SOBRE LA MUERTE Y DWORKIN

 

UNA CRíTICA
DE LA TEORíA DE LA INVIOLABILIDAD
DE RONALD DWORKIN

 

Richard Stith*
Profesor de Derecho de la
Universidad de Valparaiso
Indiana, EE UU

 

Introducción y sumario

Ronald Dworkin ha propuesto una nueva medida de la dignidad humana, una medida que denomina «inviolabilidad» y correlaciona con la cantidad de esfuerzo creativo que se invierte en cada ser humano. Su libro Life's Dominion insiste en que cuanto mayor es la inversión productiva en cada ser, más lamentable resulta matar a dicho ser. Es muy posible que su idea tenga un impacto legal. Según Dworkin, las inferencias basadas en parte en la inviolabilidad son válidas no solamente para toda «la cultura política occidental», sino para «cualquier nación consagrada a la libertad». En el curso de hacer ver que su concepto no igualitario de la inviolabilidad es tanto peligroso como equivocado, no sólo espero aminorar su influencia sino también encontrar mejores respuestas a las nuevas preguntas que plantea.

El aborto le indujo a ello. La teoría de la inviolabilidad de Dworkin se precisa -en su opinión- para explicar la ambivalencia que muchos de nosotros sentimos hacia el aborto. También aquí se equivoca Dworkin. Aunque no sea su inquietud principal, este artículo examinará otro modo de comprender la importante ambivalencia sobre el aborto que Dworkin ha puesto al descubierto.

Este artículo, que no se trata de una recensión del libro de Dworkin, se centra en cambio en su idea esencial: la inviolabilidad de la vida humana es una función del valor de los esfuerzos creativos invertidos en ella. Argumentando que esta noción es tanto desafortunada como errónea, yo propongo una comprensión alternativa de la inviolabilidad de la vida basada en el respeto a la imagen o forma humana.

Dworkin comienza por posicionarse a medio camino del debate sobre el aborto, ambicionando un «arreglo de la controversia [...] que no insulte, ofenda o menoscabe [a ninguna parte]; una solución que todos puedan aceptar con absoluto autorrespeto». En realidad, toma prestados sus argumentos de la retórica de ambas partes. Se muestra de acuerdo con los «provida» en que el «feto» -término que utiliza para referirse al nonato a lo largo de todas las fases del embarazo, comprendida la embriónica- es humano y está vivo. Según Dworkin, «el aborto significa la extinción de una vida humana que ya había comenzado», y la vida prenatal y posparto comparten «santidad» o «inviolabilidad». Dworkin también adopta muchos de los asertos «proelección» más vehementes, incluido, por ejemplo, que las leyes contra el aborto imponen «una especie de esclavitud» a las mujeres.

Dworkin desearía que otorgásemos al feto un estatus intermedio: menos que una persona con derechos pero más que una cosa sin valor moral. Podría decirse que da una respuesta proelección a una estratagema frecuentemente empleada en los debates por el bando provida. Cuando los partidarios del derecho al aborto manifiestan alguna ambivalencia sobre el procedimiento, como un afán de convertirlo en «poco común», sus adversarios antiabortistas suelen sencillamente preguntar: «¿Por qué? Si el bebé no fuera un miembro de pleno derecho de la comunidad humana, ¿por qué desearían ustedes minimizar el aborto más que otros tipos de cirugía?». Dworkin respondería que el aborto es de hecho lamentable pero debido sólo a la inviolabilidad de la vida humana, no porque el niño nonato sea un miembro igual y con derechos de nuestra comunidad.

Dworkin pretende estar expresando con elocuencia la profunda o verdadera posición de los provida, así como de los proelección. Es decir, sostiene que hasta quienes se oponen al aborto son ambivalentes acerca de los derechos fetales: consideran al feto más que una propiedad pero menos que un ser humano con iguales derechos. De modo interesante, una de sus pruebas se funda en la jurisprudencia constitucional alemana.

Todas las aparentes concesiones al bando provida son al final trastrocadas por Dworkin. Cree que el mismo principio fundamental de los provida, la inviolabilidad de la vida, requiere un régimen de derecho al aborto más proelección que el del fallo Planned Parenthood v. Casey (1992) del Tribunal Supremo de Estados Unidos -en realidad, incluso más proelección que la jurisprudencia del aborto anterior a Casey y posterior a Roe v. Wade-, por cuanto Dworkin prohibiría los períodos de espera, los límites de la financiación del aborto y todas las demás regulaciones estatales movido por un afán de proteger del aborto al feto. En otros términos: los esfuerzos de Dworkin por conseguir una solución política concluye con una victoria aplastante del bando proelección. No podemos dejar de preguntarnos si su clara meta política de garantizar con mayor firmeza el derecho al aborto no pudiera haber sesgado su más anchurosa teoría de la inviolabilidad.

Mi crítica de Dworkin se divide en dos partes. En la primera, sostengo que los resultados de la teoría de Dworkin son poco atractivos. Por ejemplo, pese a su promesa inicial, el argumento de Dworkin «menoscaba» de hecho a los individuos que defienden criterios provida. Prácticamente les acusa de mala fe o, en el mejor de los casos, de engañarse a sí mismos, puesto que afirma que no creen de veras en los derechos fetales sino tan sólo en la santidad o inviolabilidad del feto. Cuando después pasa a sostener que la misma santidad de la vida puede pemitir e incluso requerir el aborto, Dworkin parece burlarse adrede de los criterios provida. Así, la idea de Dworkin de la inviolabilidad de la vida no encierra un significado común sobre el que podría cimentarse la paz civil. De la teoría de Dworkin se desprende una consecuencia más importante, que puede no ser del gusto de muchos. Su frágil idea de la inviolabilidad, junto con su reconocimiento de la continuidad de la vida prenatal y posparto, significa que sus justificaciones del aborto disminuyen la resistencia moral y legal hacia el asesinato de los seres humanos también después del parto (sobre todo, de los niños, los discapacitados y los ancianos).

En la segunda parte de mi crítica, sostengo que ambos tipos de resultados perniciosos -el perjuicio al compromiso político y el perjuicio a determinadas clases de seres humanos posparto vulnerables- se basan en un concepto erróneo de la santidad o la inviolabilidad. Dworkin no logra comprender fenomenológicamente ni el objeto ni la actitud que comporta la inviolabilidad de la vida humana. Por ejemplo, piensa equivocadamente que cuando lloramos la muerte de un recién nacido lamentamos ante todo el desperdicio del esfuerzo invertido, en vez de la pérdida del propio niño. De modo incorrecto, afirma que nuestra actitud hacia un niño que vive es en gran parte la de valorar esa inversión en vez de la de respetar su vida. Este artículo demostrará, por contra, que nuestras actitudes hacia la vida humana no pueden en absoluto aprehenderse mediante la idea de la «valoración»; demostrará que el respeto o la reverencia que tenemos por la vida es una postura completamente independiente, sin relación con el valor. Dicha postura proporciona una explicación más coherente de la ambivalencia popular hacia el aborto que la facilitada por la noción de inversión de Dworkin.

 

I. La ambivalencia del aborto según Dworkin

Dworkin afirma que la batalla del aborto no puede finalizar mientras una de las partes se empeñe en hablar solamente el lenguaje de los derechos. Un derecho fetal a la vida es del todo incompatible con un derecho femenino al aborto.

Según Dworkin, una vez que cada parte deje de adoptar una actitud altanera, ambas convendrán en que el aborto es un mal sin constituir la violación de un derecho. La mayoría de las personas proelección admitirán que aunque el feto no posea un derecho a la vida correlacionado con un deber gubernamental de protección, aún así tiene un valor intrínseco importante. El aborto destruye una vida humana. En consecuencia, «el aborto es siempre una grave decisión moral» y «nunca permisible por una razón trivial o frívola». Dworkin opina que «lo sagrado» y «la santidad» son buenos términos para expresar el valor intrínseco fetal, reconocido incluso por el bando proelección, pero insiste en que dichos conceptos no precisan de un apuntalamiento teísta. Por consiguiente, prefiere utilizar las palabras «inviolable» o «inviolabilidad» a propósito del feto, pues éstas tienen un sonido más convenientemente secular que el de «sagrado» y «santidad».

Para consolidar las bases de su nuevo criterio -según cabe suponer de aceptación general-, Dworkin necesita afirmar lo mismo respecto al bando provida: que también éste considera que el feto sólo tiene una especie de valor intrínseco o inviolabilidad más que el mismo derecho adulto a la vida. Además, dicho valor debe aparecer como «desvinculado» más que «derivado» de los derechos. Sorprendentemente, Dworkin efectúa fuertes asertos en este punto. Aunque sólo afirma que «la mayoría» de los liberales proelección están de acuerdo en que un feto tiene inviolabilidad, Dworkin sostiene que prácticamente nadie del bando provida cree verdaderamente que el feto tenga el mismo derecho humano a la vida. No está claro por qué insiste tanto en este punto, puesto que su argumento aquí es tanto débil como en su mayor parte innecesario para su posición política final.

Dworkin se enfrenta de entrada con numerosas pruebas de que muchas personas creen que el feto tiene el mismo derecho a la vida que el resto de nosotros. Por ejemplo, el fallo de 1975 del Tribunal Constitucional alemán, analizado por Dworkin, declara que con respecto al derecho a la vida «no puede efectuarse ninguna distinción [...] entre las diversas fases de la vida que se desarrolla por sí misma antes del nacimiento, o entre la vida nonata y la nacida». Los datos de encuestas matizadas parecen asimismo revelar que al menos una mayoría considerable de los estadounidenses cree en la igual dignidad del nonato. Una encuesta Gallup de 1991 mencionada por Dworkin averiguó que el 36,8% convenía en que «'El aborto es tan malo como matar a una persona que ya ha nacido: es un asesinato'». Si la única otra opción de la encuesta hubiese sido algo como «El aborto es bueno», bien podríamos preguntarnos si quienes arriba respondieron pensaban realmente lo que decían. Sin embargo, la referida encuesta contenía otros dos modos de expresar recelos sobre el aborto: «'El aborto es un asesinato, pero no es tan malo como matar a alguien que ya ha nacido'», que obtuvo el 11,5% y «'El aborto no es un asesinato pero supone arrebatar una vida humana'», que recibió el 28,3%. A mi juicio, estos datos revelan que el 11,5% más el 28,3% -incluyendo a muchos que podrían intitularse provida- bien pudiera asentir con el criterio del feto de Dworkin de 'inviolabilidad pero no los mismos derechos', haciendo de la suya una perspectiva políticamente importante aunque con frecuencia olvidada. Pero Dworkin no está satisfecho con semejante conclusión. Desea declarar que incluso aquéllos de la mayoría del 36,8% no creen realmente en los iguales derechos del nonato.

Aunque su contenido varíe, la fórmula básica de la crítica de Dworkin es la siguiente: si bien el provida X puede afirmar que cree en un derecho a la vida del feto igual, X cree asimismo que el gobierno no debería penar algunos abortos, especialmente durante el embarazo temprano. La segunda convicción de X es inconsecuente con la primera convicción de X. Por consiguiente, X no sostiene realmente la primera convicción, pese a lo que afirme.

Algunos problemas con este argumento son empíricos. A menudo, los datos de Dworkin sobre los antiabortistas son poco más que conjeturas y bien pudieran ser inexactos. Por ejemplo, frecuentemente asevera que hasta los provida consideran que el aborto temprano no es tan malo como el aborto tardío y, por tanto, no reconocen evidentemente el mismo derecho a la vida en todas las fases del embarazo. Pero no ofrece prueba alguna de dicho aserto. Que yo sepa, la permisividad con respecto al aborto temprano constituye una rareza entre los antiabortistas. Nunca ha sido, desde luego, la actitud del Comité Nacional del Derecho a la Vida. Asimismo, Dworkin sostiene que sólo en fecha reciente la Iglesia católica romana comenzó a utilizar el «derecho» del feto como una razón contra el aborto, sin mencionar que nuestra moderna retórica de los derechos no empezó a cobrar forma hasta finales de la Edad Media, y en el seno de la Iglesia católica romana, todavía más tarde. Difícilmente podía esperarse que la Iglesia hablase de los derechos del feto antes de hablar de los derechos de nadie.

De igual manera, la acusación por parte de Dworkin de inconsecuencia no responde obviamente a la verdad. Muchos estudiosos, tanto provida como proelección, han alegado que aun cuando el feto tenga una dignidad igual a la del resto de nosotros, no se sigue necesariamente que debiera penarse el aborto en casos de apuro (como cuando la vida de la madre se ve amenazada o cuando el embarazo es debido a una violación) o incluso que no debiera penarse nunca. Las razones para no penarlos serían que los abortos en cuestión se hallan justificados por una moralidad individualista de prioridad personal; que están excusados por la flaqueza humana, o sencillamente que resulta poco aconsejable prohibirlos si es probable que la prohibición no surta efecto.

Aun cuando Dworkin estuviera en lo cierto en que no existe un modo consecuente de apoyar tanto la igualdad fetal como la impunidad de ciertos abortos, en modo alguno habría probado que la gente no apoye, de hecho, ambos criterios. Hasta las personas razonables son muy capaces de aplicar inconsecuentemente un principio general (en este caso, el igual derecho a la vida de todos los seres humanos, nacidos o nonatos) en una situación concreta (en caso de violación, por ejemplo) sin dejar de apoyar dicho principio. A lo sumo podríamos decir de tales personas que desconocemos cuál es su «auténtica» posición, si con ello nos referimos a la posición que elegirían de ser convencidas por Dworkin de tener que elegir una u otra. Acaso tendríamos que suponer, incluso, que abandonarían la excepción en vez de renunciar al principio. El propio Dworkin, en cuestiones que abarcan desde la interpretación constitucional hasta la comprensión de los deseos morales de una madre, mantiene que respetar las opiniones de los demás significa dar por sentado que éstos no desearían a sabiendas apartarse de sus principios y que desearían que dichos principios superasen las excepciones inconsecuentes. Si Dworkin aplicara sus propias máximas a su interpretación de la opinión provida, descubriría gran parte (aunque no toda) de dicha opinión firmemente afianzada en una sincera convicción del igual derecho a la vida de los niños nonatos.

Dworkin ofrece un segundo argumento en el sentido de que los fetos nonatos no tienen el mismo derecho a la vida. Dicho argumento es más enérgico y de mayor enjundia. Dworkin afirma que nada que carezca de intereses puede tener un derecho y nada puede tener un interés si carece de conciencia. Por consiguiente, como los fetos (al menos en las primeras fases del embarazo) no tienen conciencia, Dworkin llega a la conclusión de que no pueden poseer intereses ni derechos.

Una vez más, sin embargo, no está claro por qué Dworkin cree que resulta universalmente convincente en este punto, ni por que piensa que debe serlo. Respecto al tema de si pueden existir derechos sin intereses, el criterio de Dworkin parecería denotar que las tradiciones ascetas de muchas religiones son peligrosas para los derechos humanos. Dichas tradiciones, por supuesto, tratan de depurar el yo de todo interés en su propia vida o bienestar. Una de mis anécdotas favoritas, tal vez apócrifa, es la del monje tibetano con quien se encara el capitán de un escuadrón invasor chino. Parece que el capitán le dijo: «¿Te das cuenta que soy alguien que puede hacerte fusilar sin un pestañeo?». El monje le habría respondido: «¿Te das cuenta que soy alguien que puede hacerse fusilar sin un pestañeo?». Según Dworkin, ¿la relativa falta de interés del monje en seguir vivo significaría que tenía menor derecho a vivir que las personas más interesadas en sí mismas? ¿Y qué decir de otros que, debido a la enfermedad o la mala suerte, profesan indiferencia a prolongar su existencia? ¿Serían sus derechos más frágiles?

Aún más problemática resulta la afirmación, por parte de Dworkin, de que un ente no puede tener intereses y, por tanto, no puede tener derechos si carece de conciencia. ¿Se atenúan los derechos de las personas a medida que, rendidas por el cansancio, quedan dormidas cada noche? A un nivel intuitivo, parece insuficiente para Dworkin afirmar llanamente que «nada tiene que ver con los intereses de una pequeña zanahoria ser arrancada prematuramente y sacada a la mesa como una exquisitez». Tampoco está obviamente en lo cierto cuando asegura que una oruga no tiene intereses en convertirse en mariposa. ¿No podrían utilizarse de igual modo estos ejemplos para demostrar que los intereses sin conciencia son en realidad muy posibles? ¿No estaría mal matar plantas o insectos por puro capricho, pese a su supuesta falta de conciencia?

Acaso vacilamos en mostrarnos de acuerdo con Dworkin porque barruntamos que las zanahorias y las orugas pueden, de hecho, poseer una forma primitiva de conciencia. Dworkin parece suscribir una forma de dualismo en su tajante división de los entes vivos entre quienes tienen conciencia y quienes no, en vez de reconocer una paulatina degradación desde la conciencia humana hasta la insensibilidad de las piedras. Las zanahorias y las orugas responden a sus entornos. ¿Cómo podemos afirmar que ello no constituye, por utilizar la terminología de Dworkin, «alguna forma de conciencia»?

Dworkin puede querer insinuar que es la conciencia propia lo que se requiere como fundamento de los intereses, aunque ello pudiera significar posponer los derechos hasta algún tiempo considerable después de nacer, si Dworkin insistiese asimismo en una elaborada especie de «yo». Pero si por conciencia propia nos referimos solamente a la reflexividad -una conciencia de nuestro propio ser, además de nuestro entorno-, entonces cierta clase de conciencia propia se halla presente dondequiera que exista la vida. En cualquier organismo tienen lugar procesos de homeóstasis y homeórresis, mediante los cuales aquél monitoriza su propio desarrollo y bienestar. Esto es retroacción, con-ciencia, con-conocimiento. En el lenguaje de Dworkin, la zanahoria que se desarrolla y la oruga que se metamorfosea muestran un «interés» en ellos mismos; si fuerzas internas o externas dañan su desarrollo, son aplicados mecanismos correctores para curar la herida y restablecer el crecimiento debido. La vida debe ser consciente de sí misma para gobernarse, para existir como un ser unificado. El cigoto y el embrión, como la zanahoria y la oruga, tienen «alguna forma de» conciencia e incluso de conciencia propia y, por tanto, parecerían tener el fundamento que Dworkin requiere para la atribución del derecho a la vida.

Pese a todo, debo convenir con Dworkin en que resulta raro hablar de fetos que tienen intereses o de nosotros, que necesitamos ser justos con dichos intereses. Creo, sin embargo, que el lenguaje de los intereses y los derechos resulta igualmente raro al hablar de niños recién nacidos o de otros seres que no son tan plenamente conscientes o tan plenamente egocéntricos como nosotros. El cálculo de intereses es más familiar a la terminología del contrato mercantil. Los derechos y la equidad son el lenguaje de la negociación entre adultos con intereses propios. Resulta extraño hablar de niños recién nacidos o de orugas que tienen intereses o son tratados justamente, ya que tales entes no negocian en pie de igualdad con el resto de nosotros. Su conciencia no se ha elevado (o caído, depende de nuestro punto de vista) hasta el extremo de contemplar a los demás como competidores. Es muy difícil comprimir al nonato en la imagen de un conjunto de adultos calculadores negociando un contrato social de derechos básicos. Además, ¿por qué habríamos de contemplar el pensamiento del contrato social, con sus galas de intereses, reciprocidad y consentimiento, como la única o más elevada forma del discurso normativo político y legal?

El lenguaje de los derechos parece en sí mismo ser un producto del individualismo moderno. Como indicábamos antes, los antiguos mundos religiosos y seculares carecían de un concepto claro de un derecho, en nuestro moderno sentido de un poder disfrutado por un individuo. Para ellos, derecho significaba lo que era apropiado o lícito, o sencillamente significaba la propia ley. La noción de que uno podía poseer un derecho hubiese tenido tan poco sentido gramatical como afirmar hoy día que uno puede poseer la ley. En cierto modo, cuando hablamos actualmente de que las personas tienen derechos naturales o positivos, estamos distribuyendo la ley como si fuera una mercancía. La prorrateamos entre nosotros mismos. Reducimos la ley de una autoridad pública a la que obedecer a un conjunto de guardas jurados privados a los que ordenar. Mientras que la ley antigua era objeto de lealtad común, los derechos modernos dividen la comunidad humana en un conjunto de pequeños feudos, gobernado cada uno por un soberano con potestad sobre todo quien se adentra en su dominio.

