Adolescentes, del ideal social a la apatía cívica


jueves, 02 de abril de 2009
Alejandro Llano
 



 

 

Alejandro Llano es un conocido catedrático de Metafísica y prolífico autor de libros que abordan en profundidad la sociedad contemporánea. Por citar sólo algunos de los más difundidos: En busca de la trascendencia, La vida lograda, El diablo es conservador, Humanismo cívico... Con una visión profunda y certera del mundo que rodea a nuestros jóvenes plantea, a golpe de argumento al corazón y a la cabeza, cómo encontrar los caminos de retorno perdidos y cómo sacar partida a los nuevos.

 

Sumario

Presentación.- De «la fiebre del sábado por la noche» a «la farra».- A los jóvenes les faltan maestros.- Aprender el oficio de la ciudadanía.- La sociedad del espectáculo.- Poder decir tonterías en cinco idiomas.- Marginación de las humanidades.- Abrirse a otras vidas.- Una tragedia familiar: «mamá, quiero estudiar filosofía».- ¿Queremos a los jóvenes?.- «Arriesgar la vida».- Una visión cristiana de la vida.- Sólo hay una ética.

Presentación

Los adolescentes de hoy reciben de la sociedad una vida apática: confort, acceso a infinidad de datos y desprecio a las Humanidades. Sobre esta base –endeble– se «educa» a quienes dentro de poco llevarán las riendas de la cosa pública y privada. Urge que la sociedad asuma su papel como responsable, no sólo de informar, sino de formar ética y culturalmente a los nuevos ciudadanos.

Tiempo de efervescencia y descoordinación afectiva, la adolescencia constituye un tramo clave en la formación de la personalidad, no sólo por los frecuentes traumas que condicionan a veces el ulterior curso de la vida sino, sobre todo, porque es cuando comienzan a despuntar los ideales que casi siempre impulsarán el resto de la existencia individual. Se ha dicho, con razón, que una vida lograda es un ideal vislumbrado en la juventud y realizado en la madurez.

Los conocedores de la psicología evolutiva señalan la emergencia del «yo», de la autoconciencia vital diferenciada, como uno de los fenómenos más característicos de la adolescencia; al tiempo que consideran que el normal desarrollo de esta conciencia de la propia identidad desemboca en el descubrimiento de la alteridad.

La integración en este territorio de más dilatados horizontes se ha complicado de una manera nueva y sorprendente a partir del final de los años sesenta. La conciencia del «yo» individual se ha exacerbado o, al menos, descompensado en toda una generación, denominada precisamente la me generation o «generación del yo».

De «la fiebre del sábado por la noche» a «la farra»

La crisis histórica –cuya fecha de partida convencional es mayo del 68– ha adquirido mayor importancia a la habitualmente concedida. Han desaparecido, en buena parte, los fenómenos más clamorosos de la revuelta estudiantil de aquellos años. Los jóvenes ya no son revolucionarios: presentan más bien un conformismo acrítico y un consumismo desbocado.

Siguen presentes, sin embargo, la resistencia a integrarse a un tipo de sociedad que consideran ajena y el individualismo que les lleva a desconfiar de la presunta capacidad de acogida de una sociedad cuya dureza materialista les desagrada profundamente.

Por eso, como ha dicho Lustiger, «los jóvenes acampan fuera de la ciudad». Si antes se entregaban a «la fiebre del sábado por la noche», hoy «la farra» –prolongada hasta bien entrada la mañana– triunfa también la noche del viernes y comienza a extenderse hasta el jueves.

¿Por qué, ya desde la adolescencia, los jóvenes prefieren la noche tardía, la madrugada incluso? Quizá porque es un tiempo vacío, libre de los convencionalismos de una sociedad aburguesada, con la que no se identifican. Si acaban por integrarse en ella, a edad más avanzada cada vez, lo harán en muchos casos sin grandes ilusiones, con planteamientos individualistas que raramente incluyen proyectos ambiciosos de tipo cultural, religioso o político.

