DOCUMENTACIÓN

   

 

El Papa: La contribución de los políticos cristianos a la política de hoy

Discurso del pontífice a peregrinos parlamentarios y políticos del Jubileo

CIUDAD DEL VATICANO, 5 nov (ZENIT.org).- «En la actual sociedad pluralista, el legislador cristiano se encuentra ciertamente ante concepciones de vida, leyes y peticiones de legalización, que contrastan con la propia conciencia». ¿Qué hacer? A esta pregunta respondió ayer Juan Pablo II al recibir en audiencia general a unos 5 mil parlamentarios y gobernantes de 92 países.

Ofrecemos, a continuación, el discurso íntegro del Santo Padre.

* * *

1. Me es grato recibirles en esta audiencia especial, ilustres gobernantes, parlamentarios y administradores públicos, venidos a Roma para el Jubileo. Les saludo con deferencia, a la vez que agradezco al senador Nicolás Mancino las corteses palabras con las que se ha hecho intérprete de los sentimientos que les acomunan. Deseo expresar mi agradecimiento también al Senador Francesco Cossiga, activo promotor de la proclamación de Santo Tomás Moro como patrono de los gobernantes y los políticos. Así mismo, saludo a las otras personalidades, entre ellas, al señor Mijail Gorvachov, que han tomado la palabra. Doy la bienvenida de manera especial a los jefes de Estado presentes.

Este encuentro me ofrece la oportunidad de reflexionar con ustedes --teniendo en cuenta las mociones precedentemente presentadas-- sobre la naturaleza y la responsabilidad que conlleva la misión a la que Dios, en su amorosa providencia, les ha llamado. En efecto, ésta puede considerarse ciertamente como una verdadera vocación a la acción política, concretamente, al gobierno de las naciones, el establecimiento de las leyes y la administración pública en sus diversos ámbitos. Es necesario, pues, preguntarse por la naturaleza, las exigencias y los objetivos de la política, para vivirla como cristianos y como hombres conscientes de su nobleza y, al mismo tiempo, de las dificultades y riesgos que comporta.

2. La política es el uso del poder legítimo para la consecución del bien común de la sociedad. Bien común que, como afirma el Concilio Vaticano II, «abarca el conjunto de aquellas condiciones de la vida social con las que los hombres, familias y asociaciones pueden lograr más plena y fácilmente su perfección propia» (Gaudium et spes, 74). La actividad política, por tanto, debe realizarse con espíritu de servicio. Muy oportunamente, mi predecesor Pablo VI, ha afirmado que «La política es un aspecto [...] que exige vivir el compromiso cristiano al servicio de los demás» («Octogesima adveniens», 46).

Por tanto, el cristiano que actúa en política --y quiere hacerlo «como cristiano»-- ha de trabajar desinteresadamente, no buscando la propia utilidad, ni la de su propio grupo o partido, sino el bien de todos y de cada uno y, por lo tanto, y en primer lugar, el de los más desfavorecidos de la sociedad. En la lucha por la existencia, que a veces adquiere formas despiadadas y crueles, no escasean los «vencidos», que inexorablemente quedan marginados. Entre éstos no puedo olvidar a los reclusos en las cárceles: el pasado 19 de julio estuve con ellos, con ocasión de su Jubileo. En aquella oportunidad, siguiendo la costumbre de los anteriores Años Jubilares, pedí a los responsables de los Estados «una señal de clemencia en favor de todos los presos», que fuera «una clara expresión de sensibilidad hacia su condición». Movido por las numerosas súplicas que me llegan de todas partes, renuevo también hoy aquel llamado, convencido de que un gesto así les animaría en el camino de revisión personal y les impulsaría a una adhesión más firme a los valores de la justicia

Ésta tiene que ser precisamente la preocupación esencial del hombre político, la justicia. Una justicia que no se contenta con dar a cada uno lo suyo sino que tienda a crear entre los ciudadanos condiciones de igualdad en las oportunidades y, por tanto, a favorecer a aquéllos que, por su condición social, cultura o salud corren el riesgo de quedar relegados o de ocupar siempre los últimos puestos en la sociedad, sin posibilidad de una recuperación personal.