Si hemos de preservar un sentido solidario, el lenguaje de los derechos y los intereses descrito arriba no es el mejor modo de concebir la comunidad humana. Hasta cierto punto, estoy de acuerdo con Dworkin en que es mejor no pensar en los fetos como poseedores de derechos. Un feto con derechos es un competidor o incluso un enemigo potencial. ¿Por qué hemos de pensar así en los niños nonatos? ¿No podríamos, en cambio, ver al feto como un ser que despierta en muchas personas un sentido cuando menos de inviolabilidad, si no de interés y de preocupación? Ojalá pudiésemos apartarnos de la charla de los derechos, no solamente con respecto al aborto sino a otros muchos problemas que afrontamos en la comunidad humana.

Además, el lenguaje de los derechos y de los poseedores de derechos -a quienes llamamos personas- puede ser particularmente inconveniente para alcanzar un acuerdo en debates como el del aborto. Los derechos escinden el mundo en sujetos y objetos, personas y propiedades, consumidores y consumidos. Todos los entes que no sean personas se disuelven en una reserva amorfa de recursos que hay que dividir equitativamente entre los poseedores de derechos. Los árboles, las ballenas y los fetos deben también convertirse en personas legalmente reconocidas o, de lo contrario, perder toda protección basada en principios. Una postura semejante de 'todo o nada' no puede sino obstaculizar el debate sobre el aborto, conduciendo a ambas partes a extremos, ya que en nuestra ley sólo los extremos pueden conceptualizarse. Tanto si Dworkin demuestra al final hallarse en lo cierto como si no, su viraje de los derechos constituye evidentemente un paso hacia el diálogo y la comunidad renovados.

Existe, por último, una importante razón metodológica para excluir la idea de los derechos, para negarse (al menos incialmente) a responder la pregunta de si los fetos tienen derechos: Dworkin nos invita honradamente a examinar nuestras intuiciones más profundas y más sencillas relativas a la dignidad humana, antes y después del nacimiento. Una respuesta adecuada debe descartar no solamente todas las agendas políticas y morales, sino también las estructuras conceptuales desarrolladas por la teoría política y moral. Al procurar ser tan puramente descriptivos como resulte posible, debemos renunciar a la noción compleja y controvertida de un derecho. Cualquiera que sea el mérito que dicho concepto pueda tener, no es una percepción raíz sino una construcción teórica. Como este artículo intentará efectuar una descripción fenomenológica del mundo que compartimos, no debería comenzar con una búsqueda de derechos.

Así pues, cualquier desavenencia que pudiera tener aquí con Dworkin no sería por dejar de reconocer los derechos de los fetos. Sería, más bien, por su insistencia en enfatizar los derechos individuales del resto de nosotros y por toda pretensión de que quienes poseen derechos deben dominar a los demás seres, que sólo tienen lo que él denomina inviolabilidad. El hecho de que el nonato -junto con los niños y otros entes humanos y no humanos- no pueda negociar y reciprocar no presupone que posea menos dignidad intrínseca que quienes pueden hacerlo.

En resumen: aun cuando Dworkin se equivoque al pensar que casi todos los providas consideran el feto sólo como algo inviolable, en vez de un miembro de la comunidad humana, está en lo cierto al indicar que muchos de ellos deberían ser capaces de hablar cómodamente del feto sin recurrir al lenguaje de los derechos. Una solución al tema del aborto basada en la inviolabilidad de la vida, en vez de en los derechos, resulta así potencialmente viable, al menos como un compromiso. Si bien Dworkin se equivoca al sostener que el feto no tiene suficiente conciencia para legitimar que se hable de sus intereses, puede tener razón políticamente en su indicación de que, tratándose del nonato, eludamos el lenguaje de los derechos. Hablar de derechos crea una sensación de conflicto o, como mínimo, de rivalidad dentro de una discusión política ya altamente polarizada. En cambio, al hablar de la inviolabilidad y del bien común podemos hallar más fácilmente un modo de restablecer la paz en la guerra del aborto.

Habiendo dejado sentado a su entera satisfacción que la mayoría de las personas de ambas partes de la discusión sobre el aborto reconocen un valor intrínseco, una inviolabilidad, en la vida humana antes del nacimiento, pero que dicha inviolabilidad no es ni puede equivaler a un derecho a la vida, Dworkin pasa a preguntarse qué otra cosa podría ser. Exponiendo el problema aquí, es donde Dworkin se muestra más brillante. Señala que el valor intrínseco de la vida humana no puede ser la misma clase de valor intrínseco que generalmente encontramos en otras manifestaciones del mundo. De ordinario, cuando pensamos que algo tiene valor intrínseco, deseamos poseer de ello todo lo posible o, al menos, que su valor in potentia se correlacione con su valor efectivo. Por ejemplo, el valor intrínseco del conocimiento significa que deseamos ampliarlo, no sólo preservar el que tenemos. Sería raro que alguien valorase en mucho los diamantes de su pertenencia, pero a la vez no se interesara lo más mínimo por adquirir más, o incluso se opusiera a ello. Sin embargo, esta extraña postura es exactamente la que a menudo adoptamos con respecto a la vida humana. Pocos de nosotros pensamos en la vida humana como tan valiosa que deberíamos, individual o colectivamente, tener un número indefinido de hijos. Con todo, la mayoría de nosotros asentimos, según Dworkin, en que una vez que existe la vida humana, e incluso antes de adquirir derechos, está hasta cierto punto mal destruirla. No sería infrecuente o extraño que un padre se opusiera firmemente a tener más hijos, por razones económicas o de otra índole, y sin embargo que valorase en mucho a un niño, antes y después de nacer, de producirse la concepción accidentalmente. Sin volver al discurso de los derechos -en el que la distinción es obvia-, ¿cómo podemos explicarnos esta extraña postura? ¿Cómo puede algo tener valor inviolable una vez que existe sin que su posibilidad posea un elevado valor correlativo?

Dworkin coadyuva a nuestras reflexiones señalando otras áreas donde parecemos adoptar la misma clase de postura bifurcada de querer respetar y proteger las cosas una vez que existen y, con todo, de mostrarnos en principio indiferentes o incluso hostiles a su materialización. Indica que sentimos una especie de reverencia por el arte:

 

Concedemos gran valor a las obras de arte una vez que existen, aun cuando no nos preocupamos tanto de si se producen más [...] Yo, personalmente, no deseo más pinturas de Tintoretto que las ya existentes. Pero, pese a ello, me aterraría la destrucción deliberada de una sola de las que pintó.

 

De modo análogo, Dworkin sostiene que las mismas personas que desean proteger como mínimo las principales especies de la vida, desarrolladas a lo largo de eones, pueden tener muy escaso interés en la creación de nuevas especies. Reverenciamos o respetamos, tratamos como inviolables, a las especies que se han desarrollado hasta la fecha, facilitándoles protección legal a un importante coste del disfrute humano, pero no alentamos a la ciencia a emplear su tiempo desarrollando otras formas de vida, tal vez incluso más curiosas.

En los tres casos -vida humana, arte y especies no humanas-, nuestra actitud es la de respetar y proteger aquellos entes ya existentes, por considerar que tienen gran valor, sin desear al mismo tiempo producir otros entes, valorados en mucho, semejantes. ¿Qué cualidad podrían poseer que justificase nuestra insólita actitud hacia ellos? Éste es el gran enigma que Dworkin trata de resolver. Lo ha expuesto bien, pero desgraciadamente su solución es deficiente.

 

II. La teoría de la inviolabilidad, 
basada en la inversión,
de Dworkin

La explicación por parte de Dworkin de nuestra aparente personalidad escindida es tanto sencilla como elegante. Un ente posible puede tener poco o ningún valor, mientras ese mismo ente una vez realizado puede tener gran valor si su fuente de valor es algo añadido conforme se crea y desarrolla. Con respecto al aborto (y, como veremos, a la eutanasia), Dworkin defiende lo que llama «una comprensión particular de la santidad de la vida: que una vez que una vida humana ha comenzado es un despilfarro [...] cuando la inversión en dicha vida se desperdicia». Pensamos que el aborto es una pena porque lamentamos el desperdicio de la inversión natural y humana que ha sido realizada en el feto. Con todo, no nos entristecemos cuando no se conciben nuevos fetos, cuando las parejas recurren a la abstinencia o a la anticoncepción, pues en este caso no se desperdicia ninguna inversión en la vida.

Aunque Dworkin pretenda estar explicando el valor «intrínseco» de la vida humana, es evidente que su solución a nuestro enigma cuenta con un valor extrínseco: el valor del «esfuerzo» creativo invertido en el feto. La explicación de Dworkin de la paradoja de que deseemos proteger las obras de arte y las especies animales más de lo que deseamos producirlas es parecida: «[E]l nervio de lo sagrado reside en el valor que concedemos a un proceso, empresa o proyecto más que a sus resultados...». Si no deseamos que se desperdicie ese proceso o esfuerzo, necesitaremos tanto no invertirlo imprudentemente, en primer término, como protegerlo una vez que haya sido invertido. La teoría de Dworkin muestra cómo podemos oponernos al aborto fortuito por idéntico motivo que podemos oponernos a la concepción fortuita: porque no deseamos que el esfuerzo creativo vaya a desperdiciarse.

Dworkin emplea esta teoría de la inversión para explicar nuestros sentimientos hacia la vida humana después y antes del nacimiento. Cuanto más tiempo ha vivido un niño, mayor ha sido el esfuerzo invertido en él y más lamentable resultaría su muerte prematura. Por otro lado, si la inversión en la vida de alguien ya ha sido en gran parte redimida (como sucede con los ancianos) o, en cualquier caso, está condenada a frustrarse (como sucede con los gravemente discapacitados), la muerte no es entonces tan trágica. Para Dworkin, la vida humana resulta normalmente más inviolable desde los primeros años de la adolescencia hasta el inicio de la madurez, porque las personas dentro de esta gama de edades encarnan una gran inversión y, si además gozan de salud, una gran promesa.

A modo de ejemplo de cómo el aborto puede, en efecto, manifestar respeto por el valor inherente de la vida, Dworkin menciona a la adolescente embarazada que puede encontrar una inversión mayor en su propia vida desperdiciada si no malgasta, mediante el aborto, una inversión menor que ella y los demás pueden haber realizado en su niño nonato. Paradójicamente, es muy posible que la inviolabilidad de la vida requiera la destrucción de la vida, según Dworkin.

Nada hasta aquí en los argumentos de Dworkin se basa en la religión. De hecho, Dworkin enfatiza que una de sus «afirmaciones principales a lo largo de este libro [...] [es] que existe una interpretación [...] secular de la idea de que la vida humana es sagrada». Dworkin señala que el arte y las especies animales pueden entenderse, de igual manera, como sagrados en un sentido secular y, de este modo, el Estado puede con toda corrección proteger el «valor intrínseco» hallado en ellos:

 

Ni los logros culturales, ni las especies animales, ni los futuros seres vivos son criaturas con derechos o intereses. Pero nadie duda que el Gobierno podría tratar al arte y a la cultura como poseedores de valor intrínseco, o que el Gobierno podría tomar medidas para proteger el medio ambiente, las especies animales en peligro de extinción y la calidad de vida de las generaciones venideras. El Gobierno podría, por ejemplo, recaudar debidamente impuestos destinados a mantener los museos; puede prohibir a la gente demoler sus propios edificios si estima que éstos poseen un valor arquitectónico histórico; puede prohibir prácticas de fabricación que supongan una amenaza para las especies en peligro de extinción o que dañen a las generaciones venideras. ¿Por qué no debería el Gobierno tener el poder de hacer cumplir una convicción mucho más apasionada, esto es, que el aborto constituye una profanación del valor inherente que se concede a toda vida humana?

 

Tras esforzarse por convencernos de que la «santidad» y lo «sagrado» pueden tener significados puramente seculares, Dworkin insiste en que las creencias relativas a un subconjunto de lo sagrado -la vida humana- deben no obstante denominarse «religiosas», aun cuando sean defendidas por ateos, ya que estas creencias son «de mayor fundamento» para nuestras personalidades morales. Dado que dichas creencias «religiosas» estarán reñidas (según los distintos valores atribuidos a la inversión divina, natural y humana), los gobiernos no pueden perjudicar gravemente a algunas personas obligándoles a ajustarse a una interpretación de la santidad de la vida que no comparten. Aunque podamos estar de acuerdo en que la vida prenatal -como el arte y las especies animales- posee cierto valor inherente debido a la inversión creativa que encarna,

 

[un] estado no puede restringir la libertad para proteger un valor intrínseco cuando el efecto sobre un grupo de ciudadanos sea especial y grave, cuando la comunidad se halle seriamente dividida acerca del respeto que dicho valor exige, y cuando las opiniones de las personas sobre la naturaleza de ese valor reflejen convicciones esencialmente religiosas que resultan fundamentales para la personalidad moral.

 

Dworkin deja en buena parte sin explicar por qué el Estado no puede penar al menos aquellos abortos practicados por motivos triviales, puesto que, por definición, dichos abortos implican pocos apuros y Dworkin cree que existe un consenso casi general en que están mal. Pero Dworkin va más lejos. No sólo el Gobierno no puede prohibir ningún aborto, sino que -en contra de la actual posición del Tribunal Supremo de Estados Unidos- no puede incluso apoyar a «una de las partes de un debate sobre un tema esencialmente religioso» negándose a financiar el aborto electivo mientras costea el parto, pues ello «equivale a establecer una interpretación de la santidad de la vida como el credo oficial de la comunidad». Por la misma suerte de motivos, el Gobierno «no debería imponer ningún criterio uniforme y general» relativo a la protección de las vidas de los ancianos y los discapacitados. Todo cuanto el Estado podría hacer en apoyo de la inviolabilidad de la vida humana -a diferencia de hacer respetar los derechos legales y constitucionales- es promover la toma de decisiones reflexivas. Los gobiernos pueden «alentar a sus ciudadanos a debatir seriamente el tema del aborto», pero no pueden tratar de enseñar una respuesta correcta.

Dworkin comienza con la tesis provida de que el aborto destruye una vida humana inviolable, pero finaliza con una posición proelección más acentuada aun que la de Roe v. Wade y su progenie.

 

III. Las desafortunadas consecuencias 
de valorar la inversión

La aseveración legalmente más importante de Dworkin es que la propia inviolabilidad de la vida puede requerir matar a seres humanos inocentes. Según Dworkin, la inviolabilidad puede entrañar violación. Antes de concentrarnos en sus profundos errores, examinemos algunas de las razones por las que deberíamos esperar que dicha aseveración sea errónea. Antes de debatir su falsedad, quiero hacer ver que sus resultados son muy desafortunados. Primero, la tesis de Dworkin resulta dañina para nosotros como comunidad política; confunde el discurso público y socava la solidaridad social. Segundo, la idea de que la inviolabilidad de la vida, la santidad de la vida, puede requerir matar es una noción que podría poner en peligro -además de a los fetos- a otros seres por quienes nos interesamos y a quienes posiblemente deseamos proteger de la violencia.

En cuanto a la primera especie de consecuencia: antes de Dworkin, los argumentos a favor y en contra del aborto se hallaban, de modo claro, bastante divididos. Aun cuando no pudiéramos ver un modo de reconciliarlas, las reivindicaciones eran al menos diáfanas. Por un lado figuraba el valor de la libertad, y sus defensores eran llamados proelección; por el otro, figuraba el valor de la vida y sus defensores eran llamados provida. A Dworkin le gustaría que ambos bandos fuesen llamados provida. Cada bando defendía su propia interpretación de la inviolabilidad de la vida humana. Políticamente hablando, ¿de qué modo coadyuvará al debate público tener a los partidarios de Roe gritando que debe protegerse la vida y proclamando que hay que derrotar a los antiabortistas para preservar la santidad de aquélla?

El argumento de Dworkin nos recuerda el famoso aserto de George Orwell en 1984 de que «la guerra es paz». Por supuesto, la dictadura totalitarista de Orwell empleaba adrede esa fórmula para paralizar el debate público. No estoy afirmando que Dworkin albergue tal propósito inicuo detrás de su teoría, pero la doctrina de que la violación de la vida respeta la inviolabilidad de la misma podría tener el mismo efecto silenciador. Es más, en 1984 el lenguaje, al sostener que la guerra era paz, no solamente inhibía los esfuerzos en pro de la paz, sino que escarnecía y envilecía a quienes se oponían a la guerra. Se les reprochaba que sus sentimientos antibélicos no podían enunciarse de modo racional. Análogamente, referir a la comunidad provida que sus oponentes son de veras igualmente (o más) provida y que el aborto respeta la vida parece un escarnio así como un amordazamiento. La aseveración de Dworkin parece, deliberada o accidentalmente, hacer enmudecer el criterio antiaborto del mundo y, por tanto, dificultar más aún el diálogo sobre el aborto.

Recuerden que Dworkin también reprende a los providas por pretender, de modo inconsecuente, propugnar un «derecho» a la vida del niño nonato. La comunidad provida debe compartir con el otro bando su argumento relativo a la inviolabilidad y abstenerse de llevar a cabo su alegato respecto a los derechos. Es difícil comprender cómo, de su propuesta, puede resultar el autorrespeto mutuo que Dworkin prometía. No olviden que Dworkin utilizaría el poder estatal para exigir a las personas contrarias al aborto su financiación. Dichas personas serían obligadas a doblegarse y tomar parte en lo que consideran que constituye el asesinato de niños indefensos, sin poder fácil o completamente expresar sus motivos para oponerse a esta práctica. Es difícil concebir un grado mayor de alienación política por parte de las personas provida si los criterios de Dworkin llegasen a predominar, legal y socialmente, en Estados Unidos. ¿Se extinguirían sus convicciones o encontrarían expresión en formas apolíticas y violentas?

En Life's Dominion, Dworkin no parece preocuparse mucho por las nociones de la solidaridad social y la construcción de la comunidad. Cree que una sociedad basada simplemente en el respeto de los derechos constituiría nuestro objetivo primordial, tanto en Estados Unidos como en cualquier parte. Con todo, debemos preguntarnos si la especie de anomía extrema que su teoría podría generar no redundaría en un mundo incómodo incluso para él. Dworkin admite que su teoría exige a la comunidad humana renunciar a la protección de sus valores más elementales. El aborto no es una inquietud periférica. Dworkin señala que nuestras «convicciones en torno a cómo y por qué la vida humana tiene una importancia intrínseca, de las que extraemos nuestros criterios sobre el aborto, resultan de mayor fundamento para el conjunto de nuestras personalidades morales que nuestras convicciones en torno a la cultura o a las especies en peligro de extinción, aun cuando también éstas atañen a valores intrínsecos». Además, Dworkin no considera que dichos valores fundamentales sean simplemente privados. Afirma que no deberíamos mostrarnos indiferentes ante los abortos ajenos. Dichos abortos pueden afectar nuestro propio entorno moral y el de nuestros hijos y, naturalmente, pueden importarnos porque nos preocupamos por el valor de la vida misma, la cual podemos considerar dañada por cada aborto. Dworkin podía haber añadido además que los abortos que se practican en nuestra comunidad pueden importarnos debido a nuestra preocupación no sólo por el valor de la vida, sino por el valor de la relación madre/hijo. Al fin y al cabo, si creemos que el feto es un ser humano, entonces no es tan sólo un ser humano más: es el propio hijo de una madre. Sin duda, esta relación maternal constituye en nuestra cultura, y en casi todas las culturas, un arquetipo de la preocupación y el cuidado moral. Autorizar y subvencionar a las madres para matar a sus hijos podría considerarse desechar una piedra angular de la comunidad humana, con consecuencias posiblemente desastrosas. Son muchos quienes creen, como la Madre Teresa de Calcuta, que

 

El denominado derecho al aborto ha opuesto a madres e hijos, a mujeres y hombres. Ha sembrado la discordia y la violencia en el seno de las relaciones humanas más íntimas. Ha agravado la derogación del papel del padre en una sociedad cada vez más sin padres. Ha retratado el mayor de los regalos -un niño- como un competidor, una intrusión y un inconveniente. Ha concedido nominalmente a las madres un poder sin trabas sobre las vidas independientes de sus, físicamente dependientes, hijos e hijas. Y al otorgar este poder desmedido, ha expuesto a muchas mujeres a peticiones egoístas e injustas de sus maridos u otros compañeros sexuales.

 

La aseveración de Dworkin de que la inviolabilidad de la vida puede requerir matar es asimismo desafortunada en un segundo sentido, mucho más directo, ya que pone en peligro las vidas de seres humanos que pueden importarnos más de lo que nos importan los fetos: los niños y aquéllos cuyas vidas se ven frustradas por la discapacidad, la edad o incluso los problemas económicos crónicos.

