SAN JERÓNIMO
(347-420)

 

VIDA

Su verdadero nombre era Eusebio, que había heredado de su padre. Jerónimo es sólo un sobrenombre, que la posteridad retuvo sin embargo para designar al ilustre sabio.

Nació en Estridón, en los confines de la Dalmacia y de la Panonia, dentro de una familia cristiana y opulenta. A la edad de l8 años, todavía catecúmeno, se traslada a Roma, donde es bautizado por el Papa Liberio en persona. Helo aquí de estudiante, asiduo en los cursos de los gramáticos, de los retóricos, de los filósofos, dedicado a la lectura de autores griegos y latinos, lo mismo poetas que pensadores o historiadores, y copiando de su mano libros enteros para formarse una biblioteca. Un viaje a las Galias, o diversos centros de erudición, y una permanencia en Tréveris, dosnde transcribe diversas obras de San Hilario de Poitiers, lo muestran ya apasionado por el estudio y la investigación. Probablemente también es de esta época su designio de consagrarse al servicio de Dios.

 

De retorno a Aquilea, desgustos domésticos, esencialmente por la conducta de su hermana, lo llevan a alejarse del país e irse al Oriente. No llevaba más que su biblioteca, que enriqueció todavía más en el curso de un largo viaje por Tracia, por Galacia y la Capadocia antes de llegar a Antioquía. Obligado por la fatiga a descansar varios meses en esta ciudad, aprovechó todavía este descanso para estudiar las Sagradas Escrituras, en particular en la escuela de Apolinar, Obispo de Laodicea (año 372).

 

Pero, prendado de la vida monástica, apenas restablecida su salud, se internó en el desierto de Calcis, “ vasta soledad toda quemada por los ardores del sol”, y se somete al régimen de los eremitas. Si acaso esperó huir de esta suerte de los recuerdos de una juventud un poco frívola, muy pronto cayó en la cuenta de que el hombre lleva consigo en todas partes su naturaleza corrompida: “Yo, que por temor del infierno me había impuesto una prisión en compañia de escorpiones y venados, a menudo creía asistir a danzas de doncellas. Tenía yo el rostro pálido de ayunos; pero el espíritu quemaba de deseos mi cuerpo helado, y los fuegos de la voluptuossidad crepitaban en un hombre casi muerto. Lo recuerdo bien: tenía a veces que gritar sin descanso todo el día y toda la noche. No cesaba de herirme el pecho. Mi celda me inspiraba un gran temor, como si fuera cómplice de mis obsesiones: furioso conmigo mismo, huía solo al desierto. . . Después de haber orado y llorado mucho, llegaba a creerme en el coro de los ángeles” (Carta 22 a Eustoquio).

 

“En mi juventud, cuando estaba yo confinado en el desierto, rechazaba con ayunos repetidos los violentos asaltos del vicio y las terribles exigengias de mi naturaleza. Pero mi espíritu permanecía lleno de obsesiones. Para dominarlas me puse bajo la disciplina de cierto hermano judío convertido después de los altos conceptos de Quintiliano, los aplios períodos de Cicerón, la gravedad de Frontino y los encantos de Plinio, aprendí el alfabeto hebreo, ejercitándome en pronunciar las sibilantes y las guturales. Cuántas fatigas sufrí. Cuántas dificultades experimenté. A menudo desesperaba de alcanzar mi objetivo. Todo lo abandonaba. Luego decidido a vencer, reanudaba el combate. Testigos de ello son mi conciencia y las de mis compañeros. Sin embargo, le doy gracias al Señor de haber sacado tan dulces frutos de la amargura de tal iniciación en las letras” (Carta l24, l2).

 

Más allá de esta mortificación, no perdía de vista por lo demás una finalidad más elevada: estudiar la Sagrada Escritura en el texto original. Los grandes intérpretes, sus antecesores, Orígenes, Tertuliano, Atanasio, etc., se habían contentado con la versión griega de los Setenta: el hebreo era desdeñado, no sólo a causa de sus dificultades lingüísticas, sino porque se le consideraba como una lengua maldita, tanto como el pueblo judío mismo.

 

Aparte de las dificultades de que nos habla, Jerónimo tuvo que afrontar las bromas de los colegas,. Quizá sin pensar en ello de manera precisa, Jerónimo preparaba ya las conferencias bíblicas que debería dar más tarde en Roma, y sobre todo la traducción de la Biblia al latín, la Vulgata. Estuduó también el griego, más difícil; pero para éste no faltaban los profesores.

 

Aunque parecía desdeñar a los autores clásicos, Virgilio, Plauto, Cicerón, Tito Livio, se los sabía de memoria. Y no los abandonó jamás del todo, y toda su vida fue un fino literato.

Pero sus esfuerzos se concentraban en el texto sagrado y los escritos de los Padres. Le decía a Florentino lo siguiente: “Te conjuro y te suplico insistentemente que tú mismo le pidas a Rufino te confíe para recopiarlos los comentarios del bienaventurado Rético, obispo de Autún, en los que explica el Cantar de los Cantares en un lenguaje magnífico. Además, un compatriota de Rufino, el viejo Paulo, me ha dicho que este Rufino se quedó con su ejemplar de Tertuliano y lo reclama vehementemente. Te ruego que hagas copias por un copista de libros que me faltan. Asimismo, la interpretación de los Salmos de David y un grueso libro de San Hilario sobre los Sínodos. En Tréveris yo lo copiéde mimano: mándamelo” (A Florentino, carta 5). San Jerónimo hizo que sus jóvenes alumnos copiaran las obras de San Hilario.

 

Al viejo Paulo le dice: “Yo te pido la perla evangélica, quiero decir los comentarios de Fortunanciano. Luego, para conocer a los perseguidores, la historia de Aurelio Víctor y las cartas de Novaciano. Conociendo las proposiciones de este cismático podremos saborear mejor las respuestas del Santo mártir Cipriano” (Carta l0).

Sin embargo, en Antioquía la querella de las hipóstasis y la competencia por la sede patriarcal dividían a la Cristiandad. Obligando a intervenir, y ciudadoso de hacerlo sin ir a errar, Jerónimo escribió al Papa Dámaso pidiéndole resolviera la doble cuestión dogmática y disciplinaria. Luego fue él mismo a Antioquía, y a instancias del obispo Paulino consistió en recibir el presbiterado sin incardinarse en alguna iglesia ni comprometerse a ejercer el ministerio sacerdotal, para poder volver al desierto en cualquier momento (año 377).

 

De allí pasó a Constantinopla para reunirse con San Gregorio de Nacianzo y San Gregorio de Nisa. Luego, en compañia de Paulino y de Epifanio emprendió el camino de Roma (año de 380).

En el concilio de 382 Jer[1]nimo destacó por la extensión de su saber y la seguridad de su doctrina, a tal punto que el Papa Dámaso decidió tomarlo como secretario.

 

Es entonces cuando emprende sus trabajos sobre la Sagrada Escritura, cuya abundancia y calidad pasman. Su reputación de ciencia y de santidad atrajo a toda una élite de la sociedad romana, en particular damas nobles con las que debía mantener desde entonces una correspondecia que siempre será un monumento de explicaciones escriturísticas y de alta espiritualidad: Marcela, Paula, Fabiola, Lea, etc. . .

 

Pero, a la muerte del Papa Dámasco (año 384), las envidias y los rencores, hasta entonces contenidos, estallaron contra Jerínimo, cuyas violentas invectivas contra los abusos y los desórdenes lo habían hecho antipático. Asqueado, resolvió alejarse de la Roma “en que no se tiene derecho de ser santo en paz”. Y con un pequeño grupo de amigos fieles, y entre ellos su propio hermano Pauliniano, partió para Chipre y Antioquía, con la intención de llegar a Tierra Santa y quizá de instalarse en ella. Después de una primera visita a Belén y a Jerusalén, hizo un viaje a Egipto, para edificarse a la vista de los anacoretas, y hasta Alejandría para consultar al santo Dídimo, poseedor de preciosas tradiciones de la doctrina apostólica. Luego, retornó definitivamente a Belén, donde, gracias a la esplendidez de Paula, se construyeron dos monasterios cerca de la gruta de la Natividad. Uno para Jerónimo y los monjes que muy pronto se le unieron; el otro para Paula misma y sus piadosas compañeras. Aquí y allá se inició una vida religiosa consagrada a la oración, a la penitencia, luego al estudio y a la meditación de la Sagrada Escritura (387).

 

Perfecionándose en el estudio del hebreo y el griego, Jerónimo emprendió y llevó a cabo varias obras: traduciones, exégesis, historia, de todo lo cual lo más importante es una visión latina del Antiguo Testamento, hecha directamente sobre el texto original, en la que empleó l5 años: traducción que pasó a la posteridad y que fue adaptada por la autoridad eclesiástica bajo el nombre de Vulgara.

 

Una disputaa sobre la doctrina de Orígenes contrapuso a Jerónimo con su compatriota y amogo más querido, Rufino, y luego con el Patriarca Juan de Jerusalén, tras del cual Rufino se protegía prudentemente. Al colocarse entonces al lado de Epifanio de Salamina, que llegó expresamente para combatir el origenismo, Jerónimo se vio de cierta manera excomulgado: a él y a sus monjes sse le prohibió la entrada a la Iglesia de Belén y a la gruta de la Natividad. A fin de asegurar el culto para la comunidad, hizo ordenar sacerdote a su hermano Pauliniano, pero por las manos de Epifanio, lo que fue considerado como una invasión en la jurisdicción del obispo del lugar, y agravó todavía más el conflicto.

 

Esto no le impidió al sabio proseguir sus trabajos. Pero los escritos de esta época, en particular las cartas, dejan traslucir con frecuencia la amargura y la pena. La reconciliación con Rufino se efectuó sin embargo antes de que éste salierad de Palestina (año 397), y con Juan de Jerusalén un poco más tarde.

 

Luego, habiendo creído Rufino, de retorno en Roma, poder respaldarse con Jerónimo en el prefacio de una traducción de una obra de Orígenes, protestó de nuevo el eremita de Belén: “Yo he alabado a Orígenes en cuanto exégeta, no en cuanto dogmatista; en cuanto filósofo, no en cuanto apóstol; por su genio y su erudición, no por su fe. . . Quienes dicen conocer mi juicio sobre Orígenes que lean mi comentario al Ecclesiastés y los tres volúmenes sobre la Epístola a los Efesios; y claramente verán que siempre he sido hostil a sus doctrinas. . . Si no se quiere reconocer que jamás he sido origenista, que al menos se admita que he dejado de serlo” (Epístola 84). Finalmente, habiendo publicado Rufino las “invectivas”, Jerónimo, herio en lo más vivo, respondió con su “Apología contra Rufino”, en el tono más acerbo.