Éste es el escándalo de las sociedades opulentas del mundo de hoy, en las que los ricos se hacen cada vez más ricos, porque la riqueza produce riqueza, y los pobres son cada vez más pobres, porque la pobreza tiende a crear nueva pobreza. Este escándalo no se produce solamente en cada una de las naciones, sino que sus dimensiones superan ampliamente sus confines. Sobre todo hoy, con el fenómeno de la globalización de los mercados, los países ricos y desarrollados tienden a mejorar ulteriormente su condición económica, mientras que los países pobres -- exceptuando algunos en vías de un desarrollo prometedor-- tienden a hundirse aun más en formas de pobreza cada vez más penosas.

3. Pienso con gran preocupación en aquellas regiones del mundo afligidas por guerras y guerrillas sin fin, por el hambre endémica y por terribles enfermedades. Muchos de ustedes están tan preocupados como yo por este estado de cosas que, desde un punto de vista cristiano y humano, representa el más grave pecado de injusticia del mundo moderno y, por tanto, ha de conmover profundamente la conciencia de los cristianos de hoy, comenzando por los que, al tener en sus manos los resortes de la política, la economía y los recursos financieros del mundo, pueden determinar --para bien o para mal-- el destino de los pueblos.

En realidad, para vencer el egoísmo de las personas y las naciones, lo que debe crecer en el mundo es el espíritu de solidaridad. Sólo así se podrá poner freno a la búsqueda de poder político y riqueza económica por encima de cualquier referencia a otros valores. En un mundo globalizado, en que el mercado, que de por sí tiene un papel positivo para la libre creatividad humana en el sector de la economía (cf. «Centesimus annus», 42), tiende sin embargo a desentenderse de toda consideración moral, asumiendo como única norma la ley del máximo beneficio, aquellos cristianos que se sienten llamados por Dios a la vida política tienen la tarea --ciertamente bastante difícil, pero necesaria-- de doblegar las leyes del mercado «salvaje» a las de la justicia y la solidaridad. Ese es el único camino para asegurar a nuestro mundo un futuro pacífico, arrancando de raíz las causas de conflictos y guerras: la paz es fruto de la justicia.

4. Quisiera ahora, en particular, dirigir una palabra a aquellos de ustedes que tienen la delicada misión de formular y aprobar las leyes: una tarea que aproxima el hombre a Dios, supremo Legislador, de cuya Ley eterna toda ley recibe en ultima instancia su validez y su fuerza vinculante. A esto se refiere precisamente la afirmación de que la ley positiva no puede contradecir la ley natural, al ser ésta una indicación de las normas primeras y esenciales que regulan la vida moral y, por tanto, expresión de las características, de las exigencias profundas y de los más elevados valores de la persona humana. Como he tenido ocasión de afirmar en el Encíclica «Evangelium vitae», «en la base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles "mayorías" de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva que, en cuanto "ley natural" inscrita en el corazón del hombre, es punto de referencia normativa de la misma ley civil» (n. 70).

Esto significa que las leyes, sean cuales fueren los campos en que interviene o se ve obligado a intervenir el legislador, tienen que respetar y promover siempre a las personas humanas en sus diversas exigencias espirituales y materiales, individuales, familiares y sociales. Por tanto, una ley que no respete el derecho a la vida del ser humano --desde la concepción a la muerte natural, sea cual fuere la condición en que se encuentra, sano o enfermo, todavía en estado embrionario, anciano o en estadio terminal-- no es una ley conforme al designio divino. Así pues, un legislador cristiano no puede contribuir a formularla ni aprobarla en sede parlamentaria, aun cuando, durante las discusiones parlamentarias allí dónde ya existe, le es lícito proponer enmiendas que atenúen su carácter nocivo. Lo mismo puede decirse de toda ley que perjudique a la familia y atente contra su unidad e indisolubilidad, o bien otorgue validez legal a uniones entre personas, incluso del mismo sexo, que pretendan suplantar, con los mismos derechos, a la familia basada en el matrimonio entre un hombre y una mujer.

