SAN BASILIO EL GRANDE

 

San Basilio nació en el seno de una familia profundamente cristiana. Su abuelo materno había sufrido el martirio. Su padre, junto a una verdadera piedad, transmitió a los diez hijos una sólida formación doctrinal, y de aquel hogar salieron cuatro santos: el propio Basilio y sus hermanos Gregorio de Nisa y Pedro de Sebaste, obispos como él, y su hermana Macrina.

Basilio dedicó varios años al estudio de la Retórica y la Filosofía en Constantinopla y Atenas. Más tarde, cuando contaba unos veinticinco años, regresó a su ciudad natal, Cesarea de Capadocia, donde emprendió la profesión docente. Al poco tiempo, dejó la enseñanza y se retiró al desierto para dedicarse a la contemplación; así se convirtió en uno de los pioneros de la vida monástica. En el 364 fue ordenado sacerdote, y seis años más tarde sucedió a Eusebio como Obispo de Cesarea, metropolitano de Capadocia, y exarca de la diócesis del Ponto. Falleció en el año 379.

Dedicó sus mayores energías a defender la doctrina católica sobre la consustancialidad del Verbo, definida solemnemente en el Concilio de Nicea (año 325). Por esta razón sufrió muchas contradicciones por parte de los herejes arrianos, y tuvo que hacer frente a los abusos de la autoridad imperial, que pretendía imponer con violencia la doctrina de Arrio. Con San Gregorio Nacianceno y San Gregorio de Nisa contribuyó de manera decisiva a precisar el significado de los términos con que la Iglesia expone el dogma trinitario, preparando de esta manera el Concilio I de Constantinopla (año 381), que enunció de forma definitiva la doctrina de fe sobre la Santísima Trinidad. Basilio no pudo asistir a este Concilio pues falleció en el año 379.

Por sus servicios a la fe, San Basilio es llamado el Grande, y es contado entre los ocho mayores Padres y Doctores de la Iglesia universal. Su producción literaria comprende trabajos dogmáticos, ascéticos, pedagógicos y litúrgicos. A él se debe la fijación definitiva de una de las más conocidas liturgias orientales, que lleva su nombre. Y, junto con San Gregorio Nacianceno, escribió dos Reglas que tuvieron un influjo decisivo en la vida monástica del Oriente cristiano. Muy extenso es también su epistolario.

LOARTE

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La acción del Espíritu Santo
(El Espíritu Santo, IX, 22-23)

ES/ACCION-DEL: Quien haya escuchado los nombres que se dan al Espíritu Santo, ¿no elevará en su interior el pensamiento a la suprema naturaleza? Pues al Espíritu de Dios se le llama también Espíritu de verdad, que procede del Padre; Espíritu recto, Espíritu principal. Pero Espíritu Santo es su nombre propio y peculiar, porque ciertamente es el nombre que expresa, mejor que ningún otro, lo incorpóreo, lo limpio de toda materia e indiviso. Por eso el Señor, enseñando que lo incorpóreo no puede comprehenderse, dijo a aquella mujer que pensaba que Dios es adorado en un lugar: Dios es Espíritu (Jn 4, 24).

Por tanto, al oír Espíritu, no es lícito moldear en el entendimiento la idea de una naturaleza circunscrita a un lugar, sujeta a cambios y alteraciones, en todo semejante a una criatura; sino que escudriñando con el pensamiento hacia lo más elevado que hay dentro de nosotros, se debe pensar forzosamente en una sustancia inteligente, infinita en cuanto a su poder, no situada en un lugar por su magnitud, no sujeta a la medida de los tiempos ni de los siglos, que da generosamente las cosas buenas que posee.

Hacia el Espíritu Santo converge todo lo que necesita de santificación. Es apetecido por todo lo que tiene vida, ya que con su soplo refresca y socorre a todos los seres para que alcancen su fin propio y natural. Es el que perfecciona todas las cosas, pero sin faltarle nada; no vive por renovación, sino que mantiene la vida; no aumenta con añadidos, sino que constantemente está lleno, firme en sí mismo, se encuentra en todas partes.

El Espíritu Santo es origen de la santificación, luz inteligible que a toda potencia racional confiere cierta iluminación para buscar la verdad. Inaccesible por naturaleza, pero alcanzable por benignidad. Todo lo llena con su poder, pero sólo es participable por los que son dignos. No todos participan de Él en la misma medida, sino que reparte su fuerza en proporción a la fe. Simple en esencia, múltiple en potencia. Está presente por entero en cada cosa, y todo en todas partes. Se divide sin sufrir daño, y de Él participan todos permaneciendo íntegro. Así como el rayo de sol alumbra la tierra y el mar y se mezcla con el aire, pero se entrega al que lo disfruta como si fuera para él solo; así también el Espiritu Santo infunde la gracia suficiente e íntegra en todos los que son aptos para recibirle, ya sean muchos o uno solo; y los que de Él participan, le gozan en la medida que les es permitido por su naturaleza, no en cuanto a Él le es posible.

La unión del Espíritu Santo con el alma no se realiza por cercanía de lugar (¿cómo podrías acceder corporalmente a lo incorpóreo?), sino por el apartarse de las pasiones, que, añadidas más tarde al alma por su amistad con la carne, se hicieron extrañas a la intimidad con Dios.

