencias e intuiciones de nuestro tiempo. A esta dimensión de la vida religiosa nos vamos a referir ahora.

La necesidad de una seria formación teológica

La primera exigencia de esta dimensión es la de tomarse en serio la necesidad de una formación teológica que no viva anclada en el pasado. Entre la elaboración de la teología clásica y la situación presente, media la revolución cultural de la modernidad, la cual ha trastocado los parámetros del pensamiento, de la sensibilidad y de la capacidad de acción.

De la concepción de un mundo sacral hemos pasado a la concepción de un mundo secular, regido no ya por leyes trascendentes, sino por leyes inmanentes y con una autonomía propia. Una autonomía, ya irreversible, reconocida como legítima y positiva por el Vaticano II. Hoy resulta ya evidente que la «hipótesis Dios» es superflua e ilegítima a la hora de pretender explicar los fenómenos que acaecen en el mundo. Obstinarse en lo contrario es dañar la credibilidad de la fe.

Lo mismo puede decirse de nuestra manera de leer la Biblia y de comprender y expresar sus afirmaciones y narraciones. Piénsese, por poner un solo ejemplo, en quién puede creer, después de las teorías de la evolución, que Adán y Eva realmente anduvieron por el Paraíso, sabios, inmortales y sin defectos, aunque luego, de un modo inexplicable en esa hipótesis, cometieran el pecado más estúpido. No es que esas narraciones o afirmaciones sean falsas; lo que en ellas se quiere decir o es verdad o está en camino de la verdad definitivamente revelada en Cristo. Lo que ya no vale es el modo antiguo de comprenderlas y expresarlas. La fe que a través de esa tradición y de esos relatos se nos transmite es la de siempre, pero la teología mediante la cual se vehicula esa fe ya no puede ser «la de siempre ». Confundir lo uno con lo El futuro de la vida religiosa y el Dios de Jesús 89 otro puede ser mortal para la fe, porque, al no poder aceptar esa teología «de siempre», en la cultura actual muchas personas se ven obligadas a rechazar la fe, lo cual equivale, en expresión popular, a «arrojar al niño con el agua de la bañera».

Esta transformación, en cuanto que afecta a la interpretación de los mismos fundamentos, exige una preparación seria. Y ello corresponde, no exclusivamente, pero sí directa y esencialmente a la vida religiosa, en cuanto llamada a visibilizar a Dios en el mundo de hoy. Ello no quiere decir que todo religioso/a tenga que ser especialista en teología, pero sí que hoy ningún religioso/a puede desentenderse de la teología. Ello sería tan absurdo como entrar en un convento y pretender prescindir de la formación espiritual. Por eso me resulta difícil de comprender -y suicida- que religiosos/ as dediquen lo mejor de su trabajo intelectual a estudiar una carrera ajena a la teología. Si la vivencia, comprensión y testimonio de la fe es el eje y dedicación fundamental de todo religioso/ a, sus estudios también deben girar en torno a ese eje y no a otro.

2. Orar al Dios de Jesús

La formación teológica y la contribución a la transformación actualizadora de la teología, es una dimensión importante en la vida religiosa. Pero no lo es todo. Otra dimensión muy decisiva es la de la oración. También ésta pide hoy su reconfiguración. Creo que no se puede negar que hoy resulta urgente revisar nuestro modo de orar, a fin de que la oración se acomode a la nueva imagen de Dios que está exigiendo la sensibilidad actual. Sigue siendo válido aquello de «dime cómo es tu oración y te diré cómo es tu Dios; dime cómo es tu Dios y te diré cómo es tu oración».

No es que pretendamos «acomodarnos a la figura de este mundo», sino realizar una auténtica conversión aprovechando la llamada de los signos de los tiempos. Si esto se realiza de verdad, no resultará difícil descubrir que lo más nuevo nos devuelve en realidad a lo más original y genuino de la experiencia evangélica. Por el contrario, la resistencia al cambio por querer mantener la fidelidad a la letra, corre el riesgo de convertirse en una terrible siembra de ateísmo.

Tal vez unas sencillas indicaciones pueden ayudarnos a comprender la profunda verdad que se encierra en estas afirmaciones tan fuertes. Si «Dios es amor» (I Jn 4,8.16) resulta obvio que nos ha creado -y sigue creando- para nuestra realización y felicidad. Su alegría como Padre/Madre es nuestra felicidad, su gozo es nuestra realización. A lo largo de la historia de salvación, su acción va dirigida única y exclusivamente a ayudar y salvar. En Jesús hemos comprendido finalmente que ni siquiera espera nuestra iniciativa, sino que su amor nos precede sin condiciones (Jn 6,44): «sobre buenos y malos, justos y pecadores» (cfr Mt 5,45). De ahí la llamada de Jesús a la confianza total (Lc 12,7). A un Dios así no necesitamos pedirle nada porque ya nos lo está dando todo. Lo que necesitamos es dejarnos ayudar y salvar, confiar que está siempre con nosotros haciendo todo lo posible para nuestro bien. Si algo falla, no es jamás por su parte, porque lo que se opone a nuestro bien se opone idénticamente a su amor en favor nuestro. Fallará la realidad que, en cuanto finita, tiene fallos inevitables. Y fallaremos nosotros que no comprenderemos, nos resistiremos o nos negaremos. Cuando algo que parece tener solución, no la recibe, es porque o en realidad no la tiene o nosotros no colaboramos con Dios. Entonces es Dios quien nos pide a nosotros que nos dejemos salvar, que acojamos su llamada y su impulso en bien de los hermanos necesitados.

Examinemos a la luz de lo dicho nuestras oraciones de petición en lo que ellas dicen en y por sí mismas. Tomemos, a modo de ejemplo, una entre las muchas que se escuchan cualquier domingo en nuestras iglesias: «Para que los niños de África no mueran de hambre, roguemos al Señor ». Objetivamente, una petición de este tipo implica lo siguiente: 1º) que nosotros advertimos la necesidad y tomamos la iniciativa: somos buenos y tratamos de convencer a Dios para que también lo sea; 2º) que Dios está pasivo hasta que nosotros lo convenzamos, si somos capaces; 3º) que si al próximo domingo los niños africanos siguen muriendo de hambre, la consecuencia lógica es que Dios no nos ha escuchado ni ha tenido piedad; y 4º) que Dios podría, si quisiera, solucionar el problema del hambre pero, por lo que sea, no quiere hacerlo.

Así, sin pretenderlo conscientemente, pero presente en la objetividad de lo que decimos, estamos proyectando una imagen monstruosa de Dios: no sólo herimos la ternura infinita de su amor siempre dispuesto a salvar, sino que además acabamos diciendo implícitamente algo que no nos atreveríamos a decir ni del más canalla de los humanos. Soy consciente de que nadie tiene la intención de decir tal monstruosidad, pero la objetividad de las palabras está ahí.

De suyo, una vez alertados, todo esto resulta suficientemente claro. Lo que sucede es que vivimos tan inmersos en la oración de petición, que ni siquiera lo advertimos, y cuando, por primera vez, se escuchan afirmaciones como las que he expuesto se nos disparan resistencias espontáneas que, además, encuentran apoyo en las mismas Escrituras, donde abundan recomendaciones al estilo de «pedid y se os dará» (cfr Mt 7,7; Lc 11,9). Con todo, estos datos de las Escrituras piden interpretación, porque si los tomamos al pie de la letra, ¿cuántas peticiones de éstas nos son realmente otorgadas? Además, otros textos muestran una cautela de Jesús acerca de la petición: «Al orar no seáis charlatanes...vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo » (cfr Mt 6,7-8); «todo cuanto pidáis en la oración creed que ya lo habéis recibido» (cfr Mc 11,24); o también la parábola del amigo inoportuno, en la cual no se pone el acento en el «pedir mucho o con insistencia», sino en el «confiar mucho» en la bondad y el amor de Dios que supera todo lo imaginable (cfr Lc 11,5- 13; 7,7-11).

La aplicación es obvia: si algo intenta subrayar todo lo que hasta aquí estamos diciendo es justamente la necesidad de esta confianza sin límites, de suerte que la aparente infidelidad a la letra acaba mostrándose como la más profunda fidelidad al espíritu. Nótese que no renunciamos a ningún modo ni dimensión de la oración: todo cuanto vivimos, necesitamos y deseamos, podemos expresarlo sin recurrir a la petición. Entonces lo expondremos con toda verdad, sin herir el infinito respeto que nos merece Dios en su amor e iniciativa absolutos. Piénsese, para seguir con el ejemplo anterior, qué otra profunda verdad y qué distinto clima resultaría de esta otra formulación: «Señor, en nuestra preocupación por el hambre de los niños de África, reconocemos la petición de tu amor que, compadecido de su dolor, nos llama continuamente a que, superando nuestra pasividad y egoísmo, colaboremos contigo ayudándoles con generosidad».

3. Una hermosa tarea para la vida religiosa.

No resulta fácil llevar a la práctica propuestas como la anterior, porque supone romper con hábitos muy arraigados. En los primeros intentos no es rara la sensación de quedarse a la intemperie, sin palabras. Es el precio de todo cambio, la exigencia de la conversión y de la disponibilidad radical de la vida cristiana que debe estar siempre dispuesta a nacer de nuevo. Y si esto vale para toda vida cristiana, entra de lleno en la misión de la vida religiosa, llamada a configurarse en torno al «Dios del mundo» para testimoniarlo en "el mundo de Dios", y, por tanto, llamada a cuidar su relación con Él respetándolo y acogiéndolo en su verdad. De hecho, la oración ha constituido siempre una preocupación nuclear y una parte muy decisiva de la misión de la vida religiosa en la Iglesia: «Cualquiera que sea el puesto que en la "vida religiosa" ocupa la acción apostólica o el compromiso activo en las tareas de la sociedad, la tradición ha reconocido siempre que este proyecto evangélico tenía entre sus notas distintivas una atención especial a la oración».

Dada la crisis radical que la percepción de lo Divino ha sufrido con la entrada de la modernidad, no parece exagerado afirmar que por aquí pasa hoy una de las contribuciones importantes que puede aportar la vida religiosa. Contribución que debe hacerse tratando de reorientar el talante fundamental y los hábitos profundos, y ofreciendo a la comunidad, espacios, modos y fórmulas nuevas. Esto es urgente debido al desamparo ocasionado por el abandono de las viejas fórmulas. Sería, sin duda, un hermoso regalo de la vida religiosa a la Iglesia y al mundo en esta hora en que tan necesario se nos hace descubrir de nuevo el rostro auténtico de Dios tal como un día brilló en la palabra y en la vida de Jesús de Nazaret.

Tradujo y condensó: CARLES MARCET

Lo que la vida religiosa necesita claramente en este momento de abatimiento no es resignación ante la muerte, sino vida y vitalidad. Necesita un nuevo objetivo. Necesita fe para emprender nuevos caminos con entusiasmo renovado y sin temor. A fin de cuentas, ¿qué se puede perder cuando ya se ha perdido todo? En el preciso momento en que el mundo espera, e incluso requiere, su declive, la vida religiosa debe negarse a ser algo distinto de ella misma. La vida religiosa, más que prudencia, conformidad o ese conservadurismo que pretende preservar las cosas del pasado en lugar de su sabiduría, requiere audacia, y necesita miembros mayores que se resistan al envejecimiento de la vida, y jóvenes que se resistan al envejecimiento del alma. Pertenecer a una antigua institución no es excusa para no tener ideas jóvenes y no hacer cosas nuevas. Al contrario, es precisamente la edad de la institución la que lo exige. Que nosotros seamos viejos no es excusa para estar muertos ni para permanecer a salvo, tampoco es excusa para estar tan sedados que en realidad estemos comatosos ni para sentarnos y esperar a que nos salven de nosotros mismos. «¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?», pregunta la carta a los Romanos. Y la respuesta es el silencio ensordecedor de Dios. Sólo nosotros mismos, jóvenes o viejos, podemos salvarnos de la muerte que está en nuestro interior (…).

Es la virtud de vivir hasta la muerte la que se le exige a la vida religiosa actual si queremos que el fuego vuelva a arder. Es la virtud del riesgo la que necesita de nuevo la vida religiosa: riesgo en los más viejos que creyeron que los grandes riesgos de su vida ya habían pasado; y riesgo en los nuevos miembros, que fueron lo suficientemente ingenuos como para pensar que una vida reglada de oración y servicios es una vida sin ningún riesgo en absoluto.

JOAN CHITTISTER, El fuego en esas cenizas. Espiritualidad de la vida

religiosa hoy. Santander 1998, págs 87-91.

 

¿TODAVÍA EL DIOS DE LOS FILÓSOFOS?

Durante siglos se tuvo por evidente que a la afirmación de Dios se puede llegar por la fe y/o por la razón, y se añadía que ni la fe está desprovista de racionalidad ni la razón excluye el camino de la fe, sino que incluso lo prepara. En todo caso, una cosa parece clara: en la aproximación a ese misterio que llamamos Dios y del que la teología negativa insiste en su inefabilidad (véase ST nº 157, 2001, 21-32, 33-47), fe y razón constituyen dos caminos distintos, pero no contrapuestos. Sin embargo, el famoso dicho de Blas Pascal, fruto de una experiencia profunda de Dios –«¡Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob; no Dios de los filósofos y de los sabios!»- trazó una línea divisoria entre el Dios de los creyentes y el de los pensadores, que se prolongó hasta bien entrado el siglo XX. El estudio crítico de las fuentes bíblicas y el replanteamiento de lo sobrenatural, por una parte, y lo que podríamos llamar la «historificación» de la razón y la valoración de la experiencia como fuente de conocimiento, por otra, han acercado ambas vías hasta llevarlas a una cierta convergencia en el Infinito. El autor del presente artículo examina el origen y la naturaleza de la contraposición ferazón y muestra hasta qué punto, reasumiendo la experiencia de Pascal en un horizonte más amplio, es posible hoy superar la antinomia y evitar el escollo de la doble verdad.