 

Por haberse puesto demasiado ciegamente al remolque de Teófilo de Alejandría en su polémica anti-origenista, Jerónimo caerá en expresiones violentas e injustas no solamente contra ciertos monjes recalcitrantes, sino contra el propio San Juan Crisóstomo.

En seguida de discusiones con San Agustín, en términos a veces hartos vivos sobre ciertas interpretaciones escriturísticas, San Jerónimo tuvo que exponer claramente su intención al traducir la Biblia: “No pretendo abolir las antiguas versiones, puesto que, al contrario, yo las he traducido del griego al latín, para los que no entienden más que nuestra lengua. No he querido sino restablecer los pasajes suprimidos o alterados por los judíos y hacerles conocer a los latinos el contenido del original hebreo. Y si no se quiere leer esta versión, yo a nadie lo obligo a ello. Que beban con delicias el viejo vino si se le prefiere, que se deje nuestro vino nuevo” (Carta l04).

 

Por lo demás, se ha exagerado el conflicto que por un momento opuso a dos grandes hombres y dos grandes santos. Aunque San Jerónimo tenía a veces el humor áspero y la palabra mordente; aunque San Agustín, sin dejar de ser deferente, se mostraba obstinado en sus ideas, todo esto en uno y otro quedaba corregido por una profunda caridad cristiana y un deseo unánime de servir a la Iglesia. Lo prueban las últimas Cartas: “Tregua ahora de toda discusión: que no haya entre nosotros sino pura fraternidad. No nos crucemos ya escritos de controversias sino solamente mensajes de caridad. Ejercitémonos en el campo de las Escrituras sin herirnos mutuamente” (Carta ll5). Y en el momento en que el obispo de Hipona dirigía la lucha contra el pelagianismo le escribió Jerónimo, que envejecía: “¡Animo! Tu nombre es célebre en todo el universo: los católicos admiran y veneran en ti al restaurador de la antigua Fe; y, lo que es todavía más glorioso, los herejes te detestan, te dedican el mismo odio a mí; aunque no pueden verter nuestra sangre, desean nuestra muerte” (Carta l46).

 

Los últimos años de San Jerónimo fueron de tristeza por crueles duelos: discípulos y amigos los más íntimos, santas mujeres que lo habían sostenido en sus trabajos: Paula, Pammachius, Marcela. Luego. La toma de Roma por Alarico (año 4l0), aparte de la herida que hizo en su corazón de romano, fue la señal del desorden en todo el imperio, que lanzó hacia Palestina y los hospicios de los monasterios legiones de fugitivos que era menester socorrer y consolar. En fin, la salud del viejo sabio declinaba: no pudiendo ya escribir personalmente, dictaba, pero no siempre tenía escribanos a satisfacción.

 

La herejía pelagiana vino a agravar todavía más sus pruebas. Pelagio mismo, durante una estancia en Jerusalén, había simpatizado con los monjes de Belén. Este recuerdo le inspiró primeramente a Jerónimo algunos miramientos para con el heresiarca; pero muy pronto tuvo que decidirse a denunciar su “doctrina impía y criminal”. Los sectarios, furiosos, hicieron irrupciónen los monasterios y los incendiaron después de haber vejado a los monjes y a las monjas. En el preciso momento Jerónimo escapó de morir (año 4l6).

 

Después de la muerte de Eustochium (año 4l9), hija de Paula, y que le había sucedido a la cabeza del monasterio femenino de Belén, San Jerónimo, de edad de 85 años, rápidamente acabó de agotarse. Algunas cartas datan todavía de los últimos meses, dirigidas a obispos y una de ellas al Papa Bonifacio, para animarlo en la lucha contra las herejías y especialemente contra el pelagianismo.

Munió el 30 de septiembre del año 420.

 

OBRAS

 

La obra principal de San Jerónimo es la traducción de la Biblia, conocida bajo en nombre de “Vulgata”, que viene a ser, por los decretos del Concilio de Trento, el texto auténtico de la Sagrada Escritura, que es autoridad para los católicos y opuesta a los protestantes. Había emprendido primeramente la revisión de una antigua versión latina ----“Antica latina”---- llamada por San Agustín “Vetus Itala” porque se usaba en Italia y que había sido hecha sobre el texto griego exaplar de los Setenta. Desgraciadamente no queda de ella más que el Nuevo Testamento, y luego el libro de Job y el Salterio que viene a ser el “Salterio romano”. En una carta a San Agustín que le había pedido este trabajo, San Jerónimo deplora el haberlo perdido por la torpeza, o la falta de honradez de algún depositario o mensajero (Carta l34). Luego quiso traducir directamente del hebreo al latín todo el Antiguo Testamento. Durante l5 años buscó el autor las copias para confrontarlas y se atrevió aun a consultar a sabios rabinos. Los libros deuterocanónicos, tales como Tobías y Judith, fueron traducidos del caldeo, mientras que los libros considerados entonces como no canónicos, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc, Tercero y Cuarto de Esdras, Macabeos, los hiszo a un lado. Fueron agregados en seguida en la Vulgata, conforme a la traducción de la “Antica Latina”. En suma, la Vulgata actual, desde este punto de vista, comprende cuatro partes: I) la más importante, al menos las tres cuartas partes del conjunto, traducida por San Jerónimo, inmediatamente del hebreo al latín; 2) algunos libros igualmente traducidos por San Jerónimo, pero sobre las Exaplas de Orígenes, por ejemplo los Salmos; 3) algunos libros revisados por San Jerónimo sobre la versión “Antica Latina”, como el Nuevo Testamento; 4) los deuterocanónicos que San Jerónimo no tocó y que conservan el texto de la “Antica Latina”.

 

¿Serán defectuosas algunas de estas traducciones por demasiada precipitación? El libro de Esther en una noche, el de Tobías en un día, los de Salomón en tres días. Por otra parte, San Jerónimo tiene el cuidado de advertir a sus lectores que ha querido hacer una “traducción fiel pero no servil; no palabra por palabra, pero dando el sentido literal”. Y por ser así, el Concilio de Trento lo hizo el texto oficial de la Biblia: “Esta antigua edición Vulgata, adoptaada en la Iglesia por un uso secular, ora para las lecturas públicas, ora para las descusiones y predicaciones, debe ser considerada como auténtica, o sea, exenta de errores en cuanto a la Fe y a la Moral”.

 

En sus “Comentarios sobre veintidós libros del Antiguo y del Nuevo Testamento”, San Jerónimo plagia sin escrúpulo a los comentaristas anteriores, y a menudo aun sin mencionarlos. Aunque exponiendo frecuentemente su destino literal, se adhiere en ocasiones demasiado excusivamente al sentido alegórico; y también aquí él mismo confiesa haber escrito o dictado esas obras un poco precipitadamente. Hechas estas reservas, el autor merece los elogios de un crítico: “Tuvo, más que todos los otros Padres, las cualidades necesarias para interpretar bien la Sagrada Escritura, porque conocía el caldeo, el hebreo y el latín. No había leído y examinado solamente las versiones griegas de las hexaplas de Orígenes, sino que además había consultado con los más sabios judíos de su tiempo. A lo cual se puede agregar que había leído todos los autores griegos y latinos que antes de él habían escrito sobre la Biblia. En fin, conocía a todos los autores profanos. . .”

 

“La manera como hizo los comentarios sobre los libros de los profetas es la mejor de todas. Porque en primer lugar cita la antigua versión latina que estaba entonces en uso, a la que junta una nueva que él mismo había hecho sobre el hebreo; luego confronta las antiguas versiones griegas con el objeto de encontrar la propiedad de los términos hebreos” (Richard Simon, Histoire critique du Vieux Testament, lll, 9).

 

A fin de guiar los trabajos de otros exégetas y comentaristas, San Jerónimo dejó tres opúsculos: “Custiones hebraicas sobre el Génesis”, en que da la propiedad al texto original sobre las traducciones, en particular sobre la “Vetus Itala”; “Tratado concerniente a la situación y el nombre de los lugares hebraicos”, obra de geografía y de arqueología Bíblicas que pone en latín y completa el de Eusebio sobre la topografía Palestiniana; en fin, “Recopilación de nombres hebraicos”, especie de léxico que pretende dar la significaciónde nombres citados en la Biblia.

 

Con el doble carácter de sabio convencido que tiene el derecho de estar adherido a ssus ideas y de creyente celoso de la causa de la ortodoxia, San Jerónimo fue un polemista. Y tanto más temible cuanto su temperamento era irascible y ssu genio sarcástico.

 

“Contra los luciferianos”, partidarios de Lucifer de Cagliari que prolongaban el cisma en Antioquía ----proclamando la definitiva pérdida de derechos de los signatarios de las fórmulas de Rímini aun después de haberse arrepentido---- y se obstinaban en querer reiterar el bautismo administrado por los herejes. Opúsculo en forma de diálogo que se cree que reproduce textualmente una discusión pública entre un cismático y un católico, “Contra Helvidius”,el cual negaba la virginidad de María y pretendía equiparar en dignidad el matrimonio y la virginidad. Explicando los pasajes del Evangelio (Mt. I, l8, 25), San jerónimo responde a las objeciones que por lo demás aún persisten. Si el Evangelio declara que María había concebido antes de haber vivido con José, esto significa que no había tenido hasta entonces relaciones conyugales, pero no implica que las tuvieran en seguida. En cuanto a los “hermanos de Jesús”, no son hermanos en el sentido estricto que le damos a este término ----“hijos nacidos del mismo padre y de la misma madre"----, sino en el sentido hebraico de parientes, en particular primos: hijos de María, esposa de Cleofas y hermana de la Virgen. Luego San Jerónimo emite la idea, que la tradición recoge, de que San José siempre permaneció virgen. En fin, aunque exaltando la prioridad de la virginidad cristiana, se cuida muy bien de desdeñar la grandeza y la santidad del matrimonio.

 

“Contra Joviniano”, refutación de los principales errores de este monje apóstata: l) equivalencia de los estados de virginidad, viudez y matrimonio; 2) impecabilidad de los que han recibido el bautismo con una fe perfecta; 3) inutilidad de la mortificación y especialmente de la abstinencia; 4) igualdad de recompensa eterna en todos los bautizados. Es sobre todo una nueva apología de la virginidad, más que entusiasta, vehemente y fogosa, de la que ciertas frases sobre las desazones de la vida conyugal causaron escándalo,a tal punto que San Jerónimo, advertido por sus amigos, se vio obligado, si no a retractar, al menos a atenuar sus expresiones exageradas.

 

El “Libro contra Juan de Jerusalén” analiza los errores de los que no había procurado retractarse el obispo origenista: I) en la Trinidad, el Hijo no conoce al Padre, ni el Espíritu Santo conoce al Hijo; 2) las almas humanas están aprisionadas en un cuerpo en castigo de sus pecados; 3) antes de pecar Adán y Eva no tenían cuerpo; 4) el paraíso terrenal no es sino una alegoría; 5) las aguas de que habla el Génesis son los ángeles: las aguas superiores, los ángeles fieles; y las aguas inferiores, los demonios; 6) el hombre, por su pecado, deja de ser la imagen de Dios; 7) la carne no resucitará; 8) el diablo se convertirá y participará de la gloria de los santos.

