sábado, 31
de enero de 2009
Mercedes
Margarita Malavé
mmmalave@gmail.com
Sumario
Introducción.- Una definición de virtud.- El amor de donación como bien y fin del obrar virtuoso.- El corazón como centro operativo de las virtudes y los posibles peligros.- Virtud y belleza.
Introducción
El libro del Eclesiastés invita al hombre joven a seguir los caminos de su corazón: "Goza, joven, de tu juventud y que tu corazón te haga feliz durante los días de tu mocedad; sigue los caminos de tu corazón y la mirada de tus ojos" (Ec. 11, 9). Por joven se entiende no sólo el que goza de poca edad física, sino también todo aquel que mantiene una fuerte vitalidad de corazón, que permanece enamorado, que vive redescubriendo su amor, estrenándolo. ¿Quién no quisiera un amor así? El texto parece indicar que estas personas que mantienen joven el amor están llamadas a seguir los caminos que le indica su corazón enamorado para poder alcanzar la felicidad.
Por otra parte, el hombre experimenta muchos –y a veces fuertes– cambios afectivos. Podemos pasar de la fiebre y el arrebato más totales, a la sensación de hastío, de tristeza y de aburrimiento respecto al mismo proyecto de vida o al mismo compromiso de amor. Además, las nuevas tecnologías, las facilidades del confort que ofrece la sociedad de consumo, las experiencias de amor vividas hasta el frenesí, sin ningún tipo de compromiso ni condición de edad o de sexo, parecen negar la conveniencia de poner el corazón como guía de la propia vida, y de hecho con frecuencia se resalta su carácter irracional y cambiante.
Para aumentar la complicación de esta materia, hay que reconocer que las leyes y el deber están mal vistos en el plano amoroso-sentimental de la persona, repugnan al hombre de hoy. Movidos, quizá, por el ejemplo de películas, de novelas o telenovelas que presentan la realidad del amor humano con un dinamismo tan intenso que las personas no tienen más remedio que vivir esa turbulencia pasional e irracional, cuyas consecuencias pocas veces aparecen reflejadas en las tramas, anhelamos una vida sin normas, sin compromisos ni deberes, donde nadie nos recrimine un comportamiento inadecuado, donde todo sea legítimo. Una persona enamorada, se piensa, no actúa por deber sino porque quiere.
Para adelantarse a este desbordamiento afectivo que se puede presentar, la educación de los sentimientos, en el mejor y más realista de los casos, se orienta según el lema "es necesario amar con la cabeza y con el corazón al mismo tiempo", o frases similares. Sin embargo, una falsa comprensión de esta idea sería la de entender algunas virtudes, como la templanza, la sobriedad, el pudor, la continencia, etc., como si fuesen "barreras" que mantienen el corazón en su sitio, mediante la supresión de algunos impulsos humanos, naturales. Por tanto, el crecimiento en esas virtudes sería como ir aumentando las barreras del corazón.
Pero lo que ocurre con posturas como éstas es que, a fin de cuentas, las personas pueden llegar a sentirse disminuidas en su capacidad de amar, y por lo tanto frustradas, pues no alcanzan a experimentar la potencia liberadora de un amor pleno y total, vivido con la ayuda de ésas y de todas las virtudes humanas. Entonces aparecen las crisis de sentido, quizá como consecuencia de una dinámica afectiva donde la inteligencia y los afectos han estado coexistiendo de manera antagónica u opuesta: lo racional frente a lo irracional, la realidad dura y dolorosa del amor sacrificado frente al sueño idílico de un amor apasionado, etc. En breve, desarrollaré un poco más esta idea.
En este sentido, la llamada al amor como fin de la felicidad del hombre y de la mujer –y no sólo el cumplimiento de la ley y de los deberes– parece ser un engaño, o al menos una especie de lotería que le toca a algunos, pues nadie tiene la seguridad de permanecer en el mismo amor toda la vida. En cambio, lo que sí parece estar a nuestro alcance es actuar por deber, es más, ante las cosas que son un deber raras veces nos planteamos una incapacidad absoluta de llevarlo a cabo; por ejemplo, no se nos ocurre pensar "¿qué será de mí el día que no quiera ir a trabajar?", simplemente lo asumimos como algo seguro, a no ser que nos falte la salud o tengamos un accidente.
