Al servicio de los pobres
“Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me dísteis de beber; era forastero, y me acogísteis; estaba desnudo, y me vestísteis; enfermo, y me visitásteis; en la cárcel, y acudísteis a mí” (Mt, 25, vv. 35-36).
La acción pastoral de la Iglesia se enmarca en esta acción de caridad, y en ella cobra todo su sentido. Pero ésta debe hacerse a partir del conocimiento de la realidad en la que se actúa, pues no se puede evangelizar en “tierra de nadie”. El evangelio, como Palabra de salvación, se dirige a personas concretas que viven en situaciones también concretas. Es la vida real de cada persona la que necesita ser evangelizada; es a la persona de hoy, en su situación, a la que está dirigida la Palabra de salvación. Por eso es tan importante, más aún, necesario conocer e interpretar las circunstancias y situaciones a través de las cuales se puede entender y comprender la realidad del hombre de hoy, y de cada individuo en particular. La evangelización, en tanto que anuncio de la Buena Nueva, acontece en unas circunstancias concretas de la vida de los hombres, allí donde se resuelve la existencia concreta de cada hombre y mujer de nuestro tiempo. Sin tiempo ni espacio no hay vida humana alguna, tampoco evangelización.
¿Quiénes son los internos de los centros penitenciarios
1. La mayoría de ellos no han podido elegir libremente su vida. Muchos de los internos provienen de las clases sociales más desfavorecidas (los llamados pobres) en las que es muy difícil elegir libremente la orientación de su vida. En los centros penitenciarios se ve en toda su crudeza la pobreza y la miseria humana hecha realidad, los verdaderos pobres, hasta el límite, en muchos casos, de haber interiorizado la pérdida de su dignidad. ¿Por qué están en prisión? La respuesta habría que buscarla no en los centros penitenciarios, de puertas adentro. La prisión nos da una imagen distorsionada de qué y cómo son los internos. Sacado de su contexto, el ser humano es un gran desconocido, ininteligible, sobre el que es difícil construir un discurso mínimamente coherente. Somos inevitablemente biografía y contexto; y a partir de aquí se puede hablar sobre el ser humano. El responsable de lo que somos, de lo que hacemos o hemos hecho con nuestra vida no es sólo el árbol que produce los frutos, sino también la tierra, el suelo que los produce. “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”, dice Ortega y Gasset. Y la circunstancia empieza en la familia, el contexto social, el momento socio-político y económico en que se vive. Al final, todos somos responsables, en distinta medida, de lo que entre todos hemos producido.
2. El internamiento prolongado en prisión provoca un deterioro, a veces irreversible, en el psiquismo humano, en la personalidad de los internos. El desarrollo humano, como cualquier crecimiento de un ser vivo, necesita de un entorno adecuado, de un hábitat que lo favorezca. Exige unas relaciones de afecto y de comunicación interpersonal que fomenten la seguridad, la empatía, la autoestima, la acogida y el amor; exige sentirse protegido, querido y amado. El crecimiento humano va unido a la realización de un ideal de vida, proyectado en la vida personal, familiar y social. Exige unas condiciones socio-familiares de vida que favorezcan el desarrollo gradual de competencias-capacidades para ir integrándose gradualmente en la vida social. Una vida prolongada en la prisión conduce a la pérdida del sentido de la vida, si es que éste se ha tenido alguna vez; lleva a la homogeneización de la vida (la pérdida de la intimidad producida por tantas horas compartidas en las celdas) y al aislamiento o enclaustramiento individual (cada interno busca su salida personal-individual a su situación). La vida prolongada en la prisión lleva a una pérdida del contacto, relación y afecto de la familia que se puede traducir en la pérdida del sentido de la identidad. Sin los lazos-vínculos afectivos con la familia es difícil responder a esta pregunta: ¿quién soy yo? La vida prolongada en la prisión lleva al desconocimiento de la realidad del mundo. Se pasa a ser un individuo “fantasma” que vive fuera o al margen del tiempo, porque los medios de comunicación no suplen los contactos y relaciones interpersonales en la vida real. La prisión es un medio artificial, construido para aislar a los internos de la vida ciudadana. La prisión se convierte para muchos internos en un instrumento de represión, más que en un medio de recuperación personal e integración en la vida social
