APÉNDICE

MIS DOS FAMILIAS

 

El deseo de ser misionera

                La nuestra era una familia muy unida. Vivíamos los unos para los otros. Cada miembro de la familia estábamos empeñados en hacer más confortable y feliz la vida de los demás.

 

                Mi madre era una santa mujer. Nos educó unidos, en el amor de Jesús. Ella misma nos preparaba para la primera comunión. De ella aprendimos a amar a Dios sobre todas las cosas.

 

                La primera vez que experimenté el deseo de hacerme misionera no tenía más que doce años. Pero no me fui de casa hasta los dieciocho.

 

                A veces dudaba de mi vocación. Pero llegó un momento, un día en que me encontraba a los pies de Nuestra Señora de Letnice, cerca de Skopje, donde nací el 27 de agosto de 1910, en que tuve la sensación plena de que Dios me llamaba.

 

                En los momentos de incertidumbre sobre mi                 vocación, hubo un consejo de mi madre que me resultó muy útil: «Cuando aceptes una tarea, llévala a cabo con gozo, o no la aceptes», me dijo.

 

                Una vez pedí consejo a mi director espiritual acerca de mi vocación. Le pregunté cómo podía saber que Dios me llamaba y para qué me llamaba. Él me contestó: «Lo sabrás por tu felicidad interior. Si te sientes feliz por la idea de que Dios te llama para servirle a él y al prójimo, ésa es la prueba definitiva de tu vocación. La alegría profunda del corazón es la brújula que nos marca el camino que debemos seguir en la vida. No podemos dejar de seguirla, aunque nos conduzca por un camino sembrado de espinas.»

Seguir mi vocación fue un sacrificio que Cristo nos pidió a mi familia y a mí, puesto que éramos una familia muy unida y muy feliz.

 

Con las Hermanas de Loreto

                Ingresé en la congregación de las Hermanas de Nuestra Señora de Loreto en Rathfarnham, cerca de Dublín, en octubre de 1928. En noviembre del mismo año salí en barco para la India. Llegué a Calcuta el 6 de enero de 1929.

 

                Hice el noviciado en Darjeeling, y la profesión religiosa el 25 de mayo de 1931. Mi nombre de bautismo era el de Gonxha (Inés). En la profesión elegí el de Teresa. Pero no fue el de Teresa la Grande, la de Ávila. Yo elegí el nombre de Teresa la Pequeña: la del Niño Jesús.

 

                Durante cerca de veinte años, en tanto permanecí en las Hermanas de Nuestra Señora de Loreto, mi misión fue la de enseñar en el Colegio St. Mary's frecuentado en su mayoría por chicas de clase media. Era el único colegio católico de secundaria que había por entonces en Calcuta.

 

                La enseñanza me gustaba mucho. Enseñar es algo que, hecho por Dios, constituye una hermosa forma de apostolado. Si era o no una buena profesora, más que a mí se lo deberían preguntar a mis alumnas de entonces. Entre las Hermanas de Nuestra Señora de Loreto yo era la monja más feliz del mundo.

 

                En 1948, cuando llevaba ya veinte anos en la India, tomé la determinación de un acercamiento más estrecho a los Pobres más pobres. Fue una llamada especial a dejarlo todo para pertenecer más completamente a Jesús. Ocurrió una noche, mientras me dirigía en tren a Darjeeling para hacer ejercicios espirituales. Sentí una llamada dentro de mi vocación. Sentí que Dios quería de mí algo más. Quería que yo fuese pobre con los Pobres y que le demostrase mi amor bajo la dolorosa semblanza de los más pobres entre los Pobres. El mensaje de Dios estaba claro: tenía que dejar Loreto y trabajar con los Pobres, viviendo en medio de ellos.

