Algunas reflexiones sobre
la Neuroteología

El debate de las relaciones entre la ciencia y la fe no deja nunca de sorprendernos y vuelve a estar de moda. Seguramente, a muchos de nuestros lectores les habrá llamado la atención el título del artículo. Neuro... que? Sí, tal como suena, neuroteología.

Dos expertos de la Universidad de Pensilvania, Eugene d’Aquili y Andrew Newberg han hecho públicas sus investigaciones sobre las repercusiones de la meditación en el cerebro humano. D’Aquili, profesor de psiquiatría y, al mismo tiempo, antropólogo de la religión, murió en agosto de 1998. Newberg es miembro del programa de medicina nuclear del hospital de la mencionada universidad. Ambos han trabajado juntos desde 1993 y dan a conocer los resultados de sus investigaciones en los libros «The Mystical Mind: Probing the Biology of Religious Experience» (Fortress, 1999) y «Why God won te go away: Brain Science & the Biology of the Self» (Ballantine, 2001), este último objeto de más amplia recensión.

Para sus investigaciones, d’Aquili y Andrew han utilizado un ingenio, el SPECT, que permite obtener imágenes de la actividad cerebral. Han analizado los datos de un estudio realizado con monjes tibetanos budistas y monjas franciscanas mientras meditaban y extraen una conclusión que impresiona: el impulso religioso arraiga en la biología del cerebro. Dicho de otro modo, Dios está —utilizando terminología electrónica— "cableado" (hard-wired) en el cerebro de la persona humana. El cerebro humano está, pues, según ellos, genéticamente estructurado, de tal manera que anima la fe religiosa.

Las investigaciones se iniciaron en torno a 1970. Se ha ido comprobando que la meditación y la plegaria provocan variaciones importantes en datos fisiológicos como las ondas cerebrales, los ritmos cardiaco y respiratorio, y el consumo de oxígeno. Se ha mostrado que la estructura del cerebro no es tan estática como se pensaba. El cerebro, así lo manifiestan los estudios recientes, cambia constantemente. Su estructura y función se modifican con relación al comportamiento humano, amoldándose. La meditación de un monje budista, o la plegaria de una religiosa católica, tienen unas repercusiones físicas en el cerebro, en concreto, en los lóbulos prefrontales, que provocan el sentido de unidad con el cosmos que experimenta el monje, o de proximidad a Dios que siente la monja franciscana. Estas experiencias —sensaciones que trascienden del mero plano individual— nacen de un hecho neurológico: la actividad de los lóbulos prefrontales del cerebro. Esta parte del cerebro corresponde a la capacidad de concentración, de perseverancia, de disfrutar, de pensar abstractamente, de fuerza de voluntad y del sentido del humor y, en último término, de la integración armónica del yo.

Los autores de estos estudios, utilizando una palabra de Aldous Huxley, han denominado Neuroteologia a la disciplina emergente dedicada a entender las complejas relaciones entre la espiritualidad y la actividad del cerebro, con la base experimental de las modificaciones cerebrales en el uso de prácticas espirituales. Con los datos científicos ofrecen una reflexión teológica desde una perspectiva neuropsicológica. Esta nueva ciencia se estudia en la actualidad como una asignatura en áreas de especialización en varias universidades y centros académicos de América como, por ejemplo, en "The Ohio State University", "Harvard Divinity School", "Pennsylvania Medical School" y en el "Garret Evangelical Theological Seminary".

D’Aquili y Andrew intentan responder a cuestiones como el origen de la elaboración de mitos, la conexión entre el éxtasis religioso y el orgasmo sexual, y los datos que aportan las experiencias próximas a la muerte sobre la naturaleza de los fenómenos espirituales.

