TERTULIANO 2

 

II. Dios creador y redentor.

Grandeza del Dios de los cristianos.

Lo que adoramos es el Dios único, el que por el imperio de su palabra, por la disposición de su inteligencia, por su virtud todopoderosa, ha sacado de la nada toda esta mole con todo el aparejo de sus diversos elementos, de los cuerpos y de los espiritus, para servir de ornamento a su majestad. Por esto los griegos dieron al mundo el nombre de «cosmos», que significa ornamento.

Invisible es Dios, aunque se le vea; impalpable, aunque por su gracia se nos haga presente; inabarcable, aunque las facultades humanas lleguen a alcanzarle. Por esto es verdadero y tan grande: porque lo que comúnmente se puede ver y palpar y abarcar es inferior a los ojos que lo ven, a las manos que lo palpan, a los sentidos que lo alcanzan. Pero lo que es inmenso, sólo de sí mismo es conocido.

AGNOSTICISMO/TERTUL: He aquí lo que permite comprender a Dios: la imposibilidad de comprenderle. La fuerza de su grandeza le revela y le oculta a la vez a los hombres, cuyo pecado se puede reducir al de no querer reconocer a aquel a quien no pueden ignorar.

¿Queréis que probemos su existencia a partir de sus obras, tantas y tales que nos mantienen, nos deleitan y hasta nos aterran? ¿Queréis que lo probemos por el testimonio de la misma alma? Ésta, aunque se halla presa en la cárcel del cuerpo, contrahecha por mala educación, debilitada por sus pasiones y concupiscencias, sometida a la esclavitud de falsos dioses, sin embargo, cuando recapacita como despertando de una embriaguez, o del sueño, o de alguna enfermedad, recobrando su salud normal, invoca entonces a Dios con ese único nombre, que es el nombre del Dios verdadero: «Dios grande», «Dios bueno», «lo que Dios quiera»: éstas son expresiones de todos los hombres. De la misma manera le reconocen como juez: «Dios lo ve», «a Dios me encomiendo», «Dios me lo pagará». ¡Oh testimonio del alma naturalmente cristiana! Cuando profiere semejantes expresiones, mira no al Capitolio, sino al cielo, pues sabe que allí está la sede del Dios vivo, y sabe que de él y de allí ha descendido 12.

Unicidad y atributos de Dios.

La verdad cristiana lo ha proclamado con toda claridad: Si Dios no es único, no hay Dios. Nos parece mejor negar la existencia de una cosa que atribuirle una existencia como no debiera. Si quieres llegar a conocer que no puede haber más que un Dios, pregúntate qué es Dios, y encontrarás que no puede ser de otra manera. En cuanto le es dado al hombre dar una definición de Dios, voy yo a dar una definición que será admitida por el consentimiento universal de los hombres: Dios es el ser de suprema grandeza establecido desde la eternidad, no nacido, no creado, sin principio ni fin. Éstas son las propiedades que hay que atribuir a esta eternidad que constituye a Dios como grandeza suprema. Dios debe tener estos atributos y otros semejantes, si ha de ser la suprema grandeza en forma y modo de ser, así como en fuerza y poder.

Esto lo admiten todos los hombres, pues nadie negará que Dios es el ser de grandeza suprema; a no ser que uno pueda atreverse a proclamar que Dios es, por el contrario, algo en alguna manera inferior, con lo cual le quita lo que es propio de Dios y niega su divinidad. Ahora bien, ¿cuál será la propiedad de esta suma grandeza? Evidentemente será que nada pueda ser igual a él, os decir que no haya otra suma grandeza: porque, si la hay, será igual a él; y si es igual a él, ya no será la suma grandeza, con lo cual no se cumple la condición y, por así decirlo, la ley por la que nada puede igualarse a la grandeza suprema... 13.

El Dios creador por su bondad eterna.

