EL PESO DE LA CRUZ

     

     

Por las calles veremos pasar imágenes que nos muestran el momento culminante de la cruz: “se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre” (Flp 2, 8-9). Conmovido por tantos sufrimientos, Cristo no sólo se deja tocar por los enfermos y más pobres, sino que hace suyas sus miserias. Bajo esta premisa, se me ocurre interrogarme: ¿Cuántas veces nosotros nos acercamos a los últimos y le damos aliento tomando su cruz?. A lo sumo le entregamos una moneda y nos vamos tan gozosos a la casa, sin intercambiar una palabra de amor o regarle con una mirada de cariño.  Esto es puro teatro.

Con frecuencia también nosotros tenemos que llevar una cruz que no queremos. La vida nos reserva a todos una serie de resistencias que es menester vencer. Pero, a veces, el vencerlas se hace muy difícil. Nuestras cargas se tornan pesadas, y algunas de ellas son de tal naturaleza que, como Simón el Cireneo, nos sentimos deprimidos por la idea de que pueden ser para nosotros un objeto de vergüenza y de desprecio, sobre todo, cuando se trata de problemas originados por motivos de conciencia, por nuestro deseo de ser fieles a nuestros principios cristianos que los demás no entienden, ni aprueban. Ser creyente no está de moda. Sin embargo, aquí está lo contradictorio, cada día hay más cofrades. Quizás no saben lo que es una Cofradía o Hermandad. O las Cofradías no son lo que debieran ser.

A veces llevamos a cuestas la carga de una cruz que es, a todas luces, innecesaria. Es una carga que nos la hemos buscado nosotros mismos: enfermedades adquiridas a causa de nuestra locura, accidentes producidos por haber bebido… Esta no es una cruz de la que podemos jactarnos, pues, con un poco de sentido común y de control sobre nosotros mismos, alejándonos de esta sociedad consumista, habríamos podido evitarla. En otras ocasiones, las cargas de nuestra vida provienen de nuestra intemperancia en el uso de las palabras. No medimos su alcance y, con frecuencia, llevados por el enojo, inferimos con ellas heridas comparables a las de un estilete. Matamos con la palabra y nos quedamos tan frescos. Faltos de discreción, en otros momentos, encontramos placer en averiguar dimes y diretes, chismes y hachazos, y la piedra nos cae en nuestras propias narices. Tampoco es esta una cruz que puede elevarnos mucho.

Es verdad que en los países ricos, sobre todo, aumentan los escándalos contra natura. Y esto es alarmante: Padres que matan a sus hijos. Hijos que matan a sus padres. Esposos que matan a sus cónyuges. Escenas como la producida en Granada recientemente, bajo la incultura y el mal gusto –sirviéndose del dinero de todos: dinero público- con ocasión de la gala de clausura del Salón Internacional del Cómic, donde se quemó a la Virgen de las Angustias y se fornicó como animales ante decenas de personas, sin pasar nada. Y se volvió a matar a un poeta. Así como suena. Esto es muy fuerte. La cultura no es eso, es el espacio y el instrumento para que la vida humana sea cada vez más humana. Todas estas estampas destrozan la poesía, la santísima pureza juanramoniana.

Mientras en algunas situaciones somos excesivamente susceptibles, en otras, sobre todo en las de la cultura de la muerte que tanto nos circunda, pasamos como quien ve llover y consiente mojarse sin chillar. En el equilibro está la virtud, para no sentirnos heridos con tremenda facilidad y cargarnos de resentimientos, de rencores, y a veces de odios que pesan sobre el corazón como plomo y nos hacen totalmente desdichados. En verdad, existen demasiados sembradores de cruces que nos entierran la sonrisa. Hemos de saber sobrellevarla e imponerse cuando sea necesario.

Dijo el Señor Jesucristo: "El que no toma su cruz, y sigue en pos de mí, no es digno de mí" (S. Mateo 10:38). Obsérvese que el Maestro da por sentado que todos tenemos una cruz que llevar. Y no es digno de él quien no la toma con el espíritu con que debe tomarla y sigue en pos del Señor. Al hablarle a sus discípulos, Jesús dijo: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame" (S. Mateo 16:24). Sí, es menester que nos neguemos a nosotros mismos. Es necesario que abatamos nuestro orgullo, que miremos a ese paso del Nazareno que sale a nuestro encuentro sin una copa en la mano o unas pipas en el bolsillo. Es saludable que carguemos con nuestra cruz a pesar de la burla, del escarnio, de la persecución; a pesar de que signifique perder nuestro trabajo, nuestra posición, nuestro prestigio.

Decía la poetisa Gabriela Mistral: Cruz que ninguno mira y que todos sentimos, / la invisible y la cierta como una ancha montaña / dormimos sobre ti y sobre ti vivimos; / tus dos brazos nos mecen y tu sombra nos baña.// El amor nos fingió un lecho, / pero era sólo tu garfio vivo y tu leño desnudo./ Creímos que corríamos libres por las praderas/ y nunca descendimos de tu apretado nudo.// De toda sangre humana fresco está tu madero, / y sobre ti yo aspiro las llagas de mi padre, / y en el clavo de ensueño que lo llagó, me muero.// ¡Mentira que hemos visto las noches y los días!/ Estuvimos prendidos como el hijo a la madre, / a ti, del primer llanto a la última agonía.///  (La cruz de bistolfi).  El peso de esa cruz, que nos hacen ver los costaleros cuando pasan por delante de nosotros, debiera hacernos reflexionar, seamos o no creyentes, es cuestión de luz; una luminaria que necesitamos para respirar.

Hemos de frenar, pues, el gran diluvio de cruces. Y más que discursos o palabras bellas, hemos de apostar –y repostar- por el urbanismo de la urbanidad, o lo que es lo mismo, por la ecología humana. Para crear ese ambiente humano, hemos de demoler estructuras jerarquizadas, convivencias hechas por conveniencias. ¿Cuántos viven para los demás sin condicionantes?. Sea como fuere, tanto a los que salen de procesiones como a los que se tostan al sol,  ahí va esto de –para pensar-: “Piel negra, azote blanco. / Latido en verso, látigo al universo. /Persona inocente, tortura a la vista. / Mundo pobre, multinacionales ricas. / Poética atmósfera, políticos sucios”. Mutilados tantos versos,  solo me resta quitarme la corbata, para secarme las lágrimas. Por la calle Cristo pasa y yo no quiero pasar sin verlo. Haré la señal de la Cruz –con mayúsculas- para que emerja un hombre nuevo.           

 

 

Víctor Corcoba

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