Ninguno de estos fenómenos es casual o pasajero. Responden a la quiebra de todo un modelo social propio del capitalismo tardío al que se suele llamar «Estado del bienestar»: una imbricación entre Estado, mercado y medios de comunicación, en la que los medios de intercambio simbólico son el poder, el dinero y la influencia persuasiva. Las transacciones decisivas de tal configuración se producen entre poder y dinero, dinero e influencia, influencia y poder.

Estos son intercambios anónimos y, ocasionalmente, opacos. De manera que la corrupción generalizada que afecta a los países del entorno no es una especie de desajuste o trastorno pasajero, sino que está posibilitada –y no pocas veces casi exigida– por la propia estructuración social.

No es extraño que –de manera más habitual que consciente– los jóvenes descubran a temprana edad la índole descarnada y cínica de ese entramado, sientan escaso aprecio por él y teman (en lugar de esperar) su integración en un ambiente social poblado por ese tipo de personas que, a comienzos del siglo XX, Max Weber anticipó que serían «especialistas sin alma, vividores sin corazón».

A los jóvenes les faltan maestros

La vigencia de este modelo social imperante no es fatal y sin alternativa posible. No sólo es deseable que esa configuración dé paso a comunidades más humanas y solidarias; ese cambio de mentalidad, aunque de forma escasamente advertida, ya se viene produciendo en las dos últimas décadas.

En su momento lo denominé «nueva sensibilidad», caracterizada por un avance de los factores cualitativos respecto a los cuantitativos y por la importancia concedida al mundo vital y sus solidaridades interpersonales. Las repercusiones de este nuevo modo de pensar en el ámbito social y político las he estudiado en mi libro Humanismo cívico.

El humanismo cívico propone revitalizar las comunidades ciudadanas y la activa participación en la esfera pública. Es una nueva cultura de responsabilidad cívica, opuesta tanto al estatismo agobiante como al economicismo consumista, que también rechaza el narcisismo individual, el cual lleva a no pocas personas a refugiarse en el cerco privado y a desentenderse de lo que antes se llamaba «bien común», hoy denominado –con menor fortuna– «interés general».

En mi opinión, toda promesa de formación cívica de los jóvenes se ha de plantear desde una visión del hombre y la sociedad que valore –por encima del dinero, poder e influencia– la dignidad intocable de la persona humana y su derecho y deber a participar en las cuestiones sociales y políticas que a todos afectan y que comprometen el futuro de esas vitalidades, estrenadas en la vertiente nueva de la juventud.

Los jóvenes se hallan hoy, por lo general, casi completamente desasistidos en lo que concierne a esa preparación ética y cultural que les capacitaría, no tanto para integrarse en un tinglado mecánico y desmotivador, como para lanzar sus propias propuestas de regeneración social y perfeccionamiento humano. A los jóvenes les faltan auténticos maestros.

Aprender el oficio de la ciudadanía

La formación cívica no consiste en una información teórica impartida en clases determinadas, sino en aprender el oficio de la ciudadanía: una especie de saber artesanal, un craft hecho de capacidades de diálogo, mutua comprensión, interés por los asuntos públicos y prudencia a la hora de tomar decisiones.

Es un conocimiento práctico, asequible sólo en comunidades vitales cercanas a las personas, familia, universidad..., que las valoran por sí mismas y con finalidades de mejora ética y social.

Es decir, la educación cívica sólo se logra cuando los jóvenes se insertan en un ethos: en un ambiente fértil, moralmente denso, humanamente acogedor, que abra caminos para la autorrealización y suscite el entusiasmo en ellos. Es la síntesis de bienes, virtudes y normas que se entrelazan para configurar un «estilo de vida», una cultura, un modo panorámico de percibir el entorno social y el mundo físico.