 

“La Apología contra Rufino”, en tres libros, es una respuesta a las invectivas de éste. Aunque precisando su posición personal respecto de Orígenes, Jerónimo refuta las proposiciones heréticas que se le han atribuido.

 

“Contra Vigilantius”, a quien por ironía llama “Dormitantius”, Jerónimo escribe un opúsculo para justificar las instituciones de la Iglesia que el novador se había permitido atacar: culto de los santos y de sus reliquias, celibato de los sacerdotes, vida monástica, ritos de las ceremonias, colectas para los pobres y los peregrinos, etc. . . .

 

“La carta a Ctesifón” (Carta l33), verdadero tratado que expone las tesis erróneas del Pelagianismo y denuncia sus fuentes en la filosofía pitagórica y maniquea, es como un preludio del “Diálogo contra los pelagianos”. En éste la discusión se entabla entre el católico Atico y el pelagiano Critóbulo: objeciones y réplicas permiten escudriñar todos los aspectos del tema y disipar todos los equívocos,

 

Historiador por gusto y por necesidad de erudición, San Jerónimo confiesa haber soñado en “exponer las vicisitudes de la Iglesia desde la venida del Salvador hasta sus días:. No pudiendo realizar este designio, tradujo amplificándola un poco, la “Crónica de Eusebio”. Luego, su bien conocida colección de “Hombres ilustres” es un catálogo en l35 capítulos, de los principales escritores eclesiásticos de los cuatro primeros siglos.

Tres biografías: San Pablo, primer eremita; el monje Malco y San Hilarión.

 

Como escritor de cartas es original y abundante. San Jerónimo dejó una colección de Cartas (l54, de las que l22 fueron escritas por él y las otras son respuestas de sus corresponsales), que presentan al mismo tiempo que su autobiografía, los rasgos característicos de su naturaleza tan rica y tan compleja; pasajes de historia, “los anales de una mitad de siglo” (370-420), según se ha podido decir; “una galería de retratos de los más interesantes y un cuadro de los más completos de la civilización de esta época (M. Ebert); tratados de exégesis, de teología, de espiritualidad, así como de exhortaciones morales, de consejos para la vida religiosa.

 

“Esta correspondencia, que hacía las delicias de la Edad Media, fue todavía el encanto del Renacimiento y sigue siendo el verdadero modelo del estilo epistolar moderno” (M. Ebert).

“A la vez filósofo, retórico, gramático y dialéctico, poseedor de tres lenguas”, dice él mismo con sencillez, experto a hebreo, en griego, en latín, San Jerónimo pudo estregar a sus contemporáneos y a la posteridad traducciones latinas de obras escritas en griego o en hebreo.

 

Aparte de la traducción de la Biblia que constituye la Vulgata, comenzó la traducción de Homilías de Orígenes. Sin embargo, se limitó a l4 homilías sobre Jeremías, l4 sobre Ezequiel, dos sobre el Cantar de los Cantares, y 39 sobre San Lucas, y se detuvo sin duda por las interpretaciones temerarias y aun erróneas que halló en los comentarios del autor.

 

A propósito de las obras de Eusebio, San Jerónimo definió lealmente su trabajo: “En parte soy intérprete y en parte autor, porque aun traduciendo fielmente el original, yo he llenado ciertas lagunas, especialmente en los que concierne a la historia romana”.

 

Debemos agregar todavía la traducción del tratado “Del Espíritu Santo”, de Dídimo, efectuada a petición del Papa Dámasco; luego “La regla de San Pacomio”, así como sus “Cartas” y “Palabras místicas”.

 

DOCTRINA

 

Sin haber iniciado un sistema ni constituido un “cuerpo de doctrina”, San Jerónimo, a lo largo de sus escritos tan variados como abundantes, tuvo la ocasión de abordar la mayor parte de las cuestiones doctrinales debatidas entonces en la Iglesia: y lo hizo no solamente en un sentido ortodoxo, gracias a la rectitud de su Fe, sino con autoridad, a su manera categórica, y a veces virulenta, cuando se trataba de afirmar una verdad, de tomar posición en una controversia, y sobre todo de destruir un error.

 

El gran maestro de los estudios bíblicos estaba perfectamente convencido de que la Sagrada Escritura es enteramente inspirada, y por así decir dictada por el Espíritu Santo, no siendo los diversos autores sino escribientes de la “Palabra y el Pensamiento divinos”. En los labios de estos últimos pone la siguiente reflexión: “Debo preparar mi lengua y mi pluma a fin de que por ellas escriba el Espíritu Santo en el corazón de los oyentes o lectores. Yo debo prestarle mi órgano a fin de que El haga oír su pensamiento” (Carta 65). Este carácter divino de la Escritura aparece en las “profecías”, de las que está llena. Porque el conocimiento y el anuncio de los “Frutos contingentes” supone la omnisciencia de Dios (Sobre Daniel, ll, 9-l0).

 

Por lo tanto, la Palabra de Dios es el pan espiritual de la Iglesia: estudiarla y enseñarla es una de las más altas funciones del sacerdocio (Epístola a los Gálatas, V, 9-26). No podrá distinguir lo verdadero de lo falso sino solamente quien medite día y noche las Sagradas Escrituras (Epístola a los Efesios 4, 3l).---Crimen y locura sería apartarse de ellas, o falsear su sentido como lo hacen los herejes que la interpretan a su manera, al gusto de sus prejuicios erróneos (Epístola a Tito, l, l0-ll; Carta 48l).---Por lo cual con textos escriturarios es como combate a los herejes: “A cada una de sus afirmaciones yo opondría sobre todo palabras de la Escritura, a fin de que sea vencido, no por la elocuencia, sino por la verdad” (Contra Joviniano, l, 4).

 

“Quienquiera que esté versado en la ciencia de las divinas Escrituras y encuentre en sus testimonios argumentos de verdad podrá combatir a los adversarios, reducirlos a cautividad, y luego, de antiguos enemigos y miserables prisioneros hacer hijos de Dios” (Carta 78).

Sin embargo, como Dios se sirve de instrumentos humanos, los libros inspirados se atribuyen a estos escritores inmediatos: en cuanto al Antiguo Testamento, los Profetas; en cuanto al Nuevo Testamento, los Evangelios y los Apóstoles. Pero poco importa, puesto que “todos hablan y escriben en nombre y en lugar de Dios y de Cristo” (Epístola a los Gálatas 3, l9; Carta l29). Cada escritor sagrado señala sin embargo su obra con su carácter propio según su temperamento, su educación, su medio; porque obra con plena lucidez, haciendo uso de sus facultades personales, y no en estado extático e inconsciente, a la manera de las sibilas del paganismo (Sobre Isaías, Prol.; Epístola a los Efesios, 3, 5).---De aquí las diversidades de método y de estilo en la redacción de los Libros Sagrados, y aun incorrecciones y desviaciones de lenguaje en las que no hay que ver otra cosa que la parte de lo humano en una obra de inspiración divina (Gal. 5, l2).---Dios ilumina la inteligencia del profeta; hace de él “un vidente”. Tal “revelación” no se hace de manera uniforme en todos los casos: es a veces una iluminación directa del espíritu, más a menudo una enseñanza por imágenes o también por medio de manifestaciones exteriores (Sobre Zacarías, l, 9; Salmo 84, 9; Carta 53).

 

No es este un estado permanente, una especie de cualidad inherente a un sujeto; por lo contrario, el profeta es inspirado momentáneamente y por intermitencia, más o menos frecuentemente, en suma, como quiera el Espíritu Santo (Sobre Ezequiel 35, l).---Luego, al mismo tiempo que ilumina la inteligencia, Dios estimula la voluntad, ora mediante una orden formal, ora implícitamente indicándole la urgencia de la enseñanza que se ha de dar: “Primeramente el espíritu del Señor se apodera del profeta, yluego lo impele y lo obliga a profetizar”. Lo cual no impide que el escritor obre libremente y sin constreñimiento, para ejecutar un deseo personal y teniendo en cuenta circunstancias de tiempo y de lugar.

 

La divina inspiración se extiende a todo el contenido de los Sagrados Libros, sin exceptuar los detalles en apariencia los más insignificantes: “Si no se ve que las cosas pequeñas tienen la misma causa que las grandes, habrá que sostener con Valentiniano, Marciano y Apeles que uno es el Creador de la hormiga, del gusano del mosquito yotro el del cielo, la tierra el mar y los ángeles. ¿No debemos más bien reconocer en los menores efectos el mismo y la misma inteligencia que en los más grandiosos?” (Epístola a Filemón, Prólogo).

 

O sea, por lo tanto, ¿que el Espíritu Santo dictó las palabras mismas, a la letra, lo cual se designa bajo el nombre de “inspiración verbal”? No, evidentemente, salvo en los casos muy raros en que una expresión es de tal manera propia y precisa, que no tiene sinónimo exacto (Epístola a los Efesios 3, 5; Carta 53). Lo que Dios inspira es la substancia de las ideas, dejando al escritor sagrado el cuidado de revestirlas con una forma. Este, hombre de época, de una región, de un medio, emplea el lenguaje que es el suyo, el que le parece más accesible a sus oyentes o lectores, aunque para esto tenga que aprovechar locuciones corrientes y aun objetivamente inexactas, o referir hechos que no tienen sino la apariencia histórica. Así, cuando los evangelistas designan a San José como el “padre de Jesús”, hablan como el público de entonces, lo cual no les impide subrayar por otra parte que la paternidad de José, a decir verdad, no era sino adoptiva. “No hay qué preocuparse tan minuciosamente de las sílabas desde el momento que se expresa fielmente la verdad de los pensamientos” (Sobre Malaquías 3, I). ¿Los Apóstoles y el Salvador mismo no lo hicieron así al citar sentencias del Antiguo Testamento? ¿Vamos por ello a tratarlos de falsarios?” (Epístola a los Gálatas, l, ll). “ Si tuviéramos que atenernos a las palabras estrictamente dictadas, ni siquiera habría ya el derecho de traducirlas, por temor a desnaturalizar el sentido” (Carta 57).

 

Por razón misma de su origen, de su causa principal, que es la divina inspiración, la Sagrada Escritura está exenta de todo error. Consiguientemente, que no se trate de cogerla en error con argumentos sacados de una ciencia profana, y todavía menos de oponer un libro a otro o de suscitar una contradicción entre dos pasajes diferentes. Muchas veces enuncia el rpincipio de la inerrancia escriturística (Sobre Nahúm l, 9; Sobre Isaías 8, 20; Sobre Jeremías 3l, 35; Carta 46).

