SAN JUAN CLÍMACO

LA ESCALA ESPIRITUAL o ESCALA DEL PARAÍSO


San Juan el Escolástico es conocido principalmente por su 
apelativo de Clímaco, que deriva de la transcripción latina «de la 
escalera», tomada del titulo de su principal obra: La escala del 
Paraíso. 

Sus datos biográficos son escasos. Nacido alrededor del año 
579, entró en el monasterio del Monte Sinaí a la edad de dieciséis 
años. A los veinte, hizo la profesión religiosa según la regla del 
monasterio, hasta que se decidió a vivir como anacoreta. Dios le 
favoreció con el don de lágrimas, y subió a tal grado su fama de 
santidad, que los monjes del monasterio le eligieron como abad: 
tenía entonces sesenta años. Su muerte acaeció alrededor del 
año 649. 

Considerado un doctor universal, San Juan Clamado profundizó 
en el camino ascético que puede recorrer cualquier cristiano. La 
escala del Paraíso, libro de gran riqueza interior y enorme difusión, 
desarrolla la idea de la ascensión del alma, bajo la guía del 
Espíritu Santo, hasta la semejanza con Cristo. Titulada en memoria 
de la escala de Jacob y dividida en treinta escalones, se pueden 
considerar en la obra dos partes principales: la primera abarca los 
veintitrés primeros capítulos y trata de la lucha contra los vicios; 
los siete capítulos restantes giran en torno a la adquisición de las 
virtudes. 

El fragmento que se expone a continuación, recoge una parte 
del sermón número veintiocho, donde el santo habla del estado de 
oración y muestra la naturaleza de esa unión con Dios. 

LOARTE

* * * * *


EL DIÁLOGO CON DIOS
(La escala del Paraíso, escalón XXVlll, no. 188-189, 190-191, 
193)

La oración, como bien expresa su nombre, es diálogo del 
hombre con Dios, unión mística. Según los efectos que la 
caracterizan, es el apoyo del mundo y reconciliación con el Señor; 
fuente de lágrimas y propiciatoria de nuestros pecados; defensa 
de la tentación y baluarte ante las contradicciones; victoria en la 
lucha y empeño de los ángeles; alimento de los seres incorpóreos 
y alegría en la espera; actividad que no finaliza jamás y fuente de 
virtud; forjadora de carismas y del progreso espiritual, alimento del 
alma y luz de la mente (...). 

Reza con toda sencillez, con una sola expresión, como hicieron 
el publicano y el hijo pródigo que se dirigieron a Dios 
misericordioso (...). 

No te afanes en mirar con minuciosidad las palabras que debes 
usar en la oración. A menudo los simples y sencillos balbuceos de 
los niños aplacaron al Padre que está en los cielos (cfr. Mt 6, 9). 
No busques muchas palabras (cfr. Mt 6, 7), porque tal deseo 
provoca la disipación de la mente. Con una pequeña frase el 
publicano agradó al Señor (cfr. Lc 18, 3), y con una sola expresión 
dicha con fe, salvó al ladrón (cfr. Lc 23, 39-43). A menudo muchas 
palabras distraen en la oración porque llenan la mente de 
fantasías; una sola, con frecuencia, contribuye al recogimiento: 
cuando a un cierto punto hay una palabra que te agrada y propicia 
la compunción, permanece allí; entonces se unirá a tu oración el 
Ángel Custodio. 

Después, no abuses de la libertad confiada, aunque hayas 
alcanzado la purificación. Es más, acercándote a Dios con gran 
humildad, podrás obtener la más alta libertad. También si te 
encontrases en lo alto de la escala de la virtud, continúa rezando 
para que sean perdonados tus pecados como hizo San Pablo que, 
asemejándose a los pecadores, exclamaba: yo soy el primero de 
ellos (cfr. I Tim 1, 15). La pureza y compunción de lágrimas deben 
dar alas a la oración, y el sabor, como el aceite y la sal 
condimentan los alimentos. Añade la bondad y la dulzura, con las 
que debes revestirte si quieres liberar al corazón de todo aquello 
que arranca la libertad, y poder elevarte sin esfuerzo hacia Dios. 

