Madres santas, santos hijos


• Arnold Omar Jiménez Ramírez, Revista eletronica Semanario de la Diocesis de Guadalajara, Mexico
 

Sin duda, una de las más grandes vocaciones («sublime vocación» la llamaría el Beato Juan XXIII), es la de ser madre. Y es que son muchas cosas las que la hacen ser única y particular: llevar al hijo en el vientre, el parto y sus dolores, la cercanía con los hijos, las continuas manifestaciones de afecto, etcétera. Y la vocación maternal puede ser todavía más sublime, cuando la madre engendra y educa un hijo que después se convierte en un modelo de vida para la Humanidad.

Son las mujeres, las que con su ejemplo y vocación, han sembrado y cultivado en sus hijos la semilla de la santidad, y que después ha generado frutos abundantes de Vida Eterna: «De tal palo, tal astilla».

 

Santa Mónica
Lágrimas que engendraron santidad

Nació en Tagaste (Argelia) en el año 331 o 332, dentro de una familia con buena posición social y económica y con sentido profundamente cristiano. Desde pequeña supo de prácticas piadosas y de ejercicios domésticos; poseía variados dones de espíritu y gracias exteriores. Su educación comienza a desenvolverse con sencillez y sin alardes de opulencia.

Cuando Mónica cumplió veinte años se casó con un hombre no cristiano, Patricio, modesto propietario de un negocio en Tagaste y miembro del concejo municipal de ese poblado. Patricio, quien era pagano, violento, colérico y de pensamientos nada castos, no congenió con la delicadeza de Mónica, quien, en medio de sus repetidas y alardeadas infidelidades, consigue enamorarlo. Mónica y Patricio conformaron un matrimonio con edades dispares y temples bastante distintos, un seguro presagio de desdicha. Pero Mónica, mediante su paciencia y entrega, transforma ese infierno previsible en un remanso de concordia.

Casi por cumplir veintidós años, Mónica se convierte en madre. El 13 de noviembre del año 354, nace su primogénito: Agustín, cuyas lágrimas y ruegos arrancarían de Dios, el don de la conversión para su hijo. Otros dos vástagos brotaron de su seno: Navigio y Perpetua. (Los tres ocupan hoy un lugar de gloria en el santoral cristiano).

San Agustín, antes de su conversión, confesó ser partidario de otras doctrinas y llevó una vida disipada, entre el vino y los placeres. De nada le valieron los consejos de sus amigos y las pláticas y consejos de su madre. Santa Mónica, por su parte, lloraba amargamente al ver que el fruto de sus entrañas se perdía en el camino de la mentira y el pecado; lloraba tanto, que en sus ojos se formaron surcos por donde las lágrimas corrían. Pero no fue sólo el llanto estéril, sino la oración, el sacrificio y la Comunión frecuente, lo que logró que su hijo se convirtiera después de escuchar una predicación de San Ambrosio de Milán: «Aquella noche en la que yo partí a escondidas, y ella se quedó orando y llorando». Esas lágrimas dieron fruto, puesto que cuando Santa Mónica tenía 56 años, y San Agustín, 33, obtiene el inmenso consuelo de verle convertido al cristianismo y camino de la santidad.

San Agustín fue uno de los más grandes teólogos de la Iglesia y además, fue Obispo de Hipona, pero recordemos que detrás de todo esto, se encontraron la oración y el sacrificio de su madre.

«Enterrad éste, mi cuerpo, donde queráis, ni os preocupe más su cuidado. Una sola cosa os pido, que os acordéis de mí ante el altar del Señor, en cualquier lugar donde os hallarais», les dijo Santa Mónica a sus hijos y demás deudos, poco antes de morir; ella, que fue modelo de esposa y madre. Al respecto, San Agustín escribió en sus Confesiones: «Yo le cerré los ojos. Una inmensa tristeza inundó mi corazón presto a enmudecer en lágrimas, pero ellos, bajo el mandato imperioso de mi voluntad, las contenían hasta el punto de secarse... La muerte de mi madre no tenía nada de lastimoso y no era una muerte total: la pureza de su vida lo atestiguaba, y nosotros lo creíamos con una fe sincera y por razones seguras» (IV, 9-11).

