Anoche me quedé con mi abuelo a
respirar el aire fresco del atardecer. Lo empleamos en bucear
periódicos. Llegó la noche, casi sin enterarnos. Más tarde, nos
sorprendió, una legión de vínculos, tanto familiares como amigos, que se
sumaron a nuestro ocio. Que no es el de la ociosidad, sino más bien, el
del discernimiento. Somos familia lectora y avenida a la charla. Nos
entusiasma conversar bajo el manto silencioso de las estrellas. Siempre
solemos hacer, aunque parezca raro, lo mismo: comentar los periódicos.
Sobre todo las secciones de editorial, opinión y cartas al director.
Cuando se incorpora toda la estirpe, hasta el tercer grado y otros que
tienen el grado gratificante de la amistad, resulta de lo más
fructífero. Los diálogos, contrapuestos en la mayoría de las veces, son
auténticos baños de conciencia y de búsqueda hacia lo verdadero, bueno y
justo. En ocasiones nos sorprende la madrugada. Sobre todo si el tema lo
requiere y es sábado. Téngase en cuenta, que cada parte, y somos de
todas las edades y pensamientos, expone sus puntos de vista, pero
escucha también la exposición de la situación que presentan otros,
aceptando las diferencias, rarezas y especificidades de cada cual. Ya se
sabe, cada persona somos un mundo. Aunque a mi, personalmente, me
gustaría que fuésemos un universo. Es más estético y, por ende, más
ético.
Dicho lo anterior, convidaré al lector con la vivencia última,
convivencia o encuentro, de tan singular linaje, del que yo soy un
miembro más. Sobrepasábamos la treintena de devotos a la palabra. Esta
vez, nos adentramos en el tema del recurso de las armas, que no es la
solución, ni tampoco es lo más justo utilizarlas. ¿Cómo podrá
establecerse la paz cuando una de las partes utiliza las armas y no se
preocupa de considerar las condiciones de existencia de la otra? Antes,
y aquí estábamos de acuerdo toda la estirpe, hemos de proponer y
estudiar todas las fórmulas posibles de honesta conciliación, sabiendo
unir a la justa defensa de los intereses y del honor de la propia parte
una no menos justa comprensión y respeto hacia las razones de la otra
parte, así como las exigencias del bien general, común a ambas. Además,
¿no es cada vez más evidente que todos los pueblos se necesitan unos de
los otros?. Hay que desarmar la tierra y armarla de amor, para que el
prójimo se aproxime, y el acercamiento prevalezca sobre los de división
y de odio, al que hemos de decirle adiós, aunque perdamos fuerza, pero
ganaremos paz. Tampoco la guerra preventiva es procedimiento para calmar
tempestades y colmar gozos, como algún estado poderoso quiere vendernos.
A golpe de bombas se bambolea la dignidad inalienable del hombre. Y así
nadie respeta a nadie. Existen demasiadas individualidades y poderes
injustos, que no benefician en manera alguna la sociabilidad de los
hombres. Proliferan excesivos leones que quieren dominar la tierra a su
antojo. No se cortan. Utilizan el terror bajo sus garras acaudaladas y
pudientes. Son como dioses altaneros. Han olvidado su vocación a caminar
juntos con los más débiles, mediante un encuentro convergente de
inteligencias, voluntades y corazones, hacia el objetivo de la paz, de
hacer del mundo, un espacio verdaderamente habitable para todos y digno
de todos. La exclusiva exclusión, como la esclavitud de los clanes y
jerarquías, genera violencia, engaños y traiciones. La muerte llega sin
distinción, y a veces sorpresivamente, como esa piedra que lanzamos y
nos vuelve a la cara.
Si no queremos abonar una guerra mundial, hemos de profundizar en los
muchos instrumentos de paz que posee el derecho internacional para
hacerse escuchar. Esa debe ser la línea a seguir, el horizonte a
conquistar. De ninguna manera, sometido al juicio de mi estirpe, la
guerra es una forma de resolver situaciones insostenibles. No se pueden
conciliar intereses concretos opuestos o hacer prevalecer condiciones.
Uno mismo como una nación, por muy poderosa que sea, no resuelve nada si
no escucha a la otra parte. El egoísmo ciego del poder por el poder
revienta y empuja a la contienda. Al igual que la mentira táctica y
deliberada, tácita y endiosada, enrarece el diálogo y exaspera la
agresividad. Sin duda, el fracaso de diálogo, anima la carrera de
armamentos y desanima la de hermanarse. Eso es lo que hay que
globalizar, el hermanamiento de identidades bajo el cultivo de las
culturas.
A pesar de tantas voces que se alzan en favor de la justicia, lo cierto
es que la tierra es una bolsa tremenda de contrariedades injustas. De
igual modo, que ninguna persona admite vivir entre rejas, tampoco los
pueblos quieren ser dominados al capricho de los poderosos. Los buenos
resultados económicos no pueden militarizarse. Deben solidarizarse,
compartirse. Sólo así, conseguiremos un orden internacional más justo. Y
no hará falta armarse hasta los dientes. Tampoco el pesimismo y el
desaliento son buenos consejeros. Es posible la paz, pero no desde la
guerra, y sí desde la escucha, desde el compartir perdonando, abriendo
los brazos en abrazo, haciendo por los demás lo que se quiere para uno
mismo. Ojalá seamos conscientes de nuestra vocación de ser, contra
viento y marea, los pacificadores, los poetas por la paz.
Víctor Corcoba
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