¿De dónde proviene la necesidad humana de crear mitos? Muchos pensadores secularizados creen que la religión es una invención psicológica que nace de la necesidad de aliviar los miedos existenciales y encontrar, así, confort en esos anclajes en medio de un mundo confuso y peligroso. Newberg y d’Aquili defienden, por su parte, avalándose en los datos científicos mencionados, que el impulso religioso arraiga en la biología del cerebro humano. El sentimiento de unidad con el cosmos o de proximidad a Dios no es una mera ilusión o un puro fenómeno de psicología subjetiva, sino que resulta de una cadena de acontecimientos neurológicos que pueden ser observados, grabados y actualmente fotografiados. Obviamente, ambos investigadores no dicen que ven a Dios en las imágenes de sus estudios.

Con los datos obtenidos y la reflexión que emplean, muestran que el cerebro humano está configurado (set up) para alcanzar una vida lograda. La religión y las experiencias religiosas —afirman los científicos— y lo que el cerebro hace por nosotros se mueven en la misma dirección. Incluso certifican, como decíamos, que Dios está, en palabras de estos investigadores, cableado en el cerebro humano.

Otros científicos avalado estos datos científicos y las correspondientes conclusiones. En efecto, el Dr. Peter Van Houten, director médico de Sierra Family Medical Clinic y residente, desde hace tiempo, en Ananda Village, comunidad que se originó de las enseñanzas del maestro Paramhansa Yogaranda y ligada a la tradición del Kriya yoga, titulaba así uno de sus artículos: «Engineered for Divinity – The Brain» (El cerebro, diseñado por la Divinidad). Otro investigador, el Dr. Richard Davinson de la Universidad de Wisconsin, muestra que podemos actuar sobre los lóbulos prefrontales sea con medicación (como Prozac, Paxil y Zolof), sea con la meditación. Con todo, al suprimir la medicación, los efectos concluyen; mientras que las repercusiones de la meditación permanecen: todo un investigador de primera línea de la ciencia neurológica defiende, sin miedo, que el ejercicio continuado de la meditación influye positiva y decisivamente sobre esta parte del cerebro y, por lo tanto, sobre el comportamiento humano. Podemos avanzar, en un futuro inmediato, la prescripción médica de momentos de meditación para mejorar nuestro carácter o alguna deficiencia de comportamiento. Sin embargo no hay nada de nuevo sobre la tierra: ya Pío XII, el 27 de junio de 1949, afirmó en la Segunda Asamblea Mundial de la Salud que "la Iglesia, lejos de considerar la salud cómo un objeto de orden exclusivamente biológico, ha subrayado siempre la importancia, con vistas a mantenerla, de las fuerzas religiosas y morales".

Newberg y d’Aquili pretenden argumentar contra un materialismo médico cerrado a cal y canto a la trascendencia. La interpretación de los datos es, sin embargo, bivalente. ¿La fe en Dios, es fruto de la actividad del cerebro? ¿Quién es, de hecho, el ingeniero que ha concebido un cerebro tan complejo? ¿Es la religión un mero producto de la biología (una ilusión neurológica), o bien, el cerebro humano ha sido misteriosamente capacitado para conocer a Dios? ¿Es Dios creado por el cerebro o es su Creador? Al mismo tiempo, las experiencias religiosas mencionadas son verdaderas percepciones del Absoluto, o bien no son nada más que la percepción que el cerebro hace de su propia actividad? ¿La reverencia religiosa o las experiencias místicas, pueden reducirse a un mero flujo neurológico? Los neuroteólogos citados reconocen que no hay plena certeza científica para determinarse unívocamente y afirman que la dimensión experiencial místico-religiosa trasciende los hechos bioquímicos, al mismo tiempo que concluyen argumentando la primacía de la realidad trascendente.

Los resultados que extraen d’Aquili y Newberg encajan con la reflexión teológica católica del hombre creado como "capax Dei". "El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar" (CIC 27). Todos estos hallazgos recuerdan la famosa frase de San Agustín: "El hombre, pequeña parte de tu creación, quiere alabarte. Tú mismo le incitas a ello, haciendo que encuentre sus delicias en tu alabanza, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti" (Conf. 1,1,1). Los "resultados", decimos, lo cual no equivale a afirmar que su argumentación no requiera, cómo veremos más adelante, un atento discernimiento.