¿Todavía el Dios de los filósofos? Razón y Fe 242 (2000) 165-178.

¿De nuevo la doble verdad?

Como los grandes problemas, también los grandes tópicos tienen larga vida: se creían superados, pero reaparecen bajo formas inesperadas. El tema de la doble verdad es uno de ellos y el tema «Dios de Abraham...» – «Dios de los filósofos », una variación del mismo. Si hay un Dios y este Dios es único, no puede haber un «Dios» para los filósofos y otro para los creyentes. Existen ciertamente diferencias. Se trata, desde luego, de distintos contextos «pragmáticos ». Pero el referente es el mismo. Distinción no significa oposición y menos todavía exclusión. Perspectivismo y pluralismo son conceptos admitidos que lo muestran. Tratar de restablecer la unidad, afirmándola en principio y esforzándose en realizarla en la práctica intelectual no significa ignorar los abusos ni desconocer la dificultad. Siglos de insistir en una concepción de lo divino desgarrada por un dualismo han alimentado el equívoco de la oposición. Luego el prestigio de Pascal, reforzado por la autenticidad de una experiencia ardiente con fecha precisa –la noche del 23 al 24 de noviembre de 1654– ha convertido la distinción radical en tópico casi indiscutible. «¡Dios de Abraham, Dios de Isaac,

 

NO ES LA PERSONA PARA EL SÁBADO:

Contra las deformaciones y opresiones de lo religioso

En línea con otros artículos suyos publicados en Selecciones (ST nº 154, 2000 , 83-92; nº 152,1999, 283-289; nº 151, 1999, 214-218; nº 150, 1999, 147-159; nº 149, 1999, 18-28; nº 145,1998, 34-46) y teniendo ante la vista una de las sentencias más impactantes y revolucionarias del Evangelio, Torres Queiruga revisa aquí el paradigma tradicional de la teología cristiana, basado –en gran parte- en una interpretación literalista de los relatos bíblicos e insiste en el cambio de paradigma promovido por el progreso de la ciencia bíblica –en especial por la recuperación del sentido profundo de los relatos etiológicos y míticos- y por la crítica de la religión llevada a cabo por la modernidad. Desde esta nueva perspectiva aparece más claro el plan de Dios sobre la humanidad y el sentido de la creación y del ser humano en el desarrollo de la historia. Non é a persoa para o sábado: contra as deformacións e opresións do relixioso, Encrucillada 24 (2000) 237-251.

Intención originaria y ambigüedad histórica

La fenomenología de la religión sabe muy bien que, en su intencionalidad más

radical y originaria, cada una de las diversas variantes del hecho religioso -religiones de

la naturaleza y de la cultura, nacionales y universales, místicas y proféticas- son

siempre religiones de salvación. Ya que, en definitiva, la religión nace de la percepción,

más o menos clara y distinta, de que la vida en el mundo, tal como la experimentamos

en su inmediatez, no está autofundada ni es autosuficiente. Por eso la humanidad, en sus

angustias y en sus esperanzas, en sus realizaciones y en sus frustraciones, se siente o se

presiente envuelta por una presencia fundante, que la origina, la acompaña y la

envuelve, abriéndole la posibilidad de un sentido último, de una realización plena: de la

salvación.

Pero, por su misma naturaleza, esta percepción resulta oscura y oscilante.

Nuestra sensibilidad y nuestra inteligencia tienen dificultades para captar el "Otro", lo

transcendente, lo que por esencia está más allá de sus modos y de sus maneras. La

reflexión religiosa siempre ha sido consciente de ello: "distinto de lo conocido y

también de lo desconocido", decía una Kena Upanishad. Y la Biblia decía: "Mis

caminos no son vuestros caminos".

La historia de las religiones ofrece un auténtico catálogo de horrores: la

deformación es el precio inevitable de toda experiencia que entra en la historia. En

cuanto empieza a ser ejercida, la pureza de la intención original, sin desaparecer del

todo, tiende también a recubrirse con intereses bastardos. El "carisma" acaba

enfriándose en la "institución".

 

LA IMAGEN DE DIOS EN LA NUEVA SITUACIÓN CULTURAL

En este artículo presenta el autor las condiciones que en nuestra condición cultural hacen creíble cualquier lenguaje sobre Dios. Se trata de un buen resumen de las posturas que Torres Queiruga ha venido defendiendo en los actuales foros teológicos. Resumen que tiene la ventaja de ser hecho por él mismo y, además, la de no olvidar las derivaciones pastorales de su pensamiento

A imaxe de Deus na nova situación cultural, Encrucillada 27 (2003) 221-243

"¿Cómo puede usted repetir ‘Dios’ una y otra vez? ¿Cómo puede esperar que sus lectores tomarán la palabra en el sentido que usted quiere que sea tomada? Lo que usted quiere decir con el nombre de Dios es algo por encima de todo alcance y comprensión humanas, pero hablar de él le hizo a usted descender al plano de la conceptualización humana. ¡Qué otra palabra del habla humana ha sufrido tantos abusos, ha sido tan corrompida, tan profanada! ¡Cuánta sangre inocente derramada por ella a despecho de todo su esplendor! ¡Cuánta injusticia cubierta con ella borrando sus trazos santos! Cuando oigo llamar ‘Dios’ a lo más elevado, me parece casi una blasfemia".

Con estas palabras que responden a una conversación real en 1932, explicaba de algún modo el filósofo judío Martin Buber "el eclipse de Dios" en nuestro tiempo. Proceso que no hizo más que afirmarse en los últimos años. De ahí la importancia, la urgencia de revisar nuestros conceptos, nuestro lenguaje para aludir a ese Misterio siempre presente en sí mismo, pero siempre cambiante en el discurrir de la historia humana, irremediablemente expuesto a eclipses, deformaciones, manipulaciones, perversiones… Las ideas que expongo, para muchos lectores ya de sobras conocidas, quieren ser una síntesis mínimamente purificadora e iluminadora que ayude a repensar y a reformular viejos tópicos, y, sobre todo, a aprovechar un poco más la luz y el calor que nos llegan incansables desde el abismo de amor de esta presencia.

EL PROBLEMA DE DIOS Y SUS AMBIGÜEDADES

Buber, después de reconocer que, efectivamente, esa palabra "es la más sobrecargada de todas las palabras humanas" y que "ninguna ha sido tan envilecida, tan mutilada", manifiesta: "Precisamente por esa razón no puedo abandonarla". Y concluye su impresionan104 te alegación: "No podemos limpiar la palabra Dios y no podemos devolverle su integridad; sin embargo, profanada y mutilada como está, podemos levantarla del polvo y sacarla de una hora de gran desánimo" La tarea no es fácil y la ambigüedad se adhiere a esa palabra como una lapa, suscitando inquietud y discusión, adhesión y recelo; promoviendo las iniciativas más generosas y siendo utilizada para los crímenes más abyectos. Desde la entrada de la modernidad, las pruebas con que se intenta fundar intelectualmente la existencia de Aquel a quien remiten fueron cuestionadas y los conceptos con los que se busca expresar la profundidad de su misterio resultan muchas veces obsoletos. Con el proceso secularizador se llegó a hablar desde el interior de la teología y de las iglesias de la "muerte de Dios", recogiendo así una expresión a su vez ambigua, de origen profundamente cristiano en Lutero, con ambigua profundidad conceptual en Hegel y con furia anticristiana en Nietzsche.

En estas circunstancias, de la discusión teórica cabe esperar poco, y tal vez sea preciso esperar a que las aguas de la historia cultural se vayan reposando, para empezar a establecer un diálogo verdaderamente sereno y esclarecedor.

En él deberá entrar la visión de Dios en las distintas religiones y también participar la historia y la fenomenología de la religión, así como la larga lista de las tradiciones filosóficas que, con los nombres de "Teología Natural", "Filosofía Teológica", "Filosofía de la Religión", se enfrentaron y enfrentan con este formidable problema.

Es mejor centrarse en la visión cristiana de Dios, presente en nuestra cultura y configurando nuestra arte y nuestro paisaje. Frente a esta visión se toman distintas opciones y se adoptan diferentes posturas. Intentar una revisión crítica que, manteniéndose fiel a la tradición originaria, no esquive ni las objeciones reales ni las irrenunciables preguntas de nuestro tiempo, puede constituir un buen servicio, tanto para el creyente como para el no creyente. Para el primero, porque puede calibrar mejor el sentido y la trascendencia de su apuesta. Para el segundo, porque tiene ocasión de medirse no con tópicos obsoletos de un fantasma (pre)medieval, sino con la visión actual de sus contemporáneos, que, unidos en una idéntica búsqueda de una mejor interpretación de lo humano, creen hallarla por un camino distinto.

LA NUEVA SITUACIÓN CULTURAL

Un cambio de paradigma

Dios es eterno, pero nosotros estamos en la historia, y lo poco que de Él podemos comprender, las sucesivas imágenes que de su misterio nos hacemos, cambian con el tiempo, el lugar y la cultura, mostrando así su relatividad y la necesidad de ser continuamenLa imagen de Dios en la nueva situación cultural 105 te rehechas y actualizadas. De lo contrario, se solidifica la imagen de un tiempo determinado que, convirtiéndose en ídolo y substituyendo el misterio real de Dios, se impone como una losa mortal sobre las épocas siguientes. Si el cambio es grande y persiste la insistencia de la imagen anterior, puede llegarse a la catástrofe: con la reafirmación del ídolo acaba negándose la verdadera realidad. Sin pretender que esa sea toda la explicación, resulta difícil negar que ahí radica una de las causas fundamentales del ateismo moderno. La inmensa revolución cultural que se inició en el renacimiento y, acentuándose en la ilustración, llega hasta nuestros días, no conllevó un cambio paralelo, o por lo menos, un cambio suficientemente aceptable en el repensar el misterio divino y remodelar –siempre provisionalmente– su imagen. El Vaticano II lo reconoce a su modo en un texto muy citado: "en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina o asimismo con defectos de la vida religiosa, moral y social, velaron más bien que revelaron el genuino rostro de Dios y de la religión" (GS 19).

La cita de la fe con la cultura contemporánea constituye una de las tareas más urgentes del pensamiento religioso actual. En muchos aspectos, todo indica que se ha llegado a una encrucijada decisiva: "el cristianismo debe cambiar o morir"; la afirmación, del obispo anglicano John Shelby Spong, puede ser exagerada pero lanza un aviso que sería suicida ignorar.

Lo fundamental del cambio

Lo más válido e irreversible de la modernidad consiste en el descubrimiento del carácter autónomo de los distintos estratos que constituyen el mundo. Éste aparece regido por leyes intrínsecas y ya no traspasado por continuas interferencias extramundanas sean divinas o angélicas (para el bien) o demoníacas o infernales (para el mal).

Bultmann, en su programa de desmitologización, llamó la atención sobre la importancia de este hecho para la lectura de la Biblia. Y la teología en general necesita tomar el cambio muy en serio para repensar todo lo relacionado con la actuación de Dios en el mundo.

La razón, por su parte, entró en una nueva fase: como ya advertía Kant en su opúsculo sobre la ilustración, ante una razón crítica, salida de la "culpable minoría de edad", la religión no puede refugiarse en el prestigio de "su santidad" para seguir inmunizándose contra las dificultades y resistirse a las transformaciones necesarias, que afectan al conjunto y no a los detalles. Sobre todo obligan a pensar de nuevo la relación de Dios con el mundo natural y con la subjetividad y la historia humanas: el mundo físico aparece ahora regido por leyes propias, que hacen inconcebible un intervencionismo divino; el mundo humano rechaza como alienante toda imposición autoritaria, que de algún modo no dé razón de sí misma y toda legitimación religiosa de las relaciones sociales injustas.

Esto no puede significar entregarse atado de pies y manos al "espíritu de la modernidad" (tan ambiguo en tantos aspectos, como mostró la Escuela de Frankfurt), sino asumirla críticamente, distinguiendo cuidadosamente lo legítimo e irreversible de aquello que, como en todo lo humano, es caduco y deformado. El mismo proceso cultural tiene que hacer una dura crítica del optimismo exagerado y del predominio destructor de una "razón instrumental" que amenaza con colonizar todo el "mundo de la vida" (Habermas). La misma postmodernidad supone una aguda alerta. Sin embargo, no debe usarse como escudo –cómodo, relativista y justificador de los beneficiarios del statu quo– contra aquello que es irrenunciable de la modernidad, es decir, su talante autocrítico, su búsqueda de la justicia y de la igualdad y su llamada auténticamente emancipadora. De otro modo se corre el peligro de esquivar los fuertes y fundamentales desafíos que siguen pendientes para la humanidad: falta de compromiso, injusticia, intolerancia, autoritarismo…

Sin dejar de reconocer que la situación posmoderna presenta algunas tareas interesantes y necesarias, la tarea fundamental consiste en elaborar críticamente la fuerte llamada y las grandes promesas aún pendientes.

