CRUZ
VocTEO
 

Los evangelistas orientan toda la narración de la vida histórica de Jesús hacia la pasión. La pasión constituye entonces no una simple conclusión, sino la meta, la fase decisiva y culminante de esa historia. Y la cruz es por consiguiente como el punto de gravedad hacia el que tiende la vida de Jesús. Y la razón de esta orientación se encuentra en él, es decir, en la fidelidad absoluta al Padre en la que tradujo todo su amor filial.

Queriendo señalar los "sentimientos" (cf. Flp 2,5) que marcaron su ilusión, hay que hacer referencia a la obediencia incondicionada, a la entrega total, a la confianza ilimitada: tales son las características esenciales y al mismo tiempo las formas de actuación de un amor que le costó a Jesús toda una vida puesta a disposición de la voluntad del Padre y ofrecida por la salvación del mundo. Expropiándose radicalmente de sí, al afrontar la «prueba» crucial de la pasión, hizo de su propia muerte, aceptada con plena libertad por amor, el acontecimiento con el que llevó a término la obra de Revelador de Dios y de Salvador del mundo (cf. Jn 19,30).

Sólo cuando fue «elevado de la tierra", el Hijo de Dios estuvo en disposición de "atraer» a todos hacia sí (cf. Jn 12,32), ya que sólo cuando fue clavado en la cruz se convirtió de forma definitiva en Palabra e Imagen de Dios, que es Amor. Haciéndose carne y carne «crucificada" por amor, se hizo amor crucificado. La cruz, por tanto, es la última palabra, la más elocuente, con la que él, la Palabra en persona, reveló y sigue revelando el rostro paternal y misericordioso de Dios. Por otra parte, es en su humanidad glorificada donde indeleblemente representa también al Padre, haciéndolo visible: «El que me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,9). Pues bien, el Señor Resucitado no tiene otro punto de referencia para darse a conocer y acoger en la fe más que su condición humana, cuyo valor simbólico-expresivo queda asegurado por los signos que dejó en su cuerpo la pasión (cf. Lc 24,36-43; Jn 20,27).

La reflexión sobre la cruz de Jesús representa en Última instancia el camino real de acceso al Dios trinitario. El Crucificado muestra su propia identidad de Hijo "predilecto" del Padre a través de la actitud oblativa y de la obediencia expresada en el don de la vida. El Padre participa en la cruz del Hijo «com-padeciendo» con él en el silencio y llevando a término, con la «entrega" -el abandono- del Hijo a la muerte, el acto de amor realizado por el mundo, cuya concreción histórica está representada en la encarnación, con su dimensión de envío. El Espíritu, al ser en Dios la Persona-Amor que se encuentra en los dos polos de la intimidad más unitiva y de la donación más extrema, y al estar permanentemente presente en la historia y en el «corazón» de Jesús, cooperó en su muerte de cruz infundiéndole el impulso de amor incondicionado que lo transformó en sacrificio agradable al Padre (cf. Heb 9,14). y, desde el momento en que es derramado por el Padre en el Corazón de los creyentes por la mediación del Crucificado-resucitado (cf. Jn 19,31-34) y por tanto como don hecho por él al mundo con su propia oblatividad, representa para la comunidad cristiana el único exegeta fiable de Jesús, de la Palabra de Dios hecha carne crucificada por amor.

El seguimiento y la imitación de Jesucristo, en los que se condensa la peculiaridad de la experiencia espiritual cristiana, están estrechamente subordinados a la docilidad al Espíritu; y el crecimiento en la conformidad, dirigida a hacer de todo discípulo una «imagen" viva del Maestro, sigue el ritmo del camino que se hace llevando, con él y como él, la cruz de la fidelidad incondicionada al Padre (cf. Mt 10,38; 16,24; Mc 8,34. Lc 9,23; 14,27). Este ritmo va marcado bien por la sumisión a la acción iluminadora y transformadora del Espíritu, bien por la intensidad del compromiso de conversión, dirigido a renunciarse a sí mismo para dar lugar al Otro, poniéndose enteramente a disposición de Cristo Crucificado para acogerlo en el propio corazón y en la propia vida, dejando que él realice la intimidad amorosa más profunda (cf. Gál 2,20).

Sólo de esta manera se hace capaz el discípulo de recibir, percibir y compartir el amor oblativo y solidario del Crucificado. «En esto hemos conocido lo que es el amor: en que él ha dado su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos" (1 Jn 3,16).

V. Battaglia

 

Bibl.: J Moltmann, El Dios crucificado, Sígueme, Salamanca 19i5; AA. VV , Teología de la cruz, Sígueme, Salamanca 19i9; O, Casel, Misterio de la cruz, Madrid 1964: B, Sesboué, Cruz, en DTDC, 31 i-333,