 

Beata Gianna Beretta Molla
Madre modelo de nuestro tiempo

En los tiempos actuales, en los que el egoísmo está presente por todas partes, el testimonio de Gianna Beretta, indudablemente se convierte en un modelo a seguir para cualquier madre que quiere cumplir, cabal y cristianamente, su vocación. Ella representa un testimonio cercano, digno paradigma de nuestro tiempo.

 

El amor de una madre

«La tendremos que someter a una intervención quirúrgica, o de lo contrario su vida estará en riesgo mortal», estas fueron las palabras del médico que atendió a Gianna Beretta, quien padecía cáncer y decidió seguir adelante con el embarazo de su cuarto hijo antes que someterse a una operación que la pudo haber salvado, a costa de la vida del no nacido.

Después de 31 años de aquel suceso, el Papa Juan Pablo II beatificó, el 24 de abril de 1994, a Gianna Beretta, convirtiéndola así en un símbolo de la defensa de la vida.

Gianna fue la séptima de trece hijos de una familia de clase media de Lombardía (Norte de Italia); estudió medicina y se especializó en Pediatría, profesión que compaginó con su tarea de madre de familia. Quienes la conocían, dicen que fue una mujer activa y llena de energía, que conducía su propio vehículo, cuestión poco común en los días en los que vivió. Además, practicaba esquí, tocaba el piano y asistía con su esposo a los conciertos en el Conservatorio de Milán. El marido de Gianna, el Ing. Pietro Molla, recordó hace algunos años a su esposa como una persona completamente normal, pero con una indiscutible confianza en la Providencia.
 

Su oblación
 

Según el Ing. Molla, el último gesto heroico de Gianna fue una consecuencia coherente de una vida gastada día a día en la búsqueda del cumplimiento del Plan de Dios: «Cuando se dio cuenta de la terrible consecuencia de su gestación y el crecimiento de un gran fibroma –recuerda el esposo de Gianna–, su primera reacción fue pedir que se salvara el niño que tenía en su seno». «Le habían aconsejado una intervención quirúrgica… Ello le habría salvado la vida, con toda seguridad. El aborto terapéutico y la extirpación del fibroma, le habrían permitido más adelante tener otros niños. Pero Gianna eligió la solución más arriesgada para ella».

El anciano viudo de la beata, también señaló que en aquella época era previsible un parto después de una operación que extirpara sólo el fibroma, pero ello sería muy peligroso para la madre, «y mi esposa, como médico que era, lo sabía muy bien».

Gianna falleció el 28 de abril de 1962, a la edad de 39 años, una semana después de haber dado a luz. El último requisito para su beatificación se cumplió el 21 de diciembre, cuando el Papa aprobó un milagro atribuido a la intercesión de Gianna.

Modelo para nuestros días

«Al buscar, entre los recuerdos de Gianna, algo para ofrecerle a la priora de las Carmelitas Descalzas de Milán –recuerda su esposo–, encontré en un libro de oraciones, una pequeña imagen, en cuyo dorso Gianna había escrito, de su puño y letra, estas pocas palabras: ‘Señor, haz que la luz que se ha encendido en mi alma no se apague jamás’. Y efectivamente, no se le apagó jamás». Gianna es conocida y recordada en varias partes del mundo como la «Madre Coraje», pues prefirió ofrecer su vida antes de aceptar la operación que le costaría la vida a la niña que llevaba en su vientre. Su esposo atestiguó la santidad de su esposa, diciendo que era una santa común, al igual que todas las que hay en el mundo; ésas que dan la vida día tras día, gota tras gota, por sus hijos.

 

Santa Rita de Casia
Oración y sacrificio

Durante siglos, Santa Rita de Casia (1381-1457) ha sido una de las santas más populares en la Iglesia Católica. Es conocida como la «Santa de lo imposible» por las impresionantes respuestas que ha recibido a cambio de sus oraciones, como también por los notables sucesos de su propia vida.

Santa Rita quería ser monja, pero por obediencia a sus padres, contrajo matrimonio. Su esposo le causó muchos sufrimientos, pero ella devolvió su crueldad con oración y bondad. Con el tiempo, él se convirtió, llegando a ser considerado y temeroso de Dios. Pero fue asesinado, y Santa Rita padeció un gran dolor por este trágico suceso.

