JUBILEO EN LAS CÁRCELES
HOMILÍA DE JUAN
PABLO II
Domingo 9 de julio
1. "Estuve
(...) en la cárcel..." (Mt 25, 35-36). Estas palabras de Cristo han
resonado hoy para nosotros en el pasaje evangélico que acabamos de proclamar.
Nos traen a la mente la imagen de Cristo que estuvo efectivamente en la cárcel.
Nos parece volverlo a ver en la tarde del Jueves santo en Getsemaní: él,
la inocencia personificada, escoltado como un malhechor por los esbirros del
Sanedrín, capturado y llevado ante el tribunal de Anás y Caifás. Siguen las
largas horas de la noche a la espera del juicio ante el tribunal romano de
Pilato. El juicio tiene lugar la mañana del Viernes santo en el pretorio:
Jesús está de pie ante el procurador romano, que lo interroga. Sobre su cabeza
pende la demanda de condena a muerte mediante el suplicio de la cruz. Lo vemos
luego atado a un palo para la flagelación. Sucesivamente es coronado de
espinas... "Ecce homo", "He aquí al hombre". Pilato
pronunció esas palabras, tal vez esperando que se produjera una
reacción de humanidad en los presentes. La respuesta fue: "¡Crucifícalo,
crucifícalo!" (Lc 23, 21). Y cuando, por fin, le quitaron las
cuerdas de las manos, fue para clavarlas en la cruz.
2. Amadísimos hermanos y hermanas, ante nosotros, aquí reunidos, se
presenta Jesucristo, el detenido. "Estuve (...) en la cárcel, y
vinisteis a verme" (Mt 25, 35-36). Pide que lo vean en vosotros,
como en muchas otras personas afectadas por diversas
formas de sufrimiento humano: "Cuantas veces
hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores,
a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40). Se puede decir que estas
palabras contienen el "programa" del jubileo en las cárceles, que hoy
celebramos. Nos invitan a vivirlo como compromiso en favor de la dignidad de
todos, la dignidad que brota del amor de Dios a toda persona humana.
Doy las gracias a todos los que han querido participar en este evento jubilar.
Dirijo un cordial saludo a las autoridades que han intervenido: al señor
ministro de Justicia, al jefe del departamento de la Administración
penitenciaria, al director de esta cárcel, al comandante de la policía, así
como a los agentes que colaboran con él.
Sobre todo os saludo a cada uno de vosotros, detenidos, con afecto fraterno. Me
presento a vosotros como testigo del amor de Dios. Vengo a deciros que Dios
os ama y desea que recorráis un itinerario de rehabilitación y de perdón,
de verdad y de justicia. Quisiera poder escuchar el relato de la historia
personal de cada uno. Yo no puedo hacerlo, pero sí lo pueden hacer vuestros
capellanes, que os acompañan en nombre de Cristo. A ellos va mi saludo cordial
y mi aliento.
Saludo también a todos los que desempeñan esa tarea tan ardua en todas las cárceles
de Italia y del mundo. Además, siento el deber de expresar mi aprecio a los
voluntarios, que colaboran con los capellanes para estar cerca de vosotros con
iniciativas oportunas. También con su ayuda, la cárcel puede adquirir un rasgo
de humanidad y enriquecerse con una dimensión espiritual, que es
importantísima para vuestra vida. Esta dimensión, propuesta a la libre
aceptación de cada uno, se ha de considerar un elemento determinante para un
proyecto de reclusión más conforme a la dignidad humana.
3. Precisamente sobre ese proyecto arroja luz el pasaje de la primera
lectura, en el que el profeta Isaías traza el perfil del futuro Mesías con
algunos rasgos significativos: "No gritará, no hablará recio ni hará
oír su voz en las plazas. No romperá la caña quebrada ni apagará la mecha
que se extingue. Expondrá fielmente el derecho, sin cansarse ni desmayar, hasta
que establezca el derecho en la tierra" (Is 42, 2-4). En el centro
de este jubileo está Cristo, el detenido; al mismo tiempo, está Cristo,
el legislador. Él es el que establece la ley, la proclama y la
consolida. Sin embargo, no lo hace con prepotencia, sino con mansedumbre y
con amor. Cura lo que está enfermo, fortalece lo que está quebrado. Donde
arde aún una tenue llama de bondad, la reaviva con el soplo de su amor.
