Dr. Carlos Domínguez Morano, S.J.
LA
ALTERIDAD DIFUMINADA
Reflexiones en los tiempos de los “vínculos.com”
Teólogo y psicoanalista de Granada, España
Profesor invitado del Depto. de Ciencias
Religiosas, UIA.
Un intenso egoísmo
protege contra la enfermedad;
pero, al fin y al cabo,
hemos de comenzar a amar para no enfermar
S. Freud.
http://sjmex.org/procura/documentos/bodega/dominguez_alteridad.htm
La posmodernidad pretende ser
una modernidad sin ilusiones. Pero este proceso de “des-ilusión” que habría que
valorar muy positivamente en cuanto liberación de los engaños del pasado
moderno, ha generado también una situación “desilusionada” y desconfiada
respecto a cualquier tipo de proyecto colectivo que pretenda aglutinar
voluntades. Y de ahí también, a una exaltación del individualismo y a un
acrecentamiento de las dimensiones más narcisistas de la personalidad que operan
como una gran dificultad para la creación de vínculos. La alteridad está
difuminada.
Uno de los rasgos que
caracterizan la mentalidad post-moderna es, en efecto, el del rechazo ambiental
existente respecto a cualquier tipo de ideal o proyecto transformador. Han
pasado los tiempos —se nos dice— de las “Grandes Palabras”. El clima que
respiramos es el de un desencanto generalizado frente a lo que fueron las
grandes promesas de tiempos pasados, como fueron los de la razón, el progreso,
la revolución, o, incluso, la democracia.
Como señala G. Lipovetsky, pasó
la época conquistadora que creía en el futuro, en la ciencia y en la técnica. Ya
nadie cree en el porvenir radiante de la revolución y el progreso, la gente
quiere vivir enseguida, aquí y ahora, conservarse joven y no ya forjar el hombre
nuevo.
Todo ello conlleva una gran
dificultad para experimentar compromisos, la apertura a la realidad, la relación
y el vínculo. Porque el valor supremo ya no es lo que nos supera, sino lo que
encontramos en nosotros mismos. Poseer una capacidad para comprometerse supone,
ciertamente, disponer de una aptitud para abrirse a la alteridad trascendiendo
el encapsulamiento narcisista infantil del que es testigo todavía el adulto
inmaduro, el neurótico o, sobre todo, el psicótico. Todos ellos encuentran una
dificultad más o menos seria para salir de su propia realidad mental, entrar en
contacto, descubrir la alteridad y poder, por tanto, comprometerse con algo que
no sea su propia interioridad magnificada.
Parece, en efecto, que pasaron
ya los tiempos de las mayúsculas: el “Pueblo”, la “Revolución ”, la “Amnistía ”,
la “Democracia ” o la “Libertad ”, hasta la droga parecía estar impregnada de «mayusculidad»
en los lirismos que se entonaron en torno al L.S.D. El hecho es que pocas
mayúsculas nos restan en estos tiempos de desencanto, si no son las que se
apropian la literatura del corazón y el deporte. Basta asomarse a la pantalla de
TV para constatar hasta qué punto esto es así.
El hecho es que en nuestra
sociedad occidental se han multiplicado de modo inimaginable las posibilidades
de elegir y, al mismo tiempo, se van viendo escandalosamente reducidas las
capacidades para comprometerse, para vincularse con las personas, las ideas, los
proyectos o las instituciones. Nunca, en efecto, tuvimos a nuestra disposición
tantas posibilidades para optar en todos los terrenos de la existencia. Desde la
de elegir una pareja según nuestra opción afectiva más singular (asunto que si
bien hoy nos resulta como lo más evidente y natural, no nos debe hacer olvidar
que durante siglos la pareja era elegida en función de intereses económicos o
políticos de la familia), la de elegir una carrera universitaria u otra (las
universidades han proliferado y las posibilidades y ofertas económicas para
ingresar en ella acabaron con la determinación de un oficio señalado de avance
desde las limitadas posibilidades familiares), hasta la de renunciar a la pareja
ya elegida mediante la separación o el divorcio o la de cambiar de trabajo u
ocupación según los intereses y circunstancias del mercado socio-laboral.
Elegimos desde pequeños nuestros juguetes, nuestra indumentaria, nuestras
comidas, conforme a una oferta que se multiplica progresivamente, unas
posibilidades económicas que así lo facilitan y una mentalidad que privilegia
ante todo lo subjetivo, lo singular y lo propio.
La glorificación de la
individualidad.
En su ensayo sobre el
individualismo moderno, el mismo Lipovetsky nos hace ver que a medida que se
desarrollan las sociedades democráticas avanzadas, éstas encuentran su
inteligibilidad a la luz de una lógica nueva que es la lógica de
personalización. Una nueva lógica que no cesa de remodelar con profundidad el
conjunto de los sectores de la vida social.
Hay una ruptura con las etapas
democráticas-disciplinarias, universalistas-rigoristas, ideológicas-coercitivas
y un proceso de personalización paralelo. Positivamente, este proceso
corresponde a la elaboración de una sociedad flexible, basada en la información
y la estimulación de las necesidades y la asunción de los “factores humanos”, en
el culto a lo natural, a la cordialidad y al sentido del humor. Surgen nuevos
procedimientos y legitimidades sociales: valores hedonistas, respeto por las
diferencias, culto a la liberación personal, al relajamiento, al humor y a la
sinceridad, al psicologismo, a la expresión libre, al despliegue de la
personalidad íntima, la legitimación del placer, el reconocimiento de las
peticiones singulares, la modelación de las instituciones sobre la base de las
aspiraciones de los individuos. El ideal de la subordinación de lo individual a
las reglas colectivas ha sido pulverizado y el valor fundamental ahora es el de
la realización personal, el respeto a la singularidad subjetiva, a la
personalidad incomparable, aunque paralelamente asistamos también un proceso
imparable de homogeneización.
Pero como de modo lúcido nos ha
hecho ver P. Bruckner
(aunque
impregnado quizás de un exceso de pesimismo), ese proceso de personalización ha
traído también unos efectos bastante preocupantes. Liberado de la tradición y la
autoridad, el individuo post-moderno experimenta el vértigo de tener que
justificar ante los otros y ante sí mismo su propia existencia. Si el triunfo de
la modernidad fue el de liberar al individuo del peso de una tradición y una
autoridad que le encorsetaba y oprimía, esa libertad concedida se le ha
convertido así en un regalo envenenado: a cada uno le incumbe la tarea de
construirse y de encontrarle un sentido a su existencia. Liberado de cualquier
obligación que no se haya asignado él mismo, sucumbe bajo la carga de una
responsabilidad virtualmente sin límites.
Así, pues,
esa libertad concedida y no conquistada cae sobre nosotros como una ducha
helada: estamos condenados a ser individuos que eligen, condenados a la
libertad, en la expresión de Jean Paul Sartre. Y puesto que este estatuto es
tanto un derecho como un deber, el individuo tenderá a olvidar sus deberes y a
esgrimir sus derechos y no parará de pisotear esta libertad que le exalta tanto
como le estorba.
Todo
parece desembocar en el sentimiento de que el mundo tiene que funcionar al modo
de una madre omnipotente y nutricia que esté ahí para nosotros sin que nosotros
tengamos que estar en función de nada. El estado del bienestar es concebido como
un estado providencia, porque yo —como reza buena parte de la publicidad— “me lo
merezco todo”. Y no soy responsable de nada: si se me produce un cáncer por
fumar, la culpa la tienen las tabacaleras y si tengo sobrepeso, se
responsabiliza a los Mac Donalds (existen ya denuncias en ese sentido). La
sociedad del bienestar está ahí para nosotros, sin que nosotros tengamos que
estar para ella.
