SAN MÁXIMO DE TURÍN

Las noticias sobre la vida de San Máximo proceden de las 
escasas referencias que da Gennadio de Marsella y de los datos 
que se deducen de los sermones escritos por el santo. Según 
Gennadio, no se conoce el lugar ni la fecha del nacimiento del 
que fue primer obispo de Turín. Por una de sus homilías, 
sabemos que ocupaba esa sede en el año 398, cuando se reunió 
en la ciudad un sínodo de los obispos de Italia del Norte y de la 
Galia. Tampoco son más precisos los datos que se refieren a su 
muerte: Gennadio sitúa el fallecimiento de San Máximo durante el 
reinado de Honorio y Teodosio el Joven, entre el 408 y el 423. 
Otras fuentes la sitúan en el año 465. 

De su ingente obra homilética se conservan más de cien 
sermones, cuya brevedad ha hecho pensar que se trate de 
extractos o resúmenes. Aunque en su mayor parte siguen el ciclo 
litúrgico, no faltan los dedicados a conmemorar las fiestas de 
algunos santos y mártires turineses. Se caracterizan por su estilo 
claro, fluido, persuasivo, muy apropiado para combatir el 
paganismo que aún anidaba en su región, para consolar a los 
fieles antes las invasiones de los pueblos germánicos y, sobre 
todo, para instruirles en la doctrina cristiana. 

San Máximo entiende la predicación como medicina para curar 
las llagas del alma y mover a la conversión. La oración, la 
misericordia y el ayuno son las armas que recomienda a sus 
fieles, para pelear como verdaderos cristianos y obtener de Dios 
la ayuda necesaria. Con el fin de convertir a los paganos, exige 
que los cristianos sean coherentes con la fe profesada.

LOARTE

* * * * *


Dar gracias a Dios en todo momento
(Sermones 72 y 73)

Repetidamente os he amonestado a que os ocupéis de la vida 
eterna mientras estáis en esta breve vida, pero veo con dolor 
que rechazáis mis enseñanzas: os hablo de ayunar, y son muy 
pocos los que ayunan; os hablo de dar limosnas, y os entregáis 
con más ahinco todavía en brazos de la avaricia. No me extraña, 
por tanto, que ignoréis qué sea orar y dar gracias a Dios, 
vosotros que al levantaros con las primeras luces no pensáis sino 
en comer, y una vez que habéis comido os abandonáis al sueño, 
sin acordaros para nada de dar gracias a la Divinidad que os 
concede el alimento para reparar fuerzas y el sueño para que 
descanséis. 

Así pues, tú, cristiano, si quieres serlo de verdad, debes 
recordar de quién es el pan que comes y darle gracias. Tú 
mismo, cuando has regalado algo a alguien, ¿acaso no esperas 
que te lo agradezca y que bendiga la casa de donde procede lo 
que ha recibido? Y si acaso no te lo agradece, ¡con cuánta razón 
lo tienes por desagradecido! Del mismo modo, el Dios que nos 
apacienta espera de nosotros que le demos gracias por los 
alimentos que hemos recibido de Él, y le alabemos cuando nos 
hayamos satisfecho con sus dones. 

Ciertamente correspondemos a los beneficios divinos cuando 
confesamos haberlos recibido. De otro modo, si cuando los 
recibimos nos callamos y los echamos en olvido, por ingratos e 
indignos de tanta generosidad, nos privamos de la oportunidad 
de recurrir en la tribulación ante el Dios cuyos beneficios no 
reconocimos; y como no fuimos capaces de dar gracias en la 
prosperidad, quedamos incapacitados para acudir a Dios en la 
adversidad. Y así, por ser perezosos para alabar en tiempos de 
bonanza habremos de llorar los peligros en tiempos de tormenta. 


(...) 

Ya el domingo pasado me extendí para corregir a los que, 
disfrutando de los dones divinos, no alaban al Creador, y 
utilizando los bienes celestiales, no reconocen a su Autor. Son 
ingratos, decía, los que siendo siervos no respetan a Dios como 
Señor, y siendo hijos no le honran como Padre. Pues dice Dios 
por el profeta: puesto que soy Señor, ¿dónde está el respeto que 
se me debe? Puesto que también soy Padre, ¿dónde está el 
amor con que se me honra? (Mal 1, 6). Por tanto, tú, como 
siervo, tributa a tu Señor el obsequio de tu respeto; y como hijo, 
manifiéstale el afecto de tu cariño. Pero cuando no eres 
agradecido, ni amas ni veneras a Dios, de donde vienes a ser un 
siervo contumaz y un hijo soberbio. 