Solamente si el hombre se purifica de la maldad que había contraído con el pecado, si retorna a la natural belleza y, como imagen de un rey, vuelve por la pureza a la primitiva forma, sólo entonces podrá acercarse al Paráclito. Y El, como el sol, alcanzando al ojo que está limpio, te mostrará en sí mismo la imagen del que no se puede ver. En la bienaventurada contemplación de su imagen verás la inefable hermosura del arquetipo.

Por El los corazones se levantan hacia lo alto, los enfermos son llevados de la mano y se perfeccionan los que están progresando. Dando su luz a los que están limpios de toda mancha, les vuelve espirituales gracias a la comunión que con El tienen. Y del mismo modo que los cuerpos nítidos y brillantes, cuando les toca un rayo de sol, se tornan ellos mismos brillantes y desprenden de sí otro fulgor, así las almas que llevan el Espíritu son iluminadas por el Espíritu Santo y se hacen también ellas espirituales y envían la gracia a otras. De ahí viene entonces la presciencia de las cosas futuras, la comprensión de las secretas, la percepción de las ocultas, la distribución de los dones, la ciudadanía del cielo, las danzas con los ángeles; de ahí surge la alegría sin fin, la perseverancia en Dios, la semejanza con Dios y lo más sublime que se puede pedir: el endiosamiento.

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Configurarse con Cristo
(El Espíritu Santo, XV; 35-36)

BAU/MUERTE-VIDA/BASILIO: La economía de nuestro Dios y Salvador acerca de los hombres consiste en volver a llamarnos después de la caída y en reconducirnos a su amistad después de la separación producida por la desobediencia. Por esto, la venida de Cristo en la carne, su predicación evangélica, sus sufrimientos, la cruz, la sepultura, la resurrección, ha hecho posible que el hombre, salvado por la imitación de Cristo, recupere su primitiva filiación adoptiva.

Para el perfeccionamiento de tal vida es, pues, necesario imitar a Cristo no sólo en los ejemplos de benignidad, humildad y paciencia que nos mostró con su vida; sino también en el de su propia muerte, como dijo Pablo, el imitador de Cristo: asemejándome a su muerte, de modo que al cabo pueda arribar a la resurrección de los muertos (/Flp/03/10-11).

¿Cómo nos haremos imitadores de su muerte? Sepultándonos con El en el Bautismo (cfr. Rm 6, 4-5). ¿De qué modo es la sepultura y qué fruto se deriva de tal imitación? Primero es necesario cortar radicalmente con la vida pasada. Y esto sólo es posible mediante una nueva generación, según las palabras del Señor (cfr. Jn 3, 3): la misma palabra regeneración significa el principio de una segunda vida, de modo que, antes de alcanzarla, es necesario dar fin a la anterior. Pues así como los que han llegado al final del estadio, antes de dar la vuelta, se paran y descansan un momento, así también parecía necesario que mediara la muerte en el cambio de las vidas, de manera que acabe primero una y comience después la siguiente.

¿Cómo realizamos el descenso a los infiernos? Imitando por el Bautismo la sepultura de Cristo, pues los cuerpos de los que se bautizan son sepultados en el agua. Y es que el Bautismo manifiesta simbólicamente la deposición de las obras de la carne, según dice el Apóstol: vosotros también habéis sido circuncidados con circuncisión no hecha por mano que cercena la carne, sino con la circuncisión de Cristo, al ser sepultados con Él por el Bautismo (Col 2, 11-12). En cierto modo sucede que, por el Bautismo, el alma se limpia de la suciedad procedente de los sentidos carnales, según lo que está escrito (Sal 50, 9): me lavarás y quedaré más blanco que la nieve.

De ahí que somos limpiados de todas y cada una de las manchas, no según la costumbre judía sino por el único Bautismo salvador que conocemos, puesto que una sola es la muerte en beneficio del mundo y una sola la resurrección de entre los muertos, y el Bautismo es figura de las dos. Para este fin, el Señor, que se preocupa de nuestra vida, estableció para nosotros la alianza del Bautismo, figura de la muerte y tipo de la vida: imagen de la muerte porque el agua cubre completamente, y prenda de la vida porque está contenido el Espíritu Santo.

Y así se nos hace evidente lo que nos preguntábamos: por qué el agua fue unida al Espíritu Santo. Porque, encontrándose dos fines en el Bautismo —que el cuerpo quede libre del pecado para que no produzca más frutos de muerte, y que viva por el Espíritu Santo y dé fruto de santificación—, el agua manifiesta la imagen de la muerte, acogiendo al cuerpo como en un sepulcro, y el Espíritu Santo envía la fuerza vivificadora, devolviendo nuestras almas de la muerte a la primitiva vida.

Esto es nacer de nuevo del agua y del Espíritu (cfr. Jn 3, 5), porque la muerte se completa en el agua y nuestra vida se fortalece por el Espíritu. Por ello, el gran misterio del Bautismo se realiza con tres inmersiones y otras tantas invocaciones, para dar a entender la figura de la muerte y para que las almas de los bautizados sean iluminadas mediante la entrega de la ciencia divina. Por tanto, si hay gracia en el agua, no procede de su naturaleza, sino de la presencia del Espíritu Santo, pues el Bautismo no es la eliminación de la suciedad corporal, sino la promesa de la buena conciencia para con Dios (cfr. 1 Pe 3, 21).

El Señor, para prepararnos a esta vida que surge de la resurrección propone toda la predicación evangélica y prescribe la serenidad, la resignación, el amor puro libre de los deleites de la carne, el desapego del dinero, a fin de que todo cuanto el mundo posee según la naturaleza, nosotros, al recibirlo, lo pongamos en su sitio con nuestra elección. Por esto, si alguno dice que el Evangelio es figura de la vida que surge de la resurrección, a mi parecer, no se equivocaría.