Cuando nos ponemos a considerar a Dios en cuanto es conocido por el hombre, si se nos pregunta de qué manera le conocemos, haremos bien en comenzar por sus obras, que son anteriores al mismo hombre. De esta forma llegaremos inmediatamente a descubrir junto con él mismo su bondad y una vez establecida y admi tida ésta como base, nos podrá sugerir alguna indicación para comprender el orden de lo que siguió... Para comenzar, el sujeto que tenía que conocerle no lo encontró Dios fuera de sí, sino que él se lo hizo por sí mismo. Ésta es la primera de las bondades del creador, a saber, que Dios no quiso permanecer eternamente desconocido, es decir, sin que existiera algo que pudiera conocer a Dios. Porque, en efecto, ¿qué bien se puede comparar al de conocer y gozar a Dios? Y aunque este bien no aparecía todavía como tal, pues no existía todavía quien lo considerase, Dios ya sabía de antemano que se manifestaría como un bien, y por esto encargó a su suprema bondad que arbitrase el medio de que tal bien se hiciera manifiesto. Naturalmente, este bien no fue algo repentino, como si procediera de un capricho o de un impulso anímico que empezara a existir en el momento en que comenzó a actuar. Porque si esta bondad constituyó el comienzo (de todo) en el momento en que comenzó a actuar, ella misma, al actuar, no tenía comienzo. Pero así que ella creó el comienzo surgió el orden temporal de las cosas, ya que fueron colocados los astros y las lumbreras celestes que permiten distinguir y calcular el tiempo, como está escrito: «Servirán para los tiempos, los meses y los años» (Gén 1, 15). Por tanto, la bondad que hizo el tiempo, no tenía tiempo antes de que existiera el tiempo, y la que hizo el comienzo, no tuvo comienzo antes de que hubiera el comienzo. Estando, pues, libre del orden del comienzo y de la medida del tiempo, hay que admitir que existe desde una edad que no tiene medida ni límite, y no se puede pensar que haya tenido un comienzo súbito, caprichoso o bajo cualquier impulso externo: no hay base alguna para poder pensar nada de esto, ya que no tiene ninguna característica temporal. Por el contrario, hay que suponer que la bondad de Dios es eterna, inherente al mismo Dios perpetuamente: sólo así es digna de Dios 14.

Bondad de la creación que Dios ha destinado al hombre.

Este mundo está compuesto de toda suerte de cosas buenas. Esto solo muestra ya cuán grande es el bien preparado para aquel a quien va destinado todo este universo. En efecto, ¿quién sería digno de tener como morada tal obra de Dios fuera de la misma imagen y semejanza de Dios? La misma imagen es también obra de la bondad de Dios, efecto de una acción especial de la misma, ya que no se hizo por mero mandato oral, sino por la acción directa de sus propias manos, a la que precedió aquella palabra llena de cariño: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gén 1, 26). Esto dijo la divina bondad; y la misma bondad se puso a modelar el barro, hasta formar un ser de carne tan admirable y enriquecido con tan diferentes propiedades a partir de un material único. Luego la misma bondad sopló en él una alma, no muerta, sino viva. La misma bondad lo puso al frente de todas las cosas, para que las disfrutara, y las gobernara y hasta les diera nombre. La misma bondad quiso añadir todavía nuevos placeres, y así, aunque era dueño de todo el universo, le dio para habitar un lugar particularmente agradable, trasladándolo a un paraíso, con lo que ya desde entonces se figuraba el paso del mundo a la Iglesia. La misma bondad proveyó de la ayuda de una compañera, para que ningún bien faltara al hombre, diciendo «No es bueno que el hombre esté solo» (Gén 3, 3) y en esto ya preveía cómo el sexo de María tenía que reportar beneficio al hombre y luego a la Iglesia... 15.

La Trinidad en la unidad.

La herejía de Práxeas piensa estar en posesión de la pura verdad cuando profesa que para defender la unicidad de Dios hay que decir que el Padre, el Hijo y el Espiritu Santo son lo mismo. Como si no se pudiera admitir que los tres sean uno por el hecho de que los tres proceden de uno por unidad de sustancia, manteniendo el misterio de la economía divina, que distribuye la unidad en la trinidad, poniendo en su orden el Padre, el Hijo y el Espíritu. Son tres, no por la cualidad, sino por el orden; no por la sustancia, sino por la forma, no por el poder, sino por el aspecto; pues los tres tienen una sola sustancia, una sola naturaleza y un mismo poder, porque no hay más que un solo Dios, a partitr del cual, en razón del rango, la forma y el aspecto, se dan las designaciones de Padre, Hijo y Espíritu Santo; y aunque se distinguen en número, no por eso están divididos 16.

