ESPECIAL

SEMANA SANTA

 

LA FUERZA DEL EVANGELIO EN LOS CAMPOS DE CONCENTRACION

Revelaciones inéditas del arzobispo Van Thuân
en sus meditaciones al Papa

CIUDAD DEL VATICANO, 16 abril (ZENIT.org).- Con motivo de la Semana Santa del gran Jubileo del año 2000, Zenit publica una serie de crónicas sobre algunas de las meditaciones (hasta ahora inéditas) que predicó el arzobispo François Xavier Nguyên Van Thuân a Juan Pablo II durante sus Ejercicios Espirituales de este año (12-18 de marzo). Con ellas el Papa se preparó espiritualmente para emprender su histórico viaje a Tierra Santa. Constituyen además una «provocación» única para vivir de una manera más profunda estos días «santos».

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«Cuando era alumno del seminario menor --recordaba el prelado vietnamita -- había un sacerdote vietnamita que quería hacerme entender la importancia de tener el Evangelio siempre consigo. Era un convertido del budismo, de familia mandarina, un intelectual: siempre llevaba consigo, colgado al cuello, el Nuevo Testamento y el viático. Cuando se marchó del seminario por otra tarea encomendada, el padre José María Thich me dejó en herencia este Nuevo Testamento, su más precioso tesoro. El ejemplo de este santo sacerdote, siempre vivo en mi corazón, me ayudó muchísimo en la cárcel, durante el período de aislamiento».

A causa de su fe, monseñor Van Thuân permaneció retenido trece años en las cárceles vietnamitas. De esos años, nueve los pasó en aislamiento. «Pensé entonces prepararme un vademécum que me pudiera permitir vivir también en esa situación --explica Van Thuân--. No tenía ni papel ni cuadernos, pero la policía me proporcionaba hojas en las que habría tenido que escribir las respuestas a todas las preguntas que me hacían. Así que, poco a poco, empecé a quedarme con algunos de esos trozos de papel y conseguí elaborar una minúscula agenda en la que, día a día, pude escribir, en latín, más de 300 frases de la Sagrada Escritura que recordaba de memoria. La Palabra de Dios, así reconstruida, fue mi vademécum cotidiano, mi cofre precioso del que sacaba fuerza y alimento. En los años de mi reclusión salí adelante porque la Palabra de Dios era "lampara para mis pasos", "luz en mi camino". "En la transfiguración --recuerda el prelado vietnamita-- Jesús manifiesta su gloria a tres discípulos: "De la nube se hizo oír una voz: éste es mi Hijo, al que he elegido: escuchadle"».

«Las palabras de Jesús no son como las palabras de los demás hombres. Es algo que también advierten rápidamente sus primeros oyentes: "Él les enseñaba como alguien que tiene autoridad, y no como los escribas". El Evangelio ejerce su fascinación incluso en los que son ajenos al mundo cristiano, como por ejemplo, Gandhi, que escribió: "Cuando leí el Evangelio y llegué al Sermón de la Montaña, empecé a asumir en profundidad la enseñanza cristiana"».

«El hecho es que las palabras de Jesús poseen una altura y una profundidad de la que otras palabras carecen, ya sean de filósofos, políticos, poetas, etc --añade el obispo vietnamita--. Las palabras de Jesús son "palabras de vida", como a menudo se definen en el Nuevo Testamento. Contienen, expresan, comunican una vida, mejor aún, la "vida eterna", la plenitud de la vida».

«Jesucristo, por lo tanto, la Palabra hecha carne, enviado como "hombre a los hombres", "habla las palabras de Dios" y lleva a cumplimiento la obra de salvación que le ha confiado el Padre».

«Me gusta especialmente un pasaje del Evangelio de San Juan, cuando el camino se hace duro y muchos de los discípulos dejan a Jesús. Entonces Jesús pregunta a los doce: "¿También vosotros queréis marcharos?", y Pedro responde: "Señor, ¿a quién iremos? Sólo Tú tienes palabras que dan la vida eterna". Toda la fuerza y la fragilidad de la esperanza penden de estas palabras. Pero no basta con acoger y vivir la Palabra. Hay que compartirla. Lo hacemos en la catequesis, en las homilías, en la predicación de los Ejercicios Espirituales. Aquello que quizá no hacemos siempre es ofrecer el fruto de la Palabra. En la cárcel, los prisioneros católicos dividían el Nuevo Testamento, que habían llevado a escondidas, en pequeñas hojitas, se lo repartían y lo aprendían de memoria. Como el suelo era de tierra o de arena, cuando se oían los pasos de los vigilantes, ocultaban la Palabra de Dios bajo tierra. Por la tarde, al oscurecer, cada uno recitaba por turno la parte que ya se sabía, y era impresionante y conmovedor oír en el silencio y en la oscuridad la Palabra de Dios, la presencia de Jesús, el "Evangelio vivo", recitado con toda la fuerza del alma, la oración sacerdotal, la pasión de Cristo. Los no cristianos escuchaban con respeto y admiración aquello que llamaban "Verba sacra". Muchos decían, como experiencia personal, que la Palabra de Dios es "espíritu y vida"».