Tiempo después, Santa Rita se enteró que sus dos hijos pensaban vengar el asesinato de su padre. Pero ella, con amor heroico por sus almas le suplicó a Dios que se los llevara de esta vida, antes de permitirlos cometer este gran pecado. Al poco tiempo, ambos murieron después de haberse preparado para encontrarse con Dios. Sin su esposo e hijos, Santa Rita se entregó a la oración, penitencia y obras de caridad; tras un breve lapso de tiempo solicitó ser admitida en el Convento Agustiniano, en Casia.

Falleció el 22 de mayo de 1457, a los 76 años de edad. La gente se agolpó al convento pare rendir sus últimos respetos a la santa. Además, innumerables milagros tuvieron lugar a través de su intercesión, y la devoción hacia ella se extendió a lo largo y a lo ancho del país. El cuerpo de Santa Rita se conservó perfecto durante varios siglos, y expedía una fragancia dulce. En la ceremonia de beatificación, el cuerpo de la santa se elevó y abrió sus ojos.

Éstos y muchos otros testimonios (los más desconocidos) nos hablan de lo sublime que es la maternidad, y de la tremenda responsabilidad que tienen aquéllas que, felizmente, son depositarias de esta palabra: «mamá».

 

La cárcel truncó su maternidad

• Xóchitl Zepeda León

Desde pequeña albergó en su corazón y en sus pensamientos la idea de ayudar a las personas necesitadas. Primero pensó en ser doctora, pero más tarde decidió dedicarse a la abogacía; sería la manera más directa de ayudar a sus semejantes en problemas, argumentó.

 

Soledad (así nombraremos a la protagonista de este testimonio) siempre se caracterizó por ser una niña muy servicial que buscaba la manera de acercarse a la gente, y por perseguir con perseverancia sus ideales, así lo compartió a Semanario, doña Liliana, su madre.

Sin embargo, el destino le jugó una mala pasada y perdió la oportunidad, no sólo de seguir desempeñándose como abogada sino, lo más importante, como madre y esposa, a consecuencia de una sentencia condenatoria por el delito de fraude.

Breve historia de su vida

Ella tiene actualmente 45 años. Creció en el seno de una familia unida que le brindó no sólo el sustento económico necesario para terminar sus estudios y llevar una vida cómoda, sino también una formación espiritual que le fortificó su amor a Cristo, aspecto crucial que le sirvió para salir avante en las múltiples pruebas que se ha encontrado a lo largo de su vida.

Sus sueños de infancia fueron cultivados por su padre y hechos realidad, gracias al esmero y dedicación que puso en sus estudios. Relata que el día de su titulación, lo recuerda «como la meta primera de sus anhelos y el inicio de una trayectoria laboral marcada por el éxito y el reconocimiento».

Comenzó a ejercer a los 26 años en un bufete de abogados muy prestigioso. «Mi vida era perfecta», señaló Soledad con cierto sarcasmo. Una gran familia y un excelente trabajo, lo que siempre había deseado. «Ayudaba a la gente, aunque no de manera altruista, como tanto lo había pregonado en mis tiempos de estudiante, sin embargo, hacía lo que me gustaba», mencionó.

El amor tocó su corazón y se casó plenamente convencida de que era lo único que le faltaba a su vida. Esteban y ella procrearon a un precioso niño al cual llamaron Manuel. Vivió y compartió una vida ejemplar durante los primeros tres años de aquel fruto de amor.

Sin embargo, su compañero, aquel hombre que había jurado ante Dios amarla y apoyarla en lo próspero y en lo adverso, no cumplió con su palabra y la abandonó, quitándole a su hijo, cuando ésta fue acusada injustamente de un delito.

El dolor de perder a su hijo, un esposo y su libertad

Soledad decidió cambiar de trabajo y aceptó una propuesta laboral que la puso al frente de una oficina gubernamental federal muy importante.

«El reconocimiento y el éxito de este puesto me costó muy caro. A los cuatro años de dirigir este departamento me acusaron de fraude, cuando los verdaderos culpables se habían valido de mi firma para sustentar sus ilícitos», explicó con voz entrecortada.

Recalca que a pesar de perder su libertad durante casi ocho años, no fue lo más trascendental que las circunstancias le arrebataron. «El no poder ver a mi hijo crecer, compartir sus primeros días de escuela, entre otras muchas cosas, me carcomió y me carcome todavía el alma», subrayó, mientras unas lágrimas asomaron por sus ojos.