 

Cuando un texto parece oscuro, o bien cuando dos textos parecen difícilmente conciliables, esto puede deberse a una falta del copista (Carta 36). Pero lo más a menudo ocurre que esos textos encierran un sentido alegórico o místico, a veces difícil de descubrir, que lo completa y armoniza todo (Sobre Ezequiel l, l3; Prov. 26, 5-6; San Mat. 3, 3; 2l, 5-45). Por lo demás deberá decirse, si no se comprende, que basta con atenderse a Dios, que evidentemente puede pensar, decir y realizar cosas que exceden nuestro entendimiento (Epístola a Filemón; Carta 72).

 

Aunque es importante conocer el texto exacto de la divina revelación, y para esto, ofreciéndose el caso, el tratar de reconstruirla, compulsando los manuscritos, copias y versiones de la Sagrada Escritura, éste no es sin embargo sino un trabajo previo. La exégesis se prosigue en un estudio de profundidad de ese texto para penetrar su sentido, interpretarlo de acuerdo con la Verdad, el auténtico pensamiento de Dios.

 

San Jerónimo comienza por excluir toda posibilidad de un estudio y de la comprensión exhaustiva de la Sagrada Escritura, expresión de la ciencia y de la sabiduría de Dios, aunque puesta al alcance de los hombres, guarda algo de la insondable proofundidad del divino Espíritu, por lo tanto algo de misterioso para un espíritu creado. En un texto, además de la Verdad histórica o moral expresada directamente por la letra, se ocultan verdades más altas, que una aplicación más sistemática y sobre todo una luz celeste serán las únicas que podrán descubrirlas. . . (Sobre Isaías, l8; Sobre Ezequiel, 2l, 24; Sobre Habacuc, 3, 8-9; Sobre el Salmo 77). “Hau tres maneras de grabar la Sagrada Escritura en nuestros corazones y de convertirla en nuestra regla: la primera es la interpretación histórica, enla cual se atiene uno al orden de los hechos; la segunda es tropológica, por la cual nos elevamos de la letra a visiones más altas, e interpretando en un sentido moral lo que le ocurrió carnalmente al pueblo judío, la cual nos hace entrever los bienes celestiales de los que las cosas terrenas no son sino una sombra” (Carta l20, l2; Sobre Ezequiel, l6, 30-3l).—“Debemos entender la Sagrada Escritura primeramente según la letra, haciendo todo lo que prescribe la moral; en segundo lugar según la alegoría o sentido espiritual; en tercer lugar con relación a la vida futura” (Sobre Amós, 4, 4).---Por lo demás se dan otras denominaciones, y harto mal definidas, a las diversas interpretaciones que vienen a insertarse en el sentido literal: espiritual, alegórico, tropológico, anagógico, típico, místico, figurado, moral, parabólico, metafórico. El Santo Doctor tiene a veces esas significaciones en mayor estima que el sentido literalmismo: “El que se atiene a la letra todo lo trastorna. . . Escucha la ley aquel que no se queda en la superficie, sino que penetra hasta el meollo. . . Porque la letra mata, y el que la sigue no es un observante sino un enemigo de la Ley” (Ep. a los Gál. I, 6; 4, 2l). “La historia y la tropología marchan juntas; pero la primera es más humilde puesto que está clavada a la tierra; la segunda, más noble, puesto que tiene su raíz en el cielo” (Sobre Ezequiel, 40, 24). “Cuando navega en las aguas de la alegoría es cuando el comentarista tiene su vela hacia altamar” (Sobre Oseas, l0, l4-l5).

 

Sin embargo se cuida de “despreciar el sentido simple y la pobreza de la historia para correr tras de las riquezas del sentido espiritual: (Sobre Eccl., 2, 24), porque “el desdeñar la historia sería hacerle violencia a la Escritura” (Carta 74). Y le advierte al lector de la Escritura que “si quiere ser prudente no debe dar fe a las interpretaciones supersticiosas, fantasiosas y arbitrarias. . .sino estar atento al texto y al contexto” (Sobre San Mateo, 25, l3).---“La interpretación espiritual debe seguir el orden de la historia; de otra manera chapotea en el campo de la Escritura como si estuviera uno loco” (Sobre Isaías, l3,l9).—“En la historia debe encontrarse el sentido espiritual, y en la tropología la verdad de la historia; cada una necesita de la otra; no hay ciencia completa si falta cualquiera de las dos” (Sobre Ezequiel, 4l, l3). Reaccionando contra la funesta tendencia de Orígenes de desnaturalizar el sentido de las Escrituras a fuerza de querer descubrir siempre en ellas algo nuevo, Jerónimo concluye: “No rechazamos el sentido alegórico con tal que sea edificante y esté fundado en la verdad. Pero no puede contradecir ni trastornar a la historia; debe deguir el sentido literal y jamás darle preferencia al capricho de un exégeta estúpido sobre la autoridad del Escritor Sagrado. La historia refiere los hechos tales como se produjeron en su tiempo; viene en seguida la alegoría, que se eleva a través de la historia hasta regiones ssuperiores; debe cernerse sobre la historia aunque sin separarse de ella” (Sobre Isaías, 6, l-7).---Solamente en casos muy raros, “cuando el sentido histórico es demasiado oscuro, habrá que recurrir a interpretaciones anagógicas” (Sobre Isaías, 22, ll-l2; San Mateo, 2l, 4).

 

Verdadero maestro siempre insuperable, San Jerónimo traza las directivas para la lectura y la interpretación de la Sagrada Escritura: “Yo hubiese podido simplemente confesar mi ignorancia y renunciar a toda ambición de profundizar estas cuestiones. Sin embargo pienso que más vale decir algo que nada” (Sobre Ezequiel, 40, 5). “La historia tiene leyes fijas de las que no debe uno apartarse. . . La interpretación no se debe plegar al capricho del comentarista o del lector; jamás debe violentar el texto; . . . la tropología puede emprender una interpretación piadosa, pero a condición de no salirse del contexto y de no ser tan audaz como para juntar cosas que mutuamente se rechazarían” (Gal. 4, 25 Sobre Habacuc l, 6; Carta l8). “Los herejes desnaturalizan la verdad de la Escritura por la interpretación viciosa que de ella hacen. Son malos hosteleros que cambian el buen vino en agua, mientras que Nuestro Señor cambia el agua en vino” (Sobre Isaías, I, 22). “Los misterios de la Escritura deben ser admirados y meditados más que traducidos en palabras” (Sobre Ezequiel, l8, 2l). “No podemos llegar a la inteligencia de las Escrituras sin el auxilio del Espíritu Santo, que las ha inspirado y dictado” (Carta l20) . . . Los autores sagrados simplemente refieren como historiadores una serie de hechos: sus páginas están llenas de divinos arcanos. Una cosa es, en ellos, el sonido de las palabras y otra el sentido que éstas encierran: lo que os parece fácil y claro en una lectura, en seguida os parecerá envuelto en misterios” (Prefacio sobre Isaías, l8). “Por ser este pasaje de una interpretación difícil, roguemos juntos al Señor, a fin que purificado de todos mis pecados, pueda yo primeramente captar el misterio de Dios y en seguida exponer lo que yo haya comprendido” (Carta l8).

 

Deseoso únicamente, por otra parte, de difundir la ciencia de las Sagradas Escrituras, San Jerónimo no duda en citar largos extractos de exégetas anteriores. “No tratamos de que se ensalcen nuestros trabajos sino de dar a conocer el pensamiento de los profetas” (Prefacio sobre Isaías, 5); y esto a menudo sin dar referencias, aun siendo opuestas entre sí las opiniones de los autores, con tal que le parecieran simplemente plausibles: “He aquí las leyes del género del comentario: se reúnen muchas opiniones diversas, citando o callando los nombres de los autores, de manera de dejar al lector en libertad de escoger a su gusto. Al principio de mi obra, en el prefacio, anuncio que se hallarán en estas páginas transcripciones que tomo de otros autores tanto como de lo mío” (Sobre Jeremías, prol.).

 

En cuanto a la jerarquía eclesiástica, en lo que toca al doble dominio doctrinal y disciplinario, varios escritos de San Jerónimo parecen confundir o más bien identificar los dos títulos de “obispos” y de “sacerdotes”, designando estos términos a las mismas personas, pero aplicándose el primero sobre todo a la función (Obispo – el que vigila), y el segundo a la edad (Presbítero – el anciano, el venerable). En apoyo de esta tesis, San Jerónimo invoca el uso de la Iglesia primitiva, en la que los cristianos eran gobernados por colegios de sacerdotes, uso fundado en textos explícitos (Hechos 20, l7; Tito l, 5; Hebreos l3, l7; lPedro 5, l-2), en los que dos términos se emplean inddistintamente y corresponden a las mismas atribuciones.

 

Sin embargo el Santo Doctor reconoce fácilmente que en ciertas iglesias tienen a su cabeza un jefe único que emerge por encima del colegio presbiteral, y esto desde los orígenes: por ejemplo San Marcos en Alejandría, el Apóstol Santiago en Jerusalén, San Pedro en Antioquía y luego en Roma, San Policarpo en Esmirna, San Clemente en Roma (De Viris illustribus, 6, l5, l7 l9). Los Apóstoles mismos habían establecido en las diversas provincias sacerdotes, luego obispos (Mt. XXV, 26-28). Y los obispos son los sucesores de los Apóstoles, siendo una de sus prerrogativas esenciales el ordenar sacerdotes Carta 4l, 3). Y en muchos pasajes de sus escritos, sin tratar la cuestión exprofeso, enumera distintamente las tres órdenes eclesiásticas: episcopado, presbiterado, diaconado, concediendo al episcopado una muy evidente prioridad. Si en los primeros años fueron administradas ciertas iglesias por una colectividad presbiteral, era porque permanecían bajo el gobierno de un Apóstol: éste fue el caso de las fundadas por San Pablo y San Juan. Pero muy pronto, y aun en vida misma de los Apóstoles, se llegó a la organización monárquica, el mejor remedio a las rivalidades y a las divisiones (Carta l45). Institución “más eclesiástica que divina”, dice San Jerónimo, lo cual no excluye la institución divina. Por otra parte, los obispos son llamados los sucesores de los Apóstoles. Ahora bien, no es dudoso que los Apóstoles recibieron sus poderes directamente del Señor. En Alejandría el presbiterio designaba por votación a uno de sus miembros, el cual ipso facto venía a ser el obispo; pero esta elección no dispensaba de a consagración, la única que confería el poder de Orden y que no podía se hecha por un simple sacerdote.