«Me pregunto: ¿cómo es posible alcanzar en este año jubilar un cambio de mentalidad, una constante reevangelización de la vida, obrando una auténtica conversión? Cuando el Santo Padre atravesó la Puerta Santa sólo con el Evangelio, recibí una gran lección: ésta es la imagen de la Curia Romana para el tercer milenio: una Iglesia que anuncia el Evangelio de la esperanza"»


 

EL ARTE DE AMAR

Revelaciones inéditas del arzobispo Van Thuân
en sus meditaciones al Papa

CIUDAD DEL VATICANO, 18 abril (ZENIT.org).- Con motivo de la Semana Santa del gran Jubileo del año 2000, Zenit publica una serie de crónicas sobre algunas de las meditaciones (hasta ahora inéditas) que predicó el arzobispo François Xavier Nguyên Van Thuân a Juan Pablo II durante sus Ejercicios Espirituales de este año (12-18 de marzo). Con ellas el Papa se preparó espiritualmente para emprender su histórico viaje a Tierra Santa. Constituyen además una «provocación» única para vivir de una manera más profunda estos días «santos».

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«Al preparar esta meditación --cuenta monseñor Van Thuân-- oí resonar dentro de mí las palabras de Pablo: "Si no tengo amor, no soy nada". Son palabras que me llaman antes que nada a la conversión, y me recuerdan que antes incluso de predicar, de orar, antes de cualquier servicio apostólico, debo tener caridad, más aún, debo ser caridad.

Sin amor, no tengo a Dios y no lo puedo dar a los demás, ni siquiera le conozco. Aún si escribo meditaciones, aún si predico Ejercicios Espirituales a personas eminentes, incluso si "entregara mi cuerpo a las llamas", si no tengo amor, que es Dios, todo es un desperdicio de energías, diría Agustín. Durante 33 años vivió Jesús en la tierra y plantó en el jardín del mundo las semillas del amor trinitario, que la Fuente Esperanza riega con sus aguas frescas y limpias. Nosotros, hijos de la Iglesia, trabajamos para hacer florecer estas semillas en colores infinitos y bellísimos, para que se realice esa "nueva primavera" del cristianismo, que han encomiado todos los últimos Papas. Contemplemos juntos, queridísimos hermanos, la belleza de estas flores del amor, que son el esplendor del arte de amar».

A continuación el prelado vietnamita indica algunas características del amor cristiano. «El amor de Dios que el divino Peregrino, a través de su Espíritu, ha sembrado en nuestro corazones es un amor completamente gratuito, como el de Dios. Ama sin interés, sin esperar nada a cambio. No ama sólo porque se es amado, o por otros motivos aunque sean buenos, como la amistad humana. No se para a ver si el otro es amigo o enemigo, sino que ama primero, tomando la iniciativa. "No esperes a ser amado por el otro, sino que tú adelántate y empieza", nos recomienda San Juan Crisóstomo. Cristo, cuando todavía éramos pecadores, indiferentes, murió por nosotros. "Él nos amó primero", y así debemos hacer también nosotros».

«Para hacer florecer en nosotros el amor divino, --continúa diciendo monseñor Van Thuân-- debemos amar a todos, sin excluir a nadie. "Sed hijos de vuestro Padre Celestial, que hacer salir el sol sobre malos y buenos...", dice Mateo. Todos son candidatos a ser objeto de nuestro amor. ¡Todos! No un "todos" ideal, todas las personas del mundo que tal vez no nos encontraremos nunca, sino un "todos" concreto. "Para amar a una persona hace falta acercarse a ella ... --decía la Madre Teresa--. No atiendo nunca al gentío, sino solamente a las personas". "Lo mismo que basta una hostia santa, de los millones que hay en la tierra, para alimentarse de Dios --afirma Chiara Lubich-- basta un hermano, aquél que la voluntad de Dios nos pone cerca, para comunicarnos con la humanidad que es Jesús místico". Todo prójimo me proporciona la ocasión de amar a Cristo, que con la encarnación... se ha unido en cierto modo a cada hombre».

Monseñor Van Thuân explica así el significado de amar dando la propia vida: «Observemos otras expresiones en las que florece el amor que Jesús ha sembrado en nosotros. Él es Dios, y su amor debe ser grande como Dios. No es un amor que ofrece cualquier cosa, sino que se da a sí mismo. Dice Juan: "nadie tiene un amor mayor que éste: dar la vida por sus amigos". "Después de haber amado a los suyos, los amó hasta el extremo". Jesús dio todo sin reservas: dio su vida en la cruz y dio su cuerpo y su sangre en la Eucaristía».