El verdadero cristiano debe dar gracias a su Padre y Señor y 
procurar su gloria en todo momento, como dice el Santo Apóstol: 
ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier cosa, hacedlo todo 
para la gloria de Dios ( 1 Cor 10, 31). Mira cuál dice el Apóstol 
que debe ser el género de vida del cristiano: alimentarse más de 
la fe en Cristo que de las grandes comilonas, pues más 
aprovecha al hombre la frecuente invocación del nombre del 
Señor que los múltiples y abundantes banquetes: ¡más sacia la 
religión que la grasa de los animales! Haced todo, dice, para la 
gloria de Dios. Luego todos nuestros actos deben tener a Cristo 
como testigo y compañero. De este modo, haciendo el bien de la 
mano del que es su Autor, evitaremos el mal en virtud de su 
presencia, ya que nos avergonzaríamos de obrar el mal sabiendo 
que estamos asociados a Cristo: El nos ayuda en el bien y nos 
guarda del mal. 

Luego cuando nos levantemos con la primera luz del día, lo 
primero de todo será dar gracias al Salvador, y antes de hacer 
ninguna otra cosa debemos manifestarle nuestra piedad, porque 
nos ha guardado mientras dormíamos y descansábamos. Pues, 
¿quién, sino Dios, guarda al hombre que duerme? En efecto, el 
hombre entregado al sueño carece de todo su vigor y se hace 
extraño a sí mismo, de manera que ni él mismo sabe dónde ha 
estado y, por tanto, no puede cuidar de sí. Por lo que resulta del 
todo necesaria la asistencia de Dios a los que duermen, ya que 
ellos no pueden valerse a sí mismos: Él guarda a los hombres de 
las insidias nocturnas, pues no hay ningún otro hombre que lo 
haga. Luego debo estar agradecido a Aquél que vela por mí 
mientras yo duermo seguro. Así, a los que se van a la cama los 
acoge en el regazo del descanso, los esconde en el tesoro de la 
paz y los oculta de la luz protegiéndolos con un velo de sombra, a 
fin de que la malicia de los hombres, que no puede ser combatida 
con benignidad, se pierda en las tinieblas; y así la oscuridad 
otorgue a los que se encuentran cansados la paz que no les 
concede la humanidad: pues los hombres, cuando no saben 
quién es su adversario, de mala gana conceden la paz que no 
querían. 

Debemos, por tanto, dar gracias a Cristo cuando nos 
levantemos, y hacer todas las obras del día en la presencia del 
Salvador. ¿Acaso cuando eras gentil no sabías escrutar los 
signos para conocer cuáles eran más propicios? Ahora es mucho 
más fácil: ¡sólo en la presencia de Cristo está la prosperidad de 
todas las cosas! El que siembra con esta señal cosechará el fruto 
de la vida eterna. El que empieza a caminar con este signo 
llegará hasta el Cielo. Así pues, todos nuestros actos deben 
estar presididos por el nombre de Cristo y a Él debemos referir 
todas las acciones de nuestra vida, como dice el Apóstol: en Él 
vivimos, nos movemos y somos (Hech 17, 28). 

Y cuando caiga el día, debemos alabarle y cantar su gloria, a 
fin de que merezcamos el descanso como vencedores en la 
palestra de nuestras obligaciones y el sueño sea la palma de la 
victoria por nuestros trabajos. Para llegar a esto no solo tenemos 
la razón, sino también el impulso del ejemplo de las aves del 
cielo. Incluso la más pequeña, cuando la aurora produce las 
primeras luces del día, antes de salir de su nido rompe a gorjear 
para alabar al Creador con sus trinos, ya que no puede hacerlo 
con palabras: tanto más le expresan su obsequio cuanto más y 
mejor cantan. Lo mismo hacen al declinar el día. ¿Y qué son 
todos esos cantos sino una confesión de su rendido 
agradecimiento? Así se comportan con su Pastor las inocentes 
avecillas, que no pueden hacerlo de otro modo. Pues también 
tienen Pastor las aves del cielo como dijo el Señor: mirad las aves 
del cielo, que no hilan ni siembran, y vuestro Padre que está en 
los cielos cuida de ellas (Mt 6, 26). ¿Y con qué alimentos son 
apacentadas? Con los más vulgares. Pues si las aves dan 
gracias por tan viles alimentos, ¡cuántas más deberías darlas tú 
por los preciosos alimentos que recibes! 

