DIACONADO

Dentro de la estructura visible de la --> Iglesia, el d. ocupa el grado inferior de la -> jerarquía de derecho divino y lleva consigo el ejercicio de una función ministerial específica. Aparece ya en las primeras páginas de la historia de la Iglesia. El uso preciso de la palabra griega diakonos en el Nuevo Testamento, para caracterizar este oficio eclesial, demuestra un sentido especial y una mística peculiar: la del servicio. En efecto, la palabra diakonos, en el Nuevo Testamento, envuelve siempre el sentido de servidor o ministro.

Partiendo del libro de los Hechos de los Apóstoles y de las cartas de Pablo, así como de los documentos más antiguos de la tradición cristiana, es posible trazar la configuración propia del oficio diaconal. En Act 6, 1-6, aunque el autor sagrado no utilice la palabra misma diakonoi, sin embargo éstos aparecen allí como instituidos mediante la imposición de las manos y como administradores de los bienes de la comunidad helenista, de una manera estable y permanente. En Act 6, 10; 8, 5; 8, 35; etcétera, los diakonoi son evangelizadores de la ->palabra de Dios y administradores del -->bautismo. En la liturgia de Justino están encargados de distribuir la ->eucaristía a los presentes en el sacrificio y también a los ausentes (Apol. >-, 65). Pablo los menciona como constituyentes de un grado jerárquico en la Iglesia (Flp. 1, 1) y exige de ellos aquellas cualidades personales, que aseguren una verdadera autoridad en el servicio de la fe, mediante una conducta moral pura e íntegra (1 Tim 3, 8-12). A través de los escritos de la tradición, queda confirmada la triple orientación del ministerio o servicio diaconal: litúrgica, magisterial y caritativa.

Por otra parte, la tradición misma ha resaltado constantemente la inserción de los diáconos en el ministerio de la Iglesia, al lado de los -> obispos. Ignacio mártir los llama «consejeros suyos» (Phld 4; Sm 12, 2); afirma que tienen «encomendado el ministerio de Jesucristo» (Eph 6, 1) y que « no son ministros de comidas y bebidas, sino servidores de la Iglesia de Dios» y «ministros de los misterios de Jesucristo» (Trall 2, 3); por esto deben ser reverenciados «como el mandamiento de Dios» (Sin 8, 1). Policarpo los llama «ministros de Dios y de Cristo y no de los hombres» (Poly 5, 2). Cipriano afirma que fueron constituidos por los apóstoles «como ministros de su episcopado y de su Iglesia» (Ep 3); de aquí que tengan encomendada «la diaconía de la sagrada administración» (Ep 52). La Traditio apostolica afirma que «no se ordenan para el sacerdocio, sino para el ministerio del obispo, para que hagan aquellas cosas que él mandare (n .o 9). Y la Didascalia de los apóstoles dice que los diáconos deben ser el oído, la boca, el corazón y el alma del obispo (1. ii, 26, 3-7); por esto han de parecerse a él, aunque sean «más activos», para llegar a ser «realizadores de la verdad, llenos del ejemplo de Cristo» (1. iii, 13, 1-6). Hoy el Pontifical Romano precisa que los diáconos son elegidos «para el ministerio de la Iglesia de Dios», siendo sus funciones «servir al altar, bautizar y predicar»; de ahí que sean llamados «coministros y cooperadores del cuerpo y la sangre del Señor».

Si se tiene en cuenta que la eucaristía es el misterio central de la Iglesia y que el altar es el punto de partida de todo ministerio eclesial, puede afirmarse que el diaconado, como grado jerárquico y según el pensamiento constante de la tradición, se halla en la mitad de camino entre el sacerdocio oferente de los fieles y el sacerdocio santificador de los obispos y los presbíteros. El diaconado es, por esto, «el orden eclesial por excelencia, instituido por los apóstoles en nombre de Dios y de Cristo, cuyos plenipotenciarios eran ellos, para animar, organizar y poner en obra la función del pueblo sacerdotal, a saber: la presentación de sí mismo y de sus bienes en ofrenda a Dios» (Colson). Por otra parte, esto explica que la tradición haya visto en los obispos, presbíteros y diáconos el todo unitario de la jerarquía de derecho divino que, con las funciones correspondientes a cada rango, guía la comunidad que se reúne alrededor de la eucaristía y se alimenta de ella. En consonancia con lo cual la tradición ha afirmado el carácter sacramental de la ordenación de diáconos y ha exigido esencialmente el mismo grado de santidad a todos los miembros de la jerarquía. Y dentro de esta perspectiva, a partir del siglo iv la legislación de la Iglesia latina ha impuesto siempre el -> celibato a obispos, presbíteros y diáconos, mostrando en ello una línea firme a través de la historia.

En la actualidad, la disciplina de la Iglesia oriental y la de la Iglesia latina difieren notablemente. En la primera, el d. se ha conservado como un grado estable e independiente, tanto en el ministerio cultual como en la vida monástica; no así en la segunda, donde el obispo sólo puede conferir las órdenes a aquellos que tengan el propósito de ascender hasta el presbiterado (CIC, can. 973), y todos los clérigos que han recibido órdenes mayores están obligados a guardar castidad (can. 132).