No es un conjunto de reglas de comportamiento ni un artilugio pedagógico más o menos sofisticado; es vida: el poso y el peso que se depositan cuando se vive intensamente según unas convicciones que superan con mucho las convenciones típicas de la sociedad burguesa, donde lo importante es «guardar las apariencias».

La sociedad del espectáculo

Según Ratzinger, la realidad hace superflua la apariencia. Y esto adquiere crucial importancia en una sociedad poblada de simulacros, como es la «sociedad del espectáculo» en que vivimos, donde lo que se valora es el brillo, la prestada claridad, el reflejo de luces artificiales en la superficie de objetos niquelados.

En cambio, una sociedad que vive a fondo su ética y cultura no valora el brillo, sino el resplandor, la luminosidad que brota del alma al rostro, la impronta exterior de una vida interna rica y cultivada. El resplandor es natural, real y hondamente humano.

Si hoy maleducamos a toda una generación desde el punto de vista cívico, es porque les enseñamos a que valoren el brillo y ni siquiera aprecien el resplandor. Les inducimos a pensar según la razón instrumental y no les dejamos sosiego ni libertad para esforzarse en ejercitar la inteligencia meditativa.

Recapacitemos en los mensajes dominantes que reciben hoy los jóvenes. Tanto la familia como la escuela y los medios de comunicación les impulsan a valorar el éxito individual sin advertir que, como dice Leonardo Polo, «todo éxito es prematuro» y les disuaden de comprometerse con empresas cuyo fin no sea triunfar, sino servir a los demás y alcanzar una vida lograda éticamente, la única que ofrece valores absolutos.

Poder decir tonterías en cinco idiomas

La propia enseñanza reglada pone todo el énfasis en los procedimientos. Se habla, por ejemplo, de «aprender a aprender». Pero no se contesta –ni siquiera se formula– la pregunta clave: «¿Aprender qué?».

Los contenidos son lo de menos, se arguye, porque pueden encontrarse en cualquier base de datos. Lo importante es que estos adolescentes, llamados a vivir en la sociedad de la información, dominen las nuevas tecnologías informáticas que van a poner a su disposición inmediata todo el saber disponible en el mundo entero.

Tan vano y falso planteamiento hace cada vez más actuales los versos de T. S. Elliot: «¿Dónde está la sabiduría que se nos ha perdido en conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que se nos ha perdido en información?».

Como decía (injustamente) el castizo Miguel de Unamuno del cosmopolita Salvador de Madariaga, «es capaz de decir tonterías en cinco idiomas». Pensemos en el gran esfuerzo y dinero invertido para que los adolescentes hispanohablantes aprendan inglés, la lingua franca del siglo XXI.

Pero no se les pregunte a esos muchachos por la política de Tony Blair, el problema de Ulster o la economía americana, porque sencillamente lo ignoran. Eso sí, están completamente «al loro» de lo último en música pop o marcas de ropa.

Informática e inglés como preparación para estudiar administración o ingeniería y conseguir así una buena posición económica. En esto se agota el panorama cultural y social abierto ante las prometedoras inteligencias, potencialmente infinitas, de quienes pronto tomarán el relevo en la dirección de la cosa pública y las empresas privadas.

¿Qué se hizo del frondoso árbol de las ciencias? ¿Dónde quedan las humanidades clásicas y los grandes libros? ¿Qué fue de los ideales para cambiar el mundo que germinan en la primera juventud? Se ignora: no saben, no responden. Sobre base tan somera es inviable que se desarrolle una formación cívica.

Marginación de las humanidades

La tierra fértil donde se asomarían los primeros brotes de un humanismo cívico es, precisamente, el cultivo de las Humanidades: Historia, Filosofía, Literatura, Arte, Lenguas clásicas. Tan maltratadas están, que incluso algunos políticos han percibido el tremendo error que supone marginarlas de los programas de estudio, desde la enseñanza primaria hasta la Universidad.