«Es significativo --destaca Van Thuân-- que, en la narración de la hora solemne de la última cena, en el Evangelio de Juan, a diferencia de los sinópticos, no se habla de la institución de la Eucaristía, sino de Jesús que lava los pies a los discípulos, "a fin de que tal como he hecho yo, hagáis también vosotros". De esta manera Juan, que ya se refirió a la Eucaristía en el capítulo sexto de su Evangelio, completa la doctrina de los demás evangelistas e introduce en la última cena el tema del servicio y del amor como una condición y un fruto de vivir plenamente la comunión con Él en la Eucaristía. El "dar la vida" se realiza a diario, en tantos gestos pequeños, en darnos al servicio de los demás, incluso de aquellos que, por cualquier motivo, pueden parecer "inferiores" a nosotros, de aquellos que son nuestros "subordinados"».

Van Thuân concluye esta primera parte de su meditación sobre el amor cristiano hablando del perdón: «Los escribas y los fariseos se escandalizan porque Jesús perdona los pecados: solo Dios puede perdonar los pecados. Es el amor misericordioso que resucita a los muertos, física y espiritualmente. Jesús ha perdonado siempre, a todos absuelve de cualquier pecado, por grave que sea. Y no solo ha perdonado, sino que ha recreado a las personas con su perdón, hasta el punto de transformarlas en instrumentos de su amor misericordioso: hizo de Pedro, que lo negó tres veces, su primer vicario en la tierra, e hizo del perseguidor Pablo el apóstol de los gentiles, mensajero de su misericordia: "Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia"».


 

UNA CRUZ DE MADERA OCULTA EN UN TROZO DE JABON

Monseñor Van Thuân profundiza en el amor, esencia del cristianismo

CIUDAD DEL VATICANO, 18 abril (ZENIT.org).- Continuamos publicando nuestra serie de crónicas sobre las meditaciones, inéditas hasta ahora, pronunciadas por el arzobispo François Xavier Nguyên Van Thuân a Juan Pablo II durante sus Ejercicios Espirituales de este año (12-18 de marzo).

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«Jesús sale al encuentro de los pecadores --recuerda el prelado vietnamita--, busca a la samaritana en el pozo de Jacob, perdona a la Magdalena y a la adúltera; después de la resurrección se aparece a los apóstoles para darles la paz, sin hacer alusión alguna a sus pecados. Le dice al ladrón en el Gólgota: "Hoy estarás conmigo en el Paraíso". Y a Zaqueo: "Hoy la salvación ha entrado en esta casa". El amor que Jesús ha sembrado en nosotros, nos sitúa en el corazón del Padre, en el corazón de Aquél que "tanto amó al mundo que le dio su Hijo unigénito... para que el mundo se salve por medio de Él».

Esta alegría que imprime el amor, según monseñor Van Thuân ha quedado magistralmente plasmada en un canto que los cristianos escuchan en la Vigilia de Pascua, el «Exultet»: «¡Oh inmensidad de tu amor por nosotros! ¡Oh inestimable signo de bondad: para rescatar al esclavo, sacrificaste a tu Hijo!... ¡Hijos en el Hijo, que se entregó totalmente, podemos hacer exultar la humanidad por el don de la salvación!».

«Como peregrino divino, --dice el predicador del Papa-- Jesús ha implantado en nuestro corazón su arte de amar. Donde éste florece, los hombres advierten el perfume de la Buena Nueva. Recuerdo ciertos momentos de mi vida. Cuando estuve en aislamiento, me confiaron a un grupo de cinco guardias: por turnos, dos estaban siempre conmigo. El jefe les dijo: "Os sustituiremos cada dos semanas por otro grupo, para que no os 'contaminéis' con este peligroso obispo". Pero enseguida decidieron: "No os cambiaremos más, si no, este peligroso obispo contaminará a todos los vigilantes". Al principio los guardias no hablaban conmigo. Contestaban sólo sí o no. Era verdaderamente triste. Quería ser atento y cortés con ellos, pero era imposible. Evitaban hablar conmigo. Una noche me vino un pensamiento: "François, tu eres todavía muy rico, tienes el amor de Cristo en tu corazón; ámales como Jesús te ha amado". Al día siguiente empecé a amarles, a amar a Jesús en ellos, sonriendo, intercambiando con ellos palabras amables. Comencé a contarles historias de mis viajes al extranjero, sobre cómo vive la gente en América, en Canadá, en Japón, en Filipinas..., sobre la economía, la libertad, la tecnología. Ello estimuló su curiosidad y les empujó a hacerme muchísimas preguntas. Poco a poco nos hicimos amigos. Quisieron aprender las lenguas extranjeras: francés, inglés... Así que improvisamos una escuela de idiomas. ¡Mis guardias se convirtieron en mis estudiantes!"».