Por el Espíritu Santo se nos da la recuperación del paraíso, el ascenso al Reino de los Cielos, la vuelta a la adopción de hijos, la confianza de llamar Padre al mismo Dios, el hacernos consortes de la gracia de Cristo, el ser llamado hijo de la luz, el participar de la gloria del Cielo; en un palabra, el encontrarnos en la total plenitud de bendición tanto en este mundo como en el venidero, pues al contemplar como en un espejo la gracia de las cosas buenas que se nos han asegurado en las promesas, las disfrutamos por la fe como si ya estuvieran presentes. Si la prenda es así, ¿de qué modo será el estado final? Y si tan grande es el inicio, ¿cómo será la consumación de todo?

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Recogimiento-interior
(Epístola 11, 2-4)

Si alguien quiere venir en pos de mí, dice el Señor, niéguese a si mismo, tome su cruz y sígame (Mt 16, 24). Para eso hay que procurar que el pensamiento se aquiete. No es posible que los ojos, si se mueven continuamente de un lado para otro, arriba y abajo, vean con claridad los objetos. Sólo cuando se fija la mirada la visión es clara. Del mismo modo, es imposible que la mente de un hombre que se deje llevar por las infinitas preocupaciones de este mundo, contemple clara y establemente la verdad. Quien no está sujeto por los lazos del matrimonio se ve turbado por ambiciones, impulsos desenfrenados y amores locos; a quien ya tiene sobre sí el vínculo conyugal, no le faltan un tumulto de inquietudes: si no tiene hijos, el anhelo de tenerlos; si los tiene, la preocupación de educarlos, el cuidado de su mujer y de la casa, el gobierno de sus criados, la tensión que los negocios traen consigo, las riñas con los vecinos, los pleitos en los tribunales, los riesgos del comercio, las fatigas de la agricultura. Cada día que alborea trae consigo particulares cuidados para el alma; y cada noche, heredera de las preocupaciones del día, inquieta el ánimo con los mismos pensamientos.

Hay un solo camino para liberarse de estos afanes: aislarse. Pero esta separación no consiste en estar físicamente fuera del mundo, sino en aliviar el ánimo de sus lazos con las cosas corporales, estando desprendido de la patria, de la casa, de las propiedades, de los amigos, de las posesiones, de la vida, de los negocios, de las relaciones sociales, del conocimiento de las ciencias humanas; y preparándose para recibir en el corazón las huellas de la enseñanza divina. Esta preparación se alcanza despojando el corazón de lo que, a causa de un hábito malo y muy enraizado, lo monopoliza. No es posible escribir sobre la cera si no se borran los caracteres precedentes; tampoco se pueden imprimir en el alma las enseñanzas divinas, si antes no desaparecen las costumbres que estaban.

El recogimiento procura grandes ventajas. Adormece nuestras pasiones, y otorga a la razón la posibilidad de desarraigarlas completamente. ¿Cómo se puede vencer a las fieras, sino con la doma? Así la ambición, la ira, el miedo y la ansiedad, pasiones nocivas del alma, cuando se aplacan con la paz privándolas de continuos estímulos, pueden ser derrotadas más fácilmente.

(...) ORA/CONTINUA: El ejercicio de la piedad nutre el alma con pensamientos divinos. ¿Qué cosa más estupenda que imitar en la tierra al coro de los ángeles? Disponerse para la oración con las primeras luces del día, y glorificar al Creador con himnos y alabanzas. Más tarde, cuando el sol luce en lo alto, lleno de esplendor y de luz, acudir al trabajo, mientras la oración nos acompaña a todas partes, condimentando las obras—por decirlo de algún modo—con la sal de las jaculatorias. Así tenemos el ánimo dispuesto para la alegría y la serenidad. La paz es el principio de la purificación del alma, porque ni la lengua parlotea palabras humanas, ni los ojos se detienen morosamente a contemplar los bellos colores y la armonía de los cuerpos, ni el oído distrae la atención del alma en escuchar los cantos compuestos para el placer o palabras de hombres, que es lo que más suele disipar al alma. La mente no se dispersa hacia el mundo exterior. Si no es llevada por los sentidos a derramarse sobre el mundo, se retira dentro de sí misma, y de allí asciende hasta poner el pensamiento en Dios (...). Entonces, libre de preocupaciones terrenas, pone toda su energía en la adquisición de los bienes eternos. ¿Cómo podrían alcanzarse la sabiduría y la fortaleza, la justicia, la prudencia y todas las demás virtudes que señalan al hombre de buena voluntad el modo más conveniente de cumplir cada acto de la vida?

La vía maestra para descubrir nuestro camino es la lectura frecuente de las Escrituras inspiradas por Dios. Allí, en efecto, se hallan todas las normas de conducta. Además, la narración de la vida de los hombres justos, transmitida como imagen viva del modo de cumplir la voluntad de Dios, se nos pone ante los ojos para que imitemos sus buenas acciones. Y así cada uno, considerando aquel aspecto de su carácter que más necesita de mejora, encuentra la medicina capaz de sanar su enfermedad, como en un hospital abierto a todos.