Se empieza a notar qué sucede cuando los jóvenes conocen perfectamente su «entorno», dominan la vida de los héroes locales, utilizan la jerga de la semiótica y la teoría de conjuntos, pero no saben nada de historia universal, Shakespeare no les suena ni en inglés, y cuando se les pregunta qué significa cogito, ergo sum y quién pronunció tan famosa frase, responden: «Me han cogido, yo soy. Y la pronunció Jesucristo en el Huerto de los Olivos».

El olvido de las Humanidades conduce a la incomunicación, la incomunicación lleva al aislamiento y éste, como advirtió Hannah Arendt, es pretotalitario. La mejor manera de asegurar que nadie piense algo «políticamente incorrecto» (por ejemplo, tratar a los inmigrantes magrebíes como seres humanos), es sencillamente que no piense. Muerto el perro, se acabó la rabia. Y así tendremos la paz de cementerios y cárceles.

Las Humanidades facilitan alcanzar cuatro metas educativas de la mayor trascendencia: la comprensión crítica de la sociedad, la revitalización de los grandes tesoros culturales de la humanidad, el planteamiento profundo de las cuestiones fundamentales de la vida humana, y el incremento de la creatividad y la capacidad de innovación.

Estas finalidades poseen hoy la mayor actualidad. Porque, sorprendentemente, el gran desarrollo de los sistemas informáticos no se ha debido, como inicialmente se pensó, a la construcción de poderosas máquinas de calcular, sino al proceso de textos desarrollado sobre todo en lap tops.

La cultura posliteraria que se anunciaba para el final del milenio se transformó en un mundo poblado de libros: el personaje del año 2000, según la revista Time, es precisamente el promotor y presidente de Amazon, la librería virtual que envía cualquier libro a cualquier lugar del mundo, pronto y sin excesivo gasto.

Padres, políticos y educadores, debemos plantearnos a fondo esta cuestión, en la que nos jugamos nuestro futuro inmediato. No podemos olvidar algo que se ha experimentado con indudable éxito desde hace 25 siglos: las mentalidades jóvenes sólo podrán formarse en la ciudadanía si su educación es una simbiosis con las grandes creaciones de nuestra civilización occidental. Sería una lástima que ahora que existen los medios técnicos para que todos conozcan los fundamentos de la cultura en la que viven, dispersaran su vida en aficiones y entretenimientos insustanciales.

Abrirse a otras vidas

El gran acervo de ideas, creencias, valoraciones y narraciones sobre la vida del hombre en sociedad, se encuentra en los grandes libros, en los clásicos antiguos y modernos. Al leerlos nuestra vida se abre a otras vidas, reales o imaginadas. Ahí se reflejan los tipos básicos de personas y comportamientos, los discursos y hazañas que nos han conducido a ser lo que somos.

La mayor proporción de educación cívica posible para un adolescente se encuentra en la sosegada lectura de la Antígona de Sófocles, de la Ética a Nicómaco de Aristóteles, de las Confesiones de san Agustín, de El Quijote, de los cuentos de los hermanos Grimm, de los poetas del 27, de El señor de los anillos, de La historia interminable de Michael Ende... y de otras muchas obras que mejoran tanto a quien por ellas transita, que le hacen capaz de entender la riqueza humana que contienen.

El conocimiento de la Literatura, la Filosofía y la Historia nos ayuda a distinguir lo pasajero de lo permanente, lo esencial de lo accidental, lo humano de lo inhumano, el bien del mal.

La mujer y el hombre de muchas y buenas lecturas es difícil que caiga en los extremos del dogmatismo o del escepticismo, del relativismo o del fanatismo. Porque aprenderá que en el ser humano conviven una vocación sublime y una profunda miseria, que el hombre supera infinitamente al hombre y que no hay soluciones automáticas o puramente técnicas para los problemas sociales.

Las Humanidades nos descubren los maravillosos secretos del lenguaje como vehículo del pensamiento e instrumento de comunicación. Nos enseñan a hablar y escribir correctamente, no como los guionistas o locutores de radio y televisión, que martirizan hora tras hora el pobre idioma castellano, mejor usado hoy en los países hispanoamericanos que en su tierra natal.