El Logos de Dios. TRI/TERTULIANO

Antes de todas las cosas Dios estaba solo: él era para sí su universo, su lugar, y todas las cosas. Estaba solo porque nada había fuera de él. Pero en realidad, ni siquiera entonces estaba solo, pues tenía consigo algo de su propio ser, su razón. Porque Dios es un ser racional, y la razón estaba primero en él, y de él derivó a todas las cosas. Esta razón es la conciencia que Dios tiene de sí mismo. Los griegos la llaman «logos», que equivale a lo que nosotros llamamos «palabra»: por esto ya se ha hecho corriente entre nosotros que digamos, para simplificar, que en el comienzo la Palabra estaba en Dios. Propiamente la razón debiera considerarse como anterior a la palabra, porque Dios no hablaba desde el principio, pero estaba dotado de razón desde el principio, y la misma palabra proviene de la razón y muestra así que ésta es anterior y como su fundamento. Pero esto no cambia las cosas, ya que si Dios todavía no había pronunciado su Palabra, sin embargo la tenía dentro de sí con la misma razón y en la razón, pensando y disponiendo consigo y en silencio lo que luego había de decir con su Palabra. Porque cuando pensaba y disponía en su razón, convertía ésta en palabra, ya que lo hacía verbalmente. Para que lo entiendas más fácilmente, reflexiona sobre ti mismo, que estás hecho a imagen y semejanza de Dios: también tú, siendo animal racional, tienes en ti mismo razón, porque no sólo has sido hecho por un artífice dotado de razón, sino que de su mismo ser has recibido la ida. Observa, pues, cómo esto sucede siempre dentro de ti, cuando en silencio andas pensando algo en tu razón: la razón se te expresa en palabras en cualquier pensamiento que te ocurra y a cualquier estímulo de tu conciencia. No piensas nada que no sea en palabras, ni tienes conciencia de nada que no sea por la razón. Inevitablemente te pones a hablar en tu interior, y al hablar tu palabra se te convierte en interlocutor, y en esta palabra está la misma razón por la que hablas pensando y por la que piensas hablando. De esta suerte, la palabra es en ti en cierto modo como una segunda persona (secundus quodammodo est in te sermo): en sí misma la palabra es algo distinto de ti, ya que por ella hablas pensando, y por ella piensas hablando. ¡Con cuánta mayor plenitud se dará esto en Dios, de quien tú te consideras imagen y semejanza! También él tiene en sí mismo la razón cuando está en silencio, y la Palabra cuando raciocina. Así pues, sin temeridad alguna, tengo motivos para suponer que Dios antes de la creación del universo no estuvo solo, pues tenía en sí mismo a su razón, y con la razón su Palabra que era distinta de él por su actividad dentro de él 17.

La Trinidad: distinción de personas en la unidad esencial.

El Hijo promete que, cuando haya subido al Padre, le pedirá que envíe el Paráclito, y lo enviará. Nótese que es «otro»... Además dice: <<Él tomará de mí» (Jn 14, 16), como él toma del Padre. De esta forma la conexión entre el Padre y el Hijo por una parte, y entre el Hijo y el Paráclito por otra, hace una serie coherente de tres, en la que uno depende de otro. Estos tres son una sola cosa, pero no una sola persona (tres unum sunt, non unus), como está escrito: «Yo y e] Padre somos una sola cosa» (Jn 10, 30), con referencia a la unidad esencial, no a la individualidad numérica (ad substantiae unitatem, non ad numeri singularitatem)

La Trinidad.