El que desea la continencia, medita largamente la historia de José y aprende de él a vivir la templanza, pues se da cuenta de que José no sólo fue continente, sino que estuvo dispuesto a ejercitar la virtud en todo, gracias a un hábito bien radicado. Se aprende la valentía de Job, cuando las circunstancias de su vida cambiaron radicalmente, y de un solo golpe dejó de ser rico para convertirse en pobre, y siendo padre de una familia feliz, se encontró de repente sin hijos. Entonces, no sólo permaneció constante manteniendo siempre el sentido sobrenatural, sino que ni siquiera se enfadó contra los amigos que, pretendiendo consolarle, le insultaban, haciendo más intenso su dolor.

Cuando alguien desea ser manso y magnánimo al mismo tiempo, y así manifestar intransigencia contra los errores y comprensión con los hombres, encontrará que David era valeroso en las nobles empresas de la guerra, pero dulce y manso en el trato con los enemigos. Así era también Moisés, cuando se encolerizaba grandemente con las ofensas de los que pecaban contra Dios, y soportaba serenamente las calumnias dirigidas a él mismo.

(...) Las oraciones, en fin, además de la lectura, hacen el ánimo más joven y más maduro, ya que le mueven al deseo de poseer a Dios. Es bonita la oración que hace más presente a Dios en el alma. Precisamente en esto consiste la presencia de Dios: en tener a Dios dentro de sí mismo, reforzado por la memoria. De este modo nos convertimos en templo de Dios: cuando la continuidad del recuerdo no se ve interrumpida por preocupaciones terrenas, cuando la mente no es turbada por sentimientos fugaces, cuando el que ama al Señor está desprendido de todo y se refugia sólo en Dios, cuando rechaza todo lo que incita al mal y gasta su vida en el cumplimiento de obras virtuosas.

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El deber de trabajar
(Reglas más amplias, 37, 1-2)

Dice Nuestro Señor Jesucristo que quien trabaja merece su sustento (Mt 10, 10); [el alimento], por tanto, no es simplemente un derecho debido a todos sin distinción, sino de justicia para quien trabaja. El Apóstol también nos manda trabajar con nuestras propias manos para tener con qué ayudar a los necesitados (cfr. Ef 4, 28). Es claro, por tanto, que hay que trabajar, y hacerlo con diligencia. No podemos convertir nuestra vida de piedad en un pretexto para la pereza o para huir de la obligación. Todo lo contrario. Es un motivo de mayor empeño en la actividad y de mayor paciencia ante las tribulaciones, para que podamos repetir: con trabajos y fatigas, en frecuentes vigilias, con hambre y sed (2 Cor 11, 27). Este tenor de vida no sólo nos sirve para mortificar el cuerpo, sino también para demostrar nuestro amor al prójimo, y que, mediante nuestras manos, Dios conceda lo necesario a los hermanos más débiles según el ejemplo del Apóstol, que dice en los Hechos: os he enseñado en todo que trabajando así es como debemos socorrer a los necesitados (Hech 20, 35); y también: para que tengáis con qué ayudar al necesitado (Ef 4, 28). De esta manera, un día seremos dignos de escuchar estas palabras: venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo: porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber (Mt 25, 34-35).

¿Hace falta insistir en que el ocio es malo, si el mismo Apóstol dice abiertamente que el que no trabaja no ha de comer? Igual que el alimento diario es necesario, también lo es el trabajo cotidiano. No en vano, Salomón ha escrito esta alabanza [de la mujer laboriosa]: el pan que come no es fruto de pereza (Prv 31, 27). El Apóstol dice de sí mismo: ni comimos gratis el pan de nadie, sino trabajando día y noche con cansancio y fatiga (2 Tes 3, 8) a pesar de que, como predicador del Evangelio, tenía derecho a vivir de su predicación. El Señor unió la malicia a la pereza cuando dijo: siervo malo y perezoso (Mt 25, 26). Y también el sabio Salomón, no sólo alaba a quien trabaja, sino que condena al vago enviándolo junto al animal más pequeño: ¡vete donde la hormiga, perezoso!, le dice (Prv 6, 6). Por tanto, hemos de temer que estas palabras nos sean dirigidas en el día del juicio, porque quien nos ha dado energías para trabajar exigirá que nuestras obras sean proporcionales a esas fuerzas. A quien mucho se le ha dado, mucho le será exigido (Lc 12, 48) (...).

Mientras movemos nuestras manos en el trabajo, debemos dirigirnos a Dios con la lengua—si es posible o útil para edificar nuestra fe—, o al menos con el corazón, mediante salmos, himnos y cantos espirituales, y así rezar también durante nuestra ocupación, dando gracias a quien pone en nuestras manos la fuerza para trabajar, da a nuestra mente la capacidad de conocer y nos proporciona la materia, tanto de los instrumentos como de los objetos que fabricamos. Y todo esto, suplicando que nuestras obras sean del agrado de Dios.

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AYUNO/BASILIO-SAN

A) El ayuno Escogemos los pensamientos fundamentales de dos homilías del santo Doctor (cf. Ad Populum variis argumentis homiliae XIX. Homiliae I et II de ieiunio Divi Basilii Magni... omnia quae in hunc diem latino sermone donata sunt opera. Apud Philippum Nuntium Antuerpiae, MDLXVIII, p. 128).