En todo caso, el esfuerzo por renovar la imagen de ese Dios humanissimus anunciado por Jesús de Nazaret debe dirigirse a algunos de esos desafíos. No hacerlo a tiempo y con la suficiente decisión tuvo consecuencias muy graves que cabe agrupar en dos frentes principales: la impresión de un "dios rival", enemigo de lo humano; y el aire anacrónico y todavía incoherente de ciertas interpretaciones de la fe.

FIDELIDAD A LA TIERRA: DIOS QUE CREA POR AMOR

El gran malentendido entre el cristianismo y la cultura moderna consiste en que una iglesia envejecida y poderosa ofrece una resistencia al avance que suponen las nuevas conquistas de la ciencia (Galileo, Darwin, la crítica histórica de la Biblia y los dogmas) y de la política (oposición a la revolución social y a la democracia política). De "falta de fidelidad a la tierra" la acusó Nietzsche. La Iglesia dio pie a eso. La acusación, al señalar una deficiencia histórica real, puede convertirse en ocasión para repensar con más claridad la verdadera esencia de la fe. La idea bíblica de creación desde el amor ofrece el mejor fundamento.

Un Dios cuya gloria es la persona humana en plenitud de vida

Tomar en serio la idea de un Dios que desde la plenitud infinita de su Ser se decide a crear, sólo puede verse como una opción el don y el amor. De suerte que su único y exclusivo interés en hacerlo es el bien y la realización de la criatura. Lo cual, a su vez, significa que todo aquello que la apoye, promueva o mejore constituye una afirmación y prolongación de la acción creadora. Y, al revés, todo lo que se opone a ella, se opone, idénticamente, a la creación. Las deformaciones históricas, una vez reconocidas, no deben ocultar que no cabe base más profunda ni más decisiva para una profunda "fidelidad a la tierra" (Teilhard de Chardin).

La idea de creación es tan radical que rompe de raíz todo dualismo. De ahí que sea preciso desenmascarar ideas que en otro tiempo pudieron tener un sentido aceptable, pero que hoy reciben espontáneamente una lectura deformante. Tales como las de que el hombre y la mujer fueron creados para la "gloria" de Dios o para su "servicio". La visión de la vida que inducen frases de ese tipo –aparte de sugerir un Dios interesado y preocupado por sí mismo– es de un dualismo heterónomo y alienante.

Dualismo, porque el "servicio", sancionado con premio o castigo, implica que hay dos esferas de intereses: la del "señor" y la del "siervo". De modo que estructuralmente lo que es bueno para uno no lo es para el otro, y la vida humana se divide en una parte reservada para ella y otra que debe ser entregada a Dios, "cumpliendo" con El. Alienante, porque así fue percibido culturalmente. De hecho, ésta fue, ya antes de Nietzsche, la preocupación de Hegel contra la "conciencia desgraciada" y la acusación de Feuerbach: en esta concepción, "para que Dios sea todo, el hombre tiene que ser nada".

Pero esto queda muy lejos de la visión bíblica, que, a pesar de las inevitables deficiencias de un largo camino de descubrimiento revelador, nunca dejó de ver a Dios como el que libera y no se preocupa por su culto, sino únicamente por las necesidades humanas. Y con Jesús de Nazaret lo descubre como Abbá que ama sin restricción y perdona sin condiciones, y que en su "mandamiento nuevo" no pide otra cosa que amor a los hermanos (cf. Mt 25,35). La primera carta de Juan no hará más que sacar la consecuencia, cuando escriba una definición osada e insuperable: "Dios es amor" (1 Jn 4, 8.16). Es decir: "Dios consiste en estar amando", con un amor que no piensa en sí mismo, sino sólo en el bien de los demás. "La gloria de Dios es que la persona humana viva" (Ireneo de Lión).

Un Dios comprometido pero no intervencionista

Desde una perspectiva más teórica, pero de enormes consecuencias prácticas, una gran fuente de malentendidos radica en la incorrecta reinterpretación de la relación de Dios con un mundo regido por leyes autónomas. El cambio no era fácil, porque toda la Biblia y lo fundamental de su comprensión teológica se fijaron dentro de la anterior imagen del mundo, que veía a Dios interviniendo empíricamente en todo y 108 Andrés Torres Queiruga continuamente. La nueva visión descolocaba literalmente a la teología, puesta entre tres malas soluciones que hacían muy difícil comprender y vivir la presencia de Dios en la vida humana. En la visión intervencionista, gracias a su trasfondo mitológico, la trascendencia divina, falsamente imaginada como alta y lejana, se compensaba con la total permeabilidad del mundo a los continuos influjos sobrenaturales: los buenos pensamientos podían venir de ángeles y las enfermedades podían estar causadas por demonios.

En la nueva mentalidad esa permeabilidad resulta impensable: ni las personas más piadosas piensan –como hacía el mismo Tomás de Aquino– que la luna está movida por una inteligencia angélica o que la epilepsia equivale –como en los mismos Evangelios– a una posesión diabólica. Pero la segunda solución, el deísmo, con su "dios arquitecto o relojero", que se desentiende de su creación, tampoco puede satisfacer la experiencia cristiana, basada en un Dios vivo, íntimamente presente en el mundo y actuante en la historia. Lo grave fue que entre las dos posturas no era posible realizar una auténtica mediación. Poco a poco se fue instalando en la conciencia general una solución de compromiso, consistente en una especie de deísmo intervencionista. Por un lado, se vive –por ósmosis cultural– la evidencia innegable de la consistencia y regularidad de las leyes físicas; pero, por otro, sin la suficiente clarificación conceptual, se mantiene la creencia en intervenciones divinas concretas. A eso responde la imagen de un "dios" que está en el cielo, a donde nos dirigimos para invocarlo y desde donde él interviene de vez en cuando (y no para todos, incluso cuando lo necesitamos desesperadamente). La idea de la creación por amor, bien pensada, permite una mejor salida, gracias a una inversión radical del problema. No es preciso romper la legalidad criatural ni dejarla cerrada en sí misma bajo la mirada de un "dios" distante. El creador no tiene que venir al mundo, porque está ya siempre dentro de él en su raíz más profunda y originaria. Tampoco tiene que recurrir a intervenciones puntuales porque su acción es la de sustentar, dinamizando y promoviendo todo: está ya "desde siempre trabajando" en su creación.

No se niega la validez religiosa de la experiencia antigua, que veía a Dios actuando de verdad en el mundo, en la historia y en la vida, ni es preciso renunciar a la cultura actual. Como modernos, comprendemos que Dios actúa a través de la acción de las criaturas y de sus leyes; por eso, podemos y debemos aceptar que el mundo está entregado a nuestra responsabilidad, aunque no hubiera Dios (etsi Deus non daretur). Pero, como nuestros antecesores en la fe, podemos verla como una responsabilidad "agraciada"; no de titanes ni de esclavos, sino simple y gloriosamente de hijos.

Una moral teónoma

Otro de los puntos, acaso el La imagen de Dios en la nueva situación cultural 109 de más consecuencias psicológicas del malentendido cultural del Dios cristiano, radica en una visión profundamente deformada de su relación con la moral. Un "dios" que nos creó "para su gloria" y a quien hay que "servir", convierte la moral en algo necesariamente heterónomo, es decir, en una carga impuesta por él sobre nosotros: una serie de "mandamientos" que nos ordena cumplir o de "prohibiciones" que nos manda evitar.

Kant, en el nacimiento mismo del mundo moderno, denunció esta concepción como indigna e infantilizante. Y seguramente nunca será posible medir la cantidad de resentimiento que acumuló en la conciencia cultural de occidente una concepción que invierte y pervierte el sentido de la religión en relación con el esfuerzo moral. En lugar de percibir la palabra y la presencia de Dios como ayuda y apoyo en la dura lucha que inevitablemente implica la autorrealización humana como tal –es decir para todos, tanto creyentes como no creyentes–, fue interpretada como exigencia, imposición y amenaza por su parte.

Encima, esa moral se presentó como sancionada, en caso de fallo, con el terrible castigo del infierno. El Dios que crea por amor y que sólo piensa en el bien y la felicidad de sus criaturas, acabó siendo descrito como capaz de castigar, por toda la eternidad y con tormentos inauditos, faltas, en definitiva, siempre pequeñas, fruto de una libertad débil y limitada. (Piénsese que el avance de la sensibilidad lleva en nuestro tiempo a una oposición generalizada de la pena de muerte e incluso de la cadena perpetua: ¿seremos los humanos mejores que Dios?) La visión del pecado marcha en paralelo. Tomás de Aquino dijo que el pecado no era malo porque le haga daño a Dios, sino porque nos lo hace a nosotros: "no ofendemos a Dios más que en la medida en que actuamos en contra de nuestro bien". Sin embargo, todo el peso del discurso acerca del pecado, ignoró –y sigue ignorando– que el interés de Dios consiste en que no nos hagamos daño a nosotros mismos, no malgastemos la vida propia ni ajena, no arruinemos la realización humana. La verdad del Dios que crea por amor deslegitima esa deformación dualista. La moral no es una carga impuesta por Él desde fuera, sino una exigencia de nuestro ser que, superando la inseguridad y la limitación del instinto, busca aquellas pautas de conducta que le permitan alcanzar su mejor realización. Realización auténtica que es justamente el único interés de Dios al crearnos. Por eso su presencia en nuestro esfuerzo moral sólo tiene sentido como iluminación y apoyo, como ánimo y perdón. Jesús no condena nunca y, cuando muestra la actitud de Dios ante el pecado humano, la muestra como la del padre preocupado exclusivamente por el bien del hijo, que en el pecado estaba arruinando su vida (cf. Lc 15, 24).

Kant intuyó esa estructura fundamental: "la religión es (considerada subjetivamente) el cono110 cimiento de todos nuestros deberes como mandamientos divinos". Intuición que Paul Tillich aplicó a la teología mediante el concepto de teonomía (de nomos ley, y teos, Dios), que sintetiza bien los dos aspectos. La ley de nuestro ser manifiesta la intención creadora de Dios para bien nuestro: "la razón autónoma unida a su propia profundidad".

REVELACIÓN NO AUTORITARIA:

EL DIOS QUE "DICE LO MISMO QUE EL CORAZÓN"

Revelación como mayéutica

La nueva vivencia de la autonomía afecta también a la subjetividad creyente. Su impacto, unido al surgir de la crítica bíblica, exige un nuevo concepto de revelación, que ya no puede ser una imposición autoritaria ni un refugio fideísta. Fruto de la lectura literal de la Biblia y de su sistematización en la patrística, la escolástica y la reacción antimoderna, el concepto de revelación que nos llegó es el siguiente: la revelación consiste en una lista de verdades "caídas del cielo", en virtud del milagro de la "inspiración", operado en la mente del hagiógrafo. Se trata de verdades inaccesibles a la razón humana, que hay que creer, sin tener la mínima posibilidad de verificar su verdad.

Se trata de una revelación impuesta desde fuera, sin conectar verdaderamente con nuestras necesidades y sin satisfacer nuestras preguntas. Su aceptación tiene así algo de arbitrario. Esta disposición a aceptarlo todo puede parecer sumisión "humilde y religiosa". En el fondo, acaba convirtiéndose en indiferencia.

Así se aclara el terrible divorcio entre la fe y la cultura y la dificultad de establecer un verdadero diálogo. Se crea la impresión de que entre ellas no puede mediar ningún tipo de razones que se puedan compartir, sino tan sólo la aceptación o el rechazo de la autoridad de la revelación y de sus "representantes". A nivel personal, se explica el abandono masivo de la fe, cuando ésta se muestra incapaz de mantener el paso de la propia maduración psicológica y cultural, y sólo se dispone de "razones de primera comunión" para responder a las dificultades de la persona adulta.

Una concepción fiel a los datos de la crítica bíblica comprende que la revelación actúa a través del psiquismo humano. El profeta, con su "genialidad" religiosa, cae en la cuenta de que Dios, mediante su presencia amorosa, trata de manifestarse a todos. La palabra inspirada es "mayéutica", es decir, nos ayuda a dar a luz lo que, desde Dios, somos nosotros mismos. No precisamos aceptarla "porque sí", sino porque podemos reconocernos en ella (o rechazarla…). Esa fe, fundada en Dios pero nacida dentro de la humanidad, se hace estrictamente personal, con toda la gloria y la carga de la libertad. Los creyentes lo son por sí mismos y no por rutina. Y respecto a la cultura, la fe no aparece como un añadido extrínseco, sino como un modo de situarse en su proceso y de participar en su historia. "La Biblia y el corazón del hombre dicen lo mismo" (F.Rosenzweig). No tiene por qué imponerse de forma autoritaria sino que se somete a las preguntas y ofrece razones (cf. 1 Pe 3, 15). Tampoco se ve obligada a aceptar de forma acrítica cualquier evolución cultural: también la fe tiene derecho a hacer preguntas y pedir razones. Por su misma esencia, se presenta como abierta a un diálogo en el que da y recibe, enseña y aprende. Verlo así permite enjuiciar con lucidez las difíciles y conflictivas relaciones entre la fe y la cultura desde la entrada de la modernidad. Dentro de la Iglesia puede poner las bases para fomentar la libertad teológica y la responsabilidad creyente y deslegitimar todo autoritarismo institucional. Y propicia realizar de un modo nuevo el diálogo de las religiones.

