SALVIANO DE MARSELLA

Los datos biográficos que se poseen sobre su vida son 
escasos. Nacido en los primeros años del siglo V, en Colonia o 
Tréveris, no se sabe con certeza cuando se trasladó al sur de la 
Galia. Desde el año 426 vive en la comunidad monástica de la 
isla de Lerins, frente a las costas de Marsella. Tres años mas 
tarde era sacerdote. 

Sus escritos revelan una esmerada formación cultural, y 
merecen especial atención sus estudios jurídicos. De las 
numerosas homilías y de su producción literaria se han 
conservado algunas Cartas y los tratados A la Iglesia y Sobre el 
gobierno divino. Esta última es su obra más importante, 
compuesta de ocho libros, en la que desarrolla el tema de la 
providencia divina. Se dirige a los cristianos para fortalecerles en 
la fe y en la confianza en Dios, en medio de la situación en que 
se encontraban los católicos en aquellos tiempos, bajo el dominio 
de los pueblos germánicos. Junto a la intención apologética, la 
obra trata de atajar los desórdenes morales del momento y 
exhorta a la conversión.

LOARTE

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Los preceptos del Señor
(Sobre el gobierno divino, 3, 5-6)

Quizá hoy alguno piensa que se ha pasado el tiempo de sufrir 
por Cristo lo que los Apóstoles soportaron en sus días. Es 
verdad: no hay emperadores paganos, no hay tiranos 
perseguidores, no se derrama la sangre de los santos, la fe no 
viene sometida a prueba con los suplicios. Dios está contento de 
que le sirvamos en esta época de paz, que le agrademos con la 
pureza de las acciones y la santidad de una vida inmaculada. Por 
esto le debemos más fe y devoción, porque exige menos de 
nosotros, aunque nos haya dado más. Los emperadores son 
cristianos, no hay persecución alguna; la religión no se encuentra 
amenazada, nosotros no estamos obligados a manifestar nuestra 
fe con una dura prueba: por eso debemos agradar más a Dios 
con las obligaciones pequeñas. De hecho, demuestra estar 
pronto a empresas mayores, si las cosas lo exigiesen, aquél que 
sabe cumplir los pequeños deberes. 

Omitamos, por tanto, aquello que padeció el bienaventurado 
Pablo; lo que, como leíamos en los libros religiosos escritos más 
tarde, padecieron los cristianos, ascendiendo así hasta la puerta 
de la casa celestial a través de los peldaños de sus dolores, 
sirviéndose de los caballetes del suplicio y de las hogueras como 
de escaleras. Veamos si al menos en aquellos actos hechos con 
religiosa devoción, pequeños y comunes, que todos los cristianos 
pueden cumplir en el momento de paz más estable y en todo 
tiempo nos esforzamos realmente por responder a los preceptos 
del Señor. Cristo nos prohibe pleitear. Mas ¿quién obedece a 
este mandamiento? No es un simple precepto, ya que llega hasta 
el punto de imponernos abandonar aquello que es el mismo 
argumento de la contienda para renunciar a ella misma: al que 
quiera entrar en pleito contigo para quitarte la túnica, déjale 
también la capa (Mt 5, 40). Pero yo me pregunto: ¿quiénes son 
los que dejan a los adversarios que les roben? Es más, ¿quiénes 
son los que no se oponen a que los enemigos les expolien? 
Estamos tan lejos de dejarles la túnica y lo demás, que, apenas 
podemos, buscamos coger la túnica y el manto al adversario. ¡Y 
obedecemos con tanta devoción a los mandamientos del Señor, 
que no nos basta con no ceder a nuestros enemigos ni el mínimo 
de nuestros vestidos, sino que además, si es posible y la 
situación lo permite, les arrancamos todo lo suyo! 

Este mandamiento viene unido a otro similar; dice así el Señor: 
si alguno te golpea en la mejilla derecha, preséntale también la 
otra (Mt 5, 39). ¿Cuántos son los que escuchan este precepto o 
los que, si muestran seguirlo, lo hacen de corazón? ¿Quién es el 
que, habiendo recibido un golpe, no quiere devolver muchos? 
Está tan lejos de ofrecer a quien le golpea la otra mejilla, que 
cree vencer no sólo golpeando al adversario, sino incluso 
matándolo directamente. 

Todo lo que queráis que hagan los hombres con 
vosotros—dice el Salvador—, hacedlo también vosotros con ellos 
(Mt 7, 12). Conocemos tan bien la primera parte de esta 
sentencia que nunca la olvidamos; la segunda la omitimos 
siempre, como si no la conociésemos. Sabemos muy bien lo que 
queremos que los demás hagan por nosotros, pero no sabemos 
lo que debemos hacer nosotros por los demás. ¡Y ojalá no lo 
supiésemos! Sería menor la culpa debida a la ignorancia, como 
se dice: el siervo que, conociendo la voluntad de su amo, no fue 
previsor ni actuó conforme a la voluntad de aquél, será muy 
azotado (Lc 12, 47). Ahora nuestra culpa es mayor porque 
queremos la primera parte de esta sagrada sentencia para 
nuestra utilidad y provecho; y la segunda parte la omitimos para 
injuria de Dios. 

Esta palabra del Señor viene otra vez reforzada y encarecida 
por el Apóstol Pablo, que en su predicación dice: que nadie 
busque su provecho, sino el de los demás (1 Cor 10, 24); y 
también: buscando cada uno no el propio interés, sino el de los 
otros (Fil 22, 4). Ve con cuanta fidelidad siguió el mandato de 
Cristo (...). Es el buen siervo de un buen Señor y un magnífico 
imitador de un Maestro único: caminando sobre sus huellas, casi 
las hizo más claras y esculpidas. Pero nosotros, cristianos, 
¿hacemos lo que nos manda Cristo o lo que nos manda el 
Apóstol? Creo que ni lo uno ni lo otro. Estamos tan lejos de 
ofrecer a los demás alguna cosa con un poco de sacrificio, que 
nos preocupamos ante todo de nuestra comodidad, molestando a 
los demás. 
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