Proclama con fuerza el derecho, pero cura las heridas con el bálsamo de la
misericordia.
En el texto de Isaías otra serie de imágenes abre la perspectiva de la vida,
de la alegría y de la libertad: el Mesías futuro vendrá a devolver la
vista a los ciegos, a "sacar de las cárceles a los presos" (Is
42, 7). Queridos hermanos y hermanas, me imagino que sobre todo estas últimas
palabras del profeta encuentran en vuestro corazón un eco inmediato, lleno de
esperanza.
4. Sin embargo, es preciso acoger el mensaje de la palabra de Dios en su
significado integral. La "cárcel" de la que el Señor viene a
sacarnos es, en primer lugar, aquella en la que se encuentra encadenado el
espíritu. La cárcel del espíritu es el pecado. ¡Cómo no recordar, a
este respecto, aquellas profundas palabras de Jesús: "En verdad, en
verdad os digo que todo el que comete pecado es esclavo del pecado"! (Jn
8, 34). Esta es la esclavitud de la que él vino en primer lugar a librarnos. En
efecto, dijo: "Si permanecéis en mi palabra, seréis en verdad discípulos
míos y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres" (Jn 8,
31).
Por consiguiente, las palabras de liberación del profeta Isaías se han de
entender a la luz de toda la historia de la salvación, que tiene su culmen en
Cristo, el Redentor que cargó sobre sí el pecado del mundo (cf. Jn 1,
29). Dios quiere la liberación integral del hombre. Una liberación que no sólo
atañe a las condiciones físicas y exteriores, sino que es sobre todo liberación
del corazón.
5. Como nos ha recordado el apóstol san Pablo en la segunda lectura,
la esperanza de esta liberación se da en toda la creación: "La
creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto" (Rm 8,
22). Nuestro pecado ha alterado el plan de Dios, y no sólo la vida humana; la
creación misma se resiente. Esta dimensión cósmica de los efectos del
pecado se percibe de forma casi palpable en los desastres ecológicos. No
menos preocupantes son los daños provocados por el pecado en la psique humana,
en la biología misma del hombre. El pecado es devastador. Quita la paz al corazón
y produce sufrimientos en cadena en las relaciones humanas. Me imagino que
muchas veces, repasando vuestras historias personales o escuchando las de
vuestros compañeros de celda, constatáis esta verdad.
De esta esclavitud viene a librarnos el Espíritu de Dios. Él, que es el
Don por excelencia que nos obtuvo Cristo, "viene en ayuda de nuestra
flaqueza, (...) abogando por nosotros con gemidos inenarrables" (Rm
8, 26). Si seguimos sus inspiraciones, produce nuestra salvación integral,
"la adopción, la redención de nuestro cuerpo" (Rm 8, 23).
6. Así pues, es preciso que sea él, el Espíritu de Jesucristo, quien actúe
en vuestro corazón, queridos hermanos y hermanas detenidos. Es necesario que el
Espíritu Santo penetre totalmente en esta cárcel en la que nos encontramos
y en todas las prisiones del mundo. Cristo, el Hijo de Dios, quiso ser detenido,
dejó que le ataran las manos y luego las clavaran en la cruz, precisamente para
que el Espíritu pudiera llegar al corazón de todo hombre. También donde los
hombres están encerrados con los cerrojos de las cárceles, según la lógica
de una justicia humana, por lo demás necesaria, es preciso que sople el Espíritu
de Cristo, Redentor del mundo. En efecto, la pena no puede reducirse a una
simple dinámica retributiva; mucho menos puede transformarse en una retorsión
social o en una especie de venganza institucional. La pena y la prisión tienen
sentido si, a la vez que afirman las exigencias de la justicia y desalientan el
crimen, contribuyen a la renovación del hombre, ofreciendo a quien se ha
equivocado una posibilidad de reflexionar y cambiar de vida, para reinsertarse
plenamente en la sociedad.
Por consiguiente, permitidme que os pida que tendáis con todas vuestras fuerzas
a una vida nueva, en el encuentro con Cristo. De este vuestro camino no podrá
por menos de alegrarse la sociedad entera. Las mismas personas a quienes habéis
causado dolor sentirán, quizá, que han obtenido justicia más mirando vuestro
cambio interior que simplemente por haber cumplido la pena.
A cada uno de vosotros deseo que haga la experiencia del amor liberador de Dios.