En la actual sociedad pluralista, el legislador cristiano se encuentra ciertamente ante concepciones de vida, leyes y peticiones de legalización, que contrastan con la propia conciencia. En tales casos, será la prudencia cristiana, que es la virtud propia del político cristiano, la que le indique cómo comportarse para que, por un lado, no desoiga la voz de su conciencia rectamente formada y, por otra, no deje de cumplir su tarea de legislador. Para el cristiano de hoy, no se trata de huir del mundo en el que le ha puesto la llamada de Dios, sino más bien de dar testimonio de su propia fe y de ser coherente con los propios principios, en las circunstancias difíciles y siempre nuevas que caracterizan el ámbito político.

5. Ilustres señoras y señores, los tiempos que Dios nos ha concedido vivir son en buena parte obscuros y difíciles, puesto que son momentos en que se pone en juego el futuro mismo de la humanidad en el milenio que se abre ante nosotros. En muchos hombres de nuestro tiempo domina el miedo y la incertidumbre: ¿hacia dónde vamos? ¿cuál será el destino de la humanidad en el próximo siglo? ¿a dónde nos llevarán los extraordinarios descubrimientos científicos realizados en estos últimos años, sobre todo en campo biológico y genético? En efecto, somos conscientes de estar sólo al comienzo de un camino que no se sabe dónde desembocará y si será provechoso o dañino para los hombres del siglo XXI.

Nosotros, los cristianos de este tiempo formidable y maravilloso al mismo tiempo, aun compartiendo los miedos, las incertidumbres y los interrogantes de los hombres de hoy, no somos pesimistas sobre el futuro, puesto que tenemos la certeza de que Jesucristo es el Dios de la historia, y porque tenemos en el Evangelio la luz que ilumina nuestro camino, incluso en los momentos difíciles y oscuros.

El encuentro con Cristo transformó un día sus vidas y ustedes han querido renovar hoy su esplendor con esta peregrinación a los lugares que guardan la memoria de los apóstoles Pedro y Pablo. En la medida en que perseveren en esta estrecha unión con Él mediante la oración personal y la participación convencida en la vida de la Iglesia, Él, el Viviente, seguirá derramando sobre ustedes el Espíritu Santo, el Espíritu de la verdad y el amor, la fuerza y la luz que todos nosotros necesitamos.

Con un acto de fe sincera y convencida, renueven su adhesión a Jesucristo, Salvador del mundo, y hagan de su Evangelio la guía de su pensamiento y de su vida. Así serán en la sociedad actual el fermento de vida nueva que necesita la humanidad para construir un futuro más justo y más solidario, un futuro abierto a la civilización del amor.

N. B.: Traducción distribuida por la Sala de Prensa de la Santa Sede.


 

Juan Pablo II: Los nuevos desafíos de la política

Homilía del Papa en la eucaristía conclusiva del Jubileo de los políticos

CIUDAD DEL VATICANO, 5 nov (ZENIT.org).- Juan Pablo II ha hecho en la misa conclusiva del Jubileo de gobernantes y parlamentarios un sentido llamamiento para descubrir «una nueva dimensión de la política».

«El declive de las ideologías se acompaña de una crisis de formaciones partidistas --dijo en la homilía--, que constituye un desafío a comprender de un nuevo modo la representación política y el papel de las instituciones».

En definitiva, el obispo de Roma propuso concebir la política como un «servicio», vivirla con moralidad a toda prueba, «redescubrir el sentido de la participación» de los ciudadanos, y utilizar el diálogo como «instrumento insustituible de confrontación constructiva».

Ofrecemos a continuación el texto íntegro de la homilía del Papa en la eucaristía con la que culminó este Jubileo de los políticos.

* * *

1. «¡Escucha, Israel!» (Dt 6,3.4)

La palabra de Dios, solemne y al mismo tiempo afectuosa, nos ha dirigido, hace un momento, la invitación a «escuchar». A escuchar «hoy», «ahora»; y a hacerlo no individualmente o privadamente, sino juntos: «¡Escucha, Israel!».