Este peligro no es una cuestión de especulación empírica, sino de vinculación lógica. La reducción, por parte de Dworkin, de nuestro sentido de la inviolabilidad de la vida a un afán de no desperdiciar la inversión requiere que ciertas vidas sean contempladas como menos inviolables que otras y que matar se considere menos malo cuando resulta necesario para evitar un desperdicio neto.

Contemplemos esta lógica con mayor detalle. En una sección de su libro titulada «La métrica de la falta de respeto», Dworkin ofrece un cálculo de «tragedia comparativa» de cuánto se contraviene a la inviolabilidad de la vida mediante un asesinato concreto o cualquier otra clase de muerte prematura:

 

[C]úan malo es [...] depende de la fase de la vida en que acaezca, porque la frustración es mayor si tiene lugar después -en vez de antes- de que la persona haya realizado una importante inversión personal en su propia vida, y menor si se produce después de que cualquier inversión haya sido sustancialmente rentabilizada o tan sustancialmente rentabilizada como, de todos modos, resulta probable.

 

En resumidas cuentas, Dworkin cree que la medida de la inviolabilidad de una vida es la cantidad de inversión que se desperdiciaría de verse truncada dicha vida.

Adviértase que Dworkin ya no limita su teoría de la evitación del desperdicio a los fetos y al aborto. Su empleo arriba de la palabra «persona» muestra a las claras que se refiere también a las muertes posparto. Adviértase, asimismo, la estocada profundamente no igualitaria de sus observaciones. Aun cuando pueda continuar adhiriéndose a la igualdad de derechos, evidentemente Dworkin considera las vidas de algunas personas mucho menos inviolables que las de otras.

Para Dworkin, los niños apenas son más inviolables que los fetos, ya que ha sido poco lo invertido en «el mero desarrollo biológico: concepción, desarrollo fetal e infancia». Para que sea tenida realmente en cuenta, nuestra vida debe haber sido «determinada no sólo por la formación biológica, sino por la preparación y la decisión individual y social». Así, la «muerte de una adolescente es peor que la muerte de una niña porque la muerte de la primera frustra las inversiones que ella y los demás han realizado ya en su vida».

Algunos podrían discrepar en este punto con Dworkin, al parecerles que la muerte prematura es más trágica, como mínimo para la persona que muere. La adolescente fallecida disfrutó al menos de cierto tiempo en el mundo; la niña muerta, de casi ninguno. Lo que resulta peligroso, sin embargo, no es la acertada o errónea teoría de la tragedia de Dworkin sino el hecho de que de la medida de la tragedia Dworkin haga asimismo la medida de la inviolabilidad, de modo que las vidas de los niños pueden violarse con menor compunción si sus muertes resultan, en cierto sentido, menos trágicas.

No matar a un niño puede constituir incluso la tragedia más grande, con arreglo al esquema de Dworkin, de modo que la inviolabilidad de la vida no sólo llega a permitir el infanticidio sino a exigirlo. Recuerden que el cálculo de la inviolabilidad, a diferencia del de los derechos, no efectúa distinción cualitativa alguna entre los seres humanos antes y después del nacimiento, y que Dworkin está muy dispuesto a ocuparse del análisis comparativo de desperdicio entre la madre y el feto. Afirma que el mismo «respeto por el valor intrínseco de la vida humana» puede requerir el aborto, ya que «el despilfarro de vida [...] es mucho mayor cuando se arruina la vida de una madre soltera adolescente que cuando deja de vivir un feto temprano, en cuya vida la inversión humana hasta el momento ha sido desdeñable». ¿Y qué hay de la mujer joven que descubre, nada más dar a luz, que preocuparse de un niño significa, en palabras de Dworkin, que su vida «se arruina»? ¿No podría la balanza de desperdicio propiciar el infanticidio? Es cierto, según Dworkin, que ha existido más inversión ahora que en la primera fase del embarazo, pero en su mayor parte se trata aún de una inversión del tipo «meramente biológico». Por otra parte, dar al niño en adopción -una decisión que Dworkin encontró ya inaceptable como alternativa al desperdicio de un feto- resultaría ahora mucho más oneroso para la madre. Dworkin debe en principio admitir que su concepto de la inviolabilidad de la vida de la madre puede significar que ésta debería matar a su hijo recién nacido.

Cabría esperar de un Dworkin sincero reconocer esta afirmación -que su idea de la inviolabilidad considerada sola podría en realidad propiciar el infanticidio-, pero para señalar que, a diferencia del feto, el recién nacido posee derechos legales y morales, y que éstos bastarán para excluir el asesinato de los niños.

Una respuesta semejante, sin embargo, no disiparía del todo nuestros temores. Si la inviolabilidad requiere matar y los derechos se oponen a ello, lo único que sabemos es que existe un conflicto; no quién ganará. Moralmente hablando, ¿no podría ser mejor, en ocasiones, conculcar un derecho que arruinar la vida de una mujer? Además, es dudoso que los derechos permanezcan legalmente firmes una vez que su apuntalamiento moral se debilite. De hecho, el propio Dworkin parece sostener más adelante en su libro que la vida presente de una persona con Alzheimer puede constituir tal desperdicio que su derecho a vivirla desaparezca.

Lo peor es que Dworkin nunca procura una respuesta semejante. Es decir, nunca sostiene que los niños posean un derecho a la vida inherente que les protege pese a su relativa falta de «valor intrínseco». Aunque parece reconocer que los niños (junto a los fetos en el tercer trimestre de gestación) tienen intereses, Dworkin hace de tener intereses sólo una condición necesaria, pero no suficiente, para poseer derechos. Deja explícitamente abierto el tema de si los recién nacidos son considerados personas en otro sentido que el legalista, al escribir: «[C]abría sostener [...] que los recién nacidos son personas constitucionales sin decidir si satisfacen o no cualquier nivel de conciencia que pudiéramos estimar necesario para la cualidad de persona en el sentido filosófico». Dworkin cita después un famoso ensayo de Michael Tooley que aboga por la permisibilidad moral del infanticidio. Ello, junto con su vinculación anterior de los fetos y los niños como ejemplos de «mero desarrollo biológico», hace que parezca improbable que Dworkin sostuviera que matar a los niños viole algo más que la letra de la ley. En el caso de que el cuidado de un niño desperdiciara la vida de una madre, ¿bastaría este tecnicismo legal para detener el infanticidio?

En Life's Dominion, «la cualidad de persona» y «los derechos» tienen un papel completamente positivista. No existe vinculación lógica en ninguna dirección entre lo que Dworkin denomina la cuestión «filosófica» de si un ente tiene cualidad de persona y la cuestión «práctica» de si debería ser tratado como nos tratamos unos a otros. Esta disyunción parecería amenazar incluso a los niños de más edad y a los adultos, quienes «de modo innegable» -afirma Dworkin- tienen derechos morales. ¿Por qué continuar otorgando a todos estos entes un derecho a la vida práctico cuando dicho derecho se opone a nuestro intenso deseo de evitar el desperdicio?

No resulta sorprendente que la aprobación del aborto, por parte de Dworkin, le conduzca a veces a aprobar el infanticidio. No es una conclusión que pudiera evitar mediante un bosquejo más cuidadoso, ni es siquiera una consecuencia forzosa de su propia teoría idiosincrásica de la inversión y el desperdicio comparativo. El difunto Paul Ramsey lanzó un reto a todos quienes promueven el derecho al aborto que todavía sigue ahí: la construcción de un argumento en pro de la permisibilidad moral del aborto que no constituya, asimismo, un argumento para la permisibilidad del infanticidio. Como otros que lo intentaron antes que él, Dworkin no ha logrado superar dicho reto. Si deseamos asirnos a un sólido derecho a la vida posparto, es preferible esperar a un nuevo aspirante que adoptar la teoría de Dworkin.

Resumiendo otra vez: Dworkin entiende que la vida humana es inviolable sólo hasta el punto en que matar redunde en un desperdicio neto de la inversión; en el caso de que rinda una ganancia neta de inversión, nuestro sentido de la inviolabilidad de la vida puede requerir matar. Como la inversión en ellos ha sido menor, los fetos y los niños son menos inviolables que los seres humanos de más edad. Sus vidas pueden compensarse con otras.

Podría parecer que Dworkin reconociera un grado muy grande, o incluso absoluto, de inviolabilidad una vez que se ha cumplido cierta edad, pues a esas alturas el nivel de inversión sería tan elevado que casi nunca podría compensarse. Pero resulta que la edad sólo constituye un indicador muy tosco de la cantidad de inversión en la vida de una persona. Por ejemplo, aunque de ordinario invirtamos gran cantidad de energía creativa en nuestro propio desarrollo, Dworkin afirma que esto no puede ocurrir en «los casos patológicos». Así pues, las personas con discapacidades demasiado graves para tomar «decisiones creativas» es improbable que acaben siendo menos inviolables. Si bien Dworkin no lo afirma de modo tan explícito, su teoría parecería igualmente entrañar que los niños cuyos padres puedan ser más creativos o afectuosos acaban representando una inversión mayor, y en consecuencia poseen una inviolabilidad mayor. El niño que ha recibido cuidados solícitos es más inviolable que el que ha sido desatendido; el que ha estudiado en una escuela Montessori, más inviolable que el que ha vivido en la calle.

Lo que es peor: con arreglo a la teoría de Dworkin, hasta las personas con una cuantiosa suma invertida en ellas no son forzosamente inviolables. Ciertamente, sus muertes no pueden considerarse un desperdicio de hallarse sus vidas ya «arruinadas» por un hijo no deseado o, de un modo más general, en la medida en que se hallasen «frustradas por otras formas de fracaso: por minusvalías, pobreza, proyectos descabellados, equivocaciones irredimibles, falta de preparación o incluso mala suerte». La muerte es menos mala cuando «se produce después de que cualquier inversión haya sido [...] tan sustancialmente rentabilizada como, de todos modos, resulta probable».

Es menos trágico, pues, cuando mueren personas que de todos modos no tenían demasiado futuro. Sus vidas son menos inviolables que las de las personas sanas, ricas y afortunadas. Dworkin indica incluso que para algunos sería mejor haber muerto: «¿Constituye siempre, ineludiblemente, la muerte prematura una frustración más grave de la vida que cualquiera de estas otras formas de fracaso?». En principio, pudiera resultarnos difícil comprender cómo cualquier tipo de frustración podría ser peor que la frustración absoluta provocada por la muerte. La idea de la inversión de Dworkin parecería sólo denotar que los individuos con minusvalías son menos inviolables que los demás, dando a entender que deberían morir si fuera preciso rentabilizar el mayor potencial de otra persona, no que sus vidas consideradas en sí mismas sean un desperdicio neto.

Sin embargo, una conclusión semejante sería poco perspicaz. Dworkin explica que la vida con minusvalías podría de hecho ser más dispendiosa que la muerte prematura, aun sin comparaciones interpersonales, si la vida en curso significase «el ulterior y angustioso desperdicio de las inversiones emocionales personales efectuadas en dicha vida por los demás, pero principalmente por la propia [persona gravemente discapacitada]». En otros términos: la vida de alguien requiere siempre una inversión incesante (de la propia persona y de los demás). Si esa prevista inversión futura va a verse «irremediablemente frustrada», es en efecto menos dispendioso cortar por lo sano, poniendo fin a la vida de inmediato.

Dworkin hace que nos sintamos algo mejor cuando afirma que la pobreza -incluso la pobreza extrema- sólo «rara vez» hará que un niño esté mejor muerto. No obstante, cuando más tarde indica que la vida de Iván Ilich, el personaje de Tolstoi, fue un desperdicio neto debido a que no supo promover sus verdaderos intereses, no podemos sino reparar en cuán ilimitada es la categoría de personas de Dworkin que en rigor deberían morir prematuramente.

Si de hecho estas personas no mueren pronto -preferiblemente antes de nacer, de poder predecirse la frustración futura con tamaña antelación-, pueden convertirse en personas que, de modo anómalo, no deberían existir, porque su vida en conjunto es un desperdicio, pero que no deberían morir ahora, porque al parecer las cantidades marginales de inversión que todavía necesitan podrían dar un rendimiento positivo.

En «el peor de tales casos habría sido mejor que la vida en cuestión nunca hubiese comenzado». Una existencia de esta índole puede ser «intrínsecamente algo malo [...] [E]s lamentable que deba vivirse una vida tan desvalida y penosa». Con todo, no se trata éste de un sentimiento nazi, explica Dworkin, pues una vez que se ha efectuado una gran inversión en tales personas la «posición liberal insiste en que dichas inversiones en la vida deberían realizarse lo más plenamente posible», por «horror a que se desperdicie la inversión». Por supuesto, si la carga de atender a tales personas fuera demasiado frustrante para sus cuidadores, continuar la vida podría acarrear una nueva pérdida neta de la inversión interpersonal total y el mismo «horror a que se desperdicie la inversión» propiciaría la muerte.

Dworkin nos recuerda, sin embargo, que los derechos de tales personas (al menos, una vez transcurrida la infancia) podrían hallarse en el modo de matarles:

 

[L]a cuestión general de la tragedia intrínseca relativa de diversos hechos es muy distinta de cualquier cuestión sobre los derechos de las personas que viven actualmente o sobre el modo en que deberían ser tratadas. Aquélla es una cuestión acerca de la bondad o maldad intrínseca de los hechos; ésta, acerca de los derechos y la equidad».

 

Pero si la muerte de una persona minusválida o indigente se conceptúa no muy mala, o incluso intrínsecamente buena, ¿no debilita ello nuestro sentido de su derecho a la vida? Es más, si los niños sólo pueden tener derechos en un sentido «práctico», porque carecen de suficiente conciencia para ser tenidos en cuenta filosóficamente como personas -como Dworkin quiere suponer-, ¿no podrían las personas con discapacidades graves ser incluidas en la misma categoría? Las personas mentalmente discapacitadas pueden verse aun más expuestas que los niños a que se ignoren sus derechos, o a que se les despoje de los mismos, ya que, a diferencia de los niños sanos, pueden incluso carecer de la posibilidad de formas de conciencia superiores.

Aun cuando las ideas de Dworkin no socaven directamente los derechos legales, como mínimo privan a muchas personas vulnerables de la protección moral secundaria derivada de la idea tradicional de la santidad o inviolabilidad de la vida. Antes de Dworkin, existían dos razones para no matar a alguien con el síndrome de Down: porque tenía derecho a la vida y porque su vida era sagrada o inviolable. Después de Dworkin, sólo queda la primera razón. En realidad, la misma inviolabilidad que una vez motivó la no violencia puede ahora, para Dworkin, propiciar de hecho su muerte.

Acaso la mayor tragedia que podría acontecer a las personas con vidas frustradas sería que la teoría de Dworkin adquiriese una aceptación generalizada. Al reducir la dignidad intrínseca de la vida a la evitación del desperdicio, Dworkin nos tendría enjuiciándonos unos a otros de manera mezquina y envidiosa. Cuando menos antes de nacer, y muy posiblemente después, Dworkin nos haría matar en nombre de la inviolabilidad de la vida, pero realmente por un afán de atesorar nuestros recursos más que de utilizarlos en proyectos malogrados. A medida que aumenten nuestras esperanzas de realización, las vidas llegarán a parecer cada vez más irrealizadas. Nuestros sueños de una vida agradable serán pesadillas para quienes no puedan lograrla, que deberían morir o haber muerto jóvenes.

Hasta ahora hemos visto que la teoría de la inviolabilidad, basada en la inversión, de Dworkin tiende a permitir o propiciar matar a los muy jóvenes (pues así no se desperdicia mucha inversión) y a aquéllos con minusvalías frustrantes (pues cualquier inversión en ellos constituye, en su mayor parte, un desperdicio). Sin embargo, podría parecer que la inviolabilidad de Dworkin necesitara proteger de la muerte al menos a aquellas personas cuyas vidas son satisfactorias.

Esta hipótesis se cumpliría sólo hasta cierto punto: aquél en que una persona de cierta edad ha, más o menos, realizado sus metas vitales. La muerte es «menos [trágica] si se produce después de que cualquier inversión haya sido sustancialmente rentabilizada». Para quienes ya han superado la flor de la vida, «la convicción de que la vida humana es sagrada puede transformarse en un argumento crucial a favor de -en vez de contra- la eutanasia».

Los conceptos expuestos por Dworkin hacen de ésta una conclusión plausible. Si una inversión ya ha restituido casi todo lo que cabía razonablemente esperar, su repentino fin no constituye una tragedia. Aun cuando una mina fuera cierta vez sumamente lucrativa, un terremoto destructivo después de que su mineral estuviese casi agotado no podría considerarse un descalabro económico. De modo análogo, si el rendimiento marginal de una nueva inversión fuera demasiado bajo (si la inversión se viese «frustrada», en palabras de Dworkin), entonces la evitación de pérdidas podría expresamente disponer la clausura de la mina una vez lucrativa; tanto más cuanto que mantenerla abierta privaría a una segunda mina, más prometedora, de fondos de inversión. Que te maten tras una vida venturosa no es una tragedia.

Dworkin va más allá. No solamente la satisfacción anterior constituye un motivo para permitir la eutanasia, sino que puede ser un factor para matar a los ancianos. Esto se debe a una demanda ética adicional a la que Dworkin apela: que nuestras vidas sean buenas historias. Dworkin propone enjuiciar una vida humana «como juzgamos una obra literaria [...] cuyo mal final estropea todo lo anterior». No es «zoe» -la vida física- quien posee inviolabilidad, sino más bien «la biografía». Cuando una persona brillante se convierte en incompetente, «nos preocupamos por el efecto de la última fase de su vida sobre la calidad de su vida en su totalidad, como podríamos preocuparnos por el efecto de la última escena de una obra teatral o de la última estrofa de un poema sobre el trabajo creativo completo». Un anticlimax puede ser peor que la muerte, por cuanto puede legar a una persona «una ruina narrativa [...] una vida peor que la que finaliza cuando concluye su actividad».

La inviolabilidad de la biografía puede incluso requerir oponerse a los deseos expresos de los ancianos, para favorecer sus «intereses críticos» sobre sus inmediatos «intereses de experiencia».

 

Supongamos que un enfermo mental se obstina en quedarse en casa, aunque ello imponga pesadas cargas a su familia, y que todos estamos de acuerdo en que las personas llevan críticamente mejores vidas cuando no constituyen una grave carga para los demás. ¿De verdad responde a sus mejores intereses, en conjunto, permitirle llegar a ser una carga semejante?

 

Dworkin no ignora el valor de la autonomía, pero sin otorgarle prioridad absoluta sobre la biografía. Es más: la idea de la biografía se convierte para él en parte del significado de la autonomía, por cuanto sólo cuentan realmente aquellas decisiones que tomamos con nuestros intereses críticos a la vista.

«La dignidad», dice Dworkin, «es un aspecto central del valor que hemos estado examinando a lo largo de este libro: la importancia intrínseca de la vida humana». Por tanto, «[N]os afligimos -incluso estamos en su contra- por alguien [...] que descuida o sacrifica la independencia que estimamos requiere la dignidad». De hecho, la indignidad de la dependencia parece «peor cuando la indignidad no es reconocida por su víctima». «Alguien que compromete su propia dignidad niega [...] un sentido de sí mismo como alguien con intereses críticos, cuya vida tiene un valor importante por sí misma». «[N]adie trata su vida como poseedora de una importancia objetiva e intrínseca a menos que insista en dirigir él mismo dicha vida, en no permitir que los demás le guíen a lo largo de ella, por mucho que les ame, respete o tema». ¿No haríamos incluso un favor a tales personas dándoles muerte antes (o después) de que tomen la poco digna decisión de volverse dependientes? No tiene nada de particular que Dworkin cite a Nietzsche con aprobación: «'En determinadas condiciones resulta indecente vivir más tiempo. Continuar vegetando en cobarde dependencia de médicos y maquinaciones, después de que el sentido de la vida, el derecho a la vida, se ha perdido debería inspirar un profundo desprecio en la sociedad'». Adviértase que tales cobardes y despreciables vegetales pierden, junto a su sentido, el derecho a la vida. La preocupación de Dworkin por la autonomía le lleva a desamparar a quienes eligen rechazarla. Dworkin insinúa que algunas veces podría ser necesario matar a las personas dementes y dependientes -aunque sean felices y esten pidiendo vivir-, para narrar la mejor historia para ellas.