El diálogo de las religiones: "inreligionación"

De modo casi inevitable, la visión dualista de lo religioso y el concepto extrínseco de revelación eran solidarios del particularismo de la "elección": Dios escogería un pueblo y sólo a él entregaría la revelación sobrenatural, dejando a todos los demás en el estado de una religión puramente "natural". Esto era comprensiblemente reforzado por una visión del mundo que le confería cierta verosimilitud: la humanidad se limitaba en el tiempo a los cuatro mil años que separaban a Cristo de la creación de Adán, y se reducía en el espacio al ámbito de la ecumene, cuyos extremos soñaba con alcanzar ya de algún modo el mismo san Pablo al querer llegar a Hispania.

Hoy esta concepción resulta inhumana y exige una profunda revisión. Las reacciones fundamentalistas, síntoma de una situación desconcertada, temerosa de perder la identidad ante una nueva universalidad que se impone, no deben impedirla. Nada hay más opuesto a la universalidad radical y a la generosidad del Abba Creador, que cualquier tipo de elitismo egoísta o de particularismo provinciano. Un Dios que crea por amor vive volcado con generosidad total sobre todas y cada una de sus criaturas. No se puede pensar en la imagen cruel de un padre egoísta que, creando muchos hijos, se preocupa únicamente de sus preferidos y deja a los demás abandonados en el orfanato. El Dios que "hace salir el sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos", llama a todos y desde siempre: no hubo desde el comienzo del mundo un solo hombre o una sola mujer que no nacieran amparados, habitados y promovidos por su revelación y por su amor incondicional. Que las categorías para pensar esto, conciliando universalidad y particularidad, definitividad de Cristo y valor salvífico de las demás religiones, resulten difíciles e (incluso) insatisfactorias, no debe ocultar esa evidencia fundamental. En el fondo, la humanidad siempre lo comprendió así. De hecho, todas las religiones se consideran a sí mismas reveladas. Hay que partir siempre del principio de que todas las religiones son a su modo verdaderas y constituyen caminos reales de salvación para los que honestamente las practican.

Eso no significa un relativismo que las nivele a todas; ni a todo dentro de cada una. Por parte de Dios no existe ningún tipo de discriminación; pero la receptividad humana – que pertenece también, y de modo esencial, a la constitución misma de la revelación– marca diferencias inevitables. El estadio evolutivo, la situación histórica, las circunstancias culturales y la maldad del corazón limitan, condicionan y deforman continuamente la manifestación divina. No existe religión sin verdad, pues todas consisten en el descubrimiento y vivencia de lo divino, ni religión absolutamente perfecta, pues ninguna puede agotar en su traducción humana la riqueza infinita del Misterio. Pablo subraya que la culminación cristiana está vertida en pobres "vasijas de barro". Ahí, y no en un pretendido "favoritismo" divino, radican las diferencias entre las religiones. Dios se da "cuanto es posible" en todas ellas, pero la acogida es diferente en cada una. Debe evitarse la peligrosa palabra de "elección" pues ni el amor discrimina ni en Dios hay acepción de personas. Las diferencias existen realmente; son un hecho inevitable, dada la diversidad humana. Por eso se pervierten, cuando lo positivo de ellas se ve como privilegio y no como algo destinado, también, y con igual derecho, a los demás. La teología actual hizo progresos notables en el replanteamiento de la nueva situación, sobre todo en dos frentes: 1) el de la inculturación, por el que toda religión comprende que ha de respetar la especificidad de aquellas culturas en donde es proclamada, buscando expresarse en sus categorías y encarnarse en sus instituciones; y 2) el del inclusivismo, que, con diversos matices según los autores, reconoce que toda religión es verdadera y que todos podemos aprender de todos. Personalmente, me atrevo a aventurar un tercer paso: el de la inreligionación. Si toda religión es revelada y en ella acontece la salvación real de Dios, es obvio que la religión que entre en diálogo con ella no puede pretender anular esa verdad y esa salvación. En todo caso, las vivifica y las completa con su contribución. Ya san Pablo hablaba no de substitución sino de "injerto" en la relación del cristianismo con el judaísmo.

HACIA UNA IMAGEN (MÁS) COHERENTE DE DIOS

Por definición, el misterio de Dios desborda toda capacidad humana y jamás podrá ser encerrado en sus esquemas conceptuales. Si comprehendis, non est Deus (si lo comprendes no es Dios). Pero el misterio no es llamada a la desidia ni salvoconducto para la arbitrariedad. Debemos hacernos responsables de lo poco que podemos decir.

Dios como Anti-mal

Nada daña tanto hoy la imagen de Dios como el modo ordinario de explicar su relación con el mal. Aunque el problema del mal afecta desde siempre a la humanidad, la plausibilidad social y el ambiente religioso hacían posible asimilar una posible falta de coherencia teórica. Pero nuestro tiempo no puede permitirse esto. El terrible dilema de Epicuro –si Dios puede y no quiere evitar el mal, no es bueno; si quiere y no puede, no es omnipotente– exige una respuesta a las preguntas de una razón críticamente emancipada. Ya no es posible esquivar su desafío; de lo contrario el mal se convierte en "roca del ateísmo" Mientras se mantenga, de modo acrítico e inconsciente, el viejo presupuesto de que es posible un mundo sin mal, no sería ni humanamente digno ni intelectualmente posible creer en un Dios que, siendo posible, no impide que millones de niños mueran de hambre o que la humanidad siga azotada por la guerra o el cáncer. Si el mal puede ser evitado, ninguna razón puede valer contra la necesidad primaria e incondicional de evitarlo. De nada sirve la proclamación de que Dios sufre con nuestros males, si antes los pudo evitar, pues entonces su compasión y su dolor llegarían demasiado tarde.

El descubrimiento de la autonomía del mundo, unida a la idea de un Dios no intervencionista y respetuoso con la libertad, permite mantener la fe en Él, sin incurrir en contradicción lógica ni refugiarse en el fideísmo. Para eso se impone el paso intermedio de una ponerología (del griego ponerós, "malo"), es decir, de un tratado del mal en sí mismo, previo a toda opción religiosa o a-religiosa. Porque entonces es posible mostrar el carácter estrictamente inevitable del mal en un mundo finito (sea el mundo que sea, pues no se trata del "mejor", sino de cualquiera de los posibles). En lo finito "toda determinación es negación" (Spinoza), una propiedad excluye necesariamente la contraria, y la carencia genera conflicto. Un mundo en evolución no puede realizarse sin catástrofes; una vida limitada no puede escapar al dolor y la muerte, y una libertad finita no puede excluir a priori la situación límite del fallo y de la culpa.

Creyentes y no creyentes quedan igualmente situados ante un idéntico problema: dar sentido a la vida en un mundo herido por el mal de un modo inevitable y terrible. Este es el papel de la pisteodicea o justificación de la fe (pistis, fe, en sentido amplio) religiosa, agnóstica o atea: tanta razón de su "fe" tiene que dar Sartre, cuando juzga absurda la existencia, como el creyente que le da un sentido a partir de Dios. La ponerología permite a la fe religiosa mantener su coherencia, poniendo al descubierto la trampa del dilema de Epicuro: carece de sentido pretender que Dios pueda crear un mundo sin mal. Sería tan absurdo como exigirle que crease un círculo cuadrado. No es que Él "no pueda", sino que "es imposible".

El misterio se desplaza: ¿por qué Dios creó el mundo, a pesar de saber que de modo inevitable comportaría tanto mal? La historia de la salvación recibe una nueva luz: Dios creó por amor y lo muestra en su darse a la humanidad (toda historia es historia de salvación) con la promesa de rescatarla definitivamente del mal, cuando, tras la muerte, lo permita la ruptura de la finitud histórica. Algo que se ilumina definitivamente en el destino de Jesús de Nazaret: en su cruz se mostró como todos mordido por el mal, pero su resurrección desvela que el mal no tiene la última palabra. El giro es radical y urge sacar una consecuencia justa. Un Dios que crea por amor sólo puede querer el bien para sus criaturas. El mal, en todas sus formas, existe porque es inevitable, tanto física como moralmente, en las condiciones de un mundo y libertad finitas. No debe decirse que Dios lo manda o lo permite, sino que lo co-sufre y com-padece como frustración de la obra de su amor en nosotros. Dios es el Anti-mal: el Salvador que lucha contra el mal y nos convoca a colaborar con Él.

Más allá de la oración de petición

Sin embargo, tanto nuestros hábitos de pensamiento como nuestras prácticas de piedad continúan cargados del presupuesto contrario. Muchas veces, aun cuando teóricamente se acepta la imposibilidad de que el mundo pueda existir sin mal, se sigue alimentando el inconsciente con la creencia contraria. Es necesario superar rutinas y romper incoherencias, para honra de Dios y para nuestro bien. En ese sentido, reviste una importancia decisiva el modo de orar.

En concreto, las fórmulas de la oración de petición mantienen vivo aquel presupuesto. Ello resulta tanto más eficaz cuanto que permanece ignorado y enlaza con profundas necesidades antropológicas, como el reconocimiento de nuestra indigencia y de nuestra necesidad de ayuda. No se trata de negar u ocultar esas necesidades. Pero sería incorrecto usarlas como escudo para resistirse a revisar la lógica de las expresiones usadas. Lo justo es conservar sus valores, pero evitar sus efectos objetivamente perversos. Cada vez que le pedimos a Dios que acabe con el hambre en África, o que cure la enfermedad de un familiar, objetivamente suponemos que lo puede hacer y que, si no lo hace, es porque no quiere. Lo cual, en la actual situación cultural, que rompe los silencios y tabúes sagrados que encubrían las consecuencias lógicas, pasa a tener unas consecuencias terribles.

Vista la enormidad de los males que afectan al mundo, un Dios que pudiendo, no los limita, aparece como un ser indiferente y cruel. Porque ¿quién, si pudiese, no eliminaría el hambre, las pestes, los genocidios que arrasan el mundo? ¿Seremos nosotros mejores que Dios? Como escribió Jürgen MoltLa mann ante el recuerdo de Verdún, Stalingrado, Auschwitz o Hiroshima: "Un Dios que permite crímenes tan espantosos, haciéndose cómplice de los hombres, difícilmente puede ser llamado ‘Dios’". Hay que orar, pero de otro modo. Con una oración que no oculte la indigencia humana ni silencie el deseo de ayuda y mejora, pero que trate de expresarse de manera que, respetando el exquisito amor de Dios, más preocupado por el mal que todos nosotros, manifieste el esfuerzo por alimentar la confianza y avivar el agradecimiento por su presencia y por su ayuda.

Hoy es preciso reconocer lo contradictorio –y culturalmente dañino– de una invocación como: "para que los niños no mueran de hambre, Señor escucha y ten piedad". Porque objetivamente aparecemos nosotros como los buenos y atentos mientras que Dios sería ese extraño ser al que hace falta alertar –"escucha"– y mover a compasión –"y ten piedad"–. La realidad es justamente la contraria: Dios es quien está llamando incansablemente a las puertas de la conciencia humana, para que escuche el grito de los demás y tenga compasión de su dolor. Es Él quien llama y nos "suplica". Dios no es un "dios" de omnipotencia arbitraria y abstracta que, pudiendo librar del mal, no lo hace, o lo hace sólo a veces o a favor de unos cuantos privilegiados. Sino el Dios solidario con todos hasta la cruz; el Dios Antimal, "el Gran compañero, el que sufre con nosotros y nos comprende" (Whitehead).

El Creador como liberador

Hegel y Kant conocían el terror de la revolución francesa. Pero sabían que suponía un hito decisivo en el avance de la conciencia humana: la sociedad y su reparto de justicia, igualdad, libertad y fraternidad forman parte de la autonomía y responsabilidad humanas. Las iglesias no siempre lo comprendieron así, e incluso después de la Revolución se produjo un fuerte retroceso: la legitimación religiosa del absolutismo político y de la desigualdad social. El precio fue terrible: la distorsión de la imagen de Dios, interpretado como cómplice de la injusticia y opio para adormecer las fuerzas de progreso. La "apostasía de las masas trabajadoras" da testimonio de ello.

Nada más contrario al rostro auténtico del Dios de Jesús. Lo comprendieron las minorías, que jamás faltaron en las iglesias, afirmando una fe que les situaba al lado de los pobres y de las víctimas. Las órdenes dedicadas a los pobres, diversos movimientos del socialismo utópico y el socialismo religioso de la primera mitad del siglo pasado mantuvieron despierta la conciencia de esa verdad. Después del Vaticano II las distintas teologías de la esperanza, del mundo, de la política, de la liberación desenmascararon hasta la evidencia lo falso y horrible de la deformación.

El escándalo, reconocido, se convirtió en "profecía externa" que renueva hoy en las iglesias la "memoria" del rostro más original y auténtico de Dios, que inaugura la historia bíblica escuchando el clamor de un pueblo oprimido y haciendo todo lo posible por liberarlo; que, mediante sus profetas, no dejó de insistir a favor del huérfano y de la viuda, del esclavo y del extranjero; que, en Jesús, se sitúa sin reservas al lado de los pobres, convirtiendo la fidelidad a esta exigencia en criterio último de la comunión con Él.