Libre de
todo y libre para nada, el infantilismo y la infelicidad amenaza al individuo
contemporáneo. Vive desgarrado entre una necesidad de creer y una dificultad
para eso mismo. De ahí que —como afirma Bruckner— el individuo de hoy se
convierte en un apóstata profesional, en el nómada de los transfugismos
permanentes, que en el transcurso de una única vida es capaz de abrazar y de
abjurar de montones de fes e ideas, mediante unas adhesiones tan efímeras como
intransigentes.
Como muy
bien nos recordó José A. García, la gran aportación del individualismo moderno
radicó en el hecho de que el ser humano dejaba ya de verse pre-definido y
encerrado en un orden fijo de las cosas del que ni era posible ni estaba
permitido escapar (se era como se nacía, noble o pobre, con una legitimación,
además, en la voluntad divina). De igual modo, el individualismo moderno nos
liberó también de la esclavitud de la objetivación, de la carencia de
subjetividad, proporcionándonos la capacidad de entrar en contacto con nosotros
mismos, de cultivar el mundo interior, de definir la propia vida desde ahí y no
ya desde normas pre-establecidas.
Pero, sin
duda, estos logros trajeron otros efectos, a modo de cruz de esa cara
liberadora. La autonomía y la subjetividad se absolutizaron, de modo que el
subjetivismo se convirtió en el único criterio de verdad, de valor y de
moralidad. Y, paralelamente, el individualismo fue creado una espesa niebla
alrededor del sujeto que le ha ido dificultando cada vez más la percepción de la
alteridad. Hay una desimplicación, egolatría, autoafirmación al margen o en
contra de los demás. Una incapacidad de trascenderse hacia los otros, en ese
repliegue, “des-amorado” y triste. Se olvida así que autenticidad y
responsabilidad han de complementarse necesariamente y que “ser uno mismo” es
inseparable de “responder a”, porque, de hecho, no hay autenticidad sin
responsabilidad ni lo contrario. Si me recibo de los otros, me vuelvo agradecido
a los otros y el agradecimiento se transforma en responsabilidad y la
responsabilidad en hábito.
La espesa
niebla del narcisismo.
Pero el
hecho es que hemos llegado a una situación en la que —como muy bien afirma
Lipovetsky— la crispación neurótica de otros tiempos ha sido sustituida hoy por
la “flotación narcisista”: algo, pues, que está en el aire sociocultural y del
que, al parecer, todos respiramos. Asistimos, ciertamente, a un apogeo del
narcisismo hasta el punto de que éste pueda ser considerado con razón como la
patología arquetípica de nuestro tiempo.
El valor
supremo ya no es lo que nos supera sino lo que encontramos en nosotros mismos. Y
ello significa en primera instancia que vivimos una especial dificultad para la
apertura a la alteridad, para la relación, para el contacto y, por tanto, para
la constitución de auténticos vínculos.
Desde hace
25 ó 30 años, afirma Lipovetsky, los desórdenes de tipo narcisista constituyen
la mayor parte de los trastornos tratados por los psicoterapeutas. Mientras que
las neurosis “clásicas” del siglo XIX, histerias, fobias, obsesiones ya no
representan las formas predominantes de patologías. Los síntomas neuróticos que
correspondían al capitalismo autoritario y puritano han dejado paso bajo el
empuje de la sociedad permisiva a los desórdenes narcisistas, imprecisos e
intermitentes. Efectivamente, la crispación neurótica ha sido sustituida por la
flotación narcisista.
La
glorificación de la individualidad ha dado paso a una “revolución interior”, un
inmenso “movimiento de conciencia”, un culto a la intimidad, un entusiasmo sin
precedente por el conocimiento y la realización personal con toda una importante
y significativa proliferación de técnicas “psi” y prácticas orientales. La
sensibilidad política de los años sesenta ha dado paso a una “sensibilidad
terapéutica”. Antiguos líderes contestatarios abandonan su combate para seguir
detrás un gurú en la búsqueda de su interioridad.
El “Yo” se
ha convertido en la nueva tierra de promisión. Se trata de acometer una búsqueda
interior, consagrarse al autodescubrimiento que dé lugar a un sistema de valores
personal. Ello requiere una exploración de todas las capacidades vitales a
través de toda una serie de experiencias que conducen a la autorrealización, al
desarrollo de las potencialidades del propio ser, al logro supremo de la
autoestima. Se encumbra lo místico, lo emocional, lo esotérico y lo oriental.
Todo es válido, desde el Zen al Tarot, desde el peyote o la mezcalina a la
terapia gestáltica o el eneagrama. Es la liberación de lo convencional y vacío
de la realidad social.
Y se
habla, se habla mucho de uno mismo. Hay casi una compulsión comunicativa, pero
al faltar de modo tan esencial la captación de lo más profundo de uno mismo, ese
hablar se torna vacuo y alborotado. Es una expresividad gratuita, con una
primacía del acto de comunicación sobre la naturaleza de lo comunicado. Se da
una especie de indiferencia por los contenidos y donde, en muchas ocasiones, el
emisor queda convertido en el principal receptor. Se trata, pues, del ejercer el
derecho y el placer narcisista de expresarse para nada, para sí mismo, pero con
un registro amplificado por un “medium”. Comunicar por comunicar, expresarse sin
otro objetivo que el mero expresar y ser grabado por un micrófono público.
Ilustrativo es a este respecto el programa nocturno radiofónico de tanto éxito
en España y que se llama, justamente, “Hablar por hablar”. Como bien señala
Lipovetsky, el narcisismo descubre aquí como en otras partes sus convivencias
con la desubstanciación posmoderna, con la lógica del vacío.
Este
narcisismo, sin embargo, no es asimilable a una estricta despolitización.
También es equiparable con un entusiasmo relacional, que origina una
proliferación de asociaciones, grupos de asistencia y ayuda mutua. Los
encontramos de todo tipo ya que se caracterizan por ser colectivos con intereses
miniaturizados, hiperespecializados que dan lugar a agrupaciones de viudos, de
padres de hijos homosexuales, de alcohólicos, de tartamudos, de feos, etc. Se
trata de la solidaridad del microgrupo. De modo que, junto a la retracción de
objetivos universales, emerge el deseo de encontrarse en confianza con seres que
compartan las mismas preocupaciones inmediatas y circunscritas. Una versión más
del narcisismo colectivo, en el que los sujetos se juntan porque se parecen y
porque están sensibilizados con los mismos objetivos existenciales.
Pero esta
exaltación del Yo, derivada de la glorificación de la individualidad, trae
consigo también una dinámica de agresividad y violencia, de la que estamos
constatando manifestaciones muy preocupantes. El Yo glorificado no admite
límites. La alteridad se difumina y deja de situar al sujeto en un lugar y
espacio delimitado desde el que relacionarse. El Yo se expande sin freno ni
cortapisa con toda esa dimensión devastadora que posee deseo infantil. Y
cualquier limitación que se le imponga se va a experimentar como una violencia y
una agresión intolerable. El respeto que necesariamente surge de la conciencia y
la valoración de la alteridad no encuentra un lugar en esa dinámica expansiva
del deseo infantil. Y de este modo, cualquier persona o institución que pretenda
limitar la aspiración de la propia singularidad, podrá ser motivo de agresión y
violencia.