¿Conlleva la teoría básica de la inviolabilidad de Dworkin esta noción de «la vida como biografía»? De ser así, Dworkin podría entonces tener que aprobar la aniquilación de las especies en peligro de extinción, ya que sus días de gloria parecen haberse acabado y carecen de derechos constitucionales. ¡Qué triste historia sería para el cóndor de California ganarse a duras penas la vida en los zoológicos! Y si los colores de la Capilla Sixtina no pudieran volverse a abrillantar, podría ser aconsejable encalarla por encima.

Evidentemente, Dworkin rechazaría estas sugerencias. Para nuestros propósitos analíticos, ello significa que no es suficiente ni necesario ocuparse por completo de la idea de Dworkin de lo que constituye una buena historia para criticar su concepto nuclear de la inviolabilidad como un no desperdicio de las inversiones. Aun cuando Dworkin estuviera equivocado en torno a la biografía, podría con todo tener razón acerca de su teoría de la inversión. Por otro lado, si se equivoca respecto al desperdicio de las inversiones, entonces debe también hallarse equivocado sobre cómo la inviolabilidad, en su forma más sencilla, es aplicable a los jóvenes y los minusválidos y, en su forma más compleja -donde confluye con la idea de biografía-, a los ancianos. Por consiguiente, no ahondaremos más en la noción de Dworkin de lo que constituye críticamente una buena vida, aunque ocupe una porción importante tanto de Life's Dominion como de su obra anterior. Tras demostrar que Dworkin ha cometido errores fundamentales al interpretar la inviolabilidad de la vida tan sólo como un «horror a que se desperdicie una inversión», desechamos definitivamente todos sus argumentos en pro de la muerte.

 

IV. La equivocación de Dworkin: 
ignorar al individuo

La sección previa de este artículo sacó a relucir las consecuencias de la teoría de la inviolabilidad de Dworkin, que muchos podrían considerar desafortunadas: su perjuicio al discurso público y a las vidas de ciertas personas vulnerables. Pero tales resultados no invalidan su teoría. A lo sumo nos dan motivos para reexaminar su análisis con mayor esmero. Porque si el reexamen no descubre error alguno, podríamos tener que aprender a vivir -o a morir- con las desagradables verdades que Dworkin ha desenterrado.

Las palabras «error» y «verdad» poseen aquí un significado especial. No sólo necesitamos buscar tergiversaciones de hechos obvias o falsas vinculaciones lógicas. Dworkin ha efectuado ante todo una reclamación de coherencia. Ha comenzado con ciertos datos relativos a nuestras actitudes hacia la vida prenatal y posparto, y ha indicado que la interpretación más coherente de dichos datos se halla en el deseo de no desperdiciar inversión. Probar que está en un error puede suponer la demostración de que su teoría ha interpretado estos y otros datos menos coherentemente de lo que lo haría una teoría distinta. Tal demostración nos facilitaría una salida; significaría, al fin y al cabo, que no necesitamos aceptar sus recomendaciones en pro de la muerte.

Como hemos visto, Dworkin empieza por observar que tanto liberales como conservadores reconocen un «valor intrínseco» -no solamente un «valor instrumental»- en el feto, aunque puedan discrepar sobre el grado de dicho valor intrínseco. Es decir, consideran que la vida prenatal posee valor por sí misma y no sólo por el bien que puede reportar a los demás.

Dworkin escribe acertadamente:

 

[L]a afirmación de que la vida humana, incluso en su forma menos desarrollada, tiene valor intrínseco [...] plantea enigmas únicos. Por ejemplo, ¿por qué no se sigue de ello que debería existir toda la vida humana posible? Desde luego, la mayoría de nosotros no cree eso. Por el contrario, sería aconsejable -al menos en muchas partes del mundo- que existiera menos vida humana que más. Entonces, ¿cómo puede resultar intrínsecamente importante que la vida humana, una vez comenzada, prosiga? Se trata de preguntas importantes. Al responderlas, descubriremos una distinción crucial entre dos categorías de cosas intrínsecamente valiosas: las que lo son incrementalmente -cuanto más tengamos de ellas, mejor- y las que son valiosas de un modo muy diferente. Llamaré a estas últimas valores sagrados o inviolables.

 

La vida humana difiere de la mayoría de las cosas que consideramos que tienen valor intrínseco. Por lo general, no sólo deseamos proteger los objetos valorados intrínsecamente, sino además disponer de mayor cantidad. No sólo deseamos preservar y transmitir el conocimiento, por ejemplo, sino también aumentarlo. Ello posee un valor intrínseco «incremental». Dworkin podía haber añadido que existe una correlación racional entre el valor intrínseco de un objeto en realidad y su valor descontado pero siempre positivo en potencialidad. Con todo, en el caso de los seres humanos -como en los casos paralelos del arte y de las especies animales-, a menudo consideramos que tienen valor intrínseco sólo después de que hayan cobrado existencia. De modo individual o colectivo, es muy posible que nos interesemos poco por tener más hijos, o incluso oponernos a ello, y considerar al mismo tiempo que cada feto o niño posee un valor intrínseco. Dworkin llama a este extraño subconjunto de objetos valorados intrínsecamente «sagrados». «El sello distintivo de lo sagrado, a diferencia de lo incrementalmente valioso, es que lo sagrado es intrínsecamente valioso porque -y por consiguiente sólo una vez- existe».

No tengo nada en contra del dictamen de Dworkin de que la mayoría de nosotros percibimos que los seres humanos, incluso antes de nacer, poseen lo que él llama «inviolabilidad», y que la naturaleza de dicha inviolabilidad es enigmática. Los errores fundamentales de Dworkin residen en su solución a dicho enigma.

Enfrentado al hecho de que carece de sentido interesarse mucho por un ente existente e intrínsecamente valioso y, sin embargo, no preocuparse en absoluto por el mismo ente in potentia, Dworkin indica que lo valioso debe ser lo que se añade conforme el ente empieza a cobrar existencia. De este modo, queda explicada la extraña noción de la inviolabilidad. Análogamente, podríamos conjeturar que en tanto que las iglesias se consideran sagradas -inviolables una vez que existen pero no algo de lo que forzosamente queramos más-, dicho sentimiento pudiera deberse a que lo que realmente valoramos son los ladrillos. Quizás la razón de que no deseemos destrozar una iglesia sea que no deseamos desperdiciar ladrillos, suponiendo que éstos no fueran recuperables. Podríamos negarnos consecuentemente a colaborar en la construcción de nuevos lugares de culto, pues lo que realmente valoraríamos en un ente inviolable no sería el resultado, sino la inversión. Dicha inversión o «esfuerzo» tendría la clase ordinaria y racionalmente comprensible del valor intrínseco incremental: Dworkin trata a las inversiones pasadas y futuras por igual, y encuentra que «el desperdicio» de las inversiones reales o potenciales tienen un disvalor intrínseco similar.

Aunque continúa utilizando la palabra «intrínseco» para describir el valor de la vida, Dworkin no puede hablar en serio, o quizás se refiera a «intrínseco» tan sólo para diferenciarlo de «instrumental». No reduce los seres humanos a instrumentos utilizables por los demás, pero valora las vidas humanas por lo que han supuesto en vez de por lo que son: «[E]l nervio de lo sagrado reside en el valor que concedemos a un proceso, empresa o proyecto más que a sus resultados...».

El primer error fundamental de Dworkin es sencillamente negar que los propios seres humanos importen, no sólo el esfuerzo creativo que suponen. Existe un modo mejor de explicar los enigmas de la inviolabilidad. En lugar de renunciar a la noción más rica de «lo intrínseco», Dworkin debería haber abandonado la idea de la «valoración» por la del «respeto» o «reverencia». Aferrarse a la idea del valor es su segundo error fundamental, aún más grave. En otros términos: Dworkin se equivoca tanto respecto al objeto como a la actitud que comporta el sentido de la inviolabilidad. Dicho objeto es el propio ser inviolable, no lo que supone; dicho sentido o actitud no es de evaluación, sino de deferencia.

Cada uno de los errores de Dworkin eclipsa un aspecto del individuo humano. Su noción de la inversión ignora al individuo en el sentido etimológico principal de un todo indivisible, concentrándose en cambio en aquello de qué (o a partir de qué) está hecho. La actitud valorativa ignora la particularidad no fungible de cada individuo, interesándose sólo por la clase de ser del que éste constituye un ejemplo. Examinemos estos dos errores uno tras otro.

 

A. La inversión ignora la individualidad

Para someter a prueba la hipótesis de que nos interesan los ladrillos en vez de las iglesias, comprobaríamos si nos interesamos igualmente por otras formas de construcciones con ladrillos. Si descubriésemos que la demolición de casas y patios de ladrillos fuera para nosotros una cuestión baladí, tendríamos que descartar el amor a los ladrillos como explicación de la inviolabilidad de las iglesias.

Pero cuando aplicamos este mismo test a la teoría de Dworkin, falla. Dworkin confiesa que somos «selectivos» al encontrar inviolabilidad donde ha existido inversión humana o natural, sin poder presentar un modelo de nuestra selectividad:

 

No tratamos como sagrado todo lo que los seres humanos crean. Tratamos el arte como inviolable, pero no la riqueza, los automóviles o los anuncios publicitarios, aun cuando hayan sido creados asimismo por personas. Tampoco tratamos todo lo producido mediante un largo proceso natural -los yacimientos de carbón o petrolíferos, por ejemplo- como inviolable...

 

Somos igualmente selectivos acerca de la inversión divina: «Sólo Dios puede crear un árbol», pero aun así los talamos bastante alegremente. Como la inversión no produce forzosamente inviolabilidad, debe existir un modo mejor de comprender las demandas de la vida humana, el arte y las especies animales.

¿No pudiera ser que Dworkin lo haya exactamente trastrocado, esto es, que la percepción de la creación, o de la inversión, en realidad desantifica un resultado? El propio Dworkin admite que «no creemos que [...] las especies producidas artificialmente sean intrínsecamente valiosas del modo en que lo son las producidas naturalmente». Pese a ello, hasta la naturaleza -la creación original de la vida y su ulterior evolución- podría dejar de producir un sentido de lo inviolable en nosotros de poder reducirse a una serie de pasos discretos y comprensibles.

La creación, desmistifica; la inversión, desacraliza. Y no tan sólo porque el conocimiento del proceso minimice o suprima cualquier papel para una deidad. En la medida en que el arte humano secular llega a parecer artificial, a parecer el resultado de un proceso de producción o de técnica que se aprende, pierde asimismo gran parte de su inviolabilidad,

¿Por qué sucede esto? Esencialmente, porque una cosa hecha ya ha sido violada; desde el principio de su ser ha constado de distintas partes. Mejor dicho: no hay en ella nada que violar. Si es sólo la suma de sus partes integrantes, entonces nada se destruye cuando de nuevo es fragmentada. Solamente algo individual -es decir, indivisible- puede violarse. Sólo a medida que olvidamos los orígenes y los componentes de un producto llegamos a verlo como una unidad formal y, por tanto, posiblemente inviolable. (Así, la explicación genética es con frecuencia degradante). El reduccionismo de Dworkin eclipsa cualquier inviolabilidad que de lo contrario pudiéramos sentir. En realidad, la inversión es más reduccionista aún que la creación, ya que ni siquiera produce algo con partes. «La inversión» connota una reserva informe, como «los yacimientos de carbón o petrolíferos» de Dworkin. Se traduce en un acopio o una reserva de existencias, no en un ente.

Por lo que se refiere a la vida humana en concreto, Dworkin piensa lo contrario. Consecuente con su teoría, indica que un embarazo planeado es más inviolable que uno accidental, no a partir de consideraciones de justicia hacia el feto, sino «porque una decisión deliberada de los padres de tener y dar a luz un niño es, por supuesto, una decisión creativa», implicando por tanto una mayor inversión humana. Si Dworkin tuviese razón, entonces los embriones de probeta, los productos de subrogación y otros de ese jaez deberían inducirnos el máximo sentido de lo sagrado, por cuanto agregan mucho más esfuerzo humano al de la naturaleza. Pero, de hecho, uno de los mayores inconvenientes de la ingeniería biológica es que en realidad disminuye nuestro sentido de la santidad de la vida.

Otro modo de someter a prueba la teoría de Dworkin (que la inviolabilidad de la vida se halla directamente relacionada con el desperdicio de inversión ocasionado por su destrucción) sería examinar detenidamente aquellas muertes en las que el desperdicio es mínimo (análogo a examinar iglesias construidas con muy pocos ladrillos). Si encontramos un sentido de inviolabilidad aun allí, entonces la idea de la inversión de Dworkin nuevamente no es válida.

Sin duda, es frecuente entre los enfermos y los ancianos, y entre sus cuidadores, desear la muerte y, si son religiosos, incluso rezar para que acaezca. En palabras de Dworkin, sus muertes no serían trágicas puesto que las inversiones ya se han rentabilizado todo lo posible. Entonces, ¿por qué somos la mayoría de nosotros reacios a causar intencionadamente la muerte? ¿No nos refrenamos por un sentido de la santidad o inviolabilidad de la vida, pese al hecho de que la muerte sería bienvenida?

Es verdad que en tales situaciones algunas personas ya no poseen un sentido pronunciado de la inviolabilidad de la vida, y la teoría de Dworkin indica que deberíamos vencer nuestros escrúpulos. Pero la cuestión aquí no es moral, sino empírica. Resulta muy frecuente que una persona se atenga firme y conscientemente, y en idéntico momento, tanto a un sentimiento de que la muerte no sería trágica como a un sentimiento de que la vida no puede destruirse. Por consiguiente, el cálculo de tragedia de Dworkin no puede constituir una métrica adecuada para la inviolabilidad. En realidad, el mismo hecho de que Dworkin tenga que esforzarse tanto para cambiar nuestros sentimientos relativos a la eutanasia demuestra que su teoría no está basada con precisión en dichos sentimientos.

Consideremos asimismo los asesinatos en masa. Según la teoría de Dworkin, deberíamos sentirnos peor por la asfixia mediante gas, perpetrada por los nazis, de los adultos jóvenes y de mediana edad que por la aniquilación, también por los nazis, de los niños pequeños, los gravemente discapacitados y los muy ancianos, pues, si bien los derechos de todos fueron igualmente conculcados, sólo las muertes de los primeros ocasionó un gran desperdicio de inversión. De hecho, nos horroriza más el asesinato brutal de los absolutamente indefensos y desvalidos. Es precisamente en los más vulnerables y menos aptos, en aquellas personas más alejadas de los patrones ordinarios de la excelencia humana, donde la santidad o inviolabilidad de la vida descuella con la máxima claridad. La carnicería nazi de los niños resulta un ataque directo, flagrante, prepotente e imperdonable a la dignidad de la vida. Disparar a un niño tullido es más espantoso -aun cuando en cierto modo menos trágico- que disparar a un adulto sano. Cuando los providas califican el aborto de «el asesinato de un bebé indefenso» están sosteniendo que es, en efecto, peor que la clase de homicidio ordinario.

Incluso donde la teoría de Dworkin parece válida -donde existe una tosca correlación entre inversión e inviolabilidad-, una fenomenología cuidadosa revelará que es el ser humano quien nos preocupa, no lo que supuso crear dicho ser. Por ejemplo, Dworkin afirma reiteradamente que casi todo el mundo estima que el aborto tardío es peor que el temprano. Como se comentó con anterioridad, también es ésta una afirmación generalizada, pero aun en el caso de que refleje fielmente el criterio popular no otorga validez a su teoría. Dworkin sostiene en realidad que el nonato se va construyendo (más que autodesarrollando) en el útero y que paulatinamente las personas se interesan más por un feto a medida que transcurre el tiempo, ya que entonces han invertido más en él. Con todo, muchas de tales personas reconocen la dignidad fetal no en el esfuerzo dedicado, sino en los resultados logrados, y no tanto como una cuestión paulatina cuanto un repentino umbral de reconocimiento. Una vez que el feto es reconocible como un niño, muchos se vuelven en seguida reacios a abortarlo. Dworkin lo reconoce escribiendo: «[C]uanto más se asemeja a un niño el feto abortado, peor». Sin embargo, ignora este hecho por propósitos teóricos, puesto que afirma que «el mayor parecido, por sí solo, carece de relevancia moral». Podríamos discrepar de esta aseveración suya, pero aun cuando resultase cierta no es la teoría moral lo que nos ocupa todavía. Estamos, en primer lugar, procurando discernir con precisión y dictaminar qué es lo que percibimos como sagrado o inviolable. Dworkin afirma que es la inversión, pero lo cierto es que es la imagen humana.

Si Dworkin tiene alguna vez que tratar de consolar a un padre que haya perdido un niño por aborto espontáneo o por haber nacido muerto, sería recomendable que evitase hablar de un trágico «desperdicio de inversión humana» y se concentrara en cambio en la pérdida en sí misma de dicho niño. Lo importante no son los ladrillos, sino el edificio; no la aportación humana (ni la aportación natural o divina), sino el ser humano que tiene dignidad e inviolabilidad.

Al otro extremo de la vida humana, Dworkin comete una equivocación similar, sosteniendo que es el rendimiento de la vida -su biografía- lo que importa, no el cuerpo humano envejecido. No repara en que hasta las personas dementes o «vegetativas» tienen dignidad humana y derecho a ser tratadas en consecuencia. En realidad, deberíamos subrayar que es dicha dignidad humana la que hace trágico su estado actual, porque no hay nada lamentable en la existencia de los auténticos tomates u otros vegetales. Dworkin también considera acertadamente que el contraste entre el aspecto que una persona tuvo una vez y su aspecto actual puede resultar trágico. Pero se equivoca al encontrar la explicación íntegra de nuestro sentido de la tragedia en la noción de biografía, en la idea de que su estado actual supone un triste desenlace y, por lo tanto, que el presunto individuo vegetativo podría estar «mejor muerto».

Si un gran atleta, un campeón olímpico, queda inválido a consecuencia de algún accidente conserva su dignidad debido a su humanidad y debido a sus pasados logros. Puede ser solamente un residuo de lo que cierta vez fue, pero dicho residuo es honrado porque aún resulta reconocible como la imagen imperfecta de algo superior. No se trata tan sólo de algún epílogo anticlimático y suprimible de lo que, por otra parte, sería una buena historia. Afirmar que debería morir o que debería haber perecido en el accidente equivale a atacar su dignidad actual, a no reconocerla. Pues él es su cuerpo, no su biografía.

El error de Dworkin es confundir la propia vida con la contribución (inversión) a la vida y el rendimiento (biografía) de la vida. La vida no es algo añadido a los organismos humanos o animales, o producido por ellos: son dichos organismos en sí mismos. Afirmar que la vida física de alguien ya no posee valor es afirmar que dicha persona ya no posee valor. Richard Neuhaus, en una frase citada por Dworkin, casi tiene razón: «[E]l tema [de] si la vida es buena [para] la persona trastroca las cosas [...] [L]a vida es un bien de la persona...». Hamlet lo expresó aún mejor: «Ser o no ser, he aquí el problema...». La vida física es la persona; si Hamlet se suicida deja de existir. Hallarse biológicamente vivo es el único modo en que podemos existir en este mundo. Morir es dejar de ser por completo (no para continuar viviendo como una biografía o como cualquier otra cosa). Bien podemos desear que no fuera así. Podríamos desear que nosotros mismos y las personas a quienes amamos no estuviésemos condenados a extinguirnos. Pero las cosas son de esta manera, e imaginar que la persona humana se oculta en otra parte (acaso en un relato) que en ese cuerpo marchito que yace sobre la cama es romanticismo peligroso.

La reconocida reluctancia de Dworkin a degradar incluso a los comatosos demuestra que dicho cuerpo -todo cuanto queda de la persona- tiene dignidad debido al designio humano que una vez manifestó y todavía posee. Nuestra dignidad humana, y nuestro derecho a ser tratados con dignidad, nunca puede abandonar nuestro cuerpo mientras sigamos con vida. Aun cuando yo disponga otra cosa, aun cuando suscriba un deseo de eutanasia en un «testamento de vida», no puedo destruir el respeto hacia mi cualidad de persona encarnada más de lo que puedo venderme como esclavo o renunciar a mi derecho a no ser torturado ni mutilado. Una buena teoría de la inviolabilidad debe explicar -no justificar hábilmente- cómo el humanum, siendo tan sólo un individuo humano vivo, continúa de este modo importando.

