BIENAVENTURANZA -  CONDENACIÓN
VocTEO
 

La bienaventuranza del hombre es  la finalidad del programa creador y redentor de Dios, de la protología y de la escatología; es la meta de toda la historia de la salvación, sobre todo del mesianismo bíblico y de la obra de la gracia divina respecto al hombre. Así pues, la bienaventuranza indica que Dios no ha creado al hombre para que permaneciera encerrado en la inmanencia y en la historia, sino para dar a su historicidad el sentido propedéutico e incoativo de la plenitud en la metahistoria. Las acciones salvíficas de Dios con el hombre pecador Y privado de la bienaventuranza culminan en la llegada del Mesías y en su misterio de muerte y resurrección. El don del Espíritu Santo a la Iglesia inaugurada e instituida históricamente por él es el modo con que se extiende a todos la economía de la gracia, a través de la cual Dios lleva a la condición humana a su pleno desarrollo, llamándola a colaborar en su propia elevación sobrenatural. El efecto final de esta sinergia divino-humana va sin embargo mucho más allá de cualquier mérito conseguido por el hombre. La bienaventuranza es la perfecta comunión escatológica del hombre con el Dios trinitario. Se realiza debido a la hiperbólica voluntad de amor de Dios a la criatura, con su elección y predestinación a la salvación.

El compromiso moral y religioso del hombre justificado en la Iglesia y en el mundo, tal como brota de la presencia activa del Espíritu Santo, que produce en la Iglesia la economía de la Palabra y de los sacramentos, es la verdadera fuente del nuevo ser y del nuevo obrar del hombre. En este sentido la bienaventuranza no es ciertamente el desarrollo natural del ser del hombre, sino que adquiere todo un significado trascendente de iniciativa única y suprema de Dios en favor del hombre, para elevarlo infinitamente por encima de sus deseos de plenitud. Desde el punto de vista antropológico, por consiguiente, la bienaventuranza es la inversión de la situación intramundana del hombre, fuertemente limitada por su inmanencia y por el pecado que lo inclinarían a la privación de la bienaventuranza. La condición humana permanece en esta situación si se opone conscientemente a la iniciativa salvífica de Dios y la rechaza; en la dimensión escatológica, este rechazo se configura como condenación, como exclusión culpable de la bienaventuranza. Las obras del Mesías (Mt 11,4-6) y la proclamación de las bienaventuranzas evangélicas (Mt 5, 3-12 y par.; Lc 11,27ss y Jn 20,29) intentan asegurar al hombre que Dios desea remediar de manera definitiva la precaria situación humana, sometida a la finitud y al límite, para dar un giro completo a la carencia mortificante de esperanza y de salvación. Éste es el sentido de la predicación de Jesús sobre el Reino de Dios, que él ha venido a inaugurar en la tierra. Es el comienzo de la historia de la bienaventuranza celestial del hombre, es decir, de una cercanía tan fuerte de Dios, que puede concebirse como inchoatio vitae aeternae, como participación en un estado inicial, pero real, de la vida de Dios mismo. La vida eclesial terrena de los redimidos, con la repetida experiencia del misterio pascual de Cristo y con la advertencia de la presencia del Espíritu Santo, se convierte en verdadera anticipación de la bienaventuranza, ejercicio y verdadera experiencia del hombre justificado, de su entrada progresiva en la circulación de la vida divina. La bienaventuranza en plenitud, por el contrario, será la experiencia directa del misterio del único Dios Trino, un verdadero encuentro interpersonal y comunitario entre Dios y el hombre: la visión experiencial de Dios. El destino del hombre consiste desde entonces en ser para siempre el contemplador de Dios, en su más íntima esencia. Así pues, la bienaventuranza celestial significa el abandono de la modalidad terrena de la relación con Dios (la fe histórica), el final de la misma economía salvífica, máximo bien eclesial del creyente en la tierra, a fin de que haya espacio para una forma de conocimiento superior a toda experiencia cognoscitiva previa de Dios: la visión contemplativa, por la que queda integrado el hombre, que sigue siendo lo que es, en la condición divina, llegando al conocimiento pleno de Dios. De esta forma se realiza plenamente la finalidad de la creación y de las misiones del Hijo y del Espíritu: hacer que el hombre vea el rostro del Padre.

 T Stancati

 

 Bibl.: c, Pozo, Teología del más allá, BAC,  Madrid 1980, 378-422: J L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión, Sal Terrae, Santander 1986, 227-271.