Por poner
tan sólo un ejemplo que ilustre tal situación, nos podemos referir al hecho del
progresivo ambiente de hostilidad y violencia que se experimenta en el ámbito
escolar. Si la figura del maestro fue en otros tiempos representante social de
un ideal que contribuía, desde el ámbito de la educación, a configurar, limitar
y organizar el deseo; hoy día esa figura se ha convertido en una especie de buco
emisario que, como representante de un ideal que limita, desencadena la
agresividad manifiesta y hasta la misma violencia física. Más allá de la
problemática específica que esta situación pone de relieve en el ámbito escolar,
nos encontramos con un síntoma que manifiesta una clara patología del sistema
social.
Las raíces
de esta dinámica se podrían ilustrar también con las manifestaciones xenofóbicas
crecientes de nuestra sociedad, así como con la exacerbación de nacionalismos
radicales y excluyentes (sean vasco, catalán, gallego o español, que por
interiorizado éste último, pasa con frecuencia desapercibido para muchos). El
otro, el diferente me pone en peligro y parece amenazar mi pretensión de
superioridad y exclusivismo. Como se podría pensar igualmente en la
determinación de este estado de cosas en la terrible progresión del maltrato en
la pareja. No se le puede conceder al otro, en este caso, a la otra, la dignidad
de la alteridad que necesariamente pone límites y cortapisas a la imposición
absolutista del deseo del macho.
El deseo
errático.
Desde esta
situación en la que la espesa niebla del narcisismo impide la percepción de la
alteridad, el deseo parece extraviarse en un remolino dislocado, carente de
orientación y destino. Vivimos en una especie de seducción del caos, tal como M.
Patino tituló su sugerente película (1991).
Son muchos
los elementos sociales que hoy parecen propulsar la dinámica histérica en los
modos de relación y comportamiento. Si ya no encontramos tan fácilmente las
manifestaciones de las histerias de conversión en cegueras o parálisis o en los
grandes ataques histéricos, hoy la histeria se camufla en otros modos de
“espectáculos” en los que la intención del deseo permanece intacta: la
seducción, el exhibicionismo, la necesidad de la mirada del otro, de reducirlo a
ser tan sólo un ojo que confiere la existencia. Cultura de la seducción
aparatosa en la publicidad, del espectáculo público, de la exhibición perversa.
Nunca se había llegado a tanto en la manifestación pública de los rincones más
recónditos de la intimidad. Se pregonan en los programas televisivos o en las
revistas del corazón. Somos convertidos así en personajes que entran a formar
parte de ese montaje escénico que la histeria monta para su realización.
Se tiende
a un desapego emocional en las relaciones con objeto de evitar todo riesgo de
inestabilidad, decepción o pasión descontrolada que provoque algún tipo de
sufrimiento. Sin compromiso profundo, se esquiva la posibilidad de sentirse
vulnerable. Como se intenta también “enfriar el sexo” (cool sex) para evitar, de
ese modo, el posible tormento de los celos o del ansioso afán de posesividad. La
perversión se hace manifiesta cuando el sexo pasa a ser pura y exclusivamente
mercancía, materia desgajada del componente subjetivo y personal. En ese caso la
alteridad es completamente anulada para convertir el cuerpo en puro objeto de
placer, donde no rija ley, norma ni límite alguno.
El aumento
de la pornografía infantil, de la trata de blancas, del turismo sexual, del
ciber-sexo al que luego nos referiremos, etc., pone de manifiesto que cada vez
más el sexo se convierte en artículo disponible para todos, al margen de
cualquier norma o consideración ética, en las infinitas redes y posibilidades de
las que hoy dispone el mercado.
Es lo que
T. Anatrella ha querido poner de manifiesto en una obra (El sexo olvidado).
Anatrella argumenta contra una sexualidad que se ve presionada por el medio
sociocultural a desentenderse de sus dimensiones afectivas profundas. En esta
sociedad, supuestamente “liberada”, lo perverso y lo sádico se imponen
conduciendo a una paradójica negación y olvido del sexo que angustia y
conflictualiza. Se han valorizado las conductas impulsivas que estancan al
sujeto en lo narcisista y en la búsqueda edípica del objeto incestuoso perdido.
De ese modo se obstruye la apertura al otro en su libertad y su diferencia.
Lo que, en
realidad, se ha liberado —piensa Anatrella— es la sexualidad infantil, viniendo
a convertirse en modelo la sexualidad adolescente. El sexo se ha separado de la
sexualidad, olvidándose el hecho de que ni el sexo que niega el amor ni el amor
que niega el sexo pueden hacer vivir a un ser humano. La liberación sexual ha
dado a entender que ya no había sujeto de pulsiones, sino simplemente, pulsiones
a satisfacer y se ha ido imponiendo como modelo una sexualidad sin auténtica
relación con el otro.
En
definitiva, se levantan barreras contra las emociones y las intensidades
afectivas que son flores o frutos de la fuerza del deseo. De ese modo se
acrecienta la dificultad para sentir la empatía en la relación con el otro, para
llegar a reconocer lo que los otros sienten, para captar sus características
propias y sentirse conmocionado con lo que en ese otro puede tener lugar. Todo
ello, además, como en la histeria, con una gran dificultad para experimentar
sentimientos de culpa, porque la misma fragilidad del Yo se resiste a ello.
Y si en la
histeria encontramos una dificultad de fondo para asumir la diferencia de sexos,
también en nuestra cultura se percibe con claridad la añoranza por lo bisexual,
por lo indiferenciado, por la eliminación de las formas y perfiles que marquen
la diferencia. Allí donde todavía no hay diferenciación sexual, se fantasea el
estado de fusión primitiva a la que la histeria aspira eliminando la alteridad
con la que solo cabe un vínculo desde la aceptación de la distancia y la
diferencia.
Paralelamente, hay que tener en consideración que también se persigue una
intensidad emocional en determinadas relaciones privilegiadas como las de la
pareja. Pero desde la dificultad para el reconocimiento de la alteridad, desde
el enclaustramiento en el propio mundo de necesidades a satisfacer, se producen
con demasiada frecuencia un tipo de relación en la que se impone un vínculo de
carácter fusional, simbiótico, debido a la urgencia que se experimenta en
satisfacer la propia necesidad, sea de apego, de valoración, o de cualquier otro
tipo. El resultado es que desde esa unión simbiótica falta la distancia
necesaria para la captación de la alteridad. No es posible la “comunicación con
el otro”, el “proyecto con el otro”. La frustración entonces sobreviene y con
ella, fácilmente, la violencia.
La
cosificación del vínculo.
El deseo
tiende hoy, pues, a perderse en un laberinto de extravío, al que, por otra
parte, la sociedad de consumo parece ofrecerle innumerables vías de distracción.
Por ellas, desplazado hacia un mundo fetichista de objetos, el deseo se dispersa
en un ansia de posesión, de acaparamiento y acumulación en el que pretende
satisfacer lo que el mundo de relaciones interpersonales no encuentra. Se abre
así una corriente de voracidad regresiva, en la que el mundo y los otros son
concebidos como una especie de pecho nutricio, obligado a proporcionar alimento
y satisfacción permanente.
El deseo
enloquece así en una dinámica de insatisfacción constante. Desde la negativa a
reconocer el límite, siempre hay un algo más que la sociedad parece querer
mostrarnos para que nuestra necesidad se multiplique al ritmo de sus intereses
de producción y consumo. Nunca el automóvil que tenemos será el mejor, nunca
nuestro ordenador tendrá las prestaciones que nos harían más eficientes, nunca
la casa que habitamos tendrá las comodidades que nos proporcionen una suficiente
calidad de vida, nunca la ropa que vestimos estará a la altura del status social
que pretendemos mostrar de un modo un tanto exhibicionista ante los otros.