Este artículo es continuación de un primero en el que me he centrado en la dimensión íntima del amor, que consiste, principalmente, en una dinámica interior que –con la intervención de la inteligencia y la voluntad– se centra en la memoria y en el acto de recordar, de "hacer presente de nuevo al corazón" aquello que se ama. El corazón enamorado es aquel que busca fijar su mirada interior en el ser amado y, desde la conciencia de ese ser y de su entrega, contempla y se relaciona con todas las cosas. Ahora añadiré que esa contemplación interior del ser amado debe ser también el principio motor de la libertad y del obrar de las personas, aquello que debe impulsar a comportarnos de una o de otra forma, a desarrollar virtudes o hábitos. En este sentido, cada acto, cada comportamiento puede ser, y de hecho es, una respuesta afirmativa o negativa al amor.
En la dinámica del amor humano no hay actos libres que sean indiferentes, ni de poca importancia, ni hay omisiones que sean insignificantes. "De la abundancia del corazón habla la boca" (cfr. Mt. 12,33), y también las obras reflejan la abundancia de lo que llevamos en el corazón. De allí la frase que se lee en el libro de los Proverbios: "El sabio de corazón será llamado prudente", porque si la prudencia es la virtud que mueve al hombre a obrar el bien, entonces ella consiste principalmente –como explica San Josemaría Escrivá– en poseer "la ciencia del amor", que se expresa en cada virtud (cfr. Amigos de Dios, nn.86-88) porque son actos que nacen del corazón y que llevan a la donación real, con obras, al ser amado, y en este sentido perfeccionan al hombre y a la mujer.
Al igual que cuando me refería a la dimensión interior del amor, conviene desenmascarar posibles engaños que provienen de la tendencia –que tenemos todos– de alimentar un corazón egoísta que cree ser virtuoso cuando en realidad sólo se está amando a sí mismo. Antes decíamos que las obsesiones, los apegamientos y el afán posesivo son manifestaciones del corazón que cree estar enamorado del ser que contempla continuamente, cuando en realidad permanece cerrado en sí mismo, en su afán de dominar al otro, y por ello sufre. En los actos externos me fijaré en algunas consecuencias que trae consigo el no renovar el amor de entrega al ser amado en las obras, como lo son el agotamiento o las crisis de sentido, el voluntarismo y la superficialidad.
Una definición de virtud
Quisiera partir de una definición de virtud relacionada con la memoria y con el acto interior de recordar. Virtud y recuerdo están más unidos de lo que parece a primera vista. Actualmente la memoria está desprestigiada pues no se considera necesario ejercitarse en la destreza de repetir varias veces lo mismo hasta que quede grabado en la persona. Pienso que todos hemos escuchado alguna vez la queja de personas mayores de que, por el desprestigio que ha tenido la memoria en los nuevos métodos educativos, los jóvenes cuentan con menos herramientas para el trabajo profesional e intelectual, y hasta para la gramática y la ortografía.
Pero también hay que reconocer que es inútil aprender de memoria una serie de cosas, si al final no se conoce el qué y el para qué de eso que se aprende. Ambas cosas son necesarias: repetición y finalidad, de manera que el fin ilumine el porqué de ese esfuerzo de repetición, y al mismo tiempo sea capaz de trascender ese conocimiento, de darle un uso fructífero. Una vez que una cosa se ha memorizado y se ha entendido bien, entonces comienza la creatividad humana que lejos de desvirtuar lo que se ha aprendido de memoria descubre nuevos modos de referirse a lo mismo, o de emplearlo en otras tareas de mayor alcance.
Contemplar con el corazón implica también un acto de la memoria que hace presente algo, de manera actual, en el interior de la persona. No importa si lo que se recuerda es pasado o presente, o si se imagina una situación de futuro, real o irreal, lo importante es la presencia interior de esa idea, persona o cosa que permanece fija, de manera fuerte, reiterativa. Todos tenemos recuerdos –vivencias, anhelos, personas, proyectos– que están constantemente presentes en nuestro interior. Recuerdo la preocupación de una madre que al enterarse de que su hijo había tomado la decisión de ser sacerdote le preguntó: "Aunque me preocupa que vas a estar muy solo, lo que más me inquieta es en qué vas a pensar, porque yo todo el tiempo estoy pensando en tu padre y en mis hijos, en cambio tú si no formas una familia ¿en quiénes vas a pensar?" La preocupación es muy válida y toca el núcleo del amor humano y de la vocación sacerdotal como llamada a vivir el amor en comunión constante con Dios, que es un ser personal.