 

                Por decirlo de alguna manera, sólo tuve que cambiar la forma de mi trabajo. La vocación en sí misma, es decir, mi pertenencia a Cristo no tenía que cambiar. Sólo se había hecho más profunda. Mi «nueva vocación» era una profundización de mi pertenencia a Cristo y de mi ser por completo suya.

 

Mi otra vocación

                Abandoné las Hermanas de Nuestra Señora de Loreto en 1948. En 1950, el santo padre Pío XII autorizó la nueva congregación de las Misioneras de la Caridad.

 

                Las primeras Hermanas que decidieron venir conmigo eran antiguas alumnas mías de Loreto. Una tras otra, vi llegar a jóvenes muchachas a partir de 1949. Querían entregarse por complete Dios. Tenían prisa por hacerlo. Se despojaban gozosas de sus elegantes saris para vestir el humilde de sari de algodón de las Misioneras de la Caridad Eran plenamente conscientes de las dificultades.

 

                Cuando una joven perteneciente a una antigua casta opta por ponerse al servicio de los marginados, nos encontramos ante una revolución, la mayor y la más difícil de todas: la revolución del amor.

 

                Desde entonces no han dejado de entrar en la congregación jóvenes de todas partes del mundo. Algunas de esas jóvenes, a la hora de solicitar el ingreso entre nosotras, escriben algo muy hermoso: «Deseo abrazar una vida de pobreza, oración y sacrificio, que me lleve al servicio de los Pobres.»

Las Misioneras de la Caridad

                La ocupación principal de las Misioneras de la Caridad se centra en dar de comer a Cristo, que tiene hambre; en vestir a Cristo, que está desnudo; en cuidar a Cristo, que está enfermo; y en ofrecer cobijo a Cristo, que padece desahucio. Hacemos esto dando de comer, vistiendo, cuidando y ofreciendo cobijo a los Pobres. Es algo muy hermoso ver a nuestras jóvenes entregadas tan de lleno y con tanto amor a los Pobres.

 

                La mayor parte de nuestras Hermanas proceden de la India. Pero en Roma tenemos un noviciado con jóvenes de más de una treintena de nacionalidades: de muchos países de Europa y de América.

 

                Son jóvenes de las clases alta, media y corriente. Lo más maravilloso de todas ellas es observarlas tan generosamente entregadas y tan decididas a entregarlo todo a Cristo. Todas parecen impacientes por vivir una vida de pobreza.

 

                Para poder comprender a los Pobres y la pobreza de Cristo, elegimos ser pobres nosotras mismas. A veces nos limitamos simplemente a renunciar a tener cosas con las que podríamos hacernos fácilmente, pero de forma totalmente voluntaria renunciamos a tenerlas.

 

                Aceptamos con gozo permanecer las veinticuatro horas del día en contacto con una clase de personas con las cuales a veces ni siquiera podemos mantener una conversación. Son los Pobres más pobres, cubiertos de suciedad y de microbios, Is leprosos, los abandonados, los discapacitados físicos y psíquicos, los que carecen de un hogar, la enfermos terminales de sida, los huérfanos, los moribundos, aquellos a quienes todo el mundo desprecia.

 

Religiosas felices

                Todas nuestras Hermanas irradian felicidad.

 

                Constituyen el ejemplo más sorprendente de alegría y fe vividas. Verdad es que lo que nosotras llevamos a cabo no es más que una gota respecto del océano. Pero sin esa pequeña gota al océano faltaría algo.

 

                Bien sé que hay miles y miles de Pobres, pe yo me ocupo de uno a la vez. Jesús habría muerto por un solo pobre. Yo lo tomo literalmente cuando dice: «Tuve hambre... Conmigo lo hicisteis. »

 

                Tanto las Hermanas como yo nos ocupamos la persona, de una sola persona cada vez. No se puede salvar más que de uno en uno. No se puede amar más que uno a uno.