«En la montaña de Vinh Phú, --sigue contando Van Thuân-- en la prisión de Vinh Quang, un día de lluvia tuve que cortar leña. Pregunté al guardia:

--¿Puedo pedirle un favor?»
--Dígame. Le ayudaré.
--Quisiera cortar un trozo de madera en forma de cruz.
--No sabe que está terminantemente prohibido tener cualquier símbolo religioso?"
--Lo sé --repuse-- pero somos amigos, y prometo esconderla.
--Resultaría extremadamente peligroso para los dos.
--Cierre los ojos, lo haré ahora, y seré muy cauto.

»El se retiró y me dejó solo. Corté la cruz y la tuve oculta en un trozo de jabón hasta mi liberación. Con una moldura de metal, éste trozo de madera se convirtió en mi cruz pectoral. En otra prisión, pedí un tramo de cable eléctrico a mi guardia, que ya era amigo mío. Asustado, me dijo: "He estudiado en materia de seguridad que si alguien quiere cable significa que quiere suicidarse". Le expliqué: "Los sacerdotes católicos no cometen el suicidio". "¿Y qué quiere hacer con un cable?". "Quisiera hacer una cadena para llevar mi cruz", le respondí. "¿Cómo puede hacer una cadena con un cable eléctrico? ¡Es imposible!". "Si me trae dos pequeñas tenazas se lo mostraré"."¡Es demasiado peligroso!". "¡Pero somos amigos!"»

«Vaciló --continúa explicando monseñor Van Thuân, sin embargo a los tres días me dijo: "Es difícil negarle algo a usted". Y actuando de manera que nadie nos descubriese, con dos pequeñas tenazas cortamos el cable en trozos de la dimensión de una cerilla, los trabajamos... hicimos esta labor de 7 a 11 de la noche, antes de que llegase el relevo de guardia. Esta cruz y esta cadena la llevo conmigo cada día, no porque sean recuerdos de la prisión, sino porque indican una convicción profunda, una llamada constante para mí: sólo el amor cristiano puede cambiar los corazones, no las armas ni las amenazas. El amor lo vence todo. Es el amor el que prepara el camino al anuncio del Evangelio. Es el amor la primera evangelización».


LOS MÁRTIRES SON LA FUERZA DE NUESTRO TIEMPO

Monseñor Van Thuân: Las lecciones de los testigos del último siglo

CIUDAD DEL VATICANO, 20 abril (ZENIT.org).- Continuamos publicando nuestra serie de crónicas sobre las meditaciones, inéditas hasta ahora, pronunciadas por el arzobispo François Xavier Nguyên Van Thuân a Juan Pablo II durante sus Ejercicios Espirituales de este año (12-18 de marzo).

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Monseñor François Xavier Nguyên Van Thuân reflexiona en esta meditación sobre los mártires de nuestro siglo: «He visto yo mismo en prisión el sufrimiento de la Iglesia. Sentía pasar el tiempo, día tras día, sin ver el final. ¿Cuánto más durará la noche? --me preguntaba--. Empezaba en esos momentos a comprender mejor el significado del martirio. No me refiero al martirio cruento, que también era una posibilidad que tenía por delante. Sino al martirio como una vida que no se pone límites, ese que también tiende a su conservación, por amor de Dios, por fidelidad a la unidad y a la comunión de la Iglesia, por el servicio al Evangelio».

«El cristiano no desprecia la vida --añade--: recordaba en prisión los días felices de mi servicio pastoral como sacerdote y como obispo, pensaba en los católicos de la diócesis donde había estado, en mis hermanos, en mis amigos, en mi familia. ¡Qué alegría habría sido volver a verles! Sin embargo, mi fe no regateaba. No se rendía con tal de tener una vida feliz. Me parecía entender un poco más el martirio: no poner límites al amor por el Señor, ni siquiera el límite natural de la salvación de uno mismo, de la propia vida, de la propia felicidad».