3. Las prisiones difícilmente sirven para reinsertar a los internos en la sociedad. De una parte, está la destrucción de la propia personalidad que la prisión favorece tras una larga condena. De otra, el rechazo de la sociedad a unas personas que ya están estigmatizadas, etiquetadas como delincuentes. ¿Cómo puede una prisión educar para el uso de la responsabilidad cuando dentro de sus muros no hay margen alguno para la libertad; cuando la vida en la prisión anula casi todas las posibilidades de un desarrollo humano equilibrado? La inserción en la sociedad es el resultado de un aprendizaje social complejo que posibilita la adaptación a las normas y expectativas de la sociedad. Y esto se aprende en un contexto socio-familiar adecuado que potencie las competencias-habilidades sociales. Y la prisión es a todas luces un medio bastante ineficaz, después de una prolongada condena. No sólo la reinserción socio-laboral resulta complicada, tampoco la reinserción familiar es fácil cuando muchos de los lazos familiares se han roto o se han debilitado por la ausencia o separación prolongada, o por la autoinculpación que hace el propio interno del fracaso de su vida familiar.
4. La vida en la prisión es, en muchos casos, la mera continuación de una vida carente de referentes morales. Lo que entendemos por lealtad, solidaridad, justicia, tolerancia, respeto a la persona, sentido de la propia dignidad de persona, es decir, los valores morales se aprenden siempre en los años de la infancia, adolescencia y juventud en el ámbito y contexto familiar. Es la familia el medio privilegiado, “natural” para el aprendizaje de los valores. No hay suplencia eficaz para esta tarea. Los valores se aprenden no porque nos “hablen” de ellos, sino porque tengamos a nuestro alcance experiencias, ejemplos de ellos. No podemos esperar, razonablemente, conductas tolerantes y respetuosas hacia las personas de aquellos que nunca han tenido experiencias o ejemplos de tales conductas en su entorno más inmediato, o si el ejemplo de las mismas ha sido muy fragmentario, ocasional y contradictorio. La honradez se aprende por imitación, al igual que el respeto hacia los demás. Estos aprendizajes no se pueden confiar a la escuela ni a la sociedad. Las carencias de muchos internos son no sólo materiales, sino, además, morales. ¿Cómo se puede juzgar-condenar a una persona que ha crecido en un ambiente familiar destruido o sin familia?
¿Cuál es nuestra misión con los internos de los centros penitenciarios?
5. En pedagogía hay un principio básico que dice: nunca se educa en tierra de nadie. Se educa a éste y a ésta, aquí y ahora. La educación es una acción singular y personal que afecta e implica a todo el individuo en su manera de pensar, sentir y vivir. Es todo el individuo el que es educado. Tampoco se evangeliza en tierra de nadie. Este elemental principio debería constituir el punto de partida inexcusable en toda acción evangelizadora. La Palabra de Salvación va dirigida a una persona concreta, que vive en una situación concreta y con una historia también concreta. Es a éste y a ésta a quien se dirige la Palabra de Salvación, no a un “fantasma”, ni a un ser “ideal” solamente existente en nuestra imaginación. Es la vida y la situación concreta de cada individuo la que necesita ser evangelizada, salvada. Y la Palabra para ser eficaz necesita estar dirigida a alguien, a éste y a ésta, no a un ser imaginario. Ser fiel al hombre en la trama y urdimbre de su vida exige estar muy atentos a la escucha de cada palabra de los internos. La escucha, la atención, la acogida a cada uno de los internos es la manera (pedagogía) a través de la cual llega la salvación a la vida de cada uno de ellos, que empieza necesariamente por la recuperación humana de su persona. Jesús no libera almas, sino hombres y mujeres, personas. Pero la salvación es de Dios, a través del Hombre-Jesús, a través de sus enviados hombres y mujeres, testigos de su Palabra. La salvación de Dios aparece siempre mediada por los hombres y mujeres en cada momento de la historia humana. La salvación-liberación es asunto, tarea de Dios, pero es también tarea de hombres. Nos ha unido para siempre a su plan de salvación.