Una tragedia familiar: «mamá, quiero estudiar filosofía»

Decía Borges que un caballero sólo defiende causas perdidas. Y sé bien que casi perdido está el cultivo de las Humanidades que, como decía san Josemaría Escrivá, implica la supremacía del espíritu sobre la materia. Porque resulta que una chica que lee mucho «es un poco rara», mientras que el chico que se pasa horas ante la televisión o los videojuegos hace «lo que corresponde a un muchacho de su edad».

No digamos la tragedia familiar que se produce cuando la chica en cuestión dice que quiere estudiar Filosofía y Letras, en lugar de una carrera de provecho, que le ayudará a labrarse un porvenir seguro (y –añado por mi cuenta– aburrido o tal vez desgraciado).

No es prudente tampoco que los jóvenes tomen, en su inmadurez, decisiones de tipo social o religioso que puedan condicionar su futuro. En cambio, no parecen tan inmaduros a la hora de iniciarse en prácticas menos virtuosas y más disolventes que la sociedad de consumo les brinda en bandeja, sobre todo cuando disponen de mucho dinero.

La formación cívica está estrechamente relacionada con la adquisición de las virtudes morales e intelectuales: fortaleza, prudencia, sabiduría, templanza, arte y justicia. Las virtudes son excelencias del carácter que no se pueden desarrollar a través de una enseñanza meramente teórica. Como decían los filósofos griegos, no se pueden enseñar: sólo se pueden aprender.

Luego, los protagonistas de la educación no son los padres o profesores: el gran protagonista y autorresponsable de su educación es el propio educando, el hijo o el alumno.

¿Queremos a los jóvenes?

Es imprescindible que tomemos a los jóvenes en serio. Como decía el maestro Corts Grau, a la juventud hoy se le adula, imita, seduce, tolera... pero no se le exige, no se le ayuda de verdad, no se le responsabiliza... porque, en el fondo, no se le ama. Y esto es, en definitiva, lo que los jóvenes sospechan y, aunque no se atrevan a declararlo, proceden en consecuencia.

El amor noble y normal de padres y maestros hacia los jóvenes se sustituye por el emotivismo y la inundación afectiva, demostraciones de cariño tan ostentosas como superficiales, apreciables, por ejemplo, al pie de los autobuses escolares: parece que los niños partieran como voluntarios hacia Kosovo, de donde no se sabe si volverán vivos.

La familia es algo mucho más serio que esa carga de sentimentalismo que hoy padecemos. Es una escuela de vida personal y social, donde el modo de existir en cada edad va aprendiendo de los modos de existir de las demás edades. El niño aprende de jóvenes y adultos. Los jóvenes, de niños y viejos. Y los viejos aprenden de todos y a todos enseñan, si es que no se les ha internado en eso que un colega mío llama «ancianarios».

Si me permiten esta confesión personal, yo no cambiaría a mis ocho hermanos y hermanas por nada del mundo. De mis padres y de ellos he aprendido casi todo lo que sé acerca del hombre en sociedad. Por lo que se refiere a la educación cívica, también aprendí bastante durante los años que viví en una residencia universitaria. De manera que, desde hace unos 30 años, el mundo no me ha enseñado nada esencialmente nuevo.

«Arriesgar la vida»

Me temo que el actual modelo de vida familiar y escolar –aunque sea más libre y menos severo– presenta un cierto carácter unívoco y monótono, que no fomenta las virtudes ciudadanas.

Nuestra sociedad parece pensada a la medida del adulto infantilizado, ese que compone las millonarias audiencias de programas televisivos con encefalograma plano. Deberíamos tener más voluntad de aventura, más capacidad de riesgo, más disposición para esa actitud que Teresa de Ávila sintetizaba en la expresión «arriesgar la vida».

