DOCUMENTACIÓN

   

 

El Papa: «Una cultura sin verdad no es una garantía para la libertad»

Discurso a los profesores universitarios, sábado 9 de septiembre

CIUDAD DEL VATICANO, 21 sep (ZENIT.org).- El pasado 9 de septiembre Juan Pablo II intervino ante siete mil profesores universitarios y estudiantes que se congregaron en Roma para celebrar el Jubileo de la universidad. El pontífice puso en evidencia, en el encuentro, «tendencias preocupantes» de la sociedad actual que tienen lugar «cuando se reduce la democracia a un hecho puramente de procedimiento, o cuando se piensa que la voluntad expresada por la mayoría basta simplemente para determinar la aceptabilidad moral de una ley».

«En realidad, el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve». Aclaró. Ofrecemos a continuación la traducción del discurso ofrecida por «L’Osservatore Romano» en el que afronta algunos de los temas éticos más candentes para las democracias actuales.

* * *

Amadísimos profesores universitarios:

1. Me alegra encontrarme con vosotros en este año de gracia, en el que Cristo nos llama con fuerza a una adhesión de fe más convencida y a una profunda renovación de vida. Os agradezco sobre todo el compromiso que habéis manifestado en los encuentros espirituales y culturales que han caracterizado estas jornadas. Al veros, mi pensamiento se ensancha en un saludo cordial a los profesores universitarios de todas las naciones, así como a los estudiantes confiados a su guía en el camino, fatigoso y gozoso a la vez, de la investigación. Saludo asimismo al senador Ortensio Zecchino, ministro de Universidades, que está aquí con nosotros en representación del Gobierno italiano.

Los ilustres profesores que acaban de tomar la palabra me han permitido hacerme una idea de cuán rica y articulada ha sido vuestra reflexión. Les doy las gracias de corazón. Este encuentro jubilar ha constituido para cada uno de vosotros una ocasión propicia para verificar en qué medida el gran acontecimiento que celebramos, la encarnación del Verbo de Dios, ha sido acogido como principio vital que informa y transforma toda la vida.

Sí, porque Cristo no es el signo de una vaga dimensión religiosa, sino el lugar concreto en el que Dios hace plenamente suya, en la persona del Hijo, nuestra humanidad. Con él "el Eterno entra en el tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre" (Fides et ratio, 12). Esta "kénosis" de Dios, hasta el "escándalo" de la cruz (cf. Flp 2, 7), puede parecer una locura para una razón orgullosa de sí. En realidad, es "fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1 Co 1, 23-24) para cuantos se abren a la sorpresa de su amor. Vosotros estáis aquí para dar testimonio de él.

Cristo es la respuesta a la búsqueda del hombre

2. El tema de fondo sobre el que habéis reflexionado, «La universidad para un nuevo humanismo», encaja muy bien en el redescubrimiento jubilar de la centralidad de Cristo. En efecto, el acontecimiento de la Encarnación toca al hombre en profundidad e ilumina sus raíces y su destino, y lo abre a una esperanza que no defrauda. Como hombres de ciencia, os interrogáis continuamente sobre el valor de la persona humana. Cada uno podría decir, con el antiguo filósofo: "Busco al hombre".

Entre las numerosas respuestas dadas a esta búsqueda fundamental, habéis acogido la respuesta de Cristo, que brota de sus palabras pero, mucho más, brilla en su rostro. Ecce homo: "he aquí el hombre" (Jn 19, 5). Pilato, mostrando a la muchedumbre exaltada el rostro desfigurado de Cristo, no imaginaba que se convertiría, en cierto sentido, en portavoz de una revelación. Sin saberlo, señalaba al mundo a Cristo, en quien todo hombre puede reconocer su raíz, y de quien todo hombre puede esperar su salvación. Redemptor hominis: esta es la imagen de Cristo que, ya desde mi primera encíclica, he querido "gritar" al mundo, y que este Año jubilar quiere hacer resonar en las mentes y en los corazones.