6. La historia de la salvación nos muestra la manera cómo Dios se ha ido manifestando (hablando) a los hombres de distintas maneras y en distintos momentos, desvelando gradualmente su plan de salvación. En los últimos días ha hablado en su Hijo Jesús, Palabra definitiva de Dios, acontecimiento decisivo para la historia de la humanidad y para la suerte del hombre. Jesús es la inmersión de Dios en la historia humana, el descenso de Dios a la debilidad de la carne. Este acontecimiento me ha llevado a preguntarme muchas veces (como también lo haréis vosotros) por el Dios en el que creo, la fe en el Dios que mis padres y la Iglesia me han transmitido. Esta creencia (fe) me hace sentirme continuador de la fe de aquel pueblo antiguo, Israel; aquel pueblo al que Dios eligió entre todos los pueblos para que fuese su pueblo y su heredad, para que fuese su testigo entre los pueblos. Es el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, el Dios de los profetas. No es pues un Dios “fantástico”, perteneciente a la mitología o a la leyenda. Es un Dios que ha configurado la historia de un pueblo, que ha intervenido en sus distintos avatares, que le ha acompañado en su peregrinar histórico. Es un Dios cercano y lejano a la vez, inmanente y trascendente. Y un pueblo, Israel, que ha hecho de la Palabra de su Dios la norma y el marco de su vida personal y colectiva. Es el Dios de nuestros padres, aquellos árboles antiguos en los que nosotros, brotes nuevos, estamos injertados.
7. La lectura de la Biblia evoca en mí la memoria de la presencia de Dios en el pueblo de nuestros padres; pero también su presencia en su nuevo pueblo, su nueva heredad, la Iglesia de Jesús. En la lectura de las páginas de la Biblia descubro que las experiencias de Israel también son las experiencias del creyente cristiano de hoy, mis propias experiencias. También hoy los cristianos, como entonces los hijos de Israel, fabricamos nuestros propios ídolos, rezamos a algún dios creado a nuestra imagen, aunque a veces ni sepamos decir quién es. Tampoco el Dios de los cristianos, el Dios que se nos reveló en Jesús es el mismo para todos los que decimos creer en Él. ¿En qué Dios creemos? ¿A qué Dios rezamos? Si miramos hacia dentro de nosotros, descubrimos pronto que “nuestro” dios se confunde, con demasiada frecuencia, con nuestros deseos y aspiraciones, nuestras necesidades y nuestras carencias. Es un dios hecho, fabricado a nuestra medida. Es el reflejo de una tendencia natural, de un modo de resolver y superar nuestra extrema precariedad y limitación biológica que no encuentra en sí resortes para escapar de nuestra agobiante inmanencia y vulnerabilidad, nuestra radical debilidad y pobreza. Rezamos a “alguien o a algo” porque no sabemos qué hacer y cómo librarnos de nuestra impotencia natural. Nos pesa demasiado la carga de nuestra condición corporal, nos pesa nuestro cuerpo; nos vemos incapaces para trascendernos, para elevarnos sobre nosotros mismos, para escapar a nuestra condición de seres necesitados, instalados provisionalmente en este mundo. Por eso rezamos e invocamos a “alguien” que venga en nuestro auxilio y nos saque de nuestra indigencia, de nuestra radical precariedad y debilidad.