Dios profirió su palabra, como la raíz produce el retoño, la fuente el arroyo y el sol el rayo de luz... Y no tengo ningún reparo en usar estos nombres... porque todo origen es una paternidad, y todo lo que procede de un origen es engendrado: mucho más la Palabra de Dios, que, además, con toda propiedad recibió el nombre de Hijo. Sin embargo, ni el retoño se distingue de la raíz, ni el arroyo de la fuente, ni el rayo del sol, y así tampoco la Palabra se distingue de Dios. De acuerdo con estas imágenes, confieso admitir dos realidades, Dios y su Palabra, el Padre y el Hijo del mismo. Porque la raíz y el retoño son dos realidades, pero unidas; la fuente y el arroyo tienen dos formas, pero no están divididas; el sol y el rayo tienen dos modalidades, pero están juntas. Todo lo que procede de otro ha de ser necesariamente distinto de aquello de lo que procede, pero no ha de estar necesariamente separado. Cuando hay una nueva realidad hay dos realidades; cuando hay una tercera, hay tres realidades. Ahora bien, el Espíritu es una tercera realidad que procede del Padre y del Hijo, como el fruto es una tercera realidad procedente de la raíz y del retoño, y el río es una tercera realidad procedente de la fuente y del arroyo y el punto de luz es una tercera realidad con respecto al sol y a su rayo. Con todo, nada queda separado de la matriz de la que recibe sus propiedades. De esta suerte la Trinidad, procede del Padre en estadios bien trabados y conexoas, sin que la defensa de la condición de su «economía» suponga un ataque a su realidad monárquica. Profeso la regla de fe por la que declaro que el Padre y el Hijo y el Espiritu son inseparados. Si mantienes esto constantemente, entenderás cómo se ha de entender lo demás. Porque si digo que uno es el Padre, otro el Hijo y otro el Espiritu, el ignorante o el malvado entiende mal esta expresión si, porque hay cierto sonido de diver- sidad, concluye que esta diversidad ha de entenderse en el sentido de que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo están separados. Me veo obligado a decir esto, porque hay quien pretende que es lo mismo el Padre, el Hijo y el Espíritu, dando honores falsos a la <<monarquía» a expensas de la «economía»... 19

El Logos y la sabiduría eterna.

Este principio de operación y modo de ser de la conciencia divina se manifiesta también en la Escritura bajo el nombre de Sabiduria. Porque, ¿a qué se puede aplicar mejor el nombre de sabiduría que a la razón y palabra de Dios? Escucha cómo la Sabiduría es creada como una segunda persona: «En primer lugar me creó Dios como comienzo de sus caminos, antes de que hiciera la tierra, antes de que asentara los montes; antes que a los collados, me engendró a mí» (Prov 8, 22)... En cuanto Dios quiso crear con su existencia y sus variedades propias lo que con su sabiduría, su razón y su palabra había dispuesto en su interior, lo primero que hizo fue dar a luz a la Palabra que contenta en sí inseparablemente su razón y su sabiduría; y por esta Palabra se hicieron todas las cosas, ya que por ella habían sido pensadas y dispuestas y aun hechas en la conciencia de Dios. Lo único que les faltaba era que pudieran ser objeto de conocimiento y comprensión en sus diversas formas y existencias concretas... 20

El Verbo actuaba ya en favor de los hombres desde el A.T.