Cuando fue sentenciada, su esposo, lejos de mostrarle su apoyo y brindarle con palabras de amor y aliento las fuerzas necesarias para soportar la injusticia que estaba viviendo, le solicitó el divorcio y le negó la oportunidad de poder ver a su hijo. La ley lo apoyó y Soledad no volvió a verlo; sólo sabía de él por medio de su familia.

«Fueron años en que aprendí a vivir con el dolor de estar lejos de mi hijo; llegó el momento en que ya no sentía nada. El consuelo de Dios llegó a mi vida como un aliciente para seguir adelante y no sólo albergar en mi corazón la idea de que saldría libre y recuperaría a mi pequeño, sino también para ayudar a las mujeres que conjuntamente conmigo sufrían una condena injustamente».

Durante su estancia en el reclusorio, Soledad brindó asesoramiento jurídico a otras reclusas y consiguió, conjuntamente con otros abogados, que diez de ellas salieran libres: «Era la encomienda que Dios había fincado para mí desde que nací y yo tenía que seguir con ella, a pesar de mi condición», enfatizó.

En busca de una nueva vida para ella y su pequeño

«Hace un año, tras una revisión de mi caso, me declararon inocente. Me devolvieron mi trabajo y trataron de resarcir mi prestigio profesional. Pero lo más difícil para mí, fue enfrentarme a mi ex esposo y exigirle mi derecho a ver a mi hijo».

Él tiene ahora 11 años, una vida hecha a lado de su padre y a pesar de que la ley la apoya para llevarlo a vivir con ella, Soledad no tiene las fuerzas para sacarlo de su mundo, cuando está consciente de que para él es una extraña.

«Por ahora, sólo le pido a Dios que me marque el camino y las formas correctas para acercarme a él y brindarle todo el amor que durante ochos años no pude, y que mi hijo empiece a sentir por mí, cariño y confianza».

Soledad está segura que Dios le recompensará todo el sufrimiento y el abandono al que fue sometida injustamente. Y termina la entrevista diciendo: «Yo sólo anhelo compartir mi vida con el ser que me brindó las fuerzas y el empuje para seguir luchando por mi libertad, mi hijo Manuelito».

 

Ellas son “mamá” y “papá”

• Jesús Carlos Chavira Cárdenas

«Una mujer completa, ¿quién la encontrará? Es mucho más valiosa que las perlas. En ella confía el corazón de su marido, y no será sin provecho. Le produce el bien, no el mal, todos los días de su vida. Alarga su palma al desvalido, y tiende sus manos al pobre. Por lo que hace a su casa, no teme a la nieve, pues todos los suyos tienen vestido doble. Abre su boca con sabiduría, lección de amor hay en su lengua. Está atenta a la marcha de su casa, y no come pan de ociosidad».
(Pr 31, 10-12; 20-21; 26-27)
 

Sus historias son distintas. Sin embargo, hay algo que las une. Ellas son «madre» y «padre» al mismo tiempo. La diferencia radica en las circunstancias que las orilló a afrontar tal realidad. Ya sea como madres solteras o viudas, sean jóvenes o mayores, comparten más de una coincidencia: su conversión, su fe, su entrega, su sacrificio, su realización y, su sonrisa. Sí, ellas han aprendido a sonreír aún en la adversidad; se han descubierto amadas por Dios Padre que también sabe ser «Madre».

Para ellas, Dios es «el Esposo más maravilloso y fiel»; además, a pesar de su aparente soledad, han experimentado su amor consolador y misericordioso en el rostro de aquellos que les han ayudado con su cruz. Una cruz que tiene la medida justa para ser cargada entre tres: ella (s), su (s) esposo (s) y Dios.

Por ello, inevitablemente, el peso aumenta por no tener a su lado al compañero con el que deberían cultivar «la semilla de amor» que Dios formó en su vientre.

He aquí otra coincidencia que no puede ser ignorada: ellas son mujeres, a quienes algunos despectivamente llaman: «el sexo débil». ¿Débil? ¿Es débil aquélla que con amor y entereza soporta los dolores de parto?

