EL SUFRIMIENTO

 

 

 

El sufrimiento en sí mismo no tiene valor alguno.

El mayor don de que podemos disfrutar

es la posibilidad

de compartir la Pasión de Cristo.

 

 

* Me gusta repetirlo una y otra vez: los pobres son maravillosos.

                Los pobres son muy amables.

                Tienen una gran dignidad.

                Los pobres nos dan mucho más de lo que les damos nosotros a ellos.

                En muchos países y ciudades, además de en Calcuta, tenemos hogares para enfermos terminales abandonados.

                Una vez me encontré con una anciana en las calles de Calcuta que me dio la impresión de estar muriendo de hambre.

                Le ofrecí un plato de arroz.

                Se quedó mirándolo como si estuviera absorta.

                Traté de darle ánimos para que comiera, pero se limitó a contestar:

                —Vamos... es que no puedo creer que sea arroz. ¡Hace tanto tiempo que no pruebo bocado!

                No se metió con nadie.

                No dijo una palabra contra los ricos.

                No salió de sus labios una palabra de reproche contra nadie.

                Simplemente, no podía creer que aquello fuese arroz.

                ¡Ya no podía comer!

 

* En cada familia y en cada situación humana hay alguien que sufre.

 

* No podemos permitir que los hijos de Dios terminen sus días en un arroyo, como si fuesen animales .

* En una ocasión me hice cargo de una niña que andaba errante por las calles.

                Llevaba el hambre dibujada en su rostro.

                ¡Qué sé yo el tiempo que habría pasado desde la última tez que había comido algo!

                Le di un trozo de pan.

                La pequeña se puso a comerlo migaja a migaja.

                Le dije:

                —Come, come el pan. ¿Es que no tienes apetito?

                Me miró y dijo:

                —Es que tengo miedo de que cuando se termine aún me quede con hambre.

 

* Es muy posible que os encontréis con seres humanos seguramente muy próximos a vosotros, necesitados de amor y de cariño.

                No se los neguéis.

                Demostradles que los reconocéis sinceramente como seres humanos, que son importantes para vosotros.

                ¿Quiénes son esos seres humanos?

                Son Jesús mismo.

                Jesús, que se oculta bajo la semblanza del sufrimiento .

 

* Hace unos meses, encontrándome en Nueva York, uno de nuestros enfermos de sida me mandó llamar.

                Cuando me encontré junto a su cama, me dijo:

                —Puesto que usted es mi amiga, quiero hacerle una confidencia. Cuando el dolor de cabeza se me hace insoportable (supongo que están ustedes enterados de que uno de los síntomas del sida son unos dolores de cabeza muy agudos), los comparo con los sufrimientos que tuvo que sentir Jesús por la coronación de espinas. Cuando el dolor se desplaza a mi espalda, lo comparo con el que debió de soportar Jesús cuando fue azotado por los soldados. Cuando siento dolor en las manos, comparo el sufrimiento de Jesús al ser crucificado.

                No me diréis que no hay en ello una demostración de la grandeza del amor de una joven víctima de la enfermedad del sida.

                Os aseguro que era muy consciente de que no tenía curación, de que sabía que le quedaba poco tiempo de vida.

                Pero tenía un coraje extraordinario.

                Lo encontraba en su amor a Jesús, compartiendo su Pasión.

                No había señal alguna de tristeza ni de angustia en su rostro.

                Más bien llevaba dibujada una gran paz y una alegría interior profunda.

 

* Los enfermos incurables podéis hacer muchísimo por los pobres.

                Vosotros vivís crucificados con Cristo cada día.

                Vosotros rociáis nuestro trabajo con vuestra oración, y nos ayudáis a ofrecer a otros la fuerza para trabajar.

 

* Sufrir no es nada en sí mismo, pero el sufrimiento compartido con la Pasión de Cristo es un don maravilloso y un signo de amor.

                Dios es muy bueno al mandarnos tanto sufrimiento y tanto amor.