Recogiendo
de nuevo ideas de Pascal Bruckner, el supermercado se ha venido a convertir en
nuestra representación del “jardín de las delicias”.
Ni el
Bosco lo hubiera imaginado con tal profusión de elementos y fantasía. Torrentes
de luz, kilómetros de anaqueles, colorido infinito: es la victoria de la ciudad
capitalista sobre la escasez. No se puede abarcar el conjunto de manjares y
bienes. Ser consumidor significa saber que en los escaparates siempre hay más de
lo que uno se puede llevar. Un pecho nutricio inmenso, desbordante, inabarcable.
Podemos encontrar allí una botella de whisky al coste de más de de cuatro mil
euros. Es probable que nadie la compre. Pero quizás eso no sea lo más
importante. Lo que importa es mostrar que allí existe todo y más de lo que
podemos desear. Por eso, a veces se va al centro comercial no para comprar, sino
para constatar que todo está al alcance de la mano o que siempre habrá incluso
más de lo que hoy podemos conseguir. De ese modo, lo posible se vuelve deseable
y lo deseable acaba convirtiéndose en necesario. El deseo se pervierte así en un
maléfico desplazamiento hacia la posesividad material, desencadenando una
dinámica auténticamente perversa..
En esta
situación global, el dinero se vuelve el gran fetiche del deseo. Porque en él se
encuentra siempre implicada una “cuestión de amor”. Amor perverso, porque ya no
se trata de “tener algo”, sino de “tenerse a sí mismo”, en una dinámica de
orientación marcadamente centrípeta. Se trata de encerrarse sobre sí, en una
totalidad que quiere negar su referencia al exterior.
La
dinámica económica de nuestros días ha de ser tenida muy en cuenta a la hora de
comprender las vías por las que circulan muchos ramales del árbol de nuestro
deseo. De hecho, ella juega como propulsora de las vertientes más regresivas,
anales en términos psicoanalíticos, de dichos comportamientos con relación al
dinero. Por ello, se podría afirmar con Otto Fenichel, que es más bien la
función real del dinero lo que viene a influir y a condicionar el erotismo
perverso en la relación con él, pues las condiciones sociales vienen a ser las
que determinan en gran medida el alcance e incluso la intensidad de las
tendencias pulsionales de retención. Las pulsiones infantiles se transforman en
un deseo de alcanzar riqueza solamente bajo la existencia de condiciones
sociales específicas.
A todo
este propósito, merece la pena recordar también los análisis realizados por E.
Fromm, poniendo de relieve la profunda alienación humana que se produce desde
los modos occidentales de consumo. Consumir ha dejado de ser una experiencia
significativa, humana, para convertirse en un modo de satisfacer fantasías
artificialmente estimuladas, fantasías que en realidad son ajenas a nuestro ser
real y concreto. Comemos y bebemos las fantasías que nos suministra la
propaganda. Consumir se ha hecho de este modo un fin en sí mismo; un fin, por lo
demás, de carácter claramente compulsivo e irracional y con el que el “ser”
queda sustituido por el “tener”, hasta el punto de que en la sociedad actual se
puede llegar a la identificación perversa según la cual el sujeto podría afirmar
con verdad: yo soy lo que consumo. Y desde ser esencialmente un consumidor, la
relación interpersonal queda marcada también por ese dinamismo perverso.
La razón
instrumental: su determinación en las relaciones vinculares.
Todo este
estado de cosas posee, por lo demás, un efecto de primer orden en la formación
de los vínculos interpersonales. Desde la impregnación de la mentalidad del
consumo, del usar y tirar, se derivan unos modos también de pensarse y de
establecerse la relación personal. Es lo que de modo atinado nos ha hecho pensar
la escuela de Frankfurt en sus consideraciones sobre la razón instrumental. De
alguna manera, el modo que tenemos de relacionarnos con las cosas determina los
modos en los que establecemos la relación con los otros.
Como
Adorno y Horkheimer nos han hecho ver, la misma civilización que, en la
modernidad, favoreció la emergencia del individuo, es la que posteriormente
parece empeñada de su degradación y decadencia. La máquina ha prescindido del
piloto; camina ciegamente por el espacio a toda velocidad. La razón se ha vuelto
irracional y tonta, reducida y seriamente mutilada, no duda en enfatizar Max
Horkheimer. Es el ingeniero el símbolo de esta época y la actividad industrial
ha quedado divinizada. Todo lo cual conduce a un proceso imparable de
instrumentalización: Los avances en el ámbito de los medios técnicos se ven
acompañados de un proceso de deshumanización. El progreso amenaza con destruir
el objetivo que estaba llamado a realizar: la idea del hombre. Nuestra
mentalidad va creciendo así en una dimensión de dominio y utilización que
comienza en el afán de dominar la naturaleza, pero que, desde ahí, lo contamina
todo, alcanzando también el empeño en dominar, instrumentalizar al propio ser
humano, sometiéndolo a una progresiva cosificación en su misma adaptación a una
sociedad cosificada. El individuo, reducido a la condición de masa, queda
neutralizado, manipulado.
El
progreso, (escribe Adorno en una página admirable titulada Aislamiento por
comunicación) separa literalmente a los hombres. Los tabiques y subdivisiones en
oficinas y bancos permitían al empleado charlar con el colega y hacerle
partícipe de modestos secretos; las paredes de vidrio de las modernas oficinas,
las salas enormes en las que innumerables empleados están juntos y son vigilados
fácilmente por el público y por los jefes no consienten ya conversaciones o
idilios privados... Los trabajadores están aislados en el colectivo. Pero el
medio de comunicación separa a los hombres también físicamente. El coche ha
ocupado el lugar del tren... Los hombres viajan, rigurosamente aislados los unos
de los otros, sobre círculos de goma...Y cuando en los fines de semana o en los
viajes se encuentran en los hoteles, cuyos menús y cuyas habitaciones son
-dentro de un mismo nivel de precios- perfectamente idénticos, los visitantes
descubren que, conforme ha crecido su aislamiento, han llegado a asemejarse cada
vez más. La comunicación procede a igualar a los hombres mediante su
aislamiento.
Una
situación, aparentemente anecdótica, puede ilustrar la cosificación de los
vínculos que se imponen desde la infancia en nuestra sociedad consumista. Una
niña pequeña agarra de la mano al amigo de sus padres, que les visita por
primera vez, y lo conduce con entusiasmo a su habitación para mostrarle sus
juguetes. En aquel espacio infantil no caben ya más muñecas. El visitante,
pregunta entonces el nombre de esa muñequita particular que ella ha elegido para
mostrársela con ilusión. Desconcertada y como saliendo de una situación de
apuro, responde que se llama “muñeca”. Su hermanito entonces, que pretende
también ganarse al visitante, lo conduce a su habitación igualmente invadida de
juguetes, en su mayoría coches. Al responder cuál es su preferido, toma uno al
azar, sin fijarse en cuál de ellos, porque en ese momento solo tiene ojos para
su interlocutor, y dice: “este”.