Esta apelación os afecta esta mañana de modo particular, gobernantes, parlamentarios, políticos, administradores, llegados a Roma para celebrar vuestro Jubileo. Saludo a todos cordialmente, especialmente a los Jefes de Estado presentes entre nosotros.

En la celebración litúrgica se actualiza, aquí y ahora, el acontecimiento de la Alianza con Dios. ¿Qué respuesta espera Dios de nosotros?. La indicación recibida ahora mismo en la proclamación del texto bíblico es apremiante: es preciso ante todo ponerse a la escucha. No una escucha pasiva y desentendida. Los israelitas comprendieron bien que Dios esperaba de ellos una respuesta activa y responsable. Por esto prometieron a Moisés: «Nos dirás todo lo que el Señor nuestro Dios te haya dicho y nosotros lo escucharemos y lo pondremos en práctica» (Dt 5,27). Al asumir este compromiso, sabían lo que tenían que hacer con un Dios del cual podían fiarse. Dios amaba a su pueblo y quería su felicidad. En cambio, Él pedía el amor. En el «Shema Israel», que hemos oído en la primera Lectura, junto a la petición de fe en el único Dios, se manifiesta el mandamiento fundamental, el del amor a Él: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (DT 6,5).

2. La relación del hombre con Dios no es una relación de temor, de esclavitud o de opresión; al contrario, es una relación de serena confianza, que brota de una libre elección motivada por el amor. El amor que Dios espera de su pueblo es la respuesta a aquel amor fiel y diligente que Él le ha manifestado primeramente a través de las distintas etapas de la historia de la salvación. Precisamente por esto los Mandamientos, antes que como un código legal y una regulación jurídica, han sido comprendidos por el pueblo elegido como un acontecimiento de gracia, como signo de la privilegiada y exclusiva pertenencia al Señor. Es significativo que Israel no hable nunca de la ley como de un fardo, de una imposición, sino como de un don y de un favor, «Felices nosotros, Israel, --exclama el profeta--, porque lo que agrada a Dios nos ha sido revelado» (BAR 4,4).

El pueblo sabe que el Decálogo es un compromiso obligatorio, pero sabe también que es la condición para la vida: Mira, dice el Señor, yo pongo ante ti la vida y la muerte, es decir el bien y el mal; te prescribo cumplir mis mandamientos, para que tengas vida (cfr Dt 30,15). Con su Ley Dios no quiere coartar la voluntad del hombre, sino liberarlo de todo aquello que puede comprometer su auténtica dignidad y plena realización.

3. Me he detenido, ilustres gobernantes, parlamentarios y políticos, a reflexionar sobre el sentido y sobre el valor de la Ley divina, porque éste es un argumento que os toca de cerca. ¿No es quizás, vuestra tarea cotidiana la de elaborar leyes justas y hacerlas aprobar y aplicarlas? Al hacer esto estáis convencidos de rendir un importante servicio al hombre, a la sociedad, a la libertad misma. Y justamente. La ley humana en efecto, si es justa, no está nunca contra, sino al servicio de la libertad. Esto lo había intuido ya el sabio pagano, cuando sentenciaba: «Legum servi sumus, ut liberi esse possimus» - «Somos siervos de la ley, para poder ser libres» (Cicerón, «De legibus», II,13).

La libertad a la que hace referencia Cicerón, se sitúa principalmente al nivel de las relaciones externas entre los ciudadanos. Como tal, esa corre el peligro de reducirse a un equilibrio congruente de intereses respectivos, y tal vez de egoísmos contrapuestos. La libertad a la que hace referencia la palabra de Dios, al contrario, se enraíza en el corazón del hombre, un corazón que Dios puede liberar del egoísmo, haciéndolo capaz de abrirse al amor desinteresado.

No en vano, en la página evangélica escuchada anteriormente, al escriba que le pregunta cuál es el primero de todos los mandamientos, Jesús le responde citando el «Shema»: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con toda tu fuerza» (Mt 12,30). El acento está puesto en el «todo»: el amor de Dios no puede más que ser «total». Pero sólo Dios tiene la facultad de purificar el corazón humano del egoísmo y «liberarlo» para dotarlo con plena capacidad de amar.