Sin embargo, dicha teoría no necesita comprometerse a priori a la conclusión moral de que la santidad de la vida es absoluta. Dworkin no creó el valor de la inversión o de la biografía de la nada. Es posible que Nietzsche y otros muchos piensen que resulta más importante cómo se les recuerde que el humilde y dependiente ser en que, si la muerte no sobreviene antes, se convertirán algún día. Nada de lo que he escrito hasta este momento prueba que una preferencia tal no debiera tenerse en cuenta. Solamente he insistido en que reconocemos -mientras Dworkin no- que la inviolabilidad de la existencia humana actúa siempre en contra, en vez de a favor, del deseo intencionado de causar la muerte.

Cuando, en cierta ocasión, efectué un razonamiento similar a Dworkin, éste respondió que la inviolabilidad de la vida no puede sencillamente significar que «matar a las personas esté mal». La relevancia de la santidad, escribió, no puede encontrarse «sólo en la idea de que la existencia de la vida es valiosa en sí misma, porque se seguiría [...] que es conveniente producir tanta vida como podamos». En otros términos: Dworkin defiende pasar de valorar la vida individual a valorar la inversión, porque no ve otro modo de explicar la discrepancia realidad/posibilidad que hemos observado antes en nuestras actitudes hacia los seres humanos. Pero, de hecho, existe otra alternativa: el total rechazo de la idea de la valoración. La vida podría ser inviolable no porque ella o la inversión sea valorada por nosotros, sino porque reclama nuestro respeto.

 

B. La valoración ignora la particularidad

El segundo error fundamental de Dworkin es aferrarse a la actitud valorativa en vez de desecharla en favor de la postura que describiremos pronto y denominaremos «respeto» o «reverencia». Sólo esta última postura puede discernir a los individuos concretos dentro de la masa humana. Pero, antes de seguir, revisemos y ampliemos los datos que procuramos comprender.

Sin abandonar la preocupación por los individuos humanos como tales -sin recurrir a la inversión o a algo parecido como objeto de nuestra preocupación-, precisamos encontrar sentido al hecho de que con frecuencia intentemos tanto no destruir a los humanos existentes como no crear más. Hay además un dato básico afín que Dworkin pasó por alto: como la propia palabra sugiere, la inviolabilidad resulta mucho más ofendida por la violación premeditada de la vida (o del arte o de cualquier otra cosa que se estime inviolable) que por su no preservación casual.

Consideremos las recientes masacres de Ruanda, un ejemplo de genocidio intencionado. Nadie tendría problema en juzgarlas como una violación monstruosa de la santidad de la vida. En especial, la muerte a garrotazos de los muy jóvenes y los muy viejos, de gran paralelismo con los crímenes nazis, nos llena de horror. Los agresores no parecen haber sido conscientes de la santidad o inviolabilidad básica de la vida, transgrediéndola masivamente. Pero pocos -si alguno- de nosotros reaccionaría de modo semejante ante un terremoto igualmente letal en la India. Aunque, por hipótesis, la tragedia de la inversión desperdiciada sea la misma, no describiríamos el terremoto como un ultraje a la santidad de la vida. La inviolabilidad de la vida no está en juego en los fenómenos naturales -incluso los violentos-, aunque puedan ocasionar la misma pérdida de inversión. Sería tonto e irrelevante decir de alguien que «su vida (o la santidad de su vida) fue violada por ese pedrusco que le cayó encima». La inviolabilidad de la vida es una reivindicación o demanda sobre la agencia humana, no sobre la fuerzas naturales.

De modo análogo, no pensamos hoy día que la inviolabilidad de la vida se encuentre en peligro con la epidemia de SIDA, pero sin duda pensaríamos de este modo si el Gobierno decidiese combatir el SIDA matando a sus portadores humanos. Nuestro sentido de la inviolabilidad de la vida tampoco nos exige pagar impuestos para maximizar la duración de la vida humana, o incluso para curar el SIDA o el cáncer, en el mismo grado que nos exige abstenernos de matar. Más concretamente, es frecuente que personas que nunca pensarían en suicidarse ni en matar a nadie, por mor de la inviolabilidad de la vida, hagan poco o nada extraordinario para preservarla ante una enfermedad abrumadora e incurable.

En Life's Dominion, Dworkin ignora por completo estos contrastes activo/pasivo e intencional/accidental, afirmando que la inviolabilidad de la vida sopesa por igual todos los desperdicios de inversión, bien por muerte intencionada, bien por no preservación. De hecho, Dworkin se halla tan alejado de nuestro mundo real que incluso afirma que la inviolabilidad de la vida puede exigirnos, de modo activo e intencionado, aumentar el número de muertes, puesto que de no hacerlo permitiríamos que las vidas precarias continuasen. Cree, por ejemplo, que la santidad de su propia vida podría exigir el aborto de un feto con malformaciones graves, añadiendo más adelante: «[E]n algún estado, una mayoría [...] pudiera llegar a pensar que revela falta de respeto hacia la santidad de la vida continuar un embarazo [...] en casos de deformidad fetal». Todo es posible, pero un discurso como éste parecería hoy día incoherente en casi todas partes, aun entre los partidarios de la eutanasia prenatal. Permitir que la vida siga su curso no constituye una violación de la misma.

La tajante disyunción entre la destrucción intencionada y la no preservación involuntaria resulta aun más patente en el caso del arte, quizás porque nuestra relación con el arte no se ve tan complicada por los deberes que provienen de otras fuentes que la santidad. Un profesor de historia del arte me habló en cierta ocasión de la venta de una gran parcela de tierra, en la que comprador y vendedor pelearon acerca de quien debía abonar los enormes costes derivados de quitar determinadas -e invendibles- esculturas monumentales que ninguna de ambas partes deseaba o valoraba. Evidentemente, la solución más sencilla y más barata hubiera sido derruir las esculturas y carretear sus fragmentos. «La santidad del arte» lo imposibilitó. Al mismo tiempo, el exiguo valor de las obras de arte justificaba que se hiciese poco o nada para preservarlas de su paulatina destrucción por la intemperie. Pongamos otro ejemplo: el vandalismo oficial o privado de una obra de arte implica una evidente falta de respeto hacia la santidad del trabajo artístico, pero no se produce violación alguna de la santidad del arte cuando un artista renuncia por frustración a un proyecto ni cuando el Gobierno se niega a subvencionar su conclusión o su preservación.

La santidad traza así una fina línea divisoria entre la destrucción intencionada -que prohibe- y la no preservación involuntaria -que permite-. Cualquier teoría adecuada de la santidad debe explicar esta diferencia dramática. La teoría de Dworkin la ignora. Gerald Bradley le ha llamado a capítulo con razón por despreocuparse virtualmente del papel de la intencionalidad en cuestiones de vida y muerte. Dworkin considera igualmente la distinción entre acción e inacción «aparentemente irracional». Ello equivale a afirmar que el mismo sentido de la santidad o la inviolabilidad es irracional, lo cual es un modo de reconocer que no disponemos de una buena teoría.

Una vez que nos desplazamos de los casos puros de acción intencionada y omisión involuntaria a los casos de acción involuntaria y omisión intencionada, las demandas de la inviolabilidad ya no resultan tan claras. Por ejemplo, la ética médica católica no considera la previsible muerte de un enfermo mediante una potente dosis de morfina como una violación de la norma contra la muerte intencionada, siempre que no exista ningún otro modo de aliviar el dolor extremo del enfermo y que la consiguiente muerte, si bien predecible con certeza, no constituya la finalidad de la inyección. Pero muchos seglares podrían, con todo, sentir escrúpulos y necesitar toda una pastoral convincente antes de encontrarse cómodos causando a sabiendas (aunque involuntariamente) la muerte de alguien. Hasta el homicidio a consecuencia de un accidente de tráfico completamente inevitable -el atropello de un niño que se precipita desde unos arbustos en pos de una pelota, por ejemplo- convierte a uno en un asesino, en el sentido de ser alguien que ha causado la muerte de otra persona, aunque estimemos que un asesino legal y moralmente excusado. El conductor de ese vehículo va a sentir una angustia que se ahorrará un pasajero o un testigo del accidente. El horror a ser la causa de una muerte, incluso involuntaria, fue efectivamente en otro tiempo dominante en la ley. Durante la Edad Media europea, todo agente mortal -consciente o inconsciente; hombre, animal o ser inanimado- se hallaba contaminado por la profanación de la vida y debía purgarla mediante expiación o redención.

De igual manera, permitir la muerte intencionada pero pasiva es algo en torno a lo que las demandas de la santidad pueden ser inciertas. Aunque anteriormente mencioné que algunas personas desean o rezan por la muerte de quienes se hallan atrapados en un sufrimiento irremediable, dudo que todos nosotros nos sintiéramos cómodos deseando la muerte de alguien. Hablamos aquí sólo de desear; un deseo no es realmente una intención a menos que se asocie a una decisión eficaz. Serían muchas más las personas que se sentirían incómodas causando intencionadamente la muerte -no sólo deseándola-, incluso por medios enteramente pasivos. ¿No se violaría expresamente la santidad de la vida negando ayuda a las víctimas de un terremoto en la India para reducir la población mundial? La distinción activa/pasiva, considerada al margen de la cuestion de la intención, puede sostener aún menos peso moral en el caso de quienes dependen por completo de nosotros: los niños, los gravemente discapacitados y los muy ancianos. Dejar de preservar a una persona dependiente es tan directamente letal como matar activamente a un individuo independiente. Afirmar «yo no le maté; yo sólo cerré su oxígeno a fin de que muriese por su cuenta» parece una argucia sofística. (Si bien en este caso la vida no resulta tan inequívocamente violada como lo sería si el oxígeno de su tienda fuese deliberadamente sustituido por monóxido de carbono).

No precisamos en este artículo resolver nuestra ambivalencia en los casos arriba expuestos de o bien causar la muerte o bien proyectarla pero no tanto proyectarla como causarla, y sin duda no necesitamos preguntar y responder la cuestión de lo que la inviolabilidad, conjuntamente con todas las demás normas legales y morales, requeriría o permitiría. Nuestra tarea es más bien la prelegal y premoral de dar fielmente cuenta del -y encontrar sentido teórico al- sentimiento de que no podemos causar deliberadamente la muerte, pero no necesitamos producir o preservar la vida.

Sin embargo, deberíamos de paso llamar la atención sobre el hecho de que existen otras consideraciones, aparte de la santidad, que deben tenerse en cuenta al juzgar la recta acción. Cuando en fecha anterior objeté a Dworkin que la santidad exigía no matar pero no preservar la vida, y le puse el ejemplo superior de las esculturas monumentales abandonadas al deterioro, Dworkin censuró mi criterio por «permitir [a las personas] descaecer y sufrir». Desde luego, yo no expresé tal criterio. Dije sencillamente que no constituía una violación de la santidad del arte no cubrirlas, ni de la santidad de la vida no proporcionar analgésicos. Es muy posible, sin embargo, que la justicia o la compasión impongan tales requisitos para con nuestro prójimo. Dworkin parece querer comprimir casi el universo moral completo -la demanda de ayudar así como la demanda de no causar daño- en la sencilla idea de la inviolabilidad. Acaso sea ésta una de las razones de que su teoría acabe llevando a conclusiones tan erróneas.

Evidentemente, no hay modo de comprender los datos de arriba relativos al fenómeno de la inviolabilidad tan sólo en términos del valor intrínseco de la vida. Hasta aquí, Dworkin tiene razón. Si el valor de la vida se fijase lo bastante bajo para explicar por qué con frecuencia no queremos más de ella, y no deseamos realizar esfuerzos extraordinarios preservándola, entonces nuestra reluctancia a matar intencionadamente llegaría a parecer un problema irracional que tendría que superarse. Por otro lado, si el valor de la vida fuese fijado lo bastante elevado para explicar por qué no nos atrevemos a matar, exigiría entonces maximizar la producción y la preservación de los seres humanos. De modo análogo, ninguna especulación con el valor intrínseco del arte podría explicar la extraña forma en que vendedor y comprador trataron a las esculturas monumentales antes mencionadas.

Una cuestión de todavía mayor importancia analítica: incluso la convicción de que la vida o el arte tiene un valor intrínseco absoluto o infinito no podría generar la aversión intuitiva hacia la destrucción descubierta en nuestro sentido de la santidad o inviolabilidad, porque la actitud valorativa no puede tener inconveniente alguno en la destrucción, acompañada de la sustitución de más del tipo infinitamente valorado. En otros términos: la valoración es intrínsecamente indiferente a los ejemplos concretos de lo que se valora. Así pues, ninguna valoración -por alta que sea- de la vida o el arte puede hacer inviolables a las personas o las pinturas concretas.

Supongamos como hipótesis que la vida humana tiene un valor infinito. Con ello quiero decir que un ser humano es tan valioso, de tal gran valor, que ninguna otra clase de ente (cosa, relación o lo que sea) o combinación de entes pueda preferirse jamás a un ser semejante. Es decir, en tanto que elijamos racionalmente lo más valioso, nunca elegiríamos otra cosa que un ser humano vivo. En consecuencia, nunca optaríamos por destruir tal ser, sin importarnos qué otras clases de beneficios pudiésemos realizar.

No obstante, es muy posible que destruyésemos un ser semejante en aras de las mismas clases de beneficios: la vida humana. En realidad, si pensáramos que la vida humana tiene un valor infinito, podríamos vernos moralmente obligados a matar, siempre que matar salvase el mayor número posible de vidas. Por ejemplo, ante la perspectiva común de morirnos de hambre en un bote salvavidas, empezaríamos a matarnos y comernos unos a otros. Asimismo, mataríamos a una persona sana si sus órganos vitales fueran absolutamente necesarios para salvar a varios hermanos enfermos.

Podríamos también matar por otros motivos que salvar la vida. Si la vida tuviera realmente un valor infinito pero nuestros recursos fuesen limitados, ¿no favoreceríamos a quienes fuesen más fértiles o vivieran más tiempo al menor coste? A semejanza de un criador de animales de raza, ¿no sacrificaríamos a los gordos, los enfermos y los estériles para permitir que otras personas ocupasen su lugar? Si todas las vidas sin excepción fueran de enorme valor, desearíamos tantas como pudiésemos permitirnos durante el mayor tiempo posible, aun cuando ello significara la aniquilación de quienes requiriesen mayores cuidados, recursos o espacio neto.

De modo análogo, no evitaríamos comparar las vidas que valorásemos y, de resultas de ello, tal vez suprimiésemos. Aunque todas las vidas fueran de valor infinito, no tendríamos objección racional para matar siempre que dispusiéramos de un sustituto igual. Aun cuando yo valorase infinitamente las monedas de oro mexicanas, no tendría inconveniente en devolver una a la ceca a cambio de un duplicado exacto. Tampoco me opondría a matar a un recién nacido si pudiera sustituirse rápidamente y resarcirse cualquier inconveniencia. Es más: en realidad preferiría destruir y reemplazar si la calidad de lo que tuviese se pudiera, de algún modo, mejorar. Aun cuando yo valorase infinitamente dichas monedas (tanto que daría cualquier cosa por tener siquiera una), no cabe duda que devolvería una arañada a cambio de otra sin tacha. De modo análogo, aunque yo valorase a todos los bebés infinitamente, con relación a todo lo restante, preferiría tener uno de la máxima calidad, mientras resultara fácil devolver los «defectuosos» a su artífice y reemplazarlos por nuevos. Ningún valor de la vida humana, por alto que sea, puede excluir matar, sencillamente para mejorar la calidad de vida.

Estos últimos ejemplos empiezan a revelar el motivo de que ninguna valoración de la vida humana -ni siquiera una valoración infinita- pueda hallarse en consonancia con nuestra consideración intuitiva de la vida. Pensamos que importa el individuo concreto, mientras que por algo que tan sólo valorásemos aceptaríamos un sustituto pertinentemente idéntico. En otros términos: toda valoración (al igual que muchas otras actitudes) es y debe ser para tipos (o esencias) en vez de para ejemplos concretos de dichos tipos. Por mucho que valore las monedas de oro, no existe motivo alguno para que yo prefiera una a otra si ambas participasen por igual de las características que les confieren valor. Si sólo valorásemos la vida humana, trataríamos igualmente a las personas como sustituibles; puesto que no les tratamos así, debemos hacer más que valorarlas.

No podemos además dar por bueno el valor afirmando que valoramos los ejemplos concretos del tipo en vez del propio tipo. Sin lugar a dudas, una aclaración semejante es verdadera: no valoramos cierta clase de tipo desencarnado denominado «la vida humana» más de lo que yo valoro la forma abstracta de las monedas de oro. Mi opinión, sin embargo, es que mientras a los individuos se les califique de valiosos solamente porque son seres humanos -ejemplos de dicho tipo- se convierten en sustituibles. Es decir, en tanto que yo valore simplemente el conjunto denominado «seres humanos individuales» no puedo oponerme a la sustitución o maximización de los miembros de dicho conjunto, aun cuando ello implique matar.

Alguien podría objetar en este punto que he malinterpretado el modo en que valoramos a los seres humanos, puesto que no les valoramos simplemente como ejemplos de la especie humana sino por sus cualidades como personas «únicas». Indudablemente, puede existir una unicidad en cada ser humano que se añada a su santidad, de igual manera que la singularidad de cada pintura puede contribuir a la santidad del arte. Pero la unicidad no puede ser 'la historia completa'. Existen muchos entes únicos en el mundo y no todos son inviolables. Además, aun cuando las personas sean todas únicas, no parece posible que pudiésemos valorarlas infinitamente debido a sus características únicas, ante todo porque sus diferencias no son tan grandes. No me intereso por un desconocido en su unicidad (sus huellas dactilares irrepetibles, sus rasgos faciales tal vez insólitos o su peculiar sentido del humor), sino en su humanidad. De hecho, es lo único que conozco con algún grado de certeza. Dicho conocimiento es suficiente para que sea reacio a matarle. Por otra parte, aun cuando cada persona sea única, podemos de modo hipotético imaginar la existencia de hermanos absolutamente idénticos. ¿Mataríamos a uno para salvar a los demás de verse, hasta cierto punto, disminuidos por su falta de unicidad? No lo creo. Serían idénticos sin ser fungibles. Obviamente, algo más que la valoración de su unicidad debe ser la razón fundamental de nuestra reticencia. Así pues, debemos de algún modo explicar cómo el individuo concreto nos importa a nosotros (y no sólo a él) en el sentido de que somos reacios a matarle aun cuando sea exactamente idéntico a sus hermanos.

El giro de Dworkin hacia la inversión no puede explicar la inviolabilidad de la vida no ya porque ignore al individuo humano en su integridad, interesándose sólo por la inversión en cada persona, sino también porque la misma inversión es solamente valorada por él. Dworkin no puede interesarse por los individuos humanos concretos porque sólo piensa en términos de valor. Su primer error ignora que somos individuos (más que la suma de nuestras partes), en tanto que su segundo error ignora que somos individuos concretos (distinguibles incluso de hermanos idénticos). Por consiguiente, Dworkin puede no vacilar en desperdiciar una inversión -sin importar que la valore en mucho- mientras la pérdida sea compensada con creces mediante una ganancia actual o prevista en otras inversiones. Todas las inversiones son fungibles. Alguien que simplemente valora los ladrillos no se interesa por iglesias individuales ni tan siquiera por ladrillos concretos.

Otro modo, completamente distinto, de evidenciar la prepotencia de la valoración hacia la particularidad es contrastarla con la preocupación que con frecuencia encontramos en el amor. Por supuesto, existe un sentido libre de la palabra «amor» aplicable a muchos objetos estimados. Yo podría decir que amo el bisté, los caballos o los diamantes, y dar a entender poco más que los valoro. Pero el amor en toda la extensión del término, en el que decimos que amamos a Dios, a un cónyuge o a un amigo, no se utiliza normalmente para las cosas, aunque las valoremos en mucho. No podemos traducir todo valor en amor. Sorprendentemente, también lo contrario es cierto: no podemos traducir nuestros sentimientos hacia las personas que amamos en una terminología de valor. «Amo a mi mujer» tiene un sentido muy distinto al de «valoro a mi mujer». En principio, esta última afirmación parece objetable a causa de su connotación instrumentalista; uno sospecha que solamente me interesa mi mujer porque me resulta útil. Pero el antagonismo entre amor y valor se acentúa en cualquier caso si rehuimos el instrumentalismo y afirmamos: «Considero que mi mujer tiene valor intrínseco».