 

De manera categórica, por lo contrario, San Jerónimo proclama la primacía del Romano Pontífice: “La Iglesia está fundada sobre Pedro, el único escogido entre los doce Apóstoles, a fin de que la autoridad de un jefe único evite todo peligro de escisión” (Contra los luciferianos, 26; Carta 4l). la promesa hecha a Pedro lo constituyí fundamento de la Iglesia, y fundamento indestructible, inmutable (S. Mt. XVl. L7-l9); y no es solamente su poder soberano lo que está asegurando a perpetuidad, y transmitido a los pontífices de Roma, sino igualmente su Fe que permanece para siempre inalterable, “inaccesible a los artificios del lenguaje y a los sofismas. Anunque un ángel intentara contradecirla, esa fe permanecería inatacable, garantizada como está por el testimonio de San Pablo” (Apología contra Rufino, Xl).---Y al Papa Dámaso lo llama “el virginal guardián de la virginidad doctrinal de la Iglesia” (Carta 48).

 

Durante el cisma de Antioquía, a propósito del debate sobre las fórmulas trinitarias, San Jerónimo espera simplemente la decisión de Roma: “He creído que era mi deber consultar a la Silla de Pedro y la Fe romana alabada por el Apóstol. Busco el alimento de mi alma allí donde otrora recibí el ropaje del bautismo. Vos sois la luz del mundo, vos sois la sal de la tierra. Vuestra grandeza me espanta, pero vuestra bondad me atrae. Es al Sucesor del Pescador y al discípulo de la Cruz a quien me dirijo. No queriendo otro Jefesupremo que Cristo, me mantengo en comunión con Vuestra Santidad, con la Silla de Pedro, la piedra sobre la cual, yo lo sé, ha sido construida la Iglesia. . . Yo no conozco a Vital, rechazo a Melesio, ignoro a Paulino. Quien no recoja con voz desparrama; quien no está con Cristo está con el Anticristo. . . Tened a bien decidirlo, y yo confesaré sin temor tres hipóstasis. Suplico a Vuestra Santidad, por el Salvador crucificado, por la Trinidad consubstancial, que me dirijáis por escrito la autorización ora de callar, ora de emplear esta fórmula” (Carta l5). “En medio de las facciones que se esfuerzan por atraerme, en medio de monjes cuya animosidad trata de imponérseme, no ceso de gritar: ----Solamente aquel que está unido a la Cátedra de Pedro, solamente ése es de los míos.---Por lo cual suplico a Vuestra Santidad hacerme saber con quién debo vivir en comunión en las regiones sirias” (Carta l6).

 

Lo que para él era una ley intangible San Jerónimo lo convertía en la consigna invariable para todas las almas en las que se interesaba: “Os recuerdo que es necesario que os adhiráis a la Fe de San Inocencio, sucesor de San Anantasio, que ocupa la Cátedra apostólica. Por muy prudente y listo que creáis, guardaos de acoger una doctrina extraña a ésta” (Carta l30, l6).

 

Se ha dicho de San Jerónim,o los siguiente: “No se puede tratar de exponer el sistema teológico de un pensador tan medicre: de lo que más carecía era de una visión de conjunto” (F.---H. Krüger).

La expresión “pensador mediocre” es exagerada, si no injusta. Lo que no deja de ser verdadero es que San Jerónimo no compuso una “Suma Teológica”, y que ni siquiera intentó jamás escribir un tratado sobre un tema determinado. Sin embargo, no es dudoso que poseía una “visión de conjunto” de la doctrina cristiana y nociones coherentes sobre el dogma y la moral. La prueba de ello la tenemos en las alusiones esparcidas a lo largo de sus escritos. Ya sea que subraye y condene las herejías y errores contemporáneos y anteriores, ya sea que dé advertencias y consejos, lo hace con una claridad y una seguridad que demuestran el conociemiento exacto y profundo de la verdad enseñada por la Iglesia. Aunque no aporte ideas nuevas ni visiones personales, él es el testigo fiel de la tradición católica, el discípulo asiduo de los Padres y de los Doctores. De antemano toma la resolución sistemática de hacerse el eco de ellos: “Lo que enseño no lo he aprendido de mí mismo por una detestable presunción, sino de hombres que han ilustrado a la Iglesia” (Carta l08-26).---“En el estudio de los Sagrados Libros jamás me he fijado en mis propias fuerzas, jamás he adoptado por guía mi personal opinión. Tengo el hábito de interrogar sobre las cosas que creo saber, y con mayor razón en los casos en que dudo” (Sobre los Paralipómenos, Prefacio).

 

Esto es lo que le permite reivindicar orgullosamente una patente de ortodoxia: “Desde mi juventud (hace de esto muchos años) he escrito muchas obras; y siempre he tenido el cuidado de no decirles a los que me leen sino lo que he aprendido de la enseñanza públicade la Iglesia. Me he aplicado no los razonamientos de los filósofos sino la simplicidad de los Apóstoles, porque tenía presente este texto: No querría yo la sabiduría de los sabios, y rechazaría la ciencia de los sabios ---y esta otra: Lo que en Dios parece una locura es más sabio que la sabiduría de todos los hombres (l Cor. I9-25). Por lo cual invito sin temor a todos mis adversarios a pasar por la criba todo lo que he escrito hasta ahora: Si encuentran algo que reprender en las producciones de mi escaso talento, que lo denuncien públicamente. O me censurarán equivocadamente, y entonces rechazaré sus calumnias; o sus críticas serán fundadas, y entonces reconoceré mi error. Prefiero corregirme que aferrarme en mis pareceres erróneos” (Carta l33, a Ctesifón).

 

La regla de la Fe no es solamente la Sagrada Escritura, sino la tradición apóstolica que la explica y la hace comprender: “Se debe permanecer en la Iglesia que, fundada por los apóstoles, subsiste todavía ahora. . . Que no se arrullen con la ilusión los herejes que pretenden sacar sus doctrinas de textos escriturarios. El propio diablo ha invocado a veces la Escritura” (Contra los Luciferianos).—“El etíope, ministro de la reina Candace, leía al profeta Isaías; y a Felipe que le preguntaba: ---¿Comprendes lo que lees? –le respondió: ----¿Cómo lo voy a comprender si nadie me lo explica?---- En cuanto a mí. . . yo no soy ni más santo ni más celoso que ese servidor que dejando la corte de su soberana había venida al Templo desde el fondo de Etiopía, que amaba la ciencia divina al grado de leer las Escrituras en su carruaje y que, sin embargo, ignoraba todavía a Aquel que él adoraba en el Libro Sagrado sin reconocerlo allí. Felipe vino; le decubrió a este Jesús oculto bajo la corteza de la letra. ¡Oh admirable poder de un Maestro”. . . (Carta 53, a Paulino de Nola).

 

¿Les negó San Jerónimo a los sacerdotes y aun a los obispos mismos el poder de perdonar los pecados? Este pasaje dejaría suponerlo: “Obispos y sacerdotes, en su orgullo farisaico, condenan a inicentes o creen que absuelven a culpables. Pero ante Dios no es la sentencia sacerdotal lo que cuenta: son las disposiciones del acusado. . . El obispo y el sacerdote no ligan a los inocentes, ni desligan a los criminales; tienen simplemente la misión después de haber tomado conocimiento de la diversidad de las faltas, de declarar quién debe ser ligado o desligado” (Sobre S. Mat. XVl, l9). Lo cual quiere decir, manifiestamente, que la sentencia del sacerdote no debe ser arbitraria y que no obra como una fórmula mágica, independientemente de las disposiciones del sujeto, de sugrado de contrición. Y nada hay más conforme a la enseñanza de la sana teología. Su verdadero pensamiento es muy claro: “Los que están investidos del poder apostólico. . . poseen las llaves del Reino de los cielos, de suerte que juzgan antes del día del juicio”. . . (Carta XlV, 8).

 

En el dominio de la escatología ¿San Jerónimo parece haber admitido un término o al menos una reducción de las penas del infierno, no para los demonios ni para los incrédulos o blasfemos obstinados sino para los cristianos sinceros a quienes la muerte hubiere sorprendido en estado de pecado? ¿En qué medida? “Esto es algo conocido de solo Dios, cuyos castigos o misericordias son exactamente medios: El sabe a quién debe condenar, cómo y por cuánto tiempo. . . Nuestras obras deberán sufrir la prueba del fuego. Pero esperamos del Soberano Juez una sentencia de la que no esté ausente la indulgencia” (Sobre Isaías LXVl, 24; contra los Pelagianos, l, 28).

 

¿No se trata sino de faltas que aun siendo graves no serían propiamente mortales sino remisibles en la otra vida? ¿Y el infierno de que se trata no sería el Purgatorio? . . . Esto es lo que se puede creer cuando se lee en otra parte el pensamiento de San Jerónimo sobre los motivos de condenación y de la eternidad de las penas: “¿Nos lisonjeamos de conquistar elReino de Dios con tal que no seamos culpables de fornicación, de idolatría o de maleficios? Pero las enemistades, los pleitos, las querellas, las disensiones y otras faltas que tomamos por ligeras también nos excluyen del Reino de Dios. Poco importa que seamos excluidos de la bienaventuranza por uno o por varios de estos motivos, puesto que uno solo basta para privarnos de ella” (Ep. a los Gal. 5, l9-2l).---Y a quienes sueñan en una restauración universal en la que justos e impíos, mártires y perseguidores, ángeles y demonios, participarían de la misma suerte les dice esto: “Suponed todas las dilaciones que os plazcan, multiplicad los años y los siglos, amontonad tormentos sobre tormentos: si el fin de todos es igual, todo lo que ha pasado ya no cuenta para nada; ya no nos preocumemos por lo que hayamos sido, sino por lo que seremos eternamente” (Sobre Jonás lll, 6).

 

Reprochan a San Jerónimo el no ser ni filósofo ni teólogo, ni siquiera un pensador original, sería olvidar su vocación propia y la ejemplar manera como la cumplió.

Literato por temperamento y por educación, se interesaba en cuanto había sido escrito para prepararse a escribir él a su vez: bibliófilo y biblioteca viviente, y luego escritor inagotable. ¿Le concedió demasiada importancia a la literatura llamada profana? “El gusto por la poesía, las riquezas de la elocuencia antigua, el fervor cristiano, él confundía todo esto en su ardor de estudioso, amando al cristianismo más de lo que lo conocía, buscando el lenguaje bello en los orantes, la verdad moral en los filósofos, leyendo demasiado a Empédocles y a Platón para retener de ellos muchas máximas que más tarde creía haber aprendido en las Epístolas de los Apóstoles” (Villemain). El mismo refiere que en el curso de la visión Dios le hizo comprender que era “más ciceroniano que cristiano”. Pero como quiera que sea no tardó en poner al servicio del cristianismo su prestigioso talento, su increíble capacidad de trabajo y de asimilación y la inmensidad de su saber. Sus trabajos sobre la Biblia son ciertamente los que hacen de él “el mayor de los traductores de todos los tiempos al servicio del más grande de todos los libros”.---Y no era un diletante quien se obligaba a escribir, si se creen ciertos cálculos, mil lineas por día por término medio.

