La palabra nace en los labios del corazón
–en diálogos compartidos- y muere en combate egoísta. La lengua como
plática, propia del entendimiento, ha de declararse oficial en la
Tierra antes de que nos entierren – los Luciferes- la voz gozosa de la
libertad. Todas las personas tienen el deber de utilizarla para el
consenso y el derecho a usarla para no marchitar el jardín de un
mundo del que todos somos remadores –y rimadores- hasta que la
arena no duerma entre los mares del cielo.
La riqueza de este planetario está en lo que el ser humano no ve, ni
vive, en las distintas modalidades lingüísticas que habitan en el
suelo terrícola; toda una atmósfera de vida que ha de ser objeto de
amor ante las maravillas poéticas de lo que se puede llamar el mundo
inmensamente pequeño del átomo y el mundo inmensamente grande del
cosmos. El Creador, que crea el mundo visible, es el dador, y el mortal
es el que recibe el don. Y en ese espacio, la capital ha de ser el
Estado de Buena Esperanza, que radica –sin radicalismos- en la villa
de los Poetas, bajo el aire libre de la palabra; aquella que es una
llamada a la conciencia de vivir, a la vida que no conoce de dueños.
La bandera de la palabra es la voz misma, en su esplendor más níveo,
sin franjas ni frentes fronterizos; una vocación de entrega, más que a
los colores inventados por el mortal a los espirituales calores del
alma, donde todo es poesía de servicio, a disposición de Dios y de los
seres humanos. Los habitantes del planeta Tierra han de estar sujetos al
sentido común, donde lo Natural es lo singular, lo único que merece
llamarse nombre propio y corriente continua de Luz.
Hemos de volver a la palabra, la que conjuga como el verde de los
olivares centenarios, los Derechos y Deberes para todos; supremo bien
espiritual, principio de paz y norma poética que hemos de
constitucionalizar como actitud de fortaleza. En el léxico, las
nacionalidades se respetan y protegen, sin que pueda prevalecer
discriminación alguna por haber nacido en territorio de ricos o de
pobres, ser blanco o de color, macho
o hembra, o cualquier otra acción o reacción mezquina, creada -casi
siempre- por el macho poderoso que pretende heredar la tierra, con su
bravura de ordeno y mando. ¡Cuándo la palabra del que no tiene nada
tendrá valor y se hará valer!. En
cualquier caso, todos los ciudadanos de este planeta, tienen el
derecho y el deber de proteger y conservar sus raíces de mar, cielo y tierra –unos en mayor medida que otros- con las armas
espirituales de la palabra, encinta con la vida interior, que nace en la
siempre activa vía láctea de la contemplativa.
La necesidad de la palabra, así como la facultad de entendimiento hacia
el mensaje de la palabra, se halla profundamente arraigada en el olmo
del alma del humano. Pero la palabra por sí misma no basta, si no se
permite que aquella otra fuerza más profunda entre en escena, la del
amor, abecedario esencial para que los hablantes de todas las
comunidades utilicen para comunicarse y quererse. A pesar de... tanto
hablar del amor... nos falta el amor. ¡Ay el amor!. Sí; de tanto
querer nadar vestidos con el amor, el mar es un basurero donde ya no se
respira el azul de las Sirenas que tanto enamoraron la Tierra en otro
tiempo. Las grandes multinacionales nos imponen la muerte con sus
comercios. Comercian con el hombre. Aunque la civilización contemporánea
hace todo lo posible para distraer a la conciencia humana de la
ineludible realidad de morir, tratando de inducir al hombre a vivir como
si la defunción no existiese. Una expiración que, por otra parte, no
nos arrebata la palabra; el verdadero vocablo que mana como si la boca
del niño no se hiciese mayor viviendo –y alimentado- bajo el aliento
del verso. Un río de autenticidades, que nunca será polvo de tierra y
sí polvo del tiempo para el tiempo y todas las edades. La palabra es el
Verbo encarnado y vivo, no un verso sin conjugación y mudo.
“El
verbo de los poetas, como el de los santos, no requiere descifrarse por
gramática para mover las almas. Su esencia es el milagro musical”,
dejó escrito Ramón del Valle-Inclán. También los Padres espirituales
parafraseando, resumen así las disposiciones de un corazón alimentado
por la palabra de Dios en la oración: “Buscad leyendo, y encontraréis
meditando; llamad orando, y se os abrirá por la contemplación”. En
esta creación, universo de palabras y sensaciones, la poesía está en
la vida y es única como la energía, como los claros –y
clarividentes- besos del sol y la luna, apasionados versos por limpiar
la Tierra de tanta estupidez y mediocridad. Es cuestión de observar y
saber beber el dibujo de las palabras escritas en el horizonte de la
existencia. Hoy, uno de mis queridos y admirados mayores, que tiene
ganada la cátedra de la vida, y que lo han dejado aparcado en una
residencia mientras sus hijos –gentes de alto esmoquin- disfrutan del
verano en la playa, me ha hecho ver el fondo del pozo donde las
florecillas ya no perfuman el viento. Hemos hablado largo y tendido de
la palabra, de mi desvelo por el lenguaje. Su saludo fue todo un
recordatorio de silencios y un callar, pues, como me dijo: “Están de
luto las palabras y duermen en los cementerios de la soledad. Le lloran
los ojos a la palabra de tanto mirar a la Tierra al ver que la dejan sin
el aire de la poesía, desnuda y amordazada. ¡Llora la palabra y nadie
baja a consolarla!”. Necesitamos poetas que nos canten las cuarenta
porque todos tenemos derecho a existir.
Víctor Corcoba
E-mail: corcoba3@airtel.net
|