No pienses que sólo la creación del mundo se hizo por el Verbo, sino que por él se hizo todo lo que Dios hizo en los tiempos subsiguientes... «A él se le dio todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18)... Todo poder y todo juicio, dice la Escritura: todas las cosas fueron hechas por él, y todo fue entregado a sus manos, y por tanto no hay que admitir ninguna excepción en el tiempo, pues ya no se trataría de todas las cosas si no se incluyeran las cosas de todos los tiempos. Por tanto, fue el Hijo quien juzgó al mundo desde el principio: él destruyó aquella torre soberbia y confundió las lenguas, castigó el orbe con la avenida de las aguas, hizo llover fuego y azufre sobre Sodoma y Gomorra, siendo Dios de Dios. Él era quien bajaba siempre a hablar con los hombres, desde Adán hasta los patriarcas y los profetas, en visiones y sueños, en imágenes y enigmas, siempre preparando ya desde el comienzo aquel orden que había de conseguir en los tiempos finales. De esta suerte, constantemente estaba Dios aprendiendo a conversar con los hombres en la tierra: un Dios que no era otro que la Palabra que tenía que hacerse carne. Aprendía así, para disponernos a nosotros para la fe, pues más fácilmente creeríamos que el Hijo de Dios había descendido al mundo, si habíamos conocido que antes ya había acontecido algo semejante. Todo esto, así como «fue escrito para nosotros» se hizo también por nosotros, «por aquellos a quienes sobrevino el fin de los tiempos» (1 Cor 10, 11). De esta suerte, ya desde entonces empezó a experimentar los afectos propios del hombre, ya que él tenía que asumir los elementos del hombre, la carne y el alma... Estas cosas convenían al Hijo, que tenía que someterse aun a las pasiones humanas, a la sed, el hambre, las lágrimas, incluso el nacimiento y la muerte, en lo cual el Padre «lo hizo un poco inferior a los ángeles» (Sal 8, 6) 21.

Dios se abaja al nivel de los hombres en Cristo.

Dios no hubiese podido entrar en trato con los hombres, si no hubiese tomado sentimientos y afectos humanos. Asi moderaba con humildad el poder de su majestad, que hubiera sido intolerable a la pequeñez humana. Lo que parece indigno de Dios, era necesario para el hombre, y por eso era también digno de Dios, ya que nada es tan digno de Dios como la salvación del hombre... Si el Dios supremo con tanta humildad abajó la excelencia de su majestad que se sometió a la muerte y muerte de cruz, ¿por qué no admitís que el Dios del Antiguo Testamento se abajase en ciertas cosas mucho más soportables que los insultos, el patíbulo y el sepulcro que había de recibir de los judíos? ¿Es que realmente pensáis que son cosas bajas las que ya desde entonces debían ser indicio de que Cristo, sometido a los sufrimientos de los hombres, venía de aquel Dios cuyos antropomorfismos vosotros repudiáis? Profesamos que Cristo actuó desde siempre en nombre del Padre; él es quien habló en los comienzas, quien tuvo tratos con los patriarcas y los profetas, pues es el Hijo del creador y la Palabra suya. Al proferirla Dios en sí mismo, constituyó al Hijo, y luego le dio el poder sobre todas sus disposiciones y voluntades, haciéndolo un poco inferior a los ángeles, como dice él mismo en la Escritura (Sal 8, 6).

Al disminuirlo así, el Padre le ordenó para estas cosas que vosotros reprobáis como antropomorfismos, entrenándole ya desde el comienzo para aquello que tenía que ser en el fin. Él es el que baja, el que pregunta, el que pide, el que jura. Que nadie vio al Padre, lo atestigua el mismo Evangelio común, pues dice Cristo: «Nadie conoce al Padre sino el Hijo» (Mt 11, 27). ÉI mismo había dicho en el Antiguo Testamento: «Nadie que vea a Dios vivirá» (Ex 33, 20). Con esto declara que el Padre es invisible, y en su nombre y autoridad era Dios aquel que era tenido por Hijo de Dios. En cambio entre nosotros Cristo es recibido como tal, pues es de esta forma como es nuestro. Por consiguiente, toda la dignidad que vosotros reclamáis para Dios se encuentra en el Padre, que es invisible, inabordable y sereno, siendo, por así decirlo. el dios de los filósofos. En cambio lo que reprocháis como indigno de Dios, se ha de admitir en el Hijo, hecho visible, audible y asequible, mediador e instrumento del Padre. En él se han mezclado Dios y el hombre: Dios por su poder, y hombre por su debilidad. De esta suerte puede conferir a la humanidad lo que ha robado a la divinidad. Todo lo que según vosotros es deshonroso de Dios, encierra en el Dios que yo adoro el misterio de la salvación humana. Dios se pone a vivir a la manera humana, para que el hombre aprendiera a vivir de manera divina. Dios se pone al nivel del hombre, para que el hombre pudiera ponerse al nivel de Dios. Dios se hizo pequeño, para que el hombre adquiriera su grandeza. Si crees que esto es indigno de Dios, no sé si realmente crees en un Dios crucificado. Vuestra perversidad es indecible frente a ambas maneras de manifestarse del creador. Le llamáis juez, pero repudiáis como crueldad la severidad del juez que dicta según lo que merece cada caso. Exigís que Dios sea sumamente bueno, pero despreciáis como debilidad su suavidad y benignidad en abajarse hasta lo que era capaz de comprender la pequeñez humana. No os gusta ni siendo grande ni siendo pequeño, ni como juez ni como amigo... 22

