CONCIENCIA
VocTEO
 

El término «conciencia» se usa en teología moral para designar la sede última de la naturaleza ética de los actos humanos. Tuvo un amplio desarrollo en la cultura grecorromana, pero aparece también con frecuencia en las cartas de Pablo, donde apela a la exigencia de un principio interior como criterio de discernimiento del obrar. Esta exigencia, por lo demás, está ampliamente presente en el Antiguo Testamento y Cristo insiste profundamente en ella en su predicación. Los profetas recuerdan a menudo la importancia de la actitud interior de donde brota la acción, mientras que Jesús insiste en el hecho de que lo que contamina al hombre no es lo que entra en él, sino lo que sale de él. Los términos «corazón» y «espíritu», con los que se indica la capa más profunda de la personalidad del hombre, encuentran su más perfecta correspondencia, en la edad moderna, en la realidad de la conciencia.

 

  1. Naturaleza y estructura de la conciencia.- Así pues, la conciencia es el yo captado en sus últimas dimensiones: es el lugar donde el hombre se autoconoce y decide de sí mismo. Es, por tanto, una realidad unitaria; más aún, es el centro de unificación de la persona. Pero esta unidad no es un dato inmediato, sino el resultado de un proceso fatigoso de unificación. Efectivamente, la conciencia es una realidad compleja, constituida por la presencia simultánea de diversos factores, que no son fácilmente homologables. En ella confluyen los mecanismos instintivos y los dinamismas psicológicos del inconsciente: con ella se relacionan los elementos de racionalidad y voluntariedad propios del ser humano; sobre  ella ejerce su influencia la gracia como fruto de la «vida nueva», que es don del Espíritu. Esto da razón de la necesidad de una continua formación (y autoformación) de la conciencia, si no se quiere acabar en manos de unas fuerzas de disgregación, que determinan la ruptura de la persona. La acogida del Espíritu como principio orientador de las opciones del hombre presupone la moderación de los impulsos pasionales y la apertura de la razón y de la voluntad a la fuerza fecundante de una intervención de lo alto. No se trata de reprimir lo que pertenece a las capas inferiores de la personalidad humana, sino de asumir una forma de ascesis que recoja las diversas energías del yo y las canalice hacia la plena realización de sí mismo. La unidad original de la conciencia recibe su más profunda verdad del esfuerzo del hombre por poner sus potencialidades humanas al servicio de un proyecto que lo trasciende y - hacia el que se siente llamado.

 

 2. La primacía de la conciencia en la  vida moral.- Como centro profundo de la persona, la conciencia tiene (y no puede menos de tener) la primacía en la vida moral. En la tradición cristiana siempre se ha reivindicado esta primacía (al menos en el plano teórico). Los manuales del pasado han reconocido constantemente en la conciencia la «norma última» de la moralidad y sobre todo han defendido con coraje los derechos inderogables de la conciencia invenciblemente errónea.

Sin embargo, el modelo ético que se  ha impuesto en la época moderna ha acentuado cada vez más, en su planteamiento, la atención al aspecto objetivo-material del obrar humano, disminuyendo de hecho la importancia de la conciencia.

Así pues, la recuperación de la primacía de la conciencia va estrechamente unida a la producción de un modelo que vuelve a poner en el centro a la persona y su búsqueda de autorrealización. En este sentido tienen una gran importancia las aportaciones de las ciencias humanas, que han contribuido de manera decisiva a iluminar los dinamismos subjetivos del obrar Pero es evidente la necesidad de referirse a una visión antropológica más amplia - tanto filosófica como teológica- que permita resaltar correctamente las estructuras de sentido que están en la raíz de la actividad del hombre. La decisión moral, a pesar de estar condicionada por elementos de carácter bio-psíquico y socio-cultural, es en último análisis expresión de la realidad más profunda del hombre: realidad que se pone de relieve solamente a través de una penetración en el «misterio» de la persona, es decir, en los elementos fundamentales que la caracterizan.

La conciencia es el lugar donde se verifica este acontecimiento. En consecuencia, el acceso a la misma permite captar el obrar del hombre en su espesor más profundamente humano, como fruto de un proyecto que se va desplegando en el tiempo y en el espacio ~ que se encarna en los hechos concretos de la vida cotidiana.

 

 3. La necesidad de la norma.- Afirmar que la conciencia es el criterio último (y decisivo) para juzgar del obrar moral del hombre no significa negar la necesidad de recurrir a los valores y . a las normas que lo codifican. La conciencia no puede concebirse en términos rígidamente individuales. Al ser realidad de la persona, hace esencialmente relación a los demás, al mundo, a Dios. La antropología personalista es, por definición, una antropología relacional. La persona se realiza solamente en una red de relaciones, que definen concretamente, y en cierta medida circunscriben, el ámbito de sus posibilidades expresivas. El mundo de los valores engendra esta posibilidad: es decir, ofrece al hombre los parámetros por los que debe orientarse su comportamiento, si desea concurrir al desarrollo armonioso de sí mismo y de sus relaciones con los demás hombres y con Dios.

 La conciencia adquiere la plenitud  de sus derechos cuando es al mismo tiempo subjetivamente cierta y objetivamente verdadera. El respeto a la primacía de la conciencia debe caminar entonces a la par con el compromiso de favorecer su total apertura a la verdad.

Es tarea de la educación moral buscar  este objetivo mediante un proceso de asimilación cada vez más honda de los valores, unido al aprendizaje de las normas concretas, que permiten al hombre enfrentarse con las diversas exigencias de las situaciones en que vive.

 G. Piana

 

 Bibl.: AA, vv , Conciencia, en NDTM, 233 255; J Arias. La última dimensión, Libertad conciencia creatividad, Sígueme, Salamanca 1974. F BOckle, Hacia una conciencia cristiana, Verbo Divino, Estella 1981; L, Monden, Conciencia, libre albedrío, pecado, Herder, Barcelona 1968; A, Roldán, La conciencia moral. Razón y Fe, Madrid 1966.