Y esto es sólo el principio. Ser madre ya es, en sí, toda una odisea. Calificarlas como «débiles» significa desconocer de lo que estas mujeres son capaces cuando, además de vivir plenamente el don de la maternidad, asumen el reto de ser «papás»: otra vocación que –según ellas mismas reconocen– jamás podrán sustituir.

Ya como abuela, sigue guiando en la fe a sus hijos

• J. C. Ch. C.

Casi la mitad de su vida ha sido madre y «padre» para sus 13 hijos. Cuando murió su esposo, tan sólo dos de sus vástagos estaban casados, y el más pequeño tenía apenas cinco años.

Hoy, doña Enriqueta Torres tiene 68 años de edad, y en su rostro puede verse la sonrisa propia del deber cumplido. Sin embargo, a pesar de tener a todos sus hijos casados y una veintena de nietos, sigue velando por ellos con su oración.

“Que no se salgan del redil”

El pasado Viernes Santo, doña Enriqueta estuvo en el Cerro del Tesoro, acompañada de dos de sus hijos, una de sus nueras y trece nietos. Ahí, en el lugar donde se construye el Santuario de los Mártires, participó en el Viacrucis a lo largo de dos kilómetros, desde la Capilla temporal hasta la punta del cerro.

En su corazón de madre y abuela elevó una plegaria a Cristo, Buen Pastor, por aquéllos que han sido la razón de su vida: «Que Dios no permita ‘que se salgan del redil’ y les pase algo», dijo.

Una cruz entre varios

Así, al subir en procesión, recordaba su propio «viacrucis»: la cuesta y la cruz cargada como madre y «padre» a la vez, aunque más pesada, asegura que le ha sido «liviana», gracias a que la ha recorrido de la mano de Cristo y de la Virgen María: «Ellos me han ayudado siempre. Uno sólo los tiene a ellos para apoyarse», afirma.

El refrán lo dice: «Una cruz entre dos, es más liviana». Sin embargo, ella no sólo la cargó con ayuda del «Cirineo Divino»: por una parte se sumó la Virgen; por la otra, sus hijos.

“Trabajando, sólo trabajando”

Y subraya: «Salimos adelante trabajando, sólo trabajando. Con una de mis hijas mayores, pusimos un local de artesanías; así comenzamos a salir. Después, la cambiamos por una tienda de abarrotes, luego vendimos menudo. No les pude dar mucho estudio, nomás hasta la Secundaria. Ahora ya no me dejan trabajar».

 

Con abnegación y entrega

Ésta ha sido la primera vez que doña Enriqueta acude como peregrina al Cerro del Tesoro. Asegura llamarle la atención la abnegación, sacrificio y entrega de los Santos Mártires, una triple actitud que ella misma ha tenido en su vida.

Hoy día, ella sabe de los méritos que conlleva ofrecer los sufrimientos a Dios, y sigue guiando a sus hijos en esa fe en la que ella también fue formada.

Una misión que no termina

«Yo los invité a que vinieran conmigo», dice sonriente al verse acompañada por los frutos de su maternidad.

De esta forma, doña Enriqueta afirma con su testimonio que la misión cristiana que una madre tiene, no termina aunque los hijos estén grandes y casados, puesto que sigue siendo guía en la fe de su descendencia, tanto con su ejemplo de vida, como con la simple sonrisa del deber cumplido.

Así, una vez más, se cumple lo que dice la Escritura: «Escucha, Israel: Yahvéh es nuestro Dios, sólo Yahvéh. Amarás a Yahvéh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden grabadas en tu corazón estas palabras que te mando hoy. Se las repetirás a tus hijos, se las dirás tanto si estás en casa como si vas de viaje, cuando te acuestes y cuando te levantes». (Dt 6, 4-7).

 

Una familia estable, completaría su sueño como mamá

• J. C. Ch. C.

Ser mamá siempre fue su máximo sueño. Hoy tiene once años de serlo. Sin embargo, su sueño todavía está incompleto. Si bien deseaba ser madre, lo soñaba en el seno de una familia completa y estable. Jamás imaginó que enfrentaría sola una tarea que, dice convencida, «es entre dos»: la formación y manutención de un hijo.

 

Hoy califica la maternidad como una experiencia maravillosa que la ha colmado de dicha. Pero ser madre soltera, no le permite alcanzar la realización total: «Me siento realizada como mamá, como mujer y como hija. Pero todavía me falta realizarme como esposa», comenta Claudia Pérez, madre de 34 años de edad, que ha vivido un proceso de crecimiento humano y espiritual.