No cabe duda que puedo hablar de valorar nuestro matrimonio, pero hablar de mi propia esposa como poseedora de valor es menoscabarla, no debido a una connotación de valor instrumental, sino porque la sola idea de valorarla parece reducirla a un bien o una mercancía que se precia e incluso tasa. Una actitud semejante es como mínimo diferente del amor, si no incompatible con el mismo. De alguna manera, parece que me he situado a mí mismo por encima de ella, y estoy evaluándola y prefiriéndola en vez de deleitándome, de modo natural, con ella en la forma de eros y entregándome a ella en la forma de agape. En realidad, hablar de la persona amada únicamente en términos de valor parece tan desencaminado que raya en lo absurdo.

El amor difiere radicalmente de la valoración. Además, al menos algunos amantes se interesan por la persona amada como un individuo concreto, mientras que la valoración sólo considera tipos. La valoración consiente en canjear, en aceptar sustitutos de como mínimo el mismo valor. Este consentimiento es muy conveniente para el valor, pues la valoración proviene de un juicio de valor, una evaluación, y sería estúpido no valorar a dos entes por igual si se juzgara que ambos poseen la mismas características apreciadas; que son del mismo tipo apreciado. El amor, en cambio, no está dispuesto con frecuencia a aceptar sustitutos, incluso idénticos. Aun cuando Dios me prometiese sustituir inmediatamente a mi mujer por una persona idéntica (o más de una) si le dejase llevársela, me negaría. Yo no quiero a alguien como ella; yo la quiero a ella.

El hecho de que no podamos dar suficientes razones para nuestro amor se halla directamente relacionado con el hecho de nos interesemos por la persona amada como un individuo y no como un tipo. Acaso es esto lo que queremos dar a entender cuando decimos que el amor es cosa del corazón, no de la cabeza. Si sostuviéramos que alguna característica de la persona amada podría justificar plenamente nuestro amor, estaríamos entonces afirmando que nadie más del mismo tipo sería amado por igual. Con todo, muchos amantes no afirmarían esto. El amor, a diferencia de la valoración, puede ser para los individuos concretos en vez de para los tipos.

Un ente concreto no se distingue por lo que es, sino por el hecho de que es. Yo puedo pensar abstractamente en una mesa, pero no puedo pensar, por ejemplo, en la tercera mesa idéntica que estoy a punto de construir a menos que la introduzca mentalmente dentro del espacio-tiempo y la conciba existiendo de modo secuencial con las dos primeras. Solamente si poseen distintas coordenadas espacio-temporales pueden distinguirse dos entes del mismo tipo. En consecuencia, sólo si existen en el mundo físico puede pensarse en ellos como individuos concretos; la mente, por lo demás, sólo conoce la cantidad y la calidad, no los pormenores.

Expresado de otro modo, podríamos decir que la «existencia» es parte de la esencia de un individuo. Al buscar una forma de pensar capaz de respetar la individualidad de las personas, buscamos por tanto un modo de pensamiento que pueda tomarse la existencia seriamente.

¿Podría tratarse el amor de la alternativa a la valoración que andamos buscando? ¿Podría ser que nos mostramos reacios a matar porque amamos a los demás, incluso a los desconocidos? Sin comenzar siquiera a discutir el complejo tema de si el amor tiende a excluir matar pero no permite preservar la vida -que es lo que debe satisfacer la actitud que buscamos-, hemos de descartar el amor. Pues aunque el amor pueda de hecho interesarse por los individuos en un aspecto que la valoración no, el amor individual no puede abarcar a todos los seres humanos. Ello no sólo se debe a que el amor es una mercancía demasiado íntima y demasiada escasa, sino a que universalizar el amor significaría destruir su particularidad. Es decir, si amásemos a todas las personas simplemente como tales en vez de como «John» y «Mary», estaríamos tratando el objeto del amor como un tipo: «las personas». Pero es el mismo desinterés del amor hacia los tipos lo que hace que el individuo importe. Por consiguiente, nunca podríamos amar plenamente a los individuos simplemente por ser personas. Alguien que afirma que ama a la gente no puede referirse al amor en el sentido aquí expuesto; podría referirse más bien en el sentido de querer a un tipo. Tal «querer a la gente» bien puede no resultar más incompatible con matar a los individuos que valorar a la gente, discutido por extenso líneas arriba.

Por consiguiente, el amor no resulta válido como explicación alternativa de la inviolabilidad, pero nos ha hecho ver nada menos que esto: buscamos una actitud que encuentre relevancia en los individuos, pero no sólo en los individuos, pues debe tratarse de una actitud válida para todos los seres humanos por el simple hecho de serlo. Debemos, de algún modo, encontrar una manera de responder a la forma o al tipo que llamamos «ser humano» en un aspecto que se interese no obstante por los ejemplos concretos de dicho tipo.

En resumen, podríamos decir que nuestro problema -y el de Dworkin- con la santidad se trata, en el fondo, de un problema metafísico. La inviolabilidad es inherente a los individuos concretos, a los ejemplos existentes de los tipos llamados «humanidad», «arte» o «iglesias». Tenemos que hallar un modo de hacer que la existencia importe, sin cambiar el verdadero objeto de nuestra preocupación por otro tipo, llámese «inversión», «ladrillos» o como sea.

 

V. Una teoría de la inviolabilidad basada en el respeto

Llevar a cabo nuestra tarea requiere cierto coraje metafísico. En concreto, requiere que renunciemos a nuestra cómoda categorización del mundo en que vivimos en los dos apartados denominados «hecho» y «valor». ¿Se debe nuestra reticencia a matar a algún hecho de la vida empírico? De no ser así, el pensamiento convencional lo interpreta como un «juicio de valor» sobre la vida. Ante semejante disposición, nuestra prueba de que la vida no puede ser consecuentemente valorada bastante para impedir matar podría ser sólo una evidencia de que nuestra reluctancia a matar es irracional y arbitraria. No necesitamos, con todo, pensar así. Como ha hecho notar Karl Mannheim:

 

[E]l hecho de que hablemos sobre la vida social y cultural en términos de valores es, en sí mismo, una actitud característica de nuestra época. La noción del «valor» se originó y difundió en la economía, donde la elección consciente entre valores constituyó el punto de partida de la teoría. Posteriormente, esta noción del valor se transfirió a las esferas éticas, estéticas y religiosas, lo que provocó una distorsión en la descripción de la auténtica conducta del ser humano en dichas esferas. Nada podía resultar más equivocado que describir la actitud real del individuo cuando disfruta de una obra de arte de modo completamente irreflexivo o cuando se comporta según las normas éticas que le han inculcado desde la infancia en términos de elección consciente entre valores.

 

Contra una estrechez economista semejante, este artículo sostiene que el lenguaje del valor constituye una trampa y una prisión de la mente, y que el mundo moral cobija múltiples criaturas curiosas, muchas de las cuales son al menos tan fascinantes como aquéllas dos bestias de carga llamadas «hecho» y «valor». El amor es sólo una de ellas.

Así pues, dirijamos nuestra mirada, más allá del valor y del amor, hacia otras dos actitudes asociadas con frecuencia a la santidad y la inviolabilidad -el respeto y la reverencia-, y veamos si casan mejor que la valoración o el amor con los datos que hemos recogido hasta ahora.

En primer lugar, deberíamos reparar en que el sentimiento de respeto, como el de amor, no puede traducirse fácilmente en una terminología de valor. Yo podría hablarle a un juez de mi respeto a su tribunal, pero resultaría insólito hablarle de cómo lo valoro. De nuevo la valoración aparece relacionada con la utilización o, al menos, implica congruencia con nuestros deseos, y al juez no le interesa normalmente cuán convenientes encuentre yo los juicios de su tribunal. Al igual que la valoración no resultaba cariñosa con relación a una esposa, aquí parece irrespetuosa con relación a un tribunal. Su audacia evaluativa parece eclipsar la clase de dignidad especial de un tribunal, sin que a la postre importe cuánto lo encumbre yo en mi escala de valores.

Adviértase asimismo que no podemos respetar todo lo que valoramos. Yo puedo valorar los diamantes, pero ¿tiene sentido que diga «yo respeto a los diamantes»? La respuesta es obvia. Lo importante no es que yo sea un majadero o demasiado materialista, sino que la frase carece de sentido. Acaso sería erróneo por mi parte, pero sin duda no carente de sentido, decir: «Yo valoro los diamantes más que cualquier otra cosa en el mundo». No resulta importante aquí que los diamantes casi nunca sean valorados como fines en sí mismos, ni que sean simplemente codiciados pero no fines obligados. Desde luego, puedo decir: «Creo que los diamantes deberían existir por sí mismos» o «todo el mundo tiene la obligación de producir un número máximo de diamantes». Sin embargo, parece un despropósito decir: «Yo respeto a los diamantes». Nos quedaríamos pasmados de escuchar semejante afirmación en el transcurso de una conversación.

De modo análogo, no podemos sensatamente decir «yo respeto la felicidad», aunque por supuesto muchos la valoren. La felicidad y los diamantes no parecen ser exactamente las clases debidas de objetos a respetar. Que el eudemonismo o el hedonismo hayan sido o no refutados es lo de menos. Ciertamente, cabe pensar que la felicidad posee un gran valor, pero ni siquiera es posible concebirla como objeto de respeto.

Si alguien nos preguntase por qué no podemos sentir respeto por bienes de, evidentemente, tan alto valor, bien podríamos responder: «¡Pero si no hacen nada! ¿Cómo puedo decir que los respeto?». La agencia, la capacidad de obrar o de participar en la acción, parece necesaria (aunque no suficiente) para el respeto. De ahí que podamos respetar la inteligencia pero no la hermosura y la valentía pero no la fama. No respetamos los bienes o las metas, sino las virtudes; no sólo las virtudes morales sino todas las que podrían denominarse «potencias dirigidas».

Es más: aun cuando el objeto de la valoración parezca ser el mismo que el objeto del respeto, nuestra postura hacia él es completamente distinta. «Yo valoro la inteligencia» tiene un sentido muy distinto al de «yo respeto la inteligencia». Aquélla sitúa la inteligencia dentro de mi esfera de acción y habla de la preferencia que goza; ésta, retrocede y otorga a la virtud de la inteligencia su propia y debida esfera de acción. La primera es una posesión y la segunda, una liberación.

Indudablemente, respetar a las personas significa mucho más que valorarlas. El respeto discierne, hasta cierto punto, la cualidad de persona de los seres humanos como criaturas capaces de perseverar poderosa y creativamente en sus propósitos. Aunque esta agencia se descubre con frecuencia en las personas individualmente, todos los seres humanos parecen destinados a, cuando menos, algunas clases de «virtud» (por ejemplo, la virtud moral). Este designio en sí mismo puede ser suficiente para inspirar respeto. Michael Polanyi escribe:

 

[P]or mucho que podamos amar a un animal, existe una emoción que ningún animal puede inspirarnos y que corrientemente se dirige hacia nuestros semejantes. He afirmado que, al nivel superior de la cualidad de persona, conocemos el sentido moral humano, guiados por el firmamento de sus principios. Aun cuando parezca ausente, su mera posibilidad resulta suficiente para exigir nuestro respeto.

 

Si la virtud potencial resulta suficiente para merecer respeto, entonces quizás sea el respeto la actitud individual y general hacia la vida humana que andamos buscando o, por otra parte, si la especie humana suscita respeto en nosotros, quizás este sentimiento pueda ser adecuado incluso para casos individuales de dicha especie que, en sí mismos, no son dignos de respeto.

El respeto se muestra sobre todo mediante el reconocimiento y la deferencia. Por consiguiente, no puede producir efecto salvo en un ejemplo individual de un tipo respetado. Ante todo una cuestión de pausa y retroceso, no nos compromete de inmediato a la producción o preservación de dicho tipo. Por consiguiente, el respeto puede ser el mejor modo de describir nuestro sentido de la inviolabilidad de la vida humana.

Con todo, el término «reverencia» compite con el «respeto» como la mejor expresión de nuestro sentido de la inviolabilidad. La valoración parece degradante en contraste con la reverencia, al igual que lo parecía contrastada con el amor y el respeto. La frase «yo valoro a Dios» resulta bastante atrevida y difícilmente puede significar que le reverencie. Hablar de valorar el arte o la ley, por otra parte, es otorgarles menos importancia que hablar de reverencia hacia ellos. La reverencia reconoce una nobleza en su objeto que la valoración omite, una cualidad que bien pudiéramos denominar santidad o inviolabilidad.

La naturaleza de la reverencia, y su diferencia de la valoración, puede aún demostrarse de otro modo. A semejanza del respeto, la reverencia hacia muchos objetos de valor resultaría disparatada. La felicidad y la fama no pueden reverenciarse más de lo que pueden respetarse. No son exactamente las clases debidas de objetos a reverenciar. No reverenciamos, ni podemos reverenciar, los bienes o las metas como tales. Por consiguiente, no podemos reverenciar aquellos entes que nunca pueden presentársenos salvo como bienes o metas deseados, y podemos reverenciar otros entes que valoramos, como la vida, con sólo verlos de un modo diferente al que lo hacemos cuando los valoramos.

El valor no resulta necesario, ni suficiente, para la reverencia. Bien puede no gustarnos ir a la iglesia y, pese a ello, comportarnos con reverencia una vez en su interior. Podría incluso ofendernos una iglesia fea y, al tiempo, sentir reverencia todos los domingos. Al fin y al cabo, la reverencia nos remite a su raíz lingüística de vereri («temer»). No existe una correlación forzosa entre lo que tememos y lo que nos gusta o valoramos. En consecuencia, bien podemos no tratar de crear o preservar muchos objetos que inspiren en nosotros reverencia (las iglesias feas, por ejemplo).

Curiosamente, lo reverenciado no tiene que poseer las virtudes de lo respetado. Yo puedo sentir reverencia por las iglesias, aun cuando a la vez no tenga un sentimiento de respeto hacia ellas (porque las contemplo como objetos inertes). Sólo si atribuyo ciertas cualidades dinámicas a las iglesias puedo sentir además respeto por ellas. Lo que reverenciamos -a diferencia de lo que respetamos- no tiene que poseer virtudes accionales.

Como el respeto, la reverencia no necesita dirigirse sólo al individuo para hacer que éste importe. La reverencia puede ser para los tipos (iglesias o personas, por ejemplo). Sin embargo, en lugar de crear y poseer sus tipos (como hace la valoración), la reverencia les deja en paz. La reverencia se muestra reticente y dubitativa ante lo que posee santidad. Procura dejar espacio a su objeto. Sobre todo, trata de no violar el objeto de su preocupación. Pero no violar lo que reverenciamos significa necesariamente no violar ningún ejemplo individual de lo reverenciado. Como la valoración persigue activamente fomentar un tipo, no puede preocuparse por los individuos; procura utilizarlos al promover su tipo común. Como la reverencia es una retirada en su mayor parte pasiva, un «dejar ser» a su tipo, debe retroceder de todos los casos individuales de dicho tipo.

¿«Reverencia» o «respeto»? ¿Qué término expresa mejor nuestra actitud hacia la vida humana? Cada uno tiene sus ventajas, pero su uso se solapa hasta tal punto que creo que no es preciso elegir entre ambos. Ya que el respeto parece ligeramente más amplio -engloba la reverencia más que ésta el respeto-, emplearé de ordinario sólo la palabra «respeto» en este artículo. Cuando la utilice, sin embargo, mi intención es aludir a la idea llamada reverencia además de a la denominada respeto. De referirme solamente a ésta, especificaré por lo general «respeto en el sentido estricto».

En resumen: toda valoración persigue dominar el mundo. Los entes individuales como tal carecen de relevancia; lo que importa es la producción y preservación de los diversos tipos valorados. Las personas, los hechos, la materia -la sustancia del ser- se convierten en simples recursos que se emplean en la maximización de los valores. Todo cuanto existe es sustituible porque sólo son tenidas en cuenta las abstracciones que hemos llamado aquí tipos. Aun cuando se considere que estos tipos tienen valor intrínseco o infinito, en vez de sólo un valor instrumental, los ejemplos individuales de dichos tipos (incluidas las inversiones humanas y los seres humanos) se ven reducidos al estatus de bienes codiciados, pudiendo destruirse y canjearse a voluntad. Así pues, no es de extrañar que la valoración se sienta audaz y prepotente en contraste con las demás actitudes que hemos examinado: un mundo que sólo valoramos es un mundo sometido por completo a nuestra evaluación y control.

El respeto, en cambio, rehuye la dominación. Retrocede ante el tipo de la cosa por la que se interesa y así, necesariamente, ante cada ejemplo individual de dicho tipo. Se nos impone un límite a nosotros y a nuestros esquemas de dominación. Ya no podemos destruir y reconstruir a nuestro antojo, sino que debemos aceptar y acomodar el ser, incluso el ser de los individuos. Si yo respeto la vida humana, si afirmo que es inviolable, entonces más que crearla y controlarla la reconozco y cedo ante ella; la dejo en paz. Lo que se respeta se encuentra más allá del alcance de nuestro recto juicio: hasta evaluarlo parece atrevido y erróneo. Es cierto que algunas veces (pero no necesariamente o siempre) puedo sentir una especie de atracción hacia el objeto de respeto, pero aun entonces mi sentimiento no es la postura de consecución y de posesión que acompaña a la valoración; es más bien un sobrecogimiento o deleite apreciativo.

Adviértase lo que esto significa para la bioética: la archidifamada y menospreciada distinción activo/pasivo resulta esencial para el discernimiento de la individualidad. Como la valoración no puede percibir diferencia alguna entre matar activamente y no preservar pasivamente, no puede discernir la particularidad; como el respeto puede percibir dicha diferencia, puede discenir lo particular.

Tanto universal como particular, tanto no violativo como no necesariamente productivo o preservador, el respeto subsana las deficiencias de la valoración y facilita un concepto descriptivo idóneo de nuestros sentimientos y nuestra conducta hacia la vida humana y, en particular, de nuestra reluctancia a matar. Desde luego, lleva a cabo un trabajo mucho mejor que la idea de la inversión de Dworkin.

 

VI. Las afortunadas consecuencias de respetar la vida

¿Se encuentra la relevancia moral de la inviolabilidad de la vida agotada por una norma que prohibe matar? ¿Nos exige el respeto a la vida solamente no matar? Diríase que no. Antes bien, la inviolabilidad de la vida es un fundamento -el único fundamento quizás- de todos los principios éticos que hacen de las personas individuales una cuestión de relevancia moral.

Todas las actitudes morales que, como la valoración, exigen algo deben ser indiferentes a los ejemplos individuales de lo que persiguen. Sólo una actitud como el respeto, que trata de responder a algo presta forzosamente atención a cada ejemplo individual del objeto de su preocupación. Sólo respondiendo los individuos pueden incluso gozar de la «realidad», en toda la extensión de lo que debe aceptarse y tenerse en cuenta al planear cómo utilizar las cosas del mundo.

La palabra dada a los seres humanos que poseen dicha realidad, que poseen una relevancia moral decisiva y fundamental, es «personas». El respeto erige en la blanda arcilla del valor las duras rocas de las personas. Podemos reconocer a las personas; podemos diferenciar a cada una y hacer que importe, no sólo pese al hecho de que todas sean idénticas qua humanas, sino debido al mismo. Como respetamos a las personas, no podemos sólo interesarnos por su cantidad o su calidad; de pronto somos conscientes de ellas como individuos que no pueden sacrificarse irreflexivamente al todo.

De este modo, el respeto pude tener una función secular fundamental que Dworkin ha pasado por alto. Toda la moralidad interpersonal y todos los derechos humanos pueden provenir de la deferencia mostrada hacia la existencia humana individual, pues lo que tiene inviolabilidad debe siempre considerarse además como un fin en sí mismo. Cuando deferimos ante aquélla, se nos impide utilizarla de modo destructivo. Metafóricamente, nos vemos obligados a dejar un «espacio» alrededor de las personas, no muy distinto al espacio vacío y sin utilizar de las iglesias en un día laborable, dentro del cual puedan afirmarse ellas mismas. Dworkin cometió un error fatal: la inviolabilidad no se opone al «desperdicio» sino que lo exige. El individuo humano no debe ser utilizado del todo en nuestros (o sus propios) esquemas de inversión. En realidad, lo sagrado requiere sacrificio, no inversión. No debemos esperar una restitución de lo que damos a nuestros hijos, de lo que entra en su espacio inviolable. Los «derechos» son sencillamente un modo moderno de demarcar este espacio «desperdiciado», de delinear los pormenores de la individualidad particulada descubierta por medio del respeto. En otros términos: el motivo de que Dworkin encuentre la inviolabilidad de la vida «desvinculada» de los derechos en vez de «derivada» de ellos es que el respeto constituye una base para los derechos. El respeto es primordial; los derechos son derivados. Los pilares necesarios de la integridad personal, como la salud, adquieren una santidad derivada que, de igual manera, exige su no violación. Así pues, el respeto no es indiferente a la prosperidad personal, pero aguarda servicialmente y con gozo la realización humana.