Una cultura orientada hacia la verdad

3. Inspirándoos en Cristo, que revela el hombre al hombre (cf. «Gaudium et spes», 22), en los congresos celebrados durante estos días habéis querido reafirmar la exigencia de una cultura universitaria verdaderamente "humanística". Y, ante todo, en el sentido de que la cultura debe ser a medida de la persona humana, superando las tentaciones de un saber plegado al pragmatismo o disperso en las infinitas expresiones de la erudición y, por tanto, incapaz de dar sentido a la vida. Por esta razón, habéis reafirmado que no existe contradicción, sino más bien un nexo lógico, entre la libertad de la investigación y el reconocimiento de la verdad, a la que tiende precisamente la investigación, a pesar de los límites y las fatigas del pensamiento humano. Hay que subrayar este aspecto, para no caer en el clima relativista que insidia a gran parte de la cultura actual. En realidad, si no está orientada hacia la verdad, que debe buscar con actitud humilde, pero al mismo tiempo confiada, la cultura está destinada a caer en lo efímero, abandonándose a la volubilidad de las opiniones y, quizá, cediendo a la prepotencia, a menudo engañosa, de los más fuertes.

Una cultura sin verdad no es una garantía para la libertad, sino más bien un riesgo. Ya lo dije en otra ocasión: "las exigencias de la verdad y la moralidad no menoscaban ni anulan nuestra libertad, sino que, por el contrario, le permiten crecer y la liberan de las amenazas que lleva en su interior" (Discurso a la III asamblea general de la Iglesia italiana en Palermo, 23 de noviembre de 1995, n. 3: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de diciembre de 1995, p. 7). En este sentido, sigue siendo perentoria la advertencia de Cristo: "La verdad os hará libres" (Jn 8, 32).

Apertura al Trascendente

4. Arraigado en la perspectiva de la verdad, el humanismo cristiano implica ante todo la apertura al Trascendente. Aquí residen la verdad y la grandeza del hombre, la única criatura del mundo visible capaz de tomar conciencia de sí, reconociéndose envuelta por el misterio supremo al que la razón y la fe juntas dan el nombre de Dios. Es necesario un humanismo en el que el horizonte de la ciencia y el de la fe ya no estén en conflicto.

Sin embargo, no podemos contentarnos con un acercamiento ambiguo, como el que favorece una cultura que duda de la capacidad de la razón de alcanzar la verdad. Por este camino se corre el riesgo del equívoco de una fe reducida al sentimiento, a la emoción, al arte, en síntesis, una fe privada de todo fundamento crítico. Pero esta no sería la fe cristiana, que, por el contrario, exige una adhesión razonable y responsable a cuanto Dios ha revelado en Cristo. La fe no brota de las cenizas de la razón. Os exhorto vivamente a todos vosotros, hombres de la universidad, a realizar todos los esfuerzos posibles para reconstruir un horizonte del saber abierto a la Verdad y al Absoluto.

Sentido escatológico de la creación

5. Sin embargo, debe quedar claro que esta dimensión "vertical" del saber no implica ningún aislamiento intimista; al contrario, se abre por su misma naturaleza a las dimensiones de la creación. ¡No podía ser de otra forma! Al reconocer al Creador, el hombre reconoce el valor de las criaturas. Abriéndose al Verbo encarnado, acoge también todo lo que ha sido hecho por él (cf. Jn 1, 3) y por él ha sido redimido. Por eso, es necesario redescubrir el sentido original y escatológico de la creación, respetándola en sus exigencias intrínsecas, pero, al mismo tiempo, disfrutándola desde la libertad, responsabilidad, creatividad, alegría, "descanso" y contemplación. Como nos lo recuerda una espléndida página del concilio Vaticano II, "gozando de las criaturas con pobreza y libertad de espíritu, (el hombre) entra en la verdadera posesión del mundo como quien no tiene nada y lo posee todo. "Pues todas las cosas son vuestras, vosotros de Cristo, Cristo de Dios" (1 Co 3, 22-23)" («Gaudium et spes», 37).

Hoy la más atenta reflexión epistemológica reconoce la necesidad de que las ciencias del hombre y las de la naturaleza vuelvan a encontrarse, para que el saber recupere una inspiración profundamente unitaria. El progreso de las ciencias y de las tecnologías pone hoy en las manos del hombre posibilidades magníficas, pero también terribles. La conciencia de los límites de la ciencia, considerando las exigencias morales, no es oscurantismo, sino salvaguardia de una investigación digna del hombre y al servicio de la vida.

Amadísimos hombres de la investigación científica, haced que las universidades se transformen en "laboratorios culturales" en los que dialoguen constructivamente la teología, la filosofía, las ciencias humanas y las ciencias de la naturaleza, considerando la norma moral como una exigencia intrínseca de la investigación y condición de su pleno valor en el acercamiento a la verdad.