Un hombre con el corazón así «enriquecido» puede abrirse al hermano y hacerse cargo de él con la misma solicitud con la que se preocupa de sí mismo. Por esto Jesús añade: «El segundo (mandamiento) es éste: Amarás al prójimo como a ti mismo» (Mc 12,31). Quien ama a Dios con todo el corazón y lo reconoce como «único Dios», y por tanto como Padre de todos, no puede ver a cuantos se encuentran en su camino más que como otros hermanos.

4. Amar al prójimo como a sí mismo. Estas palabras encuentran seguramente eco en vuestras almas, queridos gobernantes, parlamentarios, políticos y administradores. Os plantean hoy a cada uno, con ocasión de vuestro Jubileo, una cuestión central: ¿de qué manera, en vuestro delicado y comprometido servicio al Estado y a los ciudadanos, podéis cumplir con este mandamiento? La respuesta es clara: viviendo el compromiso político como un servicio.

¡Perspectiva tan obvia como exigente! No puede, en efecto, reducirse a una reafirmación genérica de principios o a la declaración de buenas intenciones. El servicio político pasa a través de un diligente y cotidiano compromiso, que exige una gran competencia en el desarrollo del propio deber y una moralidad a toda prueba en la gestión desinteresada y transparente del poder.

Por otra parte, la coherencia personal del político ha de expresarse también en una correcta concepción de la vida social y política a la que él está llamado a servir. Bajo este punto de vista, un político cristiano no puede dejar de hacer constante referencia a aquellos principios que la doctrina social de la Iglesia ha desarrollado a lo largo del tiempo. Como es sabido, no constituyen una «ideología» y menos un «programa político», sino que ofrecen las líneas fundamentales para una comprensión del hombre y de la sociedad a la luz de la ley ética universal presente en el corazón de todo hombre e iluminada por la revelación evangélica (cfr «Sollicitudo rei socialis», 41). A vosotros corresponde, queridos hermanos y hermanas comprometidos en política, haceros intérpretes convencidos y activos.

Ciertamente, en la aplicación de estos principios a la compleja realidad política, será frecuentemente inevitable encontrarse con ámbitos, problemas y circunstancias que pueden dar legítimamente lugar a diversas valoraciones concretas. Al mismo tiempo, sin embargo, no se puede justificar un pragmatismo que, también respecto a los valores esenciales y básicos de la vida social, reduzca la política a pura mediación de intereses o, lo que es aún peor, a una cuestión de demagogia o de cálculos electorales. Si el derecho no puede y no debe cubrir todo el ámbito de la ley moral, se debe también recordar que no puede ir contra la ley moral.

5. Esto adquiere particular relieve en esta fase de transformaciones intensas, que ve surgir una nueva dimensión de la política. El declive de las ideologías se acompaña de una crisis de formaciones partidistas, que constituye un desafío a comprender de modo nuevo la representación política y el papel de las instituciones. Es necesario redescubrir el sentido de la participación, implicando en mayor medida a los ciudadanos en la búsqueda de vías oportunas para avanzar hacia una realización siempre más satisfactoria del bien común.

En esta tarea el cristiano evitará ceder a la tentación de la oposición violenta, fuente, a menudo, de grandes sufrimientos para la comunidad. El diálogo se presenta siempre como instrumento insustituible de toda confrontación constructiva, sea en las relaciones internas de los Estados como en las internacionales. ¿Y quién podrá asumir esta «tarea» del diálogo mejor que el político cristiano, que cada día debe confrontarse con aquello que Cristo ha denominado como «el primero» de los mandamientos, el mandamiento del amor?

6. Ilustres gobernantes, parlamentarios, políticos, administradores, son numerosas y exigentes las tareas que tienen que afrontar, al comienzo del nuevo siglo y del nuevo milenio, los responsables de la vida pública. Precisamente pensando en esto, en el contexto del gran Jubileo, he querido, como sabéis, ofreceros la protección de un patrono especial: el santo mártir Tomás Moro.