a) EXHORTACIÓN Entonad un canto, tocad los címbalos, la dulce citara y el arpa; haced resonar en este mes las trompetas, en el plenilunio, en nuestra fiesta (Ps. 80,3-4). Nuestra pascua se acerca también y hemos de resonar las trompetas de la Escritura, que nos invitan al ayuno (uf. Hom. 1 initio). Sube a un alto monte y anuncia a Sión la buena nueva (Is. 40,9). El militar arenga a sus soldados y los inflama, de tal modo que desafían a la muerte; el entrenador pone delante de sus atletas la corona del premio, y al oírle no se arredran ya por ningún esfuerzo. Dejadme a mí que os dirija la palabra para alentaros a esta batalla del ayuno, preparatorio de la gran fiesta. ¡Animo, soldados de Cristo, vamos a luchar contra las potestades invisibles! Los soldados y atletas robustecen su cuerpo para pelear. Nosotros, por el contrario, lo enflaquecemos para vencer. Lo que los masajes de aceite son para los músculos es la mortificación para el alma. El ayuno es útil en todo tiempo e impide siempre los ataques del demonio. Pero, sobre todo, se promulga por él en el orbe entero el edicto penitente. Soldados y caminantes, maridos y mercaderes, lo reciben con gozo. Nadie, pues, se excluya del censo que los ángeles van formando por las cíudades, viendo quién ayuna. ¿Eres rico? No creas al ayuno indigno de tu mesa. ¿Pobre? No digas que es el campanero eterno de la tuya. ¿Niño? ¿Qué mejor escuela? (Hom. 2). Alegrad, pues, vuestros rostros. Los histriones representan el papel de los hipócritas asumiendo el tipo de personajes que no son. No lo hagas tú; ayuna, y ayuna con alegría (Hom. 1).

b) EJEMPLOS DE AYUNO "Todo lo que se distingue por su antigüedad es venerable". Nada más antiguo que el ayuno. En el paraíso, el pequeño precepto impuesto por Dios no consistió sino en una muestra de abstinencia (Gen. 3,3). "Por no ayunar fuimos expulsados del edén; ayunemos, pues, para que se vuelvan a abrir sus puertas". Elegid entre Eva y Lázaro (Lc. 16,21); la una se perdió por gula y el otro se salvó por sus privaciones. Moisés, antes de subir al monte, se preparó con un largo ayuno (Ex. 24,18), y allí, mientras continuaba privado de todo alimento, Dios le fue escribiendo con su dedo los mandamientos en dos tablas. ¿Qué ocurrió entre tanto al pie del monte? Que el pueblo se sentó para comer y se levantó para jugar, y de la comida y el juego vino a caer en la idolatría. Esaú perdió la primogenitura por su ansiedad de comida (Gen. 25,29-34). Samuel nació en premio de la oración y del ayuno de su madre (1 Reg. 1,10). El ayuno convirtió en inexpugnable a Sansón (Jc 13,24-25). Los profetas eran grandes ayunadores, como Eliseo, cuyo escaso y sencillo alimento en casa de la Sunamítide nos describe la Escritura (4 Reg. 4,8-10). Los jóvenes del horno y Daniel, vencedores del fuego y de los leones, dieron asimismo ejemplo de la abstinencia. El ayuno apagó las llamas y cerró las fauces del león Dn. 3,19 ss; 6,16-23). San Juan, el mayor entre todos los nacidos; San Pablo, que enumera el ayuno entre todos las demás sufrimientos de que se gloría... Pero ¿a qué seguir, si tenemos ahí a nuestra cabeza y Señor, que, para darnos ~ejemplo, ayunó cuarenta días? (Serm 1 y 2).

C) EL AYUNO, UTIL PARA EL CUERPO Y PARA EL AMA No busques pretextos para excusarte, porque estás hablando con Dios, que lo sabe todo. ¿Que no puedes ayunar y, en cambio, te regalas con grandes comilonas? Más perjudican éstas a la salud que el ayuno. El cuerpo que se embota a diario con demasiada comida, es como un buque cargado en exceso, y en peligro de hundirse al menor soplo de las olas. A juzgar por la vida de muchos, no parece sino que es más cómodo correr que descansar, luchar que vivir tranquilo, pues prefieren las enfermedades a una parquedad saludable Y si venimos al orden espiritual, "el ayuno es quien da alas a la oración para que pueda subir al cielo; es la firmeza de la familia, la salud de la madre y el maestro de los hijos". Después de ponderar la sana alegría de una comida decerosa, tras la práctica del ayuno, porque el sol brilla más claro al cesar la tormenta, y las continuas delicias vuelven insípido al mismo placer, continua San Basilio: "Añade a todo esto que el ayuno no sólo te libra de la condenación futura; sino que te preserva de muchos males y sujeta tu carne, de otro modo indómita... Ten cuidado, no sea que, por despreciar ahora el agua, tengas después que mendigar una gota desde el infierno". Vivís en la crápula y os olvidáis de alimentar el alma con los dogmas y la doctrina, "como si no supierais que vivimos en batalla perpetua y que quien abastece a una de las partes influye en la derrota de su contraria, y, por lo tanto, el que sirve a la carne aniquila al espíritu, mientras que quien le ayuda reduce a servidumbre al cuerpo... Si quieres robustecer al alma, habrás de domar la carne con el ayuno, conforme a la sentencia del Apóstol, el cual nos enseñaba que cuanto más se corrompe el hombre exterior, más se renueva el interior... (Ef 4,22-24). ¿Quién es el que ha conseguido participar de la mesa eterna, repleta de dones espirituales, viviendo aquí en espléndida abundancia? Moisés para recibir la ley necesitó del ayuno, y ni no hubieran recurrido a él los ninivitas (Jn. 3,10), habrían perecido,. ¿Quiénes dejaron sus huesos en el desierto, sino los que recordaban ansiosos las carnes de Egipto?" El ayuno es el pan de los ángeles y nuestra armadura contra los espíritus inmundos, que no son arrojados sino por él (Mt. 17,20) y por la oración (Hom. 1). ¿Cuándo habéis visto que el ayuno engendre la lujuria? ¿No veis cómo en nuestra ciudad cesan las canciones meretricias y los bailes impúdicos en cuanto nos dedicamos a ayunar?. El ayuno nos asemeja a los ángeles (Hom. 2). Pero tened cuidado de no mezclar otros vicios con vuestra abstinencia. Extiéndese aquí largamente San Basilio sobre los que ayunan, pero beben inmoderadamente, y añade: Perdonad al prójimo y componed los pleitos, no sea que ayunéis de carne y devoréis a vuestros hermanos.