Tal es el sentido más radical de las bienaventuranzas. Una de las perversiones que amenazan a toda religión es justamente la de agravar con el recurso a Dios el drama del dolor natural y legitimar con la sanción divina la perversión de la injusticia social: convertir al enfermo en maldito y al pobre en pecador. Contra lo primero se revela ya el libro de Job, y contra lo segundo se dirigen directamente las palabras de Jesús: "Bienaventurados los pobres, los enfermos, los perseguidos…". Porque está herido por el sufrimiento, el enfermo sabe que Dios se pone prioritariamente a su lado; porque está marginado y explotado por los hombres, el oprimido escucha que Dios le defiende y rescata con la justicia de su Reino. No es posible confesar un Dios que crea por amor, constituyéndose en Abbá, Padre/Madre de todos, sin verlo al lado de los que sufren, y sin transformar la confesión creyente en esfuerzo por reconocer y tratar a todo hombre y mujer como hermano y hermana.

Tradujo y condensó: JOSEP Mª BULLICH

 

MORAL Y RELIGIÓN:

DE LA MORAL RELIGIOSA

A LA VISIÓN RELIGIOSA DE LA MORAL

La moral y la religión aparecen siempre unidas y en conflicto en la historia humana. La unión tiende a la confusión en las épocas más pacíficas y al dominio de una sobre la otra en tiempos de crisis. Hubo etapas en que la religión absorbió a la moral convirtiéndola en una simple manifestación suya, sometida a sus dictados. En otras, la moral tiende a erigirse en señora absoluta, siendo la religión una consecuencia o un puro resto histórico. J. A. Marina, habla de "hijo parricida", sosteniendo la tesis de que la moral, nacida dentro de la religión, hoy se ha convertido en el criterio de su validez y legitimidad, con tendencia a sustituirla en las mentalidades maduras e ilustradas. Pretender solucionar este grave problema con la simple vuelta al pasado sería religiosamente suicida; y darlo por resuelto con la descalificación drástica de lo religioso, puede resultar humanamente devastador. Subyace una honda crisis histórica que es preciso comprender y asimilar si queremos reconstruir una relación correcta.

Moral e relixión: da moral relixiosa á visión relixiosa da moral, Encrucillada

28 (2004) 2-23.

LA SÍNTESIS ESPONTÁNEA

Desde el punto de vista histórico, es prácticamente unánime la convicción de que las diversas normas éticas o morales de la humanidad nacieron en el seno de las religiones. Éstas constituyeron los "contextos de descubrimiento", donde se afinó la sensibilidad para encontrar las normas morales que así aparecían fundadas en el ámbito de lo sagrado y sancionadas por él. En las religiones (más) naturalistas era el orden cósmico, como manifestación del trasfondo divino, el que marcaba las pautas de la conducta correcta. En las (más) proféticas estas pautas se viven como originadas y sancionadas directamente por Dios o por los dioses, interpretándose como "mandamientos" divinos.

En todas, las normas son traducciones de esa intención global, y varían según los contextos culturales, sociales e históricos. A veces pueden parecer contradictorias entre sí e incluso provocar aberraciones. Pero, a 84 Andrés Torres Queiruga pesar de todo, esas morales "religiosas" constituyeron la Heteronomía

La cultura tiende a la diferenciación. La moral se fue concienciando de su racionalidad específica y se fue preguntando por los motivos intrínsecos que hacían correctas unas normas e incorrectas otras. En la vida individual sucede algo parecido: el niño empieza aceptando las órdenes y orientaciones de sus padres, pero llega un momento en que precisa preguntarse por qué le mandan esto y le prohíben aquello.

En la cultura occidental este problema aparece desde antiguo. El Eutrifón platónico ya se pregunta si las cosas son buenas -religiosa o moralmente- porque Dios las quiere o las quiere porque son buenas. Tomás de Aquino optará por la primera alternativa. Factores muy importantes oscurecieron esa convicción en la conciencia cristiana, creando en la práctica, en la predicación y en la mentalidad espontánea la idea de que hay que cumplir las normas porque Dios, y, en su nombre, la Iglesia, lo manda.

Ante todo estaba la lectura literal de la Biblia, con la impresión ingenua de que Dios dictó los mandamientos, sin percatarse de que eran descubrimientos de la conciencia moral, que luego se interpretaban con razón como queridos por Dios. Influyó también la difusión de la mentalidad nominalista, que afirmaba que las normas son buenas porque Dios las quiere.

En la práctica, en occidente la historia colocó a la Iglesia como una instancia determinante en el mundo cultural con gran poder en la normativa moral y socio-política. Eso ayudó a sacar a Europa del caos provocado por la disolución del imperio y las invasiones bárbaras. Pero resultó fatal cuando, a partir del Renacimiento, las nuevas circunstancias postulaban una renovación objetiva de muchas normas y un avance subjetivo en el uso de la libertad. La resistencia institucional al cambio hizo que en la conciencia occidental la moral eclesiástica fuese percibida como una imposición: se hacía o se dejaba de hacer porque la Iglesia lo mandaba o lo prohibía.

Las guerras de religión en Europa y el auge del iusnaturalismo (que sostiene la opinión de que las normas serían válidas "aunque Dios no existiese"), agudizaron la contradicción. Cuando Kant describe como heterónoma toda norma que viene de una autoridad externa al sujeto, no hace más que gran escuela de la educación humana.

LA RUPTURA DE LA SÍNTESIS dar forma filosófica a una creencia ampliamente extendida.

La reacción popular: autonomía "La autonomía de la voluntad es el único principio de todas la leyes morales, así como de los deberes que se ajustan a ellas; en cambio, toda heteronomía del albedrío se opone al principio de dicha obligación y a la moralidad de la voluntad". En estas palabras, Kant retoma la intuición que expresó Pico della Mirandola como signo específico de "dignidad humana", cuando Dios le dijo a Adán: "No te fijes ni en lo celeste ni en lo terrestre, tampoco en lo mortal ni inmortal, para que así, como libre escultor y plasmador de ti mismo, te puedas dar la forma que más te agrade". Hegel lo confirma, afirmando que la realización de la libertad constituye el fin de la historia universal.

Se trataba aquí de un punto sin retorno en la percepción de la moralidad y supone, todavía hoy, un desafío enorme. Asumir eso con todas las consecuencias exige repensar las relaciones entre religión y moral. Y, como en toda ruptura crítica, la tentación es acudir a posiciones extremas.

Institucionalmente, la tentación de volver atrás nace de la sensación de que reconocer la autonomía de la moral implica una disminución de la autoridad de la iglesia y el abandono de toda pretensión de control exclusivo de la conciencia moral. Para la reacción progresista la tentación consiste en absolutizar la autonomía, pensando que sólo la puede mantener con la negación de la existencia de Dios.

Entre ambos extremos resulta posible una mediación.

La teonomía como mediación El Vaticano II reconoció la legitimidad de la autonomía de lo creado. Sabe que puede ser falsificada desconectándola de toda referencia a Dios (GS 36), pero no se va al extremo opuesto, sino que afirma el camino de la justa mediación. En el mundo de las ciencias, esta evidencia se impuso con fuerza, y constituye ya un bien común en la conciencia eclesial. En el ámbito ético la aplicación concreta resulta más delicada. Estructuralmente, el problema es idéntico: el concilio habla de las "leyes y valores" tanto de las "cosas creadas" como de la "sociedad misma". Ya mucho antes, Pablo habló a su modo de una autonomía de la conciencia moral (cf. Rm 2,14). Ahí resuena la idea de la filosofía estoico-helenística del vivir ético como un "vivir conforme a la naturaleza" o "conforme a la razón", sin desvincular a la moral de su referencia a lo divino.

Hoy esto todavía resulta más claro. Históricamente, el descubrimiento de la autonomía tiene hondas raíces en la conciencia bíblica de la creación. Al "desdivinizar" toda realidad que no sea Dios, abrió la posibilidad de examinarla y tratarla por sí misma conforme a sus leyes intrínsecas. Cristológicamente, se hizo evidente que la relación creatural refuerza la autonomía dada: Cristo es "tanto más divino, cuanto más humano". Teológicamente, ya Schelling y Kierkegaard vieron que la realidad creada cuanto más se fundamenta en Dios, más se afirma en sí misma.

La idea de creación por amor permite comprender todo esto de manera más intuitiva. Si Dios crea desde la infinita gratuidad, no lo hace ni para "su gloria" ni para que "le sirvamos", sino por nuestro bien y nuestra realización. Cumplir su proyecto creador es realizar nuestro ser, y a la inversa. La teología actual expresa esto hablando de teonomía, es decir, hablando de "la razón autónoma unida a su propia profundidad". (Paul Tillich)

Creando desde la libre gratuidad de su amor, Dios funda y sostiene la libertad sin sustituirla; crea para que la criatura se realice a sí misma. La llamada divina que, de entrada, pudo parecer una imposición (heteronomía), aparece como tarea insustituible de la propia persona, invitada a realizarse, optando y decidiendo por sí misma (autonomía), para acabar reconociendo su acción como idéntica al impulso amoroso y creador de Dios (teonomía).

NO MORAL "CRISTIANA", SINO VISIÓN Y VIVENCIA CRISTIANA DE LA MORAL

Tomar en serio la creación es reconocer que la criatura está entregada a sí misma, realizando las propias potencialidades. En la naturaleza eso sucede espontáneamente. En la persona humana la realización tiene que ser buscada libremente a través de la inteligencia y de la opción de la voluntad. Auscultando los dinamismos de su ser más auténtico y analizando las relaciones con su entorno, va descubriendo los caminos de su verdadera realización, de su posible "felicidad" (eudaimonía), lo que en los tratados éticos y morales acostumbra a llamarse su "vida buena".

Esos caminos están inscritos en el propio ser y en las propias relaciones. Algunos parecen evidentes como manifestación espontánea del dinamismo moral, como no matar, no robar… Otros exigen un esfuerzo consciente de dilucidación para distinguir lo auténtico de lo espurio (piénsese en el largo camino para llegar a los derechos humanos). En realidad, dado que la persona es una esencia abierta, siempre en construcción, se trata de una tarea inacabable. Los caminos no están aún trazados: es preciso el tanteo, y resulta inevitable la aventura, el esfuerzo creativo. No siempre se puede pretender la seguridad ni esperar unanimidad (piénsese en los problemas que plantea la genética con sus posibilidades de curación y sus peligros de manipulación).

Pero siempre se trata de una tarea humana: encontrar aquellas pautas de conducta que llevan a una vida más auténtica y a una convivencia más humanizadora. Sucede en las sociedades y en las religiones, también en la religión bíblica. A Moisés no le fueron escritos milagrosamente los "mandamientos" en dos tablas de piedra, sino que, discurriendo, dialogando con los suyos y aprendiendo del entorno, fue descubriendo aquellas pautas de conducta que le parecían mejores para el bien de su pueblo. Después, como persona religiosa que era y comprendiendo con toda la razón que, en la justa medida en que eran buenos, eran también queridos por Dios, fueron propuestos al pueblo como salidos de la propia boca divina.

Situándonos en el descubrimiento de las normas, éste es el planteamiento de quienes, también desde la teología, sostienen la autonomía de la moral, a saber, que las normas concretas son un encuentro desde dentro, desde la realidad humana y con medios humanos. En esta búsqueda no se trata de un asunto religioso, sino de un asunto humano. En principio no tiene por qué haber diferencia entre una ética o moral atea y una religiosa. De hecho, siempre hay diferencias, pero la división nace de la dificultad propia de la exploración moral y no tiene por qué ser definida religiosamente: hay diferencias entre religiosos y ateos, entre los mismos ateos o entre religiosos.

Ahora bien, hay moralistas que siguen afirmando una especificidad de la ética cristiana (con algunos contenidos sólo alcanzables por "revelación"). Cuando no obedece a una insuficiente distinción de planos, se trata de una resistencia residual: la misma que llevó a oponerse durante siglos al reconocimiento de la autonomía de las ciencias respecto a la revelación bíblica. Lo que la Biblia pretende es hablar de religión: carece de sentido hablar de "física cristiana" o de "medicina católica". Aunque la cuestión sea más delicada, llega el momento de afirmar con idéntico derecho que la Biblia tampoco quiere hablar de moral, sino de religión. Por eso el título de este apartado no habla de "moral cristiana".

La teonomía, al incluir la palabra "Dios" (theós), califica esa autonomía, no para negarla, sino 88 Andrés Torres Queiruga para evitar la ruptura de su relación con lo divino en una perspectiva distinta. Relación obvia para el creyente que, como criatura, sabe que tanto su ser como su esfuerzo en la búsqueda le vienen de Dios. Interpretado esto como imposición, lleva a la heteronomía e interpretado como don gratuito y llamada amorosa, no sólo no disminuye su autonomía, sino que la afirma. Cuanto más se abre la criatura a la acción creadora, más es en sí misma y más se potencia su libertad.

El obrar ético se sabe sostenido y acompañado por una Presencia que, estando en su origen, lo apoya en su camino y lo aguarda en su final. Exactamente al revés de lo que demasiadas veces se piensa –¡y se enseña y se predica!–. La vivencia puede ser distinta, pues el creyente, consciente de la compañía divina –que es para todos–, tiene la suerte de vivirla de una manera distinta, "agraciada".