Hasta que no hayamos alcanzado después de muchas 
experiencias tal claridad de oración, seremos principiantes, como 
niños que empiezan a caminar. Trata de elevar la mente a Dios, o 
mejor, de tenerla cerrada dentro de las operaciones de la oración 
y, si por debilidad infantil, no la tienes tranquila, ponla rápidamente 
en orden: por desgracia nuestra mente es débil, pero el 
Omnipotente podrá fijarla. 

Si continúas luchando sin rendirte, finalmente descenderá sobre 
ti Aquél que mantiene en sus límites los mares de la mente, y dirá, 
mientras tú te elevas en oración: De aquí no pasarás, ahí se 
romperá la soberbia de tus olas (...) (cfr. Job 38, 11). 

¿A quién tengo yo en los cielos? Fuera de ti, nada deseo sobre 
la tierra (cfr. Sal 73, 25). Esto persigue la oración. Si unos aspiran 
a la riqueza, otros a la gloria u otra posesión, mi bien es estar 
apegado a Dios, único fundamento de mi esperanza (cfr. Sal 73, 
28). La fe es la que otorga las alas a la oración, pues de ningún 
otro modo podrá volar hacia el cielo. Sólo esto pedimos al Señor 
(cfr. Sal 27, 4). Somos todavía víctimas de las pasiones, pero de 
esta condición todos deseamos elevarnos, cortando 
definitivamente ese camino. Aquel juez que no temía a Dios, cede 
a la insistencia de la viuda para no tener más la pesadez de 
escucharla (cfr. Lc 18, 1-4). Dios hará justicia al alma, viuda de El 
por el pecado, frente el cuerpo, su primer enemigo, y frente a los 
demonios, sus adversarios invisibles. El Divino Comerciante sabrá 
intercambiar bien nuestras buenas mercancías, poner a 
disposición sus grandes bienes con amorosa solicitud y estar 
pronto a acoger nuestras súplicas (...). 

No digas no haber obtenido aquello que has pedido rezando 
mucho, porque te has beneficiado espiritualmente. De hecho, 
¿qué bien más sublime puede existir al de estar unido con el Señor 
y perseverar en esa unión ininterrumpida con Él? Quien se 
encuentra protegido por la oración no deberá tener miedo de la 
sentencia del Juez divino, como le sucede al condenado aquí en la 
tierra. Por eso, si eres sabio y no corto de vista, al recuerdo de 
ese juicio podrás fácilmente alejar de tu corazón las ofensas 
recibidas y todo rencor, las preocupaciones por los negocios 
terrenos y los sufrimientos que se derivan; la tentación de las 
pasiones y de todo género de maldad. Con la súplica constante 
del corazón prepárate a la oración perenne de los labios, y rápido 
avanzarás en la virtud (...). 

Como canta el Salmista: «Yo conozco verdaderamente cuánto 
bien quisiste para mí porque en tiempo de guerra no permitiste 
que el enemigo riese a mis espaldas; por eso, grité a ti de todo 
corazón, con cuerpo y alma, porque donde se encuentran unidos 
estos elementos, allí se encuentra Dios en medio de ellos» (cfr. Sal 
40, 12;1 19, 145;1 Tes 5, 23; Mt 18, 20). 

No todos tienen las mismas dotes, ni según el cuerpo, ni según 
el espíritu. Para algunos va bien la oración más breve, para otros 
es mejor la larga de los salmos. Hay quien todavía confiesa estar 
prisionero de su cuerpo, o debe luchar con la ignorancia del 
espíritu; si entonces invocas a nuestro Rey contra los enemigos 
que te asaltan de cualquier parte, ten confianza. Ya no deberás 
fatigarte mucho desechándolos de una vez, pues se alejarán de ti 
rápidamente: no querrán asistir a la segura victoria que obtendrás 
con la oración; es más, huirán despavoridos por la fusta de tu 
ferviente coloquio. Recoge todas tus fuerzas, y Dios se ocupará en 
cómo enseñarte a rezar. 
__________________