Pero esta dinámica del amor interior y de la memoria actúa siempre en consonancia con el obrar o el comportamiento de la persona, y con el modo como se relaciona con el ser amado, y con los demás. Pasamos a considerar el ámbito de las virtudes.
Las virtudes también son hábitos de repetición en los que se nota claramente que si no se tiene presente el fin pierden su sentido. No por casualidad están pasadas de moda, al igual que la memoria, y casi no se habla de ellas. ¿Cuál es, pues, el fin de la virtudes? En líneas generales, no es otro que el fin de la persona humana, el amor, y por ello son reiterativas, como es reiterativo el acto propio del amor interior, de la memoria y del recuerdo. Esto es así porque lo propio del amor no es la novedad, sino la contemplación o permanencia en el ser amado. Cuando falta este deseo de permanecer en el ser amado, y se busca la novedad como consecuencia de haber caído en la rutina y en el aburrimiento, es señal cierta de que se está perdiendo el amor, y no de que el hombre y la mujer son así.
Por eso, la definición de virtud que quisiera sostener, uniéndola al acto del amor interior, es que son hábitos que tienen como finalidad la auto-donación personal. Ser virtuoso consiste en habituarse a donarse a los demás. La entrega de "sí mismo" es el presupuesto de toda virtud, y cada una de ellas evidencia el fin o el amor que mueve a las personas desde su interior. Las virtudes son, por lo tanto, una renovación del sí al amor. Si el objeto de amor es pequeño respecto a las posibilidades de amar de una persona –como el afán de riqueza, el prestigio profesional, ser un personaje famoso, la belleza física, etc.– entonces los hábitos personales, serán de alcance reducido y en ciertos casos superficiales. Por eso no serán realmente virtudes, por muy buenos y ajustados a las leyes y deberes que éstos sean porque, aunque estén externamente muy logrados, su repercusión inmanente –dentro de la persona– será muy poca, pues lo que perfecciona al ser humano es el crecimiento en el amor interior y no la cantidad de actos perfectos que haga.
El amor de donación como bien y fin del obrar virtuoso
¿Qué significa ser una persona buena? Si nos detenemos a pensar en nuestro modo de hablar, notaremos que raras veces utilizamos el calificativo de bueno sin hacer luego una precisión: decimos que una persona es buena trabajadora, buen deportista, buen padre de familia, buena ama de casa. Y lo tenemos tan asimilado que si dijésemos "esta persona es buena" seguramente nos preguntarían: ¿buena en qué?
Lo que ocurre, naturalmente, es que entendemos por buena a aquella persona que hace obras buenas, y como es imposible hacerlo todo bien conviene especificar. Por otra parte, sostener que una persona buena es aquella que vive las virtudes nos acercaría más a una definición completa, aunque todavía habría que seguir precisando, pues una persona virtuosa no puede ser aquella que practica todas las virtudes de modo perfecto. Entonces caeríamos en la misma necesidad de especificar en qué virtudes es buena. Aparentemente, tener una virtud tampoco nos merece el calificativo de buenos. Una persona responsable, trabajadora y ordenada, no es necesariamente buena. Lo mismo ocurre con la sobriedad, la disciplina, la pobreza, la puntualidad, la constancia, etc., según el modo más difundido de ver estas virtudes simplemente como actos externos.
Por lo visto, para llegar a una definición de persona buena, en su totalidad, es necesario encontrar un principio de comportamiento que unifique todas las acciones del hombre y que le oriente a un mismo fin: en esto consiste la vida virtuosa. Cobra una importancia decisiva la realidad de que es el don de sí mismo lo que hace de un hombre o de una mujer un ser virtuoso y bueno, ya que es el amor lo que constituye el fin de cada una de sus obras singulares. Hay virtudes que por su profunda orientación al don interior de sí mismo, manifiestan con más claridad la bondad de una persona, como la comprensión, la piedad, la lealtad, el perdón y la compasión entre otras. Justamente porque están muy referidas a un acto de donación personal, reflejan la bondad del corazón del hombre mucho más que aquellas virtudes, también muy necesarias, que regulan las tendencias o inclinaciones naturales al placer, a la comodidad, al sexo, a la comida, al descanso, como son la templanza, la modestia, la austeridad, la sobriedad, etc.