8. Pero el Dios que se nos reveló en Jesús no es el dios que nosotros nos “inventamos”, creamos y fabricamos a nuestra medida. ¿Cómo es el Dios de Jesús? Lo podemos descubrir en lo que Él mismo nos ha dicho y nos ha manifestado sobre Dios. Hay un hilo conductor que aparece con toda nitidez en el mensaje y la vida de Jesús: su voluntad manifiesta de darnos a conocer a un Dios que es compasivo, misericordioso, paciente, bueno, que lo perdona todo; a un Dios que no es indiferente a lo que nos sucede, que está cerca de nosotros como un padre está cerca de sus hijos; a un Dios que siempre está a la puerta de su casa esperando la llegada del que todavía tiene que venir. A este Dios se le conoce y se le encuentra no en las figuras de animales, ni en las manifestaciones de los distintos ciclos naturales. A este Dios se le encuentra, está y habla en cada hombre y mujer, en aquello que es propio del ser humano, y sólo a través de lo humano. Por ello Dios se hizo “carne” para que le encontremos en la “carne”. Dios se ha hecho “sacramento” en la carne de hombre. No le conocemos elevándonos “por encima” de lo humano, sino en la precariedad, limitación y debilidad del ser humano; en el descenso de Dios a nuestra condición humana, a nuestra carne. A Dios le hemos conocido y conocemos en la debilidad. Mejor dicho, le conocemos en un hombre concreto, histórico que se hizo debilidad (carne): Jesús de Nazaret, un judío marginal, que nació y vivió pobre, y murió como un delincuente. Dios quiso así darse a conocer a través de un hombre, como todos los hombres, para asumir toda la realidad del ser humano hasta llegar a ser “uno de los nuestros”. De este modo, sabe mucho de nuestra pobreza, de nuestra debilidad y de nuestro sufrimiento. Y porque se ha metido en nuestra piel, se ha sumergido en nuestra debilidad haciéndose débil, está también cerca, muy próximo (prójimo) del hombre. Por ello puede comprender, perdonar y compadecer, amar al hombre a costa de todo y en todo lo que es el ser humano. Así se comprende que el perdón y la compasión, la misericordia y el amor atraviesen, como una obsesión de Jesús, todas las páginas de los evangelios; que tenga siempre en su boca las palabras “perdón, compasión y amor”, y que muera perdonando. Esta fue la obsesión de su vida: que conociéramos a su Padre y a nuestro Padre, el Dios del perdón y de la misericordia, el Dios de la bondad, el Dios que espera pacientemente al que aún está por regresar a casa.
9. Si queremos saber quién es y cómo es Dios, la experiencia de Jesús es el mejor testimonio. Dios es Jesús en la verdad de su vida y de su palabra. “Si empezamos por decir que el Dios en el que creemos es tal y como se nos ha dado a conocer en Jesús, entonces nos sale un Dios que es tan sencillo como Jesús, tan cercano (incluso a los pecadores más despreciables) como lo fue Jesús, tan solidario con todo lo débil de este mundo como solidario fue Jesús, tan tolerante con todos los perdidos y extraviados como lo fue Jesús y, por supuesto, tan humano como Jesús”. (Castillo, J. Mª (2001) Dios y nuestra felicidad. Edit. DDB, Bilbao, p. 35. Por eso es lógico que S. Pablo dijera que el Dios de los cristianos es “locura” y “escándalo” para los judíos y los paganos (1Cor. 1, 23), algo que no cabe en cabeza humana. La preocupación de la Iglesia (de la teología, al menos) ha estado muy centrada en predicar y enseñar que Jesús es Dios. Y no le ha faltado razón, porque si Jesús no es Dios nuestra fe es un fracaso, un engaño. Pero con esta insistencia tan sesgada se ha perdido de vista otra verdad básica en el mensaje de los evangelios: que Dios es Jesús, que si queremos conocer a Dios lo encontramos y lo conocemos en Jesús. “Quien me ve a Mí ve al Padre” (Jn. 14, 9)
10. Nos han enseñado a rezar a un Dios “omnipotente y eterno” (así empiezan muchas oraciones en la liturgia de la Iglesia) que está “por encima” de nosotros, a rezar a un Dios que habita en los cielos, a dirigirnos a Él en un movimiento de “ascensión”, de elevación hacia arriba, suponiendo que allá arriba está Dios. Más bien deberíamos dirigir nuestra mirada y nuestro corazón hacia abajo “descendiendo” a lo humano, como Él hizo. Hemos creído más en la “divinización” del hombre que en la “humanización” de Dios. Y Dios se ha fundido con lo humano, se ha identificado con todo ser humano hasta el extremo de que la salvación (justificación) de la propia vida se juega no por lo que cada uno haya hecho con Dios, sino por lo que haya hecho o dejado de hacer con los hombres y mujeres nuestros hermanos. “En verdad os digo, cada vez que lo hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños a mí me lo hicisteis” (Mt. 25, 40). Por ello, se puede afirmar “que quien “se humaniza” hasta lo más hondo de su ser y se relaciona con los demás, sean quienes sean, con sentimientos y hechos de “profunda humanidad”, ése, aunque ni siquiera piense en Dios, ni sepa que Dios existe, en realidad ése es el que encuentra a Dios” (José Mª Castillo, ob. cit. p. 59).
