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DE LA SUMISIÓN A LA REBELIÓN

 

            Ha llegado la primavera, con la semana santa, en un momento en que todo está como muy desesperanzado y hasta la cintura de los árboles resienten nuestro cansancio. Caminan muchos corazones rotos de pena, mutilados, mudos de versos, con la mirada caída de tanto beber tristeza. Andamos como borrachos: de vacío en vacío. Así no hay flor que nos levante. Todo está como muy dislocado. Por una parte está el típico señorito insatisfecho, que pretende tener todo los derechos y ninguna obligación. Su máxima complacencia, en todo caso, es acrecentar sumisos.  Por la otra banda está un nutrido grupo de ciudadanos que han optado por la pasividad, nada les hostiga, se someten a la jerarquía social digan lo que digan o fomenten lo que fomenten. Sin embargo, cabe preguntarse si éstos que han llegado a esa cúspide jerárquica, considerados élites o estrellas, líderes especialistas que no suelen admitir discernimiento alguno, se consideran dioses en su especialidad, desatienden responsabilidades de ilustrar con el ejemplo, con la autoridad del sentido común y de la coherencia.

 

            A mi juicio hemos perdido equilibrios tan vitales como aquellos que nos desordenan el orden natural, que es innato a la existencia. Lo asumimos aunque descienda la amargura a los portales de la primavera y nos reconozcan como víboras a ras de suelo. En el pecado va la penitencia. Verdaderamente habría que sublevarse contra la legión de cínicos y corruptos, esos garbanzos negros que se aprovechan de la democracia, culpables de que la humanidad rompa lazos solidarios, porque no puede haber riqueza sin justicia social, libertad sin orden, pluralidad sin familia bien avenida. A juzgar por las manos que se extienden en la calle, la pobreza aumenta en España. A poco que nuestros políticos fuesen menos gastosos, se podría establecer un salario vital con aportaciones de empresarios y administraciones, para esos hogares que malviven en doquier chabola de un polígono marginal. Eso sería predicar con argumento, a favor de una Europa más sensible, poniendo los avances de la ciencia, de la economía, y del bienestar social en lugar distinto a un consumismo sin sentido, sino al servicio de todo ser humano necesitado.

 

            El mundo de la marginalidad avanza de muchas maneras. Hay un eco desesperante en los cielos tristes de esa infancia que crece en las chabolas, mientras dos pasos adelante está la otra frontera, la de la sociedad de la opulencia que pasa de reconocer la responsabilidad de hacer extensivo el bienestar a todos, aunque un malestar espiritual también nos empobrezca de forma diferente, por mucho barniz de cirugía estética que uno se embadurne por el cuerpo. El alma no entiende de tintes, sino de entregas a una existencia que, para ser agradecida, debe ser  entregada sin condicionante alguno a toda vida. Quizás sea un buen tiempo, el actual, para reflexionar sobre todo ello, puesto que la atmósfera pascual está penetrada de un sentido meditativo y de un despertar primaveral. Son nuevos los corazones de los cristianos, renovados por la semana santa. Y no menos vivo es el zumo de la primavera. También ayuda a renacer por dentro, dejando en el aire una estela de amor que se agradece, para que la convivencia reconduzca pasos perdidos.

 

            “Paz, paz, paz para leer/ un libro abierto en el alba/ y otro en el atardecer”, dicen unos versos de Alberti. Y yo me pregunto: ¿cómo puede haber paz si matamos a la primavera, ese embrión que es pura poesía, el primer brote de la existencia de un ser humano? Todos hemos sido ese verso, la vida que germina. Aquí no cabe la sumisión, ni lavarse las manos como Pilatos, porque la primavera humana no puede desaparecer, hay que cultivarla para que florezca, sin vasallajes, la cultura de la familia y de la existencia. Las irresponsabilidades, más pronto que tarde, se pagan. Hoy tampoco se educa para la responsabilidad, cuestión vital para que la madurez afectiva retoñe. El resultado del desenfreno, ya lo percibimos. La misma sanidad nos dice que un altísimo porcentaje de nuevos casos de sida en nuestro país contrajeron la infección por vía sexual.

 

            En consecuencia, ante tantos desajustes que perturban la ansiada primavera, pienso que la docilidad cuando la degradación de la educación y la cultura salta a la vista, requiere pasar de la sumisión al plante; plantar nuevas actitudes que nos regeneren de las barbaries que coexisten y cohabitan. Pese a las guerras de intereses, la injusticia de la justicia y las dificultades porque los desiguales alcancen a los iguales en el bienestar social, cuando vemos las cosas con ojos de compartir todo se ve muy diferente. Nos falta esa mirada crecida de esperanza, cuya unidad se funde en la auténtica libertad. ¿Cómo puede nacer una generación juvenil abierta a la verdad, sentir la belleza como algo propio, revalorizar la nobleza, si la familia ya no se presenta como una primavera expansiva a la vida y al amor desinteresado? Tal y como está el patio de revuelto en sombras, debiera conmovernos gestar un nuevo renacer, donde puedan contemplarse sin sobresaltos las bellas flores de la alegría, la humildad, la sencillez y el servicio. Donde el amor, al amor, mueva los corazones.

 

Ya se sabe que la  nueva civilización comienza con cada uno de nosotros, con cada corazón que se decide a amar, y amar hasta las últimas consecuencias. Podemos y debemos hacerlo. Es el momento. Y, al forjarlo, podremos darnos cuenta de que hasta las lágrimas salidas del alma fructifican, preparan el terreno para un nuevo florecer, más en el espíritu que en el cuerpo. Annan propone crear un nuevo Consejo de Derechos Humanos como parte de la reforma de la ONU. Puede ser un buen comienzo para el florecimiento y un buen principio para que la discrepancia se analice, no suponga inacción, sino acción concertada en el optimismo y en la capacidad humana. Yo apuesto por esta rebelión en favor de una vida más digna para todos, puesto que el escenario contemporáneo de guerras, injusticias e inmoralidad, no me deja ver la sonrisa primaveral, donde anida luz y savia.

 

 

Víctor Corcoba Herrero

- Escritor-