En este sentido, la teología moral cristiana lleva todas las delanteras, pues el ser virtuoso únicamente se entiende a partir del amor a una Persona, a Jesucristo, un amor que es al mismo tiempo imitación, pues Jesucristo es hombre perfecto. De hecho la célebre y tan estimada frase de San Agustín "Ama y haz lo que quieras" es como la síntesis perfecta de la vida moral del cristiano. Igualmente San Josemaría Escrivá lo expresa con gran precisión cuando afirma que "Cristo nos sitúa ante el dilema definitivo: o consumir la propia existencia de una forma egoísta y solitaria, o dedicarse con todas las fuerzas a una tarea de servicio" (Amigos de Dios, n. 236).
El corazón como centro operativo de las virtudes y los posibles peligros
Dietrich Von Hildebrand define el corazón, en su sentido más amplio, como un centro de operaciones por donde pasan todas las acciones del hombre, tanto las que provienen del alma –pensar, querer, recordar – como aquellas que son más corporales, como comer, descansar, desarrollar una destreza artística-manual, jugar, etc. No existe una actividad humana, ni física ni espiritual, repito, que no tenga una connotación "afectiva" es decir, que no pase por el corazón. También cuando decimos que el hombre busca la felicidad nos estamos refiriendo, en el fondo, a que busca tener el corazón satisfecho y pleno de amor.
El corazón, al que suelo relacionar casi sinónimamente con la memoria, es la potencia que reúne los actos internos de la inteligencia y de la voluntad, y les da una valoración y una connotación incluso más personal, diría, que el acto propio de conocer una verdad con la inteligencia, y de querer el bien con la voluntad. De allí que sea el centro operativo donde se forjan las intenciones de nuestro comportamiento, y donde reside la prudencia del sabio, como decía la frase de Proverbios. En el corazón del hombre es donde se valoran las experiencias, los proyectos de vida, la propia historia en definitiva. Se conserva, se modela y se proyecta, con la participación de la inteligencia y de la voluntad, aquello que se desea, que se anhela, que se ama o que se ha vivido.
El hombre está de tal manera unido por este centro de operaciones, núcleo de su personalidad, que toda la esfera del comportamiento está impregnada de esta realidad afectiva. Repito, porque me parece fundamental esta idea, que la capacidad humana de conocer la verdad y de amar el bien se unifica, y por tanto se vuelven más personal y orientada a la acción libre, en el corazón del hombre, en su memoria, donde esa verdad y ese bien pasan a ser "mi verdad y mi bien", en una palabra "mi fin". Y si esta idea es importante para cualquier tipo de conocimiento o verdad, más aún lo es para aquellas verdades o principios que se refieren al buen obrar de las personas, es decir, a los valores morales.
Decíamos que del corazón humano provienen, en último término, las intenciones, y es imposible actuar sin una finalidad, aunque ésta no esté presente siempre de manera consciente en todo acto singular. Sin embargo, el fin que nos mueve se manifiesta, por ejemplo, cuando las circunstancias nos piden un cambio de conducta, o cuando hay que tomar una decisión importante y establecer un nuevo orden de prioridades, o cuando llegan las crisis en el plano amoroso, de entrega. Puede que en la mayoría de estas crisis, excluyendo los casos patológicos por supuesto, el problema no se reduzca sólo al ámbito afectivo, que busca saciar sin medida los propios afectos, sino que también se involucre toda la racionalidad, la inteligencia y la voluntad, porque es toda la persona la que se desordena y comienza a renegar del don de sí misma, razona de una manera dividida, deseando cosas que son incompatibles entre sí.
Si bien ser bueno se identifica con amar, el amor trasciende el significado de lo que comúnmente entendemos por bueno, sin disminuir las exigencias del obrar virtuoso. Afirmar que una persona es buena trabajadora, equivaldría a decir que ama su trabajo, y de un buen padre, que ama su familia, igualmente del deportista, de la ama de casa, etc. Pero quizá sirva detenernos en un pequeño matiz que añade el amor, y es que entre "ser buena ama de casa" y "amar el hogar", o "ser buen deportista" y "amar hacer deporte" parece que el amor hace referencia a un acto interior, a una disposición buena e íntima hacia un acto concreto, mientras que el obrar bien, no necesariamente conlleva esta actitud honda y buena, de amor. En conclusión, podemos hacer cosas "buenas" –bien hechas– pero sin amor, y esta conducta no nos realiza como personas amorosas que somos. En cambio, el amor al trabajo, al hogar o al hacer deporte, lleva implícita una cierta realización personal, que va más allá de los resultados técnicos del obrar, y no se manifiesta necesariamente en la perfección externa de esa obra. Y éste sí que es el secreto de la felicidad.