 

                Para nosotras no constituye la más mínima dificultad desempeñar nuestra labor en países con multitud de creencias religiosas, como es el caso de la India. Tratamos a todos como hijos de Dios. Todos ellos son hermanos y hermanas nuestros. Les demostramos una gran estima.

 

                Nuestras Hermanas anhelan darlo todo a Dios. Todas están persuadidas de que Cristo es el que tiene hambre; Cristo el que carece de hogar; Cristo el harapiento a quien sirven y visten.

 

                Ésa es la razón de que se sientan muy felices. Se sienten felices porque son conscientes de haber encontrado lo que iban buscando.

 

                Hasta el día de hoy, nadie se ha mostrado de manera insolente hacia nuestras Hermanas. Nadie ha intentado jamás abusar de ellas. Nuestro sari es el signo de nuestra consagración a Dios. El rosario que llevamos en las manos ha demostrado ser una gran protección, fuerza y ayuda.

 

                Al igual que en Nueva York, también en numerosos otros países donde ha habido momentos de lucha, de tensión y de odio, nuestras Hermanas han podido moverse con libertad, sin que nadie haya intentado ni siquiera tocarlas. Incluso en 1a India, en Calcuta, en momentos particularmente difíciles, cuando mucha gente no podía salir de casa, nuestras Hermanas estaban todo el día fuera; gentes que estaban enfurecidas y que cometían atropellos se brindaban a facilitar la libertad de movimientos de las Hermanas para que nadie le hiciese el menor daño.

 

Generosidad de la Providencia

                Todo lo recibimos gratuitamente. Gratuitamente también, lo damos todo, por amor de Dios. Los Pobres son personas magníficas. Nos dan mucho más que nosotras a ellos, empezando por el inmenso gozo que nos dan al aceptar las pequeña cosas que conseguimos hacer por ellos.

 

                Jamás me he encontrado en necesidad, pero acepto todo lo que la gente me ofrece para los Pobres.

 

                Yo no necesito nada para mí misma. Pero no rechazo lo que la gente me da para los Pobres. Lo acepto todo.

 

                Alguna razón habrá para que algunos puedan ir con holgura. Seguramente han trabajado para ello. Yo sólo me siento molesta cuando observo el despilfarro, cuando veo que hay quienes arrojan cosas que nos podrían servir.

 

                La mayor enfermedad de nuestros días no es la lepra ni la tuberculosis. Ni siquiera lo es el sida. La mayor enfermedad es la sensación de no ser queridos, de verse desatendidos, de que todos le vuelvan a uno la espalda.

 

                El mayor pecado es la falta de amor y de caridad, la tremenda indiferencia hacia el propio vecino que yace al borde de la carretera víctima de la explotación, de la corrupción, de la miseria o de la enfermedad.

 

                En lo que atañe a medios materiales, nosotras dependemos por completo de la Divina Providencia. Jamás nos hemos visto obligadas a rechazar a nadie por falta de medios. Siempre ha habido una cama más, un plato más de arroz, una manta más para cubrir. Dios se ocupa de sus hijos pobres. ¡Ha dado muestras de tal cuidado y bondad hacia nuestras gentes en tantos detalles...!

 

                Cuando abrimos nuestra primera casa en Nueva York, el entonces cardenal arzobispo, monseñor Terence Cooke, tenía la idea fija de que tendría que proveer al mantenimiento de las Hermanas con una cantidad mensual fija.

 

                Por una parte, yo no quería mortificarle. Pero no sabía cómo explicarle que nuestros servicios son exclusivamente por amor de Dios y que nosotras no podemos aceptar mantenimiento alguno. Se lo expliqué de la manera mejor que pude: «Eminencia, no creo que justamente en Nueva York vaya a ser donde quiebre Dios nuestro Señor...»

 

 

«¡Por Dios, Madre, no diga eso!»

                El niño es un don de Dios. Tengo la sensación de que el país más pobre es el que tiene que asesinar al niño no nacido para permitirse más cosas y más placeres. ¡Que se tenga miedo de tener que alimentar a un niño más... !