El hombre, desde la fe, se siente como un hijo amado que, incluso cuando se desvía y pierde, siempre puede conservar la esperanza de un Padre que le espera con los brazos abiertos. Paul Ricoeur hablaba de "la carga de la ética y del consuelo de la religión". Lo que debe caracterizar al creyente no es tener una moral distinta, sino un modo distinto de vivir la moral.

La relación estructural entre moral y religión

Reconocer la autonomía de la moral no significa una substitución: donde antes estaba la religión debe ahora ponerse la moral. La moral no es el "hijo parricida" de su progenitora histórica, sino que estamos ante la legítima emancipación de una hija llegada a la madurez.

En el proceso normal de la vida, esta emancipación significa el establecimiento de una nueva relación. En nuestro caso, a la religión se le pide una cura ascética, que, sin abandonar el amor, renuncie a una súper-tutela que ya no es precisa; y a la moral, una superación del entusiasmo adolescente que, sin renunciar a la justa autonomía, sepa reconocer límites y agradecer apoyos. El rol actual de la religión es el de animar a ser morales, dejando para la reflexión autónoma el ir descubriendo cómo serlo.

Eso es una gracia. Igual que en sus relaciones con la ciencia -la Biblia no habla de astronomía ni de biología- y con la política -separación de la iglesia del estado-, ahora se le presenta a la religión la oportunidad de concentrarse en su rol propio y específico. La religión, poniendo al descubierto la profundidad infinita de la persona por su origen y destino en Dios, permite comprender el valor incondicional de la moral, que en muchas ocasiones lleva a sacrificar no sólo la propia comodidad, sino incluso la propia vida. Algo que no resulta fácil de explicar sin un fundamento trascendente. Este fundamento trascendente ayuda a mantener clara la distinción entre moralidad, moralismo y relativismo. La antropología cultural muestra que las normas varían según culturas, hasta el punto de llevar a muchos al relativismo moral. La historia demuestra que las religiones tienden a sacralizar sus normas con el riesgo de caer en un moralismo que oprime y deforma el espacio abierto y libre de la trascendencia religiosa. La teonomía enfatiza el punto justo: la moralidad, la decisión incondicional de querer ser auténticamente morales, aunque no siempre acertemos.

LA RELACIÓN INSTITUCIONAL: IGLESIA Y MORAL

El reconocimiento de la autonomía de la normas exige a la Iglesia renunciar a ser la definidora, guardiana y sancionadora de las mismas. Sigue en pie su vocación específica de proclamar la buena noticia de la llamada y del apoyo divino a la moralidad. En cuanto a la definición de las normas concretas, debe aceptar que esa función es humana con consecuencias contrapuestas.

En positivo: como tarea humana, la Iglesia no queda excluida de esa función. Esto permite disipar un fuerte malentendido: el pretender recluir a la Iglesia en el ámbito meramente privado, "encerrarla en la sacristía". Tal pretensión de excluir a la Iglesia es injusta cuando ésta se sitúa en el terreno de la moralidad, es decir, cuando llama y anima a guiarse por principios morales, y no por instintos egoístas o por intereses de partido, y cuando interviene en el diálogo con argumentos propiamente morales. Éstos no pueden ser descalificados sin más "porque vienen de la Iglesia", sino que merecen ser discutidos y sopesados con igual respeto a los propuestos por cualquier instancia seria y responsable.

En negativo: lo que se pide, es un cambio en el modo de hablar. La Iglesia tiene que argumentar con razones propiamente morales, sometidas a discusión pública, tan válidas como válidos sean los argumentos en que se apoye. Un cambio que exige un esfuerzo de conversión, que deslegitima toda tentación de autoritarismo. La Iglesia tiene la oportunidad de hacerse de nuevo "éticamente habitable". Reconociendo la autonomía de las normas y renunciando al dominio sobre ellas, la Iglesia deja que la obligación de cumplirlas aparezca con claridad a partir de su carácter de tarea humana. No como una imposición divina, sino como una exigencia intrínseca de la libertad finita, que afecta por igual a creyentes y a ateos. Se acaba así con un moralismo que llevó al terrible malentendido de ver a la religión –y a Dios– oprimiendo la existencia con prohibiciones y mandamientos heterónomos, como si fuesen impuestos arbitrariamente desde fuera y se opusiesen a la verdadera realización humana. Así se explicita el verdadero sentido del mensaje religioso en este campo. Si hay algo profundamente deformado en la predicación eclesiástica, es la sensación de que, en sus orientaciones, la Iglesia está buscando una conveniencia propia o defendiendo unos supuestos "derechos" o "intereses" de Dios. Cuando se habla del pecado, la impresión es que se está defendiendo a Dios de un daño que se le hace a Él, y no de su preocupación por el daño que nos hacemos a nosotros mismos. Tomás de Aquino dijo que "a Dios no lo ofendemos por ningún otro motivo que no sea por actuar contra nuestro propio bien". No quiero decir que esa deformación obedezca a la intención consciente de la predicación, pero un mensaje no consta sólo de su emisión por parte del hablante, sino también de su recepción por parte del que escucha. No tenerlo en cuenta puede ser catastrófico. Pensemos en la gran cantidad de personas que por malentendidos en este campo abandonaron o siguen abandonando la fe.

LA VIVENCIA CREYENTE DE LA MORAL

Una vivencia creyente no puede descuidar hoy el momento de autonomía. Ya no resulta posible aceptar una norma simplemente "porque lo manda la santa madre iglesia". El adulto precisa saber el por qué de la norma y seguirla porque está convencido de que es buena, humanizadora. Un hombre o una mujer adultos obran moralmente mal, si, convencidos de que una norma es incorrecta, la siguen a pesar de todo, "porque así está mandado". Esto estaba implícito en la teoría tradicional de la conciencia como norma última de la decisión moral, hasta el punto de que Tomas de Aquino llega a afirmar que pecaría cuando adorase a Cristo pensando que no es Dios.

Esto permite aclarar un aspecto que pudo haber quedado oscuro en los apartados anteriores. Decir que la Biblia no habla de moral o que a la Iglesia no le compete dar normas morales es una afirmación de principio. En la Biblia aparecen una gran cantidad de normas, y la Iglesia no puede quedar muda ante los problemas concretos. Muchas de las pautas fundamentales, una vez descubiertas, resultan evidentes, y es normal que tanto la Biblia como la Iglesia las asuman y proclamen. La cuestión es que la propuesta, siendo legítima como ayuda en el "descubrimiento", no debe darse sin más como válida para la "fundamentación". La propuesta tiene que ser "mayéutica", debe servir para que el receptor acabe viendo por sí mismo la razón de lo que se le propone. De ordinario, en esos casos fundamentales la misma proclamación explícita hace evidente esta razón. En otros, la proclamación puede ser el paso necesario para que el individuo las descubra. En determinadas ocasiones, puede ser razonable fiarse de la competencia de quien propone.

En este sentido, la Iglesia, si sabe mostrarse receptiva a lo nuevo y sensible a las llamadas de la historia, tiene también derecho a esperar que su larga experiencia se convierta en un aval de credibilidad. Pero es la valencia teónoma la que debe hacerse oír con más intensidad en la vivencia individual. Viviendo el esfuerzo moral como continuación de la acción creadora, el creyente comprende que su dureza no es una imposición o un capricho divino, sino que nace inevitablemente de la condición finita de la libertad. Comprende también que su esfuerzo está sustentado y rodeado por un Amor que "sabe de qué barro estamos hechos" y que no busca otra cosa que animar en la realización y alentar en la caída.

Comprenderlo lleva a eliminar de raíz el esquema infantil –e infantilizante– de obrar bien por el premio y de evitar el mal por miedo al castigo. La auténtica vivencia creyente se experimenta en sintonía con la aspiración más íntima del propio ser, sustentada por la gracia de un Dios que impulsa sin forzar y animada por una mirada que comprende sin condenar.

Para lo segundo hace falta eliminar las monstruosas doctrinas que angustiaron -y angustian- a tantos cristianos y que llevaron a Nietzsche y a Sartre a rebelarse contra una mirada "impúdica" que los clavaría como insectos contra la propia culpabilidad. ¡Qué diferencia la visión auténtica de un san Juan de la Cruz, que repite incansablemente que "el mirar de Dios es amar"!

Y para lo primero –para experimentar la religión como gracia– es preciso superar el espíritu de esclavos, viviendo como hijas e hijos guiados no por la ley sino por el amor; que conforme a la dialéctica paulina de indicativoimperativo, no se les pide para su bien más que acoger aquello que previamente se les regala: "si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu" (Gál 5,25). Es la ley sin ley del amor, que hizo exclamar a san Agustín: "ama y haz lo que quieres". Nótese: "lo que quieres" (dilige et quod vis fac), no "lo que quieras" o "lo que 92 Andrés Torres Queiruga querrías"; es decir, sigue la llamada real y actual de tu ser más auténtico y profundo, que consiste en amar, pues por amor y para el amor fuiste creado. Y san Juan de la Cruz supo decir lo fundamental. En la Subida al Monte Carmelo, con el realismo de quien no ignora la dureza de la subida, acaba afirmando: "Ya por aquí no hay camino, porque para el justo no hay ley: él para sí se es ley". La teonomía no teme proclamarse como una autonomía tan radical que no tiene nada que envidiar a las más osadas afirmaciones kantianas.

Tradujo y condensó: JOSEP M. BULLICH

TORRES QUEIRUGA, ANDRÉS. Prof. de Fil. de la relig. en la Univ. de Santiago de Compostela,

Dir. de Encrucillada. Entre sus obras recientes: Recuperar la creación. Por

una religón humanizadora (1997); Del terror de Isaac al Abbá de Jesús (2000); Fin del

cristianismo premoderno (2000).

O Curraliño 23G; 15705 Santiago de Compostela (España).

VIGIL, JOSÉ M. Claretiano. Estudios de teología en Salamanca y Roma y de psicología

en Madrid y Managua. Profesor de teología en la Univ. Pont. de Salamanca y en la

UCA (Nicaragua). Entre sus publicaciones: Espiritualidad de la liberación y Aunque

es de noche: hipótesis piscoteológicas sobre la hora espiritual de América Latina en los

90.

Apartado 9192; Zona 6 Betania; Ciudad de Panamá (República de Panamá)

WEIGL, NORBERT. Diplomado en teología por la Julius-Maximilians-Univ. (Würzburg).

Estudios de germanística e historia. Desde mayo de 2004, colaborador científico

en la cátedra de liturgia de la Fac. de teol. de la Julius-Maximilians Univ.

Bayerische Julius-Maximilians-Universität; katholisch-theologische Fakultät;

Lehrstuhl für Liturgiewissenschaft; z. H. Norbert Weigl Sanderring 2; 97070

Würzburg (Alemania)

(Viene de la pág. 82: Autores de los artículos del presente número)

 

EL MATRIMONIO COMO SACRAMENTO

A ojos de muchos el sacramento del matrimonio aparece más como

una carga o una amenaza para su libertad que como la ayuda que

Dios nos ofrece a través del sacramento. Para conseguir una mejor

comprensión del sacramento del matrimonio, el autor se plantea, primero,

cómo se llegó a esta situación, para, después de efectuar un recorrido

histórico, repensar el verdadero signifi cado del sacramento a

fi n de recuperarlo en toda su riqueza. La nueva situación cultural en

la que vivimos, (aumento de esperanza de vida, trabajo de la mujer,

problemas demográfi cos,...) nos obliga a dar respuesta a una serie de

preguntas sobre el matrimonio civil, el divorcio, las relaciones prematrimoniales

y un largo etcétera, que condicionan la actitud de muchos

en el momento crucial de contraer matrimonio.

O matrimonio como sacramento, Encrucillada 30 (2006) 5-27

PROPÓSITO

Debo confesar que la principal preocupación de este trabajo es la terrible contradicción que convierte un sacramento precioso en una carga y una amenaza, como una especie de trampa: "si te casas por la iglesia, estás atrapado, pierdes tu libertad y quedas en desventaja con los demás". Mejor es, pues, no celebrar el sacramento o, peor aún, celebrarlo para preservar la tranquilidad familiar o para aprovechar el brillo de la ceremonia social. Una segunda preocupación, menos importante religiosamente, pero de enorme trascendencia social, es el convencimiento de que una mala comprensión acaba ocultando la densidad humana de este acontecimiento tan trascendental en la vida de la persona y en el funcionamiento de la sociedad. Con la consecuencia de que, por ejemplo, el matrimonio civil queda degradado a no-matrimonio, o incluso convertido en pecado o delito canónico.

Para un correcto planteamiento del problema debemos comprender, en primer lugar, cómo se llegó a esta situación y, desde ahí, será posible repensar el verdadero signifi cado del sacramento en la cultura actual, para poder recuperarlo en toda su riqueza. En este empeño es indispensable recurrir a la historia, pues sólo ella nos dará luz sufi ciente para comprender los factores que influyeron en 108 Andrés Torres Queiruga el resultado actual. Entonces será posible llevar a cabo su "deconstrucción" para reintegrarlo a una visión que ayude a comprender el sacramento en su signifi cado más auténtico y así reaccionar de una manera positiva a los nuevos desafíos.