Entonces nos podemos preguntar si por obrar bien debería entenderse sólo aquellas acciones hechas por amor a una persona, y si es posible hacer un acto de amor en cada acto virtuoso, o cómo se actualiza el amor en las virtudes si son hábitos que a veces hacemos de manera inconsciente. Son preguntas complicadas que llevarían a distintos modos de responder. Las virtudes por ser principios de actos libres deberían contar con un grado de conciencia elevada. Virtud no es una reacción automática, sino un comportamiento voluntario que implica la elección de un fin. Por eso, un acto de amor, de donación al ser amado, implicado en cada acto virtuoso –de laboriosidad, de puntualidad, de orden, de disciplina, de templanza o de sobriedad– es tan difícil como alcanzar esas mismas virtudes y, al mismo tiempo, tan factible como posible es vivir esas conductas de forma habitual y consciente.
En realidad, si nos analizamos bien y a fondo, creo que detrás de cada acto virtuoso, sobre todo de aquellos que suponen un mayor esfuerzo, hay una cierta actualización del amor, al menos del amor propio, si no sería muy difícil permanecer en la virtud. Pero si detrás de un acto de justicia en el trabajo, por ejemplo, una persona hace presente, además de la conciencia de que se trata de un acto que le hace bueno, un acto interior de donación –a Dios, a los demás, a su familia, a sus trabajadores– además de hacer una buena acción, está agrandando su corazón, y en este sentido se está haciendo buena, pues se está habituando a contemplar el fin de su obrar virtuoso, el amor, que siempre pasa por la donación interior. Por eso, los actos virtuosos nos ponen en ocasiones formidables de recordar quiénes somos y para quiénes somos, siempre y cuando acompañemos el esfuerzo por ser virtuosos con un acto amor.
Tradicionalmente, se entiende por rectitud de intención el esfuerzo personal por conocer, sinceramente, los motivos que nos mueven a obrar de manera virtuosa, con justicia, con templanza, con fortaleza, con prudencia, por nombrar las virtudes cardinales de las que se desprenden las demás. Una persona que después de haber pasado varios años exigiéndose mucho por adquirir ciertas virtudes siente que no es feliz y que no ha conseguido desarrollar una personalidad auténtica, puede que esté pasando por una especie de agotamiento interior de un corazón que ha permanecido encorsetado, quizá por una actitud represiva, que se ha acostumbrado a esquivar los afectos, y a buscar –a toda costa– una perfección postiza, poco auténtica, externa en una palabra. Por eso, las crisis pueden convertirse en ocasiones estupendas de madurez, donde las personas se encuentran consigo mismas, con lo que realmente son, y así pueden reflexionar con mayor sinceridad acerca del fin de sus propias vidas. Detrás de esa aparente rebelión del corazón está la misma dignidad de la persona que no acepta un fin distinto al de un amor auténtico y libre, lo más plenamente logrado posible.
En cambio las personas solemos pensar que es necesario modificar el contenido de las virtudes, que hace falta abrir mucho más el panorama de los actos, o que hay que rebajar su exigencia para hacerla más asequible y "más humana". Lo que conviene tener en cuenta es que, aunque todo ello cambiara, la situación interior seguiría, pues el principal problema de las crisis de compromiso es el sentido de la propia vida y de los propios actos, y no la dificultad que las virtudes implican. Superada una crisis se descubre un panorama nuevo en el horizonte de la vida virtuosa, inspirado por una libertad interior más fuerte que, renunciando a la perfección externa de un obrar postizo, según un modelo impuesto, a veces por la persona misma, se arriesga a emprender, sin engaños, su propio camino de exigencia y de crecimiento en virtudes, únicamente porque se propone vivir, de ese modo, su propio camino de donación y de entrega a un amor exigente que valga la pena.
Por su parte, las personas superficiales son las que se han conformado con una concepción estándar y un poco generalizada de las virtudes y de los actos que se derivan de ellas. Cuando falta profundidad, tanto en las relaciones interpersonales como en la propia reflexión práctica, no se descubre la inmensa gama de posibilidades de conducta que ofrece cada virtud, y por eso no se llega a cultivar una personalidad auténtica y plenamente libre. A esto me refiero cuando hablo del peligro de la superficialidad, que también puede manifestarse en personas que piensan que la vida virtuosa consiste en una lista bien precisa de actos que se deben cumplir cada día.