Cristo se encarnó verdaderamente, porque tenía que morir verdaderamente.

(Los gnósticos) proponen que no hay dificultad en que Cristo hubiera tenido un cuerpo que no pasara por el nacimiento, igual que admitimos que los ángeles, sin pasar por útero alguno materno, anduvieron en forma carnal... Quisiera que éstos compararan las causas por las que Cristo y los ángeles anduvieron en forma carnal. Ningún ángel jamás descendió para ser crucificado, para someterse a la muerte, para resucitar de la muerte. Ya tienes la causa de que los ángeles no tomaran carne a través del nacimiento: ninguno de los que se encarnó lo hizo por tales motivos. No venían para morir, y, consecuentemente, tampoco para nacer. Pero Cristo, que fue enviado para morir, hubo necesariamente de nacer a fin de que pudiera morir. No suele estar sujeto a la muerte más que lo que está sujeto a nacimiento. Es una deuda mutua la que está establecida entre el nacimiento y la muerte. La ley de la muerte es la causa del nacimiento... 23.

Eva y María.

Habrá que comentar la razón por la que el Hijo de Dios hubo de nacer de una virgen. Debía nacer de nuevo el que tenía que ser consagrador de un nuevo nacimiento, acerca del cual el Señor había prometido por Isaías que nos iba a dar una señal...: «Una virgen concebirá en su vientre y parirá un hijo» (Is 7, 14). De acuerdo con esto concibió la Virgen, y parió a Emmanuel, es decir a «Dios con nosotros». Este es el nacimiento nuevo: el hombre nace en Dios porque Dios ha nacido en el hombre, tomando la carne de la antigua raza, pero sin la cualidad antigua de la raza; así la restauró con una raza nueva, la raza espiritual, purificada por el hecho de haber quedado expulsados los antiguos errores. Ahora bien, toda esta nueva forma de nacimiento así como estaba prefigurada en el viejo nacimiento con todos sus detalles, así también hace inteligible la disposición del nacimiento virginal. Porque cuando surgió el hombre, la tierra era virgen y no había sido vejada por el trabajo humano ni se le había introducido semilla alguna: de esta tierra virgen se nos dice que Dios hizo el hombre para que fuera un ser viviente. Ahora bien. si esto se refiere acerca del antiguo Adán, tenemos razón para pensar que sucederá paralelamente en el «Adán novísimo», como dijo el Apóstol. Este segundo, pues, salió de una tierra virgen—la carne que no había sido todavía abierta a la generación—, para que fuera un espiritu vivificante... Dios lo restableció a su imagen y semejanza, que había sido arrebatada por el diablo, por una operación paralela. Porque la palabra del diablo, artífice de la muertes se metió dentro de Eva cuando ésta era todavía virgen; paralelamente la Palabra de Dios, constructora de la vida, tenía que meterse dentro de la Virgen, para que se restableciera la salud del hombre por el mismo sexo por el cual había venido al hombre la perdición. Eva creyó a la serpiente: María creyó a Gabriel. Lo que aquélla pecó creyendo, creyendo lo corrigió ésta. Se objetará: «Pero Eva no concibió nada en su seno por obra de la palabra del diablo.» Ya lo creo que concibió: porque la palabra del diablo fue el semen por el que ella tuvo luego que parir desterrada y tuvo que parir con dolores, dando a luz, en suma, a un diablo fratricida. Por el contrario, María dio a luz a aquel que tenía que salvar a su hermano carnal, Israel, su propio matador. Al sello virginal hizo Dios descender su propia Palabra, el hermano bueno que había de borrar la memoria del mal hermano. Y por esto Cristo, para salvar al hombre, tuvo que salir de allí mismo donde se había metido el hombre llevando sobre sí la condenación 24.