Desde la reflexión filosófica, las pruebas de la existencia de Dios, si bien, desde su coherencia objetiva, invitan la libertad a la anuencia, no la sujetan a la coacción. La existencia del agnosticismo y del ateísmo son bastante determinantes para avalar este hecho. La tradición cristiana ha elaborado un conjunto de argumentaciones que demuestran la existencia del Creador. Hay dos caminos de aproximación: el mundo y el hombre. El mundo, a partir del movimiento y del devenir, de la contingencia, del orden y de la belleza, nos remite a Dios como origen y fin del universo. El hombre, por su apertura a la verdad y a la belleza, por su sentido del bien moral y de la libertad, por la voz de la conciencia y por la aspiración al infinito y a la felicidad, se pregunta sobre la existencia de Dios. A través de todo eso, percibe los signos de su alma espiritual que lleva en ella misma una semilla de eternidad irreductible a la sola materia (cf. CEC 31-35). Desde ahora, con los estudios neurológicos, podremos añadir otro: la estructura y el funcionamiento del cerebro humano.

Ahora bien, del hecho comprobado que se da una efectiva vinculación entre la meditación y la actividad cerebral no se deduce científicamente la existencia de Dios. No obstante, esta profunda sintonía de la estructura humana y de sus aspiraciones con las enseñanzas religiosas abre la puerta a algo más que una apología de no irracionalidad.

Esta interpretación abierta a la trascendencia ha sido, sin embargo, sometida a críticas. Visiones materialistas de la existencia se basan en los datos científicos que aportan d’Aquili y Newberg para sostener –a la luz de experiencias parecidas en personas psicóticas o bajo los efectos de sustancias tóxicas como el LSD, algunas setas, u otras sustancias químicas– que el sentimiento de unidad con el Todo durante el tiempo de meditación no es otra cosa que una producción del mismo cerebro, y no tiene por qué ser una percepción real del hecho divino. J. Allan Hobson («The Chemistry of Conscious States: Toward a Unified Model of the Brain and the Mind» [Little Brown & Co, 1994]), por ejemplo, reduce el conocimiento a ciertas combinaciones genéticas, químicas y ambientales. Los científicos que piensan como él son deterministas. Circunscriben el yo humano a la suma de la anatomía con sus predisposiciones, la historia química de la función cerebral a lo largo de nuestra existencia y la influencia de los factores ambientales. Para Hobson, la mente, el alma y el espíritu no existen en sí mismos, sino que son la descripción de la experiencia de ciertas reacciones químicas cerebrales.

Otros, que también reducen la explicación del ser humano a una visión meramente cientificista, aportan unos datos que son dignos de consideración. Estudios neurológicos –confirma el Dr. Jesús Pujol, investigador del CETIR– muestran que la repetición continuada de una palabra o de una frase corta, sea con contenido semántico religioso, sea sin ninguna significación, o la práctica frecuente del ejercicio de buscar palabras que empiezan con una determinada letra, o bien la estimulación externa mediante instrumentos magnéticos sobre dicha parte del cerebro tienen una verdadera influencia en los lóbulos prefrontales que originan efectos parecidos a los constatados por d’Aquili y Newberg.