Para «arriesgar la vida», la virtud más necesaria es, paradójicamente, la sobriedad, la templanza. El exceso de comodidades y satisfacciones materiales embota la imaginación y la facultad de sorprender y dejarnos sorprender. Mucho más interesante que ese estado donde «no falta nada», es la actitud de estrenar la vida cada día, de no dejarse atrapar por la rutina y la mediocridad.

Quien no sufre alguna carencia material se encuentra en lo que los griegos llamaban apatheia, es decir, apatía. No sentir ni padecer es una de las mayores desgracias que a uno le puede pasar y uno de los peores legados que se pueden transmitir a las generaciones jóvenes. Con ello está íntimamente relacionada la justicia, especialmente en su aspecto social, hacia los más pobres y necesitados. Es un auténtico escándalo que una sociedad democrática y básicamente cristiana tolere diferencias de nivel de vida clamorosas y crecientes.

Un aspecto de la «nueva sensibilidad», a la que antes me refería, es que los jóvenes empiezan a percibir lo injusto. A su vez, el «humanismo cívico» debería configurar un modo de ver las cosas que no admitiera las formas de servidumbre y desamparo extendidas hoy por más de medio mundo.

La formación cívica ha de enraizarse en un ambiente de libertad, austeridad, servicio, fortaleza para denunciar la injusticia y no ser cómplices de la corrupción, comprometidos con la verdad... aunque se hunda el mundo, como decimos en Navarra.

«Una palabra de verdad vale más que el mundo entero», reza el proverbio ruso que Solzyenitzin incluyó en su discurso de recepción del Nobel de Literatura, ceremonia a la que las autoridades soviéticas le prohibieron asistir. «¿Qué puede la verdad contra la rueca de la violencia?», se preguntaba Solzyenitzin en aquel discurso que nunca pronunció.

A la actitud de amor a la verdad siempre le cabe decir que no: mientan todos ustedes, pero no cuenten con mi colaboración; finjan honradez mientras son corruptos, pero sin mi ayuda; pliéguense dócilmente a leyes inmorales, pero les anticipo mi desobediencia civil. Desde luego, vivir el humanismo cívico resulta peligroso, pero –como decía Platón– es un «bello riesgo».

Una visión cristiana de la vida

La rebeldía ante los poderosos de este mundo no es posible sin la ayuda de Dios. La visión cristiana de la vida pone en el centro el amor a los demás, la solidaridad de quienes forman un solo Cuerpo y saben que la salvación no es un asunto individualista. Todos dependemos de todos en un sentido muy profundo y esencial.

Una educación cívica cristiana y humanista ha de fomentar lo que Macintyre llama «virtudes de la dependencia reconocida», entre las que se encuentran la generosidad, el agradecimiento, la compasión, el cuidado de discapacitados o enfermos, la alegría, la solidaridad y, en último término, la misericordia o piedad.

La propia independencia, la libre actuación personal, sólo se logra desde la base de la dependencia, y nunca la elimina del todo. Porque la libertad humana no consiste en la carencia de vínculos, sino en la calidad de ellos y en la fuerza vital con la que uno los acepta y les es fiel.

La completa independencia o personal autonomía es una ficción que ya apuntaba en la satisfecha autarquía propuesta por la ética griega, considerada el gran ideal humano en la Ilustración moderna, especialmente en su versión kantiana. Las derivaciones actuales de este planteamiento son el utilitarismo y el emotivismo, muchas veces asociados entre sí.

El que es a un tiempo utilitarista y emotivista piensa que sólo hay dos tipos de motivos para decidir la propia conducta:

La elección racional, la rational choice, el cálculo de la mayor cantidad de bien posible para el mayor número de gente posible. Presenta el problema de qué género de bienes valorar, a quién se va a beneficiar si a mí mismo y a quienes me rodean o a quien más lo necesite, y si hemos de primar a los actuales habitantes del planeta o cuidar que no dejemos una tierra contaminada y desertizada a quienes vengan después.