Hoy ve su realidad desde otra perspectiva. Hace once años «el mundo parecía cerrarse» dice, cuando el padre de su hijo no quiso responsabilizarse.

“Y ahora, ¿qué voy a hacer?”

Ambos eran estudiantes. Él cursaba la Facultad de Medicina; ella, la Preparatoria (después de haber estudiado Puericultura: estudio de la salud y cuidados que deben darse a los niños, durante los primeros años).

«Cuando él se enteró que estaba embarazada –menciona– no quiso responder a su paternidad; me dijo que estaba estudiando y no quería fallarle a sus papás, quienes lo habían mandado a estudiar desde Monterrey. Me dijo que tan sólo era un retraso en el ciclo menstrual, o que eran mis nervios, y me dio unas pastillas. Después de tomarlas acudí al ginecólogo, y ahí supe que esas pastillas habían sido para abortar».

Claudia reconoce la mano protectora de Dios, quien no le permitió el aborto: «Si hubiera abortado, hoy ya no podría volver a ser mamá, porque mi sangre es tipo ‘O negativo’; y una persona, con mi tipo de sangre, que se embaraza, necesita aplicarse una vacuna para no quedar estéril».

A pesar de la obscuridad suscitada por la decepción en su relación, de truncar sus estudios por miedo a ser señalada, una luz se presentó en su camino: el apoyo de su madre y de la Iglesia.

Nunca fue rechazada

Claudia advierte que su mamá, si bien no pudo ocultar su tristeza, no le dio la espalda. Además, recibió el cobijo de sus hermanos, y comenzó a salir adelante: «Mi mamá me dijo que Dios me iba a dar un compañero y un ángel para toda mi vida; en un principio no lo entendí así».

No obstante, los meses transcurrieron. Al cuarto mes de embarazo, la mamá de Claudia se enteró de un retiro espiritual de Renovación Carismática, e invitó a su hija. Claudia asistió, y fue entonces cuando su vida tomó un nuevo sentido: «Ahí conocí realmente quien era Dios, supe por primera vez cuánto me amaba y que me perdonaba. Que tampoco me rechazaba. Ahí sané de los rencores que tenía contra el padre de mi hijo, y le perdoné. Además, hubo un momento en el que invocaron al Espíritu Santo, yo sentí que el niño saltó en mi vientre. Cuando comenté lo ocurrido me dijeron que el niño también se había llenado del Espíritu de Dios».

Y añade: «Cuando sientes que el bebé se mueve en tu vientre, sabes que le estás dando vida a un ser de tu carne y de tu sangre; entonces, reconoces que lo más maravilloso que puede pasarte en el mundo, es ser mamá. De esta manera comencé a darle gracias a Dios por ser mujer».

Claudia reconoce que, al igual que su mamá, la Iglesia –que también es Madre y Maestra–, le acogió no con señalamientos, sino con misericordia.
 

No aconseja ser madre soltera
 

Durante los últimos once años, Claudia ha luchado por ser «madre» y «padre» para Gerardo, su hijo. Pero aunque hoy se dice la madre más feliz sobre la Tierra, reconoce la necesidad de la figura paterna en la formación y acompañamiento de los hijos, así como en la toma de decisiones: «Ha sido una tarea difícil, pero Dios no me ha dejado sola; siempre me ha abierto las puertas para Gerardo, para darle una buena educación y saberlo guiar en los valores y en la fe. Sin embargo, la figura paterna siempre te dará seguridad, no sólo en lo económico, sino en lo emocional».

Claudia asegura que jamás ha inculcado en el corazón de su hijo el rencor contra su padre. Al contrario, le ha enseñado el valor de la nobleza y el perdón. Como mujer de oración, hoy reconoce cuál era la voluntad de Dios al permitir que Gerardo llegara a su vida y, basada en su experiencia, dice a las demás madres solteras: «Ese hijo que Dios les dio es un misionero, una persona que Dios ha permitido que llegue a su vida para que ustedes se acerquen a Él. Dios lo manda para ser una luz en su vida. Recuerda que cuando más obscuro esté tu día, es porque ya va a amanecer».