Desde otro punto de vista, y sin negar la conclusión de la intrínseca dimensión religiosa de la persona humana, más bien al contrario, Wayne Proudfoot, profesor de religión en la Columbia University de New York, muestra con acierto que la experiencia religiosa no puede describirse sólo con términos biológicos. En efecto, toda experiencia es interpretada por la propia persona, y es esta interpretación la que, en todo caso, la hace religiosa. Dos sujetos distintos pueden interpretar de manera diferente, e incluso contrapuesta, la misma experiencia, aunque se detecte en sus respectivos cerebros, desde los puntos de vista biológicos y fenomenológico, los mismos parámetros técnicos. El significado religioso se da por añadidura. El estudio de la experiencia religiosa requiere, así, algo más que puros datos fisiológicos y químicos. En efecto, se debe tener en cuenta el contexto cultural e histórico dentro del cual se interpretan las experiencias internas, además de la realidad espiritual humana. No se puede, pues, prescindir, como intentan hacer Newberg y d’Aquili, de los condicionamientos culturales e históricos, con el fin de ofrecer una explicación del fenómeno religioso para todos los hombres de todos los tiempos y lugares. Partiendo de los operadores que controlan supuestamente el sentido de unidad, de causa o de emoción del cerebro, estos autores eliminan la necesidad de estudiar los juicios y las interpretaciones, así como el lenguaje y los conceptos con los cuales se realizan. Por lo tanto, enfatiza Wayne Proudfoot, desde un punto de vista técnico-experimental no se puede dar razón de lo que hace religiosa la experiencia mencionada.

La íntima conexión entre las dimensiones anímicas y corporales del ser humano es bien conocida. La pérdida del conocimiento de sí mismo de algunos que han sufrido accidentes traumáticos evidencia que la noción del yo y la experiencia de quién soy están intrínsecamente unidas a las neuronas y a la química del propio cerebro. También productos químicos como el LSD u otras drogas provocan alucinaciones y experiencias sensibles importantes. Al mismo tiempo, encontramos fenómenos que muestran que la relación entre nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y la química cerebral no es unívocamente causada por los datos químicos. En efecto, cambios emocionales repentinos pueden producir verdaderas depresiones. Ambos casos reflejan la intrínseca unidad del ser humano, corporal y anímico, cuerpo animado y alma corporalizada, unidad que la filosofía personalista ha puesto en ulterior relevancia.

Los datos obtenidos en los experimentos sobre la actividad cerebral y las interacciones químicas revelan algo de lo que está pasando en el cerebro. Sin embargo, ¿es esta actividad química y eléctrica cerebral la causa del resultado final, similar a cómo un programa informático causa que el ordenador genere una respuesta programada? Si fuera así, conceptos como libertad, responsabilidad, bien y mal, amor y arte quedarían subsumidos en categorías bioquímicas y eléctricas.

Y si la responsabilidad reside en el ámbito de la química, las condenas judiciales serían discriminaciones por motivos químico- eléctricos cerebrales. ¿Es la poesía, el arte, la literatura, la cultura, mera cuestión de química? ¿Podríamos colegir que sólo provocando ciertas actividades neurológicas capacitáramos al hombre para la poesía? ¿O es más bien una actividad del alma que, como toda actividad humana, requiere un apoyo orgánico? ¿Es un amor profundamente personal –fiel, abnegado hasta el heroísmo, incondicionalmente generoso– pura química? ¿Hace la química por sí sola que amemos al uno y no al otro? Pienso que la respuesta convincente es: no negamos que la responsabilidad y el amor tengan repercusiones químicas e incluso fisiológicas, pero no podemos invertir siempre los papeles. Hay que mantener, pues, la realidad espiritual humana que trasciende la mera fisiología, sin negarla.

La bivalencia interpretativa de todos estos fenómenos neurológicos está presente en las réplicas y contrarréplicas. Hobson argumentaba contra d’Aquili y Newberg mostrando los efectos análogos que provoca la ingestión de ciertas sustancias químicas que desdibujan la frontera de lo que es real en las percepciones. Otros constatan, avalándose también con estudios científicos, la diferencia en la captación de la realidad bajo los efectos de las drogas. Es como sí fuera real –dicen–, sin embargo se dan cuenta de la no realidad de lo que experimentan. Stanislav Grof («Beyond the Brain. Birth, Death, and Transcendence in Psychotherapy» [Suny Press, 1985]), aportando una tercera interpretación, intenta mostrar la vinculación que hay entre la mente humana y la unidad del cosmos o el mundo sobrenatural con una pretendida evidencia clínica: los pacientes bajo los efectos del LSD aportan una información, de la que previamente carecían, con datos muy precisos, hecho que revela la existencia de este vínculo.