11. La puerta abierta a la trascendencia, “al más allá”, lo que nos conduce a Dios no está en una huida hacia “los cielos”, desertando de la vida humana, de lo que acontece aquí abajo. La puerta abierta a la trascendencia, a Dios, está en la inmanencia, en la fidelidad al hombre, a todo lo humano. “Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y acudisteis a mí” (Mt. 25, 35-36). La creencia en Dios está indisolublemente unida a la “querencia” al hombre, a todo lo humano. El que afirma (confiesa) al hombre ya está afirmando (confesando) a Dios. En Jesús no hay “ascensíon” (trascendencia) a los cielos sin “descenso” al infierno del sufrimiento (inmanencia). La glorificación de Jesús no se produjo sino después de la ignominia de la cruz. El encuentro con Jesús, su descubrimiento, no sucede mirando “hacia arriba”. Más bien son las obras las que dan testimonio suyo, las huellas a través de las cuales nos podemos encontrar con Él. “Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva” (Mt. 11, 4-5). Esta es la pedagogía de Dios, sencilla y austera, al alcance de todos. Con el descenso de Dios a la condición de un hombre (Jesús) se ha inaugurado un nuevo camino en el encuentro con Dios. Ya no es necesario que los humanos miremos hacia arriba, al cielo, para encontrar a Dios. Él ha venido a nosotros, a nuestro encuentro y se ha hecho uno de los nuestros. Se ha confundido con nuestro paisaje, con nuestra historia. Forma parte de nuestra mejor herencia.
12. La pedagogía de Dios con nosotros señala también los trazos de nuestra pedagogía con los internos de los centros penitenciarios. Esta pedagogía es una manera distinta de mirar al otro, de situarnos ante él, y una manera distinta de vernos a nosotros mismos. Es la mirada de la compasión, de la acogida al otro sin pedirle cuentas de nada, sin echarle en cara sus delitos, sin juzgarle por nada. No es a un extraño a quien debemos acoger, sino al hermano a quien tanto tiempo estamos esperando, a quien debemos estar preparados para curar sus heridas. Es una pedagogía de la escucha atenta a la palabra del otro, a las necesidades y esperanzas del otro. Es una pedagogía del amor.
13. La evangelización, en cualquier medio, exige ante todo credibilidad, hacer creible el mensaje que transmitimos. La autoridad de nuestro mensaje no radica en la consistencia de nuestro discurso, sino en la fidelidad a la Palabra que se nos ha dado; si creemos con el corazón en el mensaje que transmitimos. “porque tuve hambre... era forastero... estaba desnudo... enfermo... en la cárcel, y acudísteis a mí”. Estos son nuestros argumentos.
Pedro Ortega
Charla-coloquio con los voluntarios de los centros penitenciarios de Murcia. Diciembre de 2011.