El concilio Vaticano ii ha servido de ocasión para que se tratara a fondo la oportunidad de la renovación del d. en la Iglesia latina, como grado estable. De hecho, esta misma cuestión fue planteada ya en el concilio de Trento de una manera más genérica, al tratar los padres sobre la restauración de todas las órdenes inferiore al presbiterado. Después de un proyecto de redacción, en el cual los oficios de las distintas órdenes eran acomodados a las necesidades de la época y que no llegó a ser discutido, el concilio mandó que en adelante «no se ejercieran los ministerios sino por personas constituidas en las órdenes» correspondientes, aduciendo estas razones: «con el fin de que se restablezca el uso de las funciones de las santas órdenes», según el uso, de la Iglesia primitiva, y «con el fin de que los herejes no las desacrediten como superfluas» (ses. xxIII, can. 17 de ref.). No obstante, el decreto tridentino, a pesar de tener unos objetivos muy limitados, no pasó a la práctica y resultó enteramente inútil.

El problema planteado hoy, con motivo de la restauración de los diáconos, ha dado lugar a no pocas reflexiones doctrinales. Una de ellas es, p. ej., que la ordenación diaconal confiere el ejercicio de unos oficios determinados, pero no unos poderes esencialmente superiores a los que da el bautismo. Más todavía, apenas es posible nombrar una función diaconal que la Iglesia no pueda otorgar también mediante una capacitación extrasacramental. Lo mismo cabe decir con relación a la gracia dada en la ordenación diaconal: como consecuencia de la posibilidad de conferir las funciones diaconales fuera del sacramento, ha de admitirse la existencia de una ayuda sobrenatural del Espíritu Santo, que es proporcionada a tales funciones y se concede fuera del sacramento. De hecho, las funciones litúrgicas surgidas recientemente con motivo de la renovación de la -> liturgia, p. ej., lectores, comentadores, directores de la plegaria, etc., así como el apostolado o el ministerio de la palabra, son ejercidos por los seglares sin necesidad de ninguna ordenación propia del estado clerical.

Por otra parte, las funciones de diversa índole que la tradición asignó siempre al d., llevan a la convicción de que se trata de un ministerio múltiple dentro de la unidad fundamental del servicio del pueblo sacerdotal. De aquí que el verdadero planteamiento de la renovación del d. no esté precisamente en discutir la oportunidad de una mediación entre el pueblo y los presbíteros, sino en el desarrollo y en la organización de esta mediación. Por esto, nadie puede excluir la posibilidad de diversas expresiones y distintas formas de un mismo d. estable, según sea el oficio o ministerio que más sobresalga. En realidad, la existencia de la ley general del orden sacramental de la gracia, según la cual se requiere el rito para la comunicación de la gracia por, él significada, es el argumento teológico ma~s profundo en orden a la restauración del d. como grado estable en la Iglesia latina.

Las reflexiones doctrinales no terminan aquí. Son especialmente difíciles las que se refieren a las relaciones entre las funciones diaconales y las actividades de los seglares en la Iglesia. Tampoco carecen de dificultad las referentes a los oficios de los diáconos en relación con el ministerio sacerdotal.

La Constitución dogmática sobre la Iglesia, promulgada por el concilio Vaticano 11, ha reafirmado las características fundamentales del d. en conformidad con los datos de la tradición. En efecto, según ella, los diáconos constituyen el grado inferior de la jerarquía, reciben la imposición de las manos y son confortados con la gracia sacramental; se ordenan, no para ser sacerdotes, sino para el servicio del pueblo en unión con el obispo y el presbiterio; y ejercen el triple ministerio fundamental de la liturgia, de la palabra y de la caridad.

Desde el punto de vista disciplinar, el concilio ha dado un paso adelante ampliando notablemente los oficios litúrgicos propios de los diáconos en la Iglesia latina, en comparación con las actuales disposiciones del CIC (cf. can. 741, 845 5 2, 1147 5 4 y 1274 5 2); pero su ejercicio está subordinado al juicio de la autoridad competente. Son importantes, p. ej., la potestad de conservar la eucaristía, de asistir y bendecir a los matrimonios, de presidir el culto y la oración de los fieles, de administrar los sacramentales y de presidir los ritos de funerales y sepelios.

El hecho de que en principio es posible restaurar el d., como grado propio y permanente en la jerarquía de la Iglesia latina, ha sido solemnemente proclamado por el Concilio. Su realización dependerá de las conferencias episcopales, con la consiguiente sanción del sumo pontífice. Sin embargo, la motivación de dicho principio es exclusivamente práctica; el documento conciliar «tiene en cuenta que, según la disciplina actualmente vigente en la Iglesia latina, en muchas regiones no hay quien fácilmente desempeñe estas funciones tan necesarias para la vida de la Iglesia». Por otra parte, la ley del celibato, aunque permaneciendo fundamentalmente obligatoria para los jóvenes que aspiren al d., admite una notable excepción: la ordenación podrá conferirse, con el consentimiento del romano pontífice, «a hombres de edad madura, aunque estén casados».

El d. en la Iglesia latina, a partir del concilio Vaticano 11, tiene las puertas abiertas a un futuro esplendoroso. No obstante, continúa siendo un problema muy-complejo, que exigirá mucho tiempo y no pocas experiencias, antes de llegar a la madurez requerida para convertirse en una definitiva institución jurídica.

Narciso Jubany