«Me preguntaba, tal como está escrito en el libro de Isaías: “Centinela, ¿cuánto queda de la noche? Centinela, ¿cuánto queda de la noche?” ¿Cuánto durará la cautividad? ¿Cinco? ¿Diez? ¿Trece años? Y, en esos momentos, pensaba en tantos cristianos prisioneros, dolientes, deportados. Pensaba en aquellos que padecían grandes dolores. Pensaba en las persecuciones, en los muertos, en los mártires, a lo largo de 350 años en Vietnam. Han dado a la Iglesia tantos mártires que no se conocen: cerca de 150.000. Yo mismo creo que mi vocación sacerdotal ha estado misteriosa pero realmente unida a la sangre de los mártires de Vietnam, caídos en el siglo pasado, mientras anunciaban el Evangelio y permanecían fieles a la unidad de la Iglesia, a pesar de las amenazas de muerte y de la violencia. Creo que la fidelidad de la Iglesia vietnamita se explica con la sangre de aquellos mártires. Las vocaciones sacerdotales y religiosas, que enriquecen a la Iglesia en Vietnam, nacen de la gracia de la prueba. Los mártires nos enseñaron a decir sí: un sí sin condiciones que llega al amor por el Señor. Pero los mártires también nos han enseñado a decir no a las adulaciones, a los acuerdos, a la injusticia, aunque sea con objeto de salvar la propia vida, de tener un poco de tranquilidad... Es una herencia. Sin embargo, una herencia hay que aceptarla. No es automática o natural. Se puede también rechazar. La herencia de los mártires: no se trata de heroísmo, sino de fidelidad. La fidelidad madura cuando vuelve la mirada a Jesús, modelo de vida cristiana, modelo de todo testimonio, modelo de todo mártir. En prisión escribía: “Mira a la cruz y encontrarás la solución a todos los problemas que te contrarían” . Los mártires le miraron a Él...».

«Todos podemos contemplarlo en los momentos de su martirio --sigue reflexionando monseñor Van Thuân--, solo, abandonado, crucificado. El pueblo comenta el final de aquel Maestro de Galilea así: “Ha salvado a otros, que se salve a sí mismo, si es el Cristo de Dios, su elegido”. “Tantos milagros, las curaciones, las resurrecciones, la enseñanza… ¿Porqué no se salva a sí mismo? Los soldados se burlaban de Él: “Si eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”. En el Evangelio de Mateo los escribas y los sacerdotes dicen: “Ha salvado a otros, y no puede salvarse a sí mismo. Es el rey de Israel, entonces que baje de la cruz y le creeremos. Ha confiado en Dios; así que lo salve, si le ama”. Jesús no se salvó a sí mismo: “Jesús, para salvarse, podría salir de Jerusalén y refugiarse en otro lugar: de esta manera podría encontrar escapatoria a la conspiración a punto de estallar. Podría marcharse, tomar el camino que va de Jerusalén a Jericó, donde situó el encuentro con el buen samaritano… huyendo de Jerusalén tal vez se salvaría. Pero no lo hace. No lo hizo… Se queda y ofrece su vida, sin intentar salvarse a sí mismo. Los mártires, con seguridad, le miraron a Él. No prestaron atención a las ironías o a los consejos de los que les rodeaban: “¡sálvate a ti mismo!”. ¡Jesús es el modelo de tantos mártires!: “Él, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia y está sentado a la diestra de Dios”. No sabemos cuántos le han contemplado en la soledad de las prisiones, en las últimas horas después de una sentencia de muerte, en las largas noches a la espera de una mano asesina que se sabe inminente, en el frío de los campos de concentración, en el dolor y en la fatiga de marchas insensatas. No sabemos cuántos levantaron sus ojos hacia Él y conformaron su vida al martirio. Tantos, más de los que creemos. Sucedía aquello que está escrito en la carta a los Hebreos: “Fijáos en Aquél que soportó tal contradicción de parte de los pecadores, para que no desfallezcáis faltos de ánimo”».

«Muchos se fijaron atentamente en Él y no perdieron el ánimo --constata el arzobispo vietnamita--. Encontraron una fuerza que sorprendió a los verdugos, aquellos que les consideraban vencidos, como un frágil objeto en sus manos. Sigue diciendo la carta a los Hebreos: “en su debilidad encontraron la fuerza”. ¡Imaginamos el asombro de los verdugos frente a esta fuerza que viene de cuerpos abatidos y de existencias aprisionadas!».

«¡No son historias antiguas, ya pasadas! --concluye Van Thuân--. No son sólo las historias de Ignacio de Antioquía que decía: “Es bello desaparecer ante el mundo por el Señor y resucitar con Él”. Juan Pablo II nos ha invitado, en este Gran Jubileo, a abrir los ojos también a los “nuevos mártires”. Un siglo como el nuestro, donde ha habido tanto bienestar, tanto apego a la vida, tanto miedo a perderla, ha sido también el siglo del martirio cristiano. Los mártires han estado entre nosotros. Es más, son la fuerza de la Iglesia de hoy y del siglo que se ha abierto”».