La muñeca
no tiene nombre. Se llama “muñeca”. Como cualquier otra de las que llenan su
habitación o los escaparates del centro comercial. No se ha creado en su
imaginario un lazo afectivo singular con ese objeto que, como todo juguete, se
presta a condensar la fantasía y el afecto infantil. El coche, igualmente, puede
ser sustituido por un otro cualquiera. No es ese que se ve “animado” por la
proyección de un mundo interno y con el que se establece, por tanto, un vínculo
especial. Ciertamente, la niña de hace cuarenta años, que tenía tan sólo una o
dos muñecas, o el chaval que disponía tan solo de unos cuantos coches, podría
establecer con ellos una vinculación que parece revelarse imposible cuando el
consumo de objetos nos invade con una velocidad que llega a recordarnos las
situaciones del “teatro del absurdo” de Ionesco; aquellas en las que la materia
crecía de modo incontrolado, desalojando a los sujetos de sus propios espacios
íntimos. Sin duda, que desde esas primeras relaciones objetales con las cosas
que se manifiesta en esos niños, las relaciones objetales con las personas
pierden también buena parte de su posible intensidad vincular.
El otro no
pasa, en muchas situaciones cada vez más “admitidas” socialmente, en ser un
objeto manipulable, como un producto más del mercado. Desde la mentalidad de
consumo a la que antes nos referíamos, el entramado de relaciones
interpersonales se ve directamente afectado. Una mentalidad utilitarista y
descomprometida se impone, evitando compromisos mayores en las vinculaciones con
los otros. La mentalidad consumista de “usar y tirar” impregna los modos de
relación, que se hacen cada vez más fáciles, más numerosos y, cada vez también,
más superficiales.
Significativo a este respecto, es lo que hace algún tiempo leíamos en una
entrevista a Juan José Ballesta, el chaval de doce años que protagonizó la
película “El Bola” de Acero Mañas. A la pregunta de si tenía en la vida real
amigos tan estupendos como en la película, el muchacho respondía: No tengo
amigos. No me gusta. Lo digo también en la película. Lo que tengo son conocidos,
en mi barrio y en todas partes. Les llamo amigos pero, en realidad, no les tomo
como amigos, confío en ellos...Es un poco triste eso de no tener amigos, le
comenta el periodista. A ello el chaval responde. A mi me gusta cambiar. Un día
me voy con los de mi barrio, otro día con los del barrio de mi abuela...Es
mejor. Les veo un día y no vuelvo a verlos hasta muy tarde. Nunca estoy con los
mismos porque no son mis amigos, son conocidos con los que juego a los cromos, a
las cartas, a los montones...Me lo paso muy bien con ellos, me río, me divierto,
pero no son mis amigos. Es un niño de doce años quien así habla. Pero, sin duda,
es el altavoz de una sociedad que lo promete todo y no compromete a nada.
Vivimos
así, cada vez más, en una sociedad de “zapping” a todos los niveles. Con toda
facilidad, como con el mando a distancia del televisor, cambiamos y alternamos
gustos, preferencias, opciones, que cada vez se hacen más rápidas, más
cambiantes y que, por eso mismo también nos van convirtiendo en seres cada vez
más inestables y aturdidos. Todo ello con una indudable repercusión en el
establecimiento de vínculos sólidos y perdurables.
Cada vez,
en efecto, se hacen más evidentes las dificultades para establecer unas
decisiones personales que entrañen un compromiso, una vinculación fuerte que
aspire a mantenerse con carácter de definitividad. Resulta enormemente
significativo a todo este respecto, fenómenos de hoy como los llamados por
algunos “separaciones por nada”. Así lo expresaba una paciente en proceso de
psicoterapia. Se quejaba de la situación terriblemente conflictiva con la que
estaba viviendo su separación matrimonial. Y la contrastaba con este tipo nuevo
de separaciones que está teniendo lugar y que, justamente, pueden ser llamadas
“separaciones por nada”. Es decir, separaciones que se llevan a cabo, no en
razón de una incompatibilidad, de un conflicto de celos o de infidelidad, de un
cambio profundo en la dinámica personal de uno de sus miembros, etc. No. En
estos casos la separación se lleva a cabo porque sí. En realidad, por nada. O
quizás, más profundamente, por la imposibilidad de sostener un compromiso con la
alteridad que el otro representa.
Algo que
parece estar teniendo lugar también en los ámbitos de la vida religiosa. Del
mismo modo que hay separaciones “por nada”, parece estar dándose también el caso
de salidas de la vida religiosa “por nada”. En un caso reciente, la razón en el
fondo más decisiva para justificar la ruptura del compromiso religioso se
expresaba con un “ufff” que acompañaba a la idea de pensar una vida entera en el
mismo régimen en el que se vivía desde hacía unos años. Régimen, es importante
señalarlo, en el que no se daba ninguna situación conflictiva especial, ni en el
ámbito de fe, ni en el de la observancia de los votos, ni en el de la comunidad
o la congregación religiosa en cuanto tal. Tan sólo que cuando todo ello se
entreveía como situación comprometida de por vida, generaba una especie de
espanto, expresado en ese significativo “ufff”, que ilustra perfectamente la
situación global que vivimos de alergia a cualquier tipo serio de compromiso,
sobre todo cuando éste tiene un carácter de definitividad. El individuo que,
como bien sabemos, se va constituyendo en buena medida a través de las
decisiones y compromisos (con sus ineludibles renuncias) que va adquiriendo en
el transcurso de la vida, corre así peligro de verse casi diluido en los
avatares de un acontecer sin decisiones, opciones comprometidas ni riesgos.
Vínculo.com
Y pasamos
así, a considerar un apartado específico sobre esos nuevos modos de vinculación
que cobran tan singular importancia en nuestros días: el de los medios virtuales
e informáticos. Sin duda que estamos asistiendo a toda una revolución en el
campo de los contactos interpersonales a partir de estas recientes innovaciones
tecnológicas. Y sin duda también, extraer conclusiones generales sobre un campo
tan sumamente complejo constituiría una ligereza o una temeridad. De ahí que el
presente apartado se limite tan solo a ofrecer unos apuntes y reflexiones sobre
algunas peculiaridades de estas nuevas modalidades de vinculación interpersonal.
Como
afirma Joan Coderch, las nuevas tecnologías de la comunicación dan lugar a la
creación de espacios virtuales, en los que muchas personas viven con más
intensidad que en su propio espacio real. Ello comporta una serie de
consecuencias en el self, en la constitución de la identidad y de la
subjetividad. La vida moderna tiene lugar en una medida cada vez más importante
dentro de un mundo imaginario.
El
fenómeno del “Chat” es particularmente representativo de estas nuevas
modalidades de relación y contacto que hoy se establecen.
Un modo
que nos permite acercarnos y entrar en relación, apenas sin esfuerzo, desde
nuestro despacho o nuestro hogar, con personas muy alejadas de nuestro entorno
social y cultural y con posibilidades inusitadas de desplegar con ellas todo un
mundo imaginario de fantasías. El usuario del “Chat” puede, en efecto, ofrecer
al otro una a la medida de su fantasía, construyendo y reconstruyendo nuevos
“yo” en su interacción con el otro.
El
fenómeno, cobra dimensiones muy considerables. Según un estudio reciente un 17%
de internautas españoles tiene una pareja que conoció en internet y alrededor de
medio millón de españoles han tenido alguna vez relación sexual con personas a
las que encontraron a través de la Red. Son cada vez más los “foros” que se
crean por esta vía en torno a intereses profesionales y, sobre todo,
interpersonales.
