Cuando conocí a Jesús, mi vida se volvió algo así como un paseo en bicicleta, concretamente en tándem. Yo iba en el asiento delantero conduciendo. Él iba en el trasero y me ayudaba a pedalear.
     No recuerdo en qué momento fue, pero Jesús me propuso que cambiáramos de asiento, y desde entonces mi vida no ha vuelto a ser la misma. ¡Él hace el paseo emocionante!
     Cuando yo estaba al timón, conocía el camino. Era seguro y previsible, pero algo aburrido. Siempre era la distancia más corta entre dos puntos. En cambio, cuando Jesús se hizo cargo, Él conocía unos caminos largos y muy amenos que nos llevaban cuesta arriba por las montañas, y luego bajábamos a velocidades vertiginosas. ¡Tenía que agarrarme con todas mis fuerzas!
     No quería poner en duda Su juicio, pero en una ocasión no pude evitar decir para mis adentros: «Jesús, ¿podríamos ir un poquito más despacio? Tengo miedo.» Se dio la vuelta, me miró, me sonrió, me tocó una mano y me aseguró:
     -No te preocupes. Pedalea.
A veces, con preocupación y ansia, le preguntaba:
     -¿Adónde me llevas?
Y, riéndose, respondía:
     -Es una sorpresa.
     Poco a poco, empecé a confiar. La vida dejó de ser aburrida y me lancé a la aventura.
     Jesús me llevó a conocer a personas que tenían los dones que me hacían falta: amor, curación, aceptación, gozo. Esas personas me regalaron los dones para que me los llevara en mi viaje -el que estaba haciendo con el Señor-, y partimos de nuevo. Luego, Él me pidió:
     -Distribuye los dones.
     Así hice. Los repartí entre las personas que encontrábamos. Entonces, ocurrió algo de lo más curioso. Mientras más repartía los dones, más tenía para mí y para dar a otros que encontrábamos por el camino. Sin embargo, nuestra carga era ligera.
     En un principio, no me fiaba de Jesús para que dirigiera toda mi vida. Pensaba que la echaría a perder. Pero Él conoce las limitaciones y características de la bicicleta, así como muchos trucos. Sabe tomar curvas cerradas a gran velocidad, hacer que la bicicleta salte para esquivar piedras, e incluso puede hacer que vuele, en aquellos momentos en que el camino desaparece bajo nosotros.
     Estoy aprendiendo a no preocuparme ni querer recuperar el mando. Me limito a relajarme y disfrutar del panorama y de la fresca brisa sobre mi rostro y deleitarme en la constante compañía de Jesús.
     A veces todavía me canso, porque el viaje es largo y difícil. Sin embargo, Jesús me sonríe y me dice:
     -Pedalea.
                                                                                      Anónimo