 

                En la India no tenemos las dificultades que tienen los países ricos. Nuestras gentes no practican abortos. La madre dará a luz a su criatura. Es posible que, después de alumbrarlo, lo deposite en el cubo de la basura (yo he recogido a centenares de niños de la basura). Lo que jamás hará es darle muerte.

 

                Recuerdo a una madre que tenía doce hijos, la más pequeña de los cuales estaba afecta de una fuerte incapacidad y disminución psicofísica. No puedo describir cómo era, tanto bajo el punto de vista psíquico como físico. Me ofrecí para hacernos cargo de aquella criatura en nuestro hogar para niños incapacitados, donde teníamos muchos como ella.

 

                Aquella madre se echó a llorar y dijo: «¡Por Dios, Madre, no diga eso! ¡No lo diga, por favor! Esta hija constituye para mí y para mi familia el mayor regalo de Dios. Todo nuestro cariño está centrado en ella. Si se la llevase, nuestras vidas quedarían vacías. »

 

                Hace unos días vino a verme una señora y se echó a llorar. Nunca había visto llorar tanto a nadie. Me dijo: «He leído lo que usted ha escrito acerca del aborto. Yo he abortado dos veces. ¿Podrá Dios perdonarme?»

 

                Yo le contesté: «Desde luego que sí, si es usted sincera en su arrepentimiento. Vaya a confesarse y sus pecados quedarán lavados por la absolución que recibirá. Trate sólo de estar segura del disgusto de su corazón.»

                Ella dijo: «Es que yo no soy católica...»

                Y yo a ella: «Rece usted según su religión. Yo pediré a Dios que la perdone.» Ella entonces hizo un hermoso acto de contrición. Cuando yo terminé de rezar, parecía un ser diferente, totalmente recompuesta. ¡Qué sufrimiento más tremendo tiene que representar darse cuenta de que uno ha dado muerte, ha asesinado, a su propio hijo!

 

                Una mujer india me confesó, hace ocho años: «Cometí un aborto. Y aún hoy, cada vez que veo; un niño en torno a la edad que hoy tendría mi hijo, tengo que volver la cabeza. No puedo mirarle. Cada año, cada vez que veo a un niño de seis, siete años, me digo: “¡Mi hijo tendría seis, siete años! Estaría aquí, llevado de mi mano”...»

 

Generosidad de un niño

                Un niño muy pequeño de Calcuta me dio una espléndida lección de un gran amor. En una ocasión no había azúcar en toda la ciudad. No sé cómo pudo ocurrir que aquel pequeño niño hindú de no más de cuatro anos oyera decir en la escuela que la Madre Teresa no tenía azúcar para sus niños. Al volver a casa dijo a sus padres: «No tomare azúcar durante tres días. Quiero dárselo a la Madre Teresa »

 

                Sus padres nunca habían venido a nuestro hogar para dar nada, pero a los tres días llegaron con su hijo. Era muy pequeño. En su manecita traía un pequeño recipiente de azúcar. ¿Cuánto puede comer un niño de cuatro años? Apenas era capaz de pronunciar mi nombre. Sin embargo fue generoso y el amor que puso en su generosidad fue algo muy hermoso. De aquel niñito aprendí que, cuando damos algo a Dios, por poco que sea, se convierte en infinito.

 

                Daré un ejemplo de lo que es el hambre. Un niño recibió un trozo de pan de una Hermana. Llevaba bastante tiempo sin comer. Observé que comía el pan migaja a migaja. Le dije: «Sé que tienes hambre. ¿Por qué no comes el pan?» El pequeño me contestó: «Quiero que me dure más.» Tenía miedo de que, terminado el pan, volviese a sentir hambre de nuevo. Por eso lo estaba comiendo migaja a migaja...