EL NACIMIENTO ESPONTÁNEO DE LA VISIÓN BÍBLICA

Cuando se busca con sensibilidad religiosa y realismo histórico la comprensión bíblica del matrimonio, sorprende a un tiempo la riqueza y naturalidad con las que es presentado. Empezando ya por la intuición inicial del Génesis: "Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne" (Gn 2, 24). Y continuando luego con los magnífi cos ejemplos de ternura que encontramos, por ejemplo, en Oseas, en Tobías, o en el Cantar de los Cantares.

Para la Biblia, el matrimonio en sus diversas formas aparece como una realidad humana de excepcional densidad, tanto en su dimensión individual como en su signifi cado social. De ahí que vaya profundizando de forma creciente y cada vez más delicada en el rol de los distintos componentes de la familia. Y la comunidad reconoce su importancia social, rodeándolo de normas, prescripciones y garantías que aseguren su pervivencia y bienestar y preocupándose de los diversos desamparos producidos por la ruptura o por la muerte (orfandad, viudedad). Una realidad tan profunda fue vivida como algo muy fundamental dentro de la religión. Por un lado, hay una fuerte preocupación por desacralizar la sexualidad, como lo demuestra la lucha de los profetas contra los cultos de la fecundidad y contra toda divinización del sexo. Pero, por otro, desde el comienzo, el matrimonio aparece incluido en lo más íntimo de la vivencia religiosa: varón y mujer aparecen como "imagen y semejanza" de Dios, no por separado, sino en su unión y mutua referencia: "Y creó Dios el hombre a su imagen, a imagen de Dios le creó; macho y hembra los creó" (Gn 1, 27). Luego irá mostrando sus consecuencias en la vivencia, como aparece de manera ejemplar en el libro de Tobías (cf. Tb 8, 6-8).

Más aún, el matrimonio no sólo recibe luz y amparo de parte de la religión, sino que él mismo acaba convirtiéndose en símbolo privilegiado para comprender el misterio del propio Dios. Los autores bíblicos no dudan en hablar de Yahvé como esposo apasionado de su pueblo (Os 2, 16; Is 62,5). De hecho, la vivencia bíblica del matrimonio se mueve en una circularidad fecunda: el ambiente religioso en que se mueve despierta la El matrimonio como sacramento 109 sensibilidad para los valores profundos y humanizadotes; y estos valores permiten comprender mejor la hondura infi nita del amor divino. Resulta iluminador el episodio de Oseas: casado con una prostituta (sagrada) por mandato divino (Os 3,1), nota que la sigue amando y perdonando a pesar de que ella le es repetidamente infi el; entonces, en su propia vivencia, descubre con una claridad y una fuerza hasta entonces inéditas el amor y el perdón incondicional de Yahvé (Os 11 8-9).

Esta corriente espiritual confl uirá en el NT, que la asumirá enriqueciéndola y ahondándola. De manera simbólica, los escritos joánicos en su comienzo presentan a Jesús asistiendo a una boda (Jn 2,1-11) y llegan a su fi nal hablando de las "bodas del Cordero" (Ap 19, 7.9). Y la carta a los Efesios, en un texto clásico, nos hablará de la relación de Cristo con la Iglesia como la relación de dos esposos (Ef 5,31-32). En toda esta visión no imperan las preocupaciones sistemáticas. Lo que funciona es la lógica espontánea de la vivencia religiosa. Los primeros cristianos, como los demás ciudadanos, adoptan el matrimonio como realidad natural e institución civil, y de manera espontánea lo integran en su religiosidad. La epístola a Diogneto expresa bien esta dialéctica, insistiendo en que los cristianos no viven en un país extraño ni adoptan una vida aparte, sino que viven todo esto "en el Señor" (1 Co 7,39).

LA CONFIGURACIÓN HISTÓRICA DEL MATRIMONIO COMO SACRAMENTO

Una reflexión teológica tenía que acabar incidiendo en esta visión tratando de elevarla a nivel sistemático. No interesa la descripción detallada del proceso. Lo que importa es señalar los factores en juego y los equilibrios y desequilibrios que fueron marcando su comprensión teológica.

Esquematizando, cabe señalar cuatro factores, repartidos en dos polaridades: una polaridad individual- social y otra humano-religiosa. En el estadio evolutivo de comienzos del cristianismo, el matrimonio es, como se dice vulgarmente, "cosa de dos": dos personas que deciden unir sus vidas en una comunidad de amor, en principio abierta a la procreación de nueva vida. Pero esta unión, por su relevancia y por las implicaciones sociales que implica, está siempre, de un modo u otro, encuadrada y regulada por las pautas de su contexto social. Al mismo tiempo, las personas religiosas viven también esta realidad secular como un acto sagrado, en la doble dimensión individual y social respecto de la propia comunidad religiosa Pero, si bien los factores son constantes, la proporción de sus combinaciones varía en la historia y defi ne la fi gura matrimonial en las distintas etapas. Resulta, por ejemplo, fácil detectar una fuerte preeminencia del factor social en las sociedades más primitivas, donde los intereses individuales estaban sometidos a los intereses económicos, sociales y estratégicos de la familia, del clan o de la tribu, frente a un mayor protagonismo de los individuos en las sociedades más amplias y políticamente avanzadas. De la misma manera, cabe detectar fuertes variaciones en el proceso de ritualización, tanto respecto a su intensidad como a la diferenciación entre lo sagrado y lo profano.

La configuración sacramental del matrimonio se fue dando en la medida en que las proporciones se iban decantando hacia uno u otro acento. Como hipótesis de trabajo, podemos considerar que la concepción tradicional del sacramento del matrimonio dentro del catolicismo se decidió a través de dos opciones principales: La primera se refi ere a la acentuación, casi monopolista, de los problemas de la validez, cada vez más determinada por una triple absorción dentro de la práctica eclesiástica: a) absorción de lo civil en lo religioso, b) absorción de lo religioso en lo sacramental, y c) absorción de lo sacramental en lo jurídico. La segunda opción se refi ere a la concepción misma del signifi - cado de los sacramentos, considerados desde la edad media, como "instrumentos" visibles para la producción de una gracia invisible. El resultado fue, por un lado, la intervención cada vez más clara de la iglesia tanto en la realización como en la validez del matrimonio, que acaba por ser una celebración exclusivamente eclesial; y dentro de ella, reduciendo la decisión de los contrayentes a un estrecho margen delimitado por las condiciones jurídicas a las que deben someterse, so pena de invalidez total (es decir, no sólo sacramental, sino también religiosa y humana).

De una manera esquemática, cabe describir así el proceso: 1) hasta el siglo cuarto el matrimonio era un acontecimiento civil, considerado santo por celebrarse entre cristianos. 2) Entre los siglos IV y XI se fue desarrollando una liturgia, no obligatoria, que se añadía al matrimonio civil. 3) Pero ya a partir del siglo XI la ceremonia civil tendió a celebrarse en la iglesia. 4) El proceso se completó en los siglos XI-XII, cuando el matrimonio civil acabó absorbido en la liturgia religiosa, dejando de percibirse en su densidad propia.

Aquí fue donde incidió la nueva concepción sacramental. Si antes la liturgia venía a ser una bendición y una acogida religiosa de un matrimonio celebrado civilmente, ahora cada vez más la liturgia se fue convirtiendo en la única realización válida y legítima del matrimonio en sí mismo. Esto no se hizo de repente, pues todavía se admitía que el mutuo consentimiento podía constituir un verdadero matrimonio. Después podía ser bendecido por la ceremonia litúrgica, pero no declarado inválido sin ella. Fue en el concilio de Trento donde se dio el último paso: fuera de casos muy excepcionales, la presencia del sacerdote -la celebración sacramental- era necesaria para la validez del matrimonio. De ahí a pensar que es el sacramento el que realiza el matrimonio, no quedaba más que un paso.

No se puede, evidentemente, negar toda lógica a una tradición tan pensada y discutida. En el fondo, esta manera de celebrar el matrimonio representa el caso ideal de los cristianos que quieren vivir el matrimonio con todas las consecuencias de su pertenencia a una comunidad religiosa. Pero, al acaparar el sacramento toda la validez del matrimonio, se produjeron las tres absorciones mencionadas al comienzo, con graves consecuencias. Así, la absorción de lo civil en lo religioso acaba por negar toda consistencia al matrimonio civil. Esto se ve claramente en el caso de los no creyentes: puede comprenderse que la iglesia no conceda validez religiosa dentro de ella a los matrimonios celebrados fuera de ella; pero carece de toda justificación negarles realidad en sí mismos, como si los contrayentes no estuvieran casados. A su vez, la absorción de lo religioso en lo sacramental, unida al fuerte condicionamiento de lo sacramental por lo jurídico, recorta las posibilidades de los creyentes. Tiene su lógica que la iglesia pueda declarar ilegítimo o jurídicamente no válido dentro de ella un matrimonio no sacramental celebrado por dos fieles; pero negarles toda realidad matrimonial tampoco es una consecuencia necesaria. En ambos casos, la exigencia de perfección se convierte en descalificación sumaria y anulación de toda forma imperfecta.

HACIA UNA NUEVA COMPRENSIÓN SACRAMENTAL

Si queremos salir de este dilema, se impone buscar una reestructuración más justa de los diversos factores, tratando de integrarlos en una nueva concepción del significado de los sacramentos. Algo no tan difícil como parece, si volvemos a la estructura fundamental en los orígenes de la tradición: el matrimonio como a) una realidad humana que b) se vive religiosamente. Conviene además tener en cuenta que esta estructura se nos ha hecho hoy más clara debido al proceso cultural que no nos permite ignorar su distinción y solidez.

Por un lado, el proceso de secularización, que ha multiplicado exponencialmente los matrimonios no religiosos, nos muestra su innegable carácter de realidad humana. Por otro, la nueva conciencia de la autonomía del mundo nos hace ver que la vivencia religiosa no se puede comprender como fruto de un intervencionismo sobrenaturalista, como si el sacramento fuese un "instrumento" que, por una especie de milagro invisible, produjera, él mismo, la realidad matrimonial, en lugar de ser concebido como potenciación de esa realidad que los contrayentes se esfuerzan en vivir desde su libre decisión.

De hecho, esta estructura fundamental -realidad humana vivida religiosamente- estuvo siempre presente en la conciencia religiosa y hoy aparece con claridad incluso en documentos oficiales. Esto es evidente en el Vaticano II. La Gaudium et Spes, en efecto, afirma: "Así, del acto humano por el cual los esposos se dan y reciben mutuamente, [a] nace, incluso ante la sociedad, una institución [b] confirmada por la ley divina" (GS 48). Y este mismo sentido se trasluce en el texto del nuevo Código de Derecho Canónico (CIC 1055)

Por eso, para comprender mejor esta estructura, antes de considerar el matrimonio como sacramento, conviene detenerse en su consideración como acción religiosa sin más, como de hecho fue considerado durante mucho tiempo en el cristianismo. Entonces aparece claramente que se trata de un compromiso humano que, al ser realizado por personas creyentes, quiere ser vivido ante Dios (acogiendo su proyecto creador-salvador, y sabiendo que el esfuerzo humano está sustentado por el amor divino). No resulta difícil ver que aquí reside la esencia más fundamental de todo matrimonio entre creyentes, y que su "elevación" a sacramento es un "acto segundo", que no pretende anularlo, sino confirmarlo enriqueciéndolo.

Tal es la base religiosa que sustenta toda la concepción cristiana del matrimonio. Sobre ella se abre un amplio campo de posibilidades en la forma de configurar tanto su vivencia individual como su estructura pública en cuanto celebración comunitaria, que no sólo es legítima, sino de algún modo necesaria. Lo que no puede hacer la ritualización es sustituir o anular, sino promover las raíces de las que se sustenta. Y en este sentido, la configuración pública -como todo en la iglesia semper reformanda- debe estar dispuesta a revisión y reforma para ser más fi el a las raíces y más adecuado a los tiempos. De hecho, la iglesia así lo ha comprendido siempre, especialmente en los ¿En que consiste, pues, el verdadero significado del matrimonio como sacramento? La pregunta no es banal. Gran parte de los problemas nacen de la falta de claridad en la respuesta a esta pregunta. La absorción de lo religioso en lo sacramental tuvo aquí un rol decisivo.

Por esto resulta clarificador preguntarse: ¿qué es, en general, un sacramento? El sacramento es una celebración solemne en la que la iglesia como tal trata de hacer simbólicamente visible la presencia salvadora de Dios en momentos fundamentales de la vida humana, para así ayudar a su mejor y más plena vivencia cristiana. Un sacramento no puede partir del supuesto de que Dios "empieza" a actuar en un momento dado de la vida humana, como si antes hubiera estado pasivo. Dios es siempre "amor en acto" sustentando nuestra vida con su gracia. La vivencia religiosa consiste en vivir de manera libre y consciente el propio esfuerzo como querido por Dios, dejándose orientar por su gracia. Y esto ocurre también respecto al matrimonio, aún cuando no se piense en él como sacramento, como sucedió durante mucho tiempo dentro del propio cristianismo: cuando dos personas se esfuerzan por vivir y actuar desde la fe, están viviendo y realizando un acontecimiento religioso, de gracia. Es lo que se quiso dejar claro en el apartado anterior: el matrimonio es una realidad humana vivida religiosamente.