 

LA HUMANIDAD MARTIRIZADA ES LA ESPERANZA DEL TERCER MILENIO

Monseñor Van Thuân subraya el significado del martirio hoy

CIUDAD DEL VATICANO, 21 abril (ZENIT.org).- Continuamos publicando nuestra serie de crónicas sobre las meditaciones, inéditas hasta ahora, pronunciadas por el arzobispo François Xavier Nguyên Van Thuân a Juan Pablo II durante sus Ejercicios Espirituales de este año (12-18 de marzo).

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«Es necesario releer la visión del Apocalipsis en la historia de hoy --comenta el arzobispo vietnamita--: “…había una muchedumbre inmensa que nadie podía contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritan con fuerte voz: ‘La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero’. … ¿Quiénes son? …Me respondió: ‘Son los que vienen de la gran tribulación, han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero’". "Son aquellos que no han cedido a todo, tampoco a salvar la propia vida. Son los que han creído que la salvación pertenece a nuestro Dios».

«Tenemos que abrir los ojos y leer esta visión en nuestro tiempo --propone Van Thuân--. Podremos ver una multitud de mártires. No se trata solo de raras excepciones. Sino de una multitud inmensa que no es fácil contar. Cientos de miles de hombres y mujeres. Muchos de sus testimonios no nos han llegado. Otros permanecieron celosamente guardados en los archivos de los verdugos. De otros se manchó el nombre, añadiendo al martirio la ignominia. Son una muchedumbre inmensa que nadie puede contar. Pertenecen a naciones distintas, hablan lenguas diferentes, su aspecto también es desigual. Tantos pueblos, tantas Iglesias, tantas comunidades han sufrido. Es una multitud de mártires de cada nación y lengua. Como sucedía en aquel “reino de los infelices” --así lo definió una deportada-- que fue el campo de concentración de las Islas Solovski en Rusia. Un detenido recuerda una imagen de amor en aquel infierno: “Uniéndose en el esfuerzo, trabajan juntos un obispo católico todavía joven y un viejecillo descarnado de barba blanca, un obispo ortodoxo, anciano en edad pero fuerte de espíritu, que empujaba con energía su carga… El que de nosotros tenga un día la suerte de volver al mundo, deberá dar testimonio de aquello que nosotros vemos ahora. Y lo que presenciamos es un renacimiento de la fe pura y auténtica de los primeros cristianos, la unión de las Iglesias en la persona de los obispos católicos y ortodoxos que participan unánimes en el trabajo, una unión en el amor y en la humildad”. Esto sucedía en las Solovski, alma mater de los campos de trabajo soviéticos. Juan Pablo II, en la "Tertio Millennio Adveniente", decía: “El ecumenismo de los santos y de los mártires es tal vez el más convincente. La comunión de los santos habla con voz más alta que los factores de división”».

Los terribles sufrimientos no han debilitado los innumerables testimonios de los campos de concentración del nazismo. «Allí se vivió el amor, como enseña san Maximiliano Kolbe, patrón de nuestro difícil siglo, quien no consideró la propia supervivencia como el valor supremo de su vida --añadía el predicador de los Ejercicios Espirituales del Papa--: “fuerte como la muerte es el amor”. La inhumanidad del sistema de los campos de concentración, aquel terrible mundo sumergido, escuela del odio y de la destrucción de la persona, no ha podido con el amor fuerte hasta el martirio: “Grandes aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo”, continúa el Cantar de los Cantares».

Monseñor Van Thuân recordó el ejemplo de algunos mártires recientes: «En 1995, seis religiosas de las Hermanas Pobres de Bérgamo murieron en la epidemia de ébola en Congo: la causa fue el contagio. Quisieron quedarse para curar a los enfermos. Llegaron otras hermanas para ayudarlas. Todas murieron. A una de ellas, sor Dinarosa Belleri, le preguntaron: “Pero ¿no tiene miedo, usted que siempre está en medio de esos enfermos?” Su respuesta fue: “Mi misión es servir a los pobres. ¿Qué hizo mi fundador? Yo estoy aquí para seguir sus huellas… El Padre Eterno me ayudará”. En el seminario de Buta, en un Burundi atormentado de guerras étnicas, cuarenta seminaristas, hutus y tutsis, fueron masacrados juntos el 30 de abril de 1996 por algunos guerrilleros hutus. Les invitaron a dividirse entre hutus y tutsis; los primeros podían salvar la vida, pero rehusaron separarse de sus compañeros y fueron asesinados todos juntos».