Análogamente, en la hipnosis aparece difusa la frontera de la realidad en lo que se experimenta. En la práctica, el sistema judicial americano ha desacreditado a los testigos sometidos a hipnosis. No los acepta por su incapacidad a discernir entre la memoria actual y las impresiones experimentadas en el estado de hipnosis, que de hecho no sucedieron en realidad.

¿Es, pues, también, por motivos bioquímicos y eléctricos cerebrales, que se interpretan los mismos datos de forma tan diversa? ¿Se explica eso neurológicamente? Y si fuera así, ¿por qué es así? Toda pregunta científica, si es honrada hasta las últimas consecuencias, requiere una respuesta filosófica, metafísica y, finalmente, religiosa.

 

Algunas precisiones sobre la meditación y la plegaria

Como hemos visto, las conclusiones de d’Aquili y Newberg se fundamentaban en los datos obtenidos de la observación de monjes tibetanos budistas y religiosas franciscanas mientras meditaban. ¿Podemos, desde un punto de vista católico, poner en el mismo saco la meditación budista y la plegaria cristiana, entendida como diálogo con Dios?

La meditación budista es algo peculiar. Según las escuelas, a veces es una técnica de yoga, otras, un tipo de esfuerzo que prepara para el nirvana, entendido como un estado místico en el sentido negativo a la manera de los gnósticos. La plegaria, sin embargo, supone otra dinámica. Para Santa Teresa del Niño Jesús es "un impulso del corazón, es una simple mirada dirigida al cielo, es un grito de reconocimiento y de amor tanto en la prueba como en la alegría" (ms. autob. C 25 r). San Juan Damasceno la definía como "la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes". "La oración —comenta el Catecismo de la Iglesia Católica—, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de El" (CIC 2560). Y no podemos olvidar nunca que se trata de un Dios Trinidad. La plegaria cristiana es una relación de alianza entre Dios y el hombre en Cristo. "Es acción de Dios y del hombre; brota del Espíritu Santo y de nosotros, dirigida por completo al Padre, en unión con la voluntad humana del Hijo de Dios hecho hombre" (CIC 2564). La plegaria es cristiana en la medida en que es comunión con Cristo y se expande en la Iglesia que es su cuerpo.

Se requiere, pues, como señala la «Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre algunos aspectos de la meditación cristiana» (15 de octubre de 1989), partir de una premisa imprescindible: la oración cristiana está siempre determinada por la estructura de la fe cristiana; se configura como un diálogo personal, íntimo y profundo entre el hombre y Dios uno y trino; y es el encuentro de dos libertades, la infinita de Dios con la finita del hombre. No obstante, estas advertencias no excluyen la utilización de métodos orientales de meditación como preparación psicofísica para una contemplación verdaderamente cristiana.

Poner al mismo nivel la oración cristiana y la meditación budista significaría vaciarla de la su dimensión dialogal, vivida por don del Espíritu Santo. La tentación, sin embargo, no es una novedad. Ya el Nuevo Testamento señala algunos errores parecidos (cfr. 1Jn4,3; 1Tm1, 3-7). Posteriormente, los Padres de la Iglesia tuvieron que ocuparse de dos desviaciones: la pseudognosis y el mesalianismo. La primera consideraba la materia como algo negativo, impuro, que rodeaba el alma en una ignorancia de la que tenía que librarse a través de la oración. El mesalianismo, corriente carismática del siglo IV, identificaba la gracia del Espíritu Santo con la experiencia psicológica de su presencia en el alma.

Frente a estos reduccionismos, no podemos degradar a nivel de la psicología natural lo que debe ser considerado como gracia de Dios. La unión con Dios radica en el misterio, y no se alcanza sólo por el ejercicio de una técnica de meditación. Esta unión puede realizarse también a través de experiencias de aflicción e incluso de desolación.