 

San Jerónimo “intérprete de Dios”. ¿Quién osaría disputarle este título? No lopone, ciertamente, enel mismo rasgo que los escritores inspirados; pero sí muy por encima sin embargo de un gramaticó, de un polígrota, de un filólogo, porque “traducir la Biblia, dice él, es resucitarla, luego revivirla y dialogar con el Verbo de Dios vuelto palabra humana”.

 

Por lo demás, su celo por la Sagrada Escritura ha sido comunicativo. Este sabio al que la rudeza de su carácter y la actitud de sus polémicas hicieron muchos enemigos entre sus contemporáneos, valiéndole además muchas críticas en el curso de los siglos, era a la vez un santo que por su austeridad de vida y su inflexible rectitud atraía a las almas leales. Este solitario hizo escuela no sólo entre los monjes que él había reunido, lo cual era demasiado poco; sino que instituyó y legó el monaquismo erudito que durante toda la Edad Media había de salvar la cultura clásica, agregando a la vez la Biblia al tesoro de las humanidades. Y a las damas de la alta sociedad romana que él reunió en el monasterio de Belénno solamente las iniciaba en el ascetismo, sino también en el trabajo intelectual y en el estudio de la Sagrada Escritura. Los conventos modernos que vienen a ser para las mujeres focos de teología y de espiritualidad tanto como de piedad y abnegación tienen en San Jerónimo un ancestro y un precursor.

 

San Jerónimo, uno de los grandes Padres latinos de la Iglesia, junto a las figuras de S. Agustín de Hipona, de S. Ambrosio de Milán y de S. Gregorio Magno, ha sido considerado como el «príncipe de los traductores» de la Biblia y el exegeta, por excelencia, de los Padres de Occidente.

Es muy conocido el cuadro del pintor alemán Dürer, en el que aparece la figura ascética de S. Jerónimo, en su retiro de Belén, rodeado de la claridad de una aureola, a sus pies un león que, según la leyenda, había sido curado de una herida por el santo, un rayo de luz que penetra por una estrecha rendija, en un ambiente de recogimiento espiritual y de intensa actividad intelectual..., pero su vida fue mucho más agitada y de lucha que la que parece reflejar el cuadro.

Nacido en la ciudad fortificada de Estridón, en los límites del mundo latino, no lejos de Trieste, entre las provincias romanas de Dalmacia (perteneciente actualmente a Yugoslavia) y de Panonia (Hungría), el año 347 de nuestra era, en el seno de una familia cristiana. Después de haber aprendido a leer, a escribir y a contar, en su ciudad natal, fue enviado a Roma por sus padres, para proseguir los estudios y adquirir una formación superior que le pudiese facilitar el acceso a alguna carrera civil. Allí tuvo como Profesor al célebre gramático Donato. De su primera estancia romana le vino a Eusebius Hieronymus —tal era su nombre completo— su afición y conocimientos de los grandes autores latinos (Virgilio, Horacio, Quintiliano, Séneca, entre otros, y los historiadores), pero su verdadero maestro y modelo fue Cicerón, cuyo estilo elocuente y cincelado imitó. Esta afición suya a los autores paganos, le mereció una severa reprensión y un duro castigo del Cielo, durante un sueño, cuando posteriormente, se retiró al desierto de Calcis (al sur de Alepo, ciudad siria), durante los años 375-377. En una célebre carta del propio San Jerónimo, dirigida a su hija espiritual, Eustoquio, sobre la virginidad, escrita en Roma, entre los años 383/384, descubrió este sueño1.

No dejó por ello de seguir citando a los autores paganos clásicos en sus escritos posteriores, cosa que le recordará posteriormente Rufino de Aquileya, en el ardor de la polémica que mantuvieron ambos.

Jerónimo, durante su estancia en Roma (años 359-367), llevó una vida frívola y disipada 2, que posteriormente, le produjo turbaciones de conciencia y tentaciones que él combatió con ásperas penitencias y con su entrega al estudio de la Sagrada Escritura. En ésta su primera estancia en Roma, recibió el Sacramento del Bautismo, junto con su compañero de estudios, Bonosa

Posteriormente marchó a la ciudad Imperial de Tréveris, en la Galia (ahora pertenece a la República Federal de Alemania), hacia el año 367.

En esta época, experimentó una primera conversión: empezó a interesarse por los escritos de Teología. Dedicó sus ratos libres a copiar obras de Hilario de Poltiers (367); e intensificó su vida de piedad.

Volvió, hacia el año 370, a su patria, en compañía de Bonoso. Pero no se encontraba a gusto allí En Aquilea, en torno a su Obispo Valeriano, con sus antiguos compañeros,—además de Bonoso—Rufino, Cromacio y Heliodoro, formaron una especie de cenáculo de ascetas que imitaban a los eremitas de Oriente, contaban historias edificantes y conversaban sobre la Sagrada Escritura.

Aquellas convivencias desembocaron en controversias, a causa, sobre todo, del carácter polémico de Jerónimo, y acabaron disolviéndose.

Luego, acompañado de Rufino, su entrañable amigo de entonces, y luego, a consecuencia de la controversia origenista, su enemigo de última hora, hace su primer viaje a Oriente. Acompañaron en su primer viaje a Evagrio de Antioquía, traductor de San Atanasio, que volvía a su patria. Hacia el otoño del año 374, llegó a Antioquía de Siria. Aquí recibió clases de Sagrada Escritura de Apolinar de Laodicea (390) 3.

Hacia el año 375, abandonó Antioquía y se internó en el desierto de Calcis—del que ya hemos hablado—a quince leguas al sudeste de aquella ciudad. Aquí, se dedicó seriamente al estudio del hebreo, bajo el magisterio de un judío converso.

Las discusiones teológicas entre los monjes, le forzaron a regresar a Antioquía (377). Allí fue ordenado de presbitero por Paulino, Obispo de Antioquía. Poco después, hacia el año 382, después de la celebración del II Concilio Ecuménico (I de Constantinopla, año 381), Paulino, junto con Jerónimo, se dirigió a Roma. Había asistido como observador a los debates del Concilio; y allí conoció a Gregorio Nacianceno, a quien llamó su «maestro», que le abrió la inteligencia de la Sagrada Escritura. También pudo conocer a Gregorio de Nysa, a Anfiloquio de Icona y a otros Padres Conciliares.

Pero él no se preocupó—de momento—de las discusiones estrictamente teológicas de la Iglesia Oriental. Su proyecto era instruirse en la interpretación correcta de la Sagrada Escritura, para hacer avanzar la teología, y, con esa finalidad, alcanzar un sólo conocimiento de exégesis bíblica y de los idiomas originales en los que fue escrito el texto sagrado. Él, como lo diría hacia el fin de su vida, quería consagrarse plenamente a explicar la Escritura y hacer conocer a los que hablaban su lengua (el latín) la ciencia de los hebreos y de los griegos.

Durante su nueva estancia en Roma, ganó la confianza del Papa San Dámaso, que le hizo su Secretario. Aquí empezó su labor de corrector y traductor al latín de la Sagrada Escritura.

En ese siglo, había ya muchas diferencias entre los diferentes códices latinos de los Evangelios, y muchos de ellos, por la tendencia a la armonización de un Evangelio con otro, muy alterados en su sentido original.

Por este motivo, al Papa le encargó a San Jerónimo que hiciese una revisión de la traducción Latina de los Evangelios. Así comenzó la versión Latina de la Biblia que se ha llamado, posteriormente, la «Vulgata»4.

En esta estancia romana, San Jerónimo, hizo de guía espiritual de un grupo de mujeres piadosas, de la aristocracia romana, entre ellas las viudas Marcela y Paula (ésta, madre de la joven Eustoquio a quien Jerónimo dirigió una de sus más famosas cartas, sobre el tema de la virginidad). Las inició en el estudio y meditación de la Sagrada Escritura y las dirigió por los caminos de la perfección evangélica, en los ayunos, en los cánticos de los Salmos, en las obras de caridad, en el abandono de las vanidades del mundo.

El centro de este movimiento de espiritualidad femenina se hallaba en un palacio del Aventino, en donde residía Marcela con su hija Asella. El santo doctor llevó a este círculo de mujeres romanas las prácticas ascéticas de los monjes de Oriente. Les dirigió cartas de doctrina espiritual que fueron publicadas.

Esta actividad de dirección espiritual de mujeres le valió críticas de parte del clero romano, llegando, incluso, a la difamación y a la calumnia.

En diciembre del 384, después de la muerte del Papa San Dámaso fue elegido Papa Siricio; el ambiente, en la Curia romana, se le vuelve hostil y esta nueva situación facilitó su nuevo apartamiento de Roma, de donde volvió a salir algo amargado e irritado, para no volver allí hasta después de su fallecimiento, en sus restos mortales, en la espera del día de la resurrección de la carne.

San Jerónimo, durante su estancia en Roma, revisó y corrigió, también el salterio latino, teniendo como base la versión prehexaplar5 de los setenta que él llama «Koiné». El mismo santo reconoció que esta revisión fue un tanto «apresurada». Se le llamó «Salterio romano» por haber sido revisado en Roma. Este texto revisado por San Jerónimo se ha perdido.

En cuanto a los restantes libros del Nuevo Testamento, no queda constancia de que hubieran sido revisados por San Jerónimo. Los textos de dichos libros, recogidos en la «Vulgata», fueron atribuidos o a Pelagio, por D. de Bruyne, o a Rufino el Siro, discípulo de San Jerónimo y amigo de Pelagio 6.

Durante su estancia en Roma, San Jerónimo escribió el año 383, el «De perpetua virginitate beatae Mariae», contra Helvidio, seglar romano, que sostenía que la Virgen María había tenido otros hijos de su esposo San José, después del nacimiento de Jesús, apoyándose en algunos textos mal interpretados de Mateo y de Lucas y en el testimonio de algunos escritores eclesiásticos, y trataba de equiparar el matrimonio a la virginidad. San Jerónimo aparece ya, en esta publicación, no sólo como el gran defensor de la virginidad de María, sino, también como el doctor de la virginidad, que luego confirmaría en sus libros, escritos en Belén, el año 392, contra el monje Joviniano que discutía el valor de la virginidad y de la ascética cristiana, y propugnaba otros errores teológicos.

Al salir de Roma, dos de la mujeres dirigidas por él, Paula y Eustoquio, para evitar suspicacias, no le acompañaron, pero luego se reunieron con él en Reggio Calabria para seguir el viaje juntos hasta Chipre, en donde se encontraba su amigo Epifanio, y luego a Antioquía. En esta ciudad encontraron a un antiguo conocido, Paulino, quien con su cariñosa hospitalidad les retuvo un poco de tiempo.

Luego emprendieron una peregrinación por los Santos Lugares, utilizando la calzada romana que les condujo a Palestina, bordeando el litoral de Siria y Fenicia. En Alejandría, cuyo Patriarca era el joven Obispo Teófilo, entró en contacto con Dídimo el Ciego, extraordinariamente erudito y profundo conocedor de Orígenes, quien le inició en el conocimiento de este gran exegeta y teólogo oriental.