B) La tentación CR/TENTACION

a) INTERROGATORIO 75 "¿Podemos atribuir al demonio todos los pecados, tanto de pensamiento como de palabra y de obra?" 

b) RESPUESTA "En general opino que Satanás no puede obligar a nadie a pecar, sino que, utilizando las inclinaciones de cada uno y los deseos prohibidos, consigue arrastrar a los que viven descuidados hacia las vicios que les son propios. Sírvese como de ayuda de las tendencias naturales, tal y como ocurrió con Cristo, cuando, al verlo hambriento, se le acercó para decirle: Si eres Hijo de Dios... En el caso de Judas se sirvió de los deseos perniciosos, pues al percibir su inclinación a la avaricia, le empujó a vender al Señor por treinta dineros"... "Pero es evidente también que el mal nace muchas veces de nosotros mismos, y lo atestigua Cristo cuando dijo que los pensamientos malos salen del corazón" (Mt. 15,19). "El alma es como una viña, la cual, descuidada por la pereza, no produce sino abrojos" (cf. Regulae breviores, o.c., p.442).

C) La ambición y la humildad

Entre las obras de San Basilio figuran veintitrés discursos «a Simone magistro ac sacri palatii quaestore, ex eius scriptis olim in unum congestae". En realidad, son una selección de pensamientos, copiados literalmente y unidos por materias que forman distintos sermones. Usamos los discursos 17 y 20 e indicamos los lugares de las obras del santo Doctor de donde han sido elegidos los párrafos correspondientes. Los textos seleccionados se relacionan con las tentaciones de soberbia y ambición.

"Es muy difícil que quien no se resigna nunca a ocupar el último puesto ni a ser el menor de todos, pueda resistir los ataques de la ira o sufrir con paciencia los contratiempos. En cambio, el humilde, que, cuando se ve menospreciado, confiesa ser todavía inferior, difícilmente se turbará, y si un día le llaman pobre, sabe muy bien que lo es, porque lo necesita todo, y porque no puede vivir sin la ayuda diaria de Dios". Si le echan en cara su humilde origen, se acuerda del barro. "Lo mismo de difícil es no aplanarse en la desgracia como no ensoberbecerse en la prosperidad, porque los hombres fatuos, si se ven honrados y observados, se engríen más todavía" (cf. Hom. 7, ex comm. in Ps. 61). "Dícese ambicioso aquel que habla u obra movido por ese miserable y vacío honor de este mundo, dando, por ejemplo, limosnas para ser alabado. Como quiera que este tal busca su propia utilidad, no podemos decir de él ni que es misericordioso ni que hace el bien a sus semejantes". Tal fue el delito de Ananías, al que no se le dió tiempo siquiera para arrepentirse (Act. 5,1-10). "El Señor, que resiste a los soberbios y exalta a los humildes, ha dado su palabra de que derribará por tierra la virtud de los fatuamente hinchados. Por lo tanto, todo el que se dedica a confundir la soberbia de estos tales, en realidad los libra y borra la semejanza que tenían con el demonio, padre de todo fasto y soberbia, persuadiéndoles a que sean verdaderos discípulos del que se nos propuso como modelo de mansedumbre y humildad" (ibid., Ex comm. in Eph.). "Y si alguna vez observas que tu hermano ha incurrido en algún delito, no detengas en eso tu pensamiento; examina despacio todo lo bueno que ha hecho y hace, y a buen seguro comprobarás que es mejor que tú. Las personas deben juzgarse no por un detalle, sino por el conjunto, como hace el mismo Dios". Así juzgó al rey Josafat, a quien perdonó un grave delito por otras buenas obras (2 Par. 17,1-6). No te juzgues nunca superior a nadie, no sea que, absuelto por tu propia sentencia, vengas a ser castigado por otra muy justa del cielo. Si crees haber hecho algo bueno, da gracias a Dios, pero no te creas superior a nadie..., no te ocurra lo que al demonio, que quiso subir por encima del hombre, y Dios lo derribó de tal forma que ahora lo podemos pisotear' (cf. Hom. 17, Ex cont. de humilitate).

D) El gobierno y el poder

Es necesario que gobiernen los más dignos, aunque muchas veces la necedad de los hombres procure lo contrario. Deben los jefes sobresalir en toda clase de virtudes, pues como sean ellos, así, por lo general, serán los ciudadanos. Si muchos pintores copian el mismo rostro, todos reproducirán idénticos rasgos. "La verdadera y perfecta obediencia de los súbditos a sus superiores consiste no sólo en evitar el mal que se prohibe, sino en no llevar a cabo ni aun lo que es laudable, fuera de su dirección..." "El príncipe y todo el que gobierna ha de procurar no dejarse ensoberbecer por su cargo, para no perder el premio que merece la humildad. Y el que sirva al rey, tampoco se engría pensando si ocupa tales o cuales puestos... Bástenos la gran dignidad de podernos llamar siervos de tan gran Señor. Del mismo modo que no hemos de tributar culto más que a Dios, tampoco debemos colocar nuestra esperanza sino en el Señor de todas las cosas. El que espera de los hombres o se ufana de cualquier negocio temporal, como el poder, la riqueza o alguna nadería de las que tanto estima el vulgo, ya no puede decir: Yavé, mi Dios, a ti me acojo (Ps. 7,2), pues se nos ha avisado que no coloquemos nuestra esperanza en los príncipes (Ps. 145,3)..." (cf. Hom. 20, Ex ascetico).