El sentimiento de simpatía hacia otros. Este emotivismo inmediato, si no está ordenado por hábitos morales firmemente adquiridos, conduce al relativismo ético y a la arbitrariedad sentimental.

Tales planteamientos utilitaristas y emotivistas no dan cuenta de las relaciones –mucho más diversificadas y abiertas– que realmente se establecen entre las personas.

Nos encontramos en un continuo proceso de dar y recibir, casi nunca sometido estrictamente a la crispación egoísta del do ut des.

La mayor parte de nuestras relaciones interpersonales no las motiva el cálculo racional o emociones inmediatas, sino que responden a relaciones de amistad, familiares o laborales, en las que muchas veces –y en ocasiones durante largo tiempo– ayudamos a otros sin esperar nada a cambio, o –algo más difícil de aceptar– nos dejamos ayudar sin expectativas de poder devolver los favores en el futuro.

Si sólo hiciéramos lo que pensamos que nos conviene o enciende nuestras emociones inmediatas, casi todo quedaría por hacer; la sociedad se pararía. Como han demostrado recientemente economistas merecedores del Nobel, las actividades que realizamos con mayor atención y cuidado son aquellas por las que no recibimos ninguna retribución económica.

Además, es falso que si todos buscan su interés egoísta, el interés general resultará de la suma y difusión de esos beneficios. Tal planteamiento neoliberal no funciona, entre otras cosas porque –como señala Amartya Sen– en situaciones de extrema miseria las personas no pueden pensar cuál es su interés, presionadas por encontrar el puro y simple sustento diario.

Sólo hay una ética

En la base de estos errores teóricos y prácticos se encuentra la separación entre ética pública y privada. La primera se agotaría en el cumplimiento de las normas constitucionales y el respeto al derecho positivo; la segunda se vería relegada exclusivamente al cerco privado, sin ninguna manifestación política o económica.

Lo cierto es que sólo hay una ética, que presenta aspectos privados y públicos no delimitables entre sí de modo neto ni separables drásticamente.

Si alguien no es honrado en su vida personal o familiar, será muy raro que se comporte con honestidad en la esfera pública, le faltará el temple moral necesario para evitar comportamientos que seducen por su encanto inmediato. A su vez, si alguien no se conduce rectamente en lo público, ese desgarramiento existencial se traducirá en las relaciones más íntimas y personales.

La formación cívica presenta, por lo tanto, un carácter ético con esenciales proyecciones políticas, en el más amplio sentido de esta palabra. El hombre bueno ha de procurar, simultánea e inseparablemente, ser también buen ciudadano.

Reducir la moral al ámbito personal, familiar o profesional, con abandono de la esfera pública, es un enfoque burgués e insuficiente de la ética. Nadie puede ser moralmente bueno en una campana de cristal.

En la sociedad del conocimiento y la información se registra un alto grado de complejidad, según el cual los mensajes públicos están penetrando continuamente en el terreno privado, y las personas particulares han de tomar todos los días decisiones que afectan a otra mucha gente.

Lo que demanda la sociedad es una «nueva ciudadanía», mucho más activa y responsable, en donde las personas no se conformen con ser invitados de piedra en el concierto público, sino que ejerciten con energía y decisión su libertad social, su responsabilidad cívica y su creatividad cultural.

Los nuevos ciudadanos, quienes habrán de tomar el relevo de la cosa pública dentro de poco, tendrán el honor y la carga de configurar ese mundo tan distinto al actual de una forma hondamente humana. Será necesario que aprendan una asignatura que no está en los libros de texto ni se puede incluir en los planes de estudio.

La formación cívica se adquiere como por ósmosis en las relaciones de parentesco y vecindad. Esto pone en primer término la necesidad del buen ejemplo. Sólo quien conviva con buenos ciudadanos aprenderá a serlo. En esta disciplina, todos somos discípulos y maestros a un tiempo. Cada uno debe pensar: que no sea yo el que les falle.