SUBSIDIARIDAD (PRINCIPIO DE)
VocTEO
 

El principio de subsidiaridad constituye el eje en torno al cual la «doctrina social de la Iglesia» intentó desde el principio regular las relaciones entre el Estado y la sociedad. El objetivo de este principio es salvaguardar los espacios de los individuos y de los grupos sociales frente a una excesiva ingerencia del Estado. Efectivamente, la intervención de las instituciones públicas se legitima solamente como auxiliaria, en cuanto que representa una integración de la acción de los grupos sociales intermedios donde surgen exigencias de un bien común más general.

La primera formulación del principio de subsidiaridad se remonta a la Quadragesimo anno, de Pío XI. En este documento el papa señala con precisión su contenido observando que, « lo mismo que es ilícito quitar a los individuos lo que ellos pueden realizar con sus propias fuerzas y con su empeño para confiárselo a la comunidad, también es injusto confiar a una sociedad mayor y más alta lo que pueden hacer las comunidades menores e inferiores.

Y esto es al mismo tiempo un grave daño y una perversión del orden recto de la sociedad, ya que el objeto natural de cualquier intervención de la sociedad es el de ayudar de manera supletoria a los miembros del cuerpo social, no va el de destruirlas o absorberlas» (n. 86).

Fue sobre todo Pío XII el que aplicó ampliamente el principio de subsidiariedad. Defendiendo las razones de la democracia, subrayó repetidas veces que su verdadera realización supone que el Estado y el aparato estatal estén al servicio de la sociedad, es decir, de los ciudadanos y de los cuerpos intermedios, y denunció con energía las involuciones presentes en las modernas comunidades políticas, especialmente las que se derivan del totalitarismo, de la burocratización despersonalizante y de la tecnocracia.

La Mater et magistra de Juan XXIII asigna al Estado una función más importante. Pero tampoco en este caso la intervención del Estado, dirigida a la eliminación de los desequilibrios internos a la nación y a los internacionales, se concibe en competitividad con la intervención de los individuos y de los grupos, sino en estrecha relación con ella, en el marco de una visión del Estado abierta a la participación responsable de los ciudadanos.

En los documentos posteriores del Magisterio -a partir de la Constitución conciliar Gaudium et spes- se profundiza gradualmente en esta visión más positiva y más compleja de las relaciones entre el Estado y la sociedad. Se concibe al Estado democrático como un Estado de derecho, no sólo porque la ordenación jurídica fija los límites para el ejercicio del poder, sino sobre todo porque tiende a garantizar los derechos fundamentales del hombre. Lejos de quedar arrinconado el principio de subsidiaridad, se le coloca en el contexto del principio de solidaridad, cuyo alcance se extiende al ámbito de las relaciones internas al mundial. Es particularmente la Populorum progressio de Pablo VI la que determina este giro universalista, recogido posteriormente por Juan Pablo II en la Sollicitudo rei Socialis. El Estado tiene la tarea de promover un desarrollo integral y plenario dentro de una comunidad mundial en la que las instancias de la solidaridad se hacen cada vez más urgentes, sobre todo en virtud de la estrecha interdependencia entre los pueblos de la tierra.

Sin embargo, es evidente que la consecución de este fin lleva consigo una transformación real no sólo de cada una de las naciones, sino también de los diversos grupos sociales y de cada ciudadano. La parábola histórica del principio de subsidiaridad muestra de este modo su gran fecundidad, pero pone al mismo tiempo el acento en los límites de su aplicación en el pasado. En efecto, está fuera de duda que ha contribuido a defender al individuo y los grupos intermedios del abuso de poder del Estado, pero no se puede negar que su radicalización se resiente de la influencia de la ideología liberal y es por tanto el producto de una visión demasiado individualista del hombre.

Por tanto, es lógico que se asista en el ámbito del desarrollo de la "doctrina social" a su integración con otro principio no menos importante, el de la solidaridad.

Esta integración parece hoy absolutamente necesaria para arrostrar los nuevos problemas que plantea la situación tan compleja en que vivimos. El paso del « Estado de derecho" al "Estado social" que se ha verificado en el ámbito de las sociedades occidentales, no está libre de graves inconvenientes.

La realización histórica del «Estado social" ha tenido lugar en muchos casos bajo el signo de un exceso de expansión de la intervención estatal, dando lugar a procesos degenerativos de clientelismo y de despilfarro, de asistencialismo y de burocratización.

La tentación que se abre camino entonces es la de renunciar a la misma idea de «Estado social". idea que, por el contrario, necesitábamos fomentar y hacer más operante para que respondiera a las necesidades de las capas más débiles de la población. Pero se trata de corregir los defectos del planteamiento actual apuntando hacia una transparencia y eficiencia cada vez mayores. Desde este punto de vista, lo que es necesario revisar ante todo es la relación entre «lo privado" y «lo público", saliendo de una estéril contraposición para emprender el camino de unas nuevas formas de cooperación y de intercambio más articuladas.

El "Estado social", si no quiere resultar más pesado todavía, tiene que contar con la aportación de los individuos y de los grupos sociales, favoreciendo procesos de interacción mutua que permitan una mayor búsqueda del bien colectivo. Parece entonces imprescindible el retorno al principio de subsidiaridad, que deberá, sin embargo, ser repensado y reelaborado correctamente en estrecha relación con el de solidaridad.

Lo que, en otros términos, resulta necesario es la construcción de un modelo de las relaciones Estado-sociedad, inspirado en las razones de una solidaridad universalista, que exija por un lado una visión activa del Estado como momento de síntesis de los impulsos procedentes de abajo y de búsqueda de los objetivos de carácter más general. En este contexto, el principio de subsidiaridad no asume va una función puramente defensiva de los intereses privados, sino que se transforma en elemento propulsor de búsqueda del bien común, que sólo puede perseguirse con el concurso de todos y de cada uno. Como tal, conserva intacto su valor también en nuestros días. Más aún, asume el significado de eje fundamental de un compromiso dirigido a la construcción de una sociedad democrática y justa, capaz de favorecer una adecuada mediación entre los intereses individuales y los intereses colectivos.

G. Piana

Bibl.: O, Nell-Breuning. Subsidiaridad (Principio de}, en SM, VI, 476-480: A, A. Cuadrón (ed,), Manual de doctrina social de la Iglesia, BAC, Madrid 1993.