 

SAN BASILIO EL GRANDE


Sobre el Espíritu Santo

El Espíritu Santo y el Cuerpo de Cristo:

Al que ya no vive según la carne, sino que es llevado por el Espíritu de Dios, se lo llama hijo de Dios, se convierte en imagen de su Unigénito y recibe el nombre de espiritual. Y de la misma manera que la facultad de ver actúa en el ojo sano, así actúa también en esta alma purificada la fuerza del Espíritu.

Y a la manera como la palabra está en la mente, unas veces como simple pensamiento del corazón, otras veces como palabra proferida por los labios, así también el Espíritu Santo habita en nosotros unas veces dando testimonio a nuestro espíritu y clamando en nuestros corazones: Abba! (Padre), otras veces hablando por medio de nuestros labios, según aquello del Evangelio: No seréis vosotros los que habléis, el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros.

Ahora bien, de la misma manera que el todo está en cada una de las partes, hay que entender que el Espíritu está íntegro en cada uno de los dones que distribuye: pues todos somos miembros, los unos de los otros, aunque tengamos dones diferentes según las diversas gracias que hemos recibido de Dios.

Por eso no puede el ojo decir a la mano: «No tengo necesidad de ti»; como tampoco la cabeza a los pies: «No os necesito para hada». Por el contrario, todos los miembros reunidos constitutVen el cuerpo íntegro de Cristo, en la unidad del Espíritu, y se prestan mutuamente los servicios necesarios, según los dones que cada uno ha recibido.

Pues Dios colocó los diversos miembros del cuerpo, a cada uno de ellos según quiso. Y los miembros, por su parte, son solidarios unos de otros, en virtud del amor mutuo, nacido de su comunión en el mismo espíritu. De manera que cuando un miembro sufre todos sufren con él; cuando un miembro es honrado, todos le felicitan.

Y así como las partes están en el todo, así cada uno de nosotros está en el Espíritu, porque todos los que formamos un único cuerpo hemos sido bautizados en un mismo Espíritu.

Y de la misma manera que podemos contemplar al Padre en el Hijo, así también podemos ver al Hijo en el Espíritu. Por ello adorar a Dios en el Espíritu es lo mismo que adorarlo en la luz o en la verdad, como se puede deducir de las palabras que el Señor dijo a la Samaritana. Pues ella, engañada como estaba por el error de su pueblo, creía que debía adorarse a Dios en un lugar determinado, pero el Señor la instruyó, diciéndole que Dios debía ser adorado en Espíritu y en verdad, designándose, sin duda, a sí mismo como la verdad.

Por lo tanto, de la misma manera que decimos que hay que adorar al Hijo, como imagen de Dios Padre, también debemos decir que hay que adorar al Espíritu, pues posee y refleja en sí mismo la divinidad de Cristo.

Así pues, por la iluminación del Espíritu contemplamos propia y adecuadamente la gloria de Dios; y por medio de la impronta del Espíritu llegamos a aquel de quien el mismo Espíritu es impronta y sello.

(26, 61 y 64; Liturgia de las Horas)

Homilías

Sembrar en justicia:

Oh hombre, imita a la tierra; produce fruto igual que ella, no sea que parezcas peor que ella, que es un ser inanimado. La tierra produce unos frutos de los que ella no ha de gozar, sino que están destinados a tu provecho. En cambio, los frutos de beneficencia que tú produces los recolectas en provecho propio, ya que la recompensa de las buenas obras revierte en beneficio de los que las hacen. Cuando das al necesitado, lo que le das se convierte en algo tuyo y se te devuelve acrecentado. Del mismo modo que el grano de trigo, al caer en tierra, cede en provecho del que lo ha sembrado, así también el pan que tú das al pobre te proporcionará en el futuro una ganancia no pequeña. Procura, pues, que el fin de tus trabajos sea el comienzo de la siembra celestial: Sembrad para vosotros mismos en justicia, dice la Escritura.

Tus riquezas tendrás que dejarlas aquí, lo quieras o no; por el contrario, la gloria que hayas adquirido con tus buenas obras la llevarás hasta el Señor, cuando, rodeado de los elegidos, ante el juez universal, todos proclamarán tu generosidad, tu largueza y tus beneficios, atribuyéndote todos los apelativos indicadores de tu humanidad y benignidad. ¿Es que no ves cómo muchos dilapidan su dinero en los teatros, en los juegos atléticos, en las pantomimas, en las luchas entre hombres y fieras, cuyo solo espectáculo repugna, y todo por una gloria momentánea, por el estrépito y aplauso del pueblo?