Por último tenemos el voluntarismo, que consiste en una especie de búsqueda de la perfección de las virtudes a través de obras cada vez más difíciles, olvidando quizá el esfuerzo interior de permanecer en el amor y de obrar desde la donación de sí mismo. Una persona voluntarista es, digámoslo ya sin ficciones, alguien que actúa por el egoísmo de la auto-perfección, porque quiere ser intachable y teme la corrección de los demás. Todos somos un poco voluntaristas, el peligro está en no reconocerlo y por lo tanto no luchar por corregirse. Existe también un cierto egoísmo de los "buenos", de los que aceptan que las virtudes son importantes porque perfeccionan a la persona, proporcionan una vida ordenada y sobre todo, dan serenidad a la conciencia, pero les cuesta aceptar que el mérito de la virtud está en la fidelidad al amor y a los compromisos adquiridos, y no en las obras externas.
Como el voluntarista se centra más en la dimensión cuantificable o calificable de su obrar, a veces se exige demasiado, pero ese esfuerzo no es proporcionado con el acto de donación interior, con la conciencia de que lo más importante no es el acto sino el don de sí a través de ese acto. El voluntarista no es feliz porque no ha desenmascarado el egoísmo de buscar, por encima de todo, el propio honor y la propia fama, o las propias pasiones. Busca plenitud en el esfuerzo de ser mejor que los demás, pero en realidad nunca está satisfecho. Además se esfuerza solo, cuenta poco con el consejo y la percepción de los demás, porque sus actos virtuosos son cerrados, acaban en sí mismo, en lugar de abrirle a la relación con los otros.
Creo que algunas personas interpretan la frase "ama con la cabeza" como "ama sólo con la voluntad", y éste es el lema de los voluntaristas. Al voluntarista le interesa obrar sólo con su voluntad porque la inteligencia y el corazón siempre le exigirán un orden, una jerarquía de valores en el obrar, que el voluntarista no siempre está dispuesto a aceptar. Detrás del voluntarismo no hay sólo una falta de corazón y de entrega, sino también una falta de reflexión, un no querer pensar en el propio obrar, por lo tanto se evidencia una actitud un tanto irracional que produce como consecuencia la necesidad de agarrarse a algo que sea firme, esto es a la propia voluntad. Pero se cae en un error, pues por la inteligencia es como se conoce el fin de la vida virtuosa. En una persona voluntarista es fácil notar la estrechísima unión que hay entre la inteligencia y el corazón, porque es el conocimiento lo que hace presente el don, la razón última por la que obramos, y el corazón responde como totalidad de la persona se dona toda entera.
El ser humano, que es social y religioso por naturaleza, reconoce que algunos actos de coherencia religiosa, de amistad y lealtad, de entrega a un ser querido, de generosidad, de perdón, etc., son más importantes y están por encima de la exigencia personal, la disciplina, la intachabilidad y la honra, pero si no se está dispuesto a renunciar a la propia perfección, a saber perder alguna vez el propio prestigio, si fuera necesario, con tal de ayudar a una persona, de defender una verdad de su fe, o de mantenerse fiel a un compromiso, entonces no se llegará a la plenitud de la vida virtuosa en el amor.
Virtud y belleza
Algunos autores sostienen que la fuerza que atrae el corazón del hombre hacia la verdad y el bien es la belleza: "el pulchrum [belleza] atrae el amor del corazón", sostiene Enrique Cases. Y Von Baltasar dice que "la belleza es el resplandor imborrable que rodea a la estrella de la verdad y del bien y su indisociable unión". Podemos decir que si la verdad es para la inteligencia y el bien es para la voluntad, la belleza que irradian ambos es lo que atrae el corazón humano y le hace permanecer en la contemplación interior de esa verdad y del bien. Ahora se entiende mejor porqué, en el corazón del hombre, la verdad y el bien son "mi verdad y mi bien", son "mi belleza", "mi tesoro". Por eso, cuando hablamos de virtudes es importante no sólo que sean actos verdaderamente buenos, sino que sean expresión de la belleza personal, que irradien el resplandor de la verdad y el bien de la propia personalidad. A esto se le puede llamar el principio de plasticidad, de creatividad, que poseen todas las virtudes, sin excepción, lo que no lleva en definitiva a anular ni vaciar su contenido ni exigencia.
