Testimonio de una religiosa clarisa,
María de Jesús Flores Rodríguez.
Hace
diecisiete años, yo era una muchacha más de esas que apuran las horas de la
noche entrando y saliendo en la discoteca y en los pubs. Por aquel entonces Dios
no era nadie para mí. La cuestión religiosa dormitaba, sin la más remota
sospecha de verse sobresaltada o perturbada, en alguna parte de mí misma. Me
sentía bien. La cosa cambió cuando, no sé ni cómo, me vi formando parte de un
grupo de jóvenes que semanalmente se reunían en el locutorio del convento de mi
pueblo en torno a una hermana que hablaba y dialogaba con ellas de Dios, de su
propia vocación, en definitiva, de temas religiosos.
Esos encuentros, sentadas todas alrededor de una pequeña mesa, al calor de un
brasero, en la penumbra misteriosa de aquel sitio, comenzaron a inquietarme
interiormente. Poco a poco me iba haciendo consciente de que algo estaba
cambiando en mi mundo interior, me experimentaba distinta, aunque no extraña ni
rara. Comencé a hacerme preguntas que antes nunca me había planteado. Sentía
cierta tensión. Aquello empezaba a ser bastante confuso y los sentimientos
aparecían muy contradictorios. Cuando por fin pude poner nombre a toda esta
“movida” interior, llegó la decisión: cambiar el locutorio por el claustro y la
visita semanal por la permanencia definitiva. Después pude darme cuenta de que
todo aquello, supuso una experiencia configuradora, que hizo que me enraizara en
la convicción de que el Señor me llamaba a la aventura de decidir mi vida desde
lo contemplativo.
Cuando, después de todos estos años de vida en el monasterio, trato de compartir
el significado y el alcance de mi opción por la vida contemplativa clariana con
aquellas personas que me lo piden, me encuentro con la dificultad de no acertar
a decir lo que quisiera, siempre me quedo con la impresión de quedarme como en
la corteza de la cuestión. Me consuela el hecho de que, ni el mismo evangelista
Juan, supo expresar lo que sucedió aquella tarde, a la hora décima, cuando,
después de ser encontrados por Jesús, él y su amigo Andrés (cf Jn 1,39).
Pues bien, eso que Juan no puede explicar y que acontece en un momento
determinado de la vida, de la historia personal, eso mismo, pero de forma
permanente, es la vida contemplativa: encontrarse con Jesús, por el que antes
has sido tú misma encontrada, ir tras él, en lo más simple y cotidiano de la
vida, ahondando en ello, reconociendo a Dios incluso en la rutina, en la
monotonía de todos los días; contemplarlo no sólo en esos tiempos que dedicamos
exclusivamente a la oración, sino en la simplicidad de lo que va aconteciendo,
en el rostro de las Hermanas, en el trabajo en el obrador, en el estudio y la
formación, en la cruz de las limitaciones. Todo esto no es sino un proceso que
desemboca en la vida teologal, es decir, en la experiencia única de que Dios
vaya siendo más Dios en ti y tú más tú en Él.
Hay una manera, o mejor aún, un talante existencial que contribuye a conservar
el nivel de aceite con el que la llama de la lámpara contemplativa puede
nutrirse y mantenerse encendida:
--El silencio, que en ningún caso es ausencia de lenguaje y comunicación. En un
clima de silencio, la contemplativa o el contemplativo percibe de manera
especial el lamento de la Humanidad que grita su sufrimiento, su angustia, su
desvalimiento a causa de las injusticias practicadas de mil maneras por los
fuertes, por los poderosos. En el lenguaje del silencio, una se hace capaz de
diálogo con la única Palabra nacida del amor de Dios permitiendo así que su vida
sea solamente un eco de ella a través de lo que hace, piensa, dice y siente.
--La soledad, que no puede ser confundida con una actitud de aislamiento o de
inhibición. Se trata de esa soledad habitada por Dios en la que,
misteriosamente, están presentes todos los hombres y mujeres que, sin tener un
rostro concreto, sin conocer su dramática existencial, están ahí, junto a ti y
tú junto a ellos. Esto te hace consciente de que la soledad es una gracia que te
posibilita estar espiritualmente cerca de quienes geográfica, económica, étnica
o culturalmente están lejos.
--La oración contemplativa, que, en la peculiaridad de nuestro carisma clariano,
es una mirada atenta al Cristo pobre y humilde que encendió el corazón de Clara
de Asís, que lo apasionó de tal modo que ya no quiso sino seguir e imitar su
vida y pobreza y la de su santísima Madre. Mirarlo como se mira un espejo para
contemplar en Él la pobreza de Dios, su abajamiento, su indefensión, su
oprobio... ¡por amor!. Al contemplar sus heridas, su muerte infamante, una se
atreve a sanar la heridas de las Hermanas que le han sido dadas como un don, una
se atreve a morir por ellas, a ser más hermana. Mirando a Jesús una se siente
hermana de todos los hombres y mujeres de este mundo y quiere colaborar con
Dios, desde su ser eclesial, sirviendo de apoyo de los miembros más débiles que
la forman. Mirar a Jesucristo sin más gozo que el de mirarlo y saberse mirada
por él a la manera de una madre que no espera nada de ese niño pequeño que
contempla mientras duerme y que, precisamente porque no espera nada de él, es
capaz de darlo todo, de darse entera.
Dios me ha hecho un gran regalo, nos ha hecho un gran regalo a todas las
contemplativas y contemplativos del mundo: Dios nos ha llamado exclusivamente
para permanecer con todos en Él.
María de Jesús Flores Rodríguez, osc