Hicieron también un recorrido por Egipto, para conocer personalmente a los heroicos monjes y eremitas del desierto, a los dos lados del Nilo.

Por fin, en el verano del 396, se instalaron en Belén. Se constituyeron dos comunidades, una masculina y otra femenina. La construcción definitiva de los edificios para albergar a las dos comunidades y para una hospedería de peregrinos se pudo realizar gracias a la ayuda económica de Paula. Esta instalación, en Belén, favoreció la intensa actividad intelectual de San Jerónimo. En este tiempo, se dedicó, preferentemente, al Antiguo Testamento. Se envenenó durante algunos años la polémica origenista 7, produciéndose un enfrentamiento entre Rufino de Aquilea, y Jerónimo a pesar de su antigua y profunda amistad.

En el año 397, el entonces joven Obispo africano, Agustín de Hipona, inició su correspondencia con San Jerónimo, manifestando aquél algunas reservas a la labor de traductor bíblico de éste. Estas diferencias de criterio no impidieron que, posteriormente, unieran sus fuerzas contra la herejía de Pelagio.

La labor más importante de San Jerónimo como traductor de la Biblia la realizó durante su estancia en Belén, centrada, fundamentalmente, en el Antiguo Testamento. Gracias a la generosidad de su dirigida Paula, pudo disponer de un equipo de copistas que facilitaron su labor intelectual, desde su retiro bethelemita. A este trabajo dedicó alrededor de 15 años (390-405).

Hacia el año 387, volvió a corregir el Salterio, teniendo delante el texto griego hexaplar de Orígenes. Este trabajo lo realizó en Cesarea, en donde se conservaba el texto de Orígenes, pero fue en Belén en donde lo publicó.

Esta versión del Salterio, se llamó «Salterio Galicano» porque fue recibida en las Galias en la época de los Reyes Carolingios. Posteriormente fue introducida en la Biblia de Alcuino (año 801); y, por último, en la Biblia SixtoClementina (1592) 8, formando, de esta manera, parte integrante de la «Vulgata».

El año 390, es la fecha en que inició su tarea colosal de traducir directamente del hebreo los libros del Antiguo Testamento para responder a los judíos que, en sus disputas con los cristianos, repetían incansablemente que los argumentos teológicos, basados en los textos griegos y latinos, no tenían valor porque no respondían al texto original de las Escrituras hebreas, y también, para ofrecer a los cristianos el genuino y auténtico sentido de la Biblia. No siguió el orden del texto, sino que se atuvo a los deseos de sus amigos que le pedían la traducción de un libro u otro de la Sagrada Escritura9.

Así, tradujo los dos libros de Samuel y los dos de los Reyes, en los años 390-391. En este tiempo, tradujo el libro de Tobías del arameo, en un sólo día Tradujo, también, entre el 391 y el 392, los libros de los Profetas, y las partes Deuterocanónicas del Libro de Daniel, éstas últimas de la versión griega de Teodoción10. Terminó la traducción del libro de Job (en 393) e hizo, entre 394-395, la traducción de los libros de Esdras y Nehemías, y llevó a término la traducción directa del Salterio hebraico, aunque este Salterio nunca fue utilizado por la Iglesia en las funciones litúrgicas.

Asimismo tradujo los libros 1-2 de Paralipómenos; y los tres libros de Salomón (Proverbios, Eclesiastés y Cantar de los Cantares, en el año 397). Empeñó la traducción del Pentateuco entre los años 398-404 terminando este trabajo posteriormente, así como los libros de Josué, Jueces, Rut y Ester. El libro de Judit lo tradujo del arameo, en una noche. Los Deuterocanónicos de Baruc, Eclesiástico, Sabiduría y 1-2 Macabeos no los tradujo, por no hallarse incluidos en el canon hebreo. Se puede afirmar, por tanto, que San Jerónimo es el traductor del texto de la Vulgata, por lo que se refiere a una gran parte del Antiguo Testamento, y también, del Nuevo Testamento11.

El Concilio de Trento, en la sesión IV (8 Abril 1546) declaró solemnemente la «autenticidad» de la Vulgata, aunque ordenó, al mismo tiempo, que se hiciese una edición revisada del texto. Hoy es aceptado por todos que este Decreto del Concilio era de «carácter disciplinar», pero con fundamento dogmático, ya que la Iglesia asistida por el Espíritu Santo, en su Magisterio, no podía equivocarse en la utilización, durante tantos siglos, de una fuente de Revelación que contuviera errores dogmáticos.

Esto fue confirmado, posteriormente, por el Papa Pío Xll, en la Encíclica «Divino Afflante Spiritu» (30-lX-1943); el Concilio Vaticano II reconociendo el honor debido a la «Vulgata», recomienda, sin embargo, que se hagan traducciones aptas y fieles de los textos primitivos de varios lugares, como ya se había empezado a realizar en los años anteriores al Concilio (Const. sobre la «Divina Revelación», n.° 22).

Pero la labor intelectual y doctrinal de San Jerónimo no se agotó en las traducciones de los libros de la S. Escritura. Además de otras obras de carácter ascético, histórico, hegiográfico o doctrinal, hizo comentarios bíblicos, tanto por escrito 12 como en forma de homilías o sermones, aparte de su riquísimo y profundo epistolario, al cual hemos aludido. En algunas de sus cartas se contienen «trabajos monográficos» breves sobre cuestiones bíblicas (así, en su Carta del año 397, escrita en Belén y dirigida a la virgen Principia, desarrolla un comentario al Salmo 44; en su carta escrita a San Paulino de Nola, también desde Belén—años 395/96 , presenta, sucintamente, las características principales de los Libros Santos; en su carta a Evangelo—presbítero, escrita en la primavera del año 398, diserta sobre la persona de Melquisedec).

El Evangelio de San Marcos, pertenece al género homilético. La traducción castellana se basa en el texto critico preparado por el monje benedictino G. Morin, que ha realizado una excelente labor de reconstrucción del texto original del Santo Doctor.

Se trata de una serie de 10 homilías, algunas muy breves, en las que el predicador desarrolla sólo algunos versículoss13. En ellas brilla la enorme erudición, sagrada y profana, así como el conocimiento de las costumbres y del ambiente palestino de San Jerónimo.

Como exige el género homilético, predominan las exhortaciones de carácter moral, aunque, tampoco faltan referencia a errores heréticos y las advertencias sobre las artimañas del Demonio contra la Iglesia y los fieles.

Es característica de San Jerónimo sus comentarios a los nombres judíos, y a las designaciones de la geografía palestinense, que él estudió a fondo en sus libros «Onomastica»: «Liber locorum», «Liber nominum», y a los cuales alude espontáneamente en sus homilías y disertaciones.

San Jerónimo murió el 30 de Septiembre del año 420. La literatura y la pintura han rodeado de fantasía y de leyenda sus últimos momentos. El Padre Sigüenza, en su conocida biografía del Santo14 y el pintor Domenichino, en su famoso cuadro, han dado libre rienda a su fantasía en la descripción y pintura de su muerte. Pero, con independencia de la leyenda, la persona de San Jerónimo emerge a través de los siglos, como uno de los grandes Padres de Occidente, con su impresionante cultura, sagrada y profana, su inmensa erudición, su capacidad de políglota, su tenacidad y entrega al estudio y al trabajo, su devoción a las Sagradas Escrituras, su espíritu ascético y contemplativo, su inquebrantable ansia de verdad, su defensa de la virginidad, y su amor a la Iglesia y a Jesucristo, que le llevó a la santidad, a pesar de su temperamenteo colérico y polemista, y que ha hecho de él el máximo «Doctor de las Sagradas Escrituras» 15.


SAN JERÓNIMO, cuya erudición supera la de todos los demás padres latinos y probablemente es única en su época, escribió con una orientación hacia la Escritura aún mayor que San Ambrosio. El primer lugar entre sus obras lo ocupan sus trabajos de revisión de la traducción latina de la Biblia, que le había encargado en Roma el papa Dámaso en vista de las diferencias que se encontraban entre las diferentes versiones.

En un primer momento, Jerónimo revisó los cuatro evangelios y, al parecer, los otros libros del Nuevo Testamento, con el deseo de cambiar lo menos posible de la versión latina tradicional; después revisó también los salmos. Luego, cuando llegó a Belén, comenzó una revisión del Antiguo Testamento, basada en la versión al griego de los Setenta y consultando las Exaplas de Orígenes y el texto hebreo que se usaba entonces en las sinagogas. Estos trabajos le fueron robados, excepto el libro de Job y los salmos que, por haberse difundido luego principalmente en la Galia se conocieron con el nombre de salterio galicano, y son los que figuran en la Vulgata.

Al tiempo que hacía esta revisión decidió que lo mejor sería hacer una traducción enteramente nueva y directa desde la lengua original, hebreo o arameo, y dejando de basarse en la versión de los Setenta; pues si al principio, siguiendo una opinión que era relativamente corriente, había considerado que la propia traducción como tal era inspirada, poco a poco había ido cambiando de parecer. Este trabajo, que duró hasta el 406, excluía algunos de los libros deuterocanónicos. Su traducción, importantísima, buscaba más la comprensión del lector que una estricta literalidad, y en general resultaba muy esmerada.

En términos generales, se puede decir que su revisión del Nuevo Testamento es substancialmente buena, aunque demasiado ligera. En el Viejo Testamento, lo más conseguido son los libros históricos, que hizo al principio; la traducción del Pentateuco y de Josué, hecha hacia el final, es menos cuidada. El texto griego consultado a través de las Exaplas de Orígenes influyó, sobre todo, en su revisión de los profetas; también la antigua versión latina tuvo alguna influencia. Parece que el texto hebreo sobre el que trabajó Jerónimo no era muy distinto del que ha llegado hasta nosotros.

La traducción de San Jerónimo tardó en imponerse, pues chocaba a los que estaban acostumbrados a oír la versión tradicional. Hacia el año 600, en tiempos de Gregorio Magno, ambas versiones se utilizaban por un igual, y hacia los siglos viii-ix, la de Jerónimo se había impuesto definitivamente; el nombre de versión Vulgata, la versión divulgada por excelencia, se hace corriente en el silo xiii. Los comentarios de Jerónimo a la Sagrada Escritura son numerosos, pero algo apresurados y no muy profundos. Tiene varios tratados sobre diversos libros del Viejo Testamento (sobre los Salmos, el Eclesiastés, los Profetas) y del Nuevo (evangelio de San Mateo, varias cartas de San Pablo) y unas 95 homilías, la mayoría sobre los salmos.

En otros escritos dogmáticos y polémicos aborda temas clásicos como la virginidad, y combate en ellos los errores de Orígenes y de Pelagio. Escribió también una continuación a la Historia Eclesiástica de Eusebio de Cesarea.