Una aclaración: mi argumento es que el respeto a los seres humanos permite a éstos devenir individualmente importantes y, de este modo, ser llamados «personas». No estoy insinuando que el respeto a las obras de arte, por ejemplo, les transforme en personas. El respeto nos obliga a detenernos y contemplar la particularidad; permite a su objeto ser considerado una persona. Sólo si dicho objeto posee asimismo un designio interno para aquellas virtudes que asociamos con la humanidad, la palabra «persona» llega a ser apropiada. Dicho de otra forma, aquellos entes particulares que son dignos de respeto pueden revelarse como personas si se lo permitimos, si les concedemos espacio y tiempo suficientes.

Aun cuando en sí mismo el respeto no sea suficiente para generar un sistema moral o legal completo, es evidentemente necesario. La justicia, en concreto, requiere como su necesario punto de partida la identificación de aquellos con quienes hemos de ser justos. Necesita tanto conocer el tipo sobre el que ha de proceder -la vida humana- como dividir dicho tipo en personas. Necesita proceder sobre los individuos, pero en un mundo de valor puro los individuos no pueden importar fácilmente. El respeto a la vida humana avisa a la justicia donde comenzar, le hace saber para quién disponer sus instrumentos de igual consideración.

Así pues, el respeto no sólo es más fiel que la inversión con los datos aparentemente contradictorios con los que comenzamos, sino que tiene además consecuencias completamente distintas a las de la idea de Dworkin. Mientras éste ignora al individuo en teoría y permite o requiere su destrucción en la práctica, el respeto insiste en mantenerle presente ante nosotros. Por tanto, el respeto proporciona una base para la justicia o la utilidad, y para cualquier otra teoría ética o legal que deba empezar por suponer un conjunto de sujetos.

El respeto puede hacer esto por nosotros porque es una de las muchas actitudes posibles en que discernimos las demandas o reivindicaciones del mundo. Es decir, mientras que la valoración nos dice qué debe existir en nuestro mundo, el respeto nos dice qué debemos hacer. No discierne valores, sino fuentes de valor; no las cosas que deberían ser, sino las cosas que nos dicen qué debería ser. Cuando respondemos convenientemente, nuestros actos pueden parecer un «desperdicio» porque no son parte de un proyecto de producción o preservación, sino que deben entenderse como «sacrificios» necesarios.

La idea de que el mundo contiene entes a los que, en vez de valorar, debemos responder no resulta desconocida en la vida cotidiana. Sólo resulta extraña a una conciencia teórica moderna dominada por la escisión hecho/valor. Por ejemplo, cuando un policía levanta ante nosotros la palma de su mano, sabemos que la respuesta apropiada es detenernos. Pero no valoramos necesariamente a los policías de tráfico; podríamos considerarlos una molestia. De modo análogo, podemos creer que debemos saludar cada vez que vemos izar una bandera, sin que por ello deseemos hacer o preservar banderas o mástiles. Un gato callejero que corretea por mi casa puede plantearme una petición apremiante de alimentarle y darle cobijo aun cuando no me gusten especialmente los gatos y aun cuando proceda a cerrar mi ventana para protegerme de más invasiones.

Como en estos dos últimos ejemplos, es muy posible que las demandas que escuchemos sean positivas y requieran acción en vez de sólo deferencia por nuestra parte. No obstante, dichas demandas deben también incluir el requisito de la no violación o no pueden garantizar la particularidad en la teoría ni en la práctica. Si yo puedo destruir fácilmente las banderas o los gatos, no preciso tomarles mucho tiempo en consideración. No preciso cuidarme de cada uno en particular. Si debemos responder justamente a los intereses de cuantos existen, pero no necesariamente dejar que sigan existiendo, socavamos eficazmente todas las peticiones de justicia. Si debemos socorrer a los oprimidos a menos que les matemos, entonces es probable que optemos por la segunda y más sencilla vía. La idea de la justicia para los débiles podría incluso no ocurrírsenos jamás si pudiéramos desembarazarnos de los demás en vez de tener que ocuparnos de ellos cuando se cruzan en nuestro camino. Que la justicia ha de basarse en la inviolabilidad del individuo es tan palmario que no valdría la pena consignarlo de no olvidársenos a veces a la hora de tratar a los discapacitados. Por un lado, estamos muy concienciados actualmente de nuestra responsabilidad para que se les trate justamente; por el otro, al menos hasta hace poco, ha constituido una «práctica común» eliminar a los recién nacidos gravemente discapacitados. Parecemos adoptar una actitud esquizofrénica hacia estas personas dependientes: insistimos en que debemos tratarles de modo justo si están ya entre nosotros, pero que podemos cerciorarnos de que mueren al nacer. A la larga, esta última concesión debe o bien destruir los derechos incluso de las personas discapacitadas de más edad, o bien convertir esos mismos derechos en un apremio para matarles mientras son jóvenes.

De modo análogo, una demanda utilitarista de una «calidad de vida» universalmente alta encubre una decisión monstruosa, a menos que se vea acompañada del reconocimiento de la santidad de la vida. Existen dos modos de garantizar que todos quienes viven tengan una calidad de vida alta: aumentar la calidad de todas las vidas o suprimir las de baja calidad. Sin la santidad de la vida para excluir la segunda alternativa -menos ardua-, todo aumento exigido en la urgencia o grado de la calidad de vida puede conducir al asesinato en masa. Lograr una vida de alta calidad puede considerarse un proceso demasiado caro, largo y problemático, y podría encontrarse preferible la muerte. Ésta puede ser ya la inquietante situación de algunos recién nacidos y otras personas «defectuosas», pero a menos que la ética de la calidad de vida sea, en cierta medida, suplida por la santidad de la vida nadie con alguna deficiencia puede hallarse seguro. Sin la santidad, es probable que se nos ayude a todos sólo cuando y en la medida en que la ayuda resulte más barata que el veneno. Tanto si nuestros «defectos» son físicos como si son mentales, económicos o educativos, solamente la santidad puede garantizar que los demás vean estas carencias como razones para ayudarnos en vez de para destruirnos.

Al nivel más abstracto, la inviolabilidad de la vida garantiza que las personas sean consideradas como sujetos en vez de como objetos; como definidoras de problemas en vez de como problemas en sí mismos. Que tales entes existan es un requisito lógico además de moral. ¿Cómo podemos saber lo que se necesita a no ser que sepamos primero lo que puede tener necesidades? Si admitimos la posibilidad de que podría ser preciso suprimir a algunos de los necesitados, socavamos todas nuestras conclusiones. Podríamos no matar a los demás incluso por una buena causa, ya que sólo la precariedad ajena nos permite discernir qué causas son buenas.

También en la práctica, es mucho más que la propia vida lo que se preserva mediante la norma contra la muerte intencionada. La autorización para practicar el canibalismo in extremis socavaría la igualdad y la cooperación social en un bote salvavidas mucho antes de que se agotasen las provisiones. La posibilidad de la eutanasia -incluso la eutanasia completamente voluntaria- socava la relación entre la persona dependiente y sus cuidadores, aun cuando dicha opción nunca se ejerza. Si la abuela rechaza la eutanasia opcional, termina sus días no como una heroína digna de respeto que lucha, solidariamente con sus hijos, contra un destino implacable, sino como una vieja egoísta que supone una carga para los demás y reduce su propia dignidad sin motivo. La posibilidad del infanticidio transforma a los niños discapacitados de fuentes de significado en cargas, aun cuando se les permita vivir. No tomamos a mal lo que aceptamos como un hecho reconocido. Salvo que fantaseemos con convertirnos en pájaros, nunca se nos ocurre lamentarnos por ser terrestres. La inviolabilidad de la vida preserva la dignidad de los discapacitados insistiendo en que son, y siempre han sido, un hecho reconocido, no una opción, por cuanto no ponemos en duda su existencia.

Dicho de otra forma, las opciones inducen a juicios de valor comparativos no igualitarios. Consentir matar nos conduce a evaluar y, de esta forma, a devaluar a quienes podríamos matar, aun cuando no lo hagamos, reduciéndoles así de los individuos determinados discernidos por el respeto a peones sacrificables, en nuestra búsqueda de maximizar el valor.

Dworkin podría responder que el derecho a la vida es en sí mismo suficiente para asegurar la individualidad e impedir que nos tratemos unos a otros simplemente como recursos utilitarios. Aunque procure romper la relación entre la inviolabilidad y los derechos, proclamando el sentido de la santidad «desvinculado» de la moral y los derechos legales, y señalando que dicha santidad puede permitir e incluso exigir matar en ciertos casos, también insiste en que los derechos posparto permanecen como un escudo protector de la vida. ¿Puede solo el derecho a la vida garantizar la igualdad y evitar el desprecio nietzscheano de la vida dependiente? El tema principal de los dos últimos capítulos del libro de Dworkin es que la una vez casi absoluta prohibición de matar al dependiente tendría que doblegarse ante otros derechos e intereses cuando éste no es respaldado ya por su sentido de la inviolabilidad especial. Este socavamiento no resulta sorprendente. ¿Por qué habríamos de tener en cuenta la igualdad humana si es la inversión, en vez de la cualidad humana, lo que importa? Sólo si la vida humana corporal de una persona -su existencia real en el espacio y el tiempo- se considera inviolable están bien cimentados su dignidad asi somo sus derechos iguales.

El Tribunal Constitucional alemán pareció discurrir de manera similar en sus fallos de 1993 y 1975 sobre el aborto. Donde hay existencia humana individual, hay dignidad humana. Donde hay dignidad humana, existe el derecho a la vida. Debilitar la inviolabilidad de la vida constituiría un paso atrás a lo largo de la senda transitada por el nacionalsocialismo, en la que el individuo perdió toda importancia. Si dicho tribunal tiene razón al discernir vida humana y dignidad en el feto es una cuestión a la que regresaremos más tarde. El tema aquí es más general. El tribunal alemán sostiene que la dignidad humana y los derechos humanos son sencillamente inherentes en el ser humano. En nuestros términos, es el respeto a la inviolabilidad del ser lo que salvaguarda la igualdad y los derechos humanos individuales.

Existe aún otra razón, muy afín, por la que resulta importante el respeto a la vida. Aun cuando fuera seguro, un marco de derechos solo no conduciría a la solidaridad social. «Los derechos subjetivos», como los europeos gustan de llamar a los derechos y recursos legales que poseen los individuos, demarcan pequeños feudos, soberanías menores, dentro de los que cada persona puede gobernar como un tirano. Con frecuencia, todo el sistema de derechos se deriva de un «contrato social» real o imaginario entre los individuos interesados. Dworkin indica tal vez certeramente:

 

Estados Unidos es una nación de tamaño continental que comprende muchas regiones, muy diferentes y muy vastas, y que es pluralista en casi todos los aspectos posibles: el racial, el étnico, el cultural. En una nación semejante, los derechos individuales -en la medida en que sean reconocidos y hechos respetar en la práctica- ofrecen la única posibilidad de la comunidad genuina...

 

Con todo, bien podemos preguntar a Dworkin: ¿que les hace falta a los derechos individuales para conformar la base de la comunidad genuina? Sin duda, no sólo una tolerancia basada en la voluntariedad y el egoísmo mutuo, un «yo no te pisaré si tú no me pisas». ¿No descansaría mejor la comunidad genuina sobre una percepción compartida de la dignidad inherente de los individuos, una dignidad que trascienda nuestras decisiones y cimente nuestros derechos?

Es más, el compromiso común del respeto a la vida, de la inviolabilidad que consolida toda individualidad, puede a la vez ser la única fuente segura de solidaridad. Todas las demás metas, trátense de la igualdad, la salud, la realización o cualquier otra cosa equiparable, resultan peligrosas porque son valores, y los valores se muestran indiferentes a los pormenores. Salvo acompañada de respeto, toda valoración es incipientemente fascista, incipientemente indiferente al individuo. En cambio, y ante todo porque es una retirada en vez de una carga, el respeto del ser humano físico puede compartirse sin que llegue a ser totalizador o colectivizante. Podemos encontrar solidaridad con mayor seguridad en una reverencia común que en una meta común.

 

VII. Retorno a la ambivalencia del aborto

La teoría de la inversión de Dworkin surgió en sus orígenes de su tentativa de mediar en la controversia del aborto y resolverla. Poniendo en tela de juicio actitudes comunes proelección y provida hacia el aborto, Dworkin propuso una teoría que, en su estimación, podía tener sentido para ambas partes. En respuesta, este artículo ha sostenido que dicha teoría es perniciosa en consecuencias y errónea en concepto. La idea del respeto expresa mucho más fielmente, y con mayor seguridad, cómo pensamos acerca de la vida humana. ¿Puede una comprensión del respeto llevar a cabo el trabajo político que originariamente Dworkin emprendió? ¿Puede proporcionar un lenguaje al que ambas partes del debate sobre el aborto encuentren sentido? Con las reservas oportunas, yo diría que la respuesta es «sí».

Me parece obvio que las personas son reacias al aborto en tanto en cuanto creen que el feto es como un bebé, dado el consenso abrumador de que el infanticidio está mal. Además, discutir la naturaleza del niño recién nacido y del infanticidio es todo lo cerca que podemos aproximarnos a la controversia del aborto sin adentrarnos en ella. Por consiguiente, un examen de nuestro sentimiento de respeto hacia la vida del recién nacido es un modo adecuado de empezar a discernir una posible base para un acuerdo con respecto a la vida nonata.

Dworkin dice muy poco sobre la dignidad o la inviolabilidad de la vida del niño. Pero estudia dos razones primordiales, tradicionalmente dadas, de por qué la vida humana en general no debería violarse: la vida del otro constituye su propiedad o la de Dios, y está hecha a imagen de algo noble o divino.

La explicación de la propiedad tiene cierta resonancia con nuestra teoría del respeto. El hecho de que algo pertenezca a otro es una razón de peso para no dañarlo. Por supuesto, la presunción de la propiedad divina nos volvería aun más reacios. Pero pocos se sienten requeridos a contribuir a los 'valores en cartera' de Dios concibiendo más hijos. La idea de la propiedad, como el sentimiento de respeto descrito en este artículo, exige ante todo que no violemos las pertenencias ajenas, no que las produzcamos, preservemos o, por lo demás, valoremos.

Sin embargo, un gran problema de la idea de la propiedad, sobre todo en su forma teísta, es que constituye una explicación demasiado enérgica. El universo entero ha sido creado por Dios, como lo han sido los seres humanos, pero la creación no humana no comparte, ni con mucho, el mismo grado de inviolabilidad. Si se alega que Dios delegó en la humanidad su potestad sobre sus posesiones no humanas, ello plantea el interrogante de por qué haría Dios tal cosa y equivale a reconocer que la noción de propiedad no puede ser una explicación suficiente del respeto especial que se debe a la vida humana.

Es más: la sensación de los derechos de propiedad es demasiado tibia e insuficientemente honorifíca para aprehender el sentido de la santidad o la inviolabilidad. No experimentamos nada parecido a la admiración o al sobrecogimiento por la propiedad ajena, ni estimamos que el respeto que le debemos responda en modo alguno a una característica intrínseca de dicha propiedad. Al ser completamente extrínseca a la cosa poseída, cuando menos para nuestra moderna conciencia, la propiedad no puede explicar nuestro sentido de la dignidad intrínseca del individuo humano.

De modo acertado, el propio Dworkin pone mayor énfasis en otra explicación para el merecimiento de respeto de la vida humana: está hecha a «imagen» de Dios o del hombre. Dworkin tiene razón en que las «tradiciones religiosas dominantes de Occidente insisten en que Dios creó al género humano 'a Su propia imagen', en que cada ser humano individual es una representación y no simplemente el producto de un creador divino». De igual manera, las escrituras hebreas mencionan el hecho de que las personas estén creadas a imagen de Dios como motivo de que el asesinato deba recibir el más severo de los castigos. Dworkin acierta también al discernir un análogo secular: que un individuo humano es un ejemplo y una imagen de una forma de ser extraordinariamente noble.

Pero Dworkin no logra comprender el sentido bíblico o psicológico de la imagen y de la representación. Cree que sólo significa que cada individuo es «una obra maestra creativa», valorada ante todo por el talento y el esfuerzo invertidos. Sin embargo, los antiguos mundos judíos, helenísticos y cristianos vincularon prototipo e imagen en una unidad del ser. La representación re-presentaba el original. Para dichas tradiciones, afirmar que alguien está creado a imagen de Dios es afimar que dicha persona es, de algún modo, divina. La imagen de Dios no es solamente una excelsa obra maestra, como opina Dworkin. No sólo representa la belleza divina; para nosotros presenta al propio Dios. Como es obvio, se nos exige reverencia y respeto a nuestro prójimo pues el único Dios se halla literalmente presente en ellos. Jesucristo puede así decir: «Aquello que hicisteis al más pequeño de mis hermanos, a mí me lo hicisteis».

La reciente encíclica del Papa Juan Pablo II titulada Evangelium Vitae (El evangelio de la vida) nos remite a este antiguo modo de pensar. En respuesta a la pregunta «¿Por qué la vida es un bien?», el Para escribe que la vida humana es «una manifestación de Dios en el mundo [...] Al hombre le ha sido conferida una sublime dignidad basada en el vínculo íntimo que lo une a su Creador: en el hombre resplandece un reflejo del propio Dios». El Papa escribe de un vínculo establecido entre Dios y la imagen de Dios en cada ser humano: «La vida que Dios ofrece al hombre es un don mediante el cual Dios comparte algo de sí mismo con su criatura». En lo que parece casi una réplica directa a la noción de Dworkin de que ser una «imagen de Dios» sólo significa que cada ser humano es «una obra maestra creativa», el Papa agrega:

 

[E]l hombre y su vida no solamente se nos presentan como una de las maravillas más grandes de la creación: Dios ha otorgado al hombre una dignidad que es casi divina (Sal. 8:6-7). En cada niño que nace y en cada persona que vive o que muere percibimos la imagen de la gloria de Dios. Celebramos dicha gloria en cada ser humano, signo del Dios vivo, icono de Jesucristo.

 

Al nivel de la teoría metafísica, la conciencia moderna ya no reconoce ni incluso comprende esta unidad cuasiplatónica de imagen y prototipo. Pero, con todo, podemos experimentar dicha unidad fenomenológicamente. Si yo guardo o beso la fotografía de mi esposa o de mi hijo ausente no es porque crea que es una obra maestra, sino porque a través de ella, y en ella, dicha persona está nuevamente presente. La admonición de San Juan Crisóstomo contra la violación de las imágenes puede aún tener sentido para nosotros:

 

¿No sabéis que si insultáis a la imagen del emperador transferís el insulto al prototipo? ¿No sabéis que si manifestáis desprecio por su imagen, ya sea una talla de madera, ya una estatua de cobre, seréis juzgados no por insultar a la materia inerte, sino por manifestar desprecio al emperador? Deshonrar la imagen del emperador es deshonrar al propio emperador.

 

Por tanto, matar a alguien hecho a imagen de Dios es, como mínimo, agraviar -si no ultrajar- al propio Dios. Podamos o no aceptar la antigua metafísica de la imagen, su finalidad contextual debería estar clara: el ser humano es sagrado e inviolable porque constituye un reflejo y una extensión del ser divino.

Un ateo se mostrará disconforme, por supuesto, en que es Dios quien se halla representado y presente en cada ser humano. ¿Podemos discernir fuentes no religiosas igualmente convincentes de la dignidad individual? Cada uno de nosotros es cuando menos una imagen y una presencia de la humanidad. En tanto en cuanto nuestra especie suscite maravilla y respeto, cada ejemplo de ella debe asimismo hacerlo.

Existe además una razón más profunda, y más convincente aún, para nuestro respeto de la forma humana: el reconocimiento del yo. Nos identificamos con los demás si parecen ser esencialmente como nosotros. Si comparten nuestra propia imagen son de nuestro «linaje». Tan pronto como otra persona es considerada «uno de nosotros», se convierte en un cosujeto, un alter ego, en vez de solamente un objeto; en una fuente de valor en vez de en algo a valorar. Se convierte, como nuestro propio ego o yo, en un punto de partida determinado e inviolable para la reflexión y la acción premoral y moral. Así, el Papa establece la dignidad de los demás también en un reconocimiento del yo: Adán reconoció a Eva como una persona porque, a diferencia de toda creación anterior, era «carne de su carne y hueso de sus huesos». Un ataque a Eva suponía por tanto un ataque a Adán.