Las
variedades de vinculación que se establecen por estos medios pueden ser
numerosas, dependiendo de las diversas dinámicas personales que entran en
relación, así como de los diversos métodos utilizados para el encuentro. El
medio, como sabemos, puede ser meramente escrito o icónico (mediante las web-cam),
mientras no se hagan realidad otras modalidades, que ya se ensayan, con sensores
y efectores sobre las zonas erógenas del cuerpo. En cualquier caso, son
encuentros que se llevan a cabo sin la presencia física del otro y que, por ello
mismo, parecen reducir de modo importante las defensas e inhibiciones, a veces
muy saludables, que ponemos en funcionamiento cuando tenemos a la persona
presente. Es comprobable, incluso, que personas que mantienen en la realidad
material una larga relación, varían de modo notable en su comportamiento y
actitud cuando se relacionan entre ellas de un modo virtual: las manifestaciones
directas de sentimientos positivos u hostiles parecen verse facilitadas desde la
“distancia” de lo virtual.
En
cualquier caso, nos encontramos con una nueva modalidad de encuentro y relación
que, sin duda, afecta de modo importante las dinámicas vinculares de nuestro
mundo. La evaluación psicodiagnóstica de esas nuevas modalidades constituye un
asunto más problemático, viéndonos obligados por el momento a permanecer en una
simple constatación de algunos hechos básicos que condicionan estas particulares
formaciones vinculares.
Sin duda
que un elemento importante a destacar radica en el hecho de que la relación que
se establece con el otro en su ausencia física (sobre todo en la modalidad
escritural de “Chat”,que es la que muchos prefieren), favorece el desarrollo de
todo tipo de fantasía sobre el interlocutor virtual, hasta el punto de que, en
muchos casos al menos, sea obligado interrogarse sobre si se está estableciendo
una relación con un otro o si ese otro es tan solo el soporte para intentar
satisfacer las propias fantasías incumplidas. Con frecuencia, sabemos que un
encuentro real posterior al virtual, deshace y derrumba en los primeros
instantes toda la construcción imaginaria que se había elaborado a partir del
encuentro en el “Chat” o mediante el correo electrónico.
Por otra
parte, el carácter descomprometido que posee estos tipos de contactos personales
lo convierten en sumamente frágiles y superficiales. El sujeto oculto tras su
“alias” o “nick” (que la mayoría de las veces revela fantasías significativas de
su imaginario) no se siente comprometido con aquello que dice y con los
sentimientos que expresa. Al mismo tiempo, puede mantener o interrumpir el
contacto con una facilidad inusitada en otros tipos de relación. De modo que se
podría afirmar que nunca se dio tanta posibilidad abierta para elegir con quien
comunicarse y nunca más facilidad para hacerlo de modo más descomprometido. Nos
encontramos aquí, sin duda, con un elemento que puede ejemplificar muy bien ese
carácter “zapping” de nuestra sociedad, en la que todo se consume y muy poco se
metaboliza convenientemente.
Por otra
parte, esas características de anonimato, inmediatez y atemporalidad que
caracterizan a muchos de estos nuevos modos de contactos crean una especie de
neo-realidad que fácilmente vienen a favorecer una aspiración primitiva de
contacto, que suprimiendo la distancia y la diferencia y difuminando así la
alteridad, cree encontrar un lazo con el objeto primario en un bucle narcisista
peligroso.
Desde ahí,
es comprensible el fenómeno creciente de adición que en muchos sujetos se está
creando en torno a los mismos. Una adición y dependencia que acaba encapsulando
a estas personas en unas vinculaciones esencialmente imaginarias, marginándolos
progresivamente de todo encuentro y relación interpersonal ajenos a la Red.
La
sustitución de las tradicionales tertulias en los bares y cafeterías, por los
ciber-café, en los que encontramos un gran número de sujetos sentados unos junto
a otros, pero cada cual enfrascado en su “vínculo.com”, podría representar
gráficamente este nuevo estado de cosas.
No podemos
dudar de las ventajas que todos estos nuevos medios de comunicación nos ofrecen.
Ni podemos dudar de que los “vínculos.com” pueden favorecer y agrandar de modo
considerable las posibilidades existentes de encuentro, vínculos y comunicación,
potencialmente muy enriquecedores. Podemos llegar adonde hace años, ni
soñábamos. Podemos contactar con sujetos que de otra manera jamás hubiéramos
podido llegar a conocer o podemos también mantener un contacto y una
comunicación frecuente con personas que, en otras circunstancias, hubieran ido
desdibujándose de nuestros horizontes, debido a la distancia y al tiempo que esa
distancia imponía para la comunicación.
Pero
quizás es verdad también que las capacidades de relación son, como todo en el
ser humano, limitadas. Y esta extensión que se nos ofrece para el
establecimiento y desarrollo de contactos, probablemente tiene también un
precio: el de la reducción de la intensidad y compromiso vinculares que
establecemos. No disponemos de suficiente capacidad para metabolizar todo el
cúmulo de información y novedad que nos llega a partir de las nuevas
innovaciones de la cibernética. El correo electrónico, por ejemplo, abre el
campo vincular a unos horizontes de amplitud insospechada hasta hace poco
tiempo. Pero es posible también que contribuyan a fragilizar los vínculos que
mediante ellos adoptamos. Es demasiado fácil. Respondemos o escribimos “al
paso”, sin la concentración, la dedicación y el esfuerzo que exigían los
antiguos medios del correo postal y que nos hace incorporar lo que estamos
haciendo como vinculación con el otro.
Un
apartado especial requeriría el análisis del llamado “Ciber-sexo” como fenómeno
nuevo que adquiere dimensiones insospechadas. A través de él se está
produciendo, sin duda, toda una importante transformación de conductas sexuales
en nuestra sociedad. En ellas, el anonimato juega como un elemento decisivo. El
sujeto, a través del ciber-sexo en su casa, en la oficina misma, puede erotizar
una relación sin exponerse a ser identificado como podía serlo entrando en un
cine porno o en una sex-shop. En esa situación, todo tipo de sexualidad abre el
campo sin el menor riesgo de darse a conocer. De ahí, que la Red ofrezca, como
sabemos, campos específicos para la búsqueda de todo tipo de tendencia, gusto, o
parafilia. A través de ellas, los sujetos experimentan por lo general una
sexualidad recluida en el campo de lo puramente imaginario, pudiendo muy bien
llegar a verse anclados en una sexualidad de tipo casi exclusivamente
masturbatorio. El tema de la infidelidad “virtual”, por otra parte, está ya
también puesto sobre el tapete como objeto de debate y análisis, dado que al
engaño amoroso se le ha abierto una vía muy poderosa y absolutamente nueva y
que, al parecer, se va viendo progresivamente transitada. Sin duda, como afirma
R. Gubern, Internet ha puesto de relieve una realidad social que antes se
ignoraba y desconocía: que existen muchas personas solas, frustradas con deseos
insatisfechos. Otra cuestión es saludar el advenimiento de estas nuevas
posibilidades de sexualidad como hace, de modo bastante acrítico, el mismo R.
Gubern.
Predominancias psicopatológicas.
Parece
evidente que una sociedad en la que se desvanecen de modo importante los
proyectos históricos colectivos, en la que se produce una glorificación de la
individualidad con una paralela exaltación del narcisismo y que propulsa unas
actitudes cosificadoras de la relación interpersonal, dejara ver también en sus
tendencias psicopatológicas tal estado de cosas. La difuminación de la
alteridad, no puede dejar de tener efectos sobre la salud del sujeto, si es
verdad, como creo que lo es, la afirmación freudiana de que un intenso egoísmo
protege contra la enfermedad; pero, al fin y al cabo, hemos de comenzar a amar
para no enfermar.