Las dos naturalezas de Cristo.

O confiesas que en el Dios crucificado está la sabiduría, o vale más que no lo admitas para nada. ¿Qué es más indigno de Dios, más vergonzoso, nacer o morir? ¿Soportar la carne o soportar la cruz? ¿Ser circuncidado o ser crucificado? ¿Ser amamantado o ser sepultado? ¿Ser colocado en un pesebre, o ser depositado en un sepulcro? En realidad no serás sabio si no te conviertes en necio para el mundo y te pones a creer las necedades de Dios....Respóndeme tú, asesino de la verdad. ¿No fue realmente crucificado el Señor? ¿No murió realmente, para que fuera realmente crucificado? ¿No resucitó realmente, por haber realmente muerto? ¿O es que Pablo nos enseñaba falsedades cuando decía que sólo conocía a Cristo crucificado (cf. I Cor 15, 17) añadiendo falsamente que había sido sepultado e inculcando falsamente que había resucitado? Y si esto es así, ¿toda nuestra fe es falsa, y es un fantasma todo lo que esperamos de Cristo? Eres el más malvado de los hombres, pues buscas excusas para los que dieron muerte al Señor. Pues, en efecto, nada hicieron sufrir éstos a Cristo si es verdad que Cristo nada sufrió.

No le quites al mundo su única esperanza, y no quieras lo que hay de necesariamente deshonroso en nuestra fe. Todo lo que es indigno de Dios es en provecho mío. Él dijo: «Si uno se avergüenza de mí, yo me avergonzaré de él» (Mt 10, 33...). Si no me avergüenzo de mi Señor, estoy salvado. ¿Fue crucificado el Hijo de Dios? Es vergonzoso, y por esto no me avergüenza. ¿Murió el Hijo de Dios? Es absurdo, y por esto lo creo. ¿Resucitó una vez sepultado? Es imposible, y por esto es cierto. Estas cosas ¿cómo hubieran sucedido realmente en él, si él no existía realmente, si no tenia realmente lo que había de ser crucificado, lo que había de morir, ser sepultado y resucitar, es decir, la carne vivificada por la sangre, estructurada sobre los huesos, ligada por los nervios y cruzado por las venas? Esta carne era, sin lugar a dudas, humana, pues era nacida de un ser humano y, por tanto, mortal. Por ella Cristo es <<hombre» e «hijo del hombre»... A no ser que nos digas, Marción, que el hombre no es carne, o que la carne del hombre no procede de un ser humano, o que María no era un ser humano, o que ser hombre es ser Dios. Si no tiene carne, Cristo no puede ser denominado hombre: si no procede de un ser humano, no puede ser llamado hijo del hombre, de la misma manera que no es Dios sin el Espíritu de Dios, ni Hijo de Dios si Dios no es su Padre. Así pues, el origen de una y otra sustancia revela que es a la vez Dios y hombre: bajo un aspecto, nacido; bajo otro, no nacido; bajo un aspecto, carnal; bajo otro, espiritual, bajo uno, débil; bajo otro, fuerte en extremo; bajo uno, mortal; bajo otro, viviente. Estas propiedades de sus dos maneras de ser (conditiones), la divina y la humana, se señalan como igualmente verdaderas para una y otra naturaleza, el Espiritu y la carne. Con la misma credibilidad, el poder del EspIritu de Dios prueba que Cristo es Dios, y los sufrimientos de su carne humana prueban que es hombre. Sin el Espíritu no tendría el poder; sin la carne no se darían sus sufrimientos. Si la carne con sus sufrimientos no es más que una apariencia, el Espíritu con su poder es una falsedad. ¿Por qué introduces una falsedad que parte a Cristo en dos? Todo él fue verdad. Puedes estar cierto de que prefirió someterse al nacimiento que engañar con alguno de sus componentes—y además en detrimento propio—, presentándose como teniendo una carne sólida sin tena huesos, dura sin tener músculos, sangrienta sin sangre... con palabras fantasmagóricas que sonaban a los oídos con una voz imaginaria. Si fuera así, ¿fue también un fantasma cuando después de la resurrección ofreció sus manos y sus pies a los discípulos para que los examinaran?... De esta forma, engaña, embauca y encandila a todos los que le ven, a todos los que le conocen, a todos los que se acercan a él y le tocan. Si esto es así, no debieras hacer a Cristo descendido del cielo, sino venido de alguna banda de falsarios, ni debieras proclamarlo Dios por encima de los hombres, sino simple hombre con poder de mago; no sería el pontífice de nuestra salvación, sino el artífice de un espectáculo; no sería el resucitados de los muertos, sino el embaucador de los vivos. Por más que, aunque hubiera sido un mago, tendría que haber nacido 25.