Y añade: «Yo tuve la fortuna de que no se me cerraron las puertas, pero a otras chavas la primera puerta que se les cierra, es la de su familia. Podrán cerrarse las puertas de su casa, pero las puertas de Dios y de la Iglesia siempre estarán abiertas. Sólo necesitan voltear a ver, dirigirse al Señor, pedirle su luz para descubrir todas las oportunidades que tienen abiertas, porque, a final de cuentas, es una bendición poderle dar vida a un nuevo ser».

Reconoce el error que lleva a una mujer a ser madre soltera, sin embargo, subraya que un error mayúsculo sería no dejar que ese pequeño nazca: «Definitivamente, ser madre soltera no es lo correcto. Lo ideal es casarse, tener tu pareja y entre los dos formar al hijo. Ser mamá y ser esposa».

Éste continúa siendo el sueño de Claudia. Mientras tanto, camina de la mano de Dios y de su hijo, sin perder la esperanza de completar su realización como mujer.
 

 

Ante la enfermedad de su esposo,
sacó adelante a su familia

• J. C. Ch. C.

Detrás de un gran hombre, siempre hay un... «Ángel». Eso ha sido María de los Ángeles Sánchez, y no sólo por llevarlo como nombre. Durante los últimos ocho años ha aprendido a ser mensajera de paz ante las tribulaciones, guía de sus hijos en las tempestades, y custodio de los principios cristianos con los que, de la mano de su esposo, cimentó su familia.

 

La otra “crisis”

Era 1995. Había pasado un año de que la familia Valadez Sánchez fue afectada por la crisis económica del ‘94, época en la que el Arq. Antonio Valadez Cueva, esposo de María de los Ángeles –y quien fuera Presidente de la Cámara de la Industria de la Construcción–, le dijo: «Soy el hombre más afortunado y más rico. Tengo dos brazos, tres hijos y a tí. Vamos a volver empezar, como lo hicimos hace 17 años».

Y así fue. La «barca» parecía haber recobrado el rumbo un año después. Sin embargo, jamás imaginaron la otra «crisis» que daría un giro a su vida: «Toño sufrió cuatro infartos, y después de la última resucitación, quedó en estado de vida vegetativa. Nuestro sueño dorado era llegar a viejitos juntos y platicar en un parque. Pero el Señor tenía otro camino», narra María de los Ángeles, quien con el paso del tiempo advirtió que, todo lo que a partir de ese momento ocurrió, tuvo una coincidencia bíblica, ya fuera con algún pasaje o con la numerología.

El silencio de papá

La familia Valadez Sánchez inició su peregrinaje por «un desierto», en el que el número 40 fue la primera coincidencia con el pueblo de Israel: Fueron 40 días los que pasaron en el hospital después de los cuatro infartos: «Después, nos entregaron un papá diferente: no hablaba, sólo nos veía y sus ojos eran de amor. Un papá que, en los cinco años que Dios permitió que estuviera con nosotros, nos enseñó la capacidad de amar con su silencio».

Angelita recuerda que un primo siempre les visitaba los domingos para platicar con Toño, como ella le dice. Un día, le escuchó decir: «Ahora que tú no puedes abrazar a tu esposa, yo he aprendido a abrazar a la mía todas las noches; ahora que tú no puedes comunicarte con tus hijos, ahora yo platico más con los míos».

María de los Ángeles recuerda que una lágrima rodó por la mejilla de su esposo: «Yo creo que la misión de Toño fue clara. Él tenía una misión y la cumplió. Y Dios no nos lleva ni antes, ni después. En esa misión increíble estaba la tarea de ser padre y esposo. Fue un papá duro cuando pudo serlo. Y después, a través del silencio, enseñó más valores. Sus amigos lo quisieron muchísimo.

Sus hijos vieron como los demás se expresaban de él, porque su padre supo enseñar sin palabras».

El día en que “vi” a Cristo

Lo primero que María de los Ángeles aprendió del silencio de su esposo, fue a reconocer en él, el rostro de Cristo: «Un día fui a Misa, y escuché el pasaje que dice: ‘Todo lo que hiciste con uno de éstos, mis hermanos más pequeños, me lo hiciste a Mí’. Me salí de Misa porque no aguanté las lágrimas, pero a partir de entonces comprendí que a quien tenía en casa era a Cristo». El proceso de aceptación no fue sencillo, reconoce Angelita, sin embargo, «si no hubiera sido porque Dios me ayudó, me hubiera vuelto loca».