El reconocimniento del yo del otro no le confiere una inviolabidad absoluta, por cuanto si el suicidio es posible, entonces matar a los demás yoes también debe serlo. Pero el pensamiento del suicidio debe, sin duda, seguir siendo anómalo. No podríamos ocuparnos de nuestros diarios quehaceres si nuestro propio ser se considerase tan sólo una cosa contingente del mundo. De ordinario, el ego o yo es un hecho indiscutible, de modo que cuando los demás adquieren un estatus parecido también ellos llegan a ser no opcionales. Considerar a otro como «uno de nosotros» debe, como mínimo, hacernos reacios a matarle, en especial si el suicidio sigue siendo poco común. Además, puede ponerse en tela de juicio si la mayoría de los suicidios son tan perspicaces como el «[s]er o no ser» de Hamlet. En tanto que formulemos el tema como «¿sería bueno para mí estar muerto?» o «¿no estaría mejor de haber muerto?», se desliza un dualismo deseoso de separar nuestro yo de un cuerpo extraño considerado el locus o agente de sufrimiento. Como tal persona no puede percibir que se está destruyendo como sujeto, y como continúa tratándose como un hecho indiscutible no puede objetivizar a su prójimo de modo consecuente. Así pues, la posibilidad del suicidio no precisa, en teoría, disminuir mucho el respeto al ser de los demás yoes. Está por ver si un derecho al suicidio, o a su asistencia, socava en la práctica el reconocimiento en los demás de un yo inviolable.

Al mismo tiempo, el reconocimiento de los demás yoes no presupone necesariamente un sentido del deber de producirlos. Precisamente porque el mundo no puede concebirse sin la presencia de fondo de un yo ya existente, todo deseo de autoproducirse debe resultar aun más ajeno que todo deseo de autodestrucción. Por consiguiente, la aceptación de los demás como cosujetos no presupone en modo alguno que sean objetos de los que nos gustaría disponer más. La reluctancia a matar -aunque sea absoluta- no guarda relación con un deseo de procrear. De acuerdo con la teoría del respeto antes enunciada, los yoes pueden ser reverenciados y respetados sin que se valoren en mucho.

¿De qué modo podría decirse que un niño recién nacido es una imagen de Dios o de nosotros mismos? ¿Qué es dicha imagen o esencia divina o humana, y cómo se presenta en el niño? La simple forma corporal y facial no puede ser toda la respuesta, ya que entonces sentiríamos un respeto similar por los grandes simios y hasta por las estatuas humanas, ni la razón puede ser el rudimentario tipo de conciencia, la capacidad de sentir dolor o la conducta entrañable del niño, pues estas características las comparten no solamente los fetos en cierta fase de gestación, sino muchos animales. Evidentemente, los atributos que pueden servir para distinguir a nuestra especie -y que algunos de nosotros consideraríamos divinos- no aparecen hasta bastante tiempo después del nacimiento. Cualidades como la inteligencia, el habla, la decisión racional, la conciencia basada en principios y el amor sacrificatorio no se manifiestan todavía en el recién nacido.

Lo que el niño humano tiene y otras especies no parecen tener es la potencialidad para dichas cualidades, entendida no como simple posibilidad sino como un designio autorrealizable. Latente pero activa, en cada bebé existe una forma o naturaleza humana operativa. La sonrisa de un niño es más que un movimiento corporal; es un heraldo de comunicación y de comunidad. La imagen que respetamos y reverenciamos mora en lo que el niño está destinado a hacer, no todavía en lo que hace.

Expresado de otra forma, dicha imagen es parte de la esencia del niño, aunque no lo sea aún de su apariencia. Pero el aspecto no puede ser crucial. Si afirmásemos que la expresión efectiva del habla o de cualquier otra cualidad específicamente humana son necesarias para la dignidad humana, entonces dicha dignidad sólo sería un epifenómeno, un efímero parpadeo divino que surge de, por lo demás, materia profana. La gente se despojaría de su cualidad de persona al sentirse fatigada cada noche y perderíamos por completo el respeto a su vida una vez que se hallase tranquilamente dormida. No hacemos esto. Respetamos la imagen humana aun cuando no asome, aun cuando subsista simplemente como una capacidad o, en el niño, como una potencialidad que se autodesarrolla.

Existe aún otro modo afín de comprender el reconocimiento del yo, la imagen de la humanidad, presente en el recién nacido. Pace Dworkin, un niño es engendrado, no creado. En todos los sentidos, modernos así como antiguos, lo que los padres engendran es una extensión de su propio ser. Set, el hijo de Adán, lo fue, como todos los hijos y las hijas, «a imagen y semejanza suya». Cierta vez se libraron guerras teológicas sobre si Jesucristo fue creado o engendrado por el Padre, precisamente porque se pensaba que sólo la procreación podía establecer una unidad de imagen completa y, por tanto, del ser. El vínculo del origen asegura el vínculo del ser. Dudar de la humanidad de un recién nacido sería insinuar que un ser humano puede ser discontínuo, que los humanos podrían engendrar vástagos de otras especies que sólo con posterioridad se convertirían en personas.

Además, la imagen humana de un niño despierta en nosotros más que reverencia. A diferencia de cierta presencia divina en una iglesia o en un icono pintado, la imagen de Dios o de la humanidad en un niño es dinámica en vez de estática. Como una «potencia dirigida», puede por tanto inspirar respeto así como reverencia.

En otros términos: como el niño está vivo, su imagen o naturaleza humana latente lucha por manifestarse. Esto es propio de toda vida, naturalmente. Distinguimos a las criaturas vivas individuales (sean humanas o no) de la materia inanimada (y de las criaturas vivas cercanas) por la autonomía sistémica independiente de cada criatura, esto es, por su capacidad de regular y dirigir su propio equilibrio (homeóstasis) en vez de hallarse sujetas por completo a fuerzas externas.

Un montón de piedrecitas no se reconstituye si le damos un puntapié. No se regula y controla, ni responde y adapta a su entorno. No es un sistema autónomo. Cualquiera que sea su forma, no es más que el producto de fuerzas externas. Es pasivo en vez de activo. Por contra, una criatura viva trata de remediarse ella misma de verse desbaratada por algún ataque externo, no sólo en cada parte -como podrían hacer los cristales-, sino en su totalidad. Se monitoriza y gobierna a sí misma, por así decirlo. Esto es lo que hace de ella un ser unificado, en primer término, en vez de tan sólo un «conjunto de partes corporales», que es como Dworkin llama al monstruo de Frankenstein preactivado. Desde luego, un ataque externo puede aplastar y destruir a una criatura viva, pero retiene el estatus de una vida mientras resiste activamente la desintegración.

Mi perro difiere, por tanto, de un montón de piedras porque se trata de un sistema autónomo individual y el montón, no. Es distinto de otros perros -es una vida independiente, un perro concreto- porque él y los demás tienen mecanismos de mantenimiento inconexos y no forman parte de ningún sistema biológico autónomo mayor. Él y los restantes perros son afines simplemente en el modo en que lo son las piedrecitas o en otros modos mucho menos integradores que la unidad biológica.

Así pues, todas las criaturas vivas poseen individualidad -en la acepción de indivisibilidad, como se señaló arriba- en un sentido mucho más acusado que la posee, por ejemplo, hasta una obra de arte sin parangón. Al fin y al cabo, la unidad de esta última se halla ante todo en nuestras mentes; una pintura no se reorganiza ella misma en sentido literal alguno. En cada ente vivo, sin embargo, existe una imagen unificadora, una forma inmanente, operativa en su misma sustancia. Por tanto, las criaturas vivas pueden ser mucho más inviolables que cualquier artefacto. Cuando matamos a un ser vivo, violamos real y objetivamente una unidad; cuando destruimos una obra de arte, podría decirse que sólo parecemos hacerlo.

La mayoría de los sistemas vivos también se desarrollan (homeórresis). No permanecen estáticos; crecen. A medida que crecen, las partes de cada sistema pueden ser parcial o totalmente sustituidas. La materia de mis células, en la actualidad, podría ser completamente diferente de la que tenía cuando era un niño. Pero, pese a ello, soy el mismo individuo vivo porque soy el mismo sistema, y soy el mismo sistema porque todavía estoy gobernado por la misma imagen, la misma forma y la misma naturaleza. La continuidad histórica y la identidad de un ser es cuestión de forma, no de materia.

Así, aunque podamos sentir respeto por toda la vida debido a la dinámica interna que la conforma, la vida humana es única porque su potencia operativa es única. Dicha potencia está proyectada y dirigida, incluso en el niño, hacia la comunión humana y (según algunos) divina. La presencia de la imagen en desarrollo de la humanidad realizada es lo que hace del niño uno de nuestro linaje y explica nuestro sentido de la inviolabilidad especial de la vida humana del recién nacido sobre el de otras especies.

Una fuente de nuestros escrúpulos en torno al aborto resulta de este modo manifiesta e independiente de cualquier fe religiosa. El feto está destinado a ser lo que el niño está destinado a ser. La imagen humana se halla latente y activa desde la concepción, haciendo del conceptus un ser de nuestro linaje, engendrado por padres humanos y, por tanto, un miembro de nuestra especie. Al igual que el niño, es digno de respecto como una «vida [humana individual] que está desarrollándose», en palabras del fallo alemán de 1975 sobre el aborto. La continuidad sistémica persiste desde la concepción hasta la madurez y, sin cesar, hasta la muerte.

Acaso resultaría de utilidad en este punto establecer una analogía entre el desarrollo fetal y el revelado fotográfico. (La analogía no es perfecta puesto que normalmente los fotógrafos son valorados más que respetados y, a diferencia de la nueva vida, no monitorizan su propio revelado). Supongamos que yo me encuentro revelando una fotografía que sé que apreciaré y ustedes entran en mitad del procesado y la destruyen. A modo de atenuante, arguyen: «Mira, ese negativo estaba todavía muy poco definido, así que no has perdido gran cosa». Este argumento es como la afirmación de que el infanticidio no es tan malo como matar a un adulto, puesto que los niños no están completamente desarrollados. De modo análogo, afirmar que el feticidio temprano no es tan malo como el asesinato ordinario es como decir: «Esa fotografía todavía estaba en la fase emulsiva. ¿No te interesarán las manchas marrones, verdad?». Una vez que se comprende que la base de la dignidad humana del niño recién nacido reside en su imagen humana en desarrollo, la idea de que las fases iniciales de la vida no cuentan tanto como las posteriores parece ultrajante, si no de hecho una locura.

En otras palabras: las razones convincentes que explican la dignidad especial de los niños humanos sobre otras especies son aplicables también a los embriones y a los fetos. Las bases de la dignidad inherente del recién nacido comprenden también al nonato, y ello desde el principio hasta el final de la gestación. La dignidad de cada uno se confirma o destruye con la del otro.

Fue esencialmente este argumento el que condujo al Supremo alemán en 1975 a decidir que no puede efectuarse distinción alguna, con respecto al derecho a la vida, entre el nacido y el nonato o entre ninguna de las fases prenatales del desarrollo humano. Efectuar una distinción semejante sería sostener que dicha naturaleza humana, la imagen humana latente pero en desarrollo, es insuficiente para la dignidad humana y que se precisa cierta perfección humana efectiva, socavando de este modo la inviolabilidad inherente de la vida neonatal así como de la prenatal. En palabras del propio tribunal:

 

El proceso del desarrollo [...] es un proceso contínuo que no muestra demarcación definida y no permite una división precisa de los diversos pasos de desarrollo de la vida humana. El proceso ni siquiera finaliza con el parto; los fenómenos de la conciencia, que son específicos de la personalidad humana, por ejemplo, aparecen por vez primera bastante tiempo después del nacimiento. Por consiguiente, la protección [...] de la Ley Básica no puede limitarse al ser humano «completado» tras el parto ni al niño que está a punto de nacer, quien es capaz de vivir de modo independiente [...] [N]o puede efectuarse aquí ninguna distinción entre las diversas fases de la vida que se desarrolla por sí misma antes del nacimiento o entre la vida nonata y la nacida.

 

¿Podría alguien ampliar más este argumento para sostener que si los embriones son inviolables, entonces los espermatocitos y los óvulos también deben serlo? La respuesta es «no». Ni el espermio ni el óvulo contienen una imagen humana completa latente, ni ninguno de ambos se desarrolla. Dworkin escribe: «[C]uando yo era un feto recién concebido...», pero hubiera resultado ininteligible de haber escrito «cuando yo era un espermatocito...». De hecho, Dworkin es un feto adulto, pero no un espermatocito adulto. De modo análogo, no podría afirmar «cuando yo era aún un espermio y un óvulo independientes...», porque antes de la concepción el espermio y el óvulo son mucho más como piedras cercanas de un montón que un organismo individual, ya que no había ningún designio inmanente activo que dirigiese esas células concretas para formar al jóven Ronald. Él no existía en ellas. Se juntaron únicamente a través del azar y de las fuerzas externas.

Dicho de otra forma, la potencialidad latente en el sentido de un designio inmanente (imagen, forma, esencia, naturaleza, género, especie) es radicalmente distinta de la simple posibilidad, como se mencionó arriba. Cualquiera de las dos puede existir sin la otra. Antes de la concepción, es posible una nueva vida individual pero todavía no ha comenzado a existir un designio activo. De igual manera, en una persona gravemente incapacitada pudiera no existir ya ninguna posibilidad de expresión humana, pero el afán de la perfección humana no se ha perdido. El parapléjico nunca podría volver a caminar; la persona comatosa nunca podría volver a hablar. Con todo, el cuerpo del primero todavía está concebido para caminar y el del segundo todavía aspira a hablar. Su naturaleza o designio humano permanece sin alterar, aun cuando deba permanecer sin realizarse. En tanto que la persona con discapacidades graves siga siendo algo, sigue siendo un ser humano, uno de nuestro género. Por consiguiente, su vida sigue siendo inviolable.

Utilizamos la idea del designio de este modo no sólo con respecto a los humanos, sino a todas las criaturas vivas. Un perro que haya perdido una pata en un accidente todavía es llamado perro, aun cuando sea correcto afirmar que la naturaleza de un perro es tener cuatro patas y aun cuando, por otra parte, un animal parecido al perro que pertenezca a alguna extraña especie de tres patas no sería probablemente llamado perro por nosotros. Un ente vivo no cambia de especie por hallarse mutilado. Por lo tanto, es erróneo, así como degradante, llamar a una persona gravemente discapacitada un «vegetal», como lo hace Dworkin reiteradamente. En realidad, su condición es trágica sólo porque sigue siendo humana. No nos sentimos tristes cada vez que visitamos la huerta de alguien y observamos cómo vegetan en ella los tomates.

Recuerden que Dworkin fue incapaz de explicar por qué son tantos quienes creen que el feto adquiere, de algún modo, mayor dignidad e inviolabilidad a medida que llega a «parecerse» a un niño. De hecho, esta creencia es muy comprensible, aunque en el fondo incompleta, a la luz de la teoría desarrollada arriba. Si es la naturaleza humana autodesarrollada la que despierta reverencia y respeto en el recién nacido, tiene mucho sentido que gran número de personas adopten estas mismas actitudes hacia el nonato solamente tras la aparición de una forma humana, en algún momento entre las ocho y las diez semanas después de la concepción. Sólo a partir de entonces sería propio de la sensibilidad humana ordinaria decir con naturalidad: «Hay un bebé creciendo en el útero». Antes de dicho momento, resulta natural creer que un bebé está sólo creándose, en vez de desarrollándose, esto es, que los órganos van añadiéndose uno a uno mientras el embrión cobra paulatinamente la forma de un ser humano.

Tal fue, en realidad, la teoría premoderna casi universal de la generación humana. Sin conocer nada del óvulo ni de la concepción en nuestro moderno sentido, Job dice a Dios: «¿No me vertiste como leche y como queso me cuajaste?». Unicamente tras este «cuajarse» la forma humana se halló aparentemente presente. Hasta aquel momento, Job ve a Dios como una fuente externa de actividad y designio que da forma humana al semen. Dworkin menciona que Aquino creía que el individuo humano comenzó sólo después de que el feto recibiese una forma humana y pudiera así hacerse cargo de su propio desarrollo, si bien Aquino atribuía el anterior designio organizativo a su padre humano más que directamente a Dios, como hace Job.

No debiera sorprendernos que tales teorías encuentren menos inviolabilidad en las primeras fases de la vida. Esencialmente, imaginan que el embrión temprano está siendo construido (por Dios o por otra fuente externa) en vez de desarrollándose. Como razonamos anteriormente, las cosas simplemente hechas carecen de inviolabilidad, al menos hasta el punto en que adquieren forma y, por tanto, unidad; un conjunto amorfo de piedras o de partes corporales no puede violarse.

Pero lo cierto es que esperar a la aparición de la forma humana en el feto constituye una equivocación radical. El simple parecido corporal a nosotros no puede ser el motivo de la importancia de la semejanza o, de igual manera, encontraríamos inviolables a los simios y a las estatuas. Más bien, asumimos el parecido para denotar la identidad de la naturaleza o género, del designio latente para la comunidad humana. Pero dicho designio se halla presente, de hecho, desde el momento mismo en que se produce la concepción, y no como un anteproyecto pasivo para que lo utilice un constructor, sino como una potencia autodirigida activa. El embrión sólo obtiene de su entorno alimento, no forma. Por supuesto, dicha forma inherente no es todavía visible; al principio, subsiste sólo como un complejo móvil y creciente de ADN. Con todo, desde el principio una imagen humana confiere a un embrión humano una naturaleza humana y una continuidad del ser desde la concepción hasta su desarrollo completo. Incluso en el conceptus, podemos ver una imagen humana activa con nuestra mente, aunque no aún con nuestros ojos. Resulta irracional objetar a la destrucción de una fotografía sólo después de que haya sido parcialmente revelada, pero no mientras se halla todavía en nuestra cámara. Una vez que nos consta que la imagen apreciada se encuentra presente, su fase de desarrollo es una nimiedad.

A pesar de todo, tanto quienes datarían la dignidad humana a partir del parecido humano como quienes la datarían a partir de la presencia inicial de la vida en autodesarrollo consideran al 'ser con imagen humana' como el objeto de respeto, como la fuente de la inviolabilidad prenatal de la vida. La idea del respeto nos ha llevado a comprender mejor que Dworkin por qué casi todos nosotros -los no creyentes así como los creyentes- sentimos cierta reluctancia hacia el aborto, en especial después de que el feto se parece a un niño.

 

Conclusión

En Life's Dominion, Ronald Dworkin ha intentado hallar sentido a una ambivalencia de tipo frecuente relativa al feto. Muchas personas parecen valorar el feto como menos que un ser humano con iguales derechos pero más que la especie de potencialidad encontrada en el espermio y el huevo antes de la concepción. Para explicar este valor fetal importante pero 'menor que igual', Dworkin indica que debemos estar valorando la inversión que supone un ser humano conforme es concebido y conforme madura, primero antes del nacimiento y luego tras el mismo. Términos tradicionales como la «santidad» y la «inviolabilidad» de la vida humana expresan nuestra preocupación de que dicha inversión no vaya a desperdiciarse en cualquier momento de la vida de alguien, según Dworkin.

Esta crítica de la teoría de la inviolabilidad de Dworkin ha sostenido que su teoría es peligrosa y errónea: reducir la inviolabilidad de la vida a una noción mercantilista de la evitación del desperdicio pone en peligro a diversas clases de personas vulnerables, cuya prolongación de la vida parece a algunos dispendioso. Además, el giro de Dworkin hacia la inversión ignora equivocadamente al individuo humano, quien es el auténtico centro de nuestras intuiciones morales. Lo que resulta más importante: el razonamiento basado en el valor, tal como lo utilizan Dworkin y muchos otros, no puede discernir la relevancia de los entes particulares; irreflexivamente socava no sólo el derecho a la vida, sino también la dignidad y la igualdad del individuo.

El dato primordial que Dworkin pasa por alto es la actitud llamada respeto. El respeto no puede transformarse en valor. Es una postura independiente e importante hacia los seres humanos y otros entes. El núcleo de este artículo lo ha constituido una descripción de la naturaleza y los efectos de la idea del respeto.