UNIVERSALIZAR LA PAZ

            Los que hacemos literatura más o menos lograda –eso el tiempo lo dirá-intentamos reflejar al hombre y al mundo, pero sin obedecer ni a sus ideologías ni a sus testimonios, para extraer el bien del más profundo interior. Pues a través de la literatura es como la palabra recupera su verdadera vocación, el diálogo; puesto de manifiesto por grandes instituciones internacionales y, en particular, por la Organización de las Naciones Unidas; requerido ahora más que nunca, por el proceso de globalización que une de modo creciente los destinos de la economía, de la cultura y de la sociedad.

 

 El respeto al derecho de los demás, eso es la paz; atmósfera que hemos de universalizar desde el aprecio y la salvaguardia de las exigencias elementales de la justicia. Ha de imponerse la conciencia –y concienciar sobre lo nefasto que es la fuerza de la mentira-de que la verdad ha de exigirse, puesto que es la única manera decente y creadora de vivir. Es de lo más docente predicar con el ejemplo. Universalizando en serio los derechos, plasmados en los tan cacareados Derechos Humanos, el hábitat se volvería un mar de sosiego, hasta cambiar las penas por gozosos poemas de amor donde las declaraciones de hermanamiento no se quedarían en papel mojado, sino en latido del alma. Ciertamente, a pesar de los años, no se han generalizado para todo el mundo los citados Derechos  y así flamea la hoguera.  La paz no se puede construir sobre la injusticia.

 

Si la cultura de la solidaridad dejase de ser flor de un día, y se tuviese en cuenta todos los días del año y a todas horas, acrecentaríamos el valor de la justicia. No se trata sólo de dar lo superfluo a quien está necesitado, sino de ayudar a pueblos enteros que están excluidos o marginados. El ejemplo, lo tenemos en nuestra propia casa. En las zonas marginales de las grandes ciudades, siempre es mayor la delincuencia y el salvajismo porque allí se producen las mayores injusticias, como puede ser el derecho a un trabajo que, por supuesto, conlleva el deber de trabajar. Esto sería posible no sólo utilizando lo superfluo que nuestro mundo produce en abundancia, sino cambiando sobre todo los estilos de vida, los modelos de producción y de consumo, las estructuras consolidadas de poder que rigen hoy la sociedad y que suelen aplastar a los más débiles. ¿Qué polígono industrial reserva un tanto por ciento de empleo para ese otro polígono, el de la marginalidad?.

Es necesario potenciar un auténtico diálogo entre las culturas o las distintas sensibilidades humanas nacidas de las diversas nacionalidades, sobre todo donde quiera que la paz esté amenazada. Urge avivar el sentimiento del mutuo respeto, –quizás esta sociedad y esta época, está siendo despreciativa con aquellos que menos tienen-, para, de este modo, alimentar una viva sensibilidad por el valor de la vida. Si realmente se quiere la paz, hemos de salir al encuentro del pobre.

Hay algo que sí ha de ser despreciativo, se trata del  terrorismo, porque él mismo encarna una ofensa total a la dignidad de los seres humanos. En el marco del derecho internacional, hay que realizar todos los esfuerzos posibles para eliminarlo. Pero, aunque el derecho internacional reconoce el derecho a la legítima defensa frente a un ataque, cualquier operación militar sin restricciones estaría completamente en contra de la persona por el hecho de ser persona. Se corre el peligro, respondiendo a esos ataques, que germine un nuevo y posiblemente mayor vendaval de violencia.

En cualquier caso, la paz se reduce a la consideración de los derechos inviolables del hombre –“opus iustitiae pax”-, donde no es posible la paz impuesta por los vencedores a los vencidos, ni por los más fuertes a los más débiles; hemos de ir más allá para ahondar en la legitimación que siempre tendrá un germen, el que cantan a diario los poetas, el enraizamiento del amor en su más níveo renacer. Desde luego, a mi juicio, la paz depende en gran medida, de una verdadera solidaridad renovada,  filtrada antes por el corazón del hombre que sabe pedir perdón y perdonar.

El conocimiento de otras culturas, llevado a cabo con el debido sentido crítico y con sólidos puntos de referencia ética, lleva a un mayor conocimiento de los valores y de los límites inherentes a la propia cultura y revela, a la vez, la existencia de una herencia común a todo el género humano. El éxodo de grandes masas de una región a otra del planeta, que es a menudo una dramática odisea humana para quienes se ven implicados, tiene como consecuencia la mezcla de tradiciones y costumbres diferentes, con notables repercusiones en los países de origen y en los de llegada. La acogida reservada a los emigrantes por parte de los países que los reciben y su capacidad de integrarse en el nuevo ambiente, será mayor si existe un mayor conocimiento entre todos. Por eso, los sistemas educativos, los foros de debate con sus actitudes de plática, los estudios Superiores y sus gentes cultivadas en la cultura, deben motivar el esclarecimiento, para consolidar en el mundo el humanismo integral, donde, sí es necesario, han de entrar los parámetros de la reconciliación.           

 

 Víctor Corcoba

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