Se
propician algunas modalidades de patologías mentales (como en otros tiempos se
propiciaron otras diferentes y hoy más escasas) condicionadas desde el estado
psíquico general que se alienta en nuestra cultura posmoderna. Patologías que
dejan ver, en efecto, la predominancia de las dimensiones narcisistas y el
detrimento que conllevan en la percepción y valoración de la alteridad. Jordi
Font las recoge atinadamente en su trabajo El malestar en les societats del
bienestar.
Entre
estas patología más fácilmente propiciadas hoy día tendríamos que destacar: Los
“estados límites” (“borderline”), la “organización narcisista de la
personalidad”, la “anorexia mental” y “bulimia”, así como diferentes formas de
“depresión”. De ellas, las dos primeras patologías, sobresalen por el papel que
la dimensión narcisista juega en su dinámica y desarrollo y manifiestan de modo
dramático la especial dificultad para establecimiento de vínculos con la
alteridad. Sin que podamos olvidar que en algunas modalidades de depresión se
deja ver también el trasfondo narcisista, tampoco ausente en los trastornos
hipocondriacos y de otras formas de somatizaciones. Pero vengamos a los dos
primeros que de modo especial parecen dejar traslucir las dinámicas sociales en
las que nos desenvolvemos.
En los
“estados límites”, en efecto, sabemos que entre sus rasgos fundamentales
destacan la dificultad para el establecimiento de relaciones personales íntimas
ni con otros ni consigo mismo, sin que ello dificulte, no obstante, el
mantenimiento de amplias relaciones sociales. Paralelamente, a la dificultad de
vinculación interpersonal íntima, se incrementa la facilidad para el
establecimiento de relaciones con animales de todo tipo y con objetos como
plantas, piezas de arte, etc. Igualmente, se deja ver la especial dificultad
para el compromiso y fidelidad a los lazos que establecen: los cambios de
ocupación, de vivienda, de pareja o de roles sociales, ilustran desde esta
vertiente clínica, la dificultad social que hoy experimentamos para el
mantenimiento de compromisos estables. Por otra parte, esta dificultad para el
establecimiento de vinculaciones profundas se manifiesta también en un tipo de
afectividad que se podría calificar de hipoestésica o anestésica, con una
particular dificultad para sentirse afectado por los impactos negativos, por las
desgracias físicas o morales de los otros. Y si no existe vinculación íntima,
difícilmente se podrán experimentar sentimientos de culpabilidad. La dimensión
errática del deseo, encuentra también aquí su manifestación, en las explosiones
afectivas y emocionales que de modo imprevisible se pueden presentar, así como
en la resolución de la conflictividad mediante actuaciones patológicas (“acting
out”) que, fácilmente también, pueden poseer un carácter antisocial y
psicopático.
Sin duda
resulta sintomático el hecho constatado por algunos abogados criminalistas sobre
el aumento de homicidios en los que no se dejan ver móviles claros y definidos.
Sencillamente el otro ha podido “estorbar” en un momento determinado. Nada más
que eso, pero nada menos para un Yo inflado que no está dispuesto a reconocer
ningún tipo de límites ni estorbos. En definitiva, en estas situaciones de
trastornos límites o “borderline”, nos encontramos con sujetos que son como
niños grandes y mal criados que, o bien, provienen de ambientes no acogedores o,
por el contrario, de ambientes de sobreprotección y mimo que dificultaron la
necesaria tolerancia a la frustración en los primeros estadios de la vida.
En el
segundo tipo de patología, el de la “organización narcisista de la
personalidad”, nos encontramos con sujetos que tienen en su propio Yo, en su
bienestar físico y emocional, su preocupación central y casi única. Todos los
aspectos sociales y públicos, cualquier modalidad de alteridad, no cuenta para
él. Su Yo se muestra establemente apático e indiferente respecto a todo lo que
sea su propia realidad personal. Si tiene que adoptar una decisión en el terreno
socio-político mantendrá como criterio exclusivo lo que esa decisión (por
ejemplo, a la hora de ejercitar su derecho al voto) le puede reportar de
beneficio o prejuicio. La noción de bien común no tiene ningún sentido para este
tipo de personalidad, que pueden actuar con toda suerte de maquiavelismo e,
incluso, de manipulación de los otros en su propio beneficio. El exhibicionismo
impúdico de su propia realidad y la necesidad de aclamación y aprecio se impone
como motivación central de su dinámica personal. Es el suministro que necesitan
para mantener una imagen distorsionada de sí, en una inflación de autoestima y
sentimiento de superioridad.
Encontramos, pues, un manifiesto auge de patologías específicas que manifiestan
una dinámica social en la que la alteridad parece quedar difuminada, restando
con ello posibilidades decisivas para la maduración del mundo afectivo humano
que —como bien sabemos— tan sólo en la superación del narcisismo infantil
encuentra una vía para su mejor desarrollo y expansión.
Interrogando a la experiencia religiosa.
Lo que
estas dificultades para el acceso al otro puedan significar de cara a la
percepción, conciencia y vinculación con esa otra Alteridad que es la de Dios ,
es tarea que dejaremos en las manos más expertas de los teólogos. Pero, desde
esta conciencia de las dificultades específicas para la percepción y vinculación
con el otro en nuestros días, surgen una serie de interrogantes que conciernen a
la experiencia religiosa. Al menos, algunos de estos interrogantes quieren ser
aquí planteados.
La
flotación narcisista de nuestros días a la que se ha hecho mención en las
páginas anteriores obliga a interrogarse por el peso que en determinadas
corrientes de la espiritualidad actual están teniendo las propuestas de alcanzar
la unión con Dios a través del desarrollo de la autoestima, del
auto-conocimiento personal o del encuentro con el “Yo profundo”. Es ese el
terreno desde el que determinadas concepciones de la espiritualidad proponen
experimentar el contacto con lo sagrado.
Se
pretende establecer un puente entre el amor a sí mismo y el encuentro con Dios
en la profundidad de la propia realidad psíquica. Y no se duda en ofrecer una
serie de estrategias para trabajar la autoestima como puente hacia ese Yo
profundo, desde el que, a su vez, se accedería a las “Experiencias-cumbre”
descritas por A. Maslow, es decir, experiencias que trascienden al sujeto
situándolo en un tipo de vivencia mística.
En esta
misma dirección, en la que se hace evidente una muy cuestionable psicologización
de la vida espiritual, cabe interrogarse también por el impacto que en los
ámbitos religiosos está teniendo la denominada psicología “Transpersonal”, con
la que asistimos a un proceso en el que psicología de la mística pasa a
convertirse en una cuestionable mística de la psicología. En ella se pretende
acceder a una alteridad intrapersonal; es decir, a la trascendencia de los
límites comunes de la personalidad para acceder a experiencias espirituales,
místicas, religiosas, ocultas, mágicas o paranormales.
Este fácil
acceso a una pretendida alteridad interior contrasta, sin duda, con los procesos
descritos por los grandes místicos en el encuentro con la alteridad de Dios. No
fue precisamente por el desarrollo de la autoestima por donde los grandes
místicos accedieron a su encuentro con la alteridad de Dios. Más bien, el
itinerario que nos señalaron fue el de una progresiva desposesión de sí y un
difícil y penoso proceso de despojo y progresivo desnudamiento de su propia
realidad.