Para poder contemplar la belleza de las virtudes hacen falta dos condiciones: la primera es que el acto bueno sea auténticamente libre, es decir que nazca del interior de la persona y no que sea por coacción o auto-coacción para asemejarse a un modelo externo o estereotipado. La segunda es que el propio yo no puede ser el motivo de contemplación interior. Esto nos dejaría en un profundo estado de soledad e imperfección casi originaria, podríamos decir. El hombre es un ser constitutivamente abierto a los demás porque es el amor de amistad el único bien, la verdad más fuerte, que puede atraer el corazón a la belleza de las virtudes.
La belleza que irradia la propia perfección podrá ser algo que atraiga a los demás, pero no a nosotros mismos. De aquí volvemos a concluir, siguiendo el camino de la belleza, que el hombre se siente pleno cuando está enamorado, cuando está donado a un amor que, en cierta forma le arrebata y le hace salir de sí, aunque a veces le haga sufrir. Sabemos, además, que existen dos núcleos fundamentales en los que se da esta donación: el núcleo más íntimo, esponsal, y el núcleo de las relaciones interpersonales que puede tener muchos niveles de relación.
Pero además, el principio de plasticidad, creativo, de las virtudes proviene también de la realidad del amor, porque hace que cada acto pertenezca exclusivamente al sujeto, y que sea indiscutiblemente suyo, de su modo de darse al amor. Por eso, la creatividad de las virtudes es, en verdad, una realidad mutua de entrega y respuesta. Las personas enamoradas, y también los amigos, tienen una gran capacidad de desarrollar su propio lenguaje de obras de entrega, de atención, de servicio, que se expresa hasta con una simple mirada, con la cual se es capaz de conocer el acto de entrega que el amigo, o el amante, reclaman. Esto no deja de ser un misterio maravilloso de la naturaleza humana. De aquí se deriva la explicación acerca de la gravedad de una omisión como respuesta negativa al amor, aunque conviene siempre recordar que la realización de este lenguaje que da el obrar por amor no es algo cuantitativo ni medible, porque su perfección no depende de unos resultados observables. Quizá estamos muy acostumbrados a reclamar de las personas unas acciones determinadas, y juzgarlas por sus actos externos, a contar el número de veces que hace algo y durante cuánto tiempo lo hace. Vivimos en una carrera de competitividad que se ha olvidado de mirar las disposiciones personales, que aunque no es tarea fácil es posible con un poco de experiencia y sobre todo con mucho trato personal.
La paciencia es la virtud de los que esperan, una y otra vez, una respuesta positiva del amor, del amigo, y este mensaje virtuoso, aparentemente silencioso, llega al otro. La paciencia, que involucra la fidelidad al amor en momentos difíciles, es como la fuerza que sana las relaciones humanas, los fallos de esta comunicación virtuosa. No olvidemos que, aunque seamos seres amorosos, nunca aprendemos a amar perfectamente, a comportarnos siempre de manera adecuada a nuestro amor, en cada situación.
Una persona que obra por amor está en vías de crecer en todas las virtudes, siempre y cuando ese amor se identifique con su bien y con su capacidad de donarse. San Agustín, glosando esta idea, afirma que para todo hombre el amor a Dios es el primero en la jerarquía de los mandamientos, pero que el amor al prójimo es el primero en el rango de la acción (cfr. Tratado n.17, 7). El amor es la fuerza creativa e imperativa que mueve al hombre a obrar de manera virtuosa y libre, desde su interior, y que da unidad a toda su conducta. Con razón dice Servais Pinckaers que la caridad es la fuerza "inspiradora y la forma de todas las virtudes" que "como todo amor, produce un impulso espontáneo hacia su crecimiento y perfección".
La belleza del don de sí se manifiesta también en el sacrificio, cuando se descubre que es el amor el verdadero y pleno sentido del esfuerzo y del dolor. Una promesa hecha a Dios sirve de muy poco si no va acompañada de una entrega real a Él y a las personas que amamos. Benedicto XVI lo explicó hace poco de manera brillante haciendo una comparación entre el culto antiguo –que consistía en el sacrificio de animales– y el nuevo culto que consiste en ofrecer nuestras vidas unidos al sacrificio de Cristo en la Cruz, donde no es la persona sola la que se propone una obra buena, sino que detrás de esa obra buena, viene supuesta la entrega personal, la unión con Dios: "Ha llegado el tiempo del culto verdadero. Pero aquí se da el peligro de un malentendido: (...) ofreciendo nuestra vida hacemos nosotros el culto verdadero. De esta forma el culto con los animales sería sustituido por el moralismo del hombre que lo haría todo por sí mismo con su esfuerzo moral. (...) ¿Cómo debemos interpretar por tanto este "culto espiritual razonable"? San Pablo supone siempre que hemos llegado a ser "uno en Cristo Jesús" (Gálatas 3,28), que hemos muerto en el bautismo (Cf. Romanos 1) y vivimos ahora con Cristo, por Cristo, en Cristo. En esta unión --y sólo así-- podemos ser en Él y con Él "sacrificio vivo", ofrecer el "culto verdadero". Los animales sacrificados habrían debido sustituir al hombre, el don de sí del hombre, y no podían. Jesucristo, en su entrega al Padre y a nosotros, no es una sustitución, sino que comporta realmente en sí al ser humano, nuestras culpas y nuestro deseo; nos representa realmente, nos asume en sí mismo. En la comunión con Cristo, realizada en la fe y en los sacramentos, nos convertimos, a pesar de nuestras deficiencias, en sacrificio vivo: se realiza el "culto verdadero" (Benedicto XVI, Audiencia General, 7-1-2001).