Que descienda sobre vosotros y sobre los detenidos de todo el mundo
el Espíritu de Jesucristo, que hace nuevas todas las cosas (cf. Ap 21,
5) e infunda en vuestro corazón confianza y esperanza.
Que os acompañe la mirada de María, "Regina coeli", la Reina del
cielo, a cuya ternura materna os encomiendo a vosotros y a vuestras familias.
Palabras
del Santo Padre al terminar la misa:
Al
despedirme de vosotros, queridos detenidos, deseo renovaros mi saludo, que
extiendo también a vuestros familiares. Sé muy bien que cada uno de vosotros
vive esperando el día en que, expiada la pena, podrá recobrar la libertad y
volver a su familia. Consciente de ello, en el Mensaje que envié al mundo
entero para esta jornada jubilar, siguiendo las huellas de mis predecesores y
con el espíritu del Año santo, he pedido para vosotros un signo de
clemencia, mediante una "reducción de la pena". Lo he pedido con
la profunda convicción de que esa opción constituye un signo de sensibilidad
hacia vuestra condición, que puede impulsar el compromiso de arrepentimiento y
estimular la conversión personal. Con esta perspectiva, dirijo a cada uno mi
saludo más cordial.
Quisiera añadir unas palabras más: no podemos olvidar que esta cárcel
romana se llama "Regina Coeli". Este nombre suscita una esperanza muy
grande. Os deseo a todos esta esperanza, que viene de la "Regina Coeli".
Gracias.
ÁNGELUS
Domingo
9 de julio
Jubileo en las cárceles
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Esta mañana he tenido la alegría de encontrarme, para la celebración
del jubileo, con los detenidos de la cárcel "Regina Coeli". Ha sido
un momento de oración y de humanidad muy emotivo. Leyendo en sus ojos, he
tratado de intuir los sufrimientos, los anhelos y las esperanzas de cada uno.
Sabía que en ellos encontraba a Cristo, que en el Evangelio se identificó con
los detenidos hasta el punto de decir: "Estuve (...) en la cárcel y
vinisteis a verme" (Mt 25, 36).
Precisamente pensando en su dura condición, en el Mensaje para el jubileo en
las cárceles pedí que, con ocasión del Año santo, se les dé un signo de
clemencia. Sobre todo, invité a los legisladores del mundo entero a
examinar el sistema carcelario y el mismo sistema penal, para hacer que sean más
respetuosos de la dignidad humana, en la línea de una justicia redentora del
culpable y no sólo reparadora del desorden introducido por el delito. En
efecto, es necesario ayudar a cuantos se han equivocado a seguir un itinerario
de rescate moral y de crecimiento personal y comunitario, con vistas a una
reinserción positiva en la sociedad.
2. Hoy, en Baltimore, se reúne en sesión plenaria la Comisión mixta
internacional para el diálogo entre la Iglesia católica y las Iglesias
ortodoxas, a fin de profundizar, en el umbral del tercer milenio, en algunos
temas que afectan al futuro de nuestras relaciones recíprocas.
Invito a todos a orar al Señor para que infunda en los corazones los dones de
su Espíritu, de modo que ese encuentro favorezca un entendimiento cada vez
mayor entre católicos y ortodoxos, y contribuya así a un ulterior progreso
hacia la añorada meta de la comunión eclesial plena.
3. Además, creo que es necesario aludir a las conocidas manifestaciones
que han tenido lugar en Roma durante los días pasados.
En nombre de la Iglesia de Roma no puedo por menos de expresar mi amargura por
la afrenta hecha al gran jubileo del año 2000 y por la ofensa a los valores
cristianos de una ciudad tan querida para el corazón de los católicos de todo
el mundo.
La Iglesia no puede callar la verdad, porque faltaría a su fidelidad a Dios
Creador y no ayudaría a discernir lo que está bien de lo que está mal.
A este propósito, quisiera limitarme a leer
lo que dice el Catecismo de la Iglesia
católica, que, después de afirmar que los actos
homosexuales son contrarios a la ley natural,
prosigue así: "Un número apreciable de hombres y
mujeres presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas. Esta
inclinación, objetivamente desordenada, constituye para la mayoría de ellos
una auténtica prueba. Deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza.
Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta. Estas
personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida, y, si son
cristianas, a unir al sacrificio de la cruz del Señor las dificultades que
pueden encontrar a causa de su condición" (n. 2358).
Que la Madre celestial nos asista con su protección.