Su figura es verdaderamente ejemplar para quienquiera que esté llamado a servir al hombre y a la sociedad en el ámbito civil y político. Su elocuente testimonio es más que nunca actual en un momento histórico que presenta retos cruciales para la conciencia de quien tiene la responsabilidad directa en la gestión pública. Como estadista, él se puso siempre al servicio de la persona, especialmente del débil y del pobre. Los honores y las riquezas no hicieron mella en él, guiado como estaba por un distinguido sentido de la equidad. No aceptó nunca ir contra la propia conciencia, llegando hasta el sacrificio supremo con tal de no desoír su voz. ¡Invocadlo, seguidlo, imitadlo! Su intercesión no os faltará para obtener, también en las situaciones más arduas, fortaleza, buen humor, paciencia y perseverancia.

Es el auxilio que queremos corroborar con la fuerza del sacrificio eucarístico, en el cual una vez más Cristo se hace alimento y orientación para nuestra vida. Que el Señor os conceda ser políticos según su Corazón, imitadores de San Tomás Moro, testigo valiente de Cristo e íntegro servidor del Estado.

N. B.: Traducción distribuida por la Sala de Prensa de la Santa Sede.


 

Carta de proclamación del patrono de los políticos, santo Tomás Moro

Juan Pablo II lo presenta como «modelo creíble» para la política

CIUDAD DEL VATICANO/MADRID, 31 oct (ZENIT.org).- Juan Pablo II ha proclamado a santo Tomás Moro patrono de los gobernantes y los políticos. Lo ha hecho hoy con la firma y publicación de una carta apostólica, que prepara de este modo el Jubileo del mundo político y administrativo (5 de noviembre).

Ofrecemos a continuación el texto original de la carta del Santo Padre que tiene forma de «motu proprio».

* * *

1. De la vida y del martirio de santo Tomás Moro brota un mensaje que a través de los siglos habla a los hombres de todos los tiempos de la inalienable dignidad de la conciencia, la cual, como recuerda el Concilio Vaticano II, «es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella» (Gaudium et spes, 16). Cuando el hombre y la mujer escuchan la llamada de la verdad, entonces la conciencia orienta con seguridad sus actos hacia el bien. Precisamente por el testimonio, ofrecido hasta el derramamiento de su sangre, de la primacía de la verdad sobre el poder, santo Tomás Moro es venerado como ejemplo imperecedero de coherencia moral. Y también fuera de la Iglesia, especialmente entre los que están llamados a dirigir los destinos de los pueblos, su figura es reconocida como fuente de inspiración para una política que tenga como fin supremo el servicio a la persona humana.

Recientemente, algunos Jefes de Estado y de Gobierno, numerosos exponentes políticos, algunas Conferencias Episcopales y Obispos de forma individual, me han dirigido peticiones en favor de la proclamación de santo Tomás Moro como patrono de los gobernantes y de los políticos. Entre los firmantes de esta petición hay personalidades de diversa orientación política, cultural y religiosa, como expresión de vivo y difundido interés hacia el pensamiento y la conducta de este insigne hombre de gobierno.

2. Tomás Moro vivió una extraordinaria carrera política en su país. Nacido en Londres en 1478 en el seno de una respetable familia, entró desde joven al servicio del arzobispo de Canterbury Juan Morton, canciller del Reino. Prosiguió después los estudios de leyes en Oxford y Londres, interesándose también por amplios sectores de la cultura, de la teología y de la literatura clásica. Aprendió bien el griego y mantuvo relaciones de intercambio y amistad con importantes protagonistas de la cultura renacentista, entre ellos Erasmo Desiderio de Rotterdam.

Su sensibilidad religiosa lo llevó a buscar la virtud a través de una asidua práctica ascética: cultivó la amistad con los frailes menores observantes del convento de Greenwich y durante un tiempo se alojó en la cartuja de Londres, dos de los principales centros de fervor religioso del Reino. Sintiéndose llamado al matrimonio, a la vida familiar y al compromiso laical, se casó en 1505 con Juana Colt, de la cual tuvo cuatro hijos. Juana murió en 1511 y Tomás se casó en segundas nupcias con Alicia Middleton, viuda con una hija. Fue durante toda su vida un marido y un padre cariñoso y fiel, profundamente comprometido en la educación religiosa, moral e intelectual de sus hijos. Su casa acogía yernos, nueras y nietos y estaba abierta a muchos j óvenes amigos en busca de la verdad o de la propia vocación. La vida de familia permitía, además, largo tiempo para la oración común y la «lectio divina», así como para sanas formas de recreo hogareño. Tomás asistía diariamente a misa en la iglesia parroquial, y las austeras penitencias que se imponía eran conocidas solamente por sus parientes más íntimos.