Sus cartas, de las cuales se conservan unas 120, resultan, como de costumbre, de gran interés para la historia. Fueron escritas con vistas a ser publicadas y, sin que falten las personales y familiares, alguna de ellas es casi un verdadero tratado.

SAN JERÓNIMO, cuya erudición supera la de todos los demás padres latinos y probablemente es única en su época, escribió con una orientación hacia la Escritura aún mayor que San Ambrosio. El primer lugar entre sus obras lo ocupan sus trabajos de revisión de la traducción latina de la Biblia, que le había encargado en Roma el papa Dámaso en vista de las diferencias que se encontraban entre las diferentes versiones.

En un primer momento, Jerónimo revisó los cuatro evangelios y, al parecer, los otros libros del Nuevo Testamento, con el deseo de cambiar lo menos posible de la versión latina tradicional; después revisó también los salmos. Luego, cuando llegó a Belén, comenzó una revisión del Antiguo Testamento, basada en la versión al griego de los Setenta y consultando las Exaplas de Orígenes y el texto hebreo que se usaba entonces en las sinagogas. Estos trabajos le fueron robados, excepto el libro de Job y los salmos que, por haberse difundido luego principalmente en la Galia se conocieron con el nombre de salterio galicano, y son los que figuran en la Vulgata.

Al tiempo que hacía esta revisión decidió que lo mejor sería hacer una traducción enteramente nueva y directa desde la lengua original, hebreo o arameo, y dejando de basarse en la versión de los Setenta; pues si al principio, siguiendo una opinión que era relativamente corriente, había considerado que la propia traducción como tal era inspirada, poco a poco había ido cambiando de parecer. Este trabajo, que duró hasta el 406, excluía algunos de los libros deuterocanónicos. Su traducción, importantísima, buscaba más la comprensión del lector que una estricta literalidad, y en general resultaba muy esmerada.

En términos generales, se puede decir que su revisión del Nuevo Testamento es substancialmente buena, aunque demasiado ligera. En el Viejo Testamento, lo más conseguido son los libros históricos, que hizo al principio; la traducción del Pentateuco y de Josué, hecha hacia el final, es menos cuidada. El texto griego consultado a través de las Exaplas de Orígenes influyó, sobre todo, en su revisión de los profetas; también la antigua versión latina tuvo alguna influencia. Parece que el texto hebreo sobre el que trabajó Jerónimo no era muy distinto del que ha llegado hasta nosotros.

La traducción de San Jerónimo tardó en imponerse, pues chocaba a los que estaban acostumbrados a oír la versión tradicional. Hacia el año 600, en tiempos de Gregorio Magno, ambas versiones se utilizaban por un igual, y hacia los siglos viii-ix, la de Jerónimo se había impuesto definitivamente; el nombre de versión Vulgata, la versión divulgada por excelencia, se hace corriente en el silo xiii. Los comentarios de Jerónimo a la Sagrada Escritura son numerosos, pero algo apresurados y no muy profundos. Tiene varios tratados sobre diversos libros del Viejo Testamento (sobre los Salmos, el Eclesiastés, los Profetas) y del Nuevo (evangelio de San Mateo, varias cartas de San Pablo) y unas 95 homilías, la mayoría sobre los salmos.

En otros escritos dogmáticos y polémicos aborda temas clásicos como la virginidad, y combate en ellos los errores de Orígenes y de Pelagio. Escribió también una continuación a la Historia Eclesiástica de Eusebio de Cesarea.

Sus cartas, de las cuales se conservan unas 120, resultan, como de costumbre, de gran interés para la historia. Fueron escritas con vistas a ser publicadas y, sin que falten las personales y familiares, alguna de ellas es casi un verdadero tratado.


1 La carta en la cual se ha recogido la descripción del sueño, es la Xll. La «Biblioteca de Autores Cristianos», editó en ed. bilingüe latín-español, en dos vols. las «CARTAS DE S. JERÓNIMO», preparada por D. Ruiz Bueno.

2 Pero, al mismo tiempo, se despertaron sus aficiones a la vida ascética y devota, manifestadas en sus visitas dominicales a las tumbas de los apóstoles y de los mártires.

3 Apolinar pertenece a la célebre escuela antioquena, se distinguió por su actividad contra el «arrianismo», pero cayó en la herejía que lleva su nombre, que negaba, a Jesucristo, la existencia de alma racional. Fue condenada esta herejía en el I Concilio de Constantinopla, bajo el pontificado del Papa San Dámaso (366-384).

4 Como ediciones criticas de este texto revisado de los Evangelios podemos citar: «Novum Testamentum... Secundum editionem S. Hieronymi, I-III» (Oxford, 1889-1954); H. I. White «Novum Testamentum Latine», Editio minor (Oxford, 1911); R. Weber «Biblia Sacra iuxta vulgatam versionem...», (Stuttgart, 1969; 1975 2ª ed.).

5 Como ya es sabido, el texto hexaplar del Antiguo Testamento fue compuesto por Origenes (año 240), se llama «hexaplar» porque fue presentado a seis columnas: las dos primeras contienen el texto hebreo (la 1ª escrita con carácteres hebreos, la 2ª el mismo texto, en carácteres griegos); la 3ª, la versión griega de Aquilas; la 4ª, la versión griega de Simaco; la 5ª, la versión de los «setenta»; y la 6ª, la versión de Teodoción. El texto de los Salmos, que San Jerónimo tuvo delante para la revisión del texto latino, fue una versión griega de los setenta anterior a la edición critica hexaplar de Orígenes.

6 Véase «PATROLOGÍA» de la obra J. Quasten, en el Vol. lIl, redactado por Profesores del «Agustinianum», bajo la dirección de A. di Berardino, B.A.C. Madrid, 1981 (págs. 260-261); «introducción a la Biblia» por M. Tuya O.R y J. Salguero O.P., BAC, Madrid, 1967 (págs. 532-533).

7 Como ya es sabido, Orígenes, a pesar de ser un hombre profundamente místico, de temple de mártir, y un gran exegeta y teólogo, incurrió, sin actitud formal herética, en algunos errores dogmáticos, tales como la negación de la eternidad de las penas del infierno y la afirmación de la preexistencia de las almas, siendo condenadas algunas de sus proposiciones, en el II Concilio de Constantinipla (V Ecuménico), el año 543.

8 Como consecuencia de las alteraciones e interpolaciones introducidas en el texto latino de la traducción del hebreo, de la mayor parte de los libros de la Biblia, como luego indicaremos, la Santa Sede, después del Concilio de Trento asumió la iniciativa de revisar el texto de la «Vulgata». Este trabajo culminó bajo el pontificado de Clemente VlIl (1592), pero como se había iniciado en el pontificado de Sixto V (1585-1590), se llamó, a la edición revisada, «Sixto-Clementina».

9 Cfr. L.H. Cottineau «Chonologie des versions bibliques de Saint lerónime», Miscellanea Geronimiana - Roma 1920 (págs. 43-68).

10 Como ya es sabido, la expresión «deuterocanónico» se aplica, desde Sixto de Siena (1520-1569), a aquellos libros de la Biblia,—especialmente del Antiguo Testamento—sobre cuya canonicidad se dudó, en algunos sectores reducidos de la primitiva Iglesia, hasta que el Magisterio reconoció oficialmente su carácter inspirado y los incluyó en el canon de la Sagrada Escritura. Se consideran «deuterocanónicos» los siguientes libros del Antiguo Testamento: Tobías, Judit, Baruc, Sabiduría, Eclesiástico, 1-2 Macabeos, y las partes griegas de Daniel y Ester; y del Nuevo Testamento: Hebreos, Santiago, S. Pedro, 2-3 Juan I, Judas y Apocalipsis. Pero esta distinción entre libros «protocanónicos» y «deuterocanónicos» no quiere significar—una vez que han sido incluidos en el «canon» de los libros inspirados—una clasificación de valor o de dignidad entre ellos. Los judíos también tenían un «canon» de los Libros del Antiguo Testamento.

11 El texto de la Vulgata encontró dificultades para ser aceptado por la Iglesia de Occidente, en la parte refe- rente al Antiguo Testamento, hasta el siglo V, en que empezó a ser recibida preferentemente a las antiguas revisiones, aunque no se impuso hasta el final del siglo VlIl. Su difusión fue causa de pérdida de su pureza primitiva; ello impuso diversas versiones: Alcuino [801]; Teodulfo [821]; la Biblia parisiense, en el siglo XIII; pero la más importante fue la Sixto-Clementina [1542]; la versión y ed., critica por los anglicanos J. Wordsworth y H.J. White, y terminada por Jenkins, Adams y Sparks—Oxford 1889—1954, 3 vols.; la revisión encomendada por San Pio X a la Orden Benedictina, en 1907; y la constitución por Pio X en Roma del Monasterio de San Jerónimo, para realizar una edición critica definitiva, pero cuya labor no ha terminado, llevando publicados 11 vols., aunque se prevé que la obra completa constará de 26-28 vols.; el Papa Pablo VI, el 29-XI-1965, creó una Comisión especial pontificia para revisar el texto latino de la Vulgata, de acuerdo con el avance de los estudios bíblicos, con la finalidad pastoral de que pudiese ser utilizado en los oficios litúrgicos. El Papa Juan Pablo II, por una Constitución Apostólica de 25 de Abril de 1979, promulgó la «Nueva Vulgata», de acuerdo con la revisión efectuada por dicha Comisión.

12 Entre sus comentarios merecen citarse: a la Carta de San Pablo a Filemón; a los Gálatas; a los Efesios; a Tito; al Eclesiastés; al Génesis; a los Salmos.... también comentó a San Mateo y revisó el comentario latino al Apocalipsis de Victorino de Petavio. Su único comentario sistemático es sobre los Profetas (únicamente dejó de comentar el libro de Zacarías cuyo comentario lo solicitó de Dídimo, como se ha descubierto en los últimos tiempos, en un papiro de Tara). El haber podido disponer, sobre todo, de la biblioteca de Cesarea, le facilitó mucho su labor de comentarista. La influencia de Orígenes es manifiesta en sus comentarios bíblicos, aún cuando combatió sus errores dogmáticos.

13 Estas homilías sólo muy recientemente han sido atribuidas a San Jerónimo. No constituyen un comen- tario completo al Evangelio de Marcos. No se sabe con exactitud, si esta limitación se debe a la voluntad del propio San Jerónimo o al hecho de haberse perdido el resto.

14 «Vida de San Jerónimo, Doctor Máximo de la Iglesia», Madrid 1853.

15 La traducción al castellano, recogida en este volumen, ha sido realizada por el Profesor de la Facultad de Teología San Vicente Ferrer de Valencia, Rvdo. Sr. D. Joaquín Pacual Torró, sobre el texto latino del «Corpus Christianorum» (series latina, vol. 78, págs. 449-500.