Y tú, ¿serás avaro, tratándose de gastar en algo que ha de redundar en tanta gloria para ti? Recibirás la aprobación del mismo Dios, los ángeles te alabarán, todos los hombres que existen desde el origen del mundo te proclamarán bienaventurado; en recompensa por haber administrado rectamente unos bienes corruptibles, recibirás la gloria eterna, la corona de justicia, el reino de los cielos. Y todo esto te tiene sin cuidado, y por el afán de los bienes presentes menosprecias aquellos bienes que son el objeto de nuestra esperanza. Ea, pues, reparte tus riquezas según convenga, sé liberal y espléndido en dar a los pobres. Ojalá pueda decirse también de ti: Reparte limosna a los pobres, su caridad es constante.

Deberías estar agradecido, contento y feliz por el honor que se te ha concedido, al no ser tú quien ha de importunar a la Puerta de los demás, sino los demás quienes acuden a la tuya. Y °en cambio te retraes y te haces casi inaccesible, rehúyes el encuentro con los demás, para no verte obligado a soltar ni una Pequeña dádiva. Sólo sabes decir: «No tengo nada que dar, soy pobre». En verdad eres pobre y privado de todo bien: pobre en amor, pobre en humanidad, pobre en confianza en Dios, pobre en esperanza eterna.

(3,6; Liturgia de las Horas)

 

Sobre la literatura pagana

Publicado por ed. Rialp. col. Neblí n. 28, Madrid 1964 Utilidad de la ciencia profana y manera de aprovecharla:

En efecto, se dice que Moisés, aquel célebre varón cuyo nombre es tenido entre todos los hombres como excepcional por su sabiduría, después de haber ejercitado su inteligencia en las ciencias de los egipcios, avanzó más por esto hasta llegar a la contemplación del Que Es.

Y de modo semejante, en tiempos también antiguos, pero más cercanos a nosotros, cuentan que el sabio Daniel, después de conocer en Babilonia la ciencia de los caldeos, al final emprendió el estudio de las divinas letras.

Queda, por tanto, suficientemente demostrado con esto, que estas disciplinas profanas no son perjudiciales a los espíritus.

Nos queda por decir el modo de que lleguéis vosotros a sacar provecho de su estudio.

En primer lugar, pues, en cuanto a los poetas (por empezar por ahí). Como son diversos los asuntos que tratan, no es fácil dar para todos una norma común, sino que cuando os relatan las hazañas, proezas y dichos de los héroes, debéis esforzaros por aceptarlo con afecto y tratar de imitarles e intentar con todo ahínco ser como ellos; pero cuando se trate de hombres perversos, entonces es necesario huir de imitarles, dejar su ejemplo, tapándonos los oídos no con menos precaución de la que dicen que tuvo Ulises al huir del canto de las sirenas.

Pues el escuchar las palabras de los perversos es un camino para llegar a los hechos. Por eso con todo cuidado debemos guardar nuestra alma, no sea que a través de un estilo o palabras agradables, sin sentirlo, admitamos algo peor, como los que toman veneno mezclado con miel.

Por eso no alabaremos a los poetas cuando insultan y escarnecen, ni cuando relatan escenas de amores lujuriosos y de embriagueces, ni cuando fijan la felicidad en una mesa bien surtida con canciones disolutas. Y nunca haremos caso a los que hablan en ese sentido de los dioses y mucho menos cuando los muestren discutiendo de muchas cosas y sin ponerse de acuerdo.

Pues, por ejemplo, entre los dioses, un hermano está en desacuerdo contra un hermano, y un padre con sus hijos, y con esto tenemos enseguida una guerra no gloriosa contra los padres.

Y dejaremos para los cómicos los adulterios y amores de los dioses y sus libertinajes manifiestos, especialmente los de Júpiter, el principal corifeo de todos, según ellos dicen, cuyos hechos avergonzarían, si alguno los contase de las bestias.

Lo mismo debo decir de los historiadores, principalmente cuando escriben para agradar y hacer pasar el rato a los lectores. Ni tampoco imitaremos a los retóricos en el arte de mentir. Pues ni en juicios ni en otros negocios nos es útil y conveniente mentir a nosotros, que hemos escogido el recto y verdadero camino de la vida y a quienes la Ley nos manda no litigar.

Más bien aprobaremos las hazañas de aquellos en los que ensalzan la virtud o condenan el vicio y la maldad.

Pues como para los que no son las abejas, hay placer suficiente con el solo olor o color de las flores, pero las abejas pueden sacar miel de ellas, así también aquí los que no van en busca sólo del estilo y elegancia de estos libros, pueden sacar, además, de ellos cierta utilidad para su alma.

Debéis, pues, vosotros seguir al detalle el ejemplo de las abejas. Porque éstas no se paran en cualquier flor ni se esfuerzan por llevarse todo de las flores en las que posan su vuelo, sino que una vez que han tomado lo conveniente para su intento, lo demás lo dejan en paz.

También nosotros, si somos prudentes, extrayendo de estos autores lo que nos convenga y más se parezca a la verdad, dejaremos lo restante. Y de la misma manera que al coger la flor del rosal esquivamos las espinas, así al pretender sacar el mayor fruto posible de tales escritos tendremos cuidado con lo que pueda perjudicar los intereses del alma (...)

Pero acabemos lo que os decía al principio: no hemos de ad-Mitir y aceptar todo sin más ni más (de los libros o autores gentiles), sino lo que nos sea útil. Pues está feo, por una parte, apartar lo dañoso tratándose de alimentos y no tener cuenta alguna, por otra parte, con las lecturas, que alimentan el alma, y lanzarse a cualquier cosa que se presente, como arrastra consigo el torrente lo que encuentra.

(Neblí 28, 40-43.52)