3. En 1504, bajo el rey Enrique VII, fue elegido por primera vez para el Parlamento. Enrique VIII le renovó el mandato en 1510 y lo nombró también representante de la Corona en la capital, abriéndole así una brillante carrera en la administración pública. En la década sucesiva, el rey lo envió en varias ocasiones para misiones diplomáticas y comerciales en Flandes y en el territorio de la actual Francia. Nombrado miembro del Consejo de la Corona, juez presidente de un tribunal importante, vicetesorero y caballero, en 1523 llegó a ser portavoz, es decir, presidente de la Cámara de los Comunes.

Estimado por todos por su indefectible integridad moral, la agudeza de su ingenio, su carácter alegre y simpático y su erudición extraordinaria, en 1529, en un momento de crisis política y económica del país, el rey le nombró canciller del Reino. Como primer laico en ocupar este cargo, Tomás afrontó un período extremadamente difícil, esforzándose en servir al rey y al país. Fiel a sus principios se empeñó en promover la justicia e impedir el influjo nocivo de quien buscaba los propios intereses en detrimento de los débiles. En 1532, no queriendo dar su apoyo al proyecto de Enrique VIII que quería asumir el control sobre la Iglesia en Inglaterra, presentó su dimisión. Se retiró de la vida pública aceptando sufrir con su familia la pobreza y el abandono de muchos que, en la prueba, se mostraron falsos amigos.

Constatada su gran firmeza en rechazar cualquier compromiso contra su propia conciencia, el Rey, en 1534, lo hizo encarcelar en la Torre de Londres dónde fue sometido a diversas formas de presión psicológica. Tomás Moro no se dejó vencer y rechazó prestar el juramento que se le pedía, porque ello hubiera supuesto la aceptación de una situación política y eclesiástica que preparaba el terreno a un despotismo sin control. Durante el proceso al que fue sometido, pronunció una apasionada apología de las propias convicciones sobre la indisolubilidad del matrimonio, el respeto del patrimonio jurídico inspirado en los valores cristianos y la libertad de la Iglesia ante el Estado. Condenado por el tribunal, fue decapitado.

Con el paso de los siglos se atenuó la discriminación respecto a la Iglesia. En 1850 fue restablecida en Inglaterra la jerarquía católica. Así fue posible iniciar las causas de canonización de numerosos mártires. Tomás Moro, junto con otros 53 mártires, entre ellos el obispo Juan Fisher, fue beatificado por el Papa León XIII en 1886. Junto con el mismo obispo, fue canonizado después por Pío XI en 1935, con ocasión del IV centenario de su martirio.

4. Son muchas las razones a favor de la proclamación de santo Tomás Moro como patrono de los gobernantes y de los políticos. Entre éstas, la necesidad que siente el mundo político y administrativo de modelos creíbles, que muestren el camino de la verdad en un momento histórico en el que se multiplican arduos desafíos y graves responsabilidades. En efecto, fenómenos económicos muy innovadores están hoy modificando las estructuras sociales. Por otra parte, las conquistas científicas en el sector de las biotecnologías agudizan la exigencia de defender la vida humana en todas sus expresiones, mientras las promesas de una nueva sociedad, propuestas con buenos resultados a una opinión pública desorientada, exigen con urgencia opciones políticas claras en favor de la familia, de los jóvenes, de los ancianos y de los marginados.