Y es aquí
donde cobra especial sentido la permanente y, a veces, machacona insistencia de
los místicos en la humildad, en el rechazo de cualquier forma de orgullo o de
vano honor. La humildad para el místico, no significa sino la aniquilación del
narcisismo que impide la manifestación del Otro. Pues mientras exista un resto
de fascinación imaginaria y especular con la propia imagen, el Otro no puede
llegar a manifestarse en plenitud. La propia imagen se interpondrá como una
sombra que obstaculiza la percepción de la alteridad, como una espesa niebla que
obstaculiza la manifestación del Otro. Por eso, para el místico, la humildad se
convierte también en el criterio más fiable y seguro de que la experiencia de
Dios no es una pura proyección imaginaria e inflada del propio yo. Si hay
humildad —llegó a decir Teresa de Ávila— no habrá daño aunque una inspiración
venga del demonio. Si no la hay, daño habrá aunque sea de Dios.
Si el
proceso de percepción del otro y de vinculación con la alteridad constituye uno
de los retos más difíciles en la maduración del sujeto, no cabe duda que, en el
campo de la experiencia religiosa, esa pretensión de encuentro con una alteridad
que sobrepasa y trasciende la realidad física y material en la que se efectúa
todo encuentro humano, presenta unas dificultades muy particulares. Aquí sí que
nos encontramos con la pretensión de un encuentro radicalmente “virtual”, en el
que la tentación de proyectar todo un mundo de fantasías inconscientes es muy
importante. El bucle narcisista puede encontrar en este tipo de experiencia todo
tipo de facilidad. Llegamos así a toda esa extensa problemática sobre el engaño
en la vida de oración, abordada desde antes de la psicología contemporánea, por
todos los grandes maestros de la espiritualidad. No es momento para detenerse en
ella.
Pero tan
sólo para terminar habría que tener en consideración un dato central de la fe
cristiana: nuestro Dios se ha “corporeizado”. El objeto de nuestra vinculación
religiosa, tal como acaece con los que encontramos al nacer y con los que se
desarrolla todo nuestro aprendizaje de vinculación interpersonal, posee también
un perfil, un rostro humano. De ese modo puede liberarnos del enorme peligro que
posee la experiencia religiosa de convertirse en un lugar privilegiado para el
surgimiento de todo tipo de fantasías en las que la alteridad, aunque se piense
lo contrario, puede quedar perfectamente difuminada y confundida con la propia
realidad ignorada.
Es un Dios
encarnado el de nuestra fe. Un Dios que sale al encuentro bajo los modos en los
que los seres humanos pueden encontrarse. Y un Dios, además, que sale al paso
para manifestarnos que Él mismo es también alguien que busca una alteridad,
porque no es un Dios ensimismado, no es un absoluto impasible y encerrado en un
“para sí”, sino que, esencialmente, es (como también el misterio de la Trinidad
nos pone de manifiesto) un Dios relación que busca, persigue y goza el encuentro
con el otro.
1.
La era del vacío. Ensayo sobre el
individualismo contemporáneo , Anagrama, Barcelona 1986.
2. Ib.
5-7.
3.
La tentación de la inocencia ,
Anagrama, Barcelona 1996.
4. Ib.
32.
5. Ib.
42-43. En las páginas siguientes el autor emprende un magistral análisis crítico
de la sociedad de consumo y de los medios de diversión que, como la televisión,
fácilmente nos adormecen, entontecen e infantilizan a todos.
6.
“Soy llamado; por eso existo” La
responsabilidad como “hábito del corazón” : Sal Terrae 83 (1995)
19-30.
7. Cf.
Ch Taylor, Ética de la autenticidad,
Paidós, Barcelona 1994.
8. Ib.
21.
9. Cf.
J. L. T rechera , ¿Qué es el narcisismo?
, Desclée de Brouwer, Bilbao 1999; L. H ornstein ,
Narcisismo. Autoestima, identidad, alteridad
, Paidós, Barcelona 2000.
10. J.
M artínez H olgado , En el centro de la
Burbuja. (En torno al narcisismo): Sal Terrae 77 (1989) 803-816.
11.
G. Lipovetsky , Ib. 15.
12.
Ib. 13-14.
13.
Cf. AA.VV., Le désir et la perversion,
Ed. du Seuil, Paris 1967.
14.
Flammarion, Paris 1990; El sexo olvidado
, Sal Terrae 1994.
15.
Cf. S. F reud, Las fantasías histéricas y
su relación con la bisexualidad , O.C., II, 1349- 1353.
16.
La tentación de la inocencia ,
82.
17. E.
F romm , Ser o tener , México
1978, 110.
18.
Cf O. F enichel , ib., 545.
En línea parecida se inscriben las ideas de E. Fromm sobre el
“carácter social” Cf A. C aparros , El
carácter social según E. Fromm , Salamanca 1975.
19. Cf
E. FROMM, Psicoanálisis de la sociedad
contemporánea , 113-118 y Ser o
tener , 43 y 105-ss.
20.
Cf. M. Horkheimer, Crítica de la razón
instrumental , Trotta, Madrid 2002.
21.
Cf. Horkheimer , Ib. Cap. 4 Ascenso y
decadencia del individuo , 143- 168.
22.
Ib. 43.
23.
M. H orkheimer - TH.
A dorno , Dialéctica de la
lustración , Trotta, Madrid 1994,265.
24.
Suplemento dominical El Semanal
, 683, 26 de noviembre de 2000, 18- 19. A este caso, casí como a
determinadas ideas que siguen me referí en el libro
Los registros del deseo , Desclée
de Brouwer, Bilbao 2001.
25.
Cf. F. J. V aliente , Internet: un mundo de
relaciones : Misión Joven XLIV (2004) 25-31.
26.
La relación paciente-terapeuta
, Fundació Vidal i Barraquer-Paidós, Barcelona 2001, 45-47.
27.
Cf. a este propósito R. Gubern , El Eros
electrónico , Taurus, Barcelona 2000.
28.
Cf. G. N ardone - F. Cagnoni ,
Perversionesn en la Red , RBA, Barcelona 2003.
29.
Estudio realizado por ya.com. Cf. ElPaís, 16 de mayor de 2004, 34.
30.
En este sentido se expresa el interesante estudio de M.
Vautherin-Estrade , Courriers
cybernétiques: un jeu ambigu? : Revue Française de Psychanalyse
LXVIII (Mai 2004) 581-589.
31.
Cf. T. Cantelmit - M. Talli - C. Del Miglio - A. A 'Andrea,
La mente in Internet.
Psicopatologia delle condotte on-line
, Piccin, Padova 2000.
32.
Introducción al narcisismo,
1914, O.C., 2024.
33.
Quaderns Fundació Joan Maragall 46 (1999) 20-33.
34. En
esta línea abundan las publicaciones hoy día. Cfr., v.gr., Monbourquette, J.,
De la autoestima a la estima del Yo
Profundo. De la psicología a la espiritualidad , Sal Terrae,
Santander 2004
35.
Cfr. Monbourquette, j. - ladoucer, m. - d'aspremont, i. ,
Estrategias para desarrollar la autoestima y la
estima del Yo profundo , Sal Terrae, Santander 2004.
36.
Cf. S. G rof , Psicología Transpersonal
, Kairós, Barcelona 1988.
37.
Citado por St. Clissold, La sabiduría de
los místicos españoles, Lidium, Buenos Aires 1977, 48.
38.
Sobre estas cuestiones me detuve en algunos trabajos anteriores:
Orar después de Freud , Sal Terrae/Fe
y secularidad, Santander-Madrid 1994;
Experiencia mística y psicoanálisis, Fe y Secularidad-Sal Terrae,
Madrid-Santander 1999; Psicodinámica de los
Ejercicios Ignacianos , Mensajero-Sal Terrae, Bilbao-Santander 2003.