Hay una realidad que ni el voluntarista ni el superficial acabarán por aceptar y es que todas las virtudes, como mueven al amor, conllevan también sufrimiento por amor que no es sólo sacrificio o esfuerzo, sino renuncia gustosa a cosas lícitas o buenas en sí mismas pero que no favorecen la propia entrega. En el fondo de las personas voluntaristas y superficiales –y repito que todos tenemos algo de esto, por eso es bueno ser concientes de ello– hay un temor muy claro: el miedo a sufrir por amor. Y es que somos más capaces de sufrir por un bien personal, que sufrir por otra persona. He aquí una paradoja que considero de importancia capital y es que la felicidad no se alcanza cuando hay serenidad en la conciencia, ni cuando se ha logrado el auto-control de las tendencias naturales del propio cuerpo y de los afectos. La felicidad no es seguridad de nosotros mismos, de cómo nos expresamos y de lo que valemos, sino muy por el contrario, es consecuencia de haber entregado todo lo que valemos a un ser amado, y por eso esperamos recibir todo de él. Ser feliz implica, por tanto, un poco de sufrimiento por amor, que es incertidumbre, expectativa, respuesta y correspondencia. Es, por ello, una maravillosa escuela de esperanza, pues una persona enamorada nunca se siente satisfecha, siempre quiere más, siempre espera. ¡Qué importante es que el don de sí en el amor esté a la altura de nuestra capacidad de esperar! Que nuestro amor y nuestros amigos sean personas virtuosas, capaces de corresponder al don del amor que les damos. La mayor felicidad se alcanza cuando se tiene esperanza segura de plenitud de amor, y sólo por esa promesa es que somos capaces de sufrir. En consecuencia, el único motivo de felicidad plena es Dios, y el modo de estar unidos a Dios no son sólo las virtudes y los esfuerzos que hagamos, sino sobre todo el don de nosotros mismos a los demás.
Lógicamente, en las relaciones humanas hay que reconocer un doble principio de egoísmo: el propio y el ajeno. El amor de amistad y el amor esponsal exigen una continua batalla contra la superficialidad en las propias relaciones, contra el voluntarismo egoísta y temeroso siempre de dar demasiado, o de entregarse del todo. La humildad es la virtud que mueve al hombre a entregarse a los demás y a obrar conforme a las exigencias de su propio corazón. Es muy difícil obrar siempre así, y por algo se dice que la humildad es una de las virtudes más arduas de alcanzar, justo porque revela la pureza y la verdad de un corazón claramente identificado con la donación de sí mismo a los demás. Una persona humilde es como un regalo para la humanidad, porque a todos se da, con todos comparte las actitudes más genuinas de su interior. También por la humildad somos capaces de reconocer cuando el fin somos cada uno de nosotros y no los demás.
Podemos concluir citando el mismo pasaje del principio: "Goza, joven, de tu juventud y que tu corazón te haga feliz durante los días de tu mocedad; sigue los caminos de tu corazón y la mirada de tus ojos". Las virtudes humanas constituyen una auténtica fuente de embellecimiento de la propia personalidad, cuando están orientadas al amor y a la propia donación, esto es, cuando están avaladas por el amor interior y el recuerdo de que, además de ser un "alguien", la persona es un "para alguien", lo que no constituye, en absoluto, una anulación de la propia dignidad y originalidad, sino un auténtico camino de plenitud y de felicidad, un vivir siguiendo la creatividad que despierta el propio corazón, con todo su deseo de donarse a un amor pleno.