El Hijo abandonado por el Padre.

Te encuentras con que en su pasión exclama Cristo: «Dios mio, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46)... Esta es la voz de la carne y del alma, es decir, del hombre, -no la voz del Verbo y del Espíritu, es decir, de Dios. Fue proferida precisamente para que quedara manifiesto que Dios es impasible y que abandonó a su Hijo al entregar su humanidad a la muerte. El Apóstol tuvo conciencia de esto cuando escribió: «El Padre no fue indulgente con su propio Hijo» (Rm 8, 32); y antes había dicho lo mismo Isaías: <<EI Señor lo entregó por nuestros pecados» (Is 53, 6). Fue al no tener indulgencia con él, al entregarlo por nosotros, cuando el Padre lo abandonó. Pero en realidad no abandonó el Padre al Hijo, pues éste puso en sus manos su espíritu. Lo puso en sus manos, y al punto murió, porque mientras el espíritu está todavía en la carne, ésta no puede morir. Así pues, para el Hijo, ser abandonado del Padre fue lo mismo que morir. Por tanto, el Hijo muere y resucita por obra del Padre, según las Escrituras. El Hijo se remonta a lo más alto de los cielos, habiendo descendido a lo más profundo de la tierra. Allí está sentado a la derecha del Padre, no el Padre a su derecha. Allí le vio Esteban cuando le apedreaban, todavía de pie a la derecha de Dios, pues empezará a sentarse en el momento en que el Padre ponga todos sus enemigos debajo de sus pies. Él mismo vendrá de nuevo sobre las nubes del cielo, de la misma manera como subió. Y, mientras tanto, él mismo derramó el don recibido del Padre, el Espíritu Santo, la tercera persona (tertium numen) de la divinidad y el tercer grado de la suma majestad, predicador de la monarquía unitaria e intérprete de la economía divina para aquel que dé oído a la nueva profecía que se contiene en sus palabras. Él es el guía de toda verdad, la cual se encuentra en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: éste es el misterio cristiano. Es propio de las creencias judaicas creer de tal modo en un solo Dios, que no quieras poner al Hijo junto a él, y además del Hijo el Espiritu. ¿Qué diferencia hay entre los judíos y los cristianos, sino ésta? ¿Qué necesidad teníamos del Evangelio, que es la esencia del Nuevo Testamento, y que declara que la ley y los profetas se extienden hasta Juan, si no sacamos de él que los tres en quienes creemos, el Padre, el Hijo y el Espiritu, no constituyen más que un solo Dios?... 26.

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12. Apol. 17.
13. Adv. Marc. 1, 3.
14. Ibid. 2, 3.
15. Ibid. 2, 4, 3.
16. TERTUL., Adv. Praxean, 2, 3-4.
17. Ibid. 5.
18. Ibid. 25.
19. Ibid. 8-9.
20. Ibid. 6.
21. Ibid: 16.
22. Adv. Marc. 2, 27.
23. TERTUL., De carne Christi, 6, 3-6.
24. Ibid. 17.
25. Ibid. 5, 1-10.
26. Adv. Praxean, 30-31.