 

                Un caballero hindú, jefe de una denominación religiosa, dijo en una reunión que observando el trabajo de las Hermanas cuando sirven a los Pobres, en especial a los leprosos, tenía la sensación de que Cristo hubiera venido una vez más la Tierra para seguir haciendo el bien.

 

                Otro caballero hindú que vino a nuestra casa del Moribundo, dijo: «Vuestra religión tiene que ser la verdadera. Cristo tiene que ser verdadero, si os ayuda a hacer lo que estáis haciendo.»

 

No podía creer que fuese arroz

                Iba yo un día en busca de pobres por las calles Tropecé con una mujer que estaba muriendo en plena calle. Las ratas habían empezado a roer su cuerpo.

 

                La llevé al hospital más cercano, pero tuve la impresión de que el personal no estaba dispuesto a hacerse cargo de ella. Al final, tras mucho insistir, la aceptaron. Desde aquel momento, decidí buscar yo misma un local para cuidarme de los moribundos. Me fui al ayuntamiento y pedí un local, diciendo que el resto lo haríamos mis Hermanas y yo.

 

                Me acompañaron adonde está el templo de diosa Kali, en Kalighat, y me ofrecieron un lugar de descanso que usaban para los peregrinos que acudían a rendir culto a la diosa. Llevamos allí muchos años y hemos acogido a miles y miles de personas de las calles de Calcuta...

 

                Tenemos hogares para enfermos terminales en muchos lugares. Un día recogí en la calle a una mujer. Me di cuenta de que se estaba muriendo de hambre. Le di un plato de arroz, y ella se puso a mirarlo. Intenté animarla para que comiese. Entonces ella dijo con la máxima sencillez y naturalidad: «¡Oh! Yo no he... No puedo creer que sea arroz. ¡Llevo tanto tiempo sin probar bocado...!»

 

                No se quejo contra nadie. Ni siquiera se quejo de los ricos. Simplemente, no podía creer que aquello fuese arroz...

 

                Yo nunca he sentido vergüenza de mirar al Crucifijo hasta un día en que una joven mujer vino a nuestra casa con su hijo en brazos. Me dijo que había llamado a la puerta de dos o tres conventos suplicando un poco de leche para su hijo. Había oído cómo le contestaban: «¡Holgazana! ¡Váyase a trabajar!»

 

                Cuando llegó a nuestra casa, tomé al niño de sus brazos. ¡Se me murió en los míos! Sentí vergüenza de mirar al Crucifijo porque Jesús nos ha dado tanto y nosotros no nos dignamos ni siquiera dar un vaso de leche a un niño así.

 

Representante de los Pobres

                Yo he asumido la representación de los Pobres del mundo entero: de los no amados, los indeseados, los desatendidos, los paralíticos, los ciegos, los leprosos, los alcohólicos, aquellos que quedan marginados por la sociedad, las personas que no saben lo que es el amor y la relación humana.

 

                Recuerdo que en los primeros tiempos de la congregación tuve una fiebre muy alta y que, en el delirio febril, me vi en presencia de san Pedro. Él me dijo: «¡Váyase de aquí! ¡En el cielo no hay chabolas!» Yo me enfrenté a él y le contesté: «¡Muy bien! Yo llenaré el cielo de chabolistas y así tendrá que haber chabolas.»

 

                Los pobres son personas magníficas. Ellos no necesitan nuestra lástima. Son personas grandes y dignas. Son nuestras gentes amables.

 

                La muerte es algo hermoso. Significa ir a casa. Como es natural, sentimos la soledad en que nos deja quien se ha ido. Pero es algo muy hermoso. Alguien ha vuelto a casa, con Dios.

 

                Nuestra Casa del Moribundo es el hogar para Cristo, que carece de él. Nuestros Pobres que padecen hambre son Cristo hambriento en ellos.

 

                Cuando alguien muere, esa persona se ha ido a casa, con Dios. Allí es adonde todos hemos de ir.