Hoy, Angelita reconoce que la mano de Dios estuvo presente en todas las personas con las que formó equipo para darle a su marido una vida «normal».
 

En equipo
 

«Desde el primer momento –comenta– fue una lucha que mis hijos y yo enfrentamos. Fuimos equipo. Mis hijos varones me ayudaban a bañarlo o cambiarlo. Y mi hija sacaba los libros de arquitectura y platicaba con él». Cabe señalar que hicimos la entrevista en el comedor de su casa. Y detrás de donde se hallaba sentada María de los Ángeles, se encuentra un Cristo y tres ángeles a su alrededor. Llama la atención, porque esos tres ángeles parecen figurar a sus tres hijos, y en Cristo encontramos la cruz de la enfermedad de su esposo, unida a la Cruz de Jesús.

«Con la ayuda de Dios –continúa–, logramos que moviera sus ojos para comunicarnos. Sus ojos siempre tenían paz. Además, aunque los médicos decían que el mapeo cerebral no daba para que comiera, con amor, paciencia y perseverancia, logramos que lo hiciera. Y no sólo comía hasta nueces, sino que nos lo llevábamos al mar y lo metíamos al agua entre tres. Queríamos darle una vida normal. Había días en que estaba más consciente que otros; por eso le decía en broma que me ponía ‘el cuerno’ con las marcianas».

Así, apoyada por sus hijos, por amigos que le visitaban, y por un sacerdote salesiano, Angelita no se dejó vencer: «Lo único que puedes cambiar es la actitud, me dijo el Padre. Toño puede ser un gran regalo o algo muy trágico, como lo quieras vivir es la diferencia. Así comenzamos a vivir con alegría». De esta forma, Angelita luchó por volver a «levantar» a aquel que califica como «la columna vertebral de la casa», mismo que, asegura, «lo seguirá siendo siempre».

Esposa y madre

Antonio Valadez falleció hace tres años, el 3 de abril, a las 3 de la tarde. Cinco años después de los infartos que lo postraron en cama –bíblicamente, el número 3, simboliza la presencia de Dios–.

Hoy, María de los Ángeles, afirma: «Para mí fue como un regalo de Dios. Hoy te puedo decir que, después de esos cinco años, me enseñó a trabajar, a salir adelante, me dio seguridad para seguir con mis hijos, y fue como tener a Jesús en mi casa. Hoy lo extraño muchísimo más. Fue un gran amigo, excelente compañero, brillante empresario. Fue el mejor hombre del mundo. Ahora lo extraño increíblemente. Es lo mejor que me pudo haber pasado en mi vida».

Y añade: «En esos años comprendí lo que dije cuando me casé: ‘Fiel en lo prospero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad’. Ese compromiso que haces con el otro y con Dios, Nuestro Señor».

Recuerda que el momento más estremecedor de su vida, fue cuando, un año antes de la muerte de su esposo, participaron en una Misa por su aniversario de bodas y renovaron sus promesas matrimoniales: «Sí, sí volvería a casarme con Toño», exclama con un brillo especial en sus ojos, al tiempo que reconoce: «Gracias a mi vocación de esposa, recibí el regalo de ser madre. Y esto es lo más maravilloso que me pudo haber pasado en la vida. Es un reto, un regalo de amor de Dios hacia nosotros. Es compromiso, es vida y una alegría increíble. No ha sido fácil. Las cosas fáciles no las disfrutamos tanto. Pero ser madre y ‘padre’ conlleva mayor responsabilidad, porque ahora una sola cabeza trata de llevarlos por el camino, pero siempre en sintonía con los valores que habíamos trazado como matrimonio. De hecho un día, Toño, después de leer a San Agustín, me dijo: ‘Hay que tener los hijos que delante de Dios podamos educar. Debe ser una decisión tuya y mía, delante de Dios Nuestro Señor’. Desde que los pensamos fueron un regalo de Dios. Por eso, yo creo que ese ‘tipazo’, no pudo haber hecho en mis hijos más que ‘tipazos’. Hoy me siento, como esposa y madre, la mujer más feliz sobre la Tierra».