Sociedad y persona humana

6. El saber iluminado por la fe, en vez de alejarse de los ámbitos de la vida diaria, está presente en ellos con toda la fuerza de la esperanza y de la profecía. El humanismo que deseamos promueve una visión de la sociedad centrada en la persona humana y en sus derechos inalienables, en los valores de la justicia y de la paz, en una correcta relación entre personas, sociedad y Estado, y en la lógica de la solidaridad y de la subsidiariedad. Es un humanismo capaz de infundir un alma al mismo progreso económico, para "promover a todos los hombres y a todo el hombre" («Populorum progressio», 14; cf. «Sollicitudo rei socialis», 30).

En particular, es urgente que trabajemos para salvaguardar plenamente el verdadero sentido de la democracia, auténtica conquista de la cultura. En efecto, sobre este tema se perfilan tendencias preocupantes, cuando se reduce la democracia a un hecho puramente de procedimiento, o cuando se piensa que la voluntad expresada por la mayoría basta simplemente para determinar la aceptabilidad moral de una ley. En realidad, "el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve. (...) En la base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles "mayorías" de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva que, en cuanto "ley natural" inscrita en el corazón del hombre, es punto de referencia norma tiva de la misma ley civil" («Evangelium vitae», 70).

Función educativa de la cultura

7. Queridísimos profesores, también la universidad, al igual que otras instituciones, experimenta las dificultades de la hora actual. Y, sin embargo, sigue siendo insustituible para la cultura, con tal de que no extravíe su originaria figura de institución entregada a la investigación y, al mismo tiempo, a una función formativa vital y, diría, "educativa", en beneficio sobre todo de las jóvenes generaciones. Hay que poner esta función en el centro de las reformas y de las adaptaciones que también esta antigua institución puede necesitar para adecuarse a los tiempos.

Con su valor humanístico, la fe cristiana puede ofrecer una contribución original a la vida de la universidad y a su tarea educativa, en la medida en que se dé testimonio de ella con fuerza de pensamiento y coherencia de vida, mediante un diálogo crítico y constructivo con cuantos promueven una inspiración diversa. Espero que esta perspectiva se profundice también en los encuentros mundiales en los que participarán próximamente los rectores, los dirigentes administrativos de las universidades, los capellanes universitarios y los mismos alumnos en su foro internacional.

La Iglesia y las universidades

8. Ilustrísimos profesores, en el Evangelio se funda una concepción del mundo y del hombre que no deja de irradiar valores culturales, humanísticos y éticos para una correcta visión de la vida y de la historia. Estad profundamente convencidos de esto, y convertidlo en criterio de vuestro compromiso.

La Iglesia, que ha desempeñado históricamente un papel de primer orden en el mismo nacimiento de las universidades, sigue mirándolas con profundo aprecio, y espera de vosotros una contribución decisiva para que esta institución entre en el nuevo milenio reencontrándose plenamente a sí misma como lugar donde se desarrollan de modo cualificado la apertura al saber, la pasión por la verdad y el interés por el futuro del hombre. Ojalá que este encuentro jubilar deje dentro de cada uno de vosotros un signo indeleble y os infunda nuevo vigor para esta ardua tarea.

Con este deseo, en nombre de Cristo, Señor de la historia y Redentor del hombre, os imparto a todos con gran afecto la bendición apostólica.


 

JUAN PABLO II: ¿POR QUÉ PODEMOS DIRIGIRNOS A DIOS COMO «PAPÁ»?

Intervención durante la audiencia general de este miércoles

CIUDAD DEL VATICANO, 20 sep (ZENIT.org).- Una de las grandes diferencias entre el cristianismo y las demás religiones está en que el creyente se dirige a Dios con la expresión «Papá». Para algunos credos algo así podría parecer una blasfemia. Para el cristiano constituye la esencia misma de su experiencia de Dios, la gran novedad traída por Cristo. Juan Pablo II dedicó su intervención durante la audiencia general a explicar como esto es posible. Ofrecemos la intervención íntegra del Santo Padre.

* * *

1. Hemos comenzado nuestro encuentro bajo con una impronta trinitaria, delineada de manera incisiva y luminosa gracias a las palabras del apóstol Pablo en la carta a los Gálatas (cf. 4, 4-7). El Padre, al infundir en el corazón de los cristianos el Espíritu Santo, realiza y revela la adopción filial que Cristo ha alcanzado para nosotros. El Espíritu, de hecho, «se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Romanos 8, 16). Con la mirada fija en esta verdad, como estrella polar de la fe cristiana, meditaremos en algunos aspectos existenciales de nuestra comunión con el Padre a través del Hijo en el Espíritu.