* * * * *

Hacerse como niños
(Sermón 54)

¡Qué regalo tan grande y maravilloso nos ha hecho Dios, 
hermanos míos! En Pascua, día de la salvación, el Señor resucita 
y otorga la resurrección al mundo entero. Se levanta desde las 
profundidades de la tierra hasta los cielos y, en su cuerpo, nos 
hace subir hasta lo alto. 

Todos nosotros, los cristianos, somos el cuerpo y los miembros 
de Cristo, afirma el Apóstol (cfr. 1 Cor 12, 27). Al resucitar Cristo, 
también los miembros han resucitado con Él; y mientras Él 
pasaba de los infiernos a la tierra, nos ha trasladado de la 
muerte a la vida. Pascua, en hebreo, significa paso o partida. ¿Y 
qué significa este misterio, sino el tránsito del mal al bien? ¡Y qué 
tránsito! Del pecado a la justicia, del vicio a la virtud, de la vejez a 
la infancia. Hablo aquí de la infancia en el sentido de sencillez, no 
de edad. Ayer, la vejez del pecado nos encaminaba hacia la 
ruina; hoy, la resurrección de Cristo nos hace renacer a la 
inmortalidad de la juventud. La sencillez cristiana hace suya la 
infancia. 

El niño es una criatura que no guarda rencor, ni conoce el 
fraude, ni se atreve a engañar. El cristiano, como el niño 
pequeño, no se aíra si es insultado (...), no se venga si es 
maltratado. Más aún: el Señor le exige que ore por sus enemigos, 
que deje la túnica y el manto a los que se lo llevan, que presente 
la otra mejilla a quien le abofetea (cfr. Mt 5, 40). 
La infancia cristiana supera a la de los hombres. Mientras ésta 
ignora el pecado, aquélla lo detesta. Ésta debe su inocencia a la 
debilidad, aquélla a la virtud. La infancia del cristiano es digna de 
los mayores elogios, porque su odio al mal proviene de la 
voluntad, no de la impotencia. 

Las virtudes son el premio de las diversas edades. Sin 
embargo, la madurez de las buenas costumbres puede hallarse 
en un niño, y la inocencia de la juventud puede encontrase en 
personas con las sienes blancas. La probidad hace madurar a 
los jóvenes: la vejez venerable—dice el profeta—no es la de 
muchos años, ni se mide por el numero de días. La prudencia es 
la verdadera madurez del hombre, y la verdadera ancianidad es 
una vida inmaculada (Sab 4, 8-9). A los Apóstoles, que ya eran 
maduros en edad, les dice el Señor: si no cambiáis y os hacéis 
como este niño pequeño, no entraréis en el reino de los cielos 
(Mt 18, 3). Les envía a la fuente misma de la vida, y les invita a 
redescubrir la infancia, para que esos hombres que ven 
debilitarse ya sus energías, renazcan a la inocencia del corazón. 
Porque si uno no renace del agua y del Espiritu, no puede entrar 
en el reino de los cielos (Jn 3, 5). 

Esto dice el Señor a los Apóstoles: si no os hacéis semejantes 
a este niño... No les dice: como estos niños; sino: como este niño. 
Elige uno, propone sólo a uno como modelo. ¿Cuál es este 
discípulo que pone como ejemplo a sus discípulos? No creo que 
un chiquillo del pueblo, uno de la masa de los hombres, sea 
propuesto como modelo de santidad a los Apóstoles y al mundo 
entero. No creo que este niño venga de la tierra, sino del Cielo. 
Es aquél de quien habla el profeta Isaías: un Niño nos ha nacido, 
un Hijo se nos ha dado (Is 9, 5). Este es el chiquillo inocente que 
no sabe responder al insulto con el insulto, a los golpes con los 
golpes. Mucho más aún: en plena agonía reza por sus enemigos: 
Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen (Lc 23, 24). 

De este modo, en su profunda gracia, el Señor rebosa de esta 
sencillez que la naturaleza reserva a los niños. Este niño es el 
que pide a los pequeños que le imiten y le sigan: toma tu cruz y 
sigueme (Mt 16, 24).