En este contexto es útil volver al ejemplo de santo Tomás Moro que se distinguió por la constante fidelidad a las autoridades y a las instituciones legítimas, precisamente porque en las mismas quería servir no al poder, sino al supremo ideal de la justicia. Su vida nos enseña que el gobierno es, antes que nada, ejercicio de virtudes. Convencido de este riguroso imperativo moral, el estadista inglés puso su actividad pública al servicio de la persona, especialmente si era débil o pobre; gestionó las controversias sociales con exquisito sentido de equidad; tuteló la familia y la defendió con gran empeño; promovió la educación integral de la juventud. El profundo desprendimiento de honores y riquezas, la humildad serena y jovial, el equilibra do conocimiento de la naturaleza humana y de la vanidad del éxito, así como la seguridad de juicio basada en la fe, le dieron aquella confiada fortaleza interior que lo sostuvo en las adversidades y frente a la muerte. Su santidad, que brilló en el martirio, se forjó a través de toda una vida entera de trabajo y de entrega a Dios y al prójimo.

Refiriéndome a semejantes ejemplos de armonía entre la fe y las obras, en la Exhortación apostólica postsinodal «Christifideles laici» escribí que «la unidad de vida de los fieles laicos tiene una gran importancia. Ellos, en efecto, deben santificarse en la vida profesional ordinaria. Por tanto, para que puedan responder a su vocación, los fieles laicos deben considerar las actividades de la vida cotidiana como ocasión de unión con Dios y de cumplimiento de su voluntad, así como también de servicio a los demás hombres» (n. 17).

Esta armonía entre lo natural y lo sobrenatural es tal vez el elemento que mejor define la personalidad del gran estadista inglés. Él vivió su intensa vida pública con sencilla humildad, caracterizada por el célebre «buen humor», incluso ante la muerte.

Éste es el horizonte a donde le llevó su pasión por la verdad. El hombre no se puede separar de Dios, ni la política de la moral. Ésta es la luz que iluminó su conciencia. Como ya tuve ocasión de decir, «el hombre es criatura de Dios, y por esto los derechos humanos tienen su origen en Él, se basan en el designio de la creación y se enmarcan en el plan de la Redención. Podría decirse, con expresión atrevida, que los derechos del hombre son también derechos de Dios» (Discurso 7.4.1998, 3).

Y fue precisamente en la defensa de los derechos de la conciencia donde el ejemplo de Tomás Moro brilló con intensa luz. Se puede decir que él vivió de modo singular el valor de una conciencia moral que es «testimonio de Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre hasta las raíces de su alma» (Enc. «Veritatis splendor», 58). Aunque, por lo que se refiere a su acción contra los herejes, sufrió los límites de la cultura de su tiempo.

El Concilio Ecuménico Vaticano II, en la Constitución «Gaudium et spes», señala cómo en el mundo contemporáneo está creciendo «la conciencia de la excelsa dignidad que corresponde a la persona humana, ya que está por encima de todas las cosas, y sus derechos y deberes son universales e inviolables» (n.26). La historia de santo Tomás Moro ilustra con claridad una verdad fundamental de la ética política. En efecto, la defensa de la libertad de la Iglesia frente a indebidas injerencias del Estado es, al mismo tiempo, defensa, en nombre de la primacía de la conciencia, de la libertad de la persona frente al poder político. En esto reside el principio fundamental de todo orden civil de acuerdo con la naturaleza del hombre.

5. Confío, por tanto, que la elevación de la eximia figura de santo Tomás Moro como patrono de los gobernantes y de los políticos ayude al bien de la sociedad. Ésta es, además, una iniciativa en plena sintonía con el espíritu del Gran Jubileo que nos introduce en el tercer milenio cristiano.

Por tanto, después de una madura consideración, acogiendo complacido las peticiones recibidas, constituyo y declaro patrono de los gobernantes y de los políticos a santo Tomás Moro, concediendo que le vengan otorgados todos los honores y privilegios litúrgicos que corresponden, según el derecho, a los patronos de categorías de personas.

Sea bendito y glorificado Jesucristo, Redentor del hombre, ayer, hoy y siempre.

Roma, junto a San Pedro, el día 31 de octubre de 2000, vigésimo tercero de mi Pontificado

IOANNES PAULUS PP.II

N.B.: El texto original de la carta está escrito en latín. La traducción que aquí presentamos ha sido distribuida por la Sala de Prensa de la Santa Sede.