Cristo, camino al Padre

2. La manera típicamente cristiana de considerar a Dios pasa siempre a través de Cristo. Él es el Camino y nadie va al Padre si no es por él (cf. Juan 14, 6). Al apóstol Felipe que le implora: «Muéstranos al Padre y nos basta», Jesús declara: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Juan 14, 8-9). Cristo, el Hijo predilecto (cf. Mateo 3, 17; 17, 5), es quien revela por excelencia al Padre. El verdadero rostro de Dios se nos revela sólo en aquel que «está en el seno del Padre». La expresión original en griego del Evangelio de Juan (cf. 1, 18) indica una relación íntima y dinámica de esencia, de amor, de vida del Hijo con el Padre. Esta relación del Verbo eterno involucra a la naturaleza humana que él asumió en la encarnación. Por este motivo, en la óptica cristiana, la experiencia de Dios no puede quedar reducida nunca en un genérico «sentido de lo divino», ni puede considerarse la mediación de la humanidad de Cristo como algo superable, como lo han demostrado muy bien los grandes místicos, como san Bernardo, san Francisco de Asís, santa Catalina de Siena, santa Teresa de Ávila, y tantos enamorados de Cristo de nuestro tiempo, desde Charles de Foucauld hasta santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein).

La experiencia cristiana pasa por el Evangelio

3. Varios aspectos del testimonio de Jesús sobre el Padre se reflejan en toda experiencia cristiana auténtica. Él testimonio ante todo que el Padre se encuentra en el origen de sus enseñanzas: «Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado» (Juan 7, 16). Lo que ha dado a conocer es exactamente lo que «ha escuchado» al Padre (cf. Juan 8, 26; 15, 15; 17, 8.14). La experiencia cristiana de Dios sólo puede desarrollarse, por tanto, en coherencia total con el Evangelio.

«Abbá», Padre Cristo ha testimoniado con eficacia también el amor del Padre. En la estupenda parábola del hijo pródigo, Jesús presenta al Padre en espera de que el hombre pecador regrese a sus brazos. En el Evangelio de Juan, insiste en el hecho de que el Papa ama a los hombres: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Juan 3, 16). Y más tarde añade: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Juan 14, 23). Quien hace verdaderamente la experiencia del amor de Dios, no puede dejar de repetir con una emoción nueva la exclamación de la primera carta de Juan: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!». (1 Juan 3, 1). Desde esta perspectiva podemos dirigirnos a Dios con la invocación tierna, espontánea, íntima, «Abbá», Padre. Sale constantemente de los labios del fiel que se siente hijo, como nos recuerda san Pablo en el texto que ha abierto nuestro encuentro (cf. Gálatas 4, 4-7).

Vida divina

4. Cristo nos da la vida misma de Dios, una vida que supera el tiempo y nos introduce en el misterio del Padre, en su alegría y luz infinita. Lo testimonia el evangelista Juan, al transmitir las sublimes palabras de Jesús: «Como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo» (Juan 5, 26). «Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día... Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí» (Juan 6, 40.57).

El hombre vive en Dios Esta participación en la vida de Cristo, que nos hace «hijos en el Hijo», se hace posible gracias al don del Espíritu. El apóstol nos presenta, de hecho, nuestra condición de hijos de Dios en unión íntima con el Espíritu Santo: «todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Romanos 8, 14). El Espíritu nos pone en relación con Cristo y con el Padre: «Por este Espíritu, que es el don eterno, Dios uno y trino se abre al hombre, al espíritu humano. El soplo oculto del Espíritu divino hace que el espíritu humano se abra, a su vez, a la acción de Dios salvífica y santificante [...]. En la comunión de gracia con la Trinidad se dilata el "área vital" del hombre, elevada a nivel sobrenatural por la vida divina. El hombre vive en Dios y de Dios: vive "según el Espíritu" y "desde lo espiritual"» («Dominum et vivificantem», n. 58).

Como un pajarillo

5. Dios muestra verdaderamente su rostro paterno al cristiano iluminado por la gracia del Espíritu. Puede dirigirse a él con la confianza que santa Teresa de Lisieux testimonia en este intenso pasaje autobiográfico: «El pajarillo quisiera volar hacia ese Sol radiante que encandila sus ojos; quisiera imitar a sus hermanas, las águilas, a las que ve elevarse hacia el foco divino de la Trinidad [...]. Pero, ¡ay!, lo más que puede hacer es alzar sus alitas, ¡pero eso de volar no está en su modesto poder! [...]. Con audaz abandono, quiere seguir con la mirada fija en su divino Sol. Nada podrá asustarlo, ni el viento ni la lluvia» («Manuscrits autobiographiques», París 1957, p. 231).