«¡Cuántos mártires! --exclama el prelado-- Una multitud de mártires: mártires de la pureza, mártires de la justicia, niños mártires, mujeres y hombres mártires, pueblos mártires. Es un gran escenario que se presenta ante nuestros ojos: el de una humanidad cristiana, benigna, humilde, no violenta, que resiste al mal, débil y al mismo tiempo fuerte en la fe, que amó y creyó más allá de la muerte. Es una herencia para nosotros, cristianos del siglo XXI, que tenemos que abrazar y elegir. Es una herencia que tenemos que abrazar en la vida de cada día, en las pequeñas y grandes dificultades, en el despojo de toda agresividad, de todo odio, de toda violencia. La herencia de los mártires se acepta cada día en una vida llena de amor, de benignidad, de fidelidad. Escribía Isaac el Sirio: “Déjate perseguir, pero tú no persigas a nadie. Déjate crucificar, pero tú no crucifiques a nadie. Déjate calumniar, pero tú no calumnies a nadie”. Esta humanidad martirizada es la esperanza del siglo que estamos empezando a vivir».


 

CUANDO LOS LABIOS NI SIQUIERA PUEDEN REZAR

Confesiones de monseñor François Xavier Nguyên Van Thuân

CIUDAD DEL VATICANO, 23 abril (ZENIT.org).- Continuamos publicando nuestra serie de crónicas sobre las meditaciones, inéditas hasta ahora, pronunciadas por el arzobispo François Xavier Nguyên Van Thuân a Juan Pablo II durante sus Ejercicios Espirituales de este año (12-18 de marzo). 

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Para explicar el significado de la oración, monseñor François Xavier Nguyên Van Thuân cuenta: «Después de mi liberación, mucha gente me decía: "Padre, usted ha tenido mucho tiempo para orar en prisión". No es tan simple como se puede pensar. El Señor me ha permitido experimentar toda mi debilidad, mi fragilidad física y mental. El tiempo pasa lentamente en prisión, particularmente durante el aislamiento. Imaginad una semana, un mes, dos meses de silencio… Son terriblemente largos, pero cuando se transforman en años, son una eternidad. ¡Había días que, extenuado por el cansancio de la enfermedad, no alcanzaba a recitar una oración! Ha habido prolongados momentos en mi vida en los que he sufrido por no conseguir rezar. He experimentado el abismo de mi debilidad física y mental. Muchas veces he gritado como Jesús en la cruz: "Dios mío, porqué me has abandonado". En esta desdichada situación suelo recurrir a Nuestra Señora, diciendo: "Madre, ves que estoy al límite, no logro recitar ninguna oración. Así que diré solamente ‘Ave, Maria’, con todo mi afecto. Poniendo todo en tus manos, repetiré: ‘María: Te ruego que lleves esta oración a todos aquellos que lo necesiten, en la Iglesia, en mi diócesis…"».

Van Thuân explica que «para estar en oración, me ayuda intentar ser un Avemaría viviente. Otra oración que me ayuda a hablar con Jesús es el Padrenuestro. Cuando, quebrado y sin fuerza, no conseguía ni siquiera rezar, pensaba en el Padrenuestro en una fórmula abreviada, muy concisa: Por el Padre: tu nombre, tu reino, tu voluntad. Por la humanidad: nuestro pan, nuestras ofensas, nuestra tentación».

«Se puede aprender mucho sobre la oración, sobre el genuino espíritu de oración, particularmente cuando se sufre por no poder orar, a causa de la debilidad física, de la imposibilidad de concentrarse, de la aridez espiritual, con la sensación de estar abandonado por Dios y tan lejos de Él como para no poder dirigirle la palabra --añade el arzobispo vietnamita--. Y tal vez es justo en estos momentos cuando se descubre la esencia de la oración, cuando se comprende cómo poder vivir aquel mandato de Jesús que dice: ‘es preciso orar siempre’. De los Padres del desierto al peregrino ruso, de los monjes de occidente a los de oriente hay una sola preocupación, una búsqueda apasionada: la de poder poner en práctica una oración perseverante e ininterrumpida, en la cual --como dice Casiano-- "está el punto culminante de la perfección del corazón"--. ¿Pero de qué sirve en la vida cotidiana, en la rutina del trabajo y de las relaciones, a mantenerse en un estado de oración, o sea de unión con Dios?», se pregunta Van Thuân.

«Me ha impresionado, leyendo a los Padres del desierto --para quienes la soledad es una condición sine qua non de la oración continua-- un episodio poco conocido pero muy significativo. Se dice que un día, el gran Antonio tuvo un revelación: "En la ciudad hay uno que se te parece: es de profesión médico, da lo innecesario a los pobres y todo el día canta el trisagio con los ángeles". ¿Cómo hacía este desconocido médico de Tebaide para practicar una forma tan alta de oración? Tal vez la clave la aporta Agustín cuando afirma: si continuo es tu deseo ("desiderium") continua es la oración". Para Agustín ese “desiderium” se identifica con la “caritas”, y la caridad conduce a hacer el bien, de manera que otro modo para hacer continua la oración consiste en hacer el bien, en el “bene agere”. ¿Quién podrá perseverar en la alabanza a Dios todo el día? Te sugiero un medio para alabar a nuestro Dios el día entero, si quieres. Todo lo que hagas, hazlo bien; has dado gloria a Dios».

