UNIDAD
VocTEO
 

En el credo de Nicea los cristianos profesan su fe en la Iglesia una, santa, católica y apostólica. La unidad es, por tanto, un signo y una característica de la Iglesia, precisamente como objeto de fe cristiana. Esta unidad sólo puede comprenderse en la fe; se deriva de la relación íntima que existe entre la Iglesia y el objeto primario de la fe, que es el misterio Trino y Uno de Dios mismo.

En este sentido el concilio Vaticano II enseña: "Éste es el misterio sagrado de la unidad de la Iglesia en Cristo y por Cristo, obrando el Espíritu Santo la variedad de las funciones. El supremo modelo y el supremo principio de este misterio es, en la trinidad de personas, la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo" (UR 2).

La Escritura nos ofrece amplias pruebas de que la Iglesia es una. La imagen paulina del «Cuerpo de Cristo» intenta describir el lazo tan estrecho que mantiene juntos a todos los cristianos: «Del mismo modo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, por muchos que sean, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo.

Porque todos nosotros, judíos o no judíos, esclavos o libres, hemos recibido un mismo Espíritu en el bautismo, a fin de formar un solo cuerpo; y todos hemos bebido también del mismo Espíritu» (1 Cor 12,12-13). Pablo condena las facciones dentro de la comunidad de los corintios, apelando al fundamento cristológico de la unidad de los cristianos (cf. 1 Cor 1,13). En todo el Nuevo Testamento se muestra la unidad de la Iglesia de varias maneras: en las descripciones de la vida comunitaria armoniosa que se encuentra en los Hechos de los apóstoles (Hch 2,41 47. 4,32-37), en la oración de la última cena por la unidad (Jn 17), en la teología de la carta a los Efesios (cf Ef 4,46).

Al mismo tiempo, está claro que en la Iglesia primitiva existía cierta diversidad. En primer lugar, se reconoce una pluralidad de comunidades geográficamente distintas, como las «Iglesias domésticas» mencionadas en 1 Cor 16,19. Rom 16,5 y Col 4,15. Por este motivo, el Nuevo Testamento puede usar la expresión el plural: «Iglesias de Dios» (1 Cor 1 1,16; 2 Tes 1,4; cf. también Rom 16,4.16). Además, los diversos ambientes culturales y religiosas de estas diversas comunidades hicieron necesario expresar el único evangelio de diferentes maneras, a fin de responder a diversas preguntas y necesidades. Así, mientras que hay solamente un evangelio (Gál 1,6-9), se puede hablar sin embargo de varias teologías neotestamentarias paulina, joanea, de la Carta a los Hebreos, etc., que reflejan la diversidad legítima existente entre las diversas comunidades.

Un suceso como el concilio de Jerusalén (Gál 2; Hch 15) se celebró para reforzar la unidad entre los cristianos de diferentes convicciones y sigue siendo un notable testimonio del hecho de que, ya desde los comienzos de la Iglesia, la unidad exige esfuerzos y cooperación con la gracia del Espíritu Santo.

Hasta cierto punto, la historia de la Iglesia narra una historia de éxitos y fracasos respecto al don y a la tarea de la unidad. Las numerosas prácticas colegiales de la Iglesia en el primer milenio, como el intercambio de la hospitalidad, la presencia de los obispos cercanos en la ordenación de un nuevo obispo, la celebración de concilios regionales y ecuménicos y la apelación a Roma y al consenso de las cinco sedes patriarcales (Roma, Constantinopla, Jerusalén, Antioquía y Alejandría) ilustran todas ellas los diversos modos con que la Iglesia mantuvo y desarrolló ciertos medios para preservar la unidad. San Cipriano de Cartago, para estimular a los cristianos a resistir a las falsas doctrinas y a permanecer unidos en la fe y el amor, recoge muchos textos de la Escritura en su obra De ecclesiae catholicae unitate (251), una de las obras patrísticas más importantes sobre el tema de la unidad. Las divisiones producidas en el seno de la Iglesia, como las que siguieron al concilio de Calcedonia (451) y la excomunión de Miguel Cerulario ( 1054), muestran que estos esfuerzos no siempre obtuvieron éxito.

El segundo milenio muestra la manera como el papado fue creciendo como promotor de la unidad en el interior de la Iglesia occidental. Por tanto, no es de sorprender que el párrafo de apertura de la Constitución sobre la Iglesia del concilio Vaticano II hable de la Iglesia como sacramento de la unidad: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unidad de todo el género humano...» (LG 1). La eucaristía, que es la fuente y la culminación de la vida de la Iglesia, expresa esta unidad de forma eminente, pero todos los sacramentos y la vida entera de la Iglesia tienden hacia esta unidad.

En UR 2, el párrafo más importante del Vaticano II sobre la unidad de la Iglesia, se afirma: «Jesucristo quiere que por medio de los apóstoles y de sus sucesores, esto es, los obispos con su cabeza, el sucesor de Pedro, por la fiel predicación del Evangelio y por la administración de los sacramentos, así como por el gobierno en el amor, operando el Espíritu Santo, crezca su pueblo; y perfecciona así la comunión de éste en la unidad: en la confesión de una sola fe, en la celebración común del culto divino y en la concordia fraterna de la familia de Dios».

Se advierten aquí las tres dimensiones fundamentales de la comunión: la fe, la vida sacramental y la comunión jerárquicamente estructurada.

Además, los obispos en el concilio Vaticano II expresaron su fe en que «aquella unidad de la una y única Iglesia que Cristo concedió desde el principio a su Iglesia, y que creemos que subsiste indefectible en la Iglesia católica, crezca cada día hasta la consumación de los siglos» (UR 4).

Esta unidad en la fe, en los sacramentos y en la vida de la comunidad no es lo mismo que uniformidad. Efectivamente, la uniformidad equivaldría a un pecado contra el Espíritu Santo, que inspira una variedad de dones y que siembra la semilla del Evangelio en muchas culturas. Por eso la unidad de la Iglesia es una unidad católica, que abarca toda la amplia gama de las culturas humanas. Al mismo tiempo es una unidad que se extiende a lo largo de la historia, uniendo a la Iglesia de todas las épocas con las primeras comunidades establecidas por los apóstoles. De esta manera, la unidad de la Iglesia es también apostólica.

El movimiento ecuménico forma parte de la acción del Espíritu Santo a fin de mantener a la Iglesia en la unidad (cf. UR 1). Las asambleas generales del Consejo Ecuménico de las Iglesias, especialmente las de Nueva Delhi (1961) y Nairobi (1975), hicieron afirmaciones importantes que expresan la naturaleza orgánica y conciliar de la unidad de la Iglesia. Además, el documento La unidad ante nosotros ( 1984) del Diálogo internacional entre luteranos y católicos describe la finalidad del movimiento ecuménico como plena comunión en la fe, en los sacramentos y en el servicio (diaconía).

W Henn

 

Bibl.: Y Congar, La Iglesia es una, en MS, IVII, 382-471; J M, Tillard, Iglesia de Iglesias, Sígueme, Salamanca 1990; B. Leeming, Las Iglesias y la Iglesia, Vergara, Barcelona 1963; A. Bra, La unión de los cristianos, Estela, Barcelona 1963.