                Todo esto se convierte para mí en gozo y me da mucha fuerza para vuestra causa.

                Es vuestra vida de sacrificio la que me infunde tanta fuerza.

                Vuestras oraciones y sufrimientos son como el cáliz en el cual quienes trabajamos podemos verter el amor de las almas con las que nos encontramos.

                Por eso mismo, vosotros sois tan necesarios como nosotras.

                Juntos, nosotras y vosotros, lo podemos todo en Aquel que es nuestra fuerza.

 

* Jamás el dolor estará ausente por completo de nuestras vidas.

                Si lo aceptamos con fe, se nos brinda la oportunidad de compartir la Pasión de Jesús y de demostrarle nuestro amor.

                Un día fui a visitar a una mujer que tenía un cáncer terminal.

                Su dolor era enorme.

                Le dije:

                —Esto no es otra cosa que un beso de Jesús, una señal de que está usted tan próxima a Él en la cruz que le resulta fácil darle un beso.

                Ella juntó las manos y dijo:

                —Madre, pídale a Jesús que no deje de besarme.

 

 

* Jesús sigue viviendo su Pasión.

                Él sigue cayendo, pobre y hambriento, como cayó camino del Calvario.

                ¿Nos encontramos a su lado, dispuestos a ofrecerle nuestra ayuda?

                ¿Caminamos a su lado con nuestro sacrificio, con nuestro trozo de pan —pan de verdad— para ayudarle a superar su debilidad?

* A menudo pedimos a Jesús que nos ofrezca la oportunidad de compartir sus sufrimientos.

                Pero cuando alguien se muestra indiferente a nosotros, nos olvidamos de que es precisamente en ese momento cuando tenemos ocasión de compartir la actitud de Cristo.

 

* Cuando acababa de fundarse nuestra Congregación, tuve un acceso de fiebre muy alta.

                Un día que estaba delirando, me vi ante san Pedro a las puertas del cielo.

                Él hacía lo posible para impedirme que entrase diciendo:

                —Lo siento. No tenemos chabolas en el Cielo.

                Yo me enfadé y le dije:

                —¡Muy bien! Yo llenaré el cielo de habitantes de los suburbios, y no te quedará otro remedio que dejarme entrar.

                ¡Pobre san Pedro!

                Desde entonces, Hermanas y Hermanos no le dejan descansar.

                Y no le queda otra alternativa que cumplir con su deber como portero del cielo puesto que nuestros pobres tienen reservada su plaza en el paraíso con mucha anticipación, gracias sobre todo a sus sufrimientos.

                Al final, no les falta otro requisito que el de hacerse con su billete de entrada para mostrarlo a san Pedro.

                Los miles y miles de personas que han muerto con nosotras, en nuestros hogares, lo han hecho con la alegría de contar con su billete para mostrarlo a san Pedro.

 

* Hay quienes me recuerdan lo que cierta revista dijo respecto a mí, describiéndome como «una santa viviente».

                Si alguien ve a Dios en mí, no puedo sino sentirme feliz por ello.

                Yo veo a Dios en todos, pero de manera especial en los que sufren.

 

* Pido a mis Hermanas que jamás pongan caras largas cuando se acercan a los pobres.

                Una vez vi a una Hermana que arrastraba los pies por los pasillos con una expresión de tristeza dibujada en su rostro.

                La llamé a mi despacho y le dije:

               

—¿Qué nos mandó Jesús? ¿Que le precediésemos o que le siguiésemos?

                La cruz no se encuentra nunca en un hermoso aposento, sino en el Calvario.

                Quienes desean pertenecer a Jesús tienen que sentirse felices de caminar con Él.

                No importa lo doloroso que sea: tenemos que compartir su Pasión.

 

* Acudo dondequiera haya personas que sufren y tienen necesidad de consuelo.

                Nunca me siento cansada.

                Una taza de té me basta para recobrar fuerzas.

 

* No tengo tiempo de pensar en mi salud.

                Mis pequeños achaques son un regalo de Dios.