¿A qué viene entonces el sacramento? Ciertamente, no es para "mover" o "convencer" a Dios, sino para ayudarnos. En todo esfuerzo por vivir algo desde la fe, la presencia y la ayuda de Dios ya están aseguradas. Pero sabemos por experiencia que nosotros podemos no percibirlas o, lo que es peor, dudar de ellas o resistirnos a su llamada. Por eso precisamos recurrir a la vida de oración, al ejemplo de los demás, a las experiencias comunitarias, etc., para, así, avivar nuestra conciencia, fortalecer nuestra fe y animarnos a acoger su llamada. Esto sucede en situaciones ordinarias. Pero todas las religiones han creído que en situaciones especialmente decisivas conviene una ayuda supletoria en la que colabore toda la comunidad (repito: no para provocar la ayuda divina sino para potenciar la acogida humana).

Los sacramentos son justamente la máxima expresión de este apoyo comunitario. Por esto se sitúan en las encrucijadas de nuesúltimos tiempos, a partir de la encíclica Casti connubii (1930), con una clara culminación en el Vaticano II. La necesidad de esta actualización vale también para la comprensión misma del sacramento.

EL VERDADERO SENTIDO DEL SACRAMENTO

tra vida: nacimiento, muerte, culpa, matrimonio. Y por esto se les concede tanta importancia, hasta el punto de ser considerados "instituidos por Cristo", no literalmente, pero sí como verdad de fondo, pues responden a su intención profunda: avivar la fe para estar seguros de la asistencia de Dios en nuestra vida.

Es evidente que en el matrimonio se juega una baza muy importante de la vida de las personas y en el destino de las sociedades. Por tanto, es comprensible que la iglesia, a pesar de algunas dudas y confusiones, terminase incluyéndolo en la lista de los sacramentos. Esta inclusión signifi ca buscar para el matrimonio el máximo apoyo comunitario que la iglesia como tal puede ofrecer a un acto de los creyentes. En este sentido, el sacramento constituye un don supremo para las personas que desde la fe emprenden esta aventura.

De ahí que toda la celebración esté destinada a confi gurar un espacio simbólico donde a los contrayentes se les haga de alguna manera visible y palpable el apoyo seguro de Dios -esto signifi ca el ex opere operato que tanto criticó Lutero- en la nueva etapa de su vida, a fi n de dar perennidad a su amor, asegurar la fi delidad, tener fuerza para apoyarse mutuamente en la salud y en la enfermedad, la perseverancia en la educación de los hijos... Todo esto constituye una aventura que emprende todo matrimonio que quiera ser auténtico y verdadero. Por parte de Dios no hay elecciones ni favoritismos: su amor de Abbá a toda mujer y todo hombre, sean creyentes o no, celebren o no el sacramento, está amparando a todo matrimonio humano.

La "diferencia creyente" consiste en que aquellos que viven el matrimonio como sacramento tienen la suerte de ser conscientes de esa presencia de Dios y pueden gozar de una celebración en la que la iglesia se compromete a ayudarlos a acoger este amor divino para que, apoyados en él, puedan afrontar con más fe y confi anza esa nueva etapa de su vida.

Cuando se comprende esto, de suyo tan elemental y evidente desde el punto de vista de la fe, causa profunda tristeza comprobar cómo un don tan precioso puede traducirse para muchos como una imposición de nuevas cargas y sujeción a nuevos deberes. Casarse por la Iglesia deja de ser un anuncio de gracia y liberación, y se pervierte en la preocupación de quedar atrapados en una trama jurídica que coarta la libertad de los cónyuges en el futuro.

Por eso es tan urgente insistir en el verdadero sentido del sacramento, empezando por superar la concepción que, desde la entrada del aristotelismo -el sacramento como un "instrumento" compuesto de "materia" y "forma"-, se convirtió en guía para interpretar su eficacia. Por suerte, el sacramento nunca se acomodó bien a tal guía. La incomodidad de los teólogos se puso de manifiesto dando origen a diversas teorías, a veces harto peregrinas, sobre qué debería considerarse como materia y forma del matrimonio (los cuerpos, el consentimiento, las palabras...). El supuesto de fondo residía siempre en considerar que el sacramento producía la realidad humana del matrimonio, en lugar de ayudar a vivirla más plenamente desde Dios. Por suerte, la importancia concedida al consentimiento mantuvo siempre viva la conciencia de que el matrimonio se realiza en la decisión de los contrayentes. En la medida en que lo hacen en la fe, el matrimonio se convierte en acto religioso y, al ser bendecido por la comunidad eclesial, se convierte en celebración sacramental. El sacramento no "hace" el matrimonio, sino que lo "bendice", le confiere figura sacramental, ayudando a los contrayentes a vivirlo con fe y confianza en toda su consecuencia y profundidad. Esto se entiende bien pensando, por ejemplo, en la celebración del perdón o en la unción de los enfermos: en el primer caso, es obvio que no es el sacramento lo que crea el arrepentimiento sino la fe, la confianza en el perdón que Dios está dando siempre; tampoco en el segundo caso el sacramento crea la decisión de creer y acoger la ayuda que Dios está siempre dando a toda persona en peligro de muerte. Lo que sucede es que, dando por supuestas ambas actitudes, los sacramentos ayudan a perfeccionarlas y vivirlas en toda su plenitud.

Así desaparecen esas extrañas discusiones sobre la "materia" y la "forma", que atormentaron a la teología tradicional, acerca del matrimonio como sacramento. Y también se clarifi ca esa rara anomalía de convertir a los contrayentes en "ministros" del sacramento, al dejar claro que el papel del sacramento es "bendecir" el matrimonio, no realizarlo. Igual que sucede en todos los demás sacramentos, el sacerdote es el ministro que, en representación de la comunidad, preside la celebración litúrgica de un compromiso humano para potenciar la decisión de los contrayentes amparada por la presencia salvadora de Dios. Y también se comprende que, en esta concepción, queda plenamente valorado el rol de los contrayentes, pues son ellos los que tienen la entera iniciativa tanto en el compromiso humano como en la acogida del amparo divino, sin caer en la magia de un ex opere operato.

ALGUNAS CONSECUENCIAS IMPORTANTES

Como es lógico, la manera de comprender el matrimonio tiene consecuencias tanto para la vivencia íntima como para la confi guración social. En primer lugar, aparece claramente la necesidad de atender a la densidad humana del matrimonio como tal, que se encuentra también en la base del matrimonio sacramental. En términos clásicos: la gracia no suprime ni se pone en el lugar de la naturaleza, sino que, suponiéndola, ayuda a vivirla en toda su plenitud. La decisión de celebrar el matrimonio sacramentalmente no dispensa del esfuerzo de cultivar los valores humanos necesarios para su justa realización, conscientes de la asistencia divina y confi ando en ella. Sin la honestidad en el cultivo de sus valores como realidad humana, la vivencia "sacramental" del matrimonio carecería de sentido o se convertiría en una práctica hipócrita.

Y sería una pena que la obsesión por los requisitos de la validez o incluso de la legitimidad sacramental llevase a descuidar el esfuerzo por la preparación humana para un compromiso tan delicado y difícil. En este sentido, los cursos prematrimoniales suponen un avance importante para evitar la paradoja de llegar sin preparación a la "carrera" tal vez más importante de la vida. Iglesia y sociedad civil tienen aquí una importante disciplina pendiente.

Una segunda consecuencia, íntimamente unida a la primera, es que la celebración sacramental no impone nuevos deberes al matrimonio, como si, en principio, los creyentes tuviesen obligaciones o derechos diferentes de los casados no creyentes. Una tradición excesivamente positivista en la lectura de la Biblia y la tradición llevó a pensar que las propiedades del matrimonio deben basarse directamente en la revelación cuando, en principio, deben buscarse en las exigencias que esa realidad presenta en cuanto humana. La realización auténticamente humana del matrimonio no tiene por qué ser diferente para creyentes y no creyentes. No hay un matrimonio cristiano, sino una vivencia cristiana del matrimonio.

Esta afirmación, de entrada, puede extrañar, pero realmente eso es lo que significa la autonomía de la creación, avalada por el Vaticano II. Así, podemos constatar que fue la experiencia histórica la que nos mostró que la vivencia auténtica del amor matrimonial exige la unión monógama como ideal humano, tanto para creyentes como no creyentes. Y lo mismo podría decirse para un tema tan delicado como el de la perpetuidad del compromiso. La diferencia que introduce la fe no significa que las conclusiones respecto a las propiedades del matrimonio deban ser distintas, sino más bien que, una vez descubiertas, el no creyente las interpreta como dimensiones tan sólo naturales, mientras que el creyente las interpreta además como manifestación del proyecto divino para la realización de nuestra felicidad. Como se ve, la verdadera difi cultad está en lograr una lectura correcta de lo que objetivamente exige una realización auténtica del compromiso matrimonial. No es difícil constatar lo fecundo que sería para la sociedad que el diálogo se estableciese sobre la base de una búsqueda común de las verdaderas pautas antropológicas para la mejor vivencia del matrimonio, en lugar de partir de una postura polémica, dando por supuesto que creyentes y no creyentes deben adoptar pautas distintas.

De este modo -tercera consecuencia- se abre a nuestra consideración un amplio espacio que nos permite a un tiempo respetar la legitimidad de las diferentes opciones y precisar la especificidad de la propiamente religiosa y sacramental. No reconocer, por ejemplo, la realidad del matrimonio civil o despreciar su dignidad aparece en toda su deformación. Y ese reconocimiento, lejos de despreciar lo religioso o sacramental, nos muestra su verdadero sentido: para un creyente esa realidad es tan importante que también la quiere vivir como fundada en Dios, sabiendo que cuenta con su ayuda. Por esto ahora se comprende mejor lo perverso que resulta querer traducir esta ayuda como una carga.

Podríamos citar todavía otras consecuencias de profundo calado respecto a la confi guración eclesial del matrimonio creyente. No sería absurdo reconocer la posibilidad de distintos grados en la realización. Ciertamente, la iglesia tiene el derecho de pedir a sus fi eles que vivan el matrimonio con la máxima consecuencia posible, coronándolo con el sacramento. Pero, dada la situación actual de muchos creyentes que, sin dejar de creer tampoco se sienten seguros en su fe o no están totalmente convencidos con la legislación eclesiástica al respecto, tal vez podría considerarse la hipótesis de admitir como válidos y con valor religioso matrimonios que, sin negarse a un ulterior progreso, no se sienten todavía llamados a la celebración sacramental. Ciertos modos de convivencia, que hoy se están haciendo muy corrientes, y que suponen un compromiso serio y decidido, podrían así recibir un acompañamiento pastoral, evitando la sensación de estar completamente fuera de la comunidad de los creyentes.

Finalmente, queda el problema espinoso, pero hoy ineludible, del posible divorcio. Creemos que una comprensión auténtica del amor matrimonial exige la perennidad como ideal, más aún cuando está reforzada por la vivencia cristiana. Pero ya es sabido que el conocimiento de un ideal no siempre asegura su realización. Y en el caso concreto del matrimonio es un hecho innegable que hoy en día esa realización está muy seriamente afectada por factores muy poderosos, empezando por una mayor longevidad y el nuevo papel de la mujer en el matrimonio, continuando por el debilitamiento de la cohesión social y terminando por un ambiente cultural que no favorece los compromisos perennes.

¿Por qué, entonces, sin renunciar al ideal y haciendo todo lo posible para que resulte viable, no pensar en la posibilidad de admitir el divorcio? Creemos que hay motivos teológicos serios que hacen legítima y posible esta opción por parte de la iglesia. Empezando por el mismo Jesús de Nazaret, que era enormemente estricto y riguroso en las cuestiones de principio, pero no menos generoso en la comprensión de las conductas prácticas, y continuando con algunos autores del NT, como Mateo (5, 32; 19,9) y Pablo (1 Co 7, 12-16), que admiten en determinadas circunstancias la disolución del matrimonio. Más aún, la tradición eclesiástica posterior introdujo también el "privilegio petrino" por el que el papa puede, en determinadas circunstancias, disolver un matrimonio no cristiano o medio cristiano. Finalmente, otro argumento de máximo peso: la tradición ortodoxa católica oriental, que admite, sin haber sido nunca desmentida por el catolicismo occidental, el divorcio entre cristianos, en el supuesto de un fracaso irremediable.

No cabe duda de que una opción clara y decidida en este punto, aparte de mostrar una mayor sensibilidad histórica y un rostro más humano de la iglesia, evitaría esas separaciones por medio de la anulación, que demasiadas veces producen en la opinión pública la impresión de un "divorcio disfrazado". Y, para no escapar a nuestra actualidad, en esta dirección apunta también lo sucedido recientemente con el matrimonio de un miembro de la casa real española con una mujer divorciada civilmente. A pesar de ciertas manifestaciones desafortunadas que confundieron la validez canónica con la validez sin más, en el caso de la esposa, se trataba de un matrimonio que, no por ser civil dejaba de ser real, y por tanto en la iglesia se celebró sacramentalmente un matrimonio a pesar de la existencia del divorcio, civil pero real, de uno de los contrayentes.

Aludir a este caso al final del artículo no obedece a un afán de "novedad social", sino, por una parte, a mostrar que se trata de cuestiones muy urgentes que precisan soluciones adecuadas, y, por otra, que, como sucede tantas veces, la misma práctica de la iglesia va por delante de sus teorías. Lo que no deja de ser una señal y una esperanza de que las cosas pueden cambiar. Creemos que para mejor.

Tradujo y condensó: JOAQUIM PONS ZANOTTI