«Un moderno experto de espiritualidad ha condensado en pocas palabras toda la tradición y el sentir de nuestro tiempo sobre la oración diciendo: "El verdadero camino de la oración es la vida. Una oración continua es una vida enteramente dedicada al servicio de Dios. Esta es la única manera de orar siempre. La oración es continua cuando es continuo el amor. El amor es continuo cuando es único y total"».

El arzobispo vietnamita concluye explicando que: «Todas las oraciones, unidas una a otra, forman una vida de oración. Como una cadena de gestos discretos, de miradas, de palabras íntimas, forman una vida de amor. Nos mantienen en un ambiente de oración sin distraernos de la tarea presente, pero nos ayudan a santificar cada cosa». 


 

EL TESTAMENTO DE JESÚS

Concluye la serie de meditaciones predicadas por monseñor Van Thuân al Papa

CIUDAD DEL VATICANO, 24 abril (ZENIT.org).- Concluimos la serie de crónicas sobre las meditaciones, inéditas hasta ahora, pronunciadas por el arzobispo François Xavier Nguyên Van Thuân a Juan Pablo II durante sus Ejercicios Espirituales de este año (12-18 de marzo).

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Monseñor François Xavier Nguyên Van Thuân ofrece un testimonio único: «La última manera que me quedaba de orar, cuando estaba en prisión, era sumergirme en el “Testamento” de Jesús: en sus últimas palabras, en sus últimas acciones. "¿Qué nos ha dejado Jesús antes de ir al cielo?", me preguntaba. Y la respuesta era: "Él nos ha dejado su palabra; su cuerpo; su madre; su Iglesia; su sacerdocio; su paz. En su infinito amor («in finem dilexit»), nos ha dejado todo". Y una ola de felicidad me invadía».

«"¿Qué nos ha prometido Jesús?", me preguntaba entonces --continúa diciendo el predicador del Papa--. Y recordaba todo cuanto promete a los suyos antes de subir al Padre: que estará con nosotros todos los días hasta el fin del mundo; que nos enviará el Espíritu Santo; que el Padre nos ama; que podemos obtener todo si oramos en su nombre; que Él estará en medio de nosotros allí donde dos o tres están reunidos en su nombre».

«"¿Qué pide Jesús a su Iglesia?", me preguntaba a continuación. Y constataba: Jesús quiere dejar una Iglesia pobre: Él, que no tiene casa donde ofrecer la última cena y que ofrece su supremo sacrificio en la cruz, sin vestidos. Jesús quiere dejar una Iglesia de servicio: Él, que lava los pies a sus discípulos».

«Jesús quiere dejar una Iglesia mariana --añade el arzobispo vietnamita--, cuando desde lo alto de la cruz confía a María a Juan y derrama sobre ellos el Espíritu. Jesús quiere dejar una Iglesia misionera, cuando envía a los apóstoles como sus testigos hasta los confines de la tierra. Jesús quiere dejar una Iglesia que afronta valerosamente los desafíos del mundo, cuando reza: “no te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del maligno”».

«Finalmente me preguntaba: "¿Cuál es el mayor mandamiento que nos deja?" Y la respuesta era: el amor hasta la unidad. El Testamento de Jesús es el tesoro inagotable que ha nutrido mi vida espiritual para conservar la esperanza en las pruebas de la desesperación, de la soledad, de la enfermedad, en el mar, en la montaña, en cautividad».

«Permitidme --concluye monseñor Van Thuân-- concluir esta meditación con una oración:

Es a través de la oración que vivo en Ti, Señor.
Mi alma está en Ti, como el niño en el regazo de su madre,
la respiración unida a la suya,
un corazón que late al ritmo del otro…
Señor Jesús, eres mi maestro.
El Evangelio te muestra en oración
una noche entera en la montaña.
Orabas antes de hacer un milagro,
antes de elegir a los apóstoles,
durante la Cena…
Orabas mientras de tu frente
se vertía sudor de sangre
en el huerto de Getsemaní,
mientras agonizabas en la cruz.
Orabas con la palabra de Dios…
Tu existencia era una oración continua.
Orientado al Padre, con un corazón amante,
todo al servicio de su gloria:
“Sea santificado tu nombre,
venga tu reino”.
Aguardabas con ardor
que llegara tu hora
para realizar el sacrificio del amor.
Tú has dicho
“Yo y el Padre somos una sola cosa”,
“orad sin desfallecer”,
“hago aquello que agrada a mi Padre”.
Me haces comprender
que la oración incesante
es comunión con el Padre
y